Entre tanto rockumental básico, meramente celebratorio y convencional en su forma (testimonios a cámara, fragmentos de conciertos y algo de trastienda), Matangi / Maya / M.I.A.surge como una bienvenida “anomalía”: primero porque la historia de Mathangi “Maya” Arulpragasam, más conocida por su nombre artístico de M.I.A. (acrónimo de Missing In Action), es mucho más interesante, conmovedora y desgarradora que la de la inmensa mayoría de sus colegas y, en especial, porque está construido a partir de cientos de horas de videos caseros filmados por ella misma desde niña (está a punto de cumplir 44 años). Aunque estos datos se pueden encontrarse en Wikipedia o cualquier entrada biográfica sobre M.I.A., bien vale un pequeño resumen para explicar este documental. Si bien nació en Londres, ella es hija de Arul Pragasam, líder y fundador en 1976 de la resistencia armada tamil contra el gobierno de Sri Lanka. Así, además de que su familia se convirtió en refugiada política, con el tiempo ella fue creciendo como activista por los derechos de esa etnia masacrada en un genocidio de "limpieza étnica" (más de 70.000 civiles de origen tamil muertos en la guerra civil), al punto de que terminó siendo acusada por muchos ingleses de “terrorista” incluso en manifestaciones públicas. En cada una de sus intervenciones en los medios -y en muchas de sus canciones- suele hablar de las penurias de las mujeres de ese origen y sobre las experiencias de los inmigrantes “marrones” en Gran Bretaña (“todos somos pakis”, dice). Ella siempre tuvo ínfulas de documentalista y, por eso, tenía compulsión a agarrar la cámara y flimarlo todo (y filmarse siempre). El resultado de esa obsesión son esas cientos de horas de home videos que el director debutante Steve Loveridge utiliza como base para un (auto)retrato apasionante. Es cierto que la exposición de la situación de los tamiles peca de didáctica (y probablemente encuentre múltiples detractores entre quienes se oponen a las reivindicaciones separatistas de ese pueblo), pero en el film se alcanza a percibir en toda su dimensión el dolor, la rabia, las contradicciones viscerales, la dinámica familiar, la rebeldía, el espíritu de lucha y el genio artístico de una mujer que ha sabido como pocas condensar el legado artístico de sus orígenes y sus tradiciones con el hip hop y la música electrónica de Occidente en busca de una nueva identidad en esa fusión. Puede que los fans de su faceta exclusivamente musical se sientan un poco frustrados porque el film le dedica mucho tiempo a su familia, a sus controversias públicas (el dedito a-la-fuck you durante el show con Madonna en el entretiempo del Super Bowl 2012) y a su activismo político, aunque ahí están sus comienzos de la mano de Justine Frischmann, líder de la banda de britpop Elastica, la explosión vía Napster de su primer disco Arular, sus actuaciones por todo el mundo y su particular proceso creativo para concebir hits como Paper Planes. Pero precisamente porque Matangi / Maya / M.I.A. no es un mero rockumental obsesionado por los grandes éxitos de una artista resulta un ejemplo contundente -y por momentos brillante y demoledor- sobre cómo usar el material de archivo para conseguir un retrato poderoso, íntimo, fascinante y encantador.
En la línea de Diego Lublinsky o Martín Rejtman, el guionista y director Matías Szulanski (Reemplazo incompleto, Recetas para microondas, En peligro) apuesta a romper con el realismo imperante en el cine nacional con una tragicomedia absurda que propone una relectura bastante despiadada sobre la Argentina de la segunda mitad de la década del 60. Un joven científico argentino (Ezequiel Tronconi) intenta implementar un plan espacial para adelantarse a los Estados Unidos y la Unión Soviética en la llegada a la Luna. Típico antihéroe, genio incomprendido, se trata de un auténtico perdedor que sufre todo tipo de neurosis, es engañado por su esposa (Laura Laprida), es manipulado por su jefe (Alberto Suárez) y sufre a cada rato en carne propia los efectos de la burocracia que se ha instalado en el seno del gobierno militar de Juan Carlos Onganía. La película tiene un impecable despliegue visual (mérito de la fotografía con ínfulas pop de Sebastián Ferrari), una precisa reconstrucción de época (la dirección de arte es de Sandra Iurcovich) y algunos pasajes de humor negro (casi al borde de la crueldad hacia su atribulada criatura) que remiten por momentos a la filmografía de los hermanos Ethan y Joel Coen. No siempre la fórmula funciona, pero se agradecen la búsqueda, el riesgo y, claro, los no pocos hallazgos estéticos y narrativos.
