Leo (Facundo Cardosi) es un escritor frustrado y docente de Literatura en la facultad de Filosofía y Letras de la UBA que no está pasando precisamente por su mejor momento: a la crisis creativa le suma otra afectiva, ya que está en pleno proceso de divorcio con Agustina (María Canale) y debe encontrar dónde irse a vivir con sus magros ingresos. Lo que sigue, entonces, es una tercera crisis, ya más de corte existencial, de esas que tantos hombres sufren en la mediana edad tras unos cuantas frustraciones y fracasos. Cuando Leo se empieza a interesar por Jazmín (Ailín Salas), una muy joven y talentosa alumna de su curso, la película bordea el patetismo (también cuando muestra el “reviente” de cierta noche porteña y de nuestro anithéroe), pero el guionista y director Ignacio “Nacho” Sesma (el mismo de Noche de perros) saca a flote el relato con bastante encanto, humor y sensibilidad. Así, lo que pintaba para un regodeo en los más bajos instintos y miserias de un perdedor autodestructivo (en la segunda mitad se insinúa una tragedia pasada que justifica ciertas características suyas), termina siendo un relato bastante más amable y querible de lo que prometía con ciertos elementos propios de la comedia romántica más clásica. La película abusa por momentos de cierta “suciedad” con una permanente cámara en mano, que no siempre se traduce en tensión pero que de todas formas no llega a abrumar. Además, las impecables actuaciones de Cardosi como ese intelectual cínico e inmaduro y de Salas, en un personaje menos inocente que el de sus films previos, terminan convirtiendo a Con este miedo al futuro en una historia llevadera y disfrutable.
Prolífica y veterana del cine y la TV desde los años '80 (dirigió películas como El pacificador, Impacto profundo o Cadena de favores y varios episodios de series como ER, The West Wing o The Leftovers), Mimi Leder regresa a la pantalla grande luego de un paréntesis de casi una década con este acercamiento ficcional que reconstruye y exalta la vida y obra de Ruth Bader Ginsburg (The Notorious RBG, como se la conoce popularmente), una de las figuras más importantes del ámbito judicial (y no solo judicial) del último medio siglo de historia de los Estados Unidos. Lanzada apenas cinco meses después de RBG, documental nominado al premio Oscar que también se propuso rescatar sus aportes fundamentales a la lucha por los derechos de las mujeres y las minorías primero como abogada y activista, luego como jueza y finalmente como integrante de la Corte Suprema, La voz de la igualdad resulta una biopic clásica (casi de manual), cuyo estreno en Argentina coincide con la celebración del 8 de Marzo y el auge del movimiento feminista del que RBG es reverenciada como matriarca, pionera, adalid, estandarte y referente ineludible. Interpretada por Felicity Jones, la versátil actriz inglesa vista en La teoría del todo, Rogue One: Una historia de Star Wars, Like Crazy y Un monstruo viene a verme, la RBG del film de Leder es una joven que va incursionando y destacándose en ámbitos no solo machistas sino en muchos casos directamente monopolizados por hombres. Con su cuerpo pequeño y apariencia frágil, esta joven judía logró sortear todo tipo de adversidades en los ámbitos académicos (Harvard) y tribunalicios hasta conseguir algunos triunfos históricos en juicios en pos de la igualdad de género (o, mejor, en contra la discriminación) a la que alude el título local de estreno. En cambio, el film no llega a su etapa como integrante de la Corte Suprema, donde fue protagonista de algunas sentencias (en mayoría o minoría) de fundamentales alcances (eso sí se puede apreciar en toda su dimensión en el citado y muy didáctico documental RBG). Su confidente, colaborador y marido de casi toda la vida (estuvieron juntos 56 años) fue el también jurista Martin Ginsburg, que en el film está encarnado por Armie Hammer. Si bien él siempre estuvo a su lado y la ayudó incluso en varios momentos decisivos, la película está muy lejos de minimizar los alcances de RBG porque fue ella quien ayudó -con una mezcla de inteligencia brillante y persistencia asombrosa- a cambiar en serio la historia estadounidense incluso en los períodos más tenebrosos del recrudecimiento del conservadurismo (ella es una opositora acérrima de Donald Trump). La voz de la igualdad no intenta disimular su apuesta al panegírico, al film-tributo y -por eso- hasta se anima a la aparición de la RBG real (ya anciana, pero absolutamente vigente a sus 85 años) en las puertas de los tribunales. Quien espere una película audaz en términos formales o llena de matices en el acercamiento a una figura pública es muy probable que se sienta frustrado. Se trata de una film “para la hinchada” y para que las nuevas generaciones se acerquen a un mito viviente, una personalidad fascinante, una mujer que hizo (y hace) historia. Una heroína de nuestro tiempo.
