El director de Criaturas celestiales, El señor de los anillos y El Hobbit incursiona en el documental con este fascinante acercamiento a la Primera Guerra Mundial estrenado originalmente en el centenario del cierre de aquel sangriento conflicto bélico (11 de noviembre de 1918). Aunque es, en esencia, un trabajo de no ficción, el realizador neozelandés y su equipo de Weta Digital concretaron un trabajo técnico extraordinario que lo convierte en algo con muy escasos antecedentes (podría decirse sin exageración que único). A partir de 600 horas de archivo en su mayor parte inédito provisto por el Imperial War Museum de Gran Bretaña, Jackson construyó un relato en el que la mayoría de las imágenes han sido coloreadas, pasadas de 13 a 24 cuadros por segundo, trabajadas con sofisticados efectos digitales y finalmente convertidas en un film en 3D (lamentablemente al reciente BAFICI y a los cines comerciales argentinos solo llegó la versión 2D). Los puristas del clasicismo podrán cuestionar la iniciativa, pero el resultado visual es magnífico. Nunca la Gran Guerra se vio así, en toda su dimensión trágica. Y ese entramado formal que muestra las penurias en las trincheras, los campos de batalla y los ríos de heridos y muertes por los efectos de las ametralladoras y el gas mostaza está acompañado por testimonios de primera mano tomados por la BBC entre decenas y decenas de soldados (algunos de apenas 14 años en aquel entonces). La historia oral y las nuevas tecnologías unidas para un documental deslumbrante y aterrador a la vez. Un acontecimiento cinéfilo.
Las películas familiares abundaron en el BAFICI 2018 (donde participó en la Competencia Argentina) y, muy especialmente, en el (ya no tan) nuevo cine argentino. Iair Said, reconocido actor, cortometrajista y director de casting, debuta en el largo con una historia que está todo el tiempo a punto de patinar, de caerse al precipicio. El realizador y protagonista logra mantener el equilibrio en una angosta cornisa apelando a un único recurso: hacer todo lo más transparente posible. Honestidad brutal. Flora Schvartzman es una nonagenaria que no ha tenido hijos y que, producto de distintas peleas, se ha mantenido alejada del resto de la familia durante años. Su sobrino nieto, que no es otro que el director, comienza a visitarla y a filmarla. La mujer se queja de su suerte, de su salud, de su look y la relación con Said parece ser lo único sano y enternecedor. Sin embargo, en un determinado momento, el realizador/protagonista confiesa que uno de los motivos de este acercamiento a su tía abuela es el departamento que ella posee. El único inconveniente (no menor) es que ella se lo ha prometido a una asociación de beneficencia. ¿Hay amor genuino entre ellos o se trata de puro interés cruzado (Flora, por encontrar a alguien que se ocupe de ella; Iair, por conseguir algún beneficio económico)? Ese es el eje si se quiere moral de un film rodado con cercanía, visceralidad y precarios dispositivos tecnológicos que le dan una impronta casera y urgente (con alguna conexión lejana con la brillante Tarnation). La película tiene mucho sentido del humor (por momentos bien negro) y con esa impronta tan particular y distintiva de la comunidad judía, donde lo trágico y lo cómico se dan permanentemente la mano. El film es simpático y por momentos incluso hilarante, pero también resulta bastante incómodo cuando nos encontramos riéndonos de una anciana que podría estar siendo manipulada emocional y económicamente. Al hacer evidente sus intenciones, el costado más monstruoso del asunto queda un poco de lado para que aflore el más humano. Una película para disfrutar, para pensar y -también- para discutir. Mucho.
