Lo primero que genera Acusada es pensar por qué es la única película argentina (sudamericana) seleccionada para competir en Venecia. No es que sea un film exento de búsquedas y audacias, pero está lejos de ser de esos trabajos autorales que tanto gustan en los grandes festivales. Aunque, si se tiene en cuenta que en 2015 fue elegido para la Mostra El clan (que incluso le valió a Pablo Trapero el premio a Mejor Dirección) y que este año El Ángel, de Luis Ortega, participó en la sección oficial de Cannes, ya va quedando bastante claro que los programadores están buscando de nuestro país y de la región propuestas de género de alto impacto. El film es, en principio, un típico exponente del thriller ¿es o no culpable? pero luego la narración se va abriendo cual cebolla cinematográfica a otras capas: las contradicciones del universo tribunalicio (jueces, fiscales, abogados, asesores), las miserias de la clase media-alta de profesionales exitosos, el siniestro proceder de los medios sensacionalistas, las angustias y presiones de la vida adolescente, y las profundas diferencias generacionales; es decir, un film que pendula entre el melodrama familiar, el thriller judicial y el retrato juvenil. La acusada del título es Dolores (Lali Espósito, quien sale bastante airosa de un complejo desafío interpretativo, aunque no está igual de convincente en las diferentes escenas), una joven de 21 años que es la única sospechosa de haber asesinado dos años antes a Camila, su mejor amiga, luego de una fiesta descontrolada. La principal prueba (esto se sabe en los primeros minutos) es un video en el que la protagonista es filmada manteniendo sexo y le dice a la víctima que si alguien más lo ve la va a matar. Efectivamente, la grabación se viraliza y la autora muere. Si bien hay unas cuantas escenas en tribunales, lo más interesante de Acusada es el contexto, el trasfondo, el lado B del universo judicial. Así, vemos cómo el carísimo abogado de Puerto Madero que interpreta Daniel Fanego “coachea” a Dolores con preguntas que ella debe responder cuidando cada palabra y cada gesto. Cuando ella se salga de libreto toda la “operación” entrará en zona de riesgo. Es que la puesta en escena y la manipulación psicológica son dos de las cuestiones esenciales que aborda Tobal en su caleidoscópico relato. A pesar de algunos flashbacks no del todo logrados (que van esbozando imágenes de lo que Dolores recuerda de aquella noche trágica y algunas experiencias infantiles en común) y de ciertas escenas fallidas (como una ambientada junto al aljibe de una estancia), Acusada logra sostener el interés con pasajes de bienvenida crudeza (como cuando se explora con total franqueza la cuestión sexual adolescente) y otros donde el preciosismo visual y ciertos toques claustrofóbicos y perversos remiten al David Fincher de La chica del dragón tatuado. Luis (Leonardo Sbaraglia) y Betina (Inés Estévez) son los padres dispuestos a todo (a sostener un control obsesivo, a esconder las fisuras internas y a arriesgar incluso su futuro) para lograr que su hija evite 25 años de cárcel, mientras que Fanego y el fiscal que encarna Gerardo Romano son los antagonistas en el terreno judicial. El resto está a cargo de jóvenes como Flo (Martina Campos (Flo, una de las amigas confidentes de Dolores) y Lautaro Rodriguez (Lucas, una suerte de novio que pulula por la casona y ve con ojos inocentes la creciente locura en la que está inmersa la familia Dreier). Impecable desde lo técnico (el director de fotografía Fernando Lockett aporta su habitual prestancia trabajando en pantalla ancha), con un excelente uso de la banda sonora que incluye temas como Time of the Season, de The Zombies, pero también música clásica (Mozart), y algunas apariciones sorprendentes como la del mexicano Gael García Bernal (poco más que un cameo), Acusada es un buen y llamativo segundo paso para Tobal, que da un brusco giro de timón respecto de las búsquedas de Villegas (2012), su mucho más minimalista ópera prima protagonizada por Esteban Lamothe y Esteban Bigliardi.
