Una mirada al desencanto La primera novela de Guy Maupassant –que narra la historia de una confianzuda joven mujer de la nobleza francesa que sigue a su esposo y a su hijo mientras la llevan hacia la ruina financiera– recibe una adaptación lenta, sensual e impresionista por parte del director Stéphane Brizé, conocido por otros films tales como El Precio de un Hombre (La Loi du marché, 2015) y Je ne suis pas lá pour etre aimé (2005). A principios del siglo XIX en la región de Normandía, la encantadora Jeanne (Judith Chemla) regresa del colegio de monjas al que asistió al chateau de sus padres, el barón Simon-Jacques Le Perthuis des Vauds (Jean-Pierre Darroussin) y su esposa, la baronesa Adélaïde (Yolande Moreau). Los días idílicos de Jeanne transcurren entre lecciones de jardinería de su madre, reminiscencias de la juventud de su madre a través de viejas cartas, y partidas de backgammon con ambos durante las noches. Las escenas domésticas están impregnadas de detalles de la vida decimonónica mientras que la banda sonora crepita y cruje a partir del hogar a leña siempre encendido. Un día, el pastor local llega acompañado de un posible pretendiente: un muchacho llamado Julien de Lamare (Swann Arlaud). La joven pareja pronto se compromete y, luego de la boda, los padres de ella se mudan a Rouen dejándoles el chateau debido a los modestos ingresos de él y la imposibilidad que tiene el flamante matrimonio de conseguir un mejor lugar para vivir. El amor y la amabilidad que envolvían a Jeanne se evapora lentamente a partir de este momento. Judith Chemla ofrece una actuación desgarradora como la dulce y vivaz veinteañera Jeanne mientras la vida la golpea emocionalmente y es llevada a convertirse, veintisiete años después, en una mujer adulta miserable y demacrada. Una Mujer, Una Vida (Une Vie, 2016) tiene ese tipo de esplendor que no se encuentra en los grandes gestos sino en los detalles modestos, que adquieren relevancia a medida que cada evento insignificante se acumula a los demás para hacer del personaje un retrato completo de quién es. En Argentina se priorizó agregar el género de la protagonista dentro del título y esto, por primera vez, es una elección acertada: si bien su personaje no merece reducirse por ningún tipo de clasificación, su historia está narrada desde su punto de vista, el de una mujer en el siglo XIX que posee una posición indiscutiblemente diferente de la del hombre; su vida es una suma de delicadas pinceladas que la llevan desde fines de la adolescencia hacia la madurez, que la sacan de la inocencia de los años de juventud y la llevan hacia la dolorosa noción de que la adultez se construye a base de mentiras, descubrimiento que hace a través de las numerosas infidelidades de su marido y las secretas cartas que su madre guardó de un amante. Con esta adaptación de la novela homónima, Brizé nos sumerge en la experiencia de una sociedad patriarcal vista desde los ojos de una mujer. La película nos aturde con la habilidad de hacernos sentir la horrible desilusión de Jeanne mientras somos testigos de cómo el color y la vida la abandonan. La decisión del director de fotografía Antoine Héberlé de filmar con cámara en mano y de encuadrar la imagen en una relación 1:33 puede parecer extraña visualmente para un film de época, sobre todo cuando se ofrece mucha belleza natural desde la escenografía, pero los movimientos de cámara y su estrecha ventana hacia el mundo de Jeanne nos permiten experimentar cómo su vida es destrozada por fuerzas que escapan a su control (y al plano cinematográfico). Asimismo, este estrecho encuadre es una opción muy acertada debido a que obliga al espectador a notar tanto lo que está adentro, como lo que lo mantiene todo ahí encerrado. La cámara en mano imparte una cierta sensación de estar vivo, y el exquisito vestuario de Madeline Fontaine responden de manera conveniente para dar cuenta del tono de cada personaje. La historia oscila entre dos tiempos narrativos al contrastar momentos felices con épocas más bien crueles, armando un rompecabezas visual de pequeñas memorias que dan forma a la vida de Jeanne. Luego de establecer la felicidad que siente dentro de la contención de su familia, la vemos brevemente como una mujer adulta rodeada de un paisaje austero, vestida de negro, con sombras que se asoman detrás de sus tristes ojos. A lo largo de la película este vaivén se volverá habitual, y la imagen acompañará el marcado contraste entre los momentos también desde el uso de colores cálidos (muchos de los recuerdos alegres se dan en verano) y fríos. A medida que llega el invierno, Jeanne sufre del aislamiento y del clima, ya sea por la falta de compañía, así como por el trato que recibe de su marido, que frecuenta otras mujeres. Ante el descubrimiento de la infidelidad, Brizé no filma una escena típica de confrontación, sino que elige una secuencia nocturna, oscura desde lo visual, en la que Julien persigue a Jeanne mientras ella grita que quiere escapar. La escena es corta y perturba profundamente cuando el director elige acercar la cámara cada vez más, mientras mantiene un grado de aspereza y ruido en la imagen que hacen que todo se vuelva indistinto. Este film puede considerarse una rara adaptación de una novela del siglo XIX que no necesariamente sigue una trama, pero que sí logra capturar la profundidad de sus personajes, y mientras Brizé juega con la temporalidad narrativa de una manera que no lo hace el libro sobre el que se basa, este mecanismo funciona como el equivalente cinematográfico de una prosa rica en descripciones. Luego de todo lo que sufre Jeanne, hay una terrible ironía en las palabras finales del film que le anteceden a un rápido fundido a negro: “la vida nunca es tan buena ni tan mala como uno se la imagina”. Ni siquiera la que acabamos de presenciar.
