En medio de la compulsión de Hollywood a resucitar una y otra vez personajes que alguna vez han sido populares, el regreso a la pantalla grande del doctor John Dolittle, ese veterinario capaz no solo de curar sino de comunicarse con animales parlanchines, surge como uno de los ejercicios de reciclaje más pobres, fallidos e innecesarios que se recuerden. Creado por Hugh Lofting en 1920, Dolittle apareció en libros, musicales, series y -claro- películas protagonizadas por Rex Harrison, Eddie Murphy y ahora por Robert Downey Jr. Cabe indicar que esta saga, en sus regresos cinematográficos en las décadas de 1990 y 2000, nunca había alcanzada un nivel artístico superlativo, pero incluso en sus entregas más mediocres jamás había caído tan bajo como ahora. El director Stephen Gaghan ( Sin rastro, Syriana, El poder de la ambición) construye un relato torpe, sin fluidez ni gracia, con un festival de sobreactuaciones (empezando por el propio Downey Jr.), animales digitalizados que no resultan demasiado simpáticos ni entrañables y una historia de aventuras en la que Dolittle (aún atormentado por la muerte de su esposa) debe viajar acompañado por Tommy Stubbins (Harry Collett), un entusiasta adolescente que funcionará como aprendiz y discípulo, para encontrar el mágico fruto del Árbol del Edén en una isla protegida por un dragón y así salvar a la reina de Inglaterra que agoniza luego de haber sido envenenada en la Corte. Cuesta entender (y duele ver) que valiosos actores como Antonio Banderas (nominado al Oscar por su extraordinario trabajo en Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar), Michael Sheen o Jim Broadbent hayan aceptado semejante despropósito audiovisual (seguramente los generosos cheques habrán servido para convencerlos), pero mucho más aún que el film tenga errores de continuidad (en una escena clave Dolittle tiene la camisa completamente manchada y en el plano siguiente la misma luce impecable) que serían imperdonables hasta en una producción amateur. ¿La magia del cine? No, la desidia de unos artistas que arruinaron un personaje querido por grandes y chicos en una película anodina y deslucida. Nota final: En la versión subtitulada se escuchan las voces originales de -nada menos- Emma Thompson, Rami Malek, Ralph Fiennes, Frances de la Tour, Selena Gomez, Tom Holland, Kumail Nanjiani, Craig Robinson, Marion Cotillard, Octavia Spencer y John Cena dando vida a distintos animales. Uno se sentiría tentado a afirmar que ellos salvan la película, pero ante las múltiples inconsistencias de la propuesta ni siquiera eso termina sucediendo.
Tras desatar (involuntariamente, por supuesto) hace dos años con Okja la batalla entre Cannes y Netflix que por ahora no tiene visos de encontrar una tregua, Bong Joon-ho regresó a la Competencia Oficial del festival -donde terminaría ganando nada menos que la Palma de Oro- con una película que ratifica su maestría narrativa, su inventiva visual y su desparpajo y capacidad de provocación a la hora de exponer vicios y miserias de la sociedad surcoreana. El film describe en principio las muy disímiles realidades de dos familias: una de clase baja (viven en un sótano lleno de bichos, se alimentan con comida chatarra, sobreviven doblando cajas de cartón para una pizzería y se la pasan robando el wi-fi de los vecinos) y otra de clase alta que disfruta de empleadas domésticas y una hermosa casa con jardín, obras de arte y todos los detalles de diseño que puedan imaginarse. Cuando el brillante hijo de la familia de bajos recursos reemplaza a un amigo para darle clases de inglés a la hija adolescente de la familia millonaria ambos mundos se encuentran. Al poco tiempo -estafas mediante- todos los integrantes del primer grupo terminarán trabajando para el segundo, pero -claro- la armonía no durará demasiado. Puede que algunas metáforas y alegorías resulten un poco obvias (Bong Joon-ho nunca busca la sutileza y, en cambio, siempre da rienda suelta a su espíritu satírico y a una violencia de cómic), pero la película tiene una potencia, un vértigo, un virtuosismo, un desenfreno y una picardía incómoda que convierten al maestro coreano en uno de los más impiadosos observadores de las profundas desigualdades que genera el capitalismo salvaje. Como sostenía el otro día en Twitter, no creo que Parasite sea la mejor película del director, pero si esta "moda" sirve para ubicar al cine coreano en general y a Bong Joon-ho en particular en el lugar que siempre mereció en el ámbito internacional y ahora también en la consideración de Hollywood, bienvenidos sean todos estos premios.
