Manu es un adolescente común y corriente: tiene una banda de rock, toca el bajo, se reúne con sus amigos en la playa donde cada tanto hacen algún partidito de fútbol sobre la arena húmeda, sale con una piba con la que quiere tener su primera vez y tiene charlas personales con su padre, un tipo amoroso que parece comprenderlo como nadie. Manu también tiene un secreto. Ese secreto, que reprime en lo más profundo de sus entrañas para que no salga a la luz, hace que de todas esas cosas solo pueda disfrutar de una: andar por ahí con su mejor amigo Felipe, el guitarrista de la banda. Con él pasa la mayor cantidad del tiempo componiendo, pero también hablando de mujeres, jugando a los video juegos o preparando y arreglando una furgoneta escondida en el bosque para usarla como telo en sus encuentros sexuales con chicas. El secreto que guarda Manu está relacionado a su mejor amigo. Manu lo mira de otra forma, lo contempla, parece querer expresarle sentimientos mediante canciones. Manu entonces tampoco parece disfrutar del todo la compañía de Felipe. Un deseo ardiente encarcelado lo persigue y atormenta. No puede sacarlo. Escupirlo sería la solución, pero también una posible condena. Así que empieza a fantasear. En esa película mental donde dirige y actúa sus deseos aparece su amigo desnudo, los dos muy cerca. Manu le toca el hombro, otras veces solo se recuestan y se observan como si algo fuese a concretarse entre ellos: un beso, una caricia erógena, una triunfante y aliviante cogida. Las fantasías eróticas que recorren el relato jamás abandonan el deseo porque nunca consuman el acto sexual. Manu no dice nada pero habla en sus sueños y su hermanita lo escucha siempre, amenazando con comprender lo escondido. Manu no dice lo que siente, pero lo entendemos de todas maneras. Sus miradas, atenciones, deseos y sueños nos lo expresan. Somos testigos de su tormento identitario, aun cuando ese mundo que habita parece ignorarlo. Manu habita una película sensual y amorosa, siempre interna, emocional, dentro de otra película donde se lo ve perdido, desorientado. Esa película/laberinto se llama Sublime. Dueña de una sensibilidad singular en la que el director hace de la ciudad un laberinto interno donde el protagonista intenta encontrarse para poder hallar así una salida a esa encrucijada psicosexual, pero sin jamás abordar con subrayados su temática, ni hacer de aquella una tragedia remanida sobre la intolerancia o los horrores que aquejan a nuestra sociedad. Como el mundo en el que juega y se esconde Manu, dominado por adolescentes, la película toma un poco de ese tono donde el drama jamás desborda a sus criaturas sino que las salpica con un humor que le quita peso. Al fin y al cabo estamos hablando de pibes confundidos en una sociedad (al menos la que vemos en la película) con todo tipo de conflictos personales pero jamás bajo el yugo del juicio hacía el prójimo. El ejemplo más grande es el personaje del padre de Manu, que puede apenas cruzar palabras con su hijo y aún así alentar y comprender en cada decisión. Sublime es, sin ir más lejos, una mezcla entre el cine de Gus Van Sant y el de Campusano, pero con mayor fluidez narrativa que el primero y más prolijidad estética que el segundo. El montaje tiene momentos brillantes, como la secuencia donde Manu compone una canción y cada línea de esta lo sitúa en distintos espacios temporales, o las ya mencionadas fantasías sexuales del protagonista, que se alinean y acoplan a la realidad de Manu con el transcurso del relato. Sublime es, sin ir más lejos, un coming of age con todas las letras.
El fotógrafo de Minamata es una clase de película que a Johnny Depp le viene como anillo al dedo: es parca, un tanto abúlica, inexpresiva. Parecen ir bien de la mano, aunque, paradójicamente, Depp sale más airoso que en otras películas. Depp nunca llora, nunca se lo ve muy enfadado o afectado por las circunstancias, nunca grita, nunca ríe, generalmente esboza una sonrisa de maniquí tan artificial que se vuelve involuntariamente siniestro. Su Willy Wonka timburtoneano es un claro ejemplo de ello. Sus personajes no suelen verse sueltos, libres, no tienen gesticulaciones humanas: parecen estar siempre tensos, limitados por alguna represión interpretativa. En fin, Depp es tan frío como un témpano y en esta película algo de eso hay, si, pero en menor medida. A su W. Eugene Smith se lo ve más orgánico y menos hermético. Casi como si los años hayan curtido al actor y le hayan dado una soltura involuntaria que le sienta mucho mejor, más allá de los resultados artísticos de la obra que lo tenga como protagonista. En El fotógrafo de Minamata, el Eugene Smith de Depp es un tipo harto con la sociedad, esa tan convulsionada que atravesó los 70 en medio de cambios culturales de todo tipo, pero ante todo poblada de violencia y actos criminales varios. Su Eugene Smith existió en la vida real y algo de eso vamos a remarcar en la película. Un film de denuncia sobre un pueblo japonés que se ve afectado por las secuelas que genera el entorno de una fábrica química y la lucha de su gente para tratar de que se visibilice tal tragedia. Como Eugene Smith está harto de la gente, del entorno neoyorquino, de su trabajo como fotógrafo profesional, de su jefe, de la vida en sí, decide emprender viaje a Japón para ayudar a la gente que vive en las costas del país del son naciente…, pero más por influencia de una mujer que parece haberle movido el piso justamente en un momento de su vida donde todo se está yendo al tacho. Su viaje más allá de filantrópico, es una búsqueda personal, que lo relaciona no solo con su interior, además con la profesión que le da voz y prestigio. No sabe bien qué hacer con ello, aunque pareciera que desde hace años viene arrastrando esta clase de dicotomía sobre quién es, qué hace o hacia dónde se dirige. En El fotógrafo de Minamata, Depp se calza al hombro el relato, y eso se nota. Más allá de estar casi todo el tiempo delante de la cámara, la visión del mundo que impregna el film es completamente suya, la de Eugene Smith, que se fragmenta entre el tipo que ya no ve con ojos amorosos a la raza humana y el que encuentra en un grupo de personas afectadas por obra del progreso capital, afecto y contención. El relato, entonces, estará atravesado por dos cuestiones medulares y poco más: la del hecho real, que intenta ser preciso, humanista, conmovedor, y el viaje personal del hombre que hizo visible tamaño problema. Tal vez no es poco, pero el problema con El fotógrafo… es que tanto el conflicto personal como el social es abordado de manera distante, fría, casi con una lejanía quirúrgica. La fotografía ejerce de verdugo donde abundan los tonos grises, impregnando a la película de un sentimiento de quietud, pero también de poca organicidad. Que haya momentos donde la imagen de archivo intermitente se entremezcla con la ficción, más que dar una sensación de veracidad, de apoyo en lo real, lo que realza es la poca creencia que el director tiene sobre su obra. Creer que este proceder evoca en el espectador su fe, es no entender las bondades de la película a la hora de contar una historia. Es acceder a ese “bastón” que sostiene y da firmeza en un lugar (el cine), donde en realidad, siempre y cuándo se sepa cómo hacerlo, no hace falta su utilidad final. El film se reduce a ésto y poco más si bien no aburre, y jamás abandona lo que quiere contarnos, que no es mucho, y la idea se agota. En fin, al menos no tenemos a Depp en versión maniquí siniestro, lo que sí es un logro.