Esta es la precuela de la secuela de la precuela que estabas buscando Se estrena Rogue One, Una Historia de Star Wars (Rogue One: a Star Wars Story, 2016) y con ella, renacen toda una serie de cuestiones que nos preguntamos cada vez que un film de este maravilloso universo sale a la luz: ¿dónde ubicamos la historia? Así como sucedió con Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015), este año las líneas temporales –y los memes, por supuesto– inundan Internet intentando explicar el lugar que ocupa este nuevo film de Disney. Hagamos un pequeño repaso, entonces: en 1977 se estrena La Guerra de las Galaxias (Star Wars), una space opera dirigida y pensada por George Lucas que narraba la historia del joven Luke Skywalker en su pelea contra el Imperio –y su malvado representante, Darth Vader– luego del asesinato de sus tíos. Acompañado del maestro Jedi Obi Wan Kenobi, Skywalker recorre el camino del héroe de la mano de la princesa Leia, el piloto Han Solo y su camarada Chewbacca, y dos simpáticos droides, R2D2 y C-3PO. Finalmente –y si no la vieron, spoiler alert– la Alianza Rebelde logra destruir la Estrella de la Muerte y, aparentemente, la galaxia vuelve a estar en paz. Nadie pensaba que el film iba a ser un éxito de taquilla y que, al mismo tiempo, no sólo cambiaría la forma de realizar películas sino que abriría las puertas a un mundo fantástico de fanáticos apasionados por las historias de este increíble universo. En 1980, se estrena El Imperio Contraataca (Star Wars: Episode V – The Empire Strikes Back) y es aquí cuando el primer film se retitula Una Nueva Esperanza y se lo considera como el “episodio cuatro” (Star Wars: Episode IV: A New Hope). Dieciséis años después del estreno de El Regreso del Jedi (Star Wars: Episode VI – The Return of the Jedi), Lucas lanza tres películas que llenan el hueco de los episodios I, II y III, y que cuentan cómo Darth Vader se convirtió en un agente del Lado Oscuro: Star Wars: Episodio I – La Amenaza Fantasma (Star Wars: Episode I – The Phantom Menace, 1999), Star Wars: Episodio II – El Ataque de los Clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones, 2002) y Star Wars: Episodio III – La Venganza de los Sith (Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith, 2005). El círculo estaba completo, y más allá de algunas series animadas que expandían el universo estaruaresco, las historias sobre la familia Skywalker llegaron a su fin. O eso creíamos, hasta que Lucasfilm Limited –la empresa de nuestro amigo George– fue adquirida por el gigante Disney, quien consideró que no hay tal cosa como “demasiadas películas sobre Star Wars”, y para alegría (y no tanto) de muchos fans, anunció que todos los años veríamos un nuevo film sobre este universo. Así se estrena en 2015 Star Wars: El Despertar de la Fuerza, cuyo lugar en la saga es muy fácil de explicar. Sin embargo, no sucede lo mismo con Rogue One, o al menos si no se tiene en claro la cronología de estos films. Rogue One es una precuela, sí, en tanto no continúa con los hechos que vimos el año pasado y en tanto sucede antes de los hechos del episodio cuatro, es decir, del film de 1977. La otra característica fundamental de esta película es que es el primer spin off; no asistimos a una historia sobre la familia Skywalker, sino sobre aquellos valientes miembros de la Alianza Rebelde que pudieron obtener los planos de Estrella de la Muerte. El mérito del equipo de producción de Disney es haber realizado una excelente historia a partir de un loop hole –o sea, un agujero en el guión– de Una Nueva Esperanza. Para quienes lo recuerden, la Estrella de la Muerte era considerada una máquina perfecta capaz de destruir un planeta entero, pero poseía una falla estructural determinante: un simple disparo por un conducto desde la superficie de la gigantesca nave podía aniquilarla por completo. En este sentido, Rogue One se encarga de tomar lo que parecería una apurada resolución para Una Nueva Esperanza y explicar por qué todo tiene su razón de ser. A partir de aquí, querido lector, lee bajo tu propio riesgo, ya que se pueden incluir