Obsesión es de esas películas que llevan a cuestionar toda la estructura de Hollywood. En principio, porque cuesta entender que alguien como Steven Knight que haya escrito series como Peaky Blinders y películas como Negocios entrañables, de Stephen Frears; Promesas del Este, de David Cronenberg; o Locke, que él mismo dirigió, termine concibiendo un guión tan ridículo y una narración tan fallida como esta. Y más aún cuesta creer que figuras del calibre de Matthew McConaughey, Anne Hathaway, Jason Clarke, Diane Lane, Djimon Hounsou y Jeremy Strong hayan leído este despropósito y aceptado luego formar parte del proyecto. Ellos o sus agentes son parte responsable porque el resultado es un film inverosímil, con personajes estereotipados y una premisa de lo más absurda. Este mixtura entre el thriller noir y el drama romántico está ambientada -a puro pintoresquismo y exotismo- en una paradisíaca isla de look caribeño (se rodó en el enclave africano de Mauricio). Allí nos encontramos con Baker Dill (McConaughey), capitán del barco Serenity que se gana la vida llevando a turistas a viajes de pesca. El protagonista es una alma en pena: un borracho solitario que termina desatendiendo a sus clientes (para desesperación de su compañero de rutas, Duke, que interpreta Djimon Hounsou), ya que su obsesión (la del título) es atrapar a un gigantesco atún de aleta azul que deambula por las aguas de la zona y siempre se las ingenia para gambetearlo. Ahora el drama familiar: Baker no ve a su hijo (aunque tiene recurrentes pesadillas ligadas al muchacho) y su ex (Anne Hathaway) lo abandonó por un multimillonario (Jason Clarke). Este hombre de negocios es un ser despótico y golpeador, por lo que Karen regresará al lugar para pedirle a Baker que lo ayude. No conviene adelantar más, pero la cosa no funciona en ninguna de las múltiples facetas del relato: no hay tensión romántica entre estos seres que se reencuentran, la trama carece de suspenso y los conflictos y resoluciones son de una torpeza absoluta. Lo dicho: Obsesión es de esos proyectos rápidamente olvidables, salvo por el hecho de ser de esas excepciones que demuestran que incluso maquinarias aceitadas como la de Hollywood todavía pueden equivocarse tanto.
El coguionista y director de Sin retorno regresa al thriller con una historia que, como en sus films anteriores, comienza con una muerte (dos, en realidad), pero que tiene como objetivo principal abordar las lealtades, los secretos y las mentiras familiares, así como la transmisión del ejercicio de la violencia y de cierto sino trágico de generación en generación. No es spoiler indicar que la película gira en torno de la muerte de Adriana (la chilena Paulina García). La cuestión será entender quién, cómo, por qué y para qué lo hizo. Adriana era desde hace 35 años la esposa de Elías (Oscar Martínez), un hombre de clase media alta, aunque su situación financiera es más bien precaria y la relación con ella estaba en plena descomposición. La película va y viene en el tiempo y el protagonismo se reparte entre aquel matrimonio y el punto de vista de Carla (Dolores Fonzi), hija de Elías, quien se debate entre lo que siente y lo que luego cree que debe hacer. Está casada con Santiago (Diego Velázquez), un médico que ha sido testigo de varias situaciones incómodas y oficia como una suerte de investigador en las sombras. La misma sangre funciona mejor en el terreno del drama familiar (las actuaciones son intensas y convincentes) que en el terreno del policial, pero está claro que a Cohan le interesó ahondar en cuestiones éticas y morales que se plantean con rigor y no poca capacidad de provocación.
