Cuatro años después de la exitosa (y discutida) El justiciero, dos auténticas figuras afroamericanas del Hollywood actual tanto delante de cámara (el actor Denzel Washington) como detrás de la misma (el director Antoine Fuqua) regresan con una secuela que seguramente resucitará la “grieta” cinéfila entre quienes reniegan de esta reivindicación de la justicia por mano propia y del ojo por ojo y aquellos que se sienten atraídos por su sólida apuesta dentro del cine de género. El realizador de Día de entrenamiento y Tirador propone en esta segunda entrega una mixtura entre la violencia brutal del Charles Bronson de El vengador anónimo y el existencialismo del Alain Delon de El samurái. A los 63 años, Washington -en la primera secuela de su carrera y en su cuarto trabajo para Fuqua- interpreta a Robert McCall, un hombre aparentemente común que trabaja como conductor de un servicio tipo Uber, pero que en verdad es un ex agente de la CIA que se dedica a ayudar a propios y extraños contra los excesos y abusos de la vida contemporánea. Claro que para ello es capaz de adoptar los métodos más extremos que puedan imaginarse. Viudo y solitario, McCall se empieza a interesar cada vez más por la suerte de Miles Whittaker (Ashton Sanders), un joven negro de buen corazón e inclinaciones artísticas que está a punto de ser captado por una pandilla armada y ligada al narcotráfico. Entre ambos surgirá una relación sustituta de padre e hijo y deberán luchar contra un sino trágico y un contexto desolador. Quienes esperen profundidad psicológica y sutilezas deberán buscar otros rumbos. Para los que, en cambio, se deleiten con duelos a los tiros en medio de un huracán que azota a una zona costera y con cierto humor negro a la hora de trabajar la violencia sádica, El justiciero 2 es una propuesta más que atendible.
Lo mejor que puede decirse de la ópera prima del israelí Ofir Raul Graizer es que elude los lugares comunes a los que se expone ya desde su punto de partida. Utilizando un concepto en sintonía con su espíritu culinario y romántico: endulza pero no empalaga. Thomas (Tim Kalkhof) es un joven pastelero que maneja una confitería en Berlín. Uno de sus clientes favoritos es Oren (Roy Miller), un ingeniero israelí que viaja seguido a esa ciudad por cuestiones de trabajo. Ambos se enamoran, empiezan a mantener encuentros íntimos, pero Oren, que está casado y tiene un hijo pequeño en Jerusalén, de pronto desaparece. Tras insistentes llamadas sin respuestas, Thomas empieza a investigar su paradero y se entera de que su amante ha muerto en un accidente. Tiempo después viaja a conocer a Anat (Sarah Adler), la viuda, y empieza a trabajar (primero como lavacopas y luego como repostero) en el bar que ella dirige. La tensión, la incógnita pasará por cuándo y cómo se enterará ella de que él ha sido amante de su marido y qué pasará luego entre ambos. No conviene adelantar nada al respecto, pero El repostero de Berlín narra este proceso con recato y pudor, sin arrebatos ni apuros. Es cierto que hay algo previsible en algunos planteos (como la cuestión religiosa) y ciertas resoluciones, y que la puesta en escena es bastante elemental, de vuelo bajo, pero el conflicto central está bien presentado y trabajado como para no caer en excesos telenovelescos. Un film pequeño, sensible y a su manera -en los términos en que está planteado- bastante eficaz.
Las películas sobre tiburones conforman un prolífico subgénero: desde ese clásico de clásicos que es Tiburón hasta la saga de Sharknado, pasando por Alerta en lo profundo, Mar abierto o la reciente Miedo profundo. Megalodón retoma ciertas tradiciones del subgénero, pero su apuesta en todo sentido es gigantesca: en presupuesto, en el tamaño del tiburón, en la figura protagónica (Jason Statham) y en su búsqueda de conquistar al cada vez más importante mercado chino con personajes de ese origen y varias escenas ambientadas en ese país. Statham es un experto en rescates en las profundidades ya retirado luego de una traumática operación en un submarino, que se ve forzado a volver a trabajar en el laboratorio de una plataforma científica ubicada en altamar, financiada por un millonario. Hay cierta tensión romántica con una mujer china y una acumulación de ataques del megalodón. El film de Jon Turteltaub tiene la espectacularidad propia de una superproducción con sostificados efectos visuales y hasta escenas de masas, pero aun con sus buenos momentos de humor negro y con el aplomo de Statham deja una sensación agridulce. Los atractivos están, pero el resultado es menos convincente y estimulante de lo que prometía.
