Tras filmar con cineastas como Matías Piñeiro, Mariano Llinás, Hugo Santiago y Santiago Mitre, y de desarrollar una amplia trayectoria en las distintas facetas de la creación teatral, Romina Paula debuta en la dirección con una película que combina elementos del documental autobiográfico y del ensayo familiar (con viejas diapositivas incluidas) con aspectos puros de la construcción ficcional. En principio es la propia Romina Paula quien aparece en cámara junto a su hijo Ramón, de cuatro años, y a su madre. Ella ha regresado a Buenos Aires tras vivir en Córdoba en medio de una crisis con su marido (Esteban Bigliardi) que podría o no ser definitiva. El film se asienta en la relación que se establece entre la abuela, la madre y el pequeño, y en cuestiones como el protagonismo del idioma alemán, pero también en las charlas de Romina con sus amigas (como Mariana Chaud), el coqueteo tanto con hombres (por allí aparece Pablo Sigal) como mujeres, y esa sensación contradictoria de frustración que significa volver al hogar materno cuando se está cerca de los 40 años y de liberación al poder dejar a su hijo al cuidado ajeno por unas horas y recuperar la vida nocturna, las fantasías, la aventura. El resultado es un relato no exento de riesgo, pero al mismo tiempo sostenido por la sensibilidad y la convicción de Paula a ambos lados de la cámara. Moderna y experimental sin ser ostentosa, visceral sin caer en el egotrip, De nuevo otra vez acepta sus limitaciones (no hay grandes alardes en el terreno formal) para concentrarse en lo que mejor le sienta: el registro más puro, cristalino y honesto posible.
Tras describir la vida interna de un refugio nocturno para gente sin hogar (Parador Retiro) y el universo de las divisiones juveniles de Boca Juniors (Los pibes), Colás nos traslada a un mundo muy distinto, pero también fascinante a partir de su dinámica y reglas propias. Cada fin de semana, unas 500 mujeres (abuelas, madres, esposas, hijas) y muy pocos hombres viajan a Sierra Chica para visitar a los internos de la cárcel del lugar. La cámara atenta y jamás intrusiva de Colás encuentra en un bar-almacén el corazón del lugar, ya que hacia allí se dirigen decenas de recién llegadas para comer, comprar viandas para sus familiares presos, cargar los celulares o dejar los bolsos que no pueden ingresar a la prisión. Y es el pintoresco dueño del lugar un personaje con todas las aristas necesarias para ser uno de los ejes del relato. La otra línea principal de La visita tiene que ver con las redes de solidaridad que se van tejiendo entre distintas mujeres: las que directamente se instalaron allí para estar cerca de sus seres queridos, las veteranas que se las saben todas, las novatas que llegan llenas de angustia y desinformación. Las diferencias generacionales y sociales quedan expuestas así de manera cristalina en un film que apela a muchas imágenes nocturnas e invernales (¡las largas filas de madrugada bajo la tormenta!): un contexto climático adverso descripto en toda su dimensión por un registro riguroso y respetuoso sobre el dolor, la discriminación, el desencanto, los abusos, la culpa, las carencias, el esfuerzo y, claro, también la lealtad y el amor que se despliegan pese a la distancia y la dureza de las experiencias que estas mujeres deben atravesar cada semana, mes a mes, año tras año.
Reconocido guionista y productor con múltiples antecedentes en la saga de X-Men, Simon Kinberg debuta en la dirección con esta película que, si bien cuenta con la presencia de estrellas como James McAvoy (el profesor Charles Xavier), Jennifer Lawrence (Raven), Michael Fassbender (Magneto) y Jessica Chastain (una alienígena que constituye la malvada de turno), tiene como protagonista incluso desde el título a Phoenix (Sophie Turner, la Sansa Stark de Game of Thrones). Nacida como Jean Grey, ella sobrevive a un accidente automovilístico en el que muere su madre y, a los ocho años, termina en la escuela para niños prodigio que dirige Charles Xavier. Tras ese prólogo, la acción salta a una misión en el espacio en la que ella (ya adulta) termina absorbiendo una cantidad de energía cósmica inusitada que la convierte en la mutante más poderosa. Es precisamente esa fuerza descomunal, inmanejable (como una suerte de versión femenina de Bruce Banner-Hulk), la que la hace dudar respecto de su lugar en el mundo y la convierte en el objetivo predilecto de unos extraterrestres invasores. En el cierre de esta saga de superhéroes que ya lleva casi dos décadas se abordan cuestiones como las contradicciones íntimas, las diferencias generacionales, las dificultades de integración para los “distintos” (los mutantes pasan de ser celebridades adoradas por el poder a un riesgo para la seguridad pública) y hay un festival de sofisticados efectos visuales, alguna muerte importante para no ser menos que Avengers: Endgame (no vamos a spoilear) así como escenas ambientadas en, por ejemplo, Nueva York y París. El resultado, sin ser para nada brillante, es bastante digno. La película no pretende ser demasiado cool, no hace un culto de la nostalgia (a pesar de que buena parte transcurre en 1992) y va a lo seguro. No será demasiado sorprendente, es cierto, pero entretiene y convence.
Tras su estreno en el Festival de Cannes, se lanza en los cines de todo el mundo esta biopic que -como no podía ser de otra manera tratándose de Elton John- resulta ampulosa, artificiosa, extravagante, por momentos incluso ridícula, pero siempre fascinante y divertida. La película comienza con Elton John (consagratorio trabajo de Taron Egerton) yendo disfrazado de diablo a una reunión de Alcohólicos Anónimos. "Soy adicto al alcohol. A la cocaína. A las pastillas. En verdad a todas las drogas. Y al sexo. Y soy bulímico. Y comprador compulsivo". Así, Rocketman se desmarca desde el primer plano de los lugares comunes de la biopic oficial y celebratoria (aunque igualmente lo es, ya que Elton John es productor) para mostrar las múltiples facetas de un hombre que, si bien triunfó en todo el mundo y a los 25 años ya era multimillonario, debió luchar contra una historia familiar aterradora, los prejuicios de las diferentes épocas, la timidez y la soledad. Traumas que lo llevaron -como él mismo admite- a consumir todas las sustancias ilegales imaginables y a desayunar con vodka mientras los demás se servían jugo y café. La narración va y viene en el tiempo: desde la traumática infancia en tiempos de crisis de la Inglaterra de posguerra con padres poco afectuosos y en varios momentos directamente hostiles hasta su sociedad artística y amistad de toda la vida con el compositor Bernie Taupin (Jamie Bell), pasando por varias de sus grabaciones en estudio, recitales y hasta la relación de amor-odio con su manager John Reid (Richard Madden). Sin embargo, lo que distingue a Rocketman son sus números musicales. No estamos hablando de pasajes en los que Egerton toca el piano y canta (que los hay) sino de largas, ambiciosas y creativas escenas con multitudes bailando en coreografías construidas en varios casos a puro plano secuencia y que bien podrían haber sido concebidas por Baz Luhrmann. Rocketman es un crowdpleaser con todas las letras: lleno de picos emotivos, con interpretaciones de veinte de los temas más populares de su carrera (otro punto para Egerton) y con fuertes contrastes entre el Elton John público con coloridos vestuarios, botas con plataformas y gigantescos anteojos y el hombre muchas veces abatido, deprimido, consumido por los efectos de la droga en la intimidad. En definitiva, una fábula sobre los excesos de rock, los peligros de la fama y una épica sobre la fuerza de voluntad para la redención personal. Si 2018 fue el año de Bohemian Rhapsody, Queen y Freddie Mercury, no extrañaría que 2019 le pertenezca (al menos en el ámbito de los premios para las biopics musicales) a Rocketman y Elton John.
Tras la aceptable Historias cruzadas y la penosa La chica del tren, el director Tate Taylor se reencuentra con Olivia Spencer (ganadora del Oscar a mejor actriz de reparto por el primero de esos títulos) en este film que comienza como una historia de college de manual, pero medianamente entretenida, y termina cayendo en el psicologismo barato para justificar el desborde final. Erica (Juliette Lewis) y Maggie (Diana Silvers) son madre e hija que provienen de San Diego y se instalan en un perdido pueblo de Mississippi. Mientras la adulta empieza a trabajar como camarera en bares y casinos, la chica de 16 años intenta integrarse con sus nuevos compañeros de colegio. La recién llegada es aceptada rápidamente dentro del grupo, cuyos principales pasatiempo es ir a un lugar abandonado para fumar marihuana y emborracharse. Como son menores y no pueden comprar alcohol, apelan a la generosidad (escasa, por cierto) de algunos adultos para que les hagan el favor. De pronto, Sue Ann (Octavia Spencer) no sólo acepta adquirirles las bebidas sino que además los invita a instalarse en el sótano de su alejada casa. El lugar se convierte en refugio para ellos y para otros jóvenes de la zona. El plan perfecto... hasta que deja de serlo. La relación madre-hija, las desventuras adolescentes, los ritos de iniciación de Maggie (se enamora de Andy, un atractivo chico interpretado por Corey Fogelmanis) y la dinámica pueblerina son descriptas en la primera mitad del film sin grandes hallazgos, pero con cierta solvencia que lo hace llevadero. El problema de esta película que combina algo del universo de John Hughes con el de Stephen King (Misery, por ejemplo) es cuando intenta definir la personalidad de Sue Ann y justificar su accionar apelando a flashbacks que explican sus traumas de manera obvia, subestimando siempre a un espectador al que se le da todo masticado, subrayado. Así, el de Octavia Spencer resulta un papel muy poco digno para una actriz afroamericana que no solo ya fue reconocida con el Oscar sino que venía sosteniendo una carrera seria y sólida.
En El árbol de peras salvaje el protagonista absoluto y dueño del punto de vista es Sinan (Aydın Doğu Demirkol), un veinteañero bastante terco, cínico, despectivo e irritante que acaba de graduarse en la carrera de Letras y regresa al hogar familiar en una zona rural. No tiene trabajo, plata, pero está obsesionado con publicar un libro aunque el lugar no es precisamente un centro literario cargado de oportunidades. La relación sobre todo con su padre Idris (imponente trabajo de Murat Cemcir), un maestro de primaria adicto a las apuestas turfísticas, es más que tirante, pero tampoco se lleva demasiado bien con su madre ni con su hermana menor. Demasiado metido para adentro y con un aire de superioridad, terminará peleándose con otro joven, desperdiciando la oportunidad de acercarse a una bella amiga (¿ex amante?) y tratando de impresionar a otros escritores... Las diferencias generacionales, las contradicciones entre quienes llegan de la urbe y aquellos que se quedaron en el pueblo chico, las cuestiones intelectuales y afectivas, los modestos logros y múltiples decepciones de la vida, y el tema de la desesperación por el dinero son algunos de los conflictos que van aflorando de forma natural, casi imperceptible, en este ensayo chejoviano que está construido con paciencia y sensibilidad, con un extraordinario elenco y buscando que cada diálogo, cada plano en interiores o exteriores tenga la carga dramática justa y necesaria. Brillante guionista y virtuoso puestista y director de actores, Nuri Bilge Ceylan se permite aquí infrecuentes momentos de humor y un espacio para la emoción (sobre todo en la resolución de esa tensa relación con su padre) que convierten a El árbol de peras salvaje en la película más accesible y tierna de su filmografía. Claro que estamos ante un largometraje de más de tres horas que mantiene la austeridad y el rigor de todo su cine. El realizador turco estará más sensible, pero no cede a las tentaciones del crowd-pleaser.
