Inés (Erica Rivas) se gana la vida doblando al castellano neutro películas clase B (piensen, por ejemplo, en productos japoneses pletóricos de gore y erotismo) e integra también un coro profesional. Ella está ahora en pareja con Leopoldo (Daniel Hendler), un tipo bastante posesivo y controlador con el que emprende un viaje en principio romántico (y en verdad bastante incómodo) a las zonas más turísticas de México que termina en tragedia. A partir de entonces, sus ya habituales miedos, angustias, fobias y traumas no hacen más que potenciarse y amplificarse hasta niveles tan enfermizos que empiezan a generarle una creciente escisión entre lo real y lo imaginario. Del estrés a los desórdenes psíquicos, de las pastillas a las pesadillas recurrentes, de energías inmanejables a sonidos indescifrables y apariciones fantasmales, El prófugo -relato inspirado en la novela El mal menor, de C.E. Feiling- es un thriller psicológico cada vez más ominoso que tiene claras influencias del cine de Brian De Palma y David Cronenberg, y cierta estética del giallo (y más específicamente de la obra de Dario Argento). La narración se va complejizando aún más en la segunda mitad con la aparición de Alberto (Nahuel Pérez Biscayart), un joven afinador de órganos en la sala donde ella canta con el coro que parece amoldarse a su particular (caótico) universo personal, el regreso de su madre (Cecilia Roth), que se instala con ella para ayudarla y contenerla; y la irrupción de varios inquietantes personajes secundarios como la Adela de Mirtha Busnelli. El sonido (brillante trabajo de Guido Berenblum) tiene tanta o incluso por momentos más incidencia dramática que la imagen (solvente aporte de la directora de fotografía Bárbara Álvarez) en un film que en ciertos aspectos recuerda a Berberian Sound Studio, el film del inglés Peter Strickland ganador del BAFICI 2013. El prófugo se sostiene en una zona complicada (está siempre al borde de la explotación de los elementos propios del género de terror), ya que -en vez de apelar a la manipulación emocional del espectador a fuerza de golpes de efecto- opta por la creación de climas sugerentes, la construcción de un universo íntimo e inasible dominado por una sensación de peligro latente, por una permanente desconfianza y una fuerza contagiosa y perturbadora que va contaminándolo todo. En este sentido, y tras la poco entusiasta recepción que había obtenido con Muerte en Buenos Aires, El prófugo resulta un sorprendente, auspicioso y destacable salto cualitativo en la carrera de Natalia Meta.
El director de Sin nombre, Beasts of No Nation y la serie True Detective propone, a partir de un guion que coescribió con -entre otros- la talentosa Phoebe Waller-Bridge, una despedida a lo grande de Daniel Craig en su etapa como agente 007. Un espectáculo grandioso y al mismo tiempo conmovedor que pide a gritos la pantalla grande (gigante). Casi tres horas de duración (la más extensa de la saga), imponentes locaciones en Italia, Jamaica, Noruega, Reino Unido y las islas Faroe, set pieces con el vértigo y el despliegue de CGI que una producción de 250 millones de dólares de presupuesto permite (y exige), un elenco pletórico de figuras que aporta un incuestionable profesionalismo para cada uno de los personajes secundarios, un eficaz narrador como Cary Joji Fukunaga y -claro- Daniel Craig en su adiós a James Bond con un desenlace a pura épica y emoción. Sin tiempo para morir es esa combinación armoniosa de tradición y modernidad para que el cine en el cine siga teniendo razón de ser, un blockbuster que ostenta adrenalina y espectacularidad con los mejores recursos y que pide la pantalla más grande y el sonido más exquisito posibles. ¿Daniel Craig será recordado como un 007 a la altura de Sean Connery o Roger Moore? ¿Sin tiempo para morir quedará como la mejor de la era reciente incluso por encima de la aclamada Casino Royale (2006)? Por supuesto, todo es materia opinable (más aún cuando de comparaciones, listas y rankings se trata), pero de lo que no quedan dudas es que esta flamante entrega coescrita por Neal Purvis, Robert Wade, el propio Fukunaga y Phoebe Waller-Bridge (sí, la de Fleabag) está a la altura de las expectativas y justifica la a esta altura larguísima espera, los múltiples aplazamientos en el estreno y la decisión irrenunciable