Las miradas impiadosas y marcadas por el humor negro; las contradicciones, especulaciones e imposturas en el mercado del arte -que pueden llegar incluso al pequeño fraude o la gran estafa- no son nuevas en las carreras del guionista Andrés Duprat y de su hermano Gastón, autor y realizador, respectivamente, de Mi obra maestra. Ambos -con Mariano Cohn como codirector- habían concretado hace ya una década El artista y algunas de esas obsesiones reaparecen en esta película bastante más ambiciosa en su propuesta. Construida como un largo flashback, la película tiene como protagonistas a Arturo Silva (Guillermo Francella ), un marchand encantador y sofisticado, aunque bastante inescrupuloso, que tiene como cliente a Renzo Nervi ( Luis Brandoni ), artista plástico que disfrutó de alguna lejana época de gloria pero que hace una década no vende una pintura. Mientras Arturo es un galerista que se codea con millonarios coleccionistas, Renzo es un tipo huraño y resentido que vive prácticamente recluido en su decadente casa-taller y se niega a adaptarse a las exigencias de un mercado al que considera arbitrario y esnob. La llegada de Alex (Raúl Arévalo), un neohippie español que dice ser un admirador incondicional de este gran maestro incomprendido por las nuevas generaciones (la obra que aparece en la película es de Carlos Gorriarena) y la aparición en escena de otra experta en el negocio (interpretada por Andrea Frigerio) empezarán a modificar la situación. La película se maneja con bastante soltura dentro de los cánones de la comedia farsesca, aunque en ciertos pasajes la mirada que se pretende despiadada sobre los excesos y abusos del mundillo de la artes visuales termina apelando al trazo grueso. Con un buen despliegue de producción (las locaciones van del Museo de Arte Contemporáneo de Niterói al bellísimo altiplano jujeño), una vuelta de tuerca en su segunda mitad que genera cierto suspenso y una indudable química entre sus dos protagonistas (opuestos complementarios) a la hora de construir esa improbable amistad, Mi obra maestra termina sobreponiéndose a cierta superficialidad que se desprende de los conflictos trazados desde el guion.
Este documental de Daniel Samyn registra el día a día, la dinámica interna y las historias de vida de los alumnos que concurren a la Escuela de Reingreso Trabajadores Gráficos, ubicada en una zona postergada de Barracas. Demasiado grandes para un secundario normal y demasiado jóvenes para un centro de adultos, estos jóvenes -víctimas en muchos casos de la pobreza, la violencia doméstica y social, la marginación y la adicción a las drogas- son contenidos por esta institución montada en la sede de una fábrica gráfica recuperada. Elemental en su forma (consiste de poco más que una treintena de testimonios a cámara y voces en off), la película invita a escuchar con atención y, por supuesto, también a pensar.
La directora de Suzaku, Shara, El secreto del bosque y Hacia la luz estrenó en Cannes (festival que la tiene casi como abonada) este pequeño y por momentos encantador film basado en la novela de Durian Sukegawa que expone las vicisitudes, sueños, miedos y traumas de tres personajes de distintas generaciones: Sentaro (Masatoshi Nagase), un parco hombre de mediana edad y pasado turbio que maneja la pastelería del título; Tokue (Kirin Kiki), una anciana de 76 años que ha vivido confinada durante décadas por la lepra y asegura tener una receta mágica de dorayakis (una suerte de panqueques muy tradicionales en Japón), que podría cambiar el gris presente del negocio en cuestión; y Wakana (Kyara Uchida), una querible preadolescente que acarrea serios problemas de relación con su madre. Tragicomedia bella y sensible, Una pastelería en Tokio tiene algunos excesos aleccionadores con ínfulas new-age, demasiadas cartas y grabaciones concebidas "para llorar" y referencias repetidas a ciertas imágenes (como, por ejemplo, las flores de los cerezos) que tanto le gustan a la realizadora, pero esos abusos no alcanzan a contaminar la naturaleza pura de un film que descansa en la integridad y nobleza de sus tres protagonistas. En definitiva, la esencia del cine de una directora con sello y universo propios como Naomi Kawase.