Si alguien leyera la sinopsis de la película (la historia real de una joven inglesa de clase baja que se convirtió en campeona mundial de lucha libre) es probable que -si no es fan de la WWE y no conoce al personaje de Paige- dé por terminado de inmediato su interés en el asunto. Sin embargo, hay que advertir que Luchando con mi familia es, en verdad, una opción para el disfrute incluso de los que nada saben de ese universo de tomas, patadas y coreografías entrenadas (y guionadas) durante meses de gimnasio. Este film escrito y dirigido por el británico Stephen Merchant (consagrado en la TV por su trabajo en The Ricky Gervais Show y The Office) es una combinación imbatible de humor inglés sobre la clase trabajadora (con aires de Ken Loach y Stephen Frears), épica de superación a-lo- Rocky y una impronta feminista muy a tono con estos tiempos. En el comienzo del film vemos a los Knight, familia de luchadores de Norwich que recorre con su camioneta tugurios de mala muerte organizando peleas ante un público más bien escaso y hostil. Pero papá Ricky (un hilarante Nick Frost) y mamá Julia (Lena Headey) han conseguido transmitirles la pasión por el cuadrilátero a su hijo Zak (Jack Lowden) y a su hija Saraya (consagratorio trabajo de Florence Pugh), quienes después de mucho perseverar tendrán la oportunidad de probarse en el riguroso sistema de evaluación y selección de la WWE en los Estados Unidos. Saraya resulta elegida; Zak, no. Cómo Saraya (su nombre artístico terminó siendo Paige), una joven no demasiado atractiva y de físico tampoco demasiado exuberante, terminó convirtiéndose en una sensación mundial en un negocio dominado por hombres y donde las pocas luchadoras eran elegidas entre modelos y cheerleaders es algo que Merchant describe con frescura, desparpajo, convicción, emoción y -algo poco habitual en este tipo de "placeres culpables"- suma elegancia. Y si algo le faltaba a Luchando con mi familia para que el disfrute fuese completo están las apariciones de Vince Vaughn como el implacable entrenador de Paige y del siempre carismático Dwayne Johnson (excampeón de la WWE y coproductor del film) en una intervención breve pero decisiva. Algunos podrán ver en la película un vehículo para la promoción de la WWE, y efectivamente lo es, pero qué importa si lo hace con las armas más nobles del cine popular. Claro que la visión puede resultar un poco edulcorada y tranquilizadora: en 2018, Paige anunció su retiro definitivo tras una tremenda lesión. Tenía apenas 26 años. La realidad suele ser bastante más dura que la ficción.
En esta transposición de la novela Faith Bass Darling's Last Garage Sale, de la estadounidense Lynda Rutledge, la acción se traslada a la actualidad en Verderonne, un pueblo cercano a París, durante los primeros días del verano. Claire Darling (la portentosa Catherine Deneuve), dueña de una lujosa casona llena de objetos de valor, luce confusa, aturdida, por momentos desvariada, y decide poner a la venta (a precio simbólico) pinturas, objetos y muebles antiguos. Es que ella está convencida de que está atravesando el último día de su vida y pretende deshacerse cuanto antes de todo. En medio de la confusión general y la avidez de los vecinos, una amiga llama a su hija Marie (Chiara Mastroianni), quien luego de veinte años de ausencia regresa de forma urgente al lugar. El reencuentro entre madre-hija, dominado en principio por viejos rencores y acusaciones cruzadas, será la excusa para que la directora de Cartas de París vaya reconstruyendo la trágica historia familiar a través de varios y largos flashbacks. Tragicomedia llena de espesura psicológica, melancolía, crueldad y negrura, se trata de un ensayo sobre el dolor, la culpa y la posibilidad siempre abierta de una (aunque sea mínima) reconciliación y redención. Un film duro, sin demagogias ni contemplaciones y con el plus no menor de ver a Deneuve y Mastroianni repitiendo en pantalla la relación que mantienen en la vida real.
Willem Dafoe ganó como Mejor Actor en la Mostra de Venecia 2018 y estuvo nominado al premio Oscar por su interpretación de Vincent Van Gogh y, aunque cualquier cinéfilo tiene derecho a presumir que muchos galardones se definen cuando una figura de renombre encarna a una torturada figura de la vida real, en este caso habrá que darles la razón a todos quienes eligieron al protagonista de La última tentación de Cristo como merecedor de tantos reconocimientos. Es que Dafoe no da vida al mito sino al hombre de carne y hueso, a un ser vulnerable, en muchos aspectos decepcionado, resentido y desilusionado con la vida, capaz de tener los peores arranques de furia o caer en la autoflagelación, un ser incomprendido en su época e incompetente para procurarse ingresos mínimamente dignos (en ese sentido su hermano Theo, interpretado aquí por Rupert Friend, funcionó un poco como agente, mecenas y salvador). Con el aporte de un elenco notable integrado -entre otros- por Oscar Isaac, Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner y Niels Arestrup (aunque la cámara se despega muy poco del rostro curtido del Vincent de Dafoe), Schnabel y sus coguionistas construyen un relato fascinante y desgarrador, que es también una inteligente reflexión sobre los vericuetos, las contradicciones, las injusticias y los sufrimientos de y en el arte hasta convertirse en algo realmente trascendente. Van Gogh murió con mucha más pena que gloria en 1890, a los 37 años. Su vida fue un padecimiento casi continuo, pero incluso con su inestabilidad mental supo retratar como pocos (sobre todo cuando se instaló en el sur de Francia) la belleza, el lirismo, las sutilezas y matices de su época (el trabajo con el color en su obra es proverbial). Atributos que, en varios momentos, fragmentos e impresiones, también aparecen en este valioso regreso detrás de cámara del neoyorquino Schnabel.
