Todo lo que Catorce no puede hacer por falta de presupuesto lo compensa con creces a partir de una sensibilidad, un talento (narrativo e interpretativo) y una intensidad emocional que va creciendo a medida que avanzan sus 94 minutos. Ads by El quinto largometraje de ese realizador ultraindependiente que es Dan Sallitt tiene como protagonistas casi exclusivas a Mara (Tallie Medel), una aspirante a escritora que prepara su tesis doctoral mientras se gana la vida como maestra jardinera, y Jo (Norma Kuhling), una atractiva y conflictuada asistenta social. Mara y Jo son dos veinteañeras de Brooklyn decididamente opuestas entre sí, pero que mantienen una amistad desde las épocas del secundario. La primera es morocha, bajita, responsable, contenida, cerebral; la segunda, alta, rubia, seductora, errática y proclive a las adicciones.
Artemio Benki nació en París, desde 1992 está radicado en Praga, pero a fines de 2014 conoció en el hospital Borda a Martín Perino y supo que ese joven debía ser el protagonista de su primer largometraje. Perino comenzó a estudiar piano a los cuatro, a los diez ya dio su primer concierto y se perfeccionó con grandes maestros, ganó varias becas y hasta tocó en el Teatro Colón. Sin embargo, en medio de la creciente (auto)exigencia por sobresalir y alcanzar la perfección, fue diagnosticado con esquizofrenia e internado durante casi cuatro años en ese neuropsiquiátrico. A los 35 años, Perino sale del Borda y la cámara atenta pero jamás intrusiva de Benki lo acompaña en su difícil tarea de volver al mundo real. Tras aquel trance marcado por la disociación de la realidad y lo fragmentario, el protagonista intenta -más allá de las dificultades y los miedos- alcanzar una vida lo más normal posible: logra recuperar la casa familiar y lucha por cubrir "la necesidad fisiológica" (así la llama) de tocar el piano. Sin testimonios a cámara, con sonido directo, un enorme respeto y una indudable capacidad de observación, Benki va exponiendo la deriva y la fragilidad de Perino, pero también la progresiva reconexión y el proceso creativo de EnferMaría, una obra ligada a su experiencia curativa concebida en asociación con una bailarina y coreógrafa llamada Sol. Solo resulta un retrato bello y cristalino sobre la superación y las segundas oportunidades.
Películas de ficción con simpáticos perros adiestrados (o animados por computadora) hay decenas, pero un documental protagonizado por dos perros de la calle es, sin dudas, una auténtica rareza. Y, en las manos expertas de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, dos de los más sensibles directores chilenos, el resultado no solo sorprende sino que fascina. Fútbol y Chola (los nombres los sabremos gracias a los créditos finales) deambulan en las inmediaciones del skatepark de Los Reyes, en pleno Santiago. Allí, mientras decenas de adolescentes hacen malabarismos y acrobacias sobre sus patinetas (apenas los vemos, pero sí los escuchamos compartiendo anécdotas y vivencias fuera de campo), los auténticos reyes de esta película juegan con pequeñas y grandes pelotas (Chola tiene un talento proverbial con el balón). Quien crea que se trata solo de ubicar y prender la cámara y simplemente tener paciencia para observar hasta que algo gracioso o sorprendente suceda estaría apreciando solo una parte del dispositivo y una mínima porción del talento de la dupla Perut-Osnovikoff. Los realizadores de Un hombre aparte, La muerte de Pinochet y Surire logran muchos planos prodigiosos, construyen un relato lleno de ternura y belleza, así como una descripción infrecuente y poco convencional sobre un espacio y un tiempo que los directores convierten en una experiencia subyugante, placentera y decididamente única.