Hay una extraña sensación con un tipo de películas que uno termina de ver y, más allá de no haberla pasado mal, acaba sepultando en un olvido instantáneo, casi como la clausura inconsciente de algún hecho traumático o medio jodido en nuestras vidas. En fin, dejemos a Freud de lado y vayamos de lleno en Escalera al infierno, película que tiene todo para hacernos pasar una buena hora y media, pero termina por sepultarse en lo más remanido y reiterativo dentro del cine de terror. Acá una familia compra una casona alejada de la ciudad. La casona, una mansión críptica y lúgubre, pero a su vez elegante e imponente, parece esconder un terrible secreto: apenas los nuevos inquilinos ponen un pie en ella, hechos extraños comienzan a suceder. Uno de ellos es la desaparición de la hija mayor, una noche, mientras cuidaba a su hermano menor. La joven, con aparentes problemas sociales y poca comprensión de parte de sus padres, había bajado al sótano para reactivar la luz de la casa luego de que un corte de electricidad los dejara a ella y a su hermanito en total oscuridad. Pero jamás salió de allí. Lo que sigue es una ecuación, a la vez que fórmula obligatoria, para muchas películas de casas espeluznantes: mamá investigadora, papá escéptico, hermanito en peligro, policías que investigan a medias, etc. La ecuación puede sonar peor de lo que parece, pero no se asusten. Escalera al infierno no es mala, o al menos no se la sufre (por motivos que escapan al terror del género) como otras películas de hoy en día: no es pretenciosa ni estrambótica. Es un film clásico, donde una madre desesperada intenta buscar a su hija desaparecida y cree que las respuestas están en la casa misma. Desde Poltergeist hasta La noche del demonio, tendríamos que pensar si esta gente mira películas de casas malditas como para alejar a sus hijos de ellas y advertir así el peligro que los rodea. Lo increíble de Escalera al infierno es cómo sigue creyendo en argumentos y fórmulas remanidas sin al menos intentar hacerlas parecer creíbles o, en el mejor de los casos, reformularlas. Ejemplos hay varios, pero el “compramos la casa porque era barata” es ya un chiste para un capítulo de Halloween de Los Simpsons. No sirve ni como crítica hacia la típica familia aburguesada porque, en definitiva, no intenta siquiera apuntar a ello. Que una pareja de muy buen pasar adquiera una mansión gigante como la que vemos en pantalla y que tiren esa frase, es menos creíble que todo lo que pasa en la saga de Los Avengers. Pongamos de ejemplo El conjuro, donde se argumenta exactamente lo mismo, pero queda claro que era una casona vieja y no una mansión dónde tranquilamente podría vivir la realeza y toda su familia. En la película de Wan, el único que trabajaba era el padre de familia y sus ingresos de camionero no eran lo suficiente, por lo que se entendía el esfuerzo que le demandó adquirir la casa haciendo la cuestión mucho más creíble. Otro punto en contra en Escalera al infierno es el comportamiento frío del personaje del padre, no sabemos si por limitaciones actorales o por exigencias del guión. La falta de empatía y la poca importancia que le da a la desaparición de su hija es tan extrema, que más que servir de contrapunto a la obsesión de la madre por encontrarla, se vuelve una distracción y limitación para el espectador. Sabemos que en el fantástico, para que la fantasía tenga éxito, debemos empatizar con las emociones de los personajes, deben ser vívidos, creíbles, más allá de lo que suceda a su alrededor. Si tenemos en frente una película de terror sobrenatural e inverosímil como esta, al menos hay que saber darle emociones legítimas a sus personajes. Acá el peso recae en la protagonista, que se calza literalmente la película al hombro y es la única que sabe cómo hacer que su personaje tenga una mínima pizca de credibilidad. El resto de la familia parece no encajar, menos el pequeño y, como ya mencioné, el padre: estos dos no hacen mucho en el relato, por lo que su existencia pone en duda si la película hubiera funcionado mucho mejor con las protagonistas mujeres únicamente. En fin, película pasatista, que no aburre, pero que recoge, apelotona y luego regurgita miles de lugares comunes. Ah, el final se advierte a mitad de la película, por lo que su efectividad es menor que la de Sexto sentido después de haberla visto quince veces.
