Aquellos buenos viejos tiempos Vi Enseñanza de vida hace casi un año, durante su première en la Berlinale 2009, y guardo un excelente recuerdo de aquella experiencia. No sé si la película es tan buena como me pareció entonces (me debo una segunda visión para llegar a una conclusión definitiva), pero en medio de un festival plagado de films “difíciles” un logrado crowd-pleaser como éste resulta ya no sólo bienvenido sino casi un bálsamo para el espíritu. Ante mi reacción -y la del resto de la audiencia- me di cuenta al instante de que estábamos ante una historia encantadora, frente a un éxito en potencia, pero jamás pensé que, además, podría ser una sólida aspirante a los por entonces lejanos premios de fin de año (con nominaciones al Oscar incluídas que se definirán dentro de muy pocas horas). Típico relato de iniciación de una adolescente (consagratorio trabajo de Carey Mulligan, una actriz con destino de estrella) ambientado en el swinging London de los años ‘60, Enseñanza de vida explora con encanto, simpatía, buen humor, viñetas logradas, notables diálogos (cortesía del guión escrito por el gran Nick Hornby, responsable de Fiebre en las gradas, Un gran chico y Alta fidelidad), ritmo y ductilidad (mérito en este caso de la realizadora danesa de Italiano para principiantes Lone Scherfig), las contradicciones entre, por un lado, el entorno familiar bastante tradicional de la protagonista que tiene un inminente futuro universitario en Oxford y, por el otro, las tentaciones de la bohemia parisina, el jazz, los cafés, la literatura y el sexo que le propone un playboy/bon-vivant bastante más grande y, claro, mucho más experimentado que ella (un irresistible Peter Sarsgaard). Si a esa historia romántica, de rebeldía frente a los padres, los maestros y las convenciones conservadoras, se le suma una colorida reconstrucción de época, muy buena música y convincentes intérpretes secundarios (Alfred Molina, Dominic Cooper, Rosamund Pike, Olivia Williams y Emma Thompson, entre otros), estamos ante una película que -sin grandes ambiciones, pero no pocos logros- permite que uno salga de la sala con una sonrisa y un poco más reconciliado con la vida. En el contexto actual (del cine y del mundo), no se trata de un mérito menor.
Mandela, el deporte y la política Clint Eastwood y el Mundial de rugby que sirvió para sanar viejas heridas Primero, la buena noticia: Invictus es una historia muy interesante que reconstruye, a partir de la minuciosa investigación del libro El factor humano , de John Carlin, un caso real que unió deporte y política con Nelson Mandela como gran protagonista. Ahora, la mala: su versión cinematográfica hollywoodense no alcanza a profundizar en la complejidad y las múltiples facetas de aquellos acontecimientos ni está a la altura de los mejores trabajos de ese enorme director que es Clint Eastwood. La película arranca unos meses antes de la Copa del Mundo de rugby que Sudáfrica debía organizar en 1995. Luego de pasar 27 años en prisión, Mandela -electo presidente con el apoyo masivo de la población negra y ante el estupor de los poderosos defensores del viejo sistema del apartheid- decidió utilizar ese evento deportivo como manera de cohesión social. La tarea no era sencilla: el seleccionado local, conocido como los Springboks, se encontraba en pésimas condiciones (había sido suspendido de todas las competiciones internacionales) y era odiado por la inmensa mayoría del pueblo, que incluso solía apoyar a viva voz a sus rivales. A pesar de la oposición de muchos de sus seguidores, Mandela (interpretado con solvencia por Morgan Freeman) decide buscar una alianza con el capitán de los Springboks, François Pienaar (Matt Damon), para que éste lidere un fuerte entrenamiento, consiga crear una mística dentro del grupo e inicie una campaña pública para que la gente se reconcilie con el equipo. La película aborda algunos temas recurrentes en la filmografía de Eastwood (la violencia y el perdón, la relación maestro-discípulo), pero el director de Los imperdonables y Gran Torino dilapida buena parte de los hallazgos de la historia con una puesta en escena por momentos obvia, grandilocuente y convencional, que hace explícitos todos y cada uno de los tópicos del relato: la compasión, la generosidad y la moderación como atributos para superar el cisma social luego de tantos años de racismo y así sanar las heridas abiertas y evitar la venganza del ojo por ojo. Los diálogos didácticos, la inclusión de la voz en off de los noticieros televisivos y las secuencias que parecen editadas y musicalizadas como si fueran especiales de un canal deportivo conspiran contra una mirada más intimista, contra una mejor construcción psicológica de los personajes y contra la conexión emocional frente a hechos de semejante magnitud y alcance. De todas formas, y más allá de las metáforas obvias y de las concesiones apuntadas, la mano firme de ese gran narrador que es Eastwood, la ductilidad de sus dos protagonistas, el cuidado de la producción, la categoría de los habituales colaboradores del director, y la potencia dramática de los eventos que aquí se describen terminan por redondear un film bastante atendible.
Fellini reciclado y recargado En 1982 se estrenó en Broadway Nine, musical libremente inspirado en 8 y 1/2, el clásico rodado en 1963 por Federico Fellini, con Raul Juliá en el papel de Guido Contini, el director ególatra, torturado, mujeriego y con la inspiración perdida que hiciera el gran Marcello Mastroianni. El espectáculo obtuvo varios premios Tony y fue repuesto en 2003 con Antonio Banderas como protagonista, hasta que el productor Harvey Weinstein y el director Ron Marshall (ganador de varios Oscar con otra incursión en el género como Chicago) decidieron llevarlo al cine con una producción a gran escala y un elenco plagado de estrellas. En esta ambiciosa e irregular versión (tiene algunos buenos pasajes, varios poco inspirados y otros que directamente dan vergüenza ajena), Guido Contini es interpretado por Daniel Day-Lewis (un trabajo aceptable, pero lejos del lucimiento), un famoso cineasta que, luego de dos fracasos artísticos y comerciales, intenta volver a los primeros planos, pero sufre un bloqueo creativo que le impide iniciar en el plazo de 10 días que tiene el rodaje de un proyecto para el que cuenta con un importante apoyo financiero pero para el que ni siquiera ha desarrollado un mínimo guión. En ese tortuoso proceso lleno de presiones debe lidiar además con todas las mujeres de su vida: su esposa (Marion "Edith Piaf" Cotillard), su amante (una estereotipada Penelope Cruz), su musa y estrella nórdica (Nicole Kidman, en plan Anita Ekberg), su confidente y vestuarista (Judi Dench), una periodista norteamericana de moda (Kate Hudson), una prostituta (Fergie, del grupo Black Eyed Peas) y hasta el fantasma de su madre (Sofía Loren). La transposición de Michael Tolkin y el fallecido Anthony Minghella no es nada del otro mundo, pero tiene una estructura sólida que resiste ciertos lugares comunes pintoresquistas sobre la italianidad al palo y los excesos kitsch. Pero el problema es que, por momentos, Marshall parece filmar y editar con piloto automático (hay un número musical para cada estrella, mucho montaje paralelo entre canciones y diálogos, una obvia mixtura entre el color y el blanco y negro) y algunas letras imposibles que, en medio del artificio más absoluto, ¡reivindican por ejemplo al neorrealismo! Los segmentos musicales tienen todo el despliegue de luces, vestuarios, escenografías, coreografías y glamour que los fans del género (yo no lo soy) pueden esperar. Hay varios logrados y dos o tres (como Cinema Italiano, a cargo de Kate Hudson) que mejor olvidarlos. El elenco tampoco está del todo aprovechado, pero Marion Cotillard, en un personaje a-la-Audrey Hepburn, se luce porque jamás entra en la grandilocuencia de otros personajes. Si la película alcanza aquí la calificación de "buena" no es sólo por los apuntados hallazgos parciales sino también porque el final (con todo el elenco en pantalla) alcanza una emoción y una eficacia que el resto de la trama había extrañado bastante.