Cinco desconocidos despiertan en un gigantesco y sórdido edificio. Pablo (Diego Cremonesi), Lucía (Irene Goldszer), Charly (Gastón Cocchiarale), Yukio (Jorge Takashima) y Gutiérrez (Alexia Moyano) no se conocen entre sí y tampoco saben por qué han sido encerrados allí, pero -ante la amenaza de unos violentos guardias que dominan el lugar- deciden unir fuerzas. Un personaje morirá pronto, otro se les sumará a la lucha, pero el objetivo común será liberar a La Lancera (Denisse Van der Ploeg), líder de la resistencia contra unos cyborgs (a los que llaman "Bowies") que han convertido a la Tierra en un ámbito apocalíptico. Entre el absurdo de la serie ochentista V Invasión extraterrestre y el existencialismo de Invasión, el clásico de 1969 dirigido por Hugo Santiago, la nueva película de Martín Basterretche (Punto ciego, Consejos para seguir bailando) apuesta a una ciencia ficción construida desde la dirección de arte con más ingenio que recursos. Los efectos visuales son muy precarios (en ese sentido, el realizador hace explícito el artificio), pero el principal problema es la torpeza de varias de sus situaciones (desde los flashbacks en los que se explican aspectos del pasado hasta las escenas de acción y unos cuantos diálogos que se sienten demasiado forzados). En ese sentido, el film extraña una mirada más satírica y desprejuiciada: la solemnidad no se lleva demasiado bien con el espíritu del cine fantástico clase B y del cómic al que apela (y homenajea) el director.
Tras su estreno en el Festival de Annecy (Francia), considerado el encuentro más importante del mundo en el ámbito del cine de animación, llega a la televisión y al streaming esta coproducción mayoritariamente chilena, pero con aportes argentinos en varios rubros. Se trata de una comedia negrísima con claro espíritu satírico y una permanente apuesta por la provocación. En esta distopía (género muy a tono con estos tiempos) reina el caos y las diferencias de clase son más extremas que nunca. Por un lado, las corporaciones; por el otro, un grupo de mendigos (los homeless del título) que viven en un baldío y se dedican al reciclaje de basura. De pronto, se produce lo inesperado: desaparecen todas las reservas monetarias del mundo (ese dinero electrónico queda guardado en un pendrive que va pasando de mano en mano). Si la premisa parece ridícula es porque a los tres directores no les interesa el verosímil sino apostar al humor absurdo y a una mirada desencantada del mundo con nerds dedicados al ciberterrorismo, ejércitos con algo de los Stormtroopers de Star Wars , niños ricos que tienen tristeza, líderes mundiales atribulados (en algún momento hasta aparece Donald Trump) y multimillonarios siempre dominados por la codicia. Entre elementos que remiten al libro El príncipe y el mendigo , de Mark Twain, y aspectos visuales con algunos puntos de contacto con las historietas de Robert Crumb, Homeless resulta una sátira sin freno (por momentos algo obvia y hasta un poco irritante), pero con múltiples hallazgos visuales y apuestas por el riesgo.
La problemática de la violencia de género está desde hace tiempo en el centro de la agenda pública, pero todavía las políticas oficiales en el área son limitadas en su alcance en parte del país. Línea 137 pone el foco en varias de esas experiencias de intervención y contención de las víctimas en la ciudad de Buenos Aires y distintas zonas de Chaco y Misiones. Ads by La atenta cámara de Lucía Vassallo sigue el día a día (y noche a noche) de las brigadas de psicólogas y asistentas sociales (en su mayoría mujeres) que se ocupan de recibir las denuncias y pedidos de ayuda en la línea gratuita a la que alude el título y luego, en colaboración con la policía y la Justicia, tratan de impedir los excesos y abusos de la violencia machista. Con sensibilidad -y además para no exponer a las denunciantes- las voces de las mujeres se escuchan distorsionadas y sus rostros están casi siempre en el fuera de campo. El efecto, de todas formas, es sobrecogedor, sobre todo por la crudeza de los casos. En ese sentido, no se entiende bien por qué la directora decidió usar en muchos (demasiados) pasajes efectos de sonido truculentos con la idea de potenciar de forma artificial una intensidad emocional que las imágenes ya habían conseguido. Más allá de esa y algunas otras decisiones artísticas que puedan discutirse, Línea 137 no deja de ser un registro valioso y contundente en su incuestionable capacidad para visibilizar uno de los principales males sociales.