de no compartir un lanzamiento simultáneo en streaming hogareño. La escena previa a los créditos iniciales -siempre extensos, con ese kitsch ya demodé y en este caso con el tema compuesto e interpretado para la ocasión por Billie Eilish- está ambientada en una cabaña rodeada de hielo. Hasta allí llega un asesino en plan de venganza sangrienta que remite más al cine de terror que al de acción. La niña que protagoniza esos primeros minutos sobrevive y -tras un acuática elipsis- la veremos convertida en la Madeleine Swann de la francesa Léa Seydoux. Y Madeleine, que ya había aparecido en Spectre (2015), será precisamente el gran amor, pero también el principal peligro (no adelantaremos nada más) para un Bond que ni siquiera puede despedirse como desea de la Vesper Lynd de Eva Green porque una bomba estalla cuando está frente a su tumba en un cementerio italiano. Tras una larga secuencia a bordo de, claro, un Aston Martin, se produce un salto de cinco años y nos reencontramos con un Bond que vive ya retirado en un paradisíaco enclave jamaiquino. A tal punto que hasta el número de agente secreto le han retirado y el 007 ha quedado en poder de una joven negra llamada Nomi (la muy dúctil Lashana Lynch), algo así como cuando el Barcelona le entregó la camiseta 10 de Messi a Ansu Fati. Pero si el MI6 le da en principio la espalda, será el Felix Leiter de la CIA (Jeffrey Wright) quien lo convencerá de volver a la acción con una secuencia totalmente absurda ambientada en Cuba. Porque, sí, los cubanos y sobre todo los rusos siguen siendo la principal amenaza en una franquicia que parece haberse quedado en tiempos de la Guerra Fría. Si no fuera porque hay científicos que manipulan sofisticadas armas biológicas y porque los gadgets tecnológicos y las armas son de última generación cualquiera podría pensar que la acción en verdad transcurre en la década de los '60. Quizás los malvados de turno esta vez no tengan el vuelo de otra veces (lo de Christoph Waltz en plan Hannibal Lecter es en esta ocasión muy breve y lo de Rami Malek resulta eficaz aunque no deslumbra), pero Sin tiempo para morir sostiene casi sin recaídas la tensión, la intensidad y el interés hasta llegar a un final digno de un Bond que Craig supo moldear, desarrollar, profundizar y pulir durante los últimos 15 años. Una despedida a su medida.
María Luisa (Mari para sus seres queridos) trabajaba desde hacía 30 años como empleada doméstica en la casa de Adriana Yurcovich, una de las dos codirectoras de esta película. Un día, Mari escapa de su muy modesto hogar en Laferrere y pide refugio en el de su empleadora. Está dispuesta a cortar con décadas de maltrato y abuso por parte de un marido alcohólico, hipercontrolador y por momentos incluso golpeador. Yurcovich y el resto de su familia (la otra directora, Mariana Turkieh, es su hija) no solo la cobijan sino que la empoderan para que cumpla el sueño de terminar la escuela primaria (hermosa la escena cuando dos de sus tres hijos ya grandes asisten emocionados a la ceremonia de graduación) y luego se anote en la secundaria. Mari vive y trabaja en la misma casa (“dos dias la tengo como empleada y el resto de la semana es mi huésped”, sintetiza en un momento Yurcovich), pero lo más importante es que esta mujer que ya es abuela (en algún momento la veremos reencontrarse con su única hija y sus nietas) también es alguien que quiere recuperar la libertad y el disfrute, la alegría de vivir, ver a sus amigas, salir a bailar, cumplir con sus rituales evengélicos, viajar a su Santiago del Estero natal con un hombre... Rodada durante más de dos años (lapso considerable que permite apreciar los avances y logros de Mari), la película es básica y sencilla en su dispositivo, sin alardes formales ni regodeos estilísticos, porque el eje está puesto en retratar con la mayor cercanía y pudor posible esta historia de vida sobre perder el miedo, sobre la posibilidad de reinventarse, sobre las segundas oportunidades, sobre la capacidad de superación frente a las circunstancias socioeconómicas y sexuales más adversas. Por eso, por su apuesta a la sororidad femenina, por el respeto en el acercamiento a su protagonista, por darle voz a quienes habitualmente no la tienen (las víctimas de la violencia machista) es que Mari emociona con recursos nobles y genuinos.
