En los 90 es el ejemplo opuesto a Stranger Things. Mientras en la serie de Netflix las miles de referencias a los años '80 se hacen explícitas, obvias, en la ópera prima de Jonah Hill la década de 1990 está presente en el ambiente, en el tono, en los climas, en ciertas costumbres y actitudes de los personajes, pero casi nunca en el guiño cómplice ni en la exaltación melancólica. Por supuesto, hay momentos en que los protagonistas hablan, por ejemplo, de Blockbuster, pero ese y otros elementos están presentes en función dramática y no como regodeo nostalgioso. Descartada entonces la exaltación y el subrayado de época, hay que advertir que En los 90 tampoco es una película de skaters. Es decir, los personajes andan en patineta y el momento en el que a Stevie (el encantador y entrañable Sunny Suljic) le regalan una de las buenas es uno de los más conmovedores del film, pero esto no es Paranoid Park ni Skate Kitchen. ¿Entonces de qué va En los 90? Es, básicamente, un coming-of-age, una película sobre los ritos de iniciación del apuntado Stevie en los '90 del título, cuando todavía ni Internet ni los celulares habían cambiado para siempre los hábitos de consumo y socialización. Stevie vive con una madre no demasiado atenta ni presente (Katherine Waterston) y con un hermano mayor abusivo (un desaprovechado Lucas Hedges). Así, se ve obligado a buscar las amistades, las lecciones de vida y la maduración en la calle. Y, aun siendo el benjamín, casi la “mascota” de un clan de pibes marcados por el desamparo y los excesos, finalmente encontrará alguna conexión. La primera mitad de En los 90 es notable en su descripción de la dinámica masculina y de ese ambiente de skaters a la deriva. Esta suerte de versión asordinada de Kids (Hill claramente admira a Harmony Korine y Larry Clark), rodada en 16mm, tiene algunos lejanos sesgos autobiográficos (el guionista y director tenía 13 años en 1996 y solía andar en patineta), pero antes que nada es una mirada llena de ternura sobre un tiempo y un lugar. Lamentablemente, sobre la segunda mitad el realizador cede a la tentación de ponerse demasiado sentimental y confesional, aunque la pelicula nunca se desbarranca. El terreno musical es otro de los hallazgos de En los 90 con una música original a cargo de los talentosos Trent Reznor y Atticus Rossy una amplísima y ecléctica selección de canciones que incluye a Seal, Pixies, The GZA, The Pharcyde, Big L, The Misfits, A Tribe Called Quest, The Mamas and the Papas, Omega, Gravediggaz, Herbie Hancock, Cypress Hill, Nirvana y Ginuwine, aunque ningún pasaje es tan lírico y emotivo como cuando Stevie y su mentor Ray (Na-kel Smith) pasean en patineta por las calles de Los Angeles mientras suenan de fondo los tristes acordes de We'll Let You Know y la voz de Morrissey. Uno de los varios excelentes momentos de un primer largometraje que permite sostener que hay en Jonah Hill un gran director en potencia.
Película pequeñísima en su producción, austera en su tratamiento, pero impecable en su ejecución y conmovedora en su resultado, esta multipremiada ópera prima de Celia Rico Clavellino es una de las principales revelaciones del cine español reciente. Si bien transcurre en buena parte dentro de una casa y con apenas dos personajes, es mucho más que una película "de cámara", intimista y minimalista. Se trata de un retrato profundo y minucioso de una relación madre-hija dominada por la angustia, la frustración, la dependencia mutua, pero especialmente y sobre todo por el amor incondicional. Leonor (Anna Castillo) es una veinteañera que desea irse del sobreprotector regazo materno. El problema es que Estrella (una extraordinaria Lola Dueñas) está muy sola, frágil y triste, sumida en su impotencia y su adicción a las series. La hija no sabe cómo decírselo, pero ya es tiempo de independizarse y finalmente encuentra un trabajo como niñera en Londres y hacia allí parte. Sin rencores, pero sufriendo el vacío, Estrella se irá comunicando y siguiendo a la distancia los avatares de Leonor. Y, a partir de su habilidad para la costura, irá saliendo poco a poco del encierro interior y exterior en ese pequeño pueblo del sur de España. El riguroso trabajo de puesta en escena, la obsesión por el detalle y la capacidad para sacar siempre lo mejor de sus dos actrices en cada plano hablan de la sensibilidad y el talento de una directora para seguir muy de cerca.