En esta era dominada por innumerables remakes y secuelas (muchas innecesarias, síntoma evidente de la falta de ideas originales), una nueva versión, 30 años después, del film de Mary Lambert con guión escrito por el propio autor de la novela original de 1983, Stephen King, parecía otro despropósito. Pero, por suerte, todavía queda margen para “reciclajes” que pueden verse también como relecturas o reinterpretaciones inteligentes. Esta Cementerio de animales modelo 2019 no es una obra maestra (tampoco lo era la de Lambert), pero se sostiene con argumentos sólidos y peso propio: una precisa puesta en escena, logradas atmósferas ominosas, sólidas actuaciones y un espíritu clásico que se destaca entre tanto cine de terror actual dominado por el sadismo, el golpe de efecto y el impacto efímero. Dicho de otra manera, sin los iPhone, los smart TV y las búsquedas en Google, esta película podría transcurrir (y haber sido filmada) hace tres, cuatro o cinco décadas. Los codirectores de pequeños films como Absence y Starry Eyes dan el gran salto con una historia típica, pero con inesperadas derivaciones. Louis Creed (el australiano Jason Clarke), un médico de Boston, su esposa Rachel (Amy Seimetz), su hija Ellie (la talentosa Jeté Laurence), el bebé Gage y el gato Church (“personaje” no menor, ya verán), se mudan de la gran ciudad a una casona de Maine ubicada en medio de un bosque (aunque demasiado cerca de una ruta) en busca de menos estrés, una vida más relajada y holgada. Lo que no saben es que ese bucólico paraje está pegado al cementerio de mascotas del título y, un poco más allá, a un terreno aún más riesgoso. No conviene contar nada más para los que no vieron la película de Lambert (aunque hay varios cambios en esta nueva versión), pero sí que el gran John Lithgow se luce con el papel secundario (pero esencial) de Jud, un veterano vecino que introducirá a los Creed en los secretos más oscuros y tenebrosos de la zona. Un actor de raza para una película noble. En el contexto del terror actual no se trata de un logro menor.
Nada mejor que un superhéroe algo aniñado, un poco torpe, por momentos seductor y finalmente irresistible como Shazam como contrapeso frente a tantas películas solemnes, pretenciosas y en muchos casos fallidas como las que venía ofreciendo el universo de DC Comics. Al director David F. Sandberg ( Annabelle 2: La creación) le encargaron una comedia de enredos, algo así como otra versión a puro desprejuicio -aunque en este caso para toda la familia- de Deadpool e hizo exactamente eso: un film liviano, algo superficial e inocente, pero que fluye con la gracia suficiente como para un disfrute sin demasiadas exigencias. El personaje que construye con absoluta convicción Zachary Levi es un superhéroe a la antigua, incluso premeditadamente demodé que continúa la línea de Flash Gordon, el Batman de la TV y el Superman de Christopher Reeve. Y aunque no todas sus subtramas funcionan (el brujo de Djimon Hounsou y el malvado de Mark Strong son de manual), el film logra su cometido de presentar los orígenes del protagonista (en la versión adolescente, Asher Angel interpreta al huérfano), el aprendizaje del uso de sus poderes y las desventuras que esos atributos luego le generan. Así, con algo de impronta satírica, pero también con total sinceridad, ¡Shazam! resulta una genuina y eficaz transposición del espíritu del cómic al cine.
En su primera película en solitario luego de haber dirigido con Gastón Duprat (aquí coguionista y productor) títulos como El hombre de al lado y El ciudadano ilustre, Mariano Cohn concreta un film que intenta sintonizar con varios aspectos controvertidos del debate público: las crecientes diferencias de clase, la venganza y justicia por mano propia, la explotación sensacionalista de la problemática de la inseguridad y la estigmatización del delincuente en un contexto de creciente descomposición social. El resultado es un film que por momentos puede ser irritante para un público de determinado perfil ideológico y siempre incómodo porque ofrece más preguntas que respuestas. Es probable, entonces, que la aprobación o no de 4x4 esté contaminada por la perspectiva que cada espectador tenga respecto de cuestiones como el “ojo por ojo”, pero de lo que no hay dudas es que en el terreno estrictamente cinematográfico Cohn da un importante salto cualitativo, ya que a nivel de puesta en escena sale más que airoso de un verdadero tour de force, como es el desafío mayúsculo de sostener la tensión y el interés con la narración concentrada durante la primera mitad dentro del habitáculo cerrado e inmóvil de una camioneta. El protagonista de 4x4 es Ciro (Peter Lanzani), un ladrón que pretende robar en pocos segundos el equipo de audio de una camioneta de lujo. Sin embargo, cuando intenta abrir la puerta para huir, se da cuenta de que ha quedado encerrado. Y no solo los accesos están trabados: la 4x4 del título también está blindada (para colmo cuando dispara su pistola la bala rebota y termina hiriéndose la pierna), insonorizada y con los vidrios polarizados como para no llamar la atención desde el exterior. El dueño del vehículo -que lo maneja como quiere a distancia- resulta ser el doctor Enrique Ferrari (Dady Brieva), quien tras sufrir con su familia 28 robos pretende darle una lección al intruso. Ese es el planteo inicial de un film que en su primera mitad es casi un unipersonal de Lanzani (las comunicaciones entre Ciro y Ferrari son solo telefónicas), quien está muy convincente en un papel que le exige sobre todo un despliegue gestual y corporal para exponer su progresiva degradación física y psíquica, ya que los diálogos son contados. Y, si bien su personaje se desdibuja un poco sobre la parte final cuando se prioriza un duelo entre Ferrari y un veterano negociador de la policía interpretado por Luis Brandoni, Lanzani se consolida luego de El clan y Un gallo para Esculapio como uno de los actores más dúctiles de su generación.
