Una arriesgada apuesta que satisface Guy Ritchie aporta toda su conocida pirotecnia visual a esta reformulación algo pop de Sherlock Holmes. En su obsesión por reciclar clásicas historias y personajes de la literatura (y del cine), Hollywood apostó por el director inglés Guy Ritchie para que le aportara a esta nueva versión a gran escala del célebre personaje de sir Arthur Conan Doyle esa misma "pirotecnia" visual de Juegos, trampas y dos armas humeantes , Snatch: cerdos y diamantes y RocknRolla , que lo convirtió en uno de los principales referentes de la modernidad cinematográfica y de la cultura pop (esto último, claro, también ayudado por su fallido matrimonio con Madonna). Contra todos los pronósticos, esta vez los excesos manieristas, el preciosismo formal, la estilización artificiosa, los vistosos encuadres, los sofisticados movimientos de cámara para la construcción de planos-secuencia, el ritmo adrenalínico y la hiperkinesia, el humor negro, los golpes de efecto y el desaforado uso de efectos visuales generados por computadora (CGI) y de la música que suele ostentar Ritchie tienen en Sherlock Holmes más hallazgos que tropiezos. El director británico no se queda en el simple regodeo de su incuestionable talento para la puesta en escena, sino que alcanza a sostener en buena parte de las dos horas de relato la tensión, el suspenso y, por lo tanto, el interés del espectador. Además -en uno de los mayores aciertos de la película-, logra delinear con humor y empatía la relación entre Sherlock Holmes (Robert Downey Jr.) y su fiel colaborador, el doctor John Watson (Jude Law), con todos sus matices, sus contradicciones y hasta sus facetas enfermizas (las adicciones, los arranques violentos, los celos y las manipulaciones del torturado detective). En una zona gris -en cuanto a logros- queda el intento de convertir al Holmes del siglo XIX en una suerte de superhéroe propio de estos tiempos (y hasta con algo de James Bond), mientras que la batalla que emprende contra el despiadado Lord Blackwood (Mark Strong), un malvado propio de la historieta que quiere controlarlo todo, va perdiendo interés con el desarrollo de la trama. Pero si el guión transita por territorios conocidos (y lugares comunes), allí están el gran Downey Jr., Jude Law y la bella Rachel McAdams para rescatar al film y llevarlo finalmente a buen puerto.
Hace 15 años, el australiano Stephan Elliott causó sensación con Las aventuras de Priscilla, reina del desierto. Luego de un par de proyectos intrascendentes y una ausencia de casi una década regresó con una comedia (con toques dramáticos) que resulta leve, entretenida, simpática, pero al mismo tiempo efímera y menor. Larita (Jessica Biel, bellísima y correcta en su papel heroína) es una impulsiva y deslumbrante joven norteamericana de buen pasar y muy adelantada a su época (estamos en los años '20) que hasta se anima a disputarle carreras automovilísticas a los hombres. Ella llega como la nueva esposa del hijo pródigo (Ben Barnes) que regresa a la muy británica casona de su distinguida y algo decadente familia liderada por la despiadada madre (Kristin Scott Thomas, notable) y por un padre cínico y típico loser (Colin Firth). Las fricciones no tardan en llegar: la hermosa invitada no se deja intimidar por la dueña de casa y ejerce una inmediata atracción en su suegro, mientras su joven marido pendula entre el deber y el querer. Hay diálogos venenosos, contrapuntos entre la tradición british y la arrogancia estadounidense, bailes, cenas, caza, romance, humor y oscuros secretos que serán develados en el momento más inoportuno y con la peor de las consecuencias. Todo el relato -basado en una obra del cotizado Noel Coward- se mantiene en un cuidado y agradable medio tono, aunque la película extraña por momentos un poco más de esa locura y desinhibición que el director evidenció en aquella opera prima. De todas maneras, se trata de un pasatiempo bastante noble sostenido por un puñado de buenos intérpretes. No está nada mal.
Canción para tu muerte Esta película que ganó el año pasado Oscar al mejor film extranjero me resultó muy desconcertante. Disfruté varios pasajes y diversos aspectos de la propuesta, pero a los pocos minutos me encontraba odiando otros. Por momentos, me parecía una tragicomedia bien construída y mejor llevada e instantes más tarde sentía que estaba ante algo profundamente previsible y banal. Lo bueno es que -pasado un tiempo desde que la ví y me senté a escribir este texto- el recuerdo mejora y, entonces, los logros se van amplificando y las carencias empiezan a minimizarse. Creo que, aunque no es el tipo de cine que más me atrae (estamos ante un crowd-pleaser con cierto pintoresquismo, no pocos clisés y una vuelta de tuerca espiritual con un "mensaje" conciliador), Final de partida funciona. Me interesa más el cine de Kore-eda Hirokazu (After Life, la vida después de la muerte) que, digamos, por poner un ejemplo muy burdo, Muerte en un funeral y, quizás por eso, algunos momentos de Final de partida me hicieron cierto ruido en su patetismo, pero también es cierto que el director Yôjirô Takita se arriesga a trabajar el tema de la muerte combinando elementos "solemnes" de la tradición nipona con otros bastante más mundanos y "cómicos". El film tiene como antihéroe a Daigo Kobayashi, un joven violoncelista muy introvertido (reprimido) cuya orquesta (privada) acaba de ser disuelta en Tokio. Obligado a buscar un nuevo trabajo, termina casi sin proponérselo como empleado en una suerte de funeraria de pueblo en la que el patrón practica el viejo arte del Nokanshi, encargándose de preparar los cuerpos de los fallecidos antes del entierro para su partida a la nueva vida. Cuando su mujer se entera de semejante empleo y él se niega a dejarlo, lo abandona. Contaremos sólo hasta aquí. Sí, puede que Final de partida tenga algún que otro exceso sentimental (en especial cuando aborda las consecuencias de una tortuosa relación padre-hijo) y cierto look for-export (con un torpe uso de la música clásica) que tanto gusta a los votantes de la Academia de Hollywood, nos somete a ciertas imágenes simbólicas y alegóricas demasiado subrayadas sobre la creación artística vs. la muerte, pero el film fluye, genera interés por la suerte de sus personajes, tiene unos cuantos toques bien negros y retrata como pocas ciertos comportamientos, tradiciones y contradicciones de la sociedad japonesa. Creo que Final de partida es de esas películas que pueden gustar o disgustar de acuerdo con las distintas sensibilidades del espectador. Es capaz de emocionar a algunos o de irritar a otros. Yo, que por momentos estuve más cerca de los segundos, le tuve una paciencia "oriental" y finalmente terminó conquistándome. A pesar de todo.
Bienvenido regreso a las fuentes La princesa y el sapo tiene vistosos musicales, buen jazz y bellas imágenes Luego de adquirir Pixar -y de designar a John Lasseter como el máximo responsable de su división animada-, Walt Disney se dedicó a películas en 3D con un look muy moderno, una tecnología de última generación y un vértigo que sintonizara con estos tiempos. Sin embargo, La princesa y el sapo significa algo así como un regreso a la producción de los años 80 y 90 y, también, al espíritu de sus clásicos. En este sentido, Ron Clements y John Musker (responsables de La sirenita y Hércules ) vuelven aquí al registro que le habían impreso a Aladdin (basta comparar las múltiples secuencias musicales o los malvados de ambas películas), al que le agregan referencias a El libro de la selva , Cenicienta y varios otros títulos. Ambientada en la Nueva Orleans de los años 20, La princesa y el sapo combina el cuento de hadas con unas cuantas pinceladas muy a tono con la corrección política: la elección (reivindicación) de la ciudad es un homenaje a esa zona devastada por el huracán Katrina y la presencia como protagonista de una princesa afroamericana de clase baja está en línea con el período Obama. La decisión de trabajar en ese tiempo y en ese lugar le permite a la dupla Clements-Musker concebir vistosos y creativos segmentos musicales a ritmo de jazz (también hay melodías propias del blues, cajún, creole y zydeco compuestas por Randy Newman), una iconografía algo oscura ligada al vudú, coloridos desfiles propios del Mardi-Gras y segmentos que transcurren en los pantanos de Louisiana. Algunos podrán encontrar estas decisiones entre pintoresquistas y oportunistas, pero lo cierto es que el film saca un enorme provecho estético de ellas. Más allá de algunas escenas no tan inspiradas y de ciertos problemas con un doblaje que debería haber sido en un español más neutro, La princesa y el sapo es un trabajo de gran belleza que reformula con inteligencia e ironía los tradicionales cuentos de hadas para generar así una doble empatía en niños pequeños y en sus acompañantes adultos. No se trata, claro, de una película revolucionaria en el campo de la animación, pero a veces el regreso a las fuentes también puede ser bienvenido.
