El proceso es de esos documentales que, a partir de su clara postura política, generará admiración desde un lado de la tan mentada grieta e inevitable rechazo desde el otro. Es que este minucioso y descarnado retrato del proceso de impeachment que el 31 de agosto de 2016 terminó con la segunda presidencia de Dilma Rousseff apunta a demostrar las incongruencias y las componendas entre los poderes políticos, económicos y judiciales para concretar lo que para la directora Maria Augusta Ramos fue un claro golpe institucional que llevó al no menos controvertido Michel Temer al poder. El lanzamiento de la película -estrenada este año en la Berlinale y premiada en festivales como Visions du Réel, Documenta Madrid, IndieLisboa y Fidba- adquiere una inusitada relevancia porque se produce a muy pocas horas de las elecciones presidenciales en Brasil, donde el PT (que tuvo a Dilma destituida y tiene a su líder, Lula, encarcelado) intentará reconquistar la presidencia. No casualmente, durante la votación final se ve al otro gran aspirante, el derechista Jair Bolsonaro, dedicar su voto a favor de la remoción de Rousseff a un coronel que la torturó a principios de la década de 1970, durante la última dictadura militar. El proceso es un film que puede resultar algo farragoso para los no iniciados en la política brasileña, pero también fascinante para quienes quieran conocer en profundidad la trastienda, la contracara y las miserias de un sistema y una clase dirigencial dominada por una corrupción generalizada. Ramos tuvo un acceso privilegiado a cada una de las reuniones y sesiones (algunas públicas, otras privadas) en el Congreso en Brasilia y el resultado es un documental valioso, controvertido y al mismo tiempo esclarecedor.
Extraña apuesta la del director eslovaco Martin Sulik al mixturar (con resultados desiguales) varios géneros como el drama de denuncia sobre los abusos del nazismo, la comedia de enredos, la road-movie con múltiples peripecias en el camino y hasta la buddy-movie con dos ancianos decididamente opuestos entre sí concretando una búsqueda que jamás pensaron que compartirían. Los protagonistas son Ali Ungár (nueva incursión en la actuación del mítico director checo Jirí Menzel de films como Trenes rigurosamente vigilados, Alondras en un hilo y Mi dulce pueblito), un traductor judío ya retirado de 80 años que descubre un libro escrito por un ex oficial de las SS que podría ser el responsable de las muertes de sus padres; y Georg Graubner (el austríaco Peter Simonischek, protagonista de la notable Toni Erdmann), hijo de ese jerarca nazi que a los 70 años es un maestro jubilado que lleva una vida licenciosa y ha tratado de olvidarse por completo de las atrocidades cometidas por su padre. El primer encuentro entre ambos en Viena es tenso, cortante, incómodo, pero a los pocos minutos llegan a un acuerdo para iniciar un largo viaje en auto con la idea de investigar la historia del padre de Georg, de sus víctimas y de los eventuales sobrevivientes. La búsqueda inicial de la venganza por parte de Ali va mutando hacia una postura menos radical, mientras que la negación y el cinismo de Georg va dando lugar a una mirada más humanista y compasiva. Ali es serio y minucioso; Georg es divertido y desatado. Juntos conformarán una de esas parejas desparejas de las que el cine ha sacado buen provecho. El problema es que no todas las situaciones que atraviesan funcionan, ya que por momentos (como los juegos de seducción y los infortunios de Georg) el film está demasiado cerca del patetismo y el costumbrismo de vuelo bajo. Por suerte, la película va ganando con el correr del relato en intensidad y profundidad emocional (apela incluso a material de archivo de la época nazi) para constituirse, en definitiva, en un más que aceptable ensayo sobre la culpa, la vejez, las segundas oportunidades, la memoria colectiva y la redención.