La ópera prima de Mercedes Laborde es una historia de mujeres hecha por un equipo técnico y actoral casi íntegramente femenino. Los hombres aquí están ausentes (de hecho son los que desencadenan el dolor) o en un muy discreto segundo plano. La protagonista es Flavia (Lorena Vega), que hace poco ha perdido a León, quien fuera su pareja durante ocho años. En medio del duelo, de la necesidad de mudarse de la casa que ambos compartían y de sus propios deseos de ser madre, irrumpe en su vida Lucía, la hija que León había tenido con su anterior mujer. El año del león es una película de cámara (pocos intérpretes, mínimas locaciones, muchos interiores) donde la contemplación y cada pequeño detalle puede adquirir una dimensión insospechada. El eje de la propuesta es el intenso trabajo con las actrices, que alcanzan la esencia de los personajes con bastante naturalidad a partir de una puesta en escena sencilla y una cámara lo menos intrusiva posible. No hay lugar aquí para el artificio, para el regodeo estético (los cuerpos se muestran orgullosamente con sus imperfecciones) ni para la demagogia complaciente. Se trata de una exploración cruda, sensible y honesta sobre las heridas, los interrogantes, las contradicciones, las necesidades y las búsquedas de las mujeres cuando cruzan la barrera de los cuarenta años.
Ernesto (Agustín Avalos) nació -como el director de la película- en Posadas, pero vive en Buenos Aires. Tiene una novia que está a punto de recibirse de abogada y ambos vuelven a Misiones con la idea de pasar un tiempo allí para luego viajar juntos de vacaciones a Florianópolis. Una vez de regreso al lugar de origen surgen las primeras tensiones. Cada uno empieza a salir cada vez más seguido con su grupo de amigos y, durante esas interminables noches de baile y alcohol, empiezan las tentaciones. Esta ópera prima del reconocido director de fotografía Gustavo Biazzi está ambientada a finales de la década de 1990 y es un atractivo exponente del subgénero coming-of-age narrado con elegancia pero sin virtuosismo exagerado, con fluidez, pero sin excesos (ni abuso nostálgico), con una verosimilitud y naturalidad que no son fáciles de conseguir en escenas grupales donde una línea de diálogo o un gesto fuera de lugar puede arruinar el trabajo colectivo. Es de esas historias que la nueva comedia norteamericana de los Judd Apatow o los primeros films de Richard Linklater narraron muchas veces, pero con una dimensión local (en este caso propia del litoral argentino) tan palpable como inimitable que se percibe y se agradece en cada plano. El realizador y sus muy buenos intérpretes exploran a fuerza de empatía y un tono justo marcado por un humor sin estridencias los códigos de la lealtad masculina que esconden cierto machismo y exponen el vacío, el desconcierto, la incomodidad, la dificultad de asumir compromisos y responsabilidades. El camino a la adultez está lleno de deseos y búsquedas, pero también de obstáculos.
Lola Arias es una multifacética artista que entrecruza múltiples disciplinas y, en ese sentido, Teatro de guerra es fiel a su espíritu inquieto, experimental e inclasificable. Entre el documental, la ficción, el ensayo, el diario íntimo y el psicodrama, este híbrido que pendula entre lo lúdico y lo desgarrador resulta una experiencia al mismo tiempo desconcertante, fascinante y perturbadora que consistió en juntar durante varias semanas a seis veteranos de Malvinas (tres que lucharon del bando británico y tres del argentino) para que compartieran anécdotas, recuerdos e intentaran revisar y volver a actuar algunos de los momentos más traumáticos vividos en 1982. Arias les propone a los excombatientes (hoy jardineros, pintores, policías) distintas situaciones y consignas que van desde recitar y actuar como si fuera una obra de teatro hasta hacer movimientos típicos de ejercicios bélicos. Entre ellos hay camaradería, solidaridad y comprensión, pero también desconfianza y tensiones internas. La directora los filma con objetos personales de gran valor afectivo e incluye desde materiales de archivo e imágenes de refugios y trincheras tomadas en la isla hasta maquetas a escala, soldaditos, mapas y tapas de revistas de la época. Habrá discusiones apasionadas, lecturas de memorias, recuerdos del crucero General Belgrano, pasos de comedia absurda y hasta momentos musicales. Todo vale (por más chocante, ridículo o incómodo que pueda resultar) en esta película hecha desde la audacia y la provocación. Teatro de guerra es teatro y es guerra, es artificio y también lo más genuino e íntimo que pueden ofrecer estos hombres que coquetearon con la muerte y la locura.