spoilers sobre la película Rogue One, a diferencia de las anteriores películas de la saga, es un film bélico sobre un grupo de individuos que deben traer esperanza a la galaxia, y a la causa rebelde. En este sentido, los personajes están delineados de una manera diferente a las películas anteriores: a pesar de las numerosas reescrituras que tuvo el guión, y de la cantidad de personas involucradas en él, la narración logra mantener una coherencia interna sin necesidad de explayarse o sentar bases para futuras películas, como sí debió hacer El Despertar de la Fuerza. Por el contrario, Rogue One es un spin off autoconclusivo, en cierta manera, lo cual también implica que los creadores del film tuvieron una mayor libertad (y osadía) para hacer lo que quisieran con los personajes, siempre que al final obtuvieran –de alguna forma u otra– los planos de la Estrella de la Muerte. La historia del grupo rebelde se dispara a partir de la vida personal de Jyn Erso (Felicity Jones), y este es quizás uno de los puntos flojos de la película: estructurar la narración y el destino de toda una galaxia a partir de los daddy issues de una joven adulta. Constantemente Jyn intentará escapar de una guerra a la que ha sido involuntariamente arrastrada, al ser su padre (Mads Mikkelsen) obligado a colaborar con el Imperio en el departamento de desarrollo armamentístico. Aquí se explica el famoso plot hole de Una Nueva Esperanza: ¿cómo una nave del tamaño de una pequeña luna, con tanto poder destructivo, pudiera destruirse con tanta facilidad? Pues porque papá Erso fue obligado a construirla, y se aprovechó de su rol vital para incluir una falla en el sistema que permitiera hacer volar esta máquina de matar en mil pedazos. En el camino por conseguir los escurridizos planos, Jyn se encontrará con variopintos personajes: el Capitán rebelde Cassian Andor (Diego Luna); K-2SO (Alan Tudyk), un reprogramado droide imperial que servirá como el comic relief del film; Bodhi Rock, un piloto desertor (Riz Ahmed); Chirrut Îmwe (Donnie Yen) y Baze Malbus (Wen Jiang), dos guardias de un templo Jedi; y Saw Guerrera, un extremista rebelde (Forest Whitaker). Gracias a sus personajes es que Rogue One se mueve en una zona compuesta por grises: a diferencia de las películas que le continuarán en una cronología narrativa, aquí los colaboradores del Imperio dudan de los actos que (algunos obligados) comenten –al punto de desertar para expiar sus almas, como Bodhi Rock– y los valientes luchadores de la Alianza Rebelde asesinan a inocentes para favorecer a su causa. En este sentido, todos intentan proceder como creen que deben hacerlo para conseguir el objetivo, aunque no siempre signifique hacer lo correcto. Por el otro lado, conocidos personajes hacen apariciones a lo largo de toda la película, ya sea en forma de cameo –como C-3PO y R2D2, o dos bribones que intentan pelearse con Luke e Una Nueva Esperanza–, con roles significativos en el film –como Darth Vader, Mon Mothma y el papá adoptivo de Leia, Bail Organa– o mencionados en un diálogo –Obi Wan Kenobi y la princesa Leia–. Sin embargo, la verdadera “aparición” –en el sentido fantasmagórico del término– que se lleva los aplausos es la resucitación del actor Peter Cushing (quien lleva veinte años descansando en paz) como el Gobernador Grand Moff Tarkin: a partir de la excelente tecnología que desarrolla año a año Industrial Light & Magic, la cara y voz del actor fueron recreados para darle vida al personaje, quien participa en bastantes fragmentos de la película. Sólo resta preguntarnos si fue una decisión correcta en términos morales. Quizás una de las más grandes fallas es el de la banda sonora: Michael Giacchino compone un trabajo al nivel de la saga… hasta que altera partes de los leitmotivs más conocidos de las obras maestras creadas por John Williams. Por lo demás, Rogue One deleita con la composición cinematográfica de algunos planos que, para bien y para mal, te dejan sin aliento. Al salir, lo único que podemos repetir es I am one with the Force and the Force is with me. Y correr a la boletería para volver a entrar.