Milla 22: El escape es la cuarta colaboración entre el director Peter Berg y el actor Mark Wahlberg en apenas cinco años. Tras las más que aceptables El sobreviviente, Día del atentado y Horizonte profundo, llega la primera decepción: un film con un planteo inverosímil, personajes sin profundidad ni magnetismo, resoluciones forzadas y una apuesta a que el vértigo y el ruido de las escenas de acción tapen los baches narrativos. Wahlberg es el líder de un grupo de élite que trabaja de incógnito para la inteligencia de los Estados Unidos que deben actuar en el sudeste asiático custodiando a lo largo de las 22 millas del título a un testigo clave que, claro, intentará ser cazado por decenas de soldados enemigos. Desde la secuencia inicial (cuando los protagonistas irrumpen en una casona habitada por terroristas rusos que han robado cesio 137, que podría ser utilizado para armas nucleares) queda claro que aquí no hay demasiado espacio para elaboraciones dramáticas. Entre los colaboradores de Silva están Alice Kerr (Lauren Cohan) y -a la distancia- unos expertos en tecnología liderados por Bishop (John Malkovich, a reglamento). En definitiva, aquí todo se resuelve a los tiros, en medio de persecuciones automovilísticas contra reloj. En el estilo de Berg confluyen elementos del cine de Michael Mann, Kathryn Bigelow y Paul Greengrass con esa sensación de urgencia, nervio, inmediatez y tensión. Claro que con un guion más desarrollado su virtuosismo formal tendría bases más sólidas para lucirse.
Martina (Eva De Dominici) y su novio Manuel (Rakhal Herrero) cruzan de madrugada la frontera entre Bolivia y la Argentina. En principio parecen simples mochileros como tantos otros jóvenes que pasan de un país a otro, pero ya en la primera secuencia descubriremos que en verdad están trabajando como "mulas". Manuel llega a los tumbos al hotel y muere sobre la cama al estallarle una cápsula de cocaína que llevaba dentro de su cuerpo. Desesperada (porque no sabe qué hacer con el cuerpo y además tiene a los narcotraficantes para los que transportaban las cápsulas exigiéndole la entrega de la droga), Martina no tiene otra opción que llamar a su padre (Alejandro Awada), que nunca la reconoció y con el que no se habla desde hace años. Luego de muchas dudas y presionada por ella, Javier viajará al norte para ayudar a esa hija que él trató de olvidar luego de formar otra familia. Así planteadas las cosas, Sangre blanca -que se ubica en las antípodas de Deshora, la mucho más minimalista ópera prima de la directora Bárbara Sarasola-Day- pendula entre el thriller, el drama familiar (¿habrá una segunda oportunidad para los protagonistas?) y algunas explosiones de gore. El film, narrado e interpretado con solvencia aunque sin mayores hallazgos, consigue ciertos pasajes de tensión y encuentra en las escenas en exteriores -con esa mezcla entre pintoresca y sórdida de las zonas de frontera en el norte- un plus que el espectador agradecerá.
Lucky encuentra su razón de ser en el (casi) unipersonal del genial y recientemente fallecido Harry Dean Stanton. Esta tragicomedia del reconocido actor (aquí debutante en la dirección) John Carrol Lynch tiene como protagonista casi excluyente a Stanton como el personaje del título, un nonagenario gruñón que vive solo y con una rutina muy específica (hacer gimnasia, caminar hasta la cantina del pueblo de Texas para desayunar y completar crucigramas, tomar un Bloody Mary en la barra del bar por la noche, fumar todo el tiempo y ver concursos de preguntas y respuestas por televisión) hasta que un pequeño accidente lo sumerge en un íntimo viaje espiritual. Auténtico crowd-pleaser que divierte y emociona con nobleza pese a que sobrevuela el tema de la inminencia de la muerte, Lucky tiene como atractivo adicional notables personajes secundarios interpretados por David Lynch, Ron Livingston, Ed Begley Jr., Tom Skerritt, James Darren y Barry Shabaka Henley. Una película de un lirismo y una sensibilidad infrecuentes en el cine contemporáneo. Un antídoto contra todo el cinismo de este mundo.