Mi primer beso Esta opera prima del uruguayo Fernando Veiroj -que tuvo su première mundial en la Quincena de Realizadores de Cannes 2008 y desde entonces se convirtió en una favorita del circuito de festivales- propone una simpática, lúcida y sensible mirada sobre el despertar sexual y sobre los miedos y contradicciones de la preadolescencia. Con algunos puntos en común con la comedia argentina Cara de queso, Acné describe la vida cotidiana, las experiencias íntimas y las inseguridades de Rafael Bregman, un chico judío de 13 años traumado por los granos de su cara y enamorado de una atractiva compañera de secundaria llamada Nicole. En medio del divorcio de sus padres, de la partida a Israel de su mejor amigo y de varias desventuras amorosas (pierde la virginidad gracias a una iniciativa de su hermano mayor), el querible antihéroe se obsesiona con un gran objetivo: su primer beso. La película evita los extremos (el patetismo, la demagogia o la comedia absurda) y mantiene una puesta en escena muy cuidada, que le permite entregar lúcidas observaciones sobre la vida adolescente en una Montevideo bastante atemporal con una mirada no exenta de ironía y de un humor lacónico.
Inocencia interrumpida Historias de pueblo, un triángulo amoroso, inseguridades adolescentes, contradicciones entre porteños y gente del interior y una fuerte carga melancólica. Tópicos bastantes transitados por el nuevo cine argentino, pero que son trascendidos en buena parte gracias a la esponteneidad del dúo protagónico. Esteban (Ezequiel Tronconi) regresa al pueblo chaqueño de La Tigra después de muchos años de ausencia. Vuelve a reencontrarse con su padre, un camionero que ha armado una nueva familia con esposa y otros dos hijos. Mientras empieza a conocer a sus hermanastros y espera que su papá vuelva de uno de sus habituales viajes, el muchacho se topa con Vero (Guadalupe Docampo), una amiga de la infancia que se ha convertido en una hermosa muchacha. El flechazo es inmediato, pero ella está de novia hace mucho tiempo con el hijo del carnicero del lugar y líder de una banda de rock. La película es una crónica sobre esa atracción irresistible y la imposibilidad de consumar ese deseo. Una historia sobre la inocencia, el despertar sexual, el paso del tiempo y las diferencias entre la idiosincracia urbana y la pueblerina. Federico Godfrid y Juan Sasiaín no apuestan a la novedad ni a la sorpresa. Se remiten a su pequeña historia de amor (¿imposible?) y se sobreponen a ciertos clisés gracias a la empatía, credibilidad y espontaneidad de la pareja central y del sólido aporte de los personajes secundarios (como la tía de Esteban que canta en checo). Entre tereré y tereré, y con los bellos paisajes veraniegos del lugar como bucólico fondo, terminan construyendo una película pequeña y entrañable. (Esta crítica se publicó durante el Festival de Mar del Plata de 2008).
Dulce y melancólico Para su tercer largometraje -luego de Nadar solo y Como un avión estrellado- Ezequiel Acuña regresó a su propia historia artística para ahondar en el pasado -y en el presente, claro- de los personajes de su corto Rocío (1999) interpretados por los mismos actores (Alberto Rojas Apel, su habitual coguionista, y Matías Castelli). No se trata de una fórmula novedosa (sin ir más lejos, hasta Raúl Perrone hizo algo similar), pero en el universo de nostalgia precoz de Acuña funciona muy bien el reencuentro -una década después- entre dos ex compañeros de escuela: uno de ellos, Marcos, intenta retener su puesto en una fábrica de golosinas; mientras que el otro, Martín, es un exitoso guionista televisivo. La posibilidad de trabajar juntos en una puesta teatral es la excusa para que ambos recuerden el pasado (que incluye la muerte de un amigo cercano) e intenten sostener una nueva relación. Rodada en 16mm, en un blanco y negro granulado, Excursiones tiene todos los elementos de los seres que habitan el universo Acuña (el paso de la adolescencia a la adultez, la aceptación de los compromisos, la sensibilidad, la inseguridad, la torpeza, la inocencia, la melancolía y mucha buena música), pero le agrega mayores (y mejores) dosis de humor y una significativa evolución en la marcación actoral. La película no logra sostener la intensidad y el interés a lo largo de todo el proceso de ensayo y la presencia de terceros personajes (como los de Martín Piroyansky y Santiago Pedrero), que se entrometen en la relación entre los dos protagonistas, hacen más forzada y obvia la explosión de celos de Marcos. De todas maneras, Acuña -siempre coherente con sus búsquedas temáticas, narrativas y estéticas- termina concibiendo un más que interesante tercer film. (Esta crítica fue publicada durante el BAFICI 2009)
El regreso de los muertos vivos Convertido en uno de los "expertos" en reciclar el cine de terror de los años '70 (tanto hollywoodense como italiano), Rob Zombie concretó una remake de la secuela de Halloween que a su vez es secuela de su propia remake (¿se entendió? La cosa es así: John Carpenter rodó la película original en 1978 y coescribió su primera continuación en 1981. Zombie revivó la saga de cero en 2007 y dos años más tarde hizo esta nueva versión de la segunda entrega que retoma en su media hora inicial algunos aspectos de aquel film para luego darse muchas libertades y desatar eluniverso (desquiciado) de sus películas. Por supuesto, Michael Myers, el gigantón de más dos metros, no está muerto como todos creen sino listo para otro raid sangriento en una región rural con mucho de patetismo pueblerino misógino. Vuelven también la atribulada rubia Laurie (Scout Taylor-Compton), que está convencida de haber matado al asesino serial e intenta recuperarse de sus traumas con un tratamiento psicológico, y el psiquiatra que ha seguido el caso hoy convertido en un escritor best seller (un desbordado Malcolm McDowell). Y hasta tenemos una veta onírica con el protagonista volviendo de forma recurrente a un sueño infantil ligado a su madre (Sheri Moon Zombie) y a un caballo blanco. Sí, hay mucha sangre y vísceras. Sí, hay toques varios de humor negro. Sí, hay referencias a la cultura setentista. Sí, hay guiños cinéfilos para los cultores del terror. No, no hay nada demasiado novedoso en este discreto nuevo film del creador de 1000 cuerpos y Violencia diabólica.