La pantalla bajo el efecto de las drogas Para hablar de la nueva película de la factoría Marvel/Disney es fundamental hacer un breve repaso por la historia de los cómics estadounidenses: hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1950 aproximadamente, la denominada Edad Dorada de los Cómics llega a su fin cuando decaen la popularidad de los superhéroes y las ventas. Con el fin de la guerra, los superhéroes carecían de enemigos contra quienes batallar –ya que los villanos principales solían ser nazis y japoneses– y el mercado comienza a privilegiar las historias de terror, romance o intriga policial. Por el otro lado, para 1954 la industria del cómic comenzó a autorregularse gracias a la Comics Code Authority (Autoridad del Código de Cómics, en su traducción literal), como respuesta al pánico que había generado la publicación del libro La Seducción de los Inocentes (Seduction of the Innocent) por el doctor Fredric Wertham así como las audiencias en el Congreso sobre las altas tasas de delincuencia juvenil; según este señor, los cómics eran una mala influencia para los niños y jóvenes norteamericanos, por lo que las editoriales comenzaron a publicar historias ridículas que sólo podían ser atractivas… para niños. La autocensura impuesta sumada a la creciente popularidad de la televisión, llevaron a la industria del cómic estadounidense a una crisis editorial. Sin embargo, en 1956 DC Cómic –la única editorial que publicaba todavía aventuras de superhéroes, o sea, de Batman, Superman y la Mujer Maravilla– condujo un experimento: resucitó a uno de sus superhéroes, Flash, y al funcionar, continuó reviviendo a otros personajes de la década de 1940. Con interés del público renovado en los superhéroes, en la década de 1960 aparece Marvel con una nueva propuesta sobre cómo abordarlos: desde un lugar más humano, con problemáticas sociales, económicas, políticas, raciales, cotidianas, al igual que cualquier lector. En este contexto surgen numerosos personajes que hoy integran las filas de Los Vengadores o han aterrizado en el cine y la televisión: El Hombre Araña (1962), El Increíble Hulk (1962), Thor (1962), Iron Man (1963), los X-Men (1963), Daredevil (1964), y por supuesto, Dr. Strange (1963). Cada publicación tendrá alguna particularidad, y el caso del doctor más famoso de Marvel no es distinto: Stephen Strange es un neurocirujano de renombre mundial que, tras un accidente automovilístico, pierde la total funcionalidad de sus manos y sale en busca de una cura que le devuelva su capacidad de ejercer la medicina. En su viaje conoce a The Ancient One o “El/La Ancestral”: el uso del neutro en inglés para el nombre de este curioso personaje no es un dato menor, ya que la falta de género le otorga una mayor mística. En el film está encarnada por Tilda Swinton, y será la encargada de expandir la percepción del protagonista para entrenarlo en el conocimiento de las artes místicas. La década de 1960 inaugura un nuevo tipo de personaje, un nuevo tipo de héroe: la del tipo común con problemas. Sí, Stephen Strange tiene memoria fotográfica y un talento increíble como médico, pero carece de poderes propios. Se convierte en súperhéroe gracias al acceso que ciertos conocimientos le otorgan sobre otros planos de la realidad. Es decir, el ñoño estudioso definitivo. Desde el lado visual, Steve Ditko y Stan Lee –dibujante y guionista respectivamente– procuraron crear un estilo único y característico para la publicación. Tanto el contexto histórico –recordemos que, en la década de 1960, fumar marihuana y experimentar con LSD eran moneda corriente– como la vinculación con la magia por parte de Dr. Strange, tendrían una vital importancia a la hora de generar un estilo visual. De esta manera, la impronta de la publicación sería de imágenes psicodélicas e increíbles. Uno de los mayores logros del nuevo film de Marvel es mantener dicha impronta visual, ya que es una característica fundamental la posibilidad de los personajes de acceder a planos alternativos de la realidad o universos de