Estrenada en la apertura y dentro de la Competencia Oficial del último Festival de Cannes, la nueva película del iraní Farhadi (doble ganador del premio Oscar al Mejor Film en Idioma no Inglés por La separación y por El viajante) es una incursión pintoresca y tenebrosa a la vez en el corazón de la familia española con todos sus secretos y mentiras. El resultado, sin alcanzar las alturas de los mejores trabajos del talentoso guionista y realizador de About Elly, no deja de ser atrapante e inquietante. Todos lo saben arranca en un campanario y con unos pájaros revoloteando en su interior. Una imagen propia de un clásico film de suspenso. Y bastantes elementos propios del thriller hay en el más reciente trabajo del doble ganador del Oscar por La separación y El viajante (el disparador de los diversos conflictos es el secuestro de una adolescente y el posterior pedido de rescate), aunque en este caso con una apuesta coral para un complejo entramado de relaciones familiares, una dinámica comunitaria con el típico esquema de pueblo chico-infierno grande, una fuerte impronta moral que por momentos remite al cine de Claude Chabrol y una estructura narrativa ligada a la literatura de Agatha Christie en la que todos los personajes parecen tener motivos suficientes -económicos y/o afectivos- como para ser responsables de cometer las peores maldades. Laura (Penélope Cruz) y sus dos hijos (la adolescente Irene y el pequeño Felipe) llegan a España para asistir a la boda de la hermana de la protagonista. En Buenos Aires ha quedado su marido Alejandro (Ricardo Darín) por cuestiones laborales. En el bucólico pueblo donde está la casona familiar Laura se reencuentra con su inmensa familia y también con Paco (Bardem), quien 16 años atrás fuera su pareja y hoy es uno de los dueños de unos viñedos de la zona. Los primeros minutos se concentran en la llegada de los invitados, el casamiento en la iglesia y la fiesta. Sin embargo, en medio de la celebración, se produce un corte de luz y se destata una tormenta. En ese contexto, la impulsiva y algo rebelde Irene desaparece. A los pocos minutos sus captores escribirán mensajes pidiendo un rescate de 300.000 euros. Ese es el punto de partida de una película que, a partir de allí, comenzará a construir numerosos enigmas, giros dramáticos y a exponer por qué cada integrante del clan familiar, como así también sus amigos y vecinos, tienen cosas para ocultar. Secretos y mentiras, traumas y miserias que llevan a Farhadi a concretar un ensayo sobre el orgullo, la culpa, la fe y la redención. La primera incógnita que generaba Todos lo saben era saber si Farhadi -que no habla español- podía conseguir diálogos y actuaciones creíbles y -más allá de los inevitables desniveles que hay en todo elenco- el resultado es más que satisfactorio. Sin embargo, como ocurría en El pasado -filmada en francés- el mecanismo, las costuras, las múltiples piezas del guión se notan más y la narración por momento resulta menos fluida (más “teatral”) que en sus films 100% iraníes. Como algún colega insinuaba tras ver la película en el último Festival de Cannes, con Todos lo saben -fotografiada con elegancia por el mítico José Luis Alcaine- Farhadi demuestra, por un lado, que puede filmar con solvencia en cualquier lugar del mundo, pero también -como ocurrió con Woody Allen- perder en esa gira internacional parte de los matices, de los detalles y del color local que lo convirtieron en una figura insoslayable del cine iraní y mundial.
Dos amigas contra el mundo Una de las tendencias del Hollywood de estos tiempos tiene que ver con mujeres ocupando lugares y roles dentro del cine de género que antes estaban reservados casi siempre a los hombres. En este sentido, Mi ex es un espía es una película que combina acción y comedia coescrita y dirigida por Susanna Fogel y protagonizada por dos actrices en pleno ascenso como Mila Kunis y Kate McKinnon. Es como si en un film en la línea de las sagas de James Bond o en un producto concebido para Jason Statham o Will Ferrell se ubicaran a actrices que viajan por el mundo demostrando destreza física y habilidad para la comedia física y verbal. Uno hubiese querido que los elementos (excusas) para desarrollar la trama de Mi ex es un espía fuesen un poco más audaces, pero aun con sus fórmulas y caprichos (como un clímax cuyo trasfondo es un espectáculo del estilo del Cirque du Soleil) la película sostiene cierta elegancia y fluidez.