Después de varias ediciones un poco erráticas o demasiado irregulares en su nivel general, Historias Breves 17 recupera un nivel que, aunque no alcance al de sus primeros y ya míticos años (de allí surgieron, entre otros, Lucrecia Martel, Daniel Burman, Adrián Caetano y Andrés Muschietti), sí muestra una saludable renovación de temáticas, estéticas, enfoques y modos de producción. Por ejemplo, la violencia de la década de 1970 se retrata de manera inteligente en Hay Coca, de Jose Issa, con Roly Serrano llevando un bolso cuyo contenido desconoce en plena Puna (el film desemboca en un emotivo homenaje a la recientemente muerta Isabel Sarli y a Armando Bo); y Noche de novias, de Santiago Larre y Gustavo Cornaglia. El humor negro aparece en Una noche solos, querible retrato de Martín Turnes sobre las desventuras de un matrimonio en crisis (Diego Velázquez y Analía Couceyro) que deja a su hijo de cuatro años con la abuela e intenta aprovechar una promoción en un hotel alojamiento. También se lucen La medallita, de Martín Aletta, trágica historia de un virtuoso boxeador y poeta de los años 30 que combina blanco y negro, estética del expresionismo alemán, intertítulos propios del cine mudo e ínfulas gardelianas; y El agua, otro corto con elementos fantásticos en el que Andrea Dargenio imagina un mundo sin agua (impactantes las imágenes de una nadadora saltando de un alto trampolín a una piscina vacía y de mares convertidos en desiertos) con resultados tragicómicos y, claro, muy inquietantes.
Mito y leyenda del cine dominicano, personaje maldito para buena parte del establishment, figura de culto en París y Nueva York, héroe trágico (fue asesinado por tres jóvenes el 13 marzo de 2000, a los 53 años, en su departamento de Santo Domingo), Jean-Louis Jorge llegó a filmar películas como La serpiente de la luna de los piratas y Melodrama (seleccionada para la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 1976), coqueteó con Hollywood y fue bastante maltratado por la cultura oficial no solo por su homesexualidad sino sobre todo por su permanente provocación, su exotismo, su osadía, su trasgresión, su apuesta por el surrealismo y el kitsch incluso antes del boom almodovariano. La codirectora Amelia Guzmán conoció de casualidad la historia de su tío y, gracias a la colaboración del también cineasta colombiano Luis Ospina (quien se formó con Jean-Louis Jorge en la UCLA de California), reconstruyeron su historia personal y artística, y fueron recuperando las copias de sus cortos y largometrajes, así como varios de sus guiones. Uno de los tantos proyectos inconclusos es el germen de esta película que narra el intento de cuatro sobrevivientes por llevar adelante un rodaje caótico y de inevitable destino trágico. La directora es Vera (Geraldine Chaplin, quien venía de trabajar con Guzmán y Cárdenas en Dólares de arena), una veterana actriz en decadencia que encuentra que la mayoría de los artistas de su generación ha muerto; el productor es Victor (Jaime Piña); el camarógrafo y director de fotografía es Martín (el propio Luis Ospina), mientras que el coreógrafo Henry (se trata de un musical cargado de pintoresquismo) está interpretado por Udo Kier. Entre el cine experimental (hay imágenes acuáticas de enorme belleza en ámbitos paradisíacos), el ensayo de las eróticas escenas musicales, múltiples juegos del cine dentro del cine (con las tensiones propias de todo equipo de rodaje), un off omnipresente de espíritu existencialista e irrupciones de vampirismo, La fiera y la fiesta resulta una auténtica rareza con pasajes muy inspirados y de los otros. Más allá de sus desniveles, se trata de un valioso homenaje y reivindicación de un artista en muchos sentidos pionero y hoy injustamente olvidado dentro de los cánones del cine latinoamericano.