Esta superproducción de 22 millones de euros de presupuesto deslumbra más por su envoltorio que por su contenido. Se supone que el espectador debería fascinarse con la figura de François Vidocq (interpretado por Vincent Cassel), rey de los bajos fondos parisinos, mítico por sus espectaculares fugas de distintas cárceles, temido y odiado por igual, pero en verdad poco de eso ocurre y, en cambio, uno se queda con aspectos si se quiere suntuarios, como ver la reconstrucción digital de cómo lucía la ciudad luz en 1805 (en una de las primeras imágenes se muestra incluso el Arco de Triunfo a medio hacer, ya que se inauguró el 15 de agosto de 1806). La película tiene todo lo que podría esperarse de una épica histórica (piensen en una versión francesa -y algo devaluada, claro- de la scorseseana Pandillas de Nueva York): escenas dentro de prisión, persecusiones, enfrentamientos callejeros, trampas y venganzas, lucha de clases (hay un fuerte contraste entre la miseria popular y el lujo palaciego), una subtrama romántica de espíritu trágico y constantes negociaciones con el poder político de turno. En medio del imperio napoleónico, Eugène-François Vidocq (1775-1857) escapa una vez más de sus captores, pero como cae encadenado de un barco al agua todos lo dan por muerto. Lo vemos reapareciendo como un simple vendedor de telas en una feria callejera, aunque esa vida de incógnito no durará demasiado y pronto tendrá sobre sí a las autoridades y a otros criminales. El film se concentra en el período en que lucha primero para sobrevivir solo y luego cuando hace un trato con la policía para combatir a la delincuencia a cambio de su libertad. Con un notable despliegue visual (la fotografía es de Manuel Dacosse, el mismo de Evolution, de Lucile Hadzihalilovic) y muchas escenas sangrientas, la película se sostiene en la dureza que Cassel le imprime al protagonista, aunque por momentos demuestre también cierta sensibilidad en la relación con su amante Annette (Freya Mavor). El film tiene un auténtico seleccionado de intérpretes integrado por Olga Kurylenko, August Diehl, Denis Ménoche, Fabrice Luchini (como el poderoso e intrigante Fouché) y Denis Lavant (el cruel Maillard), y todos ellos cumplen con profesionalismo con cada uno de los personajes secundarios incluso sobrellevando en varios pasajes diálogos plúmbeos. El termino cumplir es el que mejor le cabe a esta película concebida con mucha pericia y solvencia, pero sin demasiada audacia. Cumple, pero no dignifica demasiado.
Aunque transitando caminos conocidos (subgénero de jóvenes yendo de viaje y quedando atrapados en un complejo de cabañas donde empiezan a suceder eventos cada vez más extraños), la ópera prima de Ignacio Rogers (reconocido actor del cine independiente) tiene una primera parte que promete. El problema es que durante la segunda mitad (en la que entran a jugar sectas satánicas, leyendas milenarias y rituales sangrientos) las resoluciones son poco convincentes y la sensación termina siendo un poco frustrante, a pesar de los no menores hallazgos visuales (el director de fotografía fue el siempre talentoso Fernando Lockett). Una pareja (Martina Juncadella y Julian Tello) y dos que alguna vez fueron novios (Ezequiel Díaz y Violeta Urtizberea) parten juntos a bordo de un auto y llegan a una zona de bosques, montañas y lagos, donde empezarán a descubrir personajes perturbadores y situaciones extremas (en una de las primeras escenas aparece asesinada el personaje de Ailin Salas). A partir de entonces, las vacaciones se convertirán en un suplicio, una acumulación de perversiones y explosiones sangrientas. Rogers intenta reformular ciertos códigos fundacionales del género de terror y darles una impronta local, pero el resultado en esa segunda parte no es del todo convincente.