Eastwood, un cowboy que no se rinde. Leyenda viviente, el creador de Los imperdonables, Bird, Río Místico y Million Dollar Baby rodó con más de 90 años y en plena pandemia un western moderno con espíritu de road movie que lo tiene como productor, director, protagonista y hasta compositor de parte de la música. Bella, simple, sensible e ingenua, se trata de una nueva oportunidad para disfrutar un estreno en los cines del último clásico del viejo Hollywood. “No sé cómo curar lo viejo”, dice Mike Milo (Clint Eastwood) en un pasaje de Cry Macho. Frase curiosa para un artista nonagenario que ha hecho de la longevidad y la hiperactividad una forma de resistencia frente al inevitable paso del tiempo. De hecho, su nuevo trabajo es el ¡noveno! en poco más de una década tras Más allá de la vida (2010), J. Edgar (2011), Jersey Boys (2014), Francotirador (2014), Sully: Hazaña en el Hudson (2016), 15:17 Tren a París (2018), La mula (2018) y El caso de Richard Jewell (2019). La película arranca con una panorámica de la región más árida de Texas. Estamos en 1979 y Milo, un viejo cowboy y criador de caballos que supo ser una estrella del rodeo pero cuya carrera se derrumbó por las pastillas y el alcohol, maneja una vieja camioneta por las rutas polvorientas mientras de fondo suena un hermoso tema country como Find a New Home con la voz grave de Will Banister. Entre bromas y provocaciones respecto de la necesidad de encontrar “nueva sangre”, Howard Polk (Dwight Yoakam) le pide a Milo un favor (en verdad, la devolución de un favor, ya que siendo su jefe lo ha sacado de más de un problema económico): que vaya hasta Ciudad de México y traiga de vuelta al rancho a su hijo Rafael o Rafo (Eduardo Minett). Munido apenas de una foto vieja del niño (ya un preadolescente de 13 años), deberá enfrentarse allí a la madre millonaria (una estereotipada Fernanda Urrejola) y a sus guardaespaldas, y luego convencer al rebelde Rafo para que lo acompañe en el largo viaje de regreso. Lo que sigue es una típica road-movie por México y Texas con ese anciano y ese joven (y el gallo de riña que da título a la película) compartiendo todo tipo de desventuras: habrá persecusiones, pasos de comedia y hasta Milo como un improbable galán (entrañable el personaje de Marta que interpreta Natalia Traven). Transposición de la novela homónima de N. Richard Nash, Cry Macho es una película que fluye con ligereza entre moralejas y enseñanzas de vida más bien ingenuas, música tex-mex, reivindicación de la cultura mexicana, y ese clasicismo y nobleza que son desde siempre marca de autor de un Eastwood que en su Milo parece combinar elementos de sus personajes en Los imperdonables, La mula y Gran Torino (el guionista, Nick Schenk, es el mismo de aquel film). ¿Que no es una obra maestra? Poco importa. Tampoco la esperábamos a sus 91 años y filmando en pandemia. Pero estamos ante un film decididamente disfrutable, hecho con esa prestancia y categoría de los grandes maestros. ¿Que es un poco cursi y anticuada? Puede ser, pero en un cine contemporáneo dominado por el efectismo, la urgencia, el impacto y el estímulo constante déjenme disfrutar del viejo Clint bailando un lento mientras suena el bolero Sabor a mí.