Tras dirigir las dos primeras entregas de Mi villano favorito y tres años después de haber filmado La vida secreta de tus mascotas, Chris Renaud regresa con esta secuela que retoma a los encantadores personajes y, aunque esta vez el resultado es menos eficaz, no deja de regalar unos cuantos momentos divertidos y entrañables para los más pequeños. La segunda parte de esta saga de la exitosa productora Illumination está dividida en tres subtramas. La principal tiene como protagonista al neurótico perro Max. Es que su dueña Katie se enamora, se casa y tiene un bebé que luego se convertirá en un niño travieso capaz de dificultar aún más su existencia y la de su gigantesco ladero Duke. La familia completa dejará la "tranquilizadora" Nueva York para emprender un viaje a una granja, donde las mascotas descubrirán un nuevo mundo. Las otras dos historias están encabezadas por las gatas Gidget y Chloe y el conejo Snowball e incluyen, por ejemplo, la misión de liberar a un tigre blanco en poder del sádico dueño ruso de un circo. Lo mejor de esta secuela tiene que ver con sostener la indudable simpatía de los personajes y la belleza multicolor de cada una de las escenas, aunque el guion de Brian Lynch no sea precisamente un dechado de originalidad. Los adultos que sean fans de la animación y encuentren alguna función nocturna que dé la versión subtitulada podrán disfrutar de los expresivos aportes de Patton Oswalt, Kevin Hart, Harrison Ford y otras figuras en las voces originales.
Alumnos y alumnas se preparan para los exámenes finales con las más diversas tácticas de estudio. Llega el día de dar los orales. Profesores más o menos exigentes, nervios, tensiones, frustraciones y la liberación final. Luego, a esperar las notas y firmar las libretas. La cámara fija de Eloísa Solaas va hasta las facultades de la UBA del título (Arquitectura, Derecho, Física, Filosofía, Sociología, Botánica, Diseño de Imagen y Sonido, y hasta un bienvenido descanso musical con una prueba de piano) para narrar la intimidad de la vida universitaria en su momento decisivo. Puede que el dispositivo elegido por Solaas (egresada de Imagen y Sonido, premiada como mejor directora en la competencia argentina del último Bafici por esta ópera prima) resulte demasiado rígido, pero la capacidad para poner la cámara en el lugar exacto y luego seleccionar los momentos más importantes (siempre con el objetivo puesto en los rostros de los alumnos y con las preguntas, observaciones y evaluaciones de los docentes en el fuera de campo) hace de Las facultades un acercamiento en varios pasajes fascinante a la dinámica de las universidades públicas. Las diferencias entre el clima muchas veces caótico de las carreras de Humanidades y el contexto solemne y atildado de Derecho quedan evidenciadas sin que Solaas necesite subrayar elemento alguno. Un relato construido con los mejores recursos y atributos del documental de observación, con Frederick Wiseman como principal referente.
(Esta crítica contiene algunos spoilers, sobre todo para quienes no vieron aún Avengers: Endgame) Spider-Man siempre está de regreso. Lo hizo a principios de 2019 en versión animada con Un nuevo universo y la hace ahora nuevamente con esta secuela de De regreso a casa, que hace dos años dirigió también Jon Watts. Aunque algo menos lograda que su predecesora, Lejos de casa tiene -para los fans de Marvel- atractivos y connotaciones mucho más fuertes, ya que se mete de lleno en el MCU. No es que antes no tuviera múltiples conexiones, pero esta 23ª película del universo cinematográfico de estos superhéroes tiene constantes referencias a la continuidad de la franquicia ya sin Robert Downey Jr. luego de los contundentes eventos de la reciente Endgame. En ese sentido, y más allá de que el film sigue siendo en buena parte de sus dos horas una comedia romántica adolescente, el Peter Parker de Tom Holland sufre todo el tiempo la contradicción íntima que significa cargar con el peso de la responsabilidad de ser el heredero elegido por Tony Stark. Y la película da también unas cuantas pistas de cómo será la vida de los Avengers ya sin Iron Man. Peter Parker está enamorado de su compañera de clase Michelle o MJ (Zendaya) y un viaje que está a punto de emprender por Europa con su curso parece el marco ideal para confesarle su amor. Pero ambos son unos freaks dominados por la inseguridad y la torpeza. Mientras viajan por ciudades como Venecia, Praga, Berlín y Londres (el climax es en el Tower Bridge de la capital inglesa) y la tensión erótica entre ambos crece, aparecen -claro- las complicaciones dignas de su lugar de superhéroe con Nick Fury (Samuel L. Jackson) siempre manejando los piolines y un nuevo personaje (el Quentin Beck / Mysterio de Jake Gyllenhaal) como antagonista. Y en esta subtrama surgen desde un sofisticado sistema militar denominado Edith hasta universos paralelos y realidad virtual, pasando por duelos de destrezas y fuerzas sobrenaturales que derivan en destrucciones por doquier. El constante pendular entre la comedia de enredos juveniles (con varios buenos personajes secundarios que se emplean en plan comic-relief como el Ned de Jacob Batalon, hilarante compinche de Peter) y la solemnidad del mundo superheroico no siempre funciona con fluidez y en cierto pasajes la narración se torna un poco mecánica, como cumpliendo con ciertos tópicos “inevitables”. Otro aspecto que cada vez cuesta más aceptar es que Holland, de 23 años, y Zendaya, que está por cumplir también esa edad, interpreten a sendos adolescentes de 16. No es que estén mal en sus caracterizaciones (de hecho Holland es un muy buen Hombre Araña), pero a esta altura el verosímil se resiente bastante. En el terreno comercial (por la popularidad del personaje principal, por la marca Marvel y por su estreno para las vacaciones de invierno), Lejos de casa tiene todo para ser un gran éxito. También llama la atención que, siendo una producción de Sony, esté tan vinculada al MCU que, hoy por hoy, pertenece en casi su totalidad al grupo Disney. En ese sentido, Marvel Studios parece haber sorteado todo tipo de obstáculos y prevenciones, para seguir ampliando su alcance global ya sin límites. Por último, las recomendaciones de siempre en estos casos: no deberían perderse la larga escena que está en medio de los créditos de cierre, ya que es fundamental para la continuidad de la saga. En cambio, la que figura al final de los títulos es más bien una humorada con Nick Fury que puede (o no) verse según el apuro y la paciencia de cada espectador.
Tras un largo recorrido por festivales (y no pocos premios), se estrena en la Sala Lugones del Teatro San Martín este segundo largometraje documental de la realizadora portuguesa Cláudia Varejão producido por la prestigiosa cooperativa Terratreme Filmes y rodado íntegramente en Japón. Es que es allí, en un pueblo pesquero perdido en la península de Shima, unas pocas mujeres mantienen una tradición milenaria (lo de milenaria no es una exageración ya que comenzó hace más de mil años) que consiste en sumergirse en el mar en busca de valiosas perlas. Se trata de una actividad exclusivamente femenina y la mirada atenta pero respetuosa de Varejão (al extremo de que no hay música incidental ni movimientos de cámara y los cortes de montaje son escasos) nos acerca a tres mujeres ya veteranas que generan respeto pero al mismo tiempo provocan cierta incomprensión en el resto de la comunidad. La directora muestra la intimidad de estas señoras que llevan más de 30 años buceando (sin tubos de oxígeno, por supuesto) con sus dinámicas familares, su religiosidad, su pasión por la música (sobre todo el karaoke) y sus rituales (prepararse antes de tirarse en el mar implica una compleja ceremonia). Un bello y austero documental observacional que retrata a estas entrañables Ama-San (“mujeres del mar” en japonés), independientes y autosuficientes, precursoras del feminismo en una sociedad patriarcal y conservadora como la japonesa, incluso cuando el concepto de feminismo ni siquiera formaba parte del debate.
Con casi siete millones de entradas vendidas entre seis películas, el universo conformado por los dos films de El conjuro, los dos de Annabelle, La bruja y La maldición de La Llorona se ha convertido ya en una de las franquicias más exitosas del género de terror en los cines de la Argentina. La saga que tiene como eje específico a la inquietante muñeca victoriana del título regala ahora su tercera entrega, que presenta en el planteo inicial y en el cierre al matrimonio de demonólogos conformado por Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), pero que en verdad tiene como protagonistas a Judy (McKenna Grace), hija de ambos; a la niñera Mary Ellen (Madison Iseman), que tiene la misión de cuidarla en ausencia de los padres, y a la amiga de esta, Daniela (Katie Sarife), que no tiene peor idea que ingresar a la habitación en la que los Warren guardan múltiples objetos con poderes diabólicos, incluida -claro- Annabelle. Este film dirigido por el debutante Gary Dauberman (guionista de las dos entregas anteriores de este spinoff de El conjuro) tiene algo del terror setentista y otro poco de las clásicas historias de Scream (agraciadas adolescentes deben resistir la amenazante presencia de fuerzas malignas), pero, si bien evita la acumulación sangrienta del slasher, termina apelando durante sus 106 minutos a demasiados lugares comunes tanto en su puesta en escena como en el diseño sonoro y en los efectos visuales. El resultado final no es indigno (el profesionalismo de Dauberman es indudable), pero deja gusto a poco.
El director de éxitos comerciales como Elsa y Fred, Viudas, Corazón de León, Inseparables y El fútbol o yo construye una película que pretende subvertir los códigos de la comedia romántica mas convencional, pero termina abrazando unos cuantos estereotipos con una resolución concesiva y poco convincente. Paula (Julieta Díaz) dirige una revista femenina “progre” que -como todas las revistas (progres o no)- está en plena crisis económica. Ante la inminencia del cierre, los dueños de la editorial le piden que apunte a contenidos más convencionales y tradicionales, con énfasis en la maternidad. Pero Paula -prototipo de la mujer independiente contemporánea- no sueña con tener hijos y tampoco quiere compromisos afectivos serios (tiene un amigovio que interpreta Sebastián Wainraich) e inicia entonces una columna, “Razones para no ser madre”, que se convierte en un éxito insospechado. El otro protagonista es Rafael (Pablo Echarri en su habitual papel de galán irresistible), un hombre casado y padre de una pequeña hija de pica rebeldía, cuya esposa está radicada desde hace muchos meses por trabajo en Finlandia y parece no tener demasiado interés en retomar la vida familiar. Rafael se muda al departamento contiguo al de Paula y se la pasa corriendo entre la escuela (donde las madres de las compañeras de Rocío no paran de suspirar por él) y su trabajo que consiste en mostrar casas para una inmobiliaria. Contará, sí, con la ayuda ocasional de Mollo (Daniela Pal, en el papel secundario más ambiguo e interesante de todo el film) y luego también de su vecina Paula. La película amaga con un planteo sobre el empoderamiento de la mujer, pero la saludable impronta femenina más a tono con estos nuevos tiempos de la Argentina, del mundo e incluso de la comedia romántica (como bien sostiene Fernanda Mugica en esta columna) queda bastante disimulada primero y arrasada finalmente por una resolución conservadora, complaciente y concesiva. Algo pasa, en ese sentido, con el cine de Marcos Carnevale en general, que apunta a romper con los estereotipos, con los mandatos tradicionales, con los prejuicios sociales, pero en muchos casos no hace más que reafirmarlos o en el mejor de los casos cuestionarlos de manera obvia, a fuerza de moralejas tranquilizadoras como para que todo quede bien clarito y (sobre)explicado. Y ese es, en definitiva, el principal problema de No soy tu mami, una comedia romántica con escasa sutileza, sin demasiados matices, con tendencia al subrayado (los contrastes entre Paula y el personaje de su hermana embarazada que encarna la coguionista Celina Font así lo certifican), una música torpe a cargo del brasileño Fabio Góes y una fotografía de Horacio Maira que ni siquiera cuida demasiado los primeros planos de los protagonistas. Entre personajes secundarios que funcionan como meros engranajes de una maquinaria ya vista muchas veces (Valeria Lois, por ejempo, como la Claudia Fontán de las producciones de Adrián Suar en el papel de la compañera de trabajo de Paula) están Echarri y Díaz (en una nueva colaboración con Carnevale después de Corazón de león y El fútbol o yo), quienes merecen ser reivindicarlos por mantener a flote a puro profesionalismo y no poco carisma personal un material que no es lo provocativo que pretende ser y una puesta en escena chata, apurada e incluso por momentos algo desprolija.