Cuando los muertos gozan de buena salud No pude ver Cinco días sin Nora durante el último Festival de Mar del Plata -donde obtuvo el Astor de Oro a la mejor película y quedó segunda en el voto del público-, pero sí lo hizo nuestra amiga y colaboradora Josefina Sartora, cuya crítica le valió unos cuantos ataques (ver aquí). No los justifico, pero puedo entender por qué. Es que este crowd-pleaser mexicano es de esas propuestas que dividen aguas. Para ser claros: estoy más cerca del gusto de Josefina (aunque el film me gustó más que a ella) que del de los lectores que la atacaron o del jurado presidido por Juan José Campanella que le otorgó la máxima distinción. Tragicomedia sobre (o a partir de) la muerte (más precisamente, de un suicidio), Cinco días sin Nora tiene un guión preciso e ingenioso de Chenillo que la propia directora está a punto de hacer naufragar con sus torpes flashbacks, algunas pinceladas de humor grueso, cierto pintoresquismo a la hora de retratar las costumbres judías y algunos subrayados innecesarios. Como decía Josefina, no es el cine que propone Cinco días sin Nora el que más me interesa (tiene algo demodé), pero no por eso dejo de reconocer que es bastante sólida y eficaz, que "funciona" y que, por lo tanto, debería encontrar su público (antes tiene que vencer la "maldición" que afecta a todas las ganadoras del Festival de Mar del Plata, que no se estrenan o suelen pasar inadvertidas por la cartelera). Cinco días sin Nora -más allá de sus arrebatos humorísticos y de su estructura de enredos y casualidades- no es Muerte en un funeral, pero Chenillo sabe cómo ir dosificando la información y las revelaciones para mostrar cómo una sexagenaria que ha decidido suicidarse sigue manipulando a su familia después de su muerte (desde el marido del que se separó 20 años atrás hasta su hijo). El veterano Fernando Luján se luce como José, el ex esposo de la difunta y motor del relato (de sus contradicciones y de sus vuelcos). En definitiva, y más allá de sus desniveles, se trata de una interesante (e inusual) apuesta del cine mexicano.
A reir que se acaba el mundo Tras el éxito de Muertos de risa (Shaun of the Dead), de Edgar Wright, llega otra muy simpática mixtura entre la comedia negra y el terror gore sobre la guerra contra los zombies con una estética apocalíptica que remite de forma inevitable a la saga de Exterminio, al cine de George A. Romero y a los primeros films de Peter Jackson. Esta opera prima de Ruben Fleischer, de todas formas, se permite jugar con casi todos los géneros: es también una road-movie, una película de iniciación amorosa juvenil a-la-Judd Apatow, un western, un film pop que utiliza unos subtítulos gigantes como metalenguaje, guiño cómplice y apuesta humorística, y una reivindicación de la cinefilia videoclubística de los años '80 con un homenaje a Los cazafantasmas y un impagable cameo del genial Bill Murray. Cabe decir, entonces, que en los menos de 90 minutos del film (que incluye un desenlace a todo trapo en un parque de diversiones) casi todas las búsquedas llegan a buen puerto, aun con sus esperables desniveles y excesos. Uno de los grandes aciertos de Tierra de zombies (además del ingenioso guión original, claro) es la elección de los dos (opuestos) antihéroes del relato: por un lado, Woody Harrelson (que completa un desaforado uno-dos luego de un personaje casi tan loco como éste en 2012) en el papel de un desquiciado cowboy caza-zombies; y, por el otro, Jesse "Adventureland" Eisenberg, que se consolida como uno de los actores más interesantes de su generación como un joven solitario, cobarde, virgen, fóbico y con la autoestima por el piso, pero... decididamente querible y de buen corazón. Esta pareja-despareja deberá vérsela con dos chicas de armas tomar (y engaños provocar) integrada por la bella Emma Stone (Supercool, La casa de las conejitas) y Abigail Breslin (la revelación de Pequeña Miss Sunshine), y -por supuesto- con decenas, cientos de muertos-vivos desesperados por carne humana. La película se ríe con ironía de las convenciones del cine familiar y de la corrección política, mientras prioriza la empatía hacia los personajes por sobre el (funcional) despliegue visual de CGI y efectos gore. En definitiva, una pequeño gran entretenimiento para aquellos que gustan de la comedia más horrorífica y del terror más gracioso.