Ali Abbasi nació en Irán hace 37 años, pero se formó en Suecia y está radicado en Dinamarca, donde -tras filmar Shelley (2016)- rodó esta fascinante, perversa y provocadora fábula sobre el miedo a lo diferente que está basada en un relato original de John Ajvide Lindqvist, el mismo autor de la célebre novela Let the Right One In que inspiró a Criatura de la noche y su remake hollywoodense Déjame entrar. El resultado impactó y conmovió a la cinefilia más exigente y a los distintos jurados tras su estreno mundial en el último Festival de Cannes, donde ganó el premio máximo de la sección oficial Un Certain Regard, así como el galardón Fipresci de la crítica internacional, y hace pocos días se dio el gusto de competir incluso por el Oscar en la categoría de mejor maquillaje. Tina (Eva Melander) trabaja en el control a pasajeros en la aduana de un remoto puerto sueco. Ella tiene la cara deformada (algo así como una versión soft de El hombre elefante, de David Lynch) y una capacidad única para oler los sentimientos ajenos. Lo de "oler" no es un eufemismo ni una licencia poética: literalmente descubre ilícitos (desde contrabando de drogas y alcohol hasta grabaciones de abusos sexuales a menores guardadas en la memoria de una cámara) con solo acercar su nariz. Cuando no está en el trabajo, la protagonista vive en una cabaña en medio del bosque y está casada con un adiestrador de perros bastante patético, pero -sin caer en spoiler- hay cosas que no cierran. ¿Es ella realmente humana? Cuento de hadas oscuro y a cada minuto más incómodo, inquietante y perturbador sobre la sexualidad y la identidad (sobre todo con la aparición del personaje de Vore, con el que Tina iniciará una relación apasionada), Border muta del costumbrismo inicial al realismo mágico, y está construido con un tono y unos climas fascinantes, con una dosificación de la información y unas vueltas de tuerca (cada escena nos llevará a nuevos descubrimientos) muy precisas e inteligentes. Ya conocíamos de sobra la capacidad de los cineastas nórdicos para este tipo de thrillers psicológicos con elementos fantásticos, pero lo que el director Ali Abbasi logra no es nada sencillo, porque en cada plano está al borde del ridículo y lo elude con las mejores armas de la narración cinematográfica para, en definitiva, regalar una de las revelaciones de la temporada 2018.
Si bien desde hace ya varios años el nuevo cine peruano viene dando motivos de esperanza con películas como Días de Santiago, de Josué Méndez; Octubre, de los hermanos Vega; o Rosa Chumbe, de Jonatan Relayze Chiang, la ópera prima de Catacora fue una de las apariciones más sorprendentes y reveladoras de los últimos tiempos. Una película rodada en una zona recóndita de los Andes, hablada íntegramente en lengua aimara y protagonizada por dos ancianos (no actores) que alcanza un mínimo aunque bienvenido estreno comercial en el complejo BAMA. Desde que se estrenó en agosto de 2017 en el Festival de Lima, esta ópera prima de Oscar Catacora -un director treintañero y autodidacto de origen aimara- no paró de recibir reconocimientos. Es que se trata de un auténtico OVNI dentro de un cine peruano que suele provenir de las grandes ciudades y con apuestas narrativas más bien clásicas. Wiñaypacha está rodada a los pies del majestuoso Allincapac, a más de 5.000 metros de altura, en plenos Andes peruanos. Sus dos únicos protagonistas son intérpretes no profesionales que hablan en aimara, un idioma que está en vías de extinción, y el relato -bello, lírico- está construido a partir de 96 planos fijos. Willka (Vicente Catacora, abuelo materno del director) y Phaxsi (Rosa Nina), Sol y Luna en aimará, son dos octogenarios que viven solos en medio de la miseria y el frío. Su único sustento son las ovejas, una llama y lo que pueden recolectar de la pachamama en un lugar tan hermoso como inhóspito. Su hijo los ha abandonado y, aunque ellos sueñan a diario con su regreso, no parece que ello vaya a ocurrir. La película -que tiene algunos puntos de contacto con los primeros trabajos de Lisandro Alonso y, por