Aunque la tercera entrega ya había regalado un final perfecto y luego el estudio Pixar sufrió un cimbronazo interno con la partida (en medio de fuertes acusaciones en su contra) del patriarca John Lasseter, esta cuarta parte de una de las sagas más populares y entrañables del cine de animación no defrauda en absoluto, ya que funciona a la perfección tanto en el terreno de la comedia física y de enredos como en el aspecto emocional, con -ahora sí- un cierre que parece ser la despedida definitiva (en Hollywood nunca digan nunca) de una franquicia iniciada allá por 1995. Preparen los pañuelos. Las primeras tres entregas de Toy Story fueron (casi) perfectas en su combinación de humor, emoción, creatividad artística y hallazgos (proezas) en el campo de la animación. Además, TS3 había entregado un desenlace impecable, conmovedor, con Andy -justo antes de partir hacia la universidad- legándole sus juguetes favoritos a la pequeña Bonnie. Eso, sumado al estigma que pesa sobre las cuartas entregas de las sagas (una suerte de maleficio que ha arruinado a más de una franquicia), hacía pensar lo peor para el caso de TS4. Tranquilos: aunque quizás esté un punto por debajo de las excelentes TS, TS2 y TS3, esta cuarta parte funciona muy bien en el terreno emocional, es una brillante comedia, introduce a muy simpáticos personajes y, ahora sí, entrega un cierre ¿definitivo? a la medida de semejante saga que combinó excelencia artística con una llegada popular que cautivó a varias generaciones (puede darse el caso de que aquellos que siendo niños fueron al cine a ver TS en 1995 ahora terminen llevando a sus propios hijos a disfrutar de TS4). Una historia que nos viene acompañando (¡y cómo!) desde hace casi un cuarto de siglo. Pero dejemos por el momento de lado el exceso sentimental y vayamos a lo que propone TS4. La historia transcurre 9 años atrás, justo donde había dejado TS3. Tras una brillante escena inicial con un impresionante diluvio de fondo (¿se acuerdan lo difícil que era animar el agua hace no tantos años?), nos reencontramos con una Bonnie que debe enfrenta su primer día de clases en el jardín de infantes en medio de un ataque de angustia. Será entonces el servicial y siempre atento cowboy Woody quien se meta en su mochila para ayudarla ante cualquier contratiempo. Y las dificultades se desatan desde el momento en que la pequeña crea con sus manos a Forky, un cuchador (mezcla de cuchara y tenedor) de plástico descartable con dos ojitos irregulares que amenazan con caerse, brazos de lana y patas hechas con maderitas. Forky (la voz de Tony Hale), por supuesto, tendrá vida propia, pero está convencido de que su destino inevitable es el tacho de basura. Así, el pobre Woody no tendrá más que rescatarlo a cada instante de entre los desechos. Y Forky -un personaje tan sencillo en lo visual como hilarante en su construcción y evolución dentro de la trama de la película- es la principal incorporación dentro de una propuesta que incluirá también a dos muy divertidos muñecos de felpa como los desatados Bunny y Ducky (Jordan Peele y Keegan-Michael Key); Gabby Gabby (Christina Hendricks), una muñeca antigua en busca de un/a niño/niña que la quiera; y el también simpático Duke Caboom, un (no tan) intrépido motociclista