Una belleza con el sello de los Dardenne. Rosetta ganó hace diez años la Palma de Oro y el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes. Diversos conflictos legales, tanto internos como externos, hicieron que esta pequeña gran película de los hermanos Dardenne -ganadora hace una década de la Palma de Oro y del premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes- nunca se estrenara comercialmente en nuestro país (sí se pudo ver en algún ciclo). Gracias a los esfuerzos del sello Zeta Films, que ya lanzó aquí El hijo y La promesa con gran aceptación (al igual que El niño y El silencio de Lorna , presentadas por otro sello local), este largometraje que consagró de forma definitiva a los cineastas belgas se verá finalmente en los cines argentinos y en copias en fílmico. Vista hoy, la película mantiene el interés, el rigor, la tensión, la potencia, la falta de concesiones y la mirada implacable sobre la "otra" Europa, aunque es cierto que pierde parte de su impacto si se han visto los siguientes trabajos de los Dardenne, en los que mantuvieron una línea estética y narrativa muy similar a la de Rosetta . Rosetta (Emilie Dequenne) es también el nombre de la heroína del relato, una chica algo gordita y no demasiado agraciada que vive en una casa rodante con su madre alcohólica (con la que mantiene una violenta relación de amor-odio) e intenta, sin demasiada suerte, conseguir un trabajo que la dignifique y le permita salir de su ahogo económico y existencial. La aparición de Riquet, un joven que trabaja para su mismo empleador en la venta callejera de waffles, parece ser la ayuda y quizá la contención emocional que ella necesita, pero su bronca, su angustia, su impotencia y su desesperación pueden más y, así, ella termina boicoteando la relación. Como en todo el cine de los Dardenne, con pocos diálogos (es mucho más importante para ellos el lenguaje físico) y a partir de una historia íntima, Rosetta ofrece una pintura desoladora sobre la precariedad social y una ley de la selva en la que terminan luchando pobres contra pobres. La puesta en escena apunta -también como es habitual en ellos- a la utilización de la cámara en mano, siempre pegada a unos actores que resultan aliados indispensables de los directores para transmitir en toda su dimensión la contracara y las contradicciones de la Europa opulenta.
El discreto encanto de la burguesía Esta nueva película de la guionista y directora de Besos para todos, Jet Lag y Lo mejor de nuestras vidas -que fue vista por casi dos millones de espectadores en los cines franceses- aborda uno de los tópicos predilectos de la comedia francesa: las reuniones sociales. En este caso, una cena entre una decena de personajes que no tienen demasiadas ganas de concurrir, pero que terminan haciéndolo. Un verdadero seleccionado del cine francés -algunos de ellos, en registros y tonos poco habituales en sus carreras- participó en el film: los anfitriones son una abogada y amante del flamenco (Karin Viard) y su marido (Dany Boon), a los que se irán sumando -con o sin invitación- su padre (Pierre Arditi), su hermana menor Juliette (Marina Hands) con un amigo (Patrick Chesnais) su instructora de danza (Blanca Li), una ginecóloga (Marina Foïs) y su esposo (Patrick Bruel) y un abogado (Christopher Thompson) con su neurótica mujer (Emmanuelle Seigner). La coralidad del relato impide la profundidad psicológica y la empatía con ciertos personajes, pero le otorga al film una bienvenida ligereza que apunta más al retrato generacional de los franceses de cuarenta y pico, con su cinismo y su hipocresía a cuestas, con sus contradicciones (burguesas), con sus miedos (a la enfermedad, a la muerte) y con sus sueños (de nuevos amores, por ejemplo).