Regreso al futuro El popular manga de Osamu Tezuka de los años '50 fue llevado a la televisión en los '60, en los '80 y reciclado una vez más hace poco tiempo. Dudo, por lo tanto, que algún lector -de la generación que sea- no se haya topado alguna vez con un capítulo sobre este pequeño superhéroe/robot del futuro creado por su padre científico a semejanza de su hijo muerto (una idea que remite a Pinocho). La historia original -recuperada aquí por el coguionista y director David Bowers (Lo que el agua se llevó)- no es nada del otro mundo, pero la calidad de la animación que recrea Metro City y el basural al que son desplazados los marginados del sistema, el ritmo trepidante que impera durante buena parte de los 94 minutos, algunos personajes y situaciones inspiradas y un puñado de eficaces gags alcanzan para que los chicos pasen un buen rato y los adultos recuperen con cierta nostalgia unos cuantos buenos recuerdos de su infancia.
La elegancia y el pudor del observador ajeno En su debut en el documental, Martín Rejtman confirma su estatus de referente ineludible del cine argentino. En este trabajo -un "encargo" del canal de cable porteño Ciudad Abierto durante su etapa "progresista", que luego prácticamente ninguneó su promoción- el director de Rapado, Silvia Prieto y Los guantes mágicos registró las celebraciones del evento más importante de la comunidad boliviana en nuestro país: la fiesta patronal de Nuestra Señora de Copacabana que se realiza todos los años durante dos domingos de octubre. Un puñado de planos fijos y de travellings le alcanzan a Rejtman para transmitir toda la intensidad de los coloridos bailes y de la música (hay cientos de grupos que desfilan en el barrio porteño de Charrúa). Sin apelar a testimonios a cámara, obviando todo énfasis y subrayados, el director muestra la trastienda (los ensayos, las reuniones) para luego ofrecer algunas viñetas (el trabajo en los talleres textiles, un repaso con postales de la geografía boliviana, conversaciones en locutorios, un viaje hasta la frontera con ese país) que definen a una colectividad multitudinaria, pero que de alguna manera aún sigue siendo bastante secreta para la gran mayoría de los argentinos. Una obra, sobria, elegante y luminosa que Marcelo Panozzo comparó con precisión con algunos pasajes de Shara, la obra maestra de la japonesa Naomi Kawase. (Esta reseña se publicó en una versión más reducida durante el BAFICI 2008)
La ciudad de las mujeres Esta opera prima del matrimonio Keret-Geffen (ambos reconocidos escritores en Israel y ella responsable del guión) llamó la atención primero por haber ganado nada menos que la Cámara de Oro en Cannes 2007 (o sea, el premio más importante del mundo para una primera pelicula) y luego porque se trata de un film de ese origen que no aborda el tema de la guerra, ni la política, ni la religión, ni la identidad nacional. Apenas hay en sus 78 minutos alguna mención aislada y fugaz al Holocausto y -en el terreno de la crítica social- un segmento dedicado a las desventuras de una filipina que cuida enfermos y ancianos. La estructura de Medusas es coral y episódica (tiene algo de la zigzagueante estructura altmaniana que permite ciertos entrecruzamientos) y sus protagonistas son varias mujeres de la gris Tel Aviv actual. El personaje principal es el de Batya (Sarah Adler, la periodista de Nuestra música, de Jean-Luc Godard), una joven que es abandonada por su novio, despedida de su trabajo como camarera en una empresa de catering para fiestas y despreciada por su exitosa madre. Durante un paseo por la playa, descubre a una niña-medusa (de allí el título y la veta fantástica del film) de cinco años. Luego aparecerán en escena una fotógrafa, una pareja que sufre una caótica luna de miel en un hotel, una escritora suicida, la apuntada inmigrante filipina y algunos personajes secundarios más. La película no revela demasiados datos ni resuelve del todo los conflictos (los detractores del nuevo cine argentino encontrarán unos cuantos paralelismos y la catalogarán de "vacía", "abúlica", "minimalista" y un largo etcétera), pero -aunque su tono por momentos me generó cierto distanciamiento- en líneas generales y vista en su conjunto constituye una mirada atractiva y en algunos pasajes fascinante (aunque también desoladora) sobre las contradicciones, desconciertos y frustraciones femeninas en una gran urbe como la Tel Aviv contemporánea.