Tras La noche y Familia, Edgardo Castro estrenó en Visions de Réel un contundente, implacable y a su manera emotivo retrato de una joven de escasos recursos, pero enorme fuerza de voluntad, que debe sobreponerse a las carencias propias y de su entorno para sostener lo muy poco que tiene. Y lo hace con un registro honesto, muy íntimo y preciso, sin manipulaciones, complacencias ni demagogias. Barbara (o Barbie, como la llaman varios) es una Rana. Así se las denomina en la jerga carcelaria a las mujeres que visitan a los internos en prisión. No son necesariamente sus novias o esposas, tampoco prostitutas. Hay relaciones que parecen un poco frías y otras mucho más apasionadas. Nuestra antiheroína tiene apenas 19 años, acaba de ser madre, vive con la criatura en una muy precaria casa del conurbano profundo y se gana la vida vendiendo medias en la Ciudad de Buenos Aires. Su “pareja” tras las rejas es un muchacho de 23 años del que muy poco sabremos en concreto. Una vez por semana, ella y otras mujeres se toman un micro para viajar unas cuantas horas y visitar a los hombres de una cárcel que parece tener un régimen un poco menos rígido, más abierto que el de otras prisiones de máxima seguridad. Allí comen algo juntos y -claro- mantienen encuentros íntimos. También -como iremos viendo- están ligadas en algunos casos al tráfico de drogas y de celulares. En ese fino e impreciso límite entre el documental de observación y la puesta en escena ficcional, con la colaboración de las productoras Pampero Cine y Gema Films y el aporte de la talentosa directora de fotografía Yarara Rodriguez, Castro sigue siempre de cerca, pero con sumo respeto (la cámara nunca resulta invasiva ni voyeurista), a Bárbara en su peregrinar diario: caminando, tomando el tren, yendo a la prisión, comiendo un chori y una coca en un bar u ofreciendo unas medias que muy pocos parecen dispuestos a comprar. Austera (en algunos pasajes quizás un poco distanciada) y humanista a la vez, Las Ranas continúa esa línea que los hermanos Dardenne y otras películas recientes como La hija de un ladrón, de la española Belén Funes, marcaron y que -por suerte- otros continúan con la misma intensidad y rigor. Un film sobre el amor menos pensado hecho con suma sensibilidad y un lirismo jamás forzado.
Simu Liu y Awkwafina como protagonistas, y los míticos Ben Kingsley, Michelle Yeoh y Tony Leung en importantes personajes secundarios, dan vida a esta película que no solo introduce un nuevo superhéroe al MCU sino que además intenta ser para el universo asiático algo parecido a lo que Pantera Negra representó para la comunidad afroamericana. Más allá de algunos a esta altura lugares comunes del universo Marvel, tiene sobrados atractivos para sostenerse en los cines (no será lanzada en simultáneo en streaming). -Además, un encuentro con el equipo de la película Con Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos Marvel cumple con varias deudas pendientes y -claro- abre nuevos caminos en su vasto universo de películas y series: potencia un nuevo superhéroe hasta aquí de segunda o tercera línea, ofrece un espectáculo de coreográficas escenas de artes marciales sostenidas con sofisticados efectos visuales y, así como Pantera Negra cumplía con el empoderamiento de la cultura y el orgullo afroamericanos, aquí lo hace con las milenarias tradiciones chinas y, más precisamente, apunta a conectar con los ABC (American Born Chinese). Pero, más allá de cuestiones de marketing y de corrección política en cuanto a representación de las minorías étnicas, lo cierto es que Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos funciona con razonable eficacia durante buena parte de sus 133 minutos (a quedarse a las dos escenas post-créditos que incluyen la aparición de populares personajes del MCU). Es cierto que, por momentos, la acumulacion de CGIs genera un efecto pastiche y que en la segunda mitad del relato la habitual tendencia de Marvel a acelerar el ritmo, inflar las set-pieces (aquí tenemos hasta un dragón gigantesco) y subir el volumen al mango provocan cierto aturdimiento y sensación de caos, pero hay que decir que este wuxia tecnológico combinado con comedia de enredos, enfrentamiento padre e hijo y el típico camino del héroe para trascender sus traumas y encontrar su verdadera identidad resulta bastante convincente en la mayoría de sus facetas. De San Francisco a Macao, de 1996 a la actualidad, de actores míticos como Ben Kingsley, Michelle Yeoh y Tony Leung a treintañeras figuras Asian Americans como Simu Liu y Awkwafina (al principios los vemos trabajando como valet parking de un hotel de lujo y tomando prestado un lujoso BMW rojo como gran “locura”, pero luego se convertirán en guerreros y eje de aventuras que los obligarán a cruzar medio planeta y enfrentarse a fuerzas oscuras), en Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos se percibe una permanente tensión (no siempre bien resuelta) entre sus aspectos más íntimos (la presentación de los personajes y sus contextos) y la necesidad de seguir añadiendo capas a la cebolla del MCU sin descuidar el tono épico y el torbellino de la acción. Ya en un análisis más propio del negocio que del terreno estrictamente artístico, habrá que ver si un superhéroe muy poco conocido y de origen chino puede seducir a públicos masivos. Atractivos tiene de sobra: desde una escena de lucha cuerpo a cuerpo con no pocos aspectos eróticos entre el padre del protagonista y villano de turno Tony Leung con los diez anillos del título y Fala Chen, muy en la línea de El tigre y el dragón; hasta otra dentro de un colectivo que recuerda a la de Bob Odenkirk en Nadie. Marvel utilizará a Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos como testeo, ya que -a diferencia de sus estrenos recientes que fueron también a la plataforma de streaming Disney+- este solo estará disponible en cines. Veremos si está a la altura de semejante desafío.