Cyberthriller esquemático y vertiginoso R oboCop, Soldado Universal, Misión: Imposible, El vengador del futuro... La enumeración de películas a las que Bloodshot les debe sus ideas sería interminable. Más allá de estar basada en la historieta publicada por Valiant Comics, a nivel de elementos dramáticos, estilo narrativo y recursos visuales de alto impacto no excede demasiado el ejercicio de imitación, acumulación y reciclaje. Tráiler "Bloodshot" - Fuente: Sony Pictures Entertainment02:53 Ray Garrison (Vin Diesel) es un marine que, tras sobrevivir a pura acción en una misión suicida en África, se reencuentra con su bella novia en la Costa Amalfitana. Ambos son secuestrados y, sí, asesinados (todo esto ocurre antes de los títulos de apertura). Como nadie reclama el cadáver, el ejército se lo cede a una corporación liderada por un multimillonario científico, Emil Harting (Guy Pearce), que logra convertirlo en una suerte de robot implacable implantado en un cuerpo humano. El problema es que el resucitado sigue sintiendo y recordando los traumas de su vida previa y hará todo lo posible para concretar su venganza. Bloodshot resulta un cyberthriller esquemático, más allá de su incesante despliegue de efectos visuales. Hay una obsesión por sostener un vértigo construido a fuerza de constantes cortes de montaje y música machacante, pero entre la obviedad del guion y la inexpresividad de los intérpretes (empezando por el propio Diesel) nunca supera el vuelo rasante de un típico film de acción con muchos golpes, tiros y testosterona, pero poco sentido del humor, ingenio y creatividad.
Atendible film noir entrerriano De elogiada trayectoria en el ámbito del documental con films como Orquesta roja y Vuelo nocturno , Nicolás Herzog debuta en el largometraje de ficción con un thriller que apuesta no solo a una construcción dominada por el suspenso sino que combina también elementos propios del western, del policial negro, del melodrama romántico y hasta de las historias de fantasmas. Tras haber cumplido ocho años de prisión por la muerte de su padre, un excomisario, Román Maidana (Lautaro Delgado Tymruk), él también expolicía, recibe el permiso para una salida transitoria. Regresa entonces a la decadente casa familiar en una localidad entrerriana, se reencuentra con familiares (como el Barani de Claudio Rissi) y empieza a sentirse cada vez más acosado por los recuerdos de un viejo amor (la Angélica de Rita Pauls). Durante esa vuelta al pago (típico pueblo chico-infierno grande) irá descubriendo una red dedicada al narcotráfico, la prostitución y la trata de mujeres. Entre el film noir y la denuncia social, La sombra del gallo cumple parcialmente con sus objetivos. La permanente mixtura de géneros y la descripción psicológica del atribulado y torturado protagonista no siempre genera el interés, la tensión ni los climas buscados, pero a nivel actoral, visual (valioso trabajo del director de fotografía Fernando Lorenzale) y musical (notable aporte de Matías Sorokin) no deja de ser una película atendible.