pesadillas e inimaginables. La película claramente ha utilizado la mayor parte de su presupuesto en tener los mejores efectos a su disponibilidad, ya que las realidades a las que debe acceder Strange deben ser –y son– visualmente poderosas. Una escena en particular, visualizada en IMAX, logra marear (bien) al espectador, objetivo que toda imagen caleidoscópica debe conseguir. Dr. Strange, Hechicero Supremo (Dr. Strange, 2016) es una traducción poco feliz para el nuevo film de Marvel ya que, en otras palabras, es un spoiler caminante. Si no le hacemos caso, la película posee un guion bien estructurado que le da un aire fresco a las nuevas películas de superhéroes. Parte de esto es gracias a Benedict Cumberbatch, quien se calza en la piel del personaje como un traje hecho a medida, y demuestra –una vez más– su inagotable talento actoral, luego de lucirse en series como Sherlock y The Hollow Crown, y films como Expiación, deseo y pecado (Atonement, 2007), El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 2011) y El código enigma (The Imitation Game 2014). El resto del elenco –Mads Mikkelsen, Chiwetel Ejiofor, Benedict Wong y Rachel McAdams– está a la altura del protagonista, y poseen el tiempo justo y necesario en la pantalla. El film es una muy buena adaptación del personaje, y una nueva y gran oportunidad para volver a conectarse con el género cinematográfico de superhéroes, luego de un polémico año dónde se destaca casi exclusivamente Deadpool. El hechicero será una gran adición a Los Vengadores: La Guerra del Infinito (Avengers: Infinity War), con estreno en 2018. No queda otra que esperar.
Un cóctel con gusto amargo Para hablar sobre el film Los Inocentes, ópera prima del director Mauricio Brunetti, es importante aclarar lo siguiente: quien suscribe no mira películas de terror, al menos si puede evitarlo. La respuesta es sencilla: se asusta fácil, de cualquier cosa. A la hora de enfrentarse con un film de estas características, pierde absolutamente la objetividad de saber que eso que está mirando no es real. Dicho eso, Los Inocentes no causó las reacciones habituales. La historia que el trío guionista intenta narrar es una poco original para las producciones estadounidenses, pero novedosa en cuanto fue hecha en estas tierras: un terrateniente déspota (Lito Cruz) castiga con desmedida crueldad a sus esclavos africanos hasta matar a uno de ellos. O quizás la trama gira sobre su esposa (Beatriz Spelzini), una fanática religiosa que se desquita con una de las esclavas por el simple motivo de haber quedado embarazada –abuso mediante– del patrón. Incluso podría ser la historia del hijo (Ludovico Di Santo) que regresa veinte años después para confrontar al padre que nunca lo quiso. Los diferentes hilos de la narración se entremezclan a tal punto que no se puede distinguir el objetivo principal de la historia (es decir, un relato de venganza). El film posee además una estructura temporal atípica: constantemente mueve al espectador entre pasado y presente, sin aclaraciones y sin justificaciones –por momentos–, alimentando la confusión ya generada por las distintas subtramas, y dando la sensación de que el film no termina por empezar. El problema principal es la mala combinación de los recursos. Los huecos narrativos del guion y las interpretaciones del elenco principal –que en ningún momento parecen convencidos de estar viviendo en el último tercio del siglo XIX– le quitan mérito a, otrora, una excelente producción: la escenografía y el vestuario recrean con fidelidad la época, y podrían haber contribuido a generar el clima propicio para una buena historia de fantasmas. La atención al detalle cumple con el objetivo de situar al espectador históricamente y, en este sentido, es cabal mencionar que nada tiene Los Inocentes que envidiarle a producciones extranjeras. Lo mismo vale para la fotografía y los movimientos de cámara. Sin embargo, a la hora de combinar todos los campos del ámbito cinematográfico, el film se estanca en una comodidad que termina jugándole en contra.