Hay dos estrenos en cartelera a los que se les podría adjudicar un parentesco en cuanto a su necesidad de tomar un hecho real histórico, obviamente de nicho político-social, y contar de forma amena -y hasta evasiva, si se quiere-, los derroteros complejos a los que alude. Esas películas son Argentina, 1985 y La mujer rey, que apuntan con buenas intenciones la necesidad de entablar un contacto emocional con el espectador cubriendo acontecimientos de tales magnitudes. Argentina, 1985 no nos compete aquí, pero sí podemos reflexionar sobre la no muy interesante La mujer rey, film de empoderamiento femenino y opresión social. El film está Inspirado en un hecho histórico sucedido entre el siglo XVI y XIX, acerca de un reinado que luchaba por derrotar la esclavitud en épocas de colonialismo en su mayoría Europeo. Empleaba un ejército de mujeres amazonas -conocidas como las Agojie-, para ir a la batalla en los sangrientos enfrentamientos contra el imperio Oyo, responsable de vender a los franceses o portugueses los esclavos que conseguía de los Dahomey. La respetada general Nannisca (Viola Davis) jura eterna lealtad a su rey y reinado, por lo cual se gana la posibilidad de convertirse en La Mujer Rey: algo así como la mayor consagración, un honor casi místico dentro de los valores de los Dahomey. Nannisca ve en una joven recién iniciada en el ejército de las Agojie un potencial inaudito, por lo que entablará una relación particular antes de salir a pelear. La mujer rey es una película fallida. Primero, porque sus intenciones, más allá de ser buenas, se pierden en una avalancha de diálogos subrayados y para nada sutiles sobre el empoderamiento femenino, al punto de volverse aleccionadora. En segundo lugar, porque la textura es demasiado limpia, demasiado “película Made in Netflix” (que no lo es, aclaro, pero su factura es muy similar). Su estética correcta, lavada, casi rozando la abyección, la alejan de su enfoque sobre los horrores que intenta denunciar. Hay violencia, sí, pero por dar un ejemplo, la sangre parece casi siempre estar relegada al fuera de campo. ¿Se imaginan esto a cargo de un salvaje y bárbaro como Mel Gibson? Se podría decir entonces que a La mujer rey le faltan ovarios. No todo se puede reducir al mero discurso ya mencionado, encadenado a un par de peleas entre mujeres y hombres. No hay verdadero poder en su construcción: las líneas de diálogo obedecen justamente a las batallas entre hombres y mujeres, evitando las ambigüedades y otras connotaciones más profundas. Todo esto, sin mencionar su conservadurismo y la asexuada forma de captar a sus personajes, siempre haciendo del cuerpo desnudo o de la violencia un cúmulo de decisiones estéticas morales. Se puede ver una violación (porque conviene al argumento), pero no se permite la decapitación en cámara. En el film no parecen existir mayores peligros que los hombres malos (acá no hay mujeres malas; alguna que sea envidiosa sí, pero nada más), los cuales son nombrados reiteradas veces por si algún espectador medio distraído no entendió el discurso de la película. Tampoco tiene en cuenta que el conflicto se desarrolla en África, continente salvaje por cientos de razones, incluyendo la caza indiscriminada e ilegal o la misma fauna de la zona. Esto le sirve a la directora para poder hacer énfasis en un sólo tema, que se agota a medida que el relato se va desarrollando. Tal vez el peor pecado de La mujer rey es la narrativa telenovelesca, con algún giro forzado en su historia para emocionar (claramente sus intenciones son esas y poco más) y que va ganando y transformando al relato en una especie de épica de evasión involuntaria, opacando así el conflicto político de a ratos. Si bien en sus más de dos horas no deja jamás de entretener, la película va perdiendo impacto gracias a la mayoría de sus decisiones argumentales. Sin mencionar que los caricaturescos villanos parecen salidos de La momia de 1999, haciendo que la historia roce el maniqueísmo menos sutil. En esa chatura argumental, donde se escamotea cualquier tipo de metáfora o símbolo, se toman el atrevimiento de emplear mal una simetría que de haberse utilizado inteligentemente, habría mejorado la puntería. Pero ni eso. Sólo quedan un par de buenas peleas coreografiadas, una Viola Davis que molería a trompadas hasta al Depredador y un par de momentos inspirados que al menos no nos dejan cabecear entre tanta línea de diálogo alegórica y sin matices.
