Con Dos policías rebeldes (1995) y la secuela Bad Boys II: Vuelven más rebeldes (2003), el director Michael Bay y el productor Jerry Bruckheimer construyeron una combinación entre el thriller y la comedia que catapultó a la dupla protagónica de Will Smith y Martin Lawrence a la cima de la buddy movie, ese subgénero de compinches decididamente opuestos entre sí, pero unidos por la camaradería y la lealtad. Han transcurrido 25 años (para los actores, los personajes y el público) y la saga se hace cargo del paso del tiempo con todo tipo de chistes “geriátricos” sobre Viagra, canas y otras cuestiones ligadas a, por ejemplo, la menguante velocidad física. El agente Marcus Burnett (Lawrence) sigue casado y no solo con hijos sino ya con... ¡un nieto!, mientras su colega Mike Lowrey (Smith) conserva la sonrisa ganadora y la postura de seductor a bordo de un reluciente Porsche. Mientras el primero está cerca del retiro, el segundo sigue actuando como si fuese un eterno adolescente. Lo que no cambia nunca es la amistad a prueba de balas entre ambos. Pero desde la Ciudad de México surgirán los antagonistas de turno (una traficante experta en brujería que se escapa de prisión interpretada por Kate del Castillo y su hijo de armas tomar encarnado por Jacob Scipio). Pronto ambos recuperarán el control del submundo de Miami e iniciarán una sangrienta venganza contra jueces, fiscales y policías, incluido el propio Mike, quien se salva de milagro de una balacera. Los directores marroquíes radicados en Bélgica Adil El Arbi y Bilall Fallah (firman simplemente como Adil y Bilall) le dan al film una bienvenida espectacularidad (las vertiginosas set-pieces tienen bastante del espíritu de la franquicia de Rápidos y furiosos) y el resto pasa por aprovechar la simpatía de los cincuentones Lawrence y Smith, quien sabe cómo desplegar en cada plano su particular histrionismo y su carisma de estrella.
Quienes disfrutamos de Crónica de una desaparición, Intervención divina y El tiempo que queda sabemos de lo que es capaz Elia Suleiman, el Buster Keaton, el Jacques Tati, el Charles Chaplin palestino a la hora del humor, pero también de su acidez como despiadado retratista de la realidad sociopolítica en Medio Oriente sin por eso caer en el lugar común de la denuncia horrorizada a pura bajada de línea. Para Suleiman bastan (sobran) las ideas para dar una mirada pesimista (sin perder el humanismo) sobre la violencia, la incomprensión, las contradicciones, los contrasentidos y las paradojas en su tierra y en otros lugares del planeta (De repente, el paraíso transcurre no solo en Nazareth sino también en París y en Nueva York). Suleiman está casi siempre en pantalla, pero prácticamente no habla (solo le dice “Soy palestino” a un taxista neoyorquino). Se limita a observar (atribulado, sorprendido) las situaciones que ocurren a su alrededor y que él -en su faceta de guionista y director- trabaja con ese humor absurdo y asordinado. Es decir, es tremendamente político y contestatario sin que en la película haya diálogos, ni voz en off, ni citas. Lo más cercano a un lugar común es que cuando empiezan los créditos de cierre de De repente, el paraíso aparece una dedicatoria a Palestina y a sus padres. Aunque no hay ninguna información concreta, parece que Suleiman ha perdido precisamente a sus padres. Lo intuimos porque dona a un servicio de ayuda múltiples pertenencias, incluidas una silla de ruedas y un andador, y hace una visita a un cementerio. Hasta allí lo más personal de un film en el que lo veremos lidiar con los patéticos y encantadores vecinos, tomar algo en distintos bares y cafés, observar la violencia callejera, la represión policial, el accionar de la burocracia, el excesivo control sobre el ciudadano. Los aviones, los monopatines, los pájaros, las calles muchas veces vacías, el fuera de campo, las simetrías en los planos, las hermosas canciones (I Put a Spell on You, por Nina Simone; Darkness, de Leonard Cohen): todas obsesiones y encantos de un cineasta único y por momentos (casi siempre) genial que construye viñetas únicas. Heredero del cine mudo, hermano artístico de otro satirista como el sueco Roy Andersson, Suleiman dice mucho con poco, hace de la austeridad un culto y de la inteligencia un arma poderosa. También se atreve contra el mundillo del cine (sobre todo de las coproducciones) y cuenta, en ese sentido, con dos aliados de lujo como el productor Vincent Maraval, que le suelta un discurso en el que dice que su compañía “simpatiza con la causa palestina”, pero sus películas no son “lo suficientemente palestinas”. En otro pasaje, se encuentra con el mexicano Gael García Bernal, quien le cuenta un vergonzoso proyecto que le han propuesto sobre la llegada a América en la que Cortés y los demás conquistadores hablan en inglés. Una escena hilarante... y ponzoñosa. Larga vida, entonces, a Suleiman y un brindis para que pueda filmar mucho más seguido.