Varias de las películas argentinas más taquilleras de los últimos años se basaron en historias reales de criminales que tuvieron amplia repercusión mediática. En la línea de El clan y El Ángel, El robo del siglo tiene como punto de partida la recreación del ingenioso, audaz y multimillonario golpe a la sucursal Acassuso del Banco Río hace poco más de 14 años (13 de enero de 2006). Quizás con menos acento y profundidad en lo psicológico que esas dos predecesoras, este nuevo film del prolífico director Ariel Winograd se sostiene como un eficaz exponente de ese subgénero tan transitado por Hollywood como el de las heist movies con los preparativos, la concreción y las consecuencias de un atraco (hay aquí mucho humor y cierto aire cool que remiten al cine de Quentin Tarantino y Steven Soderbergh). Todo comienza con una noche de tormenta, unos desagües precarios, unas alcantarillas que rebalsan, una inundación y una revelación. El de la epifanía es Fernando Araujo (Diego Peretti), pero a la hora de armar la banda y diseñar el golpe convoca al mucho más experimentado, pudiente y profesional Luis Mario Vitete Sellanés (Guillermo Francella). Entre las iniciativas, contradicciones y miserias de ambos protagonistas pendulará este film que tiene también mucho de buddy movie; es decir, esas comedias de enredos sobre personalidades distintas (y en muchos casos opuestas) que terminan soportándose y combinándose con miras a un objetivo superior. Aunque mucho se ha escrito desde el periodismo y la literatura sobre "el robo del siglo", no conviene adelantar demasiados detalles sobre cómo se desarrolló, pero sí que Winograd y su equipo (que incluyó al propio Araujo como uno de los coguionistas) reconstruyeron con notable verosimilitud y credibilidad cada detalle de uno de los robos más espectaculares de la historia delictiva argentina. En ese sentido, caben destacar los hallazgos no menores tanto de la dirección de arte de Daniel Gimelberg como de la fotografía del experimentado Félix Monti. En el terreno actoral, Francella y Peretti aportan carisma, empatía y cierta dosis de patetismo, mientras que los personajes secundarios de Pablo Rago y Rafael Ferro no están del todo aprovechados (bastante mejor resulta lo de Luis Luque como Miguel Sileo, el perfecto antagonista en su rol de negociador del Grupo Halcón) y las subtramas dramáticas (como la tirante relación de Vittete con su hija) no agregan demasiado. De todas formas, El robo del siglo tiene una solvencia narrativa, un despliegue visual y musical (la banda de sonido incluye temas de Frank Sinatra, The Kinks, Andrés Calamaro y punk local de Los Violadores y Dos Minutos) como para que ese impactante golpe en el que -como coincidieron casi todas las crónicas- "la realidad superó a la ficción" encuentre ahora un bienvenido y potente realismo... desde la ficción.