Entretenida épica enalta mar Con películas como Una aventura extraordinaria, Kon-Tiki: Un viaje fantástico y All is Lost, entre otras, el cine ha manifestado desde siempre (pero muy especialmente durante la última década) una enorme fascinación por las historias épicas de supervivencia en alta mar. Y, si los naufragios están inspirados en casos reales como el que reconstruye A la deriva, mejor todavía. En su nueva película el eficaz narrador que es el islandés Baltasar Kormákur ( Everest) reincide en ese apuntado subgénero (en 2012 hizo Lo profundo) contando la historia de Tami Oldham (convincente actuación de Shailene Woodley, también coproductora), una joven californiana que viaja sin rumbo fijo y en 1983 recala en Tahití, donde conoce a Richard Sharp (Sam Claflin), un inglés que comparte su pasión por la navegación. Luego de un romance en tierra comenzará un viaje de 6000 kilómetros en el mar plagado de infortunios que es mejor no revelar. El creador de la serie Trapped toma una decisión polémica al hacer pendular la narración entre el presente trágico y el pasado idílico dilapidando por momentos algo de intensidad emocional. De todas maneras, el relato recupera de a ratos la potencia con esos impulsos de supervivencia, improvisaciones y actos heroicos que convierten en irresistible a la mayoría de los exponentes de este subgénero. A la deriva, está claro, no quedará en la historia grande del cine, pero resulta un noble entretenimiento con mensaje inspirador.
Lejos de las limitaciones del documental-tributo, del informe periodístico con “cabezas parlantes” o del ensayo musical solo para iniciados, Piazzolla, los años del tiburón es una película con múltiples facetas que propone un acercamiento rico y profundo a la figura de este brillante artista. Rosenfeld tuvo acceso a diversos archivos públicos y privados, en especial al de la propia familia Piazzolla, que le permitió conseguir no solo imágenes de sus más memorables actuaciones sino también de su intimidad: fotografías, grabaciones en audio, home-movies en Súper 8. Mucho de esos materiales, además, son inéditos. También están presentes en el relato su hijo Daniel (que expresa en toda su dimensión las sensaciones encontradas ante una relación dominada por la admiración, pero también por la frustración, el resentimiento y el dolor) y su hija Diana (ya fallecida luego de una existencia tan intensa como trágica), que llegó a ser biógrafa de su padre. El film aborda el genio creativo de Piazzolla (1921-1992), sus incesantes búsquedas para revolucionar el tango y vincularlo con el jazz, sus pasos por Nueva York y Europa, su pasión obsesiva por el estudio y la composición, su necesidad por experimentar y sorprender, pero también su inconformismo, sus desplantes, sus desprecios e incluso sus abandonos hacia los seres queridos, así como su relación de amor-odio con la Argentina, donde siempre sintió que no fue reconocido como merecía (el concierto en el Teatro Colón funcionó, en ese sentido, como una revancha tardía). La investigación de Piazzolla, los años del tiburón (el título hace referencia a la afición del protagonista por la pesca de esos peces depredadores) es prodigiosa, los testimonios utilizados son los necesarios, la edición es impecable, pero hay algo más que esfuerzos de producción y un buen acabado técnico. Es la mirada del director la que convierte a este film en una experiencias intensa, potente, fascinante. Con mayores o menores hallazgos, Rosenfeld siempre ha conseguido retratos que se alejan de las convenciones, de las fórmulas del documental clásico. Un cineasta con sensibilidad, con ideas, con ansias de experimentación que ha salido más que airoso del desafío de acercarse a una figura genial y al mismo tiempo desconcertante como Piazzolla.