En tiempos del resurgimiento de los grupos de extrema derecha en múltiples partes del mundo y en momentos en que Chile empieza a cuestionar de forma masiva, directa y contundente la herencia de la dictadura pinochetista, Araña se convierte en una película valiosa no solo desde algunos aspectos artísticos sino sobre todo desde lo político, ya que en su pendular entre el presente de la clase alta que ostenta el poder económico (y no solo económico) y el pasado con la historia de los grupos nacionalistas que ayudaron a derrocar al gobierno de Salvador Allende termina poniendo el dedo en la llaga, en esas heridas aún abiertas que la sociedad trasandina no ha querido, sabido o podido sanar por completo. En los constantes flashbacks setentistas de esta mixtura entre el drama romántico y el thriller político hay un triángulo amoroso (no demasiado sutil y con algo del espíritu y los climas de Tango feroz al que dan vida la española María Valverde, Pedro Fontaine y Gabriel Urzúa) entre integrantes de Patria y Libertad, grupo que cometió múltiples actos de violencia con el objetivo de desestabilizar y finalmente arrasar con la experiencia socialista de la Unidad Popular. Bastante más interesante es la trama que transcurre en la actualidad con las historias de Inés (Mercedes Morán sacando el máximo provecho del personaje más rico y con más facetas de todo el relato) y de Gerardo (Marcelo Alonso), quienes han llegado a la madurez con muy distintas realidades, pero en ambos casos con los fantasmas de ese pasado ominoso aún acechándolos y torturándolos. Menos lograda (porque es más subrayada) que Machuca, Araña (cuyo nombre está ligado al símbolo del grupo nacionalista Patria y Libertad) resulta de todas formas una película audaz, inquietante, incómoda y con personajes con los que es casi imposible empatizar. Wood propone escarbar en las zonas más oscuras y aterradoras de la historia chilena y lo hace sin concesiones, sin resquicios ni complacencias emocionales para obligarnos a sumergirnos en ese submundo de violencia, maldad, perversión y manipulación que -lamentablemente- sigue teniendo su correlato en la actualidad.
Los videojuegos son una tentación para Hollywood y -viendo los pobres resultados de la mayoría de las películas inspiradas en personajes surgidos de ellos- también una suerte de maldición. De este film basado enSonic the Hedgehog, el creado por Sega a principios de los años 90, podía esperarse lo peor, teniendo en cuenta la compleja y en varios sentidos caótica producción que obligó a múltiples rediseños, montajes y hasta cambios de último momento. Sin embargo, con su propuesta básica para toda la familia sustentada sobre todo en el humor físico y en una estética y un vértigo propios de los Looney Tunes de Chuck Jones, termina siendo un entretenimiento bastante digno. La interacción entre personajes de carne y hueso (el protagonista es un policía de pueblo interpretado por James Marsden; el antagonista es el desatado Dr. Ivo Robotnik que Jim Carrey encarna con otro de sus habituales unipersonales a pura sobreactuación) y otro generado por computadora (el solitario erizo azul, cuya velocidad deja al Correcaminos como una simple tortuga) está bien construida y funciona mejor que, por ejemplo, en los filmslive-action de Los pitufos o la reciente Dolittle. Todo en Sonic está desarrollado con un trazo grueso que para colmo a veces se sigue subrayando más y más, pero esta propuesta resulta bastante eficaz (sobre todo en algunos buenos pasajes de comedia) en los términos en que está planteada.