En el marco de una fiesta un grupo de jóvenes descubre una App que les marca en sus teléfonos celulares cuánto tiempo les queda de vida. En principio, nadie se toma el asunto demasiado en serio, pero al poco tiempo se producirá la primera víctima. Será entonces la protagonista, una enfermera llamada Quinn Harris (la rubia Elizabeth Laill, vista en la serie You), quien emprenda una carrera contra el tiempo para desentrañar los misterios del caso en los escasos tres días que en principio le quedan de vida. En ese camino habrá, además del chiller de manual, unos escarceos románticos con Matt (Jordan Calloway), un muchacho que atraviesa una situación similar; un drama familiar (ella y su hermana menor interpretada por Talitha Eliana Bateman han sufrido la temprana muerte de su madre y están dominadas por la culpa); ciertos dilemas tecnológicos (aparece un nerd encarnado por Tom Segura); una subtrama a tono con estos tiempos de #MeToo (con el doctor Sullivan, el médico acosador de Peter Facinelli); y varios elementos propios del terror religioso (con un cura obsesionado por las presencias diabólicas a cargo de P.J. Byrne). En esta “ensalada” cinematográfica con demasiados ingredientes que nunca combinan demasiado bien entre sí todo luce predigerido, subrayado y artificial. La ópera prima del guionista y director Justin Dec -una suerte de sub Destino final- jamás encuentra el tono, la tensión ni el impacto que evidentemente busca. El resultado es frustrante y hasta podría decirse que en varios pasajes irritante. Sobre el cierre hay una apelación concreta a una secuela que ojalá no se concrete. La hora de tu muerte es tan anodina como olvidable. Tan efímera como desinstalar una App inservible de un dispositivo móvil. Bórrese después de verse.
Conocíamos el talento narrativo y el desparpajo del neozelandés Taika Waititi tanto en el cine independiente, en la TV o en las producciones de Hollywood a gran escala, pero el director de Casa Vampiro, Boy, Hunt for the Wilderpeople, Flight of the Conchords y Thor: Ragnarok da un salto mucho más audaz (que bien podría haber sido uno al vacío) con Jojo Rabbit, una película que se atreve con cuestiones con las que nunca conviene meterse (la figura de Adolf Hitler y el nazismo) y mucho menos en tono de comedia satírica. No es que nadie lo haya intentado antes (lo hizo Charles Chaplin en El gran dictador y Roberto Benigni incursionó con La vida es bella en el Holocausto en tono paródico, generando una controversia que todavía hoy se recuerda), pero Waititi -con la novela El cielo enjaulado, de Christine Leunens, como punto de partida- redobla la apuesta por la provocación... y el desconcierto. El resultado, claro, generó reacciones de lo más opuestas: críticos indignados y otros extasiados, exégetas de la corrección política escribiendo duros ensayos en su contra y -para sorpresa de unos cuantos- múltiples nominaciones para los premios de fin de año (¿también para los Oscar?). Jojo Rabbit: Waititi sorprende con una infalible combinación de humor y corazón Diego Batlle SEGUIR 9 de enero de 2020 Jojo Rabbit (Estados Unidos- Nueva Zelanda- República Checa/2019) Guion y dirección: Taika Waititi / Fotografía: Mihai Malaimare Jr / Música: Michael Giacchino / Edición: Tom Eagles / Elenco: Roman Griffin Davis, Thomasin McKenzie, Scarlett Johansson, Taika Waititi, Sam Rockwell, Stephen Merchant y Rebel Wilson / Distribuidora: Disney (Fox) / Duración: 108 minutos / Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas / Nuestra oponión: muy buena. Conocíamos el talento narrativo y el desparpajo del neozelandés Taika Waititi tanto en el cine independiente, en la TV o en las producciones de Hollywood a gran escala, pero el director de Casa Vampiro, Boy, Hunt for the Wilderpeople, Flight of the Conchords y Thor: Ragnarok da un salto mucho más audaz (que bien podría haber sido uno al vacío) con Jojo Rabbit, una película que se atreve con cuestiones con las que nunca conviene meterse (la figura de Adolf Hitler y el nazismo) y mucho