qué no, con el Yasujiro Ozu de Historias de Tokio- describe con paciencia, sensibilidad y sin caer en pintoresquismos las desventura cotidianas del matrimonio, su religiosidad, sus usos y costumbres, sus tradiciones y leyendas y, si bien el film es tan respetuoso como pudoroso, en el trasfondo subyace una crítica al papel del Estado que abandona a los pueblos originarios y también a ciertos entornos familiares donde no se respeta ni se cuida a los mayores. Minimalista, intimista y contemplativa (lenta para ciertos estándares del cine contemporáneo más convencional), Wiñaypacha está muy lejos de ser aburrida o hueca. A medida que avanza, el relato va ganando en intensidad emocional y -hay que admitirlo- en tristeza, ante la situación de abandono y la acumulación de infortunios que sufren. El multifacético Catacora, guionista, realizador y también responsable de la excelente dirección de fotografía, logra de sus dos no-actores una presencia conmovedora y a las imágenes fascinantes se les suma un cuidadoso trabajo con las distintas capas de sonido. Una bienvenida sorpresa, una auténtica revelación del nuevo cine peruano.
Pablo Echarri interpreta a Horacio, un escritor frustrado y profesor universitario de literatura latinoamericana radicado en Río de Janeiro. Casado con Vera (Leticia Sabatella), una diputada y aspirante a alcaldesa de la ciudad, su vida se transforma cuando de manera accidental ayuda a atrapar a un ladrón conocido como Hombre Araña por su forma de ingresar y robar en las casas. Convertido de la noche a la mañana en héroe popular, empieza a ser una pieza clave en la campaña electoral de su esposa. Sin embargo, tras quince años de convivencia, ellos están lejos de ser "la pareja perfecta" que tanto seduce a la prensa (él le plantea la posibilidad de tener relaciones extramatrimoniales). Esta coproducción argentino-brasileña dirigida por el debutante Eduardo Albergaria (de larga trayectoria en la TV del país vecino) acumula elementos, conflictos, capas y géneros sin profundizar demasiado en ninguno: de la comedia de enredos amorosos (él fantasea con una alumna muy seductora; ella, con otro porteño que interpreta Luciano Cáceres) al drama familiar bastante recargado y luego a la sátira sobre las miserias de los medios sensacionalistas y los peores aspectos de la clase política. Echarri hace lo que puede hablando en portuñol (tiene, sí, un off en castellano de tono intimista y ciertas ínfulas filosóficas) en un film que, en su mixtura y su deriva, nunca trasciende la superficialidad en una Río de Janeiro de tarjeta postal.
En 2014 el noruego Hans Petter Moland filmó Por orden de desaparición (Kraftidioten), violento thriller sobre la venganza que emprende un padre (un ciudadano ejemplar de pueblo chico interpretado por el sueco Stellan Skarsgård) tras el asesinato -por error- de su hijo. Cinco años el mismo director se encargó de la remake norteamericana con inevitable cambio de protagonista (el reemplazante fue el astro irlandés Liam Neeson), de idioma y de geografía (la acción transcurre en una pequeña comunidad cercana a Denver aunque se rodó en Canadá). Neeson es Nels Coxman, un parco pero servicial empleado que se dedica cada día a liberar las rutas con una máquina barrenieve. Casado con Grace (Laura Dern), el protagonista es condecorado en el inicio del film como “Ciudadano del Año”, pero a los pocos minutos su vida cambia para siempre cuando su hijo es asesinado por unos traficantes en el aeropuerto local. Lo que sigue es un film del subgénero “Neeson como vengador anónimo”, en la línea de la exitosa saga Búsqueda implacable. Con un humor negro y un sadismo que remite por momentos a Fargo (la película y la serie), mafiosos algo caricaturescos (como el Viking de Tom Bateman), cierto desparpajo políticamente incorrecto a la hora de mostrar a asesinos a sueldo gays o a representantes de pueblos originarios dedicados al narcotráfico y algunas vistosas escenas coreografiadas en los paisajes nevados, Venganza cumple exactamente con lo que promete: un básico y sólido exponente de género.