¡JULEPE! Pasarla mal en un cine no es sinónimo de encontrarse con una mala película, pelearse con algún espectador que no pare de hablar o aguantarse las ganas de mear para no perderse un minuto de lo que vemos en pantalla. No. Es la experiencia vivida de un tipo de cine que nos hace pasar por un torbellino de sensaciones y emociones. Es pura pulsión que recorre cada extremidad de nuestro cuerpo reposado en su mejor intento por relajarse y dejar que solo nuestros ojos se ejerciten junto al cerebro. Pasarla mal en cine con películas que nos hacen retorcer el cuerpo en función a las imágenes es además un triunfo de la creencia que deposita el espectador en ellas. El cine, por este tipo de cosas, evangeliza. Con Vértigo (en inglés, Fall/Caída, título que no genera confusión con aquella obra maestra hitchcockiana y que además entiende mejor la funcionalidad total de la obra) uno la pasa como el culo: nos retorcemos en la butaca, cerramos los puños, apretamos las palmas de las manos sudorosas contra los apoyabrazos en función a las desventuras trepidantes por las que pasan sus protagonistas. Queremos, con ese tipo de reacciones, evadir el miedo y a su vez intentar controlar cada mala sensación que en nuestro organismo despierta. La película en sí es chiquita: Becky pierde a su pareja en una de sus osadas escaladas en lo alto de un risco mortalmente vertical. Tiempo después, sumida en depresión, es rescatada de ese vacío por Hunter, amiga y compañera de hazañas. Ambas habían perdido contacto luego del trágico incidente, ya que Hunter también vio morir a la pareja de su amiga. Por eso se le ocurre escalar una torre de televisión abandonada en el medio del desierto y que tiene una temible altura de 2000 pies. Con esta hazaña intentarán encontrar un tipo de redención y así poder rehacer sus vidas. Vértigo es una de esas películas chiquitas pero dueñas de un flujo narrativo que funciona sin mayores pretensiones que las de entretener en buena ley y cuando digo en buena ley es porque claramente es una película que ofrece más que meros sobresaltos. Porque más allá de que las jóvenes quedan a merced de Dios al llegar a la cima de la deplorable torre y que en su intento por descender son sorprendidas por las peores y más aterradoras experiencias, el cometido de la obra es también el de entregar un producto con mayor profundidad que la media en estos tiempos tan convulsionados. En Vértigo la organización de simetrías, símbolos o representaciones están al servicio del relato, lo que expresa con naturalidad su interesante constructo (el recurso del anillo, las lámparas, la escalada hacía lo alto, etc). Ese tipo de decisiones argumentales la dotan de un total compromiso formal sin caer en cliches agotados y que además reutilizan con ritual sapiencia mecanismos interesantes del cine más clásico. Hay un par de ideas que acentúan rasgos emocionales sin rayar el psicologismo barato que muchas veces alberga un tipo de cine pretencioso y dañino. Acá la muerte conectada a la caída, al vacío, es también una forma de abarcar el nihilismo al que se expone la protagonista una vez que su pareja, Dan, pierde la vida. Dan cae (no voy a spoilear pero recordemos que lo bajo, lo que desciende, es también lo que va hacía el infierno) y Becky necesita ascender, tocar el cielo con las manos, es decir, tocar lo sagrado y recuperar su vida. Como símbolo del pasado tenemos las cenizas de Dan que las jóvenes suben para esparcir en lo alto y darle un cierre poético a lo que queda del joven. Cuando el relato se vuelve más oscuro al revelar ciertas cuestiones es interesante como la torre ejerce de línea divisoria entre Becky y Hunter (rubia y morocha) acentuado que en su puesta en escena hay más de lo que aparenta ayudando en el contexto narrativo sin verse forzado. La torre, además, es una especie de espacio sacro al que se le debe respetar no solo por su colosal tamaño, sino además por su simbólica vertical: las señales de peligro, incluyendo un cartel que les aclara una estadía al infierno, son claros ejemplos de que la construcción es sencilla pero clara y lo que es mejor, nada vaga. Todo ayuda en este tipo de relato. Hasta las alusiones a los buitres que rondan la zona en busca de carroña. Pero más allá de sus funciones esotéricas, es una película que se la sufre, se la siente, se la abraza. ¡El julepe que puede despertar es endemoniadamente irresistible y divertido! Lo peor de Vértigo es una innecesaria vuelta de tuerca que puede sorprender a algún que otro espectador, pero que sobrecarga el ya justo y bien definido arco dramático. Esta cuestión nos aísla bastante del clima y nos desconecta con ese relato pequeño pero valiente y fuerte que veníamos viendo. Una lástima.
Tren Bala nos acerca a una experiencia involuntaria sobre cómo opera el cine actual en tiempos acelerados. El tour de force al que nos somete hace alarde de un despliegue de piñas, patadas, chistes medio bobos, peleas coreografiadas e imposiblemente precisas, explosiones y un montaje que aprieta la acción y los diálogos cancheros e irónicos, haciéndolos prisioneros de un relato que de tanto exceso se pierde de un mejor resultado. Acá Brad Pitt es un agente secreto, además de arma letal, que parece querer hacer las paces con su pasado violento y recurre a la meditación o cualquier creencia medio zen. Entra al sofisticado y lujoso tren bala del título, en una Japón no menos tecnócrata y avanzada, sin saber que allí andan pululando otros despiadados asesinos a sueldo y todo tipo de matones. Estos parecen tener distintos propósitos e intereses, pero un maletín cuyo contenido valioso empieza a circular de acá para allá empieza a unir las piezas del rompecabezas. Bienvenidos al nuevo blockbuster. Entre la hipervelocidad y el anabólico técnico, las trompadas que resuenan pero casi no dañan y gente que vuela por los aires en explosiones pero caen parados como los gatos, una película como Tren bala es una muestra gratuita y efímera de un cine que debe volverse más rápido, ruidoso, casi un remedio contra espectadores que sufren de ansiedad y no pueden concentrarse un segundo en la pantalla si algo no vuela por los aires o hay algún chiste zonzo. Que la película los tiene y a montones, eso seguro, además de que para embocarle a uno bueno hay que aguantar diez malos. Por eso, esta experiencia del diálogo y charlas veloces, por momentos random, sin mucho sentido, sumado al siempre desbordado cúmulo de piñas es la misma que ir de viaje en uno de estos trenes tan rápidos como Superman y mirar por la ventanilla sin poder disfrutar del paisaje. Cuánto más rápido, menos se ahonda en detalles. Pese a ello, es innegable que la película sirva como posible entretenimiento y sea disfrutable por momentos. Eso sí, a cinco minutos de terminada la película, saliendo de la sala puede que sea olvidada irremediablemente. Tren bala es una película de acción más del momento. No aburre, pero su postura demasiado canchera, cool, la condenan. Por momentos parece una mezcla entre el cine de Guy Ritchie y Tarantino, por la utilización de algunos recursos visuales y narrativos, en donde la explotación por la estética popular parece una nueva variante del posmodernismo más acelerado. De haber sido manos irresponsable, disparatada y sobrecargada, sería una película mucho más lograda.