La historia del larguísimo e infrahumano confinamiento de José “Pepe” Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro es bastante conocida. Dirigentes del movimiento guerrillero Movimiento de Liberación Nacional, los tres fueron detenidos en septiembre de 1973 y confinados como “rehenes” durante 12 años en distintas prisiones. Lo de prisiones es en verdad un eufemismo, ya que en muchos casos ni siquiera estaban en celdas sino en pozos o pocilgas de dos por dos. Brutalmente torturados en lo físico e igualmente humillados en lo psicológico, resistieron al hambre, a la degradación, a la incomunicación y a la locura para salir en libertad en 1985, convertirse luego en referentes dentro del Frente Amplio y llegar incluso a ser senadores o presidente de la Nación. La noche de 12 años es de esas películas tocadas por la varita mágica (léase el talento de sus realizadores) en las que todo lo que debía salir mal salió bien (o muy bien). Producto de la coproducción con Argentina y España solo uno de los tres protagonistas es uruguayo (Alfonso Tort, que encarna a Fernández Huidobro), mientras que los restantes son el porteño Chino Darín (impecable como Rosencof) y el hispano Antonio de la Torre (Mujica). Y, contra todos los prejuicios, los acentos no distraen, las actuaciones son muy creíbles, parejas, acordes con las exigencias y los distintos tonos que exigen sus personajes y la historia en general. El corazón emocional y narrativo del film son esas Memorias del calabozo que coescribieron Fernández Huidobro y Rosencof; es decir, la reconstrucción de los 12 años tras las rejas en los que prácticamente no vieron el cielo, no hablaron con nadie (se comunicaban entre ellos con un código que crearon a través de golpecitos en los muros) ni se enteraron de lo que pasaba en el mundo real. A partir de un extraordinario entramado visual y sonoro con múltiples capas, matices, texturas, Brechner (el mismo de Mal día para pescar y Mr. Kaplan) trabajó con rigor el punto de vista de los protagonistas para a través de ellos sumergirnos en sus percepciones: desde la constante y progresiva degradación hasta los pequeños momentos de iluminación, de revelación. El resultado son escenas en muchos casos sobrecogedoras y al mismo tiempo cautivantes en su tono alucinatorio, paranoico o elegíaco. Las zonas menos interesantes (más convencionales) de este "Atrapado sin salida" sudamericano tienen que ver con los flashbacks (los operativos militares en los que caen en 1973) o su contacto con el mundo real (las visitas de sus familiares). En cambio, son logradas y bienvenidas las irrupciones de humor negro o las escasas interacciones con los guardias (el sargento enamoradizo que interpreta César Bordón, el absurdo burocrático cuando uno de los presos tiene que defecar). Puede que en ciertos flashbacks se apele por demás a una estilización, una edición y una musicalización de raigambre publicitaria, que algunos personajes secundarios (como el de Soledad Villamil, por ejemplo) no agreguen demasiado y que, por lo tanto, la trama se disperse y alargue demasiado en sus más de dos horas, pero en el resto del film hay tanto talento, riesgo, potencia dramática y sensibilidad que sería injusto desmerecer el resultado final por esos mínimos traspiés. Es imposible no identificarse ni conmoverse con las historias de vida y de lucha (épicas e íntimas a la vez) de estos tres hombres que marcaron como pocos la historia uruguaya del último medio de siglo.