En 2004 se estrenó Asalto al camión del dinero (Le convoyeur, 2004), película del francés Nicolas Boukhrief con Albert Dupontel, Jean Dujardin y François Berléand. Y esa historia es el punto de partida de este film que los ingleses Guy Ritche (coguionista y director) y Jason Statham (protagonista absoluto) rodaron en Los Angeles con resultados más que estimulantes. Ritchie y Statham ya habían trabajado juntos en 1998 en Juegos, trampas y dos armas humeantes y luego repitieron en Snatch: Cerdos y diamantes (2000) y en Revolver (2005), pero Justicia implacable (ay, ese título local) los encuentra casi dos décadas después mucho más maduros, menos pirotécnicos. Estamos en principio ante un típico thriller de robos de caudales, pero con varias vueltas de tuerca y sorpresas que van surgiendo a medida que avanza la narración. El director británico ha demostrado desde siempre un fuerte interés por (y una innegable capacidad para) el thriller, pero aquí se desprende tanto de su hiperestilización y sus regodeos visuales como de su humor negro canchero e irónico para apostar, en cambio, por un relato crudo, seco y potente. Tras una excelene secuencia inicial en la que vemos el sangriento asalto a un camión blindado desde el interior del vehículo (en el transcurso del film lo volveremos a apreciar desde otras perspectivas para entender la situación completa y sus múltiples implicancias), el protagonista, H (Statham), un tipo “duro” y lacónico, ingresa a una empresa de segurida llamada Fortico, que en sus camiones transporta cada día decenas de millones de dólares. Y el recién llegado pronto demostrará su capacidad para defender los blindados de distintos ataques armados. ¿Por qué lo hace? ¿Para qué se arriesga si el dinero ni siquiera es suyo? Las respuestas estarán en aquella escena inicial que iremos resignificando. Justicia implacable tiene un mínimo sustento psicológico y ninguna moraleja (de ahí las regulares críticas que recibió en la mayoría de los medios). Es una película sobre profesionales (del robo) hecha por profesionales (del cine). Es clínica y directa, impactante y descarnada en su violencia por momentos extrema, con una narración precisa y alejada de toda demagogia (hay, por momentos, algo de Fuego contra fuego / Heat, de Michael Mann, en la propuesta). Ritchie y Statham, cada uno en lo suyo, saben lo que hacen y cumplen exactamente con lo que prometen. Sí, juntos son dinamita.
Juana (Malena Filmus) y Mara (una notable Lola Abraldes) son dos hermanas adolescentes (17 y 14, respectivamente) que han perdido a sus padres en un accidente y ahora viven con su tiránica tía Inés (Umbra Colombo) en una granja cuya actividad principal es la apicultura. La relación entre ellas es íntima hasta lo endogámico en un ambiente hostil en el que no tienen ni celulares ni Internet. Entre gestos de coquetería y signos de rebeldía hacia la dueña de casa, Juana y Mara reciben con escepticismo la noticia de que los visitará su primo Lucio (Franco Rizzaro), a quien por puro prejuicio (ha repetido un año en el colegio) lo llaman “el retardado”. Pero Lucio, al que no veían desde hacía mucho tiempo, resulta un muchacho seductor y atrevido, que generará un cimbronazo en cada una de ellas (y entre ellas). Más alla de las metáforas y paralelismos (otra vez) entre el mundo de las abejas (quién es la Reina), Turturro se muestra como un director de una solidez narrativa, visual y dramática apabullante. El guion de Constanza Boquet trasciende su tendencia al simbolismo y la alegoría con una intensa e íntima descripción de la pulsión sexual (sí, estamos ante una película sobre el despertar y la iniciación sexual) y ciertos rasgos de violencia y autodestrucción. El campo, los bosques, una vieja casona, los pueblos rurales... Cómo mueren las reinas aprovecha el entorno para construir personajes interesantes (la propia tía tiene su amante y atraviesa un conflicto bastante extremo) y tensiones que van creciendo (hasta que inevitablemente explotan) en un thriller psicológico con un triángulo sexual, hip hop (freestyle), miel, conejos y manipulaciones cruzadas que resulta bastante convincente.
