El ocaso de los dioses En la búsqueda desesperada de los estudios de Hollywood por encontrar sagas literarias de corte fantástico que luego puedan convertirse en franquicias cinematográficas sustentadas en un gran despliegue de CGI y destinadas al consumo familiar masivo, Fox descubrió las novelas de Rick Riordan sobre Percy Jackson, un típico adolescente de escuela secundaria que descubre que es hijo del mismísimo dios griego Poseidón. Así, para iniciar una saga que reciclara y combinara elementos de Harry Potter con otros de Las crónicas de Narnia o de La leyenda del tesoro perdido, contrataron a Chris Columbus -responsable de un par de episodios no demasiado estimulantes sobre el joven mago de Hogwarts- para que narrara con cierto vértigo, mezcla de géneros y un (abusivo) despliegue de efectos visuales las peripecias de este semidios que debe devolver a tiempo un rayo robado para evitar un enfrentamiento entre su padre y Zeus que podría derivar en el fin del mundo. Si la trama puede sonarle al lector no demasiado creativa, le aclaro que la puesta en escena tampoco lo es. Todo parece haber sido diseñado en un laboratorio (o sea, en unas supercomputadoras) y realizado con el piloto automático del profesionalismo más básico. El chico va a la escuela (es disléxico y tiene problemas de atención), descubre que es el hijo de un dios griego, se entrena con sus pares, se enamora de la hija de Atenea, sale de aventuras con la chica y un joven negro (sí, el comic-relief), lucha contra un minotauro, contra un centauro, contra Medusa, contra una hidra, contra el malvado Hades y, en el camino, mientras deambula por Nueva York o Las Vegas, los productores aprovechan para meternos de la manera más torpe publicidades/chivos de I-Pod, de Maserati, de Mac Book Air, etc. Así, llegaremos al Olimpo (de los dioses, no del cine) donde el buenazo de Percy se reencontrará con un Poseidón que lo ha abandonado por exigencia de Zeus (¿Y La Sirenita?). Las actuaciones (tanto de los jóvenes protagonistas como de las conocidas figuras que tienen pequeñas participaciones) son muy poco memorables y las set-pieces tienen menos gracia que un demo de una empresa de tecnología y resultan, por lo tanto, un mero regodeo de poderío visual sin la más mínima sustancia. Como inicio de saga, Percy Jackson y el ladrón del rayo es bastante probre (en la comparación, Las crónicas de Narnia adquiere una dimensión cercana a la de El señor de los anillos). No sé qué éxito comercial pueda tener ni cómo será su futuro, pero Chris Columbus redondea otro subproducto digno de su mediocre carrera.
El señor de los ridículos ¿En serio es el gran Peter Jackson quien dirigió este melodrama horrible en su estética, pretencioso en su discurso, aburrido en su narración y vergonzoso en su moraleja? ¿El mismo que hace 15 años había hecho una gema abordando temas similares en Criaturas celestiales? Me gusta mucho casi todo el cine de Jackson (desde las sátiras gore de los inicios hasta la trilogría de El señor de los anillos), pero este bodrio es insalvable. Hasta los efectos visuales made in CGI resultan espantosos en su imaginería new-age. Da pena, mucha pena, ver a grandes actores luchando por sostener un material infilmable. Todos ellos hacen trabajos muy dignos: desde Saoirse Ronan(la revelación de Expiación: deseo y pecado), que encarna a la chica de 14 años violada y asesinada en la Pennsylvania de 1973 que narra su propia historia desde el cielo, hasta papá Mark Wahlberg, pasando por mamá Rachel Weisz, por la abuela Susan Sarandon o por el perverso vecino que encarna el enorme Stanley Tucci. Tengo entendido (no la leí y juro que no la leeré) que la novela publicada en 2002 por Alice Sebold se convirtió en un fenómeno de ventas, pero a esta altura ingresar en la lista de best-sellers no es ninguna garantía de calidad. La película no sólo describe atrocidades sino que lo hace de la manera (cinematográficamente hablando) más atroz. El film es obvio, explícito, subrayado, solemne y torpe en sus alegorías, metáforas, simbolismos y hasta en sus diálogos (¡ay, esa voz en off!). Se pretende trascendente y termina siendo de lo más banal. Y su discurso sobre el dolor y la reconciliación resulta desagradable y hasta diría peligroso. En definitiva, una película ridícula que desmerece a un gran artista como Jackson. Espero ansiosamente su próximo proyecto para reencontrarme con uno de esos "amigos" que nos han "traicionado". Los cinéfilos también sabemos perdonar.
Twin Peaks en la gélida Suecia Esta primera entrega de la trilogía basada en la exitosa saga literaria de Millennium escrita por el fallecido Stieg Larsson (1954-2004), que vendió más de 15 millones de ejemplares en todo el mundo (luego vendrán las transposiciones de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire), es un atrapante -aunque no demasiado original- thriller que tiene una estructura propia de las novelas de Agatha Christie, aunque -claro- con mucha mayor perversión (casi al borde del trash) y personajes modernos que la hacen sintonizar con las exigencias del público actual. Los protagonistas absolutos del relato son Mikael Blomkvist (Michael Nyqvist), un periodista maduro, idealista y divorciado que trabaja para una revista de izquierda y es sentenciado a una condena de tres meses por cuestionar (calumniar) en sus investigaciones a un influyente financista, y Lisbeth Salander (Noomi Rapace), una joven punk, hacker, bisexual y rebelde que también sufre el acoso de la Justicia. Ambos -más allá de sus muy diversos problemas- unirán fuerza para investigar la misteriosa desaparición, ocurrida 40 años atrás, de una adolescente ligada a un poderoso grupo de industriales (el anciano patriarca de la familia es quien los contrata). Más allá de la apuntada similitud con la literatura de Agatha Christie, también se podrían establecer vinculaciones con el cine de David Lynch, muy especialmente con ese escabroso universo de pueblo chico-infierno grande plagado de oscuros secretos de Twin Peaks. Claro que aquí no hay tanto vuelo artístico ni apuestas surrealistas sino una necesidad casi compulsiva de impactar al espectador con perversiones sexuales que se esconden tras la supuestamente impoluta imagen de la sociedad sueca (las apariencias, por supuesto, engañan). Más allá de los golpes de efecto, de cierto amarillismo demasiado obvio y de su excesiva duración -quizás por exigencias de no "traicionar" al libro original-, Los hombres que no amaban a las mujeres se sigue con bastante interés, especialmente cuando ambos protagonistas establecen una extraña relación profesional (y afectiva). No tengo idea respecto de cuán popular son aquí las novelas póstumas de Larsson (más allá de figurar en los rankings de venta de los suplementos literarios) y si eso es suficiente como para generar un éxito comercial en las salas argentinas, pero Los hombres... no deja de ser un digno producto con ciertos excesos, estereotipos y manipulaciones, pero también con múltiples atractivos.