Tras el desastre artístico de Escuadrón suicida (2016), este spin-off resulta un salto de calidad dentro del universo DC Comics. No es que estemos ante una película demasiado sorprendente, pero la guionista Christina Hodson ( Bumblebee) y la directora Cathy Yan ( Dead Pigs) saben cómo explotar el concepto de unas chicas superpoderosas lideradas por Harley Quinn (Margot Robbie, en plan lúdico y seductor) contra antagonistas crueles y malvados, quienes desde los bajos fondos dominan a sangre y fuego Ciudad Gótica. Ya separada de su novio, que no es otro que el Guasón, Harley Quinn terminará abrazando el lado bueno de la ley acompañada por las Aves de Presa para salvar a la joven Cassandra Cain (Ella Jay Brasco). Este festival de imágenes hiperviolentas con Harley dándoles en cada lucha cuerpo a cuerpo su merecido a los hombres deviene un típico relato de venganza que resulta una mezcla entre John Wick con algo de Kill Bill, el humor irónico (rompiendo incluso la cuarta pared) de Deadpool, el look y la estilización de Sucker Punch, de Zack Snyder, y un ritmo digno de los Looney Tunes. Es muy valioso el aporte del director de fotografía Matthew Libatique ( Nace una estrella) para una película en la que muchas veces lo visual se termina imponiendo sobre la profundidad psicológica en una narración vertiginosa y estridente que los amantes del comic sabrán disfrutar. El resto, mejor abstenerse.
Ocho (Juan Barberini), un argentino que vive en Nueva York (el guionista y director Lucio Castro, egresado del CIC, también está radicado en la Gran Manzana), y Javi (Ramon Pujol), un español afincado en Berlín, se conocen en Barcelona y tienen un apasionado romance durante una intensa jornada. Hasta aquí Fin de siglo no es más (ni menos) que una historia de amor gay con una ciudad bella, friendly y cosmopolita de fondo e inevitables ecos de Antes del amanecer, de Richard Linklater (esta última en versión heterosexual, claro). Sin embargo, la ópera prima de Castro va más allá y se arriesga con una estructura dominada por saltos temporales (al principio cuesta un poco desentrañarlos) con distintas épocas, facetas y situaciones de estos dos personajes que le confieren al film un tono entre épico y fantástico. Con mucha libertad (tanto narrativa como en la descripción íntima de sus protagonistas), Castro trasciende lo que ya era un atrapante retrato sobre cuestiones como la sexualidad, la estabilidad y la pérdida de deseo en la pareja y la paternidad entre los gays para convertirse en una exploración que abarca dos décadas, dos universos personales que se cruzan y dos personajes con sus dilemas, contradicciones, traumas y encantos. Una grata y bienvenida sorpresa.
Judy Garland tuvo una existencia intensa, tortuosa y breve. De niña prodigio en la actuación a cantante popular, esta mujer, madre y multifacética artista tuvo demasiados maridos, demasiadas adicciones, demasiadas noches de insomnio, demasiadas deudas, demasiadas angustias que derivaron inevitablemente en una acumulación de escándalos que sobrellevó como pudo en sus 47 años de vida. Es el tipo de personaje ideal para una biopic y, sobre todo, para una actuación como la de Renée Zellweger, quien allá por las décadas de 1990 y 2000 fuera una estrella de la comedia romántica (recuérdense Jerry Maguire - Seducción y desafío en 1996 o El diario de Bridget Jones en 2001) y, luego de varios años de secuelas innecesarias y papeles intrascendentes, vuelve con un papel que pide a gritos (y casi seguro conseguirá) el Oscar. Zellweger es el centro, el corazón y lo mejor de una biopic tan cuidada y eficaz como convencional y superficial dirigida por el inglés Rupert Goold (True Story). Un cuentito bien contado, pero que está lejos de ubicarse entre los mejores exponentes de este subgénero tan de moda como el de las biografías trágicas de artistas torturados. Ella ofrece una de esas performances en ciertos pasajes algo ampulosas, bigger than life (no son de las de que particularmente más me gustan) que ganan premios. Zellweger canta muy bien en vivo, deja todo en cada plano, logra mimetizarse con la gestualidad de Garland y, en definitiva, no desaprovecha la posibilidad este regreso con gloria. El guion de Tom Edge, basado en la obra de teatro End of the Rainbow, de Peter Quilter, va alternando entre el último año de la diva (murió en 1969) y sus inicios en la industria del cine (interpretada por Darci Shaw) bajo la supervisión (y presión o incluso manipulación) del productor Louis B. Mayer (Richard Cordery). La película muestra sus penurias económicas, su imposibilidad de cumplir con su rol de madre (además de la por entonces ya adulta Liza Minnelli tenía otros dos hijos pequeños) que la llevó a perder la custodia y al mismo tiempo poder reciclar y encarrilar una carrera musical en medio de una vida llena de turbulencias y contratiempos. Los traumas acumulados desde pequeña están (sobre)explicados, sus relaciones muchas veces tirantes y en algunos casos enfermizas con los hombres son descriptos de manera bastante obvia y esa falta de sutilezas y matices corroe el resultado final. De todas maneras, la intensidad que aporta Zellweger como la actriz de El mago de Oz y Nace una estrella y la minuciosa reconstrucción de esa Londres de los años '60 terminan por conformar un film atendible y en varios pasajes disfrutables.