Nominada a 6 premios Oscar (Película, Actor, Actriz de reparto, Guion adaptado, Diseño de producción y Edición), de los cuales ganó dos, esta ópera prima del francés Zeller se basa en su propia obra de teatro de 2014, que él adaptó junto al cotizado Christopher Hampton (Relaciones peligrosas, Expiación: Deseo y pecado) y que le valió una estatuilla de la Academia de Hollywood. Se trata de un desgarrador y devastador ensayo sobre la degradación en la vejez sustentado en un brillante trabajo de Hopkins, también merecido vencedor del premio Oscar. Anthony (Anthony Hopkins) es un ingeniero octogenario que sufre algún tipo de demencia senil y una inevitable degradación de su memoria. Su hija Anne (Olivia Colman) se ocupa de manera concienzuda y metódica de él, aunque en su horizonte está instalarse de forma permanente en París y dejarlo al cuidado de la joven Laura ( Imogen Poots). Esta suerte de sinopsis es, a todas luces, refutable, inexacta, ya que en este debut en la dirección del dramaturgo y guionista Florian Zeller todo luce lleno de contradicciones, vueltas de tuerca, revelaciones inesperadas. Es que, al asumir el punto de vista de alguien con un creciente trastorno neurocognitivo, lo que en una escena parece algo evidente e incuestionable se transforma en otra cosa completamente distinta en la siguiente. ¿Es el viaje a París algo inminente? ¿Es el amplio departamento propiedad de Anthony desde hace muchos años o en verdad Anne y su marido Paul (Rufus Sewell) lo han llevado allí para tenerlo cerca? ¿Por qué aparecen en escena un hombre (Mark Gattis) y una mujer (Olivia Williams) que cambian la percepción y las supuestas certezas del protagonista y, por lo tanto, también del público? Todo eso se irá resolviendo en un film que cabalga entre el drama familiar y elementos más ligados al thriller psicológico (y por momentos casi propios del terror) en un viaje a la desorientación que compartiremos con Anthony. Víctima y por momentos victimario; anciano vulnerable que puede convertirse en un déspota; una persona que en determinados instantes parece fuerte, encantador y autosuficiente para poco después transformarse en un alma en pena, sin rumbo, certezas ni contención, Anthony nos ofrece un espejo de profunda tristeza y humanidad a partir de una deslumbrante actuación de Anthony Hopkins, con muchos más matices que la del favorito al Oscar Chadwick Boseman en La madre del blues (ahí evidentemente pesa el carácter póstumo a modo de tributo). Muchas películas se han hecho sobre los trastornos cognitivos (Lejos de ella, de Sarah Polley; Siempre Alice, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland) y hasta sobre la mezcla de amor y crueldad en la vejez (Amour, de Michael Haneke), pero El padre lo hace con una estructura y una solidez apabullantes. Por momentos, a Zeller le cuesta romper con la teatralidad de la propuesta original (más allá del uso de una steadycam buena parte del relato transcurre dentro de un departamento), pero la intensidad dramática es tal y el uso de los distintos elementos (un reloj, un pollo, una pintura) es tan inteligente que la poco más de hora y media de narración jamás abruma, por más que la propuesta en sí resulte por demás inquietante e incómoda. Si El padre no es un one man show de Hopkins es gracias a la sensibilidad que aportan también los personajes secundarios (en especial la Anne de Colman) a la hora de relacionarse con Anthony desde la comprensión, la solidaridad, la provocación, la irritación, el amor más intenso o el simple profesionalismo. En ese sentido, más allá de la mayor o menor cercanía que cada espectador pueda tener con las problemáticas propias de la vejez, se trata de una película de una enorme hondura psicológica y una puesta en escena incuestionable.
