El director uruguayo de Acné, La vida útil y El apóstata regresa con esta modesta, agridulce y en definitiva entrañable tragicomedia presentada en los festivales de Toronto, Mar del Plata, Rotterdam y San Sebastián. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de moderado éxito, aunque tiene algunas “artimañas” para venderles cuadros a mujeres maduras. Solitario y de pocas palabras, se suma a la galería de protagonistas tragicómicos y disfuncionales del cine de Veiroj. Nuestro antihéroe de turno parece casi siempre un poco torpe, incómodo, desganado, confundido, resignado, descontento, a contramano de lo que quieren su ex esposa Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), sus padres o su hermano. Algo mejor le va con su hija Celeste (Olivia Molinaro Eijo), con la que se abre y se juega un poco más. La película hace gala de ese humor parco, asordinado, tan uruguayo, con situaciones que están muchas veces al borde del patetismo y el estereotipo, pero que el director sabe manejar con fluidez y resoluciones absurdas. Al fin de cuentas, Veiroj es parte de una escuela que, con muy distintos matices, forman entre otros Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, Martín Rejtman y siguen las firmas. Belmonte es pequeña y disfrutable, aunque también da la sensación de ser un proyecto de transición (de hecho Veiroj la hizo mientras preparaba uno bastante más ambicioso que ya está en postproducción). De todas formas, que no tenga tanta apuesta al riesgo y pise sobre terreno conocido, no significa que Belmonte sea un film intrascendente o descartable. Su aproximación a las contradicciones íntimas de la paternidad (el protagonista busca reconciliarse con esa condición y también aprecia los cambios de su septuagenario padre) es riguroso, valioso y por momentos incluso emotivo.
Cantante y compositor con un lugar destacado en la historia grande de la salsa, abogado doctorado en Harvard, actor en producciones de Hollywood y del cine independiente norteamericano, exfuncionario (fue ministro de Turismo entre 2004 y 2009) y candidato presidencial (quedó tercero, con el 20 por ciento de los votos), activista e intelectual radicado en Nueva York, pero en permanente contacto con su Panamá natal. Todo eso (y mucho más) ha sido y es Rubén Blades, quien con 70 años y cinco décadas de carrera musical surge como uno de los artistas más fascinantes y multifacéticos de América Latina. El guionista y director panameño Abner Benaim ( Empleadas y patrones, Invasión) siguió durante tres años a Blades para concebir un retrato íntimo y confesional, sin alardes narrativos, pero sincero incluso en aspectos incómodos como su paternidad tardía (terminó reconociendo a un hijo nacido muchos años antes). El documental muestra la trastienda de una gira con shows masivos, su compromiso social, reconstruye su batalla desigual contra los abusos de la industria discográfica (ya es legendaria su disputa con Fania Records), su paso bastante fallido por la política y su pensamiento sobre los más variados temas. En cambio, no aportan demasiado los testimonios de Sting, Paul Simon y otras figuras que reverencian al creador de populares temas como "Pedro Navaja" o "Tiburón". La brillante trayectoria de Blades no necesita de este tipo de palmadas en la espalda.
Tras haber filmado películas tan disímiles (pero igualmente valiosas) como A in't Them Bodies Saints, Mi amigo el dragón y A Ghost Story, el guionista y director David Lowery se puso al servicio de una leyenda viviente de la actuación como Robert Redford en la que todo indica será su despedida del cine. Si el papel de Forrest "Woody" Tucker, un ladrón de bancos que pasó buena parte de su vida en prisión y se hizo famoso tanto por fugarse en 18 oportunidades de distintas cárceles como por la elegancia y aplomo con que concretó cada uno de sus incontables robos, es efectivamente el canto del cisne de este intérprete -que en agosto próximo cumplirá 83 años-, entonces quedará como una despedida digna de su brillante trayectoria. Hay algo mítico en reconstruir la historia real de un veterano asaltante de bancos (la acción transcurre en 1981, con una estética propia de esa época) y, sin caer en la mera exaltación de un criminal (por más simpático que su accionar pueda resultar), la película de Lowery constituye una oda de impronta nostálgica a ciertos códigos de antaño que en la ficción respetan tanto el detective que investiga el caso (Casey Affleck, actor-fetiche de Lowery) como el propio Tucker, en un fascinante juego de gato y ratón en el que importa más la dimensión psicológica que los vericuetos de la trama policial. En tiempos en que las películas "importantes" buscan hacer más complejas y virtuosas sus estructuras, a Un ladrón con estilo le bastan noventa minutos netos para exponer el perfil del protagonista (un galán maduro que concreta sus golpes con una singular convicción y capacidad de seducción) y de su perseguidor, proponer una subtrama romántica (otoñal) con la encantadora Jewel que interpreta Sissy Spacek y regalar unos muy simpáticos pasos de comedia. Nada es demasiado presuntuoso en Un ladrón con estilo, una película sin regodeos, excesos ni ostentaciones. Esa aparente sencillez no quiere decir que Lowery se quede en la superficie o que caiga en la simplificación banal: la mixtura de géneros y elementos funciona a la perfección. Se trata, por lo tanto, de un ejemplo eficaz de clasicismo, en la línea del de otro sobreviviente (y resistente) de la vieja escuela como Clint Eastwood. Un cine que ya casi no se hace..., pero que por suerte todavía algunos pocos siguen haciendo.
Tras una larga trayectoria como actor de cine y TV, Jordan Peele (neoyorquino y afroamericano para más datos) se convirtió en 2017 en la nueva gran esperanza de Hollywood gracias al sorprendente éxito de crítica y público que consiguió con su ópera prima ¡Huye! (Get Out). Menos de dos años después, cuando acaba de cumplir 40, Peele tiene con Nosotros (Us) el desafío de demostrar que aquel debut en la dirección no fue un único golpe de suerte. Y, aun con algunos reparos o cuestionamientos que pueden hacérsele, este segundo largometraje ratifica varios de los méritos que evidenció en su primera película. Luego de un prólogo ambientado en 1986 (una niña se pierde durante 15 minutos en una atracción de un parque de diversiones que tiene un laberinto de espejos), la acción salta a la actualidad. La chica que ha sufrido aquel trauma ahora es una adulta. Se trata de Adelaide Wilson (Lupita Nyong'o), quien viaja con su marido Gabe (Winston Duke) y sus hijos Zora (Shahadi Wright Joseph) y Jason (Evan Alex) a una casa de veraneo en medio del bosque y orillas de un lago, pero cercana a Santa Cruz, la playa californiana donde había transcurrido aquella secuencia inicial. Entre anécdotas banales propias de toda familia que está de vacaciones, los Wilson reciben una visita inesperada, espectral. Una versión fantasmal -con voces guturales y detalles físicos aterradores- de... ellos mismos. La relación con esos “dobles” primitivos y degradados no será precisamente armónica y pronto descubrirán que no solo ellos han recibido esa violenta invasión a la privacidad. La película resulta una suerte de cruza entre Horas de terror (Funny Games), de Michael Haneke (que luego tuvo su remake estadounidense titulada Juegos sádicos) y la serie The Leftovers, con toques de suspenso hitchcockiano y ciertos golpes de efecto propios del terror clásico (tijeras, bates, cortes de luz, baños de sangre). Todo funciona razonablemente bien hasta que en determinado momento a Peele le sale la veta presuntuosa de la cuestión política con alegorías de la sociedad en tiempos de Trump. Y lo pretencioso se torna por momentos obvio, como cuando en una de las escenas cumbre la musicalización salta de Good Vibrations de los Beach Boys a Fuck Tha Police de N.W.A. (ya verán por qué). Así, cuando apuesta de lleno por el thriller psicológico, el director demuestra ser un narrador lleno de ingenio y oficio (no es menor el aporte visual del DF Mike Gioulakis, el mismo que iluminó Te sigue, de David Robert Mitchell, y Fragmentado y Glass, ambas de M. Night Shyamalan). En cambio, cuando aparece precisamente lo que podríamos denominar el síndrome Shyamalan (que por suerte aquí está bastante más atenuado) el film entra en una zona de riesgo. De todas formas, aun resultando un poco menos fascinante y algo más arrogante que ¡Huye!, no deja de ser una valiosa incursión dentro de un género como el terror, que nos tiene acostumbrado jueves tras jueves a una sucesión de fórmulas anodinas y demasiado transitadas.
El doctor Kaveh Nariman es patólogo forense. Mientras conduce de noche por una ruta, es obligado a realizar una maniobra violenta y termina rozando a una moto con cuatro ocupantes (un matrimonio y dos niños). El médico revisa al pequeño más golpeado, intenta compensar económicamente al padre y le dice que lleve al chico de ocho años a una guardia cercana. Aparentemente no hay signos de lesiones graves. Pocas horas después, mientras su asistente repasa los análisis a realizar ese día, se entera de que aquel niño ha muerto. Una colega realiza la autopsia y dictamina que la verdadera causa del fallecimiento fue botulismo. Ese es el planteo de este intenso film que luego derivará hacia el policial, el conflicto de pareja, el thriller judicial y, sobre todo, el drama con fuertes dilemas morales. La ética, las diferencias de clase y la corrupción son cuestiones que Vahid Jalilvand maneja con sobriedad en su segundo largometraje, apostando a una narración elegante y austera a la vez, y con el aporte de un elenco excepcional (Navid Mohammadzadeh ganó como mejor actor y Jalilvand, como mejor director en la sección Orizzonti de Venecia). El film maneja un doble punto de vista: el del médico que se obsesiona con descubrir qué fue lo que realmente determinó la muerte del niño y la del padre de la criatura, que ve cómo se va desmoronando su vida. Aunque ambos están dominados por la culpa, Jalilvand mantiene la ambigüedad, la tensión y los múltiples matices de una propuesta que remite por momentos a La separación, de Asghar Farhadi.