EL PLACER DE DORMIRSE EN EL CINE Hay un enorme placer al dormirse en un cine. Un placer que diluye toda culpa de haber pagado una entrada, de perderse un cuarto o mitad de película, o de haber truncado una salida idealizada, solo o acompañado. Acomodarse en una butaca, dejar caer los párpados y hundirse en la envolvente e inevitable oscuridad de la sala es tan liberador como despreocupante: mayormente uno siente una necesidad de responsabilidad cuando entra a una sala de cine como final del recorrido de una costumbre ritualista. Prepararse, salir del confort hogareño, viajar, hacer cola para sacar una entrada o para entrar a la sala son parte de dicha costumbre. Entonces, dormirse en un cine es la forma más directa y unívoca de mostrar absoluto desinterés y sopor por una obra, además de quitarse el peso de ese proceso ritual antes mencionado. Decir “con tal o tal película me quedé dormido” es motivo de sepultarla por completo. Es más, genera una inevitable influencia en el otro, a tal punto que posiblemente la soslaye y ni se moleste en querer verla y sacar sus propias conclusiones. El cine que aburre, sea cual sea; de superhéroes, de terror, de Godard, no importa género, forma, año o estilo, es el cine que está condenado por naturaleza. Obvio que esa visión es subjetiva, claro está. Pero se entiende que los mecanismos que mantienen en cierta medida el interés del espectador son específicos, no hay demasiadas vueltas en ello. Aún así, se reitera, es subjetividad pura. Descubrí esto con una película francesa, volví a repetir dicha experiencia varias veces, una mejor que la otra y con películas variadas. Por dichos descansos pasaron desde Llámame por tu nombre hasta La torre oscura. No llevo la cuenta pero puede que La habitación del horror sea la quinta o sexta. Hundirme nuevamente en la envolvente oscuridad de la sala fue más placentero que todo lo que pude ver en la película de Kim Kwang-Bin. Película que apelotona clichés, lugares comunes soporíferos y situaciones menos interesantes que los programas de chimentos de las 3 de la tarde. La habitación del horror arrancó bien. Al menos un poco más interesante que el resto del tiempo en que logré mantener los ojos abiertos. En ella se relata la trágica relación entre un padre y su pequeña hija intentando rehacer su vida luego de que un fatídico accidente se cobrara la vida de su madre. En la difícil tarea de sobrellevar la pérdida se van a vivir a una casona de esas que guardan secretos oscuros a punto de ser revelados. En el camino hacia la nueva casa detienen el auto y la niña se baja perdiéndose en una arboleda. El padre la persigue y se topan, a lo lejos, con la casona. Esa presentación es quizás lo mejor de la obra. Ese acceso por donde se introducen es “otra entrada”, es decir, una puerta alternativa o acaso el umbral a otro mundo. Ese nuevo mundo cargado de fantasmas y espantos varios, porque en la habitación donde duerme la pequeña un clóset parece encerrar todo tipo de entidades. La niña desaparece y por lo visto ese mismo Clóset es la respuesta a ello. Bueno, mezclemos Poltergeist con Insidious y cualquier película de casas embrujadas de los 80 hasta esta parte y saldrá mucho y un poco más de lo que vemos en pantalla. No solo habrá momentos de raros comportamientos por parte de la niña antes de desaparecer, fruto de una posesión (ya para este instante, mis párpados pesaban); además su padre contratará a un médium o algo parecido que lo ayude a rescatar a su hija de donde sea que esté. Es decir: niños, posesiones, casas encantadas, médium, blablabla, pérdida trágica, sobresaltos. Ir a lo seguro, sin riesgo alguno. Nada nuevo bajo el sol, y lo peor no es que su argumento tome estos recursos, sino que afectan el proceder narrativo. Se puede utilizar y reutilizar la misma historia cientos de veces y la fórmula de su éxito radica llana y lisamente en sus formas, en su construcción. Acá todo se sucede sin un interés estético, menos que menos narrativo. Puede haber cierto peso dramático en sus criaturas pero su arquitectura es llana. Ya pasada la hora y monedas intentaba mantenerme íntegro luchando contra el sopor y el tedio. Cabeceaba, se cerraban las persianas, sabía que era una lucha de viernes a la noche. A la par de mi batalla por seguir despierto, una más inverosímil se liberaba en la pantalla. En la oscuridad de la película, con sus demonios internos y en la oscuridad de la sala con el confort de una butaca. En un momento divisé unos fantasmas de esos muy actuales, que solo dan miedo a los desprevenidos y novatos en este género o a los más asustadizos, porque sus apariciones son un loop desde las Ju-on hasta las Ringu. Y como simbología de los fantasmas mentales de sus protagonistas (la muerte de la madre, que a su vez representa el pasado) es más bien pobre, ya que la intención está, pero su ejecución es como todo en ella: plana, superficial y genérica. Ya había pasado más de hora diez y todo intento por mantener el interés en esta obra era en vano. Ya el sueño se apoderaba de mí de modo triunfante. Queremos creer entonces que películas de este tipo solo se estrenan por el actual boom de la cultura popular coreana, tanto en el cine como en las series o la música. De otra forma no se explica su estreno en salas teniendo en cuenta que grandes películas no encuentran una distribución por éstas pampas. En fin. Misterios del espectáculo. Por mi parte sentí que me hundía en un agujero negro. Caía en lo profundo del sueño. Unos diez o quince minutos finales tal vez, no lo sé, tampoco importa ya. Un flash de la toma final me despierta y mis ojos al abrirse divisan los títulos finales. No me culpen, en medio de la película varios espectadores abandonaron la sala. Yo por mi parte me deje llevar, no por el cansancio de una noche de viernes, sino por el sopor de una película insulsa y aburrida. Se los recomiendo.