bigotudo de origen canadiense interpretado por Keanu Reeves. TS4 -excelente carta de presentación para el director debutante Josh Cooler- tiene más y mejores momentos de comedia física, de enredos, persecuciones y rescates (en un viaje en casa rodante, en un anticuario, en un parque de diversiones) que las tres entregas anteriores, aunque por momentos la intensidad y el vértigo constante puede extenuar un poco. De todas maneras, nunca escasean el ingenio, las sorpresas y esos momentos clave en los que el film va definiendo los actos de solidaridad, los ritos de pasaje, los cambios de paradigma, las definiciones de los personajes y las despedidas para ya buscar nuevos rumbos. Las picos emotivos llegarán inevitablemente sobre el final, aunque la verdad es que con TS uno puede conmoverse cuando se escucha Yo soy tu amigo fiel u otro tema de Randy Newman; cuando el Woody de Tom Hanks abraza al Buzz Lightyear de Tim Allen o cuando mira con sus ojitos tiernos llenos de amor a la Bo Peep de Annie Potts. La mayor o menor carga íntima que TS4 puede generar dependerá, como siempre, de la sensibilidad de cada espectador. Lo que no puede negarse es que esta última entrega está concebida con la misma excelencia artística (la animación en pantalla ancha es extraordinaria en cada una de las escenas, plagadas de detalles, capas, matices y sutilezas) y la misma nobleza de espíritu que las anteriores. “Es tiempo para el siguiente chico”, dice Bo, con su cuerpito de porcelana, al comienzo del film. Es tiempo para la siguiente saga infantil (familiar), podríamos agregar nosotros tras alejarnos de la proyección de TS4. Se trata, en definitiva, de una despedida a lo grande, a la medida de una saga que ya forma parte de la mejor historia del cine.
Joe Penna nació en Brasil y se convirtió en uno de los youtubers más populares del planeta con el seudónimo de MysteryGuitarMan. Nada hacía pensar que debutaría con una película tan sólida, minimalista, extrema y audaz como El Ártico, que tuvo su estreno mundial en el Festival de Cannes 2018. Prácticamente sin diálogos, con un único personaje en pantalla (hay otro hombre que muere al caer su helicóptero y una joven rusa gravemente herida) y con la inmensidad nevada del invierno de Islandia como "coprotagonista", El Ártico es una sobrecogedora, angustiante y al mismo tiempo fascinante historia de supervivencia en la línea de 127 horas, de Danny Boyle, o Todo está perdido, de J.C. Chandor. El film narra la odisea de Overgård (el extraordinario Mads Mikkelsen), piloto de un avión que ha quedado varado en algún recóndito lugar del Ártico. Agua, claro, no le falta, y la pesca le permite subsistir, aunque en condiciones cada vez más infrahumanas, y con amenazas concretas como, por ejemplo, la de gigantescos osos polares. Entre la espectacularidad aterradora de las tomas panorámicas que muestran las tormentas de nieve y los planos detalle en los que cada gesto y cada decisión de Overgård adquieren una dimensión insospechada, El Ártico se convierte en un tour de force para el protagonista -que inicia una larga e incierta travesía cargando sobre un trineo a la mujer herida- y también para el espectador. La recompensa de semejante experiencia emocional es más que satisfactoria.
Decepcionante regreso de la icónica franquicia con un spinoff sin demasiados hallazgos. Vi esta MIB modelo 2019 pocas horas después de haber disfrutado del (falso) documental de Martin Scorsese sobre Bob Dylan. Sobre este film disponible en Netflix escribí para otro medio con interés y pasión cinéfila. Sobre esta película tardé casi un día en encontrar algún incentivo (intelectual) para sentarme frente a la computadora. Perdonen esta deriva personal, pero Hombres de Negro: Internacional es el tipo de productos que definen (para mal) a una parte significativa de la oferta de los grandes estudios: secuelas, precuelas o spinoffs de sagas de larga data que, vistos los resultados de estas operaciones de reciclaje, bien merecerían haber terminado donde habían quedado. Se sabe que es más fácil trabajar sobre franquicias que ya han tenido aceptación popular que construir una nueva. Por eso, la tentación de dar el manotazo a “conceptos” como el de Hombres de Negro está siempre ahí, latente. En este caso, ya no son “hombres” porque estos tiempos imponían una actualización, como la de incorporar como protagonista a una mujer (la agente M que interpreta la ascendente Tessa Thompson, vista en la saga de Creed y en algunas películas de Marvel en el papel de Valquiria). Algo similar al regreso de Los Cazafantasmas. Si bien en un principio son el agente High T (Liam Neeson) y el agente H (Chris Hemsworth) quienes encabezan la película con una escena de acción ambientada en París (en la Torre Eiffel, obvio), luego será el actor de Thor quien se reúna con Thompson para una pareja-despareja mixta. Que no haya demasiada química entre ambos es el menor de los problemas de este film ya no atado a fórmulas (aquí hay bastante de James Bond con un tour que, además de París, incluye locaciones en Londres o Marruecos) sino directamente mecánica y rutinaria. Los chistes no dan gracia, las vueltas de tuerca no sorprenden, los alienígenas no dan miedo ni entretienen (ni siquiera uno “simpático” llamado Pawny con la voz de Kumail Nanjiani)... El galán australiano Hemsworth, quien venía mejorando mucho sobre todo en su veta humorística, no tiene aquí demasiadas posibilidades de lucimiento. Y lo de figuras de renombre como Neeson, Rebecca Ferguson o Emma Thompson está directamente al borde del patetismo: la nada misma. Así, la película de F. Gary Gray (responsable de títulos bastante más logrados como La estafa maestra, Straight Outta Compton e incluso Rápidos y furiosos 8) extraña los momentos de gracia, la fluidez y el desenfado de las entregas anteriores de Barry Sonnenfeld. Will Smith y Tommy Lee Jones vuelvan, los perdonamos.
Este documental de Nicolás Méndez Casariego reconstruye durante dos horas el trabajo de la resistencia (primero dentro del país y luego desde el exterior) a la dictadura uruguaya. La película ofrece, mediante un patchwork que incluye filmaciones, fotos, grabaciones de audio, volantes, afiches, documentos políticos, publicidades y canciones de la época, algunas recreaciones que no agregan demasiado y múltiples testimonios (algunos bastante autocríticos), lo que confirma un panorama amplio y bien contextualizado sobre las actividades de los movimientos sindicales y estudiantiles, la lucha armada, la clandestinidad, el exilio con base en Buenos Aires y los efectos del Plan Cóndor. Una investigación valiosa y rigurosa destinada a los interesados en la historia de la izquierda en América Latina.
Catherine Corsini siempre abordó la identidad y la sexualidad femeninas con miradas cuestionadoras y provocadoras. Aquí, a partir de la novela publicada en 2015 por Christine Angot (la misma autora en la que Claire Denis se basó para Un bello sol interior), describe las experiencias de Rachel (la belga Virginie Efira, actriz de moda en el cine francés), una bella oficinista de origen judío y escasos recursos económicos en el pueblo de Châteauroux a finales de la década de 1950. Con 26 años, ya muchos la consideran (y ella misma se considera) una solterona, pero la aparición de Philippe (Niels Schneider), un joven seductor, impulsivo, arrogante, culto y decididamente manipulador, cambiará para siempre su vida. Tras una relación en principio pasional (las escenas de sexo son múltiples e intensas), él decide regresar a París y al poco tiempo ella se da cuenta de que ha quedado embarazada. Tarda bastante en decírselo, pero -cuando Philippe finalmente conoce a su hija Chantal- la termina rechazando para luego incluso formar otra familia. Esta épica feminista expone los fuertes condicionamientos sociales, pero también la dignidad y la fuerza de una madre por conseguir que el padre reconozca y le dé su apellido a la niña (luego adolescente y finalmente adulta, interpretada por Estelle Lescure primero y por Jehnny Beth después). El padre la verá de forma intermitente, pero tras cada encuentro Chantal queda destruida emocionalmente. Los secretos y mentiras se descubrirán en una segunda mitad por demás inquietante y con ciertos momentos conmovedores. La película tiene algunos problemas en el verosímil sobre todo al principio (Efira tiene 42 años y su personaje, quedó dicho, 26), pero luego sí -maquillaje mediante- interpretará a la torturada Rachel hasta la madurez y su primera vejez. Lo mejor del film -que se extiende un poco más de lo deseado en sus 135 minutos- tiene que ver con las actuaciones, el uso de la voz en off (que no es de la protagonista sino que maneja el punto de vista de su hija) y, sobre todo, con la profundidad psicológica que consigue en esta incursión en los sueños, deseos, contradicciones, humillaciones, miserias, culpas, frustraciones, resentimientos y reivindicaciones a la hora de diseccionar lo más profundo e intrincado de la intimidad femenina.