Disney continúa profundizando la producción de remakes con actores de sus clásicos animados. En este sentido, Dumbo es solo el primero de los varios estrenos en esta línea previstos para 2019, ya que en mayo llegará Aladdin, de Guy Ritchie, y en julio, El rey león, de Jon Favreau. La lista para los meses (y años) siguientes es muy larga e incluye también secuelas varias. La presencia detrás de cámara de un director con los pergaminos y la creatividad de Tim Burton (quien ya había trabajado para Disney en Alicia en el país de las maravillas) permitía sentarse en la butaca con no pocas esperanzas, pero las expectativas frente a este reciclaje del film animado de 1941 se cumplen a medias. La historia tiene todo el despliegue visual que podía imaginarse, algunas actuaciones y varios pasajes de humor logrados, pero en medio del artificio y la espectacularidad resulta difícil involucrarse desde lo emocional. La propuesta es muy Disney y muy Burton a la vez (el temor a lo distinto es una de las constantes en su filmografía), pero solo en sus postulados básicos y en su envoltorio. ¿Por qué merece verse entonces esta Dumbo? Por la sofisticación de su reconstrucción de época (un circo ambulante que recorre Estados Unidos en 1919), por el brillante trabajo con animatronics y efectos visuales para presentar los vuelos del pequeño y orejudo elefante del título; y por las actuaciones desbordadas e irresistibles de Danny DeVito como Max Medici (el delirante dueño de la compañía) y Michael Keaton (como el manipulador millonario V. A. Vandevere). Ellos son lo mejor de un elenco en el que también se lucen Alan Arkin (un poderoso banquero) y el gigante DeObia Oparei (como Rongo the Strongo). En cambio, apenas cumplen con lo básico Colin Farrell (como Holt Farrier, que regresa de pelear en la Primera Guerra Mundial con un brazo menos y se queda sin su espectáculo de cowboy a caballo en el circo), Eva Green (como una trapecista parisina llamada Colette), y los dos niños (Finley Hobbins y Nick Parker) que seguirán de cerca las desventuras de Dumbo. Así, esta Dumbo modelo 2019 deja la doble posibilidad de ver el vaso medio lleno (su ritmo frenético, la belleza de muchas de sus secuencias, los personajes más inspirados) o el medio vacío de seguir añorando al Tim Burton de El joven manos de tijeras, Ed Wood, Beetlejuice o Batman. Está claro que Dumbo vuela, pero a una altura crucero: lejos de las cimas artísticas.
No tuvo suerte Las dos reinas al ser estrenada en los Estados Unidos el mismo día que La favorita. Si bien le alcanzó para conseguir dos nominaciones a los premios Oscar (vestuario y maquillaje), la ópera prima de Josie Rourke perdió en la inevitable comparación frente a otra historia de mujeres e intrigas palaciegas mucho más audaz y moderna. Esto no quiere decir que Las dos reinas sea una película aburrida o anticuada, ya que -si bien su estructura épica con batallas, romances, confabulaciones políticas y religiosas, traiciones, enfermedades y destinos trágicos es bastante clásica- el guion de Beau Willimon ( House of Cards) sintoniza con estos tiempos de empoderamiento femenino. La heroína del relato es María Estuardo (Saoirse Ronan). Si bien el título original está centrado en su figura, el de estreno en la Argentina hace alusión también a su rival, la reina Isabel I de Inglaterra (Margot Robbie). La narración está construida casi siempre con un montaje paralelo algo forzado para asociar las pocas euforias y muchos padecimientos de ambas monarcas enfrentadas por cuestiones familiares (eran primas), de alcoba y, claro, religiosas. El resultado es un film incuestionable en su impronta visual y claramente revisionista en su acercamiento a la figura de María Estuardo, aunque no demasiado innovadora (y por momentos incluso bastante esquemática) en su forma de exponer los secretos, vicios, cinismos y mentiras de estos nobles... no demasiado nobles.