Rodrigo Moscoso fue una de las revelaciones del Nuevo Cine Argentino con Modelo 73, estrenada en el Bafici 2001 y luego devenida película de culto. Regresó al cine, al festival porteño y a su Salta natal con una comedia romántica que es, a la vez, clásica y universal, pero sin perder jamás su impronta local en el uso de las locaciones y en ese particular decir norteño. Juan (Javier Flores) es un típico perdedor. A los 35 años, no deja de ser un tipo inmaduro y sin suerte laboral (limpia piscinas con un patético amigo) que sigue recurriendo a la ayuda de sus padres. Sin embargo, su situación cambia por completo cuando conoce a Luciana (Bárbara Lombardo), una atractiva e impulsiva porteña de paso por esa ciudad. Las contradicciones entre el provinciano algo tímido y esa bonaerense bastante neurótica e intensa parecen ratificar eso de que los opuestos muchas veces se atraen. La pasión inicial que sobreviene tras una fiesta de casamiento tapa unos cuantos miedos y traumas, pero las mentiras que se van inventando de manera conjunta o por separado no tardarán en aflorar y en poner a prueba la estabilidad y proyección de la pareja. Moscoso apuesta por un humor melancólico, por momentos demasiado asordinado para ser una comedia de enredos, pero de todas formas logra generar la suficiente empatía como para seguir con interés hasta el final las desventuras de estas dos atribuladas criaturas.
Por varias razones que van de lo artístico a lo político, Leto es una película importante. Esta reconstrucción en blanco y negro de la movida del rock en la Leningrado de la década de 1980 es una auténtica sorpresa para el circuito comercial argentino y el hecho de que el director de Yuri's Day, Traición y The Student / El discípulo haya estado bajo arresto domiciliario desde agosto de 2017 hasta hace pocos días por sus obras provocadoras y vanguardistas (y su oposición al régimen de Vladimir Putin, claro) desató una serie de protestas en el marco de la comunidad internacional desde su estreno mundial en la Competencia Oficial del Festival de Cannes 2018, al que obviamente no pudo asistir. En la notable Leto (Verano), Serebrennikov nos sumerge en la escena de rock de la Leningrado de principios de los '80. Sí, en plena era soviética (y con un rígido control oficial que el director expone con mucho humor negro) surgieron figuras como Viktor Tsoï (interpretado por el coreano Teo Yoo), líder del grupo Kino, que justo cuando se convertía en una estrella juvenil murió en un accidente de auto con apenas 26 años. El film describe la relación maestro-discípulo entre Mike (Roman Bilyk / Roma Zver, auténtico rockstar ruso en la vida real) y Viktor, un joven fan que se acerca al músico ya consagrado y luego termina superándolo. En el medio, para conformar un triángulo sentimental, aparece Natasha (Irina Starshenbaum), la bella esposa de Mike y también una suerte de amante platónica de Viktor. Leto alcanza a transmitir toda la energía, pero también la frustración de estos músicos claramente influenciados por los Sex Pistols, Blondie, David Bowie, Lou Reed, Talking Heads e Iggy Pop (hay una buena explicación de la transición del punk a la new wave) en una narración llena de ingenuidad, rebeldía y -por supuesto- una fuerte carga nostálgica. Otros de los grandes hallazgos del film -rodado en blanco y negro con algunas pocas imágenes en color tomadas en Súper 8- son unos videoclips de clásicos como The Passenger, A Perfect Day o Psycho Killer con coreografías musicales en los transportes públicos. En la línea de Casi famosos y Velvet Goldmine, Leto es una película sobre el rock, sobre una era, sobre un movimiento y sobre personajes en crisis existencial y artística, incómodos con el lugar que les toca ocupar porque -para ellos y para muchos otros- no había futuro posible.
Marcos tiene 65 años y trabaja en una estación de servicio, aunque su verdadera pasión (oculta) son las artes plásticas. Con un pasado de persecución política y en medio de carencias económicas, el protagonista dibuja y pinta en la intimidad. Su único espectador es Luis, un ladrón de 13 años con el que establece una compleja amistad. La guionista y directora Paula Markovitch, realizadora de la aclamada El premio, se inspiró en su padre, quien concibió miles de cuadros sin jamás organizar una exposición. Casi sin diálogos y con un tono melancólico construye un retrato sobre la marginación y una reivindicación hecha desde el amor de una hija.
A casi diez años del estreno de El secreto de sus ojos, el ganador del premio Oscar vuelve a la ficción cinematográfica con actores de carne y hueso con esta ácida y negrísima tragicomedia basada en Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez. Los tiempos han cambiado y esta nueva versión, también. La película, más allá de cierta tendencia al subrayado y a la moraleja, encuentra en un portentoso elenco encabezado por Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock sus mejores momentos y atributos. En marzo de 1976, justo en momentos en que el orden democrático era interrumpido -una vez más- por un golpe militar, se estrenaba Los muchachos de antes no usaban arsénico, película de José Martínez Suárez con Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici y Bárbara Mújica. El film no tuvo la repercusión deseada en medio de ese contexto desolador, pero con los años esta comedia ácida, provocadora y negrísima, se ganó el favor cinéfilo y se convirtió en objeto de culto. Lo mismo ocurrió con el propio Martínez Suárez, quien generó varias generaciones de alumnos y discípulos que lo veneran. Juan José Campanella nunca ocultó su admiración hacia Martínez Suárez, pero sorprendió que, para su primera película de ficción tradicional luego de ganar el Oscar hace ya casi una década con El secreto de sus ojos (en el medio concretó el film de animación Metegol y varios proyectos televisivos), eligiera hacer una remake de aquel largometraje de hace 43 años. No tiene demasiado sentido incursionar en “el juego de las diferencias”, pero El cuento de las comadrejas, además de durar casi 20 minutos más que el original, ha atenuado o directamente borrado ciertos elementos disruptivos ligados al abuso psicológico hacia la mujer. Son tiempos de corrección política y Campanella -encargado de la adaptación y lavada de cara junto a Darren Kloomok- entendió que había que cuidar un poco más tanto las formas como los contenidos. Así, más que una batalla de los sexos, ahora se trata de una batalla generacional, una guerra del cerdo invertida con los viejitos piolas tratando de combatir a la modernidad, a los jóvenes ambiciosos que creen sabérselas todas, y que en el film están representados por los personajes de Francisco Gourmand (Nicolás Francella) y Bárbara Otamendi (Clara Lago). La película transcurre casi íntegramente (hay algunas escenas aisladas en restaurantes y oficinas corporativas) dentro y fuera de una impresionante casona (se rodó en el castillo Guerrero) que parece anclada en el tiempo. Allí viven desde hace 40 años Mara Ordaz (Graciela Borges), una diva de la época de oro del cine argentino con su preciada estatuilla dorada bien visible en la entrada y decenas de objetos que rememoran su pasado esplendoroso (el film es, también, sobre el dolor de ya no ser), su marido postrado Pedro De Córdova (Luis Brandoni), un ex actor sin demasiado éxito devenido artista plástico; Norberto Imbert (Oscar Martínez), quien dirigiera varias películas de Mara; y el otrora famoso guionista Martín Saravia (Marcos Mundstock). Entre ironías mordaces, un cinismo lindante con la crueldad y una acumulación de resentimientos que por momentos parece transformarse en odio, esta suerte de tribu, de secta, de resistentes, sobrevive con su impronta nostálgica y una particular dinámica interna. Sin embargo, la llegada de Francisco y Bárbara, en un principio encantadores pero pronto convertidos en una amenaza a partir de la idea de concretar con ese terreno y semejante propiedad un importante negocio inmobiliario, genera en ese núcleo una reacción furiosa y de imprevisibles consecuencias. Los principales problemas de la nueva película de Campanella tienen que ver con cierta tendencia al diálogo altisonante, al subrayado obvio y aleccionador (sí, comadreja rima con moraleja) y a una impronta demasiado teatral que genera algunos desniveles en los registros actorales (más contenido en el caso de Martínez; más exaltado en el de Brandoni). De todas maneras, los duelos interpretativos alcanzan ciertos pasajes de brillo, la construcción de ese universo cerrado (y luego espiado por ajenos) tiene su encanto perturbador y por momentos el film consigue la tensión necesaria como para que el espectador se involucre con la suerte de estas criaturas tan encantadoras como feroces, tan seductoras como temibles, para una auténtica fábula darwiniana sobre la supervivencia del más apto.