Si el tándem Warner-DC Comics había sufrido un (otro) traspié en 2016 con Escuadrón Suicida, de David Ayer, esta vez acertó con la contratación de James Gunn, un director expulsado de las huestes de Disney-Marvel por sus controvertidas opiniones en redes sociales, pero que aquí logra trasladar el desparpajo de su saga de Guardianes de la Galaxia y le agrega un festival gore, homenajes al cine clase B y delirantes efectos visuales. Tras dirigir Guardianes de la Galaxia (2014) y Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (2017), James Gunn hizo el pase de Marvel a DC Comics (algo así como de Boca a River) para resucitar a la franquicia tras la floja repercusión de crítica y público que había tenido hace cinco años Escuadrón Suicida. Luego de Aves de Presa, film de Cathy Yan dedicado en exclusiva al desquiciado personaje de Harley Quinn interpretado por Margot Robbie, Warner le dio a Gunn la posibilidad de escribir el guion y rodar la película que deseara. Y el resultado es una suerte de Guardianes de la Galaxia más extrema, mucho más gore y delirante. Hay una contradicción en la esencia de El Escuadrón Suicida (sí, para diferenciarla de la anterior le agregaron el “El” o el “The” en el título original) y tiene que ver con su violencia es claramente para mayores de 13 (no importa la calificación que le pusieron en Argentina), pero sus chistes en muchos casos sobreexplicados (como el de la ironía de que Peacemaker sea el nombre del brutal guerrero que interpreta John Cena) apuntan a un intelecto de menos de 10. O sea, o los pibes se bancan un despliegue de sangre, vísceras y cuerpos desmembrados que en la comparación convierten a las producciones de Troma (de allí surgió Gunn) o al primer Peter Jackson en ejemplos de austeridad y recato o bien los adultos apelamos a ese niño que todos llevamos dentro para sumergirnos en un humor entre inocente y torpe que -aceptando las convenciones del caso- terminan funcionando. Tras una primera misión fallida con otros integrantes, el nuevo Escuadrón Suicida terminará en una isla latinoamericana llamada Corto Maltese (hola Hugo Pratt) que está dominada por crueles dictadores (el presidente no es otro que el porteño Juan Diego Botto). Entre militares despóticos, guerrilleros revolucionarios en armas y científicos locos que experimentan con gigantescas criaturas (ahí está el Thinker de un desaprovechado Peter Capaldi), unirán fuerzas los apuntados Peacemaker y Harley Quinn, Bloodsport (Idris Elba), Rick Flag (Joel Kinnaman), Polka-Dot Man (David Dastmalchian), Ratcatcher 2 (Daniela Melchior) y el King Sark con voz de Sylvester Stallone. Está claro que la crítica de Gunn al intervencionismo estadounidense es cualquier cosa menos sutil, pero al mismo tiempo resulta rabiosamente cuestionadora. Para mi gusto la película -que por momentos remite a Doce del patíbulo pero con el delirio políticamente incorrecto de Deadpool- va de mayor a menor (o quizás sea simplemente que mi capacidad de aguante y disfrute de una película jugada de forma permantente al absurdo y con una estética que intenta siempre remitir al cómic no llega hasta los 132 minutos), pero sean cuales fueren las preferencias y sensibilidades de cada espectador/a hay algo encomiable y valioso en la propuesta de Gunn: a partir de un presupuesto y un despliegue de CGIs colosales, se permite divertirse, desbordarse, jugar siempre al fleje, exponerse sin miedo al ridículo. Con su festival de ratas y monstruos y cabezas aplastadas, El Escuadrón Suicida resulta un orgulloso exponente del cine clase B más bizarro. Y a mucha honra. PD: El Escuadrón Suicida comienza con Folsom Prison Blues y ninguna película que arranque con la voz de Johnny Cash sonando en vivo puede ser mala. Pero también hay que decir que termina con dos escenas (una durante y otra después de los créditos finales) que esta vez no agregan demasiado.