“RECONOCER UN CUERPO ES PONERLE UN NOMBRE” Los créditos muestran filmaciones caseras en Súper 8 de una niña con su padre. Juegan, comen, ríen, se abrazan, festejan un cumpleaños, se quieren. Son una familia feliz. La cámara corta abruptamente, y entre el silencio y la oscuridad se escucha una voz que dice “a los pocos meses, mi papá se murió”. Quien pronuncia las fatídicas palabras es Mariana Arruti, licenciada en Antropología y directora de premiados documentales como Los llamaban los Presos de Bragado (1995), La huelga de los locos (2002) y Trelew, la fuga que fue masacre (2004). Fiel a sus raíces como antropóloga, la documentalista realiza una investigación al respecto de la historia de su padre, Juan Arruti, una figura ausente a lo largo de toda su vida. Esta ausencia se inicia con su fallecimiento en un confuso accidente, pero se perpetúa a través del silencio y la complicidad del entorno en el que se crió. Lo inesperado del suceso deja a la familia en un estado de shock al que le siguieron numerosos años de preguntas sin responder. Con El padre, Mariana sale a la búsqueda de esa figura ausente: investiga sobre la infancia de su padre, su adultez, sus convicciones y su ideología. “Reconocer un cuerpo es ponerle un nombre. Yo tuve siempre un nombre que no tuvo cuerpo y tampoco tuvo historia”, dice la directora, quien se encarga de llevar adelante la narración, a modo de diario íntimo. Para hacerlo, entrevista a familiares y amigos que lo conocieron y que se lo puedan describir, porque Mariana no posee recuerdos de él en su memoria: sólo tiene fotos. Las filmaciones caseras de los créditos iniciales -que se añaden a otras tantas a lo largo del film- no lo son en realidad: la directora ficcionaliza momentos que probablemente ocurrieron entre ella y su padre, así como la figura de él en su infancia mediante imágenes en blanco y negro. En conclusión, busca formas de hacer cuerpo ese nombre. Asimismo, las incongruencias del accidente en el que su padre perdió la vida saltan a la luz cuando chocan con su ideología comunista y su militancia sindical. El film no otorga respuestas absolutas para el espectador en este aspecto, sino que ofrece hilos tentativos. Sin embargo, para Mariana, la historia de su padre ya no será la de “un cuerpo con una historia silenciada”.
La historia en la que se basa Inseparables es conocida, ya que este film es una remake de la película francesa Amigos Intocables (Intouchables, 2011), que fue un éxito de taquilla en varios países; pero por si las dudas, aquí va una sinopsis: Felipe (Oscar Martínez) es un “cuadripléjico rico”, como se define a sí mismo, y tras entrevistar a numerosos candidatos, decide contratar a Tito (Rodrigo de la Serna), el ayudante del jardinero, como su asistente personal. La premisa se centra en el hecho de que ambos personajes protagónicos vienen de “mundos” muy distintos, y por ende, están acostumbrados a vivir de diferentes maneras. Paradójicamente, aquellas características que deberían repelerlos son las que los unen en una poderosa amistad. Si pensamos en la reciente Yo antes de ti (Me Before You, 2016), donde los personajes protagónicos también pertenecen a distintas clases sociales, resulta más fácil conectar con la dupla Felipe/ Tito que con la pareja romántica Will/ Louise, y esto se debe -en gran medida- al guión contundente y bien estructurado que hereda Inseparables del film francés. Ambas películas están basadas en la historia real de Philippe Pozzo di Borgo y su cuidador argelino Abdel Sellou… o al menos así debería ser, ya que Marcos Carnevale, director de la propuesta, se concentró en hacer una adaptación del material francés -a veces plano por plano- y no en contar la historia de estos personajes; para ello se apoya exclusivamente en el guión del film original, lo que resulta en casi una copia exacta de la película dirigida por Eric Toledano y Olivier Nakache. ¿Cuál es el sentido de filmar de nuevo una película, especialmente una excelente y exitosa como Amigos Intocables? Esta no es una pregunta que se hagan en Hollywood, la meca de las remakes, y en la mayoría de los casos se confirma que la nueva versión es innecesaria: ¿alguien acaso recuerda la espantosa Criminal (2004), adaptación de nuestra Nueve Reinas (2000)? Aun así, en este caso Inseparables toma algo de distancia con respecto al material de origen a partir de los pequeños detalles que hacen a la cultura argentina (o al menos, a algunas características que todos podemos identificar). Esto es mérito exclusivo de Carnevale, quien logra aggiornar el film y sus personajes para que la empatía no sólo esté puesta en la trama, sino también en la cercanía cultural. En este sentido, Tito no será un inmigrante de algún país limítrofe, como cabría suponer, sino un pibe de Villa Lugano con antecedentes criminales, y Felipe no quedó tetrapléjico en un accidente de parapente sino cabalgando por la costa argentina. Por otro lado, los gustos musicales de cada uno no estarán enfrentados en términos de clásico/ pop sino de clásico/ cumbia. ¿Cuál es el sentido, entonces, de volver a contar esta historia? En un relato donde los personajes ya no tienen nada que perder, y aun así extienden una mano amiga dispuesta a ayudar: es interesante pensar que quizás el otro, al que antagonizo y excluyo, puede ayudarme con eso que me falta como persona. En tiempos como estos, donde el mundo se encuentra polarizado, es bueno recordar que las grietas y los muros son autoimpuestos.
