Pino Solanas continúa recorriendo el país para registrar los abusos en la explotación de los recursos naturales y sus efectos nocivos tanto en el medio ambiente como en la salud de la población. En este caso se centra en los efectos de la deforestación, en el cultivo a gran escala de la soja transgénica y en el uso sistemático de los agrotóxicos. El documental comienza con imágenes de los desmontes y la precaria situación de los wichis, pueblos originarios cuyas tierras están cada vez más cercadas en el norte argentino. Luego, el director de Memoria del saqueo y La próxima estación recorrerá siete provincias para denunciar los grandes grupos económicos y exponer la crisis de los pequeños productores que se ven obligados a alquilar sus campos, aumentando así la concentración de la tierra. El también senador cuestiona el uso del glifosato que se fumiga sin controles desde los aviones y, para demostrar sus efectos, se realiza un análisis de sangre en primer plano que confirma que él también tiene plaguicidas en su organismo. Cámara en mano, con su habitual narración en off de espíritu didáctico, el infatigable Solanas ofrece en este, su nuevo documental, unos cuarenta testimonios de especialistas en estas problemáticas que no solo aportan denuncias, sino que además exaltan proyectos de agroecología integral a pequeña escala. El mensaje es claro: otro modelo alimentario es posible.
Simón (Nick Robinson) tiene 17 años, dos padres que lo aman (Josh Duhamel y Jennifer Garner), una simpática hermana menor y un fiel grupo de amigos que lo acompañan en el último año del colegio secundario. Simpático, inteligente, agraciado, el protagonista parece tener una existencia idílica. Sin embargo, hay algo en su interior que lo incomoda, lo inquieta, lo angustia. Simón es gay, pero no se anima a decírselo a nadie. Esa contradicción íntima, esa represión, ese pánico que lo inmoviliza no le permite sacar sus mejores atributos, expresarse con todas su energía y sus capacidades. Tras el éxito y los premios de una película independiente comoLlámame por tu nombre, Yo soy Simón tiene el mérito de ser una de las primeras producciones provenientes de uno de los grandes estudios de Hollywood (Fox) en narrar con absoluta honestidad, con mucho corazón y sin medias tintas una típica historia coming-of-age, pero de un adolescente que "sale del closet" para vivir su sexualidad sin culpas. En principio, la película amaga con un tono trágico, épico y solemne, pero por suerte el director Greg Berlanti se permite apostar por el humor, jugar con los estereotipos (equívocos y enredos) de la comedia romántica y apelar a un tono casi de sitcom que le sienta bien. En definitiva, se trata de describir el viaje interno y externo de un joven en busca de su identidad y su destino. Con el espíritu de los clásicos ochentistas de John Hughes, pero con la impronta de este nuevo milenio.
Si bien la figura de Sandro nunca perdió vigencia, 2018 parece ser un año especialmente pródigo en acercamientos audiovisuales a la figura de El Gitano. Tras la miniserie dirigida por Israel Adrián Caetano que se emitió en Telefe, llega este híbