Poco y nada ha quedado de Dora, la exploradora (la serie de Nickelodeon con casi dos décadas de existencia televisiva) en su paso a la pantalla grande. Ya no estamos en el universo de la animación sino en el de actores de carne y hueso y la niña de 7 años se ha convertido en una adolescente interpretada por Isabela Moner. Así, aquel proyecto con tintes educativos para los más pequeños deviene gracias a Hollywood en una película de acción y aventuras, una suerte de mixtura entre Lara Croft e Indiana Jones. El resultado de semejante vuelco en la historia y en su target no es del todo convincente. James Bobin -responsable de Los Muppets (2011) y su secuela de 2014, así como de Alicia a través del espejo- presenta un prólogo con Dora de pequeña, la relación de compinches con su primo Diego y esa obsesión por explorar y descubrir heredada de sus padres arqueólogos (Eva Longoria y Michael Peña). Hay un salto de 10 años en la narración y la ahora adolescente protagonista es enviada desde la jungla donde se ha criado a Los Angeles para hacer su primera experiencia en un colegio, mientras sus progenitores inician una compleja misión en busca de una ciudad perdida de los Incas. Para vergüenza de Diego (Jeff Wahlberg) la recién llegada comete todo tipo de torpezas y ridiculeces y va directo al grupo de nerds y tragas del lugar. Pero, claro, el género de desventuras en la secundaria debe cederle rápidamente espacio al de aventuras y es así como Dora, Diego y otros dos compañeros en principio bastante impresentables (Madeleine Madden y Nicholas Coombe) deberán sobrevivir en medio de peligros geográficos y climáticos, así como de trampas con elementos corte fantástico ligadas a las tradiciones milenarias de los Incas una vez que todos lleguen a la ciudad perdida de Parapata. La película apuesta a la velocidad antes que a la profundidad psicológica, al despliegue de decorados y CGI antes que a la solvencia dramática y el resultado es un producto bastante elemental, en el que se acumulan las referencias al universo latino (el malvado por demás estereotipado es el astro mexicano Eugenio Derbez). La simpatía de Isabela Moner y el despliegue visual gentileza del DF vasco Javier Aguirresarobe no alcanzan a compensar del todo las limitaciones de una película con más vértigo que ideas.
Liliana Paolinelli describe un micromundo de mujeres lesbianas en tono de comedia, sin prejuicios, inhibiciones ni dictados de la corrección política, sin caer en la solemnidad, sin pedir permiso. Los recursos son los del cine clásico (el coming-of-age, los ritos de iniciación de una adolescente tucumana de 18 años que llega a Buenos Aires para estudiar, las diferencias generacionales, los amores obsesivos propios de la comedia romántica, los celos, los secretos, las traiciones, los equívocos, los malentendidos, el matrimonio en crisis y la oportunidad del re-matrimonio), pero la realizadora cordobesa los retoma, los recicla y los redefine para una historia que solo podría ocurrir en el ámbito de ese grupo de amigas. Todo empieza con una fiesta de cumpleaños sorpresa y tiene su clímax en otra fiesta, pero de casamiento, en el ámbito de una estancia. La protagonista es la espléndida Susana Pampín, quien desde hace 23 años está en pareja con una mujer (Eva Bianco) con la que no comparte casa y en cuya relación ya parece quedar poco margen para la sorpresa. Cuando la hija de una amiga (Camila Plaate) se instala primero en su casa y luego en otro departamento, ella se enamora y cree por ciertos indicios que podría ser correspondida. Llamadas, e-mails, encuentros y desencuentros... La película (en la que casi no hay hombres) fluye en la mayoría de las escenas con gracia, ritmo y desparpajo, apelando a buenos diálogos y a intérpretes muy dúctiles. Una agradable sorpresa.