La hija del presidente de la Nación debuta en el largometraje con una prolija aunque por momentos algo fría transposición del libro Amor y anarquía, de Martín Caparrós, inspirado en un conmovedor caso de la historia policial y judicial de Italia que tuvo a una joven argentina como víctima. La historia de María Soledad Rosas conmovió a la sociedad argentina e italiana de fines de la década de 1990. Cómo una joven de 23 años perteneciente a una familia conservadora de la clase media de Barrio Norte se convirtió en integrante de un grupo de okupas y activistas radicales en la ciudad de Torino y terminó inmersa en uno de los casos policiales y judiciales más controvertidos de esa época fue el eje primero de Amor y anarquía, libro escrito en 2003 por Martín Caparrós, y ahora de la ópera prima de Agustina Macri. La Soledad del título (Vera Spinetta) mantiene una convivencia bastante tensa con sus padres Luis y Marta (Luis Luque y Silvia Kutika), se gana la vida paseando perros, está en una relación no demasiado estimulante con su novio Pablo (Julián Tello) y, tras finalizar sus estudios de hotelería, se embarca en un viaje a Europa en julio de 1997. Allí se suma a unos squatters, se enamora de forma apasionada de Edoardo Massari (Giulio Corso) y termina siendo apresada junto a éste y otros jóvenes acusados de formar parte de los Lobos Grises, uno de los grupos más buscados por su participación en atentados contra trenes de alta velocidad. La película -sumamente cuidada en su narración y su factura- no profundiza demasiado en las cuestiones más polémicas (en un pasaje se ve a la protagonista acompañando a sus compinches en un intento de robo de cobre en terrenos ferroviarios) ni legales (hay algunas escenas de juicio y en cárceles) porque el énfasis está puesto en el cambio interno y externo (como cuando se rapa por completo) de Soledad y su fogosa relación con Edoardo. Más allá de la indudable intensidad de la historia real, Soledad apuesta a una prolijidad que genera cierto distanciamiento. En algunos pasajes, la película remite a un clásico del cine argentino a la hora de retratar la rebeldía juvenil como Tango feroz, de Marcelo Piñeyro; por ejemplo, cuando apuesta a una edición propia del videoclip con la canción Matador, de los Fabulosos Cadillacs, sonando de fondo. Pese a estas y otras decisiones artísticas -todas conscientes- que convierten a una historia excepcional en una película por momentos bastante convencional, se trata de una buena carta de presentación para una directora que -está claro- logra trascender cualquier tipo de prejuicio de quienes pretendan limitar su carrera cinematográfica por el mero hecho de ser “la hija de”.
Tras la notable Hortensia (codirigida con Alvaro Urtizberea y estrenada en Mar del Plata 2015), Lublinsky redobla la apuesta por la artificialidad, ya que no solo la acción escapa del realismo que arrecia en el cine argentino sino que aquí le suma además unos fondos proyectados. La película tiene algunas situaciones ingeniosas y unas cuantas ideas visuales muy creativas, pero el resultado final es menos eficaz que el de la apuntada Hortensia. Si aquel film nos transportaba a un universo particular y fascinante, aquí los terrenos del coming of age resultan menos entrañables y seductores. Amor urgente está ambientada en Resignación, una pequeña ciudad bonaerense de 10.000 habitantes a la que llega Agustina con su madre Irene, experta en moda y lencería (ellas aseguran que el padre / marido está en Europa). Pedro es un típico perdedor, un adolescente torpe y tímido, habitual víctima del bullying por parte de sus compañeros del colegio secundario (tiene, sí, un amigo bastante fiel). Mientras todos están con las hormonas descontroladas en pleno despertar sexual quinceañero, Pedro y Agustina entablan una relación tranquila, en el que la amistad se confunde en medio de rigideces e indecisiones con la posibilidad de un primer beso y la llegada del primer amor. En el universo de Amor urgente -que se completa con pantallas partidas y constantes retroproyecciones- los adolescentes en muchos casos encajan en la definición de freaks, se apela de manera premeditada a los estereotipos (los chicos rudos, por ejemplo, andan en moto), pero más allá de algunos pasajes narrados con sensibilidad (como cuando Pedro consigue pequeños avances y su autoestima mejora), los diálogos y conflictos resultan en varios pasajes demasiado anodinos. De todas formas, no deja de ser una (asordinada) comedia cuidada y amable en su espíritu y su tono narrativo.