En un Lugar de Francia cuenta la historia de un médico rural de la campiña francesa, Jean-Pierre Werner, al que se le diagnostica un tumor cerebral. Ante la recomendación de su propio médico, se ve obligado -muy a su pesar- a buscar a alguien que lo reemplace en sus actividades diarias para poder permitirse la oportunidad de batallar su enfermedad. Si hay algo que caracteriza a las personas situadas en el campo es precisamente su resistencia al cambio: los pacientes se rehúsan a probar nuevas maneras y el mismo doctor no quiere tomarse una muy necesaria licencia. Es en Nathalie Delezia, una ex enfermera recién recibida de médica, en quien Jean-Pierre deberá encontrar no sólo un reemplazo sino también un sostén, así como lo es él en su labor de médico de la comunidad. En un Lugar de Francia es un film que cumple con las expectativas: presenta un drama que no abunda en clichés y no necesita recurrir a los golpes bajos para emocionar, mientras que los toques cómicos se presentan de manera sutil, casi siempre de la mano del mismo Jean-Pierre. El director, Thomas Lilti (otrora médico antes de dedicarse al cine) recurre a escenas cotidianas de la vida de Jean-Pierre para mostrar el nivel de sacrificio y dedicación que implica ser un “médecin de champagne”, palabras que titulan al film según su original en francés y que le sientan mejor que la traducción al español debido al énfasis que ponen en la verdadera historia: la de los médicos rurales. Al fin y al cabo, esta no es una historia de amor ni el relato de un personaje ante las adversidades de una enfermedad, sino una narración sobre la vocación de los médicos rurales, quienes no sólo se dedican a curar las dolencias físicas, sino también las psicológicas y las del alma. El médico es una figura respetada por la comunidad no sólo por ser el único en los alrededores, sino por el nivel de atención que dedica a sus pacientes: es obstetra, gerontólogo, ortopedista, clínico; es un respeto merecido, pero un respeto que ha tenido que ser ganado. Por el otro lado, la crítica al sistema de salud francés también se hace presente, en cuanto las áreas suburbanas se encuentran descuidadas y dependen de la vocación de personas como Jean-Pierre. La construcción y el desarrollo de los personajes están dados a partir de las pequeñas cosas, los pequeños gestos. François Cluzet, quien encarna a Jean-Pierre, lleva adelante la historia y los detalles de su personaje a partir de contados gestos, acompañado de una igualmente talentosa Marianne Denicourt como Nathalie. En un Lugar de Francia es, ante todo, una película sobre el vivir y específicamente sobre la calidad de la vida. Sobre las posibilidades de la medicina en el campo y la vocación de las personas que dedican sus vidas a sus pacientes, a diferencia de lo que ocurre en los grandes hospitales.
GEMMA, NO EMMA La premisa de La ilusión de estar contigo es una bastante conocida: hay veces en que la vida supera a la ficción, o al menos eso cree Martin Joubert -un ex editor parisino devenido panadero en la campiña normanda- al descubrir que los nombres de sus nuevos vecinos hacen eco de la novela de Gustave Flaubert, Madame Bovary. Un matrimonio de ingleses se muda frente a la casa de Martin, quien enseguida se asombra por sus nombres: Charlie (Jason Flemyng) y Gemma Bovery (Gemma Arterton). Esta circunstancia, y su trasfondo como amante de la literatura, obligan a Martin a ver analogías entre la realidad y la ficción. A lo largo del film, Martin nota en Gemma Bovery comportamientos similares a los de la protagonista de la novela, e intenta intervenir para evitar que corra el mismo y trágico destino, en una serie de situaciones que rozan lo tragicómico de una manera sutil y natural. Otra de las particularidades del film es que está narrado a modo de flashback, reforzando la idea de que la mayor parte de los eventos están mostrados desde la óptica de Martin, y por ende, desde su idea de que Gemma Bovery actúa de la misma forma que Emma Bovary. Sin embargo, él no tiene en cuenta la diferencia de esas dos letras -la g, la e- que, al fin y al cabo, indican que Gemma no es Emma, por mucho que se le parezca. En este sentido, las actuaciones de Gemma Arterton y Fabrice Luchini como Martin son impecables, ya que lo que podría haber sido una típica historia sobre el aburrimiento en la provincia se transforma gracias a la presencia de la actriz, quien sabe hacer uso de pequeñas dosis de erotismo -todas brillantemente enfocadas a partir de la cámara de Anne Fontaine, la directora-, mientras Luchini no puede más que observarla con desconcierto. Es enorme el mérito de Fontaine, que de una sencilla pero contundente forma funde el relato y los pensamientos de Martin con las escenas de Gemma, como si el verdadero director del film fuera él. Incluso a partir de la decisión de romper la cuarta pared indica que el narrador omnisciente es él, y que la historia estará teñida de su obsesión con la novela de Flaubert, lo cual le impide ver a sus vecinos como otra cosa que no sean personajes.