Walter Tejblum, director del documental Malka, una chica de la Zwi Migdal, debuta en la ficción con una comedia sobre las desventuras de un rabino porteño que viaja por el mundo (primero a Nueva York y luego a la Taiwan del título) en busca de donaciones que le permitan sostener el templo y la institución a su cargo. Aarón (Fabián Rosenthal) se ha endeudado para llevar adelante ambiciosos proyectos para su comunidad, pero Suárez (Carlos Portaluppi), un despiadado financista que quiere hacerse del predio, le exige un pago que él no está en condiciones de cancelar. Tras sus fracasos iniciales en Brooklyn, le aseguran que en Taiwán podría conseguir los fondos necesarios y hacia esas exóticas tierras se dirige el entusiasta protagonista en medio de crecientes tensiones con su esposa Laila (Mercedes Funes). El cine nacional reciente parece fascinado por distintas zonas de Asia (50 Chuseok, De acá a la China) y en este caso retrata las desventuras de un argentino suelto en Taipei con una apuesta que en un principio maneja con unos cuantos hallazgos ciertos tópicos recurrentes del humor judío, pero luego empieza a abandonar de forma progresiva el foco en la comedia de enredos y la obsesión por el dinero para concentrarse más en lo afectivo con un vuelta de tuerca de fuerte implicancia sentimental que desemboca en un desenlace correcto, pero con resultados más convencionales y menos estimulantes de los que Shalom Taiwánprometía.
Clara (Paola Barrientos) es una exitosa ilustradora y escritora de libros infantiles. En los primeros minutos, la vemos viajar a México para recibir uno de los premios más prestigiosos del rubro. La acompañan su marido, Francisco (Marcelo Subiotto), un abogado que es también su representante, y sus hijos, Lisandro (Oliverio Acosta) y Violeta (Violeta Postolski). De regreso, la familia se muda a una hermosa casona suburbana con la idea de que ella pueda llevar una vida más tranquila y recuperar su energía creativa. La súbita partida de una veterana mujer que trabajaba para ellos y el sorpresivo reencuentro con Ariel (Diego Cremonesi), un carnicero del lugar que fue su gran amor de juventud, empiezan a poner en jaque el universo íntimo hasta ese momento aparentemente sólido e incluso previsible de la impulsiva y conflictuada protagonista. La Directora de Rompecabezas y El cerrajero apela a múltiples recursos (incluidos pasajes de animación) y a bruscos cambios en el personaje de Clara (empieza a frecuentar un comedor para chicos carenciados, mientras se siente cada vez más tentada de aceptar los juegos de seducción que le propone Ariel) para moldear un film por momentos inquietante y fascinante, aunque no siempre del todo sutil, sobre las crisis y los replanteos en la madurez, las segundas oportunidades, la necesidad de mayor libertad, y la búsqueda de nuevos desafíos y caminos ya no tan intelectuales, sino del orden de lo espiritual.
Este desgarrador documental de Lisandro González Ursi y Diego Carabelli registró el proceso de trabajo en el marco de un taller del colegio Manuel Mujica Lainez de Lugano. En un contexto socioeconómico muy complejo, donde imperan la violencia, la xenofobia y la marginación (y sigue abierta la herida de la trágica toma del Parque Indoamericano, en 2010), los adolescentes reflexionan y luego exponen sobre los problemas de una de las zonas más postergadas de la ciudad. Ese proyecto y el posterior viaje a Chapadmalal para compartir la experiencia con otros estudiantes sirven para mostrar la relación de la infatigable maestra treintañera con sus alumnos, que termina excediendo lo académico.