Dolor y gloria narra la historia de Salvador Mallo (Antonio Banderas, en la que muy probablemente sea las mejores actuación de su carrera como un claro alter-ego almodovariano), un director que ha conocido épocas de gloria y hoy está prácticamente retirado, mientras lucha -entre otros flagelos- contra insoportables dolores en la espalda y la cabeza que lo han sumido además en una profunda depresión que lo ha inmovilizado en más de un sentido. A partir de la presentación en la Filmoteca de Madrid de una copia restaurada de Sabor, un film suyo rodado 32 años atrás y revalorizado como un clásico, se reencuentra con Alberto Crespo (Asier Etxeandia en plan Eusebiop Poncela), a quien no había visto desde aquel caótico rodaje. A pesar de las viejas peleas, ambos empiezan a compartir algunos proyectos laborales (como un monólogo escrito por Salvador que Alberto monta solo en un pequeño teatro off), pero también el uso de heroína (todo un tema para la generación de la “movida” española). Dolor y gloria es una historia dura y emotiva, poderosa e intimista a la vez, que aborda cuestiones como la degradación física, la vejez, la relectura y resignificación de distintos momentos clave de la vida personal (desde las experiencias iniciáticas de la infancia hasta la forma de lidiar con la muerte de la madre) y la posibilidad de reencontrarse con los demás y con uno mismo. Si esta descripción parece propia de un libro de autoayuda, lo cierto es que Almodóvar aborda estas temáticas con sutileza, austeridad emocional, múltiples matices y una inteligencia que ubican a Dolor y gloria entre las mejores películas de su dilatada carrera que ya supera las cuatro décadas. Un film de una solidez, una precisión y una convicción insoslayables (con algo de Ocho y medio, de Federico Fellini, y un homenaje a la lejana Arrebato, de Iván Zulueta) a cargo de un director en plena madurez artística. Aunque Almodóvar ha sido elogiado desde siempre por sus incursiones en el universo femenino, esta suerte de cierre del tríptico sobre las desventuras de directores de cine que iniciara con La ley del deseo y La mala educación lo muestra igual de sensible en su retrato de las contradicciones internas, los miedos, las angustias y los traumas de los hombres cuando la madurez ya se confunde con los primeros indicios de una vejez que trae aparejados achaques físicos y miserias psicológicas. Como dato de color, la película -un nostálgico canto al amor maternal, al poder del cine y a los amores perdidos- tiene múltiples conexiones con la Argentina: desde el esencial papel de Sbaraglia (un ex amante de Salvador durante tres años en su juventud) hasta una participación especial de Cecilia Roth, el diseño de Juan Gatti, la dirección de arte de María Clara Notari y hasta un fragmento de La niña santa, de Lucrecia Martel, que los protagonistas ven en televisión. Y es precisamente el Salvador ya cincuentón de Sbaraglia quien regala con un beso apasionado al Salvador de Banderas uno de los momentos más intensos de una conmovedora, inolvidable película que se ubica con contundencia entre lo mejor de una flimografía almodovariana que ya supera los 20 largometrajes.