Buenos Aires, 1971. Un joven carilindo, de ojos celestes y enrulado pelo rubio camina por una tranquila zona de casonas. De golpe, salta el cerco de una de ellas y, luego de constatar que está vacía, irrumpe en el lugar con total desparpajo: se toma un whisky, pone música y descubre el lujoso universo interior. Así se presenta en El Ángel a Carlitos (el debutante absoluto Lorenzo Ferro en un trabajo consagratorio), que no es otro que Carlos Eduardo Robledo Puch, probablemente el asesino serial más famoso de la historia criminal argentina (11 asesinatos y 42 robos en apenas un par de años). El cine argentino en general y los hermanos Ortega (Luis, director y coguionista; Sebastián, productor) en particular parecen haberse fascinado en los últimos tiempos por célebres delincuentes. Primero fue la familia Puccio en El clan, de Pablo Trapero; y en la miniserie Historia de un clan, de Underground (coproductora de El Ángel junto con K&S Films) y ahora es el turno de este adolescente que conmovió a la sociedad de entonces y hoy, 45 años más tarde, es el preso más antiguo de la historia penal argentina. Lo primero que hay que decir de El Ángel es que es una película fascinante, seductora, narrada con brío y elegancia (notable aporte del DF Julián Apezteguia). El tono elegido está completamente alejado de la denuncia horrorizada, del psicologismo tranquilizador, de la demonización y del ensayo sobre la culpa. Es más, si hay un riesgo que corre la película es el de ser demasiado canchera y cool (con cierta influencia tarantinesca en la estilización visual, el off y el uso de hits de los '70 de Billy Bond, Pappo, Manal, Leonardo Favio, Johnny Tedesco, La Joven Guardia y -sí- Palito Ortega) e incluso exaltar por demás a su criatura. A nivel narrativo no hay dudas: es adrenalina pura, con algunas escenas de potencia scorseseana. Si en los Puccio el eje era la familia, aquí las mismas tienen mucho menos peso: no hay un plan cerebral, planes orquestados, golpes minuciosamente planeados, sino algo más cercano al libre albedrío, a la impunidad, a una cuestión impulsiva y hasta podría decirse fruto de un don y de un llamado del orden de lo místico. Carlitos está como poseído, abstraído en muchos casos del mundo real y para él (por lo menos al principio) todo forma parte de un juego, de una ficción de la que es parte pero de la que no tiene demasiada conciencia. Si bien los padres de Carlitos (Cecilia Roth y el chileno Luis Gnecco) y los de Ramón, compañero de colegio, socio de fechorías y eje de una latente relación homoerótica que interpreta Chino Darín (Mercedes Morán y Daniel Fanego) tienen su importancia en la trama (más los segundos que los primeros), el eje de las dos horas del film pasa por las desventuras del protagonista (Ferro está prácticamente en todos los planos) y sus compinches (en la segunda parte se suma Peter Lanzani). Ortega está claramente seducido por su protagonista y logra, por lo tanto, que el espectador se identifique también con él. Es un desafío y un riesgo del que sale airoso construyendo un universo por momentos surrealista con un (anti)héroe escindido de la realidad y dando rienda suelta a sus instintos más primitivos, rebeldes y espontáneos. Un golpe al corazón de la sociedad convencional y conservadora dominada por los prejuicios y la doble moral. En El Ángel, queda claro, el infierno está encantador.