menos en tono de comedia satírica. No es que nadie lo haya intentado antes (lo hizo Charles Chaplin en El gran dictador y Roberto Benigni incursionó con La vida es bella en el Holocausto en tono paródico, generando una controversia que todavía hoy se recuerda), pero Waititi -con la novela El cielo enjaulado, de Christine Leunens, como punto de partida- redobla la apuesta por la provocación... y el desconcierto. El resultado, claro, generó reacciones de lo más opuestas: críticos indignados y otros extasiados, exégetas de la corrección política escribiendo duros ensayos en su contra y -para sorpresa de unos cuantos- múltiples nominaciones para los premios de fin de año (¿también para los Oscar?). El protagonista de esta tragicomedia es Jojo Betzler (Roman Griffin Davis, auténtica revelación), un querible y carilindo niño de diez años que quiere ser un nazi perfecto y tiene como amigo imaginario y consejero a... Adolf Hitler (interpretado en plan exagerado y caricaturesco por el propio Waititi). Su madre Rosie (Scarlett Johansson, notable) es la reserva moral del film y quien decide esconder en su casa a Elsa Korr (Thomasin McKenzie), una adolescente judía (las asociaciones con Ana Frank en este aspecto son inevitables) que se convertirá en objeto del deseo y nueva guía de Jojo en este relato de iniciación. Jojo Rabbit tiene el look de una película de Wes Anderson, la irreverencia de un sketch de los Monty Python y una mixtura de gags (en su mayoría muy eficaces), capacidad de sorpresa, sensibilidad y emoción de la que carece buena parte del cine contemporáneo. Habrá espectadores heridos en su sensibilidad, cultores de la moral que argumentarán que no puede hacerse una comedia a partir de cualquier tema (y en ese terreno del análisis todos tendrán su parte de razón), pero Waititi jamás esconde el odio, la violencia de la guerra y los efectos del fanatismo. Al contrario. Solo que enfrenta el horror con una fábula sostenida por excelentes actuaciones, un asombroso despliegue visual, imponente momentos musicales y una combinación infalible de humor y corazón.
Emilia (Antonella Saldicco) es una joven psiquiatra recién recibida y con un flamante trabajo en un hospital. Está en pareja, pero la relación con su novio (que está a punto de viajar a Berlín por una beca) parece bastante desgastada. Tras algunas dudas iniciales, la protagonista decide aceptar la invitación de Jorge (Osmar Núñez) y Ursula (Susana Pampín), los padres de Andrea, su mejor amiga fallecida hace un tiempo, para decidir cómo y dónde esparcir sus cenizas. Ella regresa así por primera vez desde que partió al pequeño y helado pueblo santacruceño del que es originaria. Y allí se reencontrará no sólo con sus huéspedes (que alguna vez funcionaron como una suerte de padres sustitutos), sino también con el padre ausente al que casi no ha visto (Fabián Arenillas) y con Julián (Agustín Sullivan), el novio de la adolescencia que ha formado una nueva familia. Las películas sobre las vueltas al pago del que uno es oriundo constituyen casi un género en sí mismo y, si bien en La muerte no existe y el amor tampoco se retoman varios de esos tópicos, se trata -en esencia- de una historia sobre el duelo, sobre las elecciones de vida y las falsas seguridades (y supuestas felicidades) que nos construimos desde el conformismo. ¿Qué habría pasado si nos hubiésemos quedado en determinado lugar o con determinada persona? Es, también, un film sobre fantasmas (ahí está la aparición de una Justina Bustos no demasiado aprovechada) y cómo lidiar con la ausencia y el dolor. Bella y angustiante, árida y desgarradora, La muerte no existe y el amor tampoco (a Salem parecen gustarle los títulos largos) se desmarca del original literario (hay como guiño cómplice una pequeña actuación de Romina Paula) precisamente porque esto es cine y el trabajo visual con los paisajes y el clima sirve para potenciar la sensación de descontención y desolación que invade a la protagonista de esta película noble y para nada complaciente.