Un monstruo demasiado obvio A pesar de sus conocidos actores, el guión de El hombre lobo es muy torpe La remake de un clásico del cine fantástico como el escrito por Curt Siodmak y protagonizado en 1941 por tres grandes figuras de la época como Lon Chaney Jr, Claude Rains y Bela Lugosi, ahora bajo las órdenes de un sólido artesano del cine de género como Joe Johnston ( Rocketeer , Cielo de octubre y Jurassic Park III ) y con todos los avances en términos de maquillaje y efectos visuales, parecía una excelente idea dentro de la tendencia al reciclaje de viejos éxitos que impera en Hollywood. Sin embargo, esta nueva versión de El hombre lobo resulta una absoluta decepción en todos los órdenes: la narración es muy poco atractiva, los actores están lejos de sus mejores trabajos, constituye un claro retroceso en la interesante carrera de Johnston (que, según trascendió, perdió el control artístico del proyecto) y ni siquiera las imágenes generadas por computadora -pese al aporte de talentosos artistas y a un generoso presupuesto de 85 millones de dólares- están a la altura de lo que hoy el espectador exige como estándar. Baño de sangre Tras el brutal asesinato de su hermano, Lawrence Talbot (Benicio Del Toro), un actor que ha pasado buena parte de su vida en los Estados Unidos, regresa a la casona de su padre (Anthony Hopkins) en un pueblito de la Inglaterra victoriana (la historia transcurre en 1891) para investigar el hecho, que también ha llamado la atención de un inspector de Scotland Yard (Hugo Weaving). Por supuesto, en cada noche de luna llena, el baño de sangre será incontenible y la presencia de la bella Gwen (Emily Blunt) permitirá desarrollar una insustanciosa subtrama romántica. Porque, aun con sus apelaciones al terror, a la acción y al melodrama épico e incluso con el exotismo de las tradiciones gitanas y de las leyendas propias de la licantropía, la película nunca levanta vuelo ni provoca la fascinación que este tipo de historias exige. El hombre lobo elude el vértigo y el regodeo visual de tanto tanque hollywoodense reciente y adopta, en cambio, cierto clasicismo narrativo más cercano al espíritu del film original. Pero el gran problema es que la historia -con sus torpes flashbacks y su falta de fluidez- se vuelve cada vez más obvia y solemne. Y el aburrimiento, se sabe, es el peor de los pecados para el cine de entretenimiento.
Los caminos de la vida Ignacio Carrillo, un mítico acordeonista y juglar que ha decidido dejar de tocar, inicia un último viaje por el norte de Colombia para devolverle su instrumento a un viejo colega y -durante el trayecto- va estableciendo una relación de padre-hijo / maestro-aprendiz con Fermín, un joven que lo admira y que desea seguir sus pasos. Una road-movie (a pie) con aires de leyenda y espíritu de fábula construida con una gran belleza visual y un impecable acabado técnico, pero que explota cierto pintoresquismo y un folclorismo que tanto gustan en Europa, perdiendo así algo de fuerza, audacia y verosimilitud. De todas maneras, los indudables atractivos de la propuesta le alcanzaron para ganar varios premios en festivales como los de Cannes, Bogotá y SANFIC de Chile, entre varios otros.
Las fórmulas del amor Vi esta mañana en el Hoyts de Abasto esta muy discreta comedia romántica que se estrena en los próximos días en todo el mundo. Llego a mi casa y leo en una de las tantas noticias provenientes de Hollywood que "la secuela ya está en marcha", pero esta vez las historias no transcurrirán durante el Día de San Valentín sino en vísperas de Año Nuevo, siempre con Garry "Mujer Bonita" Marshall como director, Katherine Fugate como guionista y unas cuantas de las estrellas que aparecen en Día de los enamorados. Este nuevo film del director de Frankie y Johnny es un típico producto de "concepto" sustentado en fórmulas recontra aplicadas: contratamos una veintena de figuras (cada uno trabaja una semanita por un buen dinero), escribimos un puñado de historias románticas que transcurran en Los Angeles durante el Día de San Valentín y las unimos con el manual del guionista primerizo que acaba de aprobar la materia "Estructura coral". Durante la primera hora, Día de los enamorados se sostiene con algunos pasajes, situaciones, diálogos y personajes medianamente inspirados, pero durante la segunda mitad la cosa se hace muy cuesta arriba y todo se "resuelve" como sea, a los ponchazos y, para colmo, con toda la carga demagógica y tranquilizadora de la que es capaz una producción conservadora de Hollywood. El casting combina todo tipo de intérpretes y la mezcla de edades y estilos de actuación no siempre es fructífera. Gracias al profesionalismo, nadie mete la pata, pero tampoco se luce demasiado. Esta suerte de zapping fílmico nos deja, al menos, la ilusión de ver mucha gente linda (y rica y famosa) jugando los juegos del amor. Pero las figuritas pasan y uno jamás se puede comprometer o identificar con ellas. Es algo así como presenciar una alfombra roja previa a los Oscar. De cine puro y genuino, lamentablemente, esta vez hay muy poco.