Los vampiros, dueños del mundo Un thriller apocalíptico con mucha sangre, toques de western y alegorías obvias Los Spierig Brothers, dos gemelos australianos que habían llamado la atención hace seis años con el film de zombies Undead , incursionan ahora en uno de los subgéneros más transitados por la producción reciente de terror made in Hollywood : las historias de vampiros. Claro que no estamos aquí en el universo adolescente y romántico de Crepúsculo y Luna Nueva, sino en el de un thriller futurista (transcurre en 2019) y apocalíptico de gran estilización visual, mucha adrenalina, un tono satírico que remite al cine de clase B, grandes cantidades de sangre y vísceras propias del gore, elementos del western que parecen emular a John Carpenter y alegorías un poco obvias sobre la xenofobia, las diferencias sociales, la represión y la paranoia. En Daybreakers la realidad se ha invertido: los vampiros dominan el mundo y los pocos humanos que quedan no tienen más que huir y esconderse. Ante la escasez de sangre -cuyo precio aumenta de manera exponencial-, los vampiros, que dominan las empresas y los ejércitos, se dedican a cazar a los hombres y mujeres que pueden abastecerlos del vital fluido. Mientras tanto, y ante la inminencia de saqueos y peleas callejeras, la poderosa corporación que lidera Charles Bromley (Sam Neill) y para la que trabaja el científico Edward Dalton (Ethan Hawke) investiga contra reloj para crear un sustituto de la sangre y evitar así el inminente colapso. Por otro lado, está la resistencia de los humanos liderada por Lionel "Elvis" Cormac (Willem Dafoe) y Audrey Bennett (Claudia Karvan) con sus ballestas siempre listas para enfrentar a sus agresores. El planteo inicial es atrapante, la construcción de la trama es sencilla (hay enfrentamientos, persecuciones, traiciones cruzadas, experimentos científicos) y la resolución -sin ser gran cosa- es bastante coherente y eficaz. Ciertos regodeos esteticistas (como el abuso de la cámara lenta) y una musicalización grandilocuente son los aspectos menos logrados del film. Resulta interesante ver a tres actores de primera línea (Hawke, Dafoe y Neill) trabajando (y divirtiéndose) en una película de género basada en el desfile de cuerpos mutilados o quemados y en efectos visuales que permiten descomunales explosiones de plasma. Ni sus trabajos ni la película pasarán a la historia, es cierto, pero al menos ofrecen una hora y media de un más que digno pasatiempo.