Presentado en festivales durante la segunda mitad de 2016, el tercer largometraje del director de Michael Blanco (2004) y Le monde nous appartient (2012) alcanza un demorado pero bienvenido estreno comercial en la Argentina. La película tiene como heroína trágica a Zahira (la encantadora Lina El Arabi), una adolescente de 18 años que debe lidiar con las tentaciones y la educación occidentales en su país de adopción (Bélgica) y las rígidas tradiciones de su familia de origen paquistaní. La historia arranca con una situación extrema (ella duda sobre si practicarse o no un aborto) y luego expondrá en toda su dimensión (y crudeza) los dilemas íntimos respecto de si aceptar las exigencias de sus padres (un casamiento arreglado con un paquistaní) o darle rienda suelta a sus deseos, su rebeldía, la búsqueda de una camino propio e independiente en compañía de una amiga fiel (Alice de Lencquesaing) o en un romance con un joven que no pertenece a su comunidad étnica (Zacharie Chasseriaud). Se trata de un conflicto bastante transitado por el cine europeo reciente que remite, por ejemplo, a los primeros films de Abdellatif Kechiche como Juegos de amor esquivo y con algunos elementos que sintonizan también con el cine de otros belgas famosos como Joachim Lafosse y los hermanos Dardenne (en un papel secundario aparece incluso Olivier Gourmet). En sus mejores momentos, La boda escapa de la dualidad opresión-liberación, del enfrentamiento generacional entre adultos y jóvenes con personajes como el del hermano Amir (Sebastien Houbani), que en principio surge como confidente y aliado de Zahira, pero luego se va convirtiendo en cancerbero de las tradiciones y el machismo. En sus pasajes menos logrados (incluido el desenlace), el film de Streker resulta un poco obvio, previsible y maniqueo en su exploración de la intimidad de una joven dominada y sojuzgada (como tantas) por su historia, su entorno y su lugar en el mundo.
Ganadora del Premio del Jurado de la Competencia Oficial del último Festival de Cannes y nominada en la categoría de Mejor Film en Idioma Extranjero tanto en los Globos de Oro como en los BAFTA británicos, los César franceses y los Oscar, la nueva película de la directora libanesa de Caramel y de ¿Y ahora dónde vamos? resulta un ejemplo cabal de lo que tantas veces se ha definido como pornografía de la miseria. El resultado es un film dominado por la culpa y dictado por la corrección política con un mensaje tan bienintencionado como en definitiva torpe y subrayado. Vaticinábamos durante la cobertura del Festival de Cannes 2018 que la nueva película de la realizadora de Caramel (2007) y de ¿Y ahora dónde vamos? (2011) era de esas propuestas demagógicas que cumplían con absolutamente todos los requisitos de la corrección política para ganar premios en los ámbitos más variados: desde un festival como el que la seleccionó para su estreno mundial hasta los Oscar. Y así fue. Cafarnaúm surge del sentimiento de culpa del Primer Mundo respecto de los sufrimientos y miserias de los países pobres. Algo así como un cine "Naciones Unidas" que busca paliar esa sensación. Pura pornografía de la miseria. En este caso, Labaki apuesta a actores no profesionales (un niño y un bebé como queribles protagonistas), cuestiones como el abuso infantil, la descontención de la infancia, la inmigración ilegal y un relato enmarcado con estructura de thriller judicial (didáctico, por supuesto) que oficia de ordenador de un relato que va y viene en el tiempo. Labaki es una sólida narradora y consigue momentos de fuertes implicancias emocionales, pero siempre se percibe el énfasis, el subrayado, la fórmula (¡ay, esa musicalización!) que nos limita, nos abruma y nos condiciona para transformarnos ya no en espectadores libres sino en meros rehenes de una artista siempre lista para la manipulación.