El “Súper Agosto” del cine argentino, que tuvo a El Ángel, El amor menos pensado y Mi obra maestra dominando la taquilla, se cierra con el regreso de Pablo Trapero en un film muy distinto al resto de su obra. Esta incursión en el universo femenino a partir de los secretos y mentiras de una familia de clase alta dueña de la estancia que da título a la película lo muestra brillando en el terreno visual, aunque no del todo convincente en términos dramáticos. El noveno largometraje del director de Mundo grúa, El bonaerense, Familia rodante, Nacido y criado, Leonera, Carancho, Elefante Blanco y El clan tendrá además dentro de pocos días su debut internacional en el marco de la Mostra de Venecia. Tiene razón cuando Pablo Trapero dice que La Quietud es la película más libre (en términos de producción) y más arriesgada (en lo artístico) de una carrera que lleva ya más de dos décadas (sus cortometrajes Mocoso malcriado y Negocios son de 1993 y 1995, respectivamente). Director fundamental del denominado Nuevo Cine Argentino, que cambió para siempre el panorama local a fines de los años '90, pasó del minimalismo de Mundo grúa (1999) a filmar la película nacional más grande y exitosa de 2015 como El clan (más de 2,6 millones de espectadores). Ahora, da otro brusco movimiento de timón al presentar un drama familiar más intimista, pero no por eso menos ambicioso. El resultado es menos sólido y convincente, pero aun con sus desniveles es de destacar el riesgo, la audacia y los desafíos asumidos por un creador que podría haber ido a lo seguro con un proyecto más demagógico, eficaz, complaciente y superficial. Dentro de una historia coral, ambientada en el seno de una familia de estructura matriarcal y con claro protagonismo femenino (los personajes masculinos son más bien accesorios), el eje y el motor de la narración pasa por Mia (Martina Gusman), hija menor que mantiene una relación edípica con su padre (Isidoro Tolcachir) y otra decididamente tirante con su madre Esmeralda (una espléndida Graciela Borges). En el inicio del film descubrimos que su padre es investigado por un fiscal sobre unas propiedades, pero -justo en medio de una audiencia en tribunales- el anciano sufre un fuerte ACV que lo deja en coma. Frente a lo delicado de la situación, la otra hija, Eugenia (Bérénice Bejo), regresa de urgencia desde París (donde se ha radicado), y junto a Mia se instalan en La Quietud, la majestuosa estancia familiar donde reina la manipuladora Esmeralda, el mejor personaje que le regala al film unos bienvenidos momentos de humor negro subyacente. El principal problema de La Quietud es que no siempre alcanza la sutileza, los matices, los detalles decisivos, las observaciones rigurosas ni la profundidad y credibilidad psicológica que una propuesta de estas características requiere (exige). Lo que el film logra en el terreno visual (la mayoría de los planos tienen un virtuosismo y una belleza incuestionables) no lo consigue en cuanto a solidez dramática, ya que varios conflictos se esbozan a puro trazo grueso y se resuelven de forma subrayada, con el manual psicologista: no solo el apuntado Edipo, sino también el conflicto madre-hijas (Esmeralda tiene una clara predilección por Eugenia que genera una profunda insatisfacción y resentimiento en Mia), la relación simbiótica entre las hermanas, y ciertos secretos y mentiras que se remontan a los tenebrosos tiempos de la última dictadura militar. Lo mejor de La Quietud -además de las atmósferas y climas visuales construidos en un entorno idílico que, poco a poco, va mostrando un progresivo enrarecimiento- son algunas secuencias coreográficas a puro plano-secuenca y otras donde se asume un riesgo mayúsculo al entrar en las zonas más íntimas (incluso con una fuerte carga sexual) de estas mujeres en tiempos de empoderamiento femenino. Incómoda, provocadora y audaz, La Quietud surge como una película que, aún con sus sus ambiciones por momentos desmedidas, invita a la reflexión y al debate. Trapero explora nuevos rumbos y eso siempre es de agradecer en la carrera de un cineasta, sobre todo de uno ya consagrado.
Santiago Esteves rodó en su Mendoza natal una promisoria ópera prima que combina la profundidad de un drama sobre familias sustitutas con aires de thriller y elementos de western moderno. Se trata de un clásico relato de iniciación y segundas oportunidades que cuestiona la estigmatización de los jóvenes marginales con un rebosante humanismo heredero de los hermanos Dardenne. Reynaldo (Matías Encinas) es un muchacho que escapa con lo justo de su fallido primer robo. En plena huida nocturna, cae en el patio de Carlos Vargas (Germán De Silva), un guardia de seguridad retirado. Mientras la policía lo busca, Rey encontrará refugio, protección y la enseñanza de ciertos códigos (de nobleza y supervivencia) por parte de Carlos. Este director egresado de la FUC, dueño de una sólida trayectoria como montajista, maneja con sensibilidad las clásicas contradicciones entre alguien que está dando sus primeros pasos en la vida adulta y otro que ya está jugado, de vuelta de todo, mientras en el trasfondo construye la tensión propia de un relato sobre gánsteres y policías corruptos. El excelente uso de locaciones urbanas y rurales, la potencia narrativa, la solvencia y credibilidad de las actuaciones, y la ductilidad para la puesta en escena hacen de La educación del rey uno de los debuts más estimulantes de un cine argentino que, por suerte, no deja de regalar sorpresas.