El Infierno está encantador Ryan Bingham (George Clooney) es un experto en downsizing que viaja por todo el país despidiendo cada día a centenares de empleados; es decir, haciendo el trabajo sucio que los gerentes de las empresas no se animan a concretar. Ryan es cínico pero simpático, cool pero eficaz para convencer a sus “víctimas” de que están ante una nueva oportunidad en sus vidas, cuando en realidad están a punto de perder su estabilidad y sus beneficios sociales. Mientras la economía norteamericana se derrumba, la empresa en la que Bingham trabaja florece (en el último año ha viajado 322 días). A cambio de su talento como terminator de puestos de trabajo, este verdadero antihéroe recibe todo tipo de privilegios (estadías en hoteles cinco estrellas, jugosos viáticos, autos de lujo en alquiler) y -amante como es de los viajes en primera, de los aeropuertos, de la soledad y de los encuentros sexuales casuales y efímeros- tiene como meta alcanzar un objetivo reservado para muy pocos: 10 millones de millas de viajero frecuente (de paso, hay un chivo tras otro de la compañía American Airlines). Pero los problemas para Bingham no tardan en surgir con la aparición de dos mujeres (dos notables personajes femeninos): Alex Goran (Vera Farmiga), otra ejecutiva y frequent flyer que generará en él una hasta entonces inédita necesidad de compromiso; y Natalie Keener (Anna Kendrick), una joven y ambiciosa colega que amenaza su privilegiada situación cuando le presenta al jefe de ambos (Jason Bateman) un sistema de despidos a distancia vía teleconferencia. Hasta aquí el planteo básico del film. Ahora empieza el (inevitable) debate: 1- ¿Estamos ante la obra maestra (y gran candidata a los premios Oscar) que muchos sostienen que es o ante una película calculada y oportunista como afirman unos pocos detractores? 2- Quienes leyeron el libro publicado en 2001 por Walter Kirn coinciden en que la novela es mucho más ligera que la película y que Reitman propone un mensaje moral, ciertas “lecciones de vida” mucho más contundentes y, quizás, subrayadas. 3- ¿Es la película demasiado cool, ingeniosa y canchera (con su festival de punzantes one-liners) como para abordar el drama de miles, millones de nuevos desocupados? Reitman se anima, incluso, a mezclar testimonios de actores conocidos (desde J.K. Simmons hasta Zach Galifianakis) que interpretan a trabajadores despedidos con otros de personas reales que han perdido sus empleos en los últimos tiempos. 4- ¿Reitman hace bien en coquetear con los arquetipos de la comedia romántica más tradicional para ofrecer luego ofrecer una amarga, despiadada y pesimista mirada sobre la realidad socioeconómica de su país (aunque con un trasfondo humanista y ciertas concesiones conservadoras sobre el “refugio” que significa la familia)? 5- ¿Es Clooney con su mejor vertiente de sonrisa compradora a-lo-Cary Grant el actor ideal para interpretar a este monstruo con cara de ángel? En principio, hay que admitir que el joven realizador de Gracias por fumar y La joven vida de Juno (la mayor esperanza surgida de Hollywood en los últimos años) es un talentoso guionista/escritor de diálogos y un sólido narrador (aquí combina un estilo preciso e implacable cuando se sumerge en el pulcro universo del protagonista con otro más desprolijo y ligado a la home-movie cuando se acerca al casamiento de la hermana de Bingham), así como un gran director de actores. La película y sus protagonistas resultan irresisibles (divertidos, corrosivos, desafiantes), pero al mismo tiempo hay algo de cálculo y de regodeo en el ingenio que hacen que algunos pasajes resulten un poco forzados y el espectador no pueda conectarse del todo desde lo emocional con las miserias y contradicciones de estas criaturas. No pocos desdeñarán cierta “marca oscarizable” que tiene la película (pienso desde Belleza americana hasta Jerry Maguire, amor y desafío), esa idea de que se pueden decir cosas importantes apelando a los esquemas más clásicos del cine de género (en este caso, la comedia romántica). Pero uno de los mayores méritos del film (y de Clooney) es que no se trata de un film condescendiente ni demagógico. Uno podrá consustanciarse y hasta identificarse (no sin cierta incomodidad) con un personaje tan carismático como el de Bingham y “tranquilizarse” cuando Reitman nos ofrezca su moraleja humanista, pero Amor sin escalas no deja de ser una película mordaz, impiadosa y muy bien construida. Lo que a todas luces resulta imperdonable es el título que los “genios” del marketing le han puesto en la reguión: no sólo porque es feo sino porque no tiene nada que ver con la esencia de la historia. Si hay algo que está claro es que Amor sin escalas no es una comedia romántica ligera sino, precisamente, todo lo contrario.