Multiverso o Un verso múltiple de aquellos. Debo estar envejeciendo, más allá de mí naturaleza biológica inherente al tiempo, y con ello arrastrando lo peor de una vejez prematura e intolerante hacia mi costado, digamos, más intelectual. Y con lo de intelectual no me refiero estrictamente al pensar y al razonar, en este caso el cine. Sino también al disfrute. A su eterna y amable mitad lúdica, lugar siempre cuestionado por ser un entretenimiento y con ello su estigma de superficialidad instantánea. Prejuicio poco reflexivo al que se suele someter el cine de “entretenimiento” (casi como si fuese un género aparte, de “entretenimiento”, así con comillas). En resumen, el cine de entretenimiento, el blockbuster, los grandes tanques, etc., jamás fueron rechazados por este humilde servidor. Por el contrario, nací en LA década más prospera para el cine de evasión. Precisamente en 1984, año de Gremlins, Cazafantasmas, Un detective suelto en Hollywood, Footloose, Indiana Jones y el templo de la perdición, etc. Amén de obras maestras como Terminator y Pesadilla en lo profundo de la noche. Ese mismo cine, al que me entrego y disfruto con creces, fue en su momento bastardeado y soslayado por una generación anterior a la mía que no aceptaba su función medular única: entretener y divertir. El tiempo cambia, el arte se amolda a las demandas de la gente. El público quiere cosas nuevas y el cine no es ajeno a esto, claro está. Los tiempos son otros y el nuevo milenio un volcán que eructa novicias maneras de expresarse. Hoy en día las demandas del cine están destinadas al fandom, la “nerdeada”, como llamamos algunos. Sí, ese que disfruta de comics, cine, libros, mangas, anime, video juegos y cualquier forma de expresión artística popular. No por nada pululan hoy en día con enorme éxito las películas de Marvel y DC, las de dinosaurios, las inspiradas en libros de aventuras y fantasía y un largo etc. Parte de ese nuevo concepto, de dirigirse a un público determinado, es el que me tiene ahora escribiendo estas modestas líneas. Tal vez como descarga. Quién sabe. Lo cierto es que dejó en manifiesto las sensaciones, la posición y reflexión que una película suscitó en mí. Y eso es particularmente positivo aún cuando dicha obra no sea de mí agrado. Por eso Todo en todas partes al mismo tiempo, de Daniel Kwan y Daniel Scheinert, dan fe de ello. Película pavota si las hay, sobrecargada por exceso y acumulación, donde “todo vale”, donde lo “random” predomina como triunfo total de una cultura que festeja el sinsentido y la canchereada fácil y gratuita. De todo eso y más hay de sobra. Porque lo que predomina es la sobreinformación, el (otra vez) exceso absoluto. Es una parafernalia que eleva hasta el paroxismo el cine de hoy en día: un cúmulo montañoso de referencias o en todo caso, un cúmulo narrativo de ideas inconsistentes. Un pastiche incontrolable y a su vez insufrible. Esto no es Ready Player One y su discurso sobre la cultura popular nostalgiosa. No. Esto se halla en otro nivel. La historia arranca bien: una familia china asentada en los Estados Unidos maneja una lavandería que parece estancarlos y condenarlos a una vida abúlica, aburrida y monótona. Hasta que, en esa cotidianidad aniquiladora, Evelyn (Michelle Yeoh) descubre un extraño suceso donde este mundo y muchos más están conectados, en otras dimensiones, con sus respectivos yo, cada uno en distintos estatus sociales, habilidades y destinos. Lo que ahora se popularizó como Multiverso. Sí, un verso múltiple de aquellos. A esto se le suma la posibilidad de conectarse y desconectarse de los otros universos y poder acceder al conocimiento e información de cada uno. Las cosas se complican cuando se entera de que su hija, en otros universos, parasita un mal que la convierte en un ser tan poderoso como un Dios desbocado capaz de sembrar pánico y desolación por donde pase. Evelyn deberá transformarse de la noche en la mañana y pasar de ser la simple dueña de un negocio que limpia la mugre de los demás a ser la potencial salvadora del universo que habita. Después del planteo, ese donde los límites como la paciencia del espectador se tuercen al límite, el film comienza a alardear sobre la inventiva a la que nos someterá: un despilfarro que de tanto manoseo argumental y estético termina aburriendo, más en una obra que literalmente licúa el cerebro durante más de 2 horas veinte. Piñas, patadas, gente volando, chistes bobos, gente viajando a otras realidades, chiste bobo, patadas, escatología y así hasta agotar nuestros sentidos en lapsos cortos y sin dejar que el espectador descanse un segundo las retinas ya calcinadas. Al terminar la función salí aturdido por el uso y abuso de un montaje que sin ir más lejos, en una escena en particular, podría causar un severo ataque de epilepsia (esto no es joda) a cualquier mortal. El montaje golpea más por efectista que por herramienta narrativa bien utilizada (¡perdónalos Walter Hill!). Un día después de verla me tomé el atrevimiento de leer las reseñas de dicho monstruo cinematográfico (por llamarlo de alguna manera) y me sorprendió la buena recepción por parte de la crítica especializada. Algunos elogiaban su inventiva, su imaginario visual, como si la acumulación de ello fuera sinónimo de creatividad. En fin; solo contra todos o solo contra nadie. No me la veía venir, claro está. Allí me pregunté, no preocupado pero si entregado, si era yo quien no había entendido el sentido de la película. Si el problema estaba en mí. Si no tenía la capacidad intelectual para llegar a absorber lo que la película entregaba y que haría con todo aquello que reflexioné sobre ella. Si era el fin de mí relación de espectador con el cine y si toleraría desde ahora en adelante cada estreno de este tipo de películas. Aún no lo sé. Es muy probable que me haya convertido en un dinosaurio del jurásico, escondido en una cueva con un manojo de clásicos en VHS y un reproductor que las pase una y otra vez ad infinitum. En comparación, la última Jurassic World, estrenada hace semanas, es una obra maestra hawksiana. Ya sé hacia dónde huir y ocultarme cuando el cine se transforme en esta nueva forma de contar historias.