¿Qué tienen en común La soga, del inglés Alfred Hitchcock; El arca rusa, del ruso Alexander Sokurov; Victoria, del alemán Sebastian Schipper, y Birdman, del mexicano Alejandro González Iñárritu, con 1917? Todas están construidas en un único plano secuencia, sin cortes evidentes (aunque queda claro que hay "empalmes" en momentos en que la cámara ingresa a zonas oscuras o a través de efectos digitales concebidos en la posproducción). Más allá del indudable virtuosismo artístico (untour de force para el camarógrafo y sus colaboradores, para el director de fotografía y, claro, para los actores), la idea es trascender el mero prodigio técnico (que es real y merece el aplauso) para transmitir al espectador la sensación más pura, directa, creíble, inmersiva (y menos manipulatoria posible) de la experiencia cinematográfica. Este dispositivo encuentra justificación y sentido en la propuesta que el coguionista y director británico Sam Mendes (el mismo deBelleza americana, Camino a la perdición, Soldado anónimo, Solo un sueño y un par de entregas de la saga de James Bond comoOperación Skyfall y Spectre) hace en 1917: exponer en toda su dimensión y crudeza las traumáticas vivencias en el frente de batalla. La trama es muy sencilla (dos jóvenes cabos ingleses deben cruzar líneas enemigas para evitar que un batallón que ha quedado incomunicado realice un ataque en medio de una trampa preparada por los alemanes que podría desembocar en la masacre de 1600 soldados), pero esta verdadera odisea tendrá más de un obstáculo (explosivos escondidos, bombas, disparos enemigos, duelos cuerpo a cuerpo) y varias vueltas de tuerca que es mejor no adelantar. Si bien hay intérpretes consagrados en papeles secundarios (desde Mark Strong hasta Richard Madden, pasando por Colin Firth y Benedict Cumberbatch), son Dean-Charles Chapman y George MacKay quienes cargan con absoluta convicción el peso dramático de la historia como estos dos soldados comunes obligados a vivir circunstancias extraordinarias. Algunos han minimizado los logros de 1917definiéndolo como una suerte de videojuegoarty en el que los personajes se limitan a superar etapas. Pero este film -nominado a diez premios Oscar- resulta bastante más que eso: es una exploración física y psíquica, con un grado de inmediatez, de urgencia, de precisión y de intimidad pocas veces visto, sobre las consecuencias devastadoras de la Primera Guerra Mundial.