¿Será justicia? En la crítica sobre Preciosa que se publica por separado, Manuel Yáñez Murillo realiza (con mucho criterio) un recuento de todas las atrocidades por las que atraviesa la heroína del relato y que él define como pornografía sentimental. Algo similar se podría hacer con este thriller que comienza con el brutal asesinato de una mujer y de su pequeña hija ante la vista del padre y marido, y que luego aborda -por momentos de la manera más obvia y abyecta que pueda imaginarse- cuestiones como la venganza y el ojo por ojo, la pena de muerte, las canalladas de la Justicia o la lucha de un hombre armado contra todo el sistema político. Ideológicamente deleznable y cinematográficamente convencional, Días de furia es una película que -con buenas dosis de amarillismo, demagogia y sensacionalismo- sintoniza con cierta sensación de hartazgo de las sociedades civiles ante la escalada de violencia y la incapacidad de la clase política para dar soluciones concretas a esa creciente paranoia frente a la inseguridad. Quizás por eso pueda explicarse que este film ya no sólo mediocre sino también confuso (y hasta diría peligroso) haya recaudado más de 73 millones de dólares sólo en los cines norteamericanos. Veremos si aquí también repite semejante éxito. Bien podría ser auspiciado por el gobierno macrista con sus policías munidos de picana eléctrica.
La heroína del pueblo El crítico Diego Curubeto, un fanático del cine clase B, pudo acceder -no sin múltiples contratiempos- a todo el material de las películas de Armando Bo que fue víctima de la censura (es decir, las escenas más eróticas y/o violentas que tuvieron a Isabel Sarli como gran protagonista). A partir de ese "tesoro" y del aporte que la propia Coca le dio al ahora realizador, Curubeto construyó un documental basado en tres patas: una exaltación de la figura de esta diva trash/kitsch/naïf, una reconstrucción de la popular carrera (local e internacional) de Bo y un estudio sobre el temible accionar de la censura en nuestro país. Con un impresionante despliegue de materiales de archivo (no sólo los "descartes" sino también afiches, imágenes de la época, trailers, etc), con una animación casera gentileza del rosarino Pablo Rodríguez Jáuregui que convierte a la Coca en una superheroína vengadora contra los censores, con interesantes testimonios de la propioa Sarli o de un experto en el tema como Fernando Martín Peña, y con unas innecesarias dramatizaciones en las que actúan desde Martín Adjemián hasta Gastón Pauls (por lejos, lo peor de la película), Curubeto ofrece un interesante patchwork concebido desde el lugar del fan, pero también del investigador. Aún con sus desniveles, resulta un trabajo encomiable y, en varios de sus pasajes, fascinante.