Tras su estreno mundial en la Competencia Oficial del último Festival de Cannes, llegó a las salas de todo el mundo el noveno (en verdad décimo) largometraje del director más venerado por la cinefilia mundial. Concebido a pura nostalgia (transcurre en la Los Angeles de 1969), con espíritu lúdico, el carisma y el glamour de un elenco pletórico de estrellas y un amor inconmensurable por el séptimo arte, el nuevo trabajo del realizador de Perros de la calle, Tiempos violentos, Jackie Brown: Triple traición, las dos entregas de Kill Bill: La venganza, A prueba de muerte, Bastardos sin gloria, Django sin cadenas y Los ocho más odiados propone una mixtura de géneros y referencias de todo tipo que los cultores de la religión tarantinesca sabrán agradecer y disfrutar. -LA PELÍCULA. Una mezcla de géneros (western, comedia, thriller, buddy movie, musical, gore, etc.) con mucho de cine dentro del cine (empieza con un “detrás de escena” en blanco y negro de una serie de cowboys llamada Bounty Law e incluye fragmentos de películas de la época -como uno sobre la venganza contra los nazis a puro lanzallamas- pero filmada, por supuesto, por el propio Tarantino). Rodada en fílmico, Había una vez... en Hollywood se estrenó así en Cannes y en los Estados Unidos tuvo múltiples proyecciones con copias de 70mm. Toda una decisión y postura cinéfila. -LA HISTORIA CENTRAL. Aunque está ligada de forma tangencial al siniestro clan Manson, las casi tres horas de película apuntan a otra cosa. La historia de Sharon Tate (Margot Robbie) es la excusa, la subtrama más cercana al thriller de un film en el que Tarantino quiere reconstruir, recuperar y exaltar un tiempo y un lugar: el Hollywood de fines de los '60. Los protagonistas son Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de cierto renombre como malvado en series de TV y películas menores (dice sentirse un “has been”) que sería algo así como una mezcla entre Burt Reynolds y Clint Eastwood (como éste, viaja a Italia y España a rodar spaghetti westerns); y Cliff Booth (Brad Pitt), un héroe de guerra que es su doble de riesgo, su chofer, su confidente y su asistente en cuestiones cotidianas como, por ejemplo, arreglar la antena de televisión en el techo. Según admitió Tarantino, este personaje está inspirado en Hal Needham, stunt que acompañó durante mucho tiempo a Reynolds. -LOS ELEMENTOS. El film arranca con un viejo logo de Columbia y durante las casi tres horas tiene tantos elementos que la enumeración sería casi interminable: viajes en la desaparecida aerolínea Pan Am, autocines y grandes salas, letreros de neón, Cadillacs y muchos autos descapotables, fiesta en la Mansión Playboy con conejitas incluidas, el abandonado Spahn Ranch donde se filmaban westerns y luego se instaló el clan Manson, los viejos estudios de Hollywood, una casa rodante al lado de un pozo petrolero, una mirada cínica a los hippies, un trip lisérgico tras tomar LSD y hasta un simpático perro que se convierte en algo no precisamente adorable. -LAS REFERENCIAS CINÉFILAS. Directas o indirectas, obvias o para ojos atentos, los homenajes son múltiples: mucho de spaghetti western de los Sergios (Leone y Corbucci); Lady in Cement(1968), con Frank Sinatra y Raquel Welch; Pendulum (1969), con George Peppard y Jean Seberg; The Wrecking Crew (1968), con Dean Martin y una participación de la propia Sharon Tate; Three in the Attic (1968); y El mercenario (1968), del apuntado Corbucci. También se citan varias series (Mannix, Combate, The F.B.I.), cómics, radios de la época que se escuchan en off y aparecen muchos personajes del cine en la trama: desde la Sharon Tate de Robbie al Roman Polanski de Rafal Zawierucha, pasando por el Steve McQueen de Damien Lewis y el Bruce Lee de Mike Moh. -EL ELENCO. Además de Pitt, DiCaprio y una Margot Robbie siempre en plan seductor, Había una vez... en Hollywood tiene decenas de actores consagrados en papeles medianos, chicos o simples cameos. Al Pacino, como el viejo agente Marvin Schwarz; Emile Hirsch como Jay Sebring (amigo de Tate); y la notable Margaret Qualley como Pussycat (una de las chicas del clan Manson) son quienes mayor despliegue tienen entre los secundarios, pero por la trama desfilan desde Kurt Russell hasta Dakota Fanning, pasando por Michael Madsen y el viejo y querido Bruce Dern. Y el Charles Manson de Damon Herriman, claro. -VALORACIÓN FINAL. Con un presupuesto muy importante para un autor que es más prestigioso que taquillero (costó unos 100 millones de dólares), con el carisma de sus intérpretes (además del trío protagónico hay un montón de pequeñas apariciones o mínimos cameos al punto de que parecería que medio Hollywood participó del rodaje), con su habitual jukebox de fondo (no paran de sonar canciones), múltiples referencias cinéfilas y de cómics, y un universo conformado por carteles de neón, afiches de películas, salas y autocines, Tarantino regala una acumulación de caprichos hermosos. No faltarán los detractores (que la violencia contra la mujer, que las constantes burlas a los hippies, que casi no habla de Vietnam, que dedica demasiados minutos a cuestiones poco trascendentes para un público no iniciado, que es como un niño rico con juguetes nuevos sin que nadie lo controle), pero tanto él como los cultores de la "religión" tarantinesca sabrán disfrutar de este viaje en el tiempo, un paseo por casi todos los géneros clásicos y semejante despliegue actoral (no cualquiera junta a Pitt y DiCaprio, le suma a Al Pacino, tiene a Margot Robbie en plan seductor y luego los rodea de veinte figuras más). En definitiva, Había una vez... en Hollywood resulta una película bulímica, desbordante, celebratoria, lúdica, caleidoscópica, nostálgica, fascinante y divertida. Una carta de amor de Tarantino a la historia del séptimo arte (al menos la que él ama y reivindica). Puro placer cinéfilo.