La enésima transposición de la mítica novela de Louisa May Alcott encuentra a la guionista y directora de Lady Bird dando otro paso en su consagratorio camino en Hollywood. Con el aporte de un elenco en su mayoría prodigioso y una apuesta que moderniza el relato sin jamás traicionarlo, Gerwig construye una película que se disfruta y se agradece en buena parte de su desarrollo. Con 6 nominaciones al Oscar, es junto a 1917, de Sam Mendes, la última de las 9 candidatas a Mejor Película en alcanzar su estreno comercial en los cines de Argentina. “Hazlo corto y picante. Y si el personaje principal es una muchacha, asegúrese de que al final esté casada. O muerta, da lo mismo”, le dice el señor Dashwood, el editor literario interpretado con hilarante cinismo por el gran Tracy Letts, a Jo (una excepcional Saoirse Ronan), la joven escritora y mayor de las cuatro hermanas March que protagonizan Mujercitas. La novela de Louisa May Alcott publicada en dos partes entre 1868 y 1869 es un clásico de la literatura femenina (y protofeminista) que abuelas y madres suelen compartir con sus nietas e hijas como una suerte de ritual, legado y mandato. Y Mujercitas tuvo ya innumerables versiones para cine y televisión (probablemente las más recordadas sean las de 1933 de George Cukor con Katharine Hepburn y la de 1994 de Gillian Armstrong con Winona Ryder), por lo que inmediatamente cualquiera está habilitado para preguntarse: ¿Por qué y para qué una nueva transposición? La respuesta (contundente) la da la guionista y realizadora Greta Gerwig (en su tercer trabajo detrás de cámara después de la codirección de Nights and Weekends y el consagratorio retrato coming-of-age de Lady Bird). Porque su Mujercitas es clásica y moderna, respetuosa y renovadora a la vez, al punto que se inscribe en la mejor tradición y al mismo tiempo parece hablarle sobre todo a la nueva generación con esta historia que reivindica las búsquedas personales por sobre los condicionamientos sociales. Ambientada a mediados de la década de 1860, en la pequeña ciudad de Concord, Massachusetts, Mujercitas se centra en las penurias de las March mientras el padre (Bob “Saul” Odenkirk) está en el frente de batalla durante la Guerra Civil. Están la madre Marmee (interpretada con dulzura y amargura por Laura Dern) y las cuatro hijas: la heroían Jo, la más pragmática Meg (Emma Watson), Amy (la aspirante a pintora encarnada con suma ductilidad por Florence Pugh) y la pequeña Beth (un prodigio musical a cargo de Eliza Scanlen). Y rondando aparecen la tía (Meryl Streep, lejos de sus mejores trabajos) y varios hombres seductores y seducidos (se luce más el encantador Laurie de Timothée Chalamet que el insípido Friedrich de Louis Garrel). Por momentos las ideas de guión y los diálogos resultan más interesantes que las de puesta en escena y en ciertos pasajes el permanente pendular entre el pasado y el presente luce un poco confuso (sobre todo para quienes no leyeron el libro), pero la vitalidad general de la narración y la potencia de las interpretaciones, más la elegancia de las exquisitas imágenes conseguidas con el aporte del director de fotografía Yorick Le Saux (el músico Alexander Desplat también es francés) hacen de esta Mujercitas modelo 2020 -tan tierna como desoladora- una experiencia casi siempre fascinante y disfrutable.
En la era de las franquicias animadas el estreno de una película con una historia original es un hecho para celebrar. Pero lo de “original” queda rápidamente relativizado al ver que Espías a escondidas es un reciclaje de tópicos tomados de la saga de James Bond con el agregado de un coprotagonista adolescente (un típico nerd icomprendido) y algunos elementos sueltos (de los films sobre la yakuza japonesa, por ejemplo). El resultado es una propuesta visualmente atrapante y narrativamente vertiginosa que cumple con lo que promete, pero que al mismo tiempo no agrega absolutamente nada al universo creativo de la animación contemporánea. Puro profesionalismo. Lo mejor del film (y que probablemente no pueda ser disfrutado en la inmensa mayoría de las funciones que serán en copias dobladas al español) son las voces originales de Will Smith como Lance Sterling, un super espía de cuerpo escultural que viste siempre un impecable esmoquin y suele trabajar solo en las misiones más peligrosas; y Tom Holland como el torpe Walter Beckett, un geek (egresado del MIT a los 15 años) que ha quedado solo tras la muerte de su madre policía y es un auténtico genio a la hora de inventar todo tipo de gadgets para aplicar en el terreno del espionaje. Todo servido para una buddie movie en la que el entusiasta joven intentará convencer al cínico adulto de que no hay nada mejor que trabajar juntos y en equipo. Personajes que son convertidos en palomas, un malvado llamado Killian (la voz de Ben Mendelsohn) que tiene 1.000 drones a su disposición para aniquilar a espías por todo el mundo y -claro- muchas peleas cuerpo a cuerpo o persecuciones a toda velocidad... Eso es (ni más ni menos) lo que propone una película impecable en su acabado técnico, pero hecha con el manual del género (piensen también en la saga de Misión: Imposible) del que solo se sale con algunas bienvenidas irrupciones de humor negro.