APURATE QUE ME MEO Crónicas Jurásicas Me hago cargo. Soy un fanático de los dinosaurios. Tal fascinación por estos bichos extintos y curiosos jamás mermó y, por el contrario, sigue latente en mí a mis casi 40 años. Lo que conlleva ser casi fan de cualquier película que los tenga como protagonistas, sea ésta de dudosa factura técnica o no. Desde la King Kong original de 1933, pasando por El valle de Gwangi y su enfrentamiento entre dinos y vaqueros; las de animación Pie Pequeño, las baratas y berretas Carnosaur y, sin lugar a dudas, la saga de Jurassic Park. Por lo que sería un disfrute absoluto para este humilde servidor escribir y asistir a la privada de la nueva y última parte de la franquicia iniciada por Steven Spielberg en 1993. Hacía frío, mucho frío. La función era a la mañana. Las espectativas sobre la película eran 50/50. No depositaba demasiado entusiasmo, pero sabía que ver dinosaurios rompiendo todo en el IMAX sería al menos despertar al niño que abraza el espectáculo por sobre el contenido, y mis manos estarían atornilladas a los posabrazos de las butacas. Las emociones estaban ahí, pero siempre cauteloso de que no me tomen por asalto. En medio de la espera, entre anuncios y el frío que se acumulaba en los huesos después del viaje, comencé a sentir las ganas de ir al baño. Si, a orinar. Algo normal en mí y en cualquier mortal que enfrente el frío, principalmente matutino. En fin, las luces se apagan. El logo de la Universal gira, y casi como una leyenda viviente de las majors que sobrevivieron a una posible extinción, arranca el espectáculo. Trato de contener mis ganas de ir al baño por miedo a retirarme en medio de la función y perderme algún momento medular o al menos que pueda disfrutar al máximo en semejante pantalla. La película arranca, las cosas van bien: el inicio es simpático a su vez que inteligentemente resuelto. Un comprendido de imágenes de redes sociales, etc. que son el resultado del mundo siendo de a poco conquistado por los dinos. Buen recurso. Bien ejecutado. Le siguen una secuencia digna de un western: Chris Pratt cabalgando en caballo junto a otros dos jinetes, intentando, lazo en mano, atrapar a un Parasaurolophus de una manada que huye en un paraje casi de una épica Fordiana. La cosa pinta bien. Esto va a funcionar. Lo que en un sentido me hizo olvidar mis ganas de ir al baño. La historia, entonces, es más o menos así. Pratt y Dallas Howard adoptan a la nena clonada de la anterior Jurassic, ahora una adolescente de 14 años que se encuentra aislada en una cabaña junto a la pareja en medio de la nada y que se le tiene prohibido ir al pueblo. Al parecer, el mundo es un lugar peligroso y ambicioso que la puede exponer a riesgos mortales. Y no se equivocaban. Unos mercenarios irán tras ella y la cría de una velocirraptor que al parecer tiene un enorme valor científico. Como es de esperar, la niña es secuestrada junto al pequeño raptor, por lo que nuestra pareja protagónica deberá ir tras sus pasos y así recuperarlos. Hasta acá todo funciona bien. Uno supone a The Searchers de Ford en medio de un choque entre humanos y dinosaurios. Atractivo, épico y hasta fundacional, en conceptos de cinefilia medular. Todo marcha bien. Hasta que nos transportan a Malta, si, Malta. Lugar donde se llevan a la niña y dónde se desata una trama de espionaje medio remanida que recuerda los thrillers detectivescos y de acción de los ‘90, en medios de caprichosos escenarios exóticos. La película empieza a caer en picada. A todo esto se le suma una piloto tan bella que no entendemos cómo no se dedicó al modelaje y que se une a la pareja en su cruzada por recuperar a la pequeña. Ella, al parecer, es llevada a un último punto: una enorme reserva de dinos a su vez que laboratorio donde se insiste en seguir experimentando y jugando a ser dios. Allí, medio camuflados, tenemos a Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum ( la santísima tríada de la Jurassic original) jugando, también, a los espías intentando violar la seguridad del complejo para tomar muestras de una especie de langosta que está sembrando el pánico agropecuario. Ya para ese entonces, mis ganas de ir al baño eran más fuertes que las ganas de ver dinosaurios peleando. Algún bostezo se me escapó en medio de largas charlas sobre ingeniería genética, el siguiente paso de la ciencia, la trama que intenta ser más grande que una simple película de aventuras y un discurso progresista que por momentos de tan obvio y tirado de los pelos, por no decir vergonzoso y forzado, me arrastraban a tener mí mente pendiente de un toilette reluciente y limpio. Colín Trevorrow, director de Jurassic World, de 2015, crea acá un pastiche inconsistente dónde la épica, que parecía proponer no despega jamás y los guiños a las anteriores entregas de la saga y su preocupación por comprarse a los fanáticos de la misma son más importantes, al parecer, que narrar bien una historia. Todo luce forzado, desde la intervención de los científicos de la Jurassic original, hasta su discurso feminista (prestar atención a ese modelo de mujer perfecta del futuro y su innecesaria participación en una saga como ésta) que responde más a agendas políticas de hoy en día que a la necesidad de hablar sobre una visón del mundo determinada. Contenidismo de nuevo siglo y un “al carajo” todo. Todas las Jurassic tienen mujeres independientes y fuertes, inteligentes y tenaces, sin la necesidad de subrayar ni abrazar ninguna ideología en particular. Son mujeres de aventuras hawksianas, dispuestas a arriesgarse tanto o más que cualquier hombre o héroe. Ya para ese entonces tenía ganas de salir rajando al baño. Pero faltaba una media hora más o menos para que terminara. Supuse que vendría algo mejor, o al menos no tan malo como la hora y pico que había pasado. Hora y media gratuita, de acción que ya vimos miles de veces, efectos especiales que ya no sorprenden y una banda sonora horrenda, la cual suponemos John Williams debe estar preguntándose si fue buena idea retirarse del negocio cinematográfico. Para cuando la escena final se desata yo tenía la vejiga que reventaba: es tan genérica y poco imaginativa como todas las secuencias que pasaron por esta obra medio disparatada y muy distante de lo que arrancó siendo en los 90. Mí mente se dividía entre una gloriosa entrada al baño y lo que quería que sucediera en pantalla pero a su vez jamás llegaba. Si, hay un par de momentos inspirados, más al inicio ya mencionado. Pero el film se diluye minuto a minuto en capas discursivas, momentos azarosos, algunos increíblemente aburridos y toda una parafernalia que solo puede sorprender al más naif de los espectadores. Todo mientras suplicaba que de una vez por todas, termine. Cuando al fin sucedió, salí raudamente hacía la gloria: los generosos e impecables baños. Allí abrace un final digno. Ah, ¿Y la película? Mala, realmente mala. Aún para un fan Jurásico que mucho no esperaba. O al menos que no le tomen el pelo y le entreguen una de aventuras pura y dura sin tanto discursito bañado en ciencia ficción bien pensante y altruista.