Los estudios de Hollywood continúan con su obsesión por exprimir franquicias y lo de Fox con Depredador es digno de un caso de estudio respecto de los mil y un reciclajes. La saga arrancó hace más de tres décadas con Depredador (1987), del por entonces poco conocido John McTiernan; y tuvo secuelas como Depredador 2 (1990) y Depredadores (2010). No contentos con eso, los productores también apostaron al crossover Alien vs. Depredador (2004), de ese director de culto que es Paul W.S. Anderson, y su secuela Aliens vs. Depredador 2 (2007). Ahora, es tiempo de reboot, de volver a empezar, con El depredador que, sin ser una mala película, tampoco permite abrigar demasiadas esperanzas respecto de una continuidad sana en lo artístico y lo económico para esta serie. Para este reinicio fue convocado Shane Black, cotizado guionista de películas como Arma mortal y El último gran héroe, y también escritor/director de elogiados títulos como Entre besos y tiros (2005), Iron Man 3 (2013) y Dos tipos peligrosos (2016). El sentido del humor, el desparpajo y la audacia de su filmografía previa no se advierten en una historia demasiado mecánica y estructurada, en la que lo más llamativo pasa por sus picos de gore (vísceras, cuerpos desmembrados, baños de sangre) al mejor estilo del primer Peter Jackson. Pero el resto de las fórmulas a las que adscribe la película no funcionan bien. Ni la disfuncional relación padre-hijo entre un ex soldado devenido mercenario (Boyd Holbrook) y un niño autista-genio (Jacob Tremblay), ni la cofradía de ex militares locos (al principio del film van todos rumbo a un psiquiátrico) que enfrentará a las fuerzas extraterrestres. No hay destellos de emoción en el primer terreno ni de humor negro en el segundo. Tampoco se perciben hallazgos a la hora de las explicaciones sobre la evolución de las especies a partir de la apropiación del ADN de otros seres vivos ni en aportes en los personajes de la bella científica (Olivia Munn) o el malvado (Sterling K. Brown) de turno. Las actuaciones son de discretas para abajo, las escenas de acción no son demasiado espectaculares, los monstruos alienígenas no dan mucho miedo y el festival de efectos visuales para las explosiones de violencia ostentan el profesionalismo, pero también el déjà vu de muchas producciones recientes. Un regreso sin (o muy poca) gloria para una franquicia que renace una y otra vez. El culto al cine clase B que se resiste a morir.
Al escritor Joe Castleman (Jonathan Pryce) lo despiertan en medio de la noche con una llamada telefónica en la que le informan que ha ganado el Premio Nobel. A la incredulidad le siguen la emoción y la alegría. Junto a él está Joan (una magnética Glenn Close), su esposa desde hace cuatro décadas, su sostén en todos los terrenos. Sin embargo, eso de ser una suerte de bastón (afectivo, médico, organizativo) de un hombre célebre no es algo que ella acepte con docilidad. Así, cuando la pareja viaje a Estocolmo a recibir el galardón, esos resentimientos acumulados durante tantos años empezarán a manifestarse de la más inesperada manera. Esta tragicomedia -algo teatral en su propuesta- está basada en un best seller de Meg Wolitzer y va del presente (el antes, el durante y el después de la solemne ceremonia) al pasado (escenas ambientadas entre 1958 y 1960 ) con unos flashbacks que permiten al espectador ir descubriendo los secretos y mentiras de los Castleman. En sus mejores pasajes, la película expone con cierta ironía y acidez el cinismo y la hipocresía del mundillo literario y de los protagonistas. En otros, el director sueco Björn Runge ( Al final del día, Happy End) apela a una excesiva crueldad hacia los personajes y a algunas resoluciones un poco obvias. De todas maneras, los buenos momentos de humor negro y la excelencia de las actuaciones hacen de La esposa una atractiva propuesta.