La gran apuesta comercial del año para el cine argentino es esta transposición de la novela de Eduardo Sacheri (también coautor del guion) rodada por el director de Un cuento chino y con un elenco tan lleno de figuras que no se veía desde Relatos salvajes. Con la crisis económica de 2001 y el Corralito como trasfondo, esta tragicomedia de tono épico con ciertos elementos de género (la preparación de un robo) y con climas que remiten a las películas de Héctor Olivera sobre relatos de Osvaldo Soriano busca la identificación del espectador a partir de una visión bastante tranquilizadora a la hora de explorar cuestiones como el ojo por ojo. Tiempo de revancha. Una novela popular y prestigiosa como La noche de la usina (premio Alfaguara 2016) escrita por el mismo autor de El secreto de sus ojos (Eduardo Sacheri), un director con un par de éxitos a cuesta como Sebastián Borensztein (Un cuento chino, Kóblic), los Darín padre e hijo como coprotagonistas y coproductores con su flamante compañía Kenya acompañados por un elenco amplio y pletórico de figuras (Luis Brandoni, Verónica Llinás, Daniel Aráoz, Carlos Belloso, Marco Antonio Caponi, Rita Cortese y el colombiano Andrés Parra) y el aporte no menor de K&S Films, la hacedora de los principales sucesos comerciales del cine argentino de los últimos años (Relatos salvajes, El clan, El Ángel): atractivos y argumentos de marketing, por lo tanto, no le faltan a esta tragicomedia sobre la épica de unos perdedores en busca de revancha en plena crisis de 2001-2002. La historia apuesta a una idea siempre controvertida dentro de la agenda pública (la venganza por mano propia), pero lo hace con tantas salvedades y justificaciones que la premisa no solo no resulta demasiado inquietante sino que busca (y por momentos consigue) la empatía y hasta la identificación del espectador. Al fin de cuentas, si los malos son tan despiadados y crueles (ahí están el inescrupuloso gerente del banco o el caricaturesco Manzi de Andrés Parra), cómo no convencernos de que el ojo por ojo es, efectivamente, lo que corresponde. Como en toda película coral, La odisea de los giles tiene un protagonismo repartido y, de manera inevitable, personajes bastante más desarrollados y con más matices que otros. Los líderes que intentan conformar una cooperativa agrícola y reabrir un centro cerealero en tiempos de crisis son un ex jugador de fútbol llamado Fermín Perlassi (Ricardo Darín) y el “anarco” Antonio Fontana (Brandoni), quienes van convenciendo a los vecinos de muy distintas condiciones sociales y formaciones culturales de aportar lo poco o mucho que tienen. Tras juntar, billete sobre billete, los 300.000 dólares necesarios para el emprendimiento... son víctimas del accionar del capitalismo salvaje (la estafa de unos individuos dominados por la codicia y la de un gobierno que implantó el Corralito). Lo único que les quedará, entonces, es la mencionada venganza, que Borensztein trabaja con más humor que suspenso, con más apuesta a la camaradería que a los elementos del cine de género. Hay varios personajes (el Belaúnde de Daniel Aráoz, dos hallazgos de casting como los hermanos Gómez de Alejandro Gigena y Guillermo Jacubowicz y -sobre todo- el Medina de Carlos Belloso) que están al borde del patetismo pueblerino a-lo-hermanos Coen (el reirse más “de” que “con”) y, en ese y otros sentidos, La odisea de los giles remite también a películas de Héctor Olviera como No habrá más penas ni olvido y Una sombra ya pronto serás(Sacheri es en varios aspectos una suerte de continuador del universo de Osvaldo Soriano). Hay momentos de tragedia que no conviene spoilear, algunos