El thriller judicial inspirado en hechos reales goza de buena salud y prueba de ellos es este film basado en el caso de unos granjeros afectados por derrames tóxicos de una planta de la multinacional Dupont. Con algo del espíritu de Erin Brockovich, una mujer audaz, esta película muestra al director de Velvet Goldmine, Lejos del Paraíso, I'm Not There y Carol alejado de sus búsquedas autorales, pero como un eficaz y contundente narrador dentro de este género. Hace pocos días se estrenó en la Argentina Buscando justicia (Just Mercy); ahora es el turno de El precio de la verdad (Dark Waters), otra reconstrucción de un caso legal que tuvo importantes resonancias. Es que el thriller judicial basado en historias reales es un subgénero siempre seductor para los estudios, los directores y las estrellas de Hollywood. En la línea de Erin Brockovich, una mujer audaz, de Steven Soderbergh, El precio de la verdad –cuyo guion está basado en una nota publicada en 2016 por New York Times Magazine titulada The Lawyer Who Became Dupont’s Worst Nightmare– tiene como eje la problemática ecológica y se sustenta en el siempre atractivo enfrentamiento entre ciudadanos comunes y poderosas corporaciones. En esta oportunidad, las víctimas son unos simples granjeros del pueblo de Parkesburg, en West Virginia, que sufren la contaminación de las aguas por los desechos tóxicos de una fábrica de productos con teflón perteneciente a la multinacional Dupont. El resultado es tan trágico como previsible: desde la masiva muerte de animales hasta el cáncer. Lejos de su veta más autoral (aunque con alguna lejana conexión en su exposición de la paranoia con Safe), Todd Haynes se muestra aquí como un sólido narrador. Algunos podrán argumentar que es como tener a Messi en el equipo y ponerlo a jugar de defensor, pero lo cierto es que el realizador de Lejos del Paraíso y Carol se muestra seguro y convincente a la hora de exponer el largo y complejo entramado (la historia tiene su germen en la década de 1950 y se desarrolla luego a lo largo de varias décadas) con antihéroes en un principio incomprendidos, grandes estudios de abogados, abusos de las corporaciones y avatares del poder judicial. Es Mark Ruffalo quien se carga la película al hombre con el personaje de Robert Bilott, un abogado que en 1998 acaba de incorporarse como socio a Taft Stettinius & Hollister, una de las firmas más prestigiosas del mundillo legal de Cincinnati, y -en vez de tomar casos rentables para clientes poderosos- se obsesiona cada vez más con el de los residuos tóxicos de la planta de Dupont, al punto de empezar a descuidar el resto de su prometedora carrera y hasta su vida familiar. Con un protagonista tan omnipresente, no alcanzan a lucirse del todo como podrían (y deberían) los personajes secundarios de Anne Hathaway (la esposa) y Tim Robbins (el jefe de Robert). En cambio, sí es conmovedor el de Wilbur Tennant (un irreconocible y notable Bill Camp) como el testarudo y tosco granjero que inicia la movida contra Dupont. Las teclas emotivas que toca El precio de la verdad son las imaginables en tiempos de corrección política: seres anónimos, hombres comunes a-lo-David demostrando que se puede enfrentar a los Goliath de turno que tantas veces son amparados por un sistema injusto y en muchos casos corrupto. El tema aquí, por lo tanto, no es el qué (podrán imaginar o googlear el desenlace si es que aún no vieron el documental The Devil We Know) sino el cómo. Y, en ese sentido, Haynes y Ruffalo (más el siempre brillante aporte visual del fotógrafo Ed Lachman) nos acompañan durante el intrincado camino de este docudrama -lleno de obstáculos y sinsabores- con la promesa de llegar a un destino un poco más feliz. Será justicia.
La cámara fija apunta siempre hacia las chicas y las filma en un expresivo blanco y negro. Las médicas y asistentas sociales les preguntan desde el fuera de campo. Ellas cuentan sus desgarradoras experiencias íntimas. Una, con apenas veinte años, ya va por el cuarto embarazo; otra es víctima de la violencia de género. Muchas sufren de desinformación, descontención familiar, falta de recursos. Andrea Testa (realizadora de Pibe chorro y codirectora de La larga noche de Francisco Sanctis ) se instaló durante tres meses en hospitales públicos de La Matanza y Tres de Febrero para indagar en el drama del embarazo adolescente. Y lo hace con sensibilidad (respetando las distintas posturas de cada una de las participantes) y rigor, sin forzar ni manipular las cosas para exponer en toda su crudeza, dimensión y alcances emocionales, las injustas situaciones que atraviesan muchas de ellas y la crisis general del sistema de salud (por ejemplo, la imposibilidad de conseguir un quirófano para practicar una ligadura de trompas). Con una extraña belleza y lirismo pese a la crudeza de las situaciones que expone, incómoda, dolorosa (en algunos testimonios en primera persona aparecen desde el consumo de drogas hasta el aborto clandestino), Niña mamá surge como un valioso aporte para la discusión (hoy tan extendida en la sociedad argentina) sobre qué hacer a nivel de educación y salud con las adolescentes que desean (o no) ser madres. El debate, por supuesto, sigue abierto.