Lucrecia Martel es -con toda justicia- una de las cineastas más analizadas del planeta y Zama no fue la excepción, ya que dio lugar a El mono en el remolino, un diario de rodaje escrito por Selva Almada, y a esta película llamada Años luz. Para quienes crean que el de Abramovich es un simple making of de esos que podrían ir entre los extras de un DVD/Blu-ray hay que advertirles que la película tiene entidad y vuelo propios. El director incluye en distintos momentos un hilarante intercambio de correos electrónicos entre él y Martel en el que la “relación” va pasando por distintas etapas: “seducción” (no se conocían y él le propone el proyecto), dudas, fascinación, irritación, enojos... La realizadora se siente por momentos inhibida, invadida, manipulada, incómoda de aparecer en cámara, de ser observada: “Quedamos en que fuera una semana y eso es todo”, le dice la creadora de La ciénaga y La niña santa a Abramovich. “Me gustaría seguir yendo a filmar el rodaje. Creo que va a quedar algo muy especial”, le responde él. Pero tampoco se trata de un mero intercambio de e-mails: Abramovich filma a Martel... filmando. Y también mientras piensa, mientras da indicaciones, mientras interactúa con los actores o con las cabezas de equipo con una mezcla de serenidad y convicción, mientras escucha con auriculares un diálogo que no la convence del todo, mientras fuma su cigarro. Es un placer ver cómo un director (que dicho sea de paso comparte con ella varias cuestiones respecto de, por ejemplo, el uso del sonido) la observa cual voyeur con fascinación, a la distancia justa como para no interferir pero al mismo tiempo con una capacidad infrecuente como para captar cada mínimo detalle que nos revele algo de ese meticuloso, introspectivo e insondable universo marteliano. Es probable que el trabajo de la directora salteña siga siendo, incluso después de apreciar Años luz, un misterio inescrutable para los cinéfilos que la adoran, pero eso no significa que la película carezca de hallazgos y valores. Si los rodajes son, por la cantidad de tiempos muertos y repeticiones, esencialmente aburridos, el realizador de Solar y Soldado logra que las bellas imágenes de Martel filmando se conviertan en una ceremonia a la que asistimos con respeto, admiración y placer.
Las sagas juveniles basadas en exitosas novelas y ambientadas en un futuro distópico tienden a parecerse bastante entre sí. No es difícil advertir en el caso de Mentes poderosas diversos aspectos que la vinculan con franquicias como las de Divergente y Maze Runner (también hay unas cuantas similitudes con X-Men y Stranger Things). De todas maneras, el problema principal de este film de Jennifer Yuh Nelson (directora de la producción animada Kung Fu Panda 2) no es tanto este "reciclaje" de elementos ya probados, sino la incapacidad para construir con esos recursos una narración mínimamente entretenida. Hay personajes que escapan, son traicionados, atrapados y que vuelven a huir, pero todo luce demasiado mecánico, sin profundidad psicológica, tensión ni suspenso. Las desventuras de Ruby (Amandla Stenberg), Liam (Harris Dickinson), Chubs (Skylan Brooks) y Zu (Miya Cech), cuatro jóvenes con poderes especiales en un mundo que ha perdido el 98% de los niños y adolescentes a causa de un extraño virus, parecen narradas con piloto automático y mucho peor aún resultan las cosas para los malvados de turno (como Wallace Langham y Wade Williams) que quieren dominarlos. Así, sin demasiados hallazgos ni creatividad, y con el ojo puesto en construir una larga franquicia,Mentes poderosas luce como el piloto de una serie. Y no precisamente de las mejores.
El director chileno Sebastián Lelio sigue con sus sensibles y provocadoras exploraciones de la intimidad del universo femenino. Tras Gloria y Una mujer fantástica(ganadora del Oscar), escribió y filmó su primera película en inglés, basada en la novela de Naomi Alderman. Ronit (Rachel Weisz) es una fotógrafa británica radicada en Nueva York. En medio de una sesión le avisan que su padre, un influyente rabino de la comunidad ortodoxa de Londres, ha muerto. Ella. que se mantuvo alejada y adoptó un estilo de vida más moderno, regresa y se reencuentra con quien fuera su mejor amiga (y algo más) de juventud. En cambio, Esti (Rachel McAdams) no solo se quedó allí y aceptó sus reglas, sino que además se casó con Dovid (Alessandro Nivola), al que todos ven como el futuro líder religioso. La atracción entre Ronit y Esti no tardará en reaparecer, pero el eje pasa por la búsqueda de la identidad y, en definitiva, la reivindicación de la libertad de elegir el camino propio por sobre los condicionamientos sociales o religiosos. Lo que en principio parece ser un prolijo y algo académico estudio psicológico se va convirtiendo en algo bastante más complejo y profundo. A partir de una narración rigurosa y de notables actuaciones del trío protagónico, Desobediencia resulta un film tan cuestionador como noble. Otro hallazgo de un director con un presente exitoso y un futuro brillante.