Paula tiene 32 años, es actriz pero se gana la vida dando clases de castellano a extranjeros y participando en focus groups para estudios de mercado. Se ha separado de su pareja, hace bastante que no participa en ninguna obra y la sensación que transmite es de permanente incomodidad e insatisfacción. De todas maneras, como buena actriz, es bastante fabuladora y nunca sabremos si lo que dice es verdadero, sincero o forma parte de su maquinación. En la primera escena, mientras mantiene una conversación con un estudiante alemán en un bar, ingresa un ladrón y ella -de manera instintiva- lo engancha con su pierna, lo hace caer y el delincuente termina siendo reducido. Sin quererlo ni buscarlo, se convierte en una celebridad pública. Los medios la entrevistan, sus viejos amigos la llaman, hasta las empleadas de una panadería se quieren sacar una selfie con ella. Pero -más allá de esa efímera fama- Paula (convincente trabajo de Rosario Varela) se siente vacía y decepcionada. Irá con nuevo corte de pelo, maquillada y bien vestida a una fiesta, luego a pasar un fin de semana en una quinta, pero nada de todo eso parece motivarla demasiado. La protagonista es un film sobre las expectativas (ajenas y propias), sobre el éxito profesional (ella percibe que actrices más jóvenes van tomando el que podría haber sido su lugar), sobre esa madurez y seguridad que se resisten en llegar. Se trata de una película tragicómica (con más humor que drama) sobre las contradicciones íntimas, la posibilidad (o no) de reinventarse y también sobre el egocentrismo, la superficialidad y el esnobismo del mundillo teatral. En ese sentido, esta pequeña y en su mayor parte entretenida película se mete con cuestiones angustiantes, pero apostando siempre por un relato de bienvenida liviandad y fluidez, y una sensación de que, a pesar de todo, siempre será posible remontar una crisis. Como dice el tema Fuego, de El Mató a un Policía Motorizado, que suena un par de veces: “Vamos, esta noche puede ser mejor...”
Luego de sorprender al mundo con Sonidos vecinos y Aquarius, Kleber Mendonça Filho filmó Bacurau, película en la que aparece como codirector su habitual colaborador Juliano Dornelles. Se trata de una ambiciosa apuesta que mixtura elementos propios de las tradiciones y leyendas populares brasileñas con otros ligados a la ciencia ficción, el western, elslasher, el gore y una fuerte alegoría política a tono con estos tiempos. El film también combina actores no profesionales de la zona de la región desértica de Rio Grande do Norte con figuras emblemáticas como Sonia Braga y el alemán Udo Kier, quien lidera en la ficción a una banda de sádicos mercenarios extranjeros. Entre el cine de Emir Kusturica y el de John Carpenter, con algunos pasajes que remiten aMad Max (aquí también hay una disputa por el agua) y momentos en la línea del Cinema Novo de Glauber Rocha, Bacurau resulta una película potente en el terreno narrativo y visual (extroardinaria la fotografía de Pedro Sotero), tan provocadora como incómoda en su mirada de la lucha de clases y por el dominio de las tierras, aunque por momentos no demasiado sutil (ver el personaje del alcalde corrupto) y algo afecta al subrayado. De todas formas, Mendonça Filho y Juliano Dornelles nunca pierden la brújula y terminan construyendo una fábula fascinante y demoledora sobre un futuro cercano que, quizás, casi sin darnos cuenta, ya llegó.
A punto de cumplir 90 años, el legendario Clint Eastwood sigue tan activo y vigente como en los '70 (cuando filmaba, por ejemplo, El fugitivo Josey Wales), los '80 (cuando dirigía Bird), los '90 (cuando subyugaba con Los imperdonables o Los puentes de Madison) o los 2000 (cuando regalaba desde Million Dollar Baby hasta Gran Torino). Y llegó la década de 2010, con un ciclo de nada menos que ocho nuevas películas que se cierra con El caso de Richard Jewell, su 38º largometraje como director y basado -como en la mayoría de sus últimos trabajos- en una historia real. El Richard Jewell del título (Paul Walter Hauser en su primer protagónico) es un hombre excedido en peso, amante de las armas, frustrado por no poder ingresar a la policía y bastante patético en su cotidianeidad, que vive con una madre posesiva y sobreprotectora (la siempre notable Kathy Bates) y se desempeña como guardia de seguridad en el Centennial Olympic Park durante los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. En principio, vemos