conflictos trabajados sin demasiada profundidad (la relación madre-hijo entre la Carmen Lorgio de Rita Cortese y el Hernán de Marco Antonio Caponi; otra padre-hijo entre los Perlassi de Ricardo y Chino Darín) y un desenlace bastante convincente, pero que quizás tarda demasiado en cristalizarse. Lo mejor del film tiene que ver con el nivel de producción (se rodó en locaciones reales de Baradero-Alsina-Lobos), de casting (el despliegue de figuras ya desde el afiche recuerda a Relatos salvajes), de dirección de arte (el gran Daniel Gimelberg) y de fotografía (Rodrigo Pulpeiro). En cambio, la utilización de grandes éxitos del rock nacional de Divididos (El burrito), Babasónicos (Desfachatados), Serú Girán (No llores por mí, Argentina) y Luis Alberto Spinetta (Cheques), entre otros, resulta por momentos un poco torpe y subrayada. En cuanto al resultado dramático general, se trata de una épica en el fondo bastante amena y tranquilizadora (algunos se atrevieron a hacer incluso especulaciones políticas al definirla como una película que busca saltar y trascender la grieta en tiempos electorales), con una impronta demasiado masculina más allá de los intentos de dotar de algo de carnadura a los personajes de Verónica Llinás, Rita Cortese y Ailín Zaninovich; y con solo algunas escenas que funcionan en toda la intensidad y dimensión emocional buscada. Con los argumentos citados en el primer párrafo y un lanzamiento récord para el cine argentino en más de 400 salas es probable que a La odisea de los giles le alcance para convertirse en un éxito en el mercado local. Fuera de los límites de la Argentina habrá que ver primero si se entienden los alcances del Corralito y luego si genera en el público el mismo efecto de ofuscación y búsqueda de reparación que persiguen los 9 (anti)héroes (a.k.a. giles) de este relato salvaje.
La película -claramente una historia de mujeres- arranca, sin embargo, con un hombre. Se trata de Elías, que bolso en mano abandona un pueblo rural para irse a trabajar a Buenos Aires. Deja en el lugar a su esposa Sonia, que está con un embarazo avanzado y será la protagonista absoluta de esta historia de fuerte raigambre documental y unos cuantos elementos de puesta en escena más ligados a la ficción. Sonia está sola y espera. Tiene, sí, alguna ayuda de su suegra, pero su vida (su rutina) es decididamente gris y angustiante (para ella y a la distancia también para Elías). Viaja en camioneta, va al médico, se refugia en la religión (la presencia de los altares y de las charlas didácticas con una mujer evangélica es permanente) y va al almacén para esperar el llamado de su esposo en el teléfono público del lugar (no hay precisiones temporales pero todo indica que la acción transcurre hace unos años por la falta de celulares). La monotonía de la existencia de Sonia es registrada con una narración árida, planos cerrados con poca luz, muchas veces directamente en penumbras, que intentan sintonizar con el estado de soledad y descontención emocional de alguien que parece ser apenas un vehículo para traer otra vida al mundo (se dedica también a preparar la ropa del bebé). El film es riguroso y preciso en su búsqueda, pero no hay demasiados hallazgos ni sorpresas en una propuesta que por momentos resulta tan rutinaria como el día a día de su protagonista. El llanto nos transporta a un universo femenino postergado, resignado, alejado de estos tiempos de empoderamiento urbano. Es una propuesta honesta y valiosa, pero esta película heredera de aquel Nuevo Cine Argentino minimalista, austero y observacional luce algo remanida y a esta altura deja una clara sensación de déjà vu.