De rara, nada Por Delfina Moreno Della Cecca. Pepa San Martín adapta a la pantalla grande la historia real de Karen Atala, una jueza chilena abiertamente lesbiana que tuvo que enfrentarse a su ex marido en Tribunales por la custodia de sus hijas. Sin embargo, Rara –ganadora del Premio del Jurado en la 66va Berlinale– relata esta difícil situación principalmente a través de los ojos de Sara, una de las hijas.
EL ARTE DE SUFRIR ¡Atención, precaución de spoiler! Este artículo contiene un comentario respecto al final del film. Desde la época de Aristóteles que los humanos nos deleitamos con un mismo tipo de historia: la tragedia. El concepto de catarsis -la purificación de las pasiones del espíritu mediante las emociones que se generan al contemplar una situación trágica- tenía sentido en la Antigua Grecia: los dioses eran crueles, vanidosos y proclives a inmiscuirse en las vidas humanas para su antojo y diversión. El destino estaba escrito para cada uno de nosotros, y es por eso que la gente asistía (entre otras razones) a la recreación de historias como las de aquel hombre que mataba a su padre, se casaba y tenía hijos con su madre, para luego enterarse de sus atroces acciones y sacarse los ojos (1) . Claramente, más de uno se alegraría en pensar “qué bueno que ese no soy yo”. Luego vino el cristianismo con su bendito libre albedrío y las cosas cambiaron. En palabras de George Steiner, la tragedia dejó de existir en el momento en el que Dios -ahora uno solo- se convirtió en una divinidad justa. Si estás sufriendo, es porque Dios así lo quiso, y tu recompensa llegará en el Reino de los Cielos. O, en otras palabras, jodete y bancatela. De todas formas, la tragedia existiría siempre y cuando ocurrieran los crímenes dentro del clan de sangre o se cometiera incesto. En esta era 2.0 es válido preguntarse para qué seguimos viendo historias como Yo antes de ti, incluso si tenemos en cuenta la cantidad de historias similares que se han estrenado con anterioridad; ya sea en los últimos años, en los que floreció un boom de películas con adolescentes lidiando entre cánceres terminales y la pubertad misma (Cuando el amor es para siempre, Bajo la misma estrella, Ahora y siempre, entre tantas otras), o en las décadas previas (como Todo por amor o Posdata, te amo). Antes de ti abunda en clichés propios del género, desde el tratamiento formal de la historia hasta la caracterización de los protagonistas. Louisa Clarke (Emilia Clarke, nuestra Khaleesi de Game of thrones) es una joven risueña y optimista que se acepta un trabajo como cuidadora de Will Traynor (Sam Claflin), otrora atlético y aventurero, ahora amargado y deprimido al estar confinado a una silla de ruedas debido a un accidente que lo dejó cuadripléjico. Con dos personajes tan antagonistas no queda otra que darle lugar a la comedia -en lo que Clarke hace un muy buen trabajo- y es a partir de esa pequeña válvula de escape que podemos disfrutar de la trama. Mención aparte debe hacerse al estrambótico vestuario que ayuda a crear a Louisa como un personaje lleno de vida y comicidad: es hermoso, es ridículo, y es genial. Sin embargo, un relato como este puede terminar de una sola forma: porque no es sólo una historia de amor sobre dos personas, sino una historia sobre el poder que la depresión y la voluntad pueden tener sobre una vida humana. Más allá del indudable lagrimeo final, Yo antes de ti no logra extender una reflexión más allá de la pantalla, pero puede disfrutarse como una comedia con un final no tan feliz. (1) “Edipo Rey” de Sofocles