cómo, al descubrir una mochila llena de explosivos y alertar sobre su existencia, salva la vida de muchos asistentes a un concierto que se estaba realizando esa noche. Sin embargo, su estatus de héroe le dura apenas unas horas, ya que casi de inmediato el diario Atlanta Journal-Constitution publica que él es, en verdad, el principal sospechoso para el FBI. El guion de Billy Ray (Los juegos del hambre, Capitán Phillips, Shattered Glass y la remake hollywoodense de El secreto de sus ojos) pendula entre la intimidad de Jewell y la reconstrucción de los hechos: desde la mencionada explosión hasta el posterior caso judicial en el que contó con la ayuda del excéntrico abogado (y ex jefe suyo) Watson Bryant (un impecable Sam Rockwell), la investigación por parte del FBI que incluyó presiones y métodos muy poco transparentes (el responsable del caso está intepretado por Jon Hamm) y el accionar de una periodista sin demasiados escrúpulos a la hora de obtener una primicia (Olivia Wilde), que generó una polémica extra cinematográfica entre quienes acusan a los creadores de la película de tergiversar los hechos. Más allá de esas controversias (que sirven para alimentar la cobertura periodística, pero no afectan los valores de un film de ficción que puede permitirse incluso cualquier “licencia poética”), lo cierto es que El caso de Richard Jewell constituye una valiosa reflexión sobre el lugar del héroe en la sociedad estadounidense (ese hombre ordinario en medio de circunstancias extraordinarias), la conspiranoia reinante a nivel colectivo y el muchas veces cuestionable papel de los organismos de seguridad (dispuestos a cualquier manipulación con tal de conseguir una resolución a la medida de sus necesidades) o de los medios de comunicación. Lo hace con la habitual solidez narrativa, ese oficio encomiable, ese clasicismo innegociable y esa nobleza a flor de piel que son la marca de fábrica del brillante e inoxidable Clint Eastwood.
Con 1.280 millones de dólares de recaudación, Frozen: Una aventura congelada se mantiene desde hace seis años como la película animada más taquillera de todos los tiempos. Esta segunda entrega -que está próxima a superarla en ingresos, ya que en casi todo el mundo se estrenó a fines de noviembre último- se desmarca del cuento de hadas de Hans Christian Andersen para -otra vez con guion de la también codirectora Jennifer Lee- ofrecer una mirada más moderna en sintonía con la nueva cara de Disney: protagonistas femeninas más empoderadas y valientes, una preocupación por el medio ambiente a tono con estos tiempos de ecologismo y revisionismo histórico con una crítica al colonialismo y la reivindicación de los pueblos originarios; es decir, todo el arsenal de la corrección política. Pero esta secuela de Frozen no se queda en meros enunciados, alegatos aleccionadores y buenas intenciones: tiene también personajes con fuerz y empatía, conflictos marcados por la tensión y el misterio, situaciones fantásticas, un imponente despliegue visual con paisajes nevados o bosques encantados y -claro- muchas escenas musicales. Frozen II propone el reencuentro entre las hermanas Elsa (Idina Menzel en la versión original), ya coronada reina de Arendelle, y la entusiasta Anna (Kristen Bell), a quien no parece molestarle su rol de asistenta, asesora y confidente de la joven monarca. A partir de unos flashbacks conoceremos la maldición y los hechizos que afectaron a la familia de ambas (sus padres, el rey Agnarr y la reina Iduna, y su abuelo, el rey Runeard), y serán precisamente ellas quienes encabezarán las aventuras del caso, acompañadas por el hilarante muñeco de nieve Olaf (Josh Gad), por el reno Sven y por Kristoff (Jonathan Groff), el torpe galán que nunca logra declarle su amor y pedirle matrimonio a Anna en tiempo y forma. Si buena parte del éxito global de Frozen se debió a un tema como Let it Go, esta segunda entrega tiene unas cuantas canciones pegadizas como Into the Unknown y otras para el lucimiento de los distintos personajes: Olaf (When I’m Older), Kristoff (Lost in the Woods) y Anna (Some Things Never Change). El resultado, en este aspecto, es irregular, desigual, pero -como para compensar algunos de estos pasajes musicales no del todo inspirados- allí está la belleza desbordante conseguida por los virtuosos animadores de Disney como para que Frozen II se convierta en una cita insoslayable para el consumo familiar veraniego.