Santiago, Italia comienza como tantos documentales sobre el breve (1970-1973) pero intenso período de gobierno de la Unidad Popular y el golpe militar que terminó con el bombardeo al Palacio de la Moneda y la muerte de Allende el 11 de septiembre. Más allá del buen uso de materiales de archivo, el sentido didáctico y los atinados testimonios (incluidos los de cineastas como Miguel Littín, Patricio Guzmán y Carmen Castillo), esos primeros minutos no van más allá de un correcto ensayo de corte casi periodístico. Sin embargo, tras algunas imágenes e historias conmovedoras sobre los detenidos en el Estadio Nacional, la película empieza a dar un giro, un vuelco para encontrar su corazón narrativo y emocional en el activo y decisivo papel que jugó el gobierno italiano para refugiar en su embajada de Santiago a más de 250 perseguidos políticos en momentos en que otros países ya habían dejado de ayudarlos. Varios activistas que fueron recibidos en la residencia diplomática (en muchos casos saltando una cerca a pesar de la fuerte vigilancia militar montada en las inmediaciones) y luego obtuvieron los salvoconductos para viajar a Italia cuentan sus experiencias en aquel lugar y cómo después fueron recibidos con cariño en su nueva tierra, donde unos cuantos se radicaron, se integraron y aún hoy prosiguen allí sus vidas. Moretti aparece muy poco en cámara, pero lo hace en momentos decisivos: por ejemplo, cuando enfrenta a un represor al que entrevista en la cárcel y le dice: “Yo no soy imparcial” (ante una bravuconada provocadora del militar). En otros pasajes, se lo escucha haciendo las preguntas justas o tratando de contener a varios de los entrevistados que se quiebran con lágrimas en los ojos al recordar aquellos tiempos de sueños, ideales, represión y exilio. Con una estructura clásica y sencilla (el eje son los testimonios a una cámara fija), Santiago, Italia va creciendo en su dimensión emocional en la acumulación, diversidad y riqueza de todas esas voces. Una construcción colectiva que permite acceder a una historia no tan conocida (el papel de la Vicaría de la Solidaridad del cardenal Raúl Silva Henríquez tuvo mucho más visibilidad), pero de tintes heroicos en medio de una dictadura que perseguía a sus enemigos a sangre y fuego.
The Kitchen fue un cómic de Ollie Masters y Ming Doyle publicado en ocho entregas por Vertigo / DC en 2015. Tenía como particularidades la época (fines de la década del 70), el lugar (el por entonces violento y marginal barrio de Hell's Kitchen en Manhattan), el trasfondo (la mafia irlandesa y, en un segundo plano, la italiana) y, muy especialmente, tres sorprendentes protagonistas femeninas. Todo parecía servido para una transposición al cine que tardó apenas cuatro años en llegar. El principal problema (entre varios otros) de Las reinas del crimen es que nunca se decide entre apostar por el artificio y la exageración del cómic o por el realismo de un exponente del género de gánsteres. Así, esta ópera prima como directora de Andrea Berloff (guionista de Las torres gemelas, Straight Outta Compton, Blood Father y Noche de venganza) resulta un híbrido que no hace pie en ninguno de esos terrenos y termina dilapidando un generoso presupuesto para la reconstrucción de época y un elenco pletórico de figuras tanto en los papeles protagónicos como en los secundarios. Kathy (Melissa McCarthy), Ruby (Tiffany Haddish) y Claire (Elisabeth Moss) son tres mujeres que sufren la violencia doméstica, los prejuicios machistas que les reservan lugares como esposas y madres sumisas, y una acumulación de humillaciones públicas y privadas. Sin embargo, cuando sus maridos son detenidos tras un frustrado asalto -y ante las crecientes carencias económicas-, ellas deciden ofrecerles servicios de seguridad a los comerciantes del barrio (casi todos de origen irlandés) a cambio de un pago mensual. Ads by El negocio y su estatus dentro de la comunidad no paran de crecer hasta que 16 meses después sus esposos salen de prisión y los abusos amenazan con regresar. No conviene adelantar nada más de una trama que será pródiga en asesinatos, alianzas y traiciones. La idea de hacer una película con mafiosas de armas tomar, amas de casas en principio desesperadas y luego empoderadas, parecía muy buena porque además sintoniza con estos tiempos en los que Hollywood también está intentando romper con los arquetipos y los lugares comunes del cine de género. Sin embargo, más allá de esa impronta feminista, Andrea Berloff no logra dotar a su primer largometraje de una estética, de unos climas, de un suspenso y una tensión narrativa que lo conviertan en algo particularmente creativo y atractivo. Una apuesta valiosa, pero al mismo tiempo una oportunidad perdida.