La Medium se estrenó hace ya un año. Desde entonces sembró todo tipo de especulaciones, empezando por la fanfarria de haber sido proyectada con las luces prendidas en distintos cines debido a su aterradora naturaleza. Este tipo de estrategias de marketing existen desde los tiempos en que William Castle era el rey del susto en cada película que salía de su ingeniosa y mercachifle mente. Bueno, acá vamos a ver qué resulta de tan esperado film de horror, pero desde el comienzo, nada más alejado de la realidad, mi querido/a lector/a. El film es una banal muestra de cuánto hoy en día se quiere generar terror pero se ignora el cómo, además del poco interés por narrar decentemente una historia de miedo que está maldita desde el minuto inicial, cuando nos enteramos que va a durar más de dos horas… Dos horas donde literalmente no pasa nada interesante, el tedio reina y la inverosimilitud gana por goleada justamente en un subgénero (found footage, falso documental, etc) que hace lo imposible porque todo aquello que la cámara registra sea creíble, sin mencionar lo cansado que luce desde hace más de una década. La Medium cuenta la historia de Nim, una médium experimentada y respetada que, en un ritual autóctono de un pueblo de Tailandia, ve cómo su sobrina comienza a tener extraños comportamientos para más tarde darse cuenta de que una entidad la acecha y posiblemente la haya poseído. Todo filmado en formato falso documental y con la intención de generar intrigas varias y sobresaltos asegurados. En tiempos en que la invasión a la privacidad es dominio y consumo diario, la cámara en mano (desde The Blair Witch Project hasta estos tiempos) es un formato efectista y fácil de adquirir, no solo por su economía presupuestaria sino por su intención de acercarnos a la “realidad” lo más posible. Algo que el espectador menos exigente y colonizado por redes sociales varias (en su peor forma parasitaria de verlo) y cualquier forma de “acercarse” o “invadir” la vida del otro agradece. Es decir, el espectador al que le gusta una cercanía falsa, pero cercanía al fin, a cualquier situación de la vida cotidiana del otro. No por nada los reality shows funcionaron tan bien hace unos años. El cine clásico, inherentemente barroco y esteta, deja de ser interesante para un público que ve el artilugio de la camarita en mano como una reafirmación de lo real, cuando sabemos que el cine es ficción hasta en el documental más ortodoxo. El cine siempre es ficción porque quien está detrás la cámara (entiéndase director) es quien expresa su personal punto de vista de la historia o hecho que se quiere retratar. Aun así entendemos que hacer visible el dispositivo técnico nos hace a un lado de la fantasía y nos pone en la piel del que lo sostiene, casi como un detrás bambalinas. La Medium utiliza esta formalidad para “acercarnos” a los hechos de la manera más real posible. Suponemos, claro. Pero lo que vemos delante de la lente es tan poco creíble, tan risible y sobreactuado, que las intenciones quedan sepultadas bajo secuencias que son una peor que la otra. Porque más allá de si genera miedo o no, algo que realmente NO hace al cine de terror (medir los resultados artísticos de una obra de este género por sus sobresaltos o momentos terroríficos es una de las peores suposiciones que se le puedan adjudicar), la película es aburrida y su ritmo, peor que el de las misas del canal Santa María. Sin mencionar los clichés en loop apilados en cada escena que reafirman cuánto de este cine ya debemos adivinar con los ojos cerrados. No confundamos lo ritualista de lo clásico, lo fundacional (si se quiere), con el cliché bruto de una obra poco original. El director Banjong Pisanthanakun, realizador de la (ahora sí) escalofriante y muy lograda Shutter (2004) parece no haber entendido todo aquello aplicado a la película sobre fantasmas y fotografías, e impregna a La Medium de todos los malos hábitos de un tipo de cine que esperamos, si sigue así, desaparezca para volver revitalizado luego de años y años de reposo. En Shutter el miedo era alimentado por su sombría puesta en escena junto a una historia trágica y oscura a la vez, construida en torno a personajes interesantes, más el plus de un final que ponía la piel de gallina. Todo en poco más de hora y media. Dos horas diez le dedica a La Medium para hacernos creer que una “buena” película de terror debe ser de ritmo pausado… bah, lenta y aburrida; que más. Dos horas que se disfrazan de eternidad, y que de ser visionadas en cines pueden tentar una mortal siesta sin culpas más allá del precio salado de la entrada. Sin duda, de lo peor estrenado en este año.