Una experiencia contundente La realizadora, Kathryn Bigelow, fue comparada con los grandes cineastas clásicos. Para quienes esperan de una película ambientada en el conflicto de Irak grandes elaboraciones sociopolíticas, personajes heroicos y mensajes aleccionadores, Vivir al límite puede resultar una propuesta decepcionante. En cambio, para aquellos que estén dispuestos a sumergirse en la intimidad cotidiana de los profesionales de la guerra (en este caso, expertos en desactivar bombas que se juegan la vida a cada segundo), podrán ser protagonistas de una de las experiencias cinematográficas más contundentes y desgarradoras de los últimos años. No hay en esta nueva película de Kathryn Bigelow ningún atisbo de metáfora, denuncia ni frases altisonantes (algunos intelectuales la cuestionaron con el dudoso término de "apolítica"). La talentosa directora de Cuando cae la oscuridad , Testigo fatal, Punto límite, Días extraños y K-19 - una de las pocas mujeres que incursionan tan bien (o mejor) que los hombres en el cine de género (supuestamente) masculino- prefiere concentrarse en el accionar de los tres artificieros de la compañía Bravo mediante un sofisticado mecanismo de repetición y acumulación, una sucesión de escenas en las que deben desarmar explosivos con el reloj y los francotiradores como principales enemigos. Tanto el preciso guión de Mark Boal (un periodista experto en coberturas bélicas) como la puesta en escena que elige Bigelow (mucha cámara en mano, tomas subjetivas y una edición que prioriza la tensión) sirven para que el espectador sea testigo privilegiado de la intensidad y la crudeza de cada misión, de la carga de adrenalina que es el verdadero combustible que mueve a estos verdaderos adictos a la guerra, de los que sólo conoceremos algunos detalles a partir de un par de muy cuidadas escenas intimistas en los que afloran algunos rasgos de "humanidad", pero que evitan con elegancia caer en el didactismo y en la sensiblería. Comparada con grandes cineastas clásicos como Anthony Mann o Sam Fuller, Bigelow ofrece una narración quirúrgica (en definitiva, estos profesionales son verdaderos cirujanos) en la que para su desarrollo resultan tan importante los grandes picos de tensión como los pequeños detalles (una silueta que se esconde detrás de una ventana, el paso de unas cabras, un cigarrillo que se prende, un teléfono que se activa, una roca que se mueve, una canción de heavy-metal que se escucha, un civil iraquí que se cruza en el camino). Porque en la espectacularidad con que están construidas las escenas de acción y en el valor que adquieren cada una de las sutiles observaciones reside, precisamente, la enorme sabiduría de esta realizadora. Los tres actores principales están impecables con sus contradicciones y diferentes matices, pero es Jeremy Renner -el artificiero que luego de haber desarmado 873 bombas se sigue calzando un traje que parece de astronauta y se enfrenta solo a lo desconocido- el verdadero protagonista del relato, un personaje sin grandes luces ni atributos, pero por el que no podemos dejar de consustanciarnos y comprometernos emocionalmente ni por un segundo. En una era en que las películas se ven cada vez más en monitores de computadoras o incluso en minúsculos celulares, Vivir al límite -que desde hace meses se consigue en copias truchas- es digna de ser vista con la mejor calidad de imagen y sonido en pantalla gigante para recuperar, así, el placer genuino del gran espectáculo cinematográfico.
En busca del thriller minimalista Imaginen una mixtura entre la puesta en escena urgente de El asaltante, de Pablo Fendrik; y el minimalismo descriptivo del cine de Lisandro Alonso (La libertad y Los muertos) y tendrán una idea (sólo aproximada) de por dónde transita este tercer largometraje de Loza. Artico -rodada casi sin presupuesto, en pocos días, con un solo personaje central, con un equipo mínimo y con una cámara digital en mano- narra un día en la vida de un hombre (Pablo Seijo) al que, intuimos, le han secuestrado a su esposa en Entre Ríos y debe seguir vía celular hacia y desde las islas del Paraná siguiendo las indicaciones de los captores para poder entregar el dinero. Pero, si bien esta trama puede remitir al thriller tradicional, su apuesta es decididamente anticonvencional: construida sin recurrir a la tensión, el suspenso o al golpe de efecto, apuesta -en cambio- por los tiempos muertos y por una mirada casi documental sobre el entorno, mientras escatima u omite datos clave a la hora de que el espectador pueda sumergirse en los detalles policiales del caso. La película -precaria y rigurosa a la vez- resulta un ejercicio de estilo interesante en su propuesta aunque menor en sus alcances. Se trata -como el propio director de Extraño, Cuatro mujeres descalzas, Rosa Patria y La invención de la carne lo admitió- de un trabajo de transición, pero no por eso menos atendible. (Esta reseña se publicó durante el Festival de Mar del Plata 2008)