Dos de los cuatro hijos del actor y aquí director Gustavo Garzón (los mellizos Juan y Mariano, frutos de su matrimonio con la actriz Alicia Zanca) tienen síndrome de Down. Así, en su búsqueda por darles desde pequeños un ámbito saludable conexión y expresión, encontró -después de muchas experiencias fallidas- al grupo teatral Sin drama de Down, que lidera desde hace más de una década Juan Laso. La película es un registro íntimo y minucioso del proceso creativo de Laso y los participantes de sus talleres para montar una obra o filmar un cortometraje, siempre respetando las limitaciones y potenciando, a la vez, sus maravillosos atributos. El documental va de lo personal (home-movies, voz en off de Garzón) a lo didáctico, con testimonios a cargo del propio Laso, de la docente Belén Cervantes López y de la mítica danza terapeuta María Fux. El film es sencillo -por momentos un poco desprolijo o desarticulado- pero de una sensibilidad y una nobleza insoslayables e incuestionables. Es imposible no emocionarse al ver los logros artísticos y afectivos de estos muchachos y muchachas, los abrazos con sus seres queridos tras una función. Cualquier cuestionamiento formal o técnico a la película queda sepultado, así, por esta avalancha de ternura, un tributo inspirador que va mucho más allá de los límites de la corrección política porque nace de las entrañas, de lo más profundo del amor.
En 2017 fue Las cinéphilas. En 2018, el crowd-pleaser del BAFICI resultó Foto Estudio Luisita, a partir de una celebración nostálgica de una era que ha llegado a su fin, pero merece este y otros homenajes. Las hermanas Graciela, Rosa y Luisa Escarria llegaron en 1958 desde su Colombia natal y fue Luisita quien se hizo cargo del estudio fotográfico que le legó su madre. Casi sin elementos ni preparación, comenzó a trabajar para las estrellas del Teatro Maipo y pronto demostró un ojo único, un talento descomunal para captar el gesto perfecto, el detalle adecuado. Las luces de las bambalinas contrastaron siempre con su humildad, su timidez, su bajísimo perfil, pero fue la preferida de las estrellas del cine, de las vedettes, de los músicos populares. Acercarse a su archivo (el desenlace es una muestra de sus mejores fotos curada por la codirectora del film, Sol Miraglia) es sumergirse en un época mágica con epicentro en la calle Lavalle y la avenida Corrientes. En el mismo departamento donde funcionó el Foto Estudio Luisita y donde viven desde hace cinco décadas hoy las tres octogenarias comparten -siempre rodeadas por sus perros- recuerdos y anécdotas, mientras admiten que la tecnología (los tiempos del Photoshop) terminó con sus prácticas artesanales, que incluían creativos fotomontajes. También son simpáticos los momentos en que reciben a leyendas como Amelita Vargas o se cruzan con el las Pons, con Moria Casán o Gogó Rojo, algunas de las muchas estrellas que posaron para la cámara de Luisita. Agobiada por los años y la presencia de la cámara, Luisita repasa algunos momentos y le transmite a Miraglia (quien aparece mucho en pantalla) el constante agradecimiento por estos tiempos de reconocimientos a su labor artística por parte de las nuevas generaciones. El film -prolijo y sencillo en su forma- parece sintonizar con la esencia de las imágenes que supo conseguir la protagonista. Sin artilugios narrativos, los directores se acercan con respeto, cariño y admiración a la obra de una mujer que retrató como nadie el mundo del espectáculo porteño.
Los Nieto son una familia ligada a la delincuencia en el sur del Gran Buenos Aires. Está el padre (Daniel Fanego), un “pesado” ya sexagenario que lidera la banda; su yerno Boris (Alberto Ajaka) y un novato impulsivo y no demasiado confiable que acaba de salir de la cárcel y al que apodan El Potrillo (Ezequiel Baquero). En cambio, su hijo Marcelo (Luciano Cáceres) ha optado por abrirse y subsistir con un empleo “digno” como agente de seguridad privada. Nieto padre es quien arregla los golpes (secuestros extorsivos, asaltos, robos, apretadas) en connivencia con Molina (César Bordón), uno de los comisarios de la zona. Su objetivo es, con el fruto de los sucesivos golpes, dejarle algo a su hija Nati (Anahí Gadda), quien planea abrir una peluquería, intentar un acercamiento con Marcelo y en algún momento retirarse a pescar en una precaria casa que tiene junto a la Laguna de Lobos. En su séptimo largometraje, Durán construye un thriller negro de impronta suburbana (buen uso de las calles de Avellaneda) sobre las lealtades familiares, la culpa, la venganza, las diferencias generacionales, los dilemas éticos y morales, y cierto sino trágico que de manera inevitable sobrevuela en este tipo de grupos y actividades en el submundo delictivo. Más allá de su planteo sencillo y por momentos sin demasiados matices, la película escapa afortunadamente tanto de la glorificación como de la denuncia horrorizada. Los personajes tienen sus aspectos nobles y sus bajezas, contradicciones íntimas que los invaden en situaciones banales (una fiesta de cumpleaños infantil) o extremas (un robo que no sale como estaba planeado). En definitiva, un más que digno exponente de género construido con una narración prolija e intérpretes que sintonizan a puro profesionalismo con el tono elegido.
La película codirigida por Anna Boden y Ryan Fleck comienza con un doble homenaje a Stan Lee, patriarca de Marvel recientemente muerto, y termina con las ya habituales dos escenas ubicadas durante y después de los créditos finales, que nos informan -entre varias otras cosas que es mejor no revelar- que la protagonista regresará (en menos de dos meses) en Avengers: Endgame. . Así como DC Comics produjo Mujer Maravilla, su rival responde ahora con Capitana Marvel. Las superheroínas han llegado para quedarse y terminar de una vez por todas con el monopolio masculino, que en varios aspectos exaltaban tramas y personajes decididamente machistas. Se hizo esperar, pero Brie Larson (ganadora hace tres años del premio Oscar por La habitación) consiguió la proeza de encabezar un film del Marvel Cinematic Universe (MCU) tras nada menos que veinte películas en la última década. Más allá del encomiable cambio de paradigma, Capitana Marvel es una apuesta bastante clásica y en ciertos aspectos convencional. En principio, narra el enfrentamiento entre los Kree y los Skrull (ese prólogo remite por momentos a Star Trek, Superman y ciertos toques de la también marveliana Guardianes de la Galaxia), después describe la crisis de identidad y los orígenes del personaje central de Carol Danvers (también conocida como Vers), una expiloto de la Fuerza Aérea (aquí hay homenaje a Top Gun incluido), y luego se convierte en una buddy-movie entre ella y el Fury de Samuel L. Jackson (muy rejuvenecido gracias a los generosos efectos digitales) que transcurre sobre todo en la Los Ángeles de 1995, lo que permite a la vez un despliegue de pura nostalgia con marcas como Blockbuster y RadioShack, tecnología hoy obsoleta como los radiomensajes o el CD-Rom y canciones de Nirvana, Salt-N-Pepa, Elastica, No Doubt y R.E.M., entre otras bandas de la época. Cualquier explicación de la trama implicaría un gigantesco spoiler porque aquí nada es lo que parece. Pero Capitana Marvel -que termina desaprovechando a intérpretes de renombre como Annette Bening o Jude Law en estereotipados personajes secundarios- nos regala algunas claves: que, en realidad, todo comenzó llamándose Mar-Vell, el origen del tan mentado (y buscado) Teseracto y cómo fue que Fury perdió uno de sus ojos. Delicias que los seguidores del MCU sabrán apreciar y disfrutar.
El 19 de julio de 2005 María Elena Gómez (Miss Mariela) salió con su pareja de entonces, Ernesto Jorge Narcisi, quien luego de una discusión la mató a puñaladas. Casi todos los medios catalogaron el hecho como "crimen pasional en Puerto Madero", cuando en realidad fue un claro caso de femicidio. . Tras lidiar durante una década con la bronca, la impotencia y el dolor, la hija de la víctima -Mara Ávila- se decidió a reconstruir aquella historia, a reflexionar sobre la violencia contra la mujer y a proponer una salida ligada a la militancia. Confesional e íntima en un principio, esta en principio tesina de grado con la que egresó como licenciada en Ciencias de la Comunicación de la UBA se convirtió en un documental siempre en primera persona que en distintos momentos resulta desgarrador, conmovedor, liberador e inspirador. Más allá de algunos pasajes que distraen de lo esencial (como las experiencias de la directora-protagonista con su cuerpo en sesiones de danza contemporánea), la película propone un ejercicio introspectivo, catártico y reparador para luego transformarse en una exaltación de la lucha emprendida por el amplio movimiento feminista en tiempos del # NiUnaMenos : de lo personal a lo social. Su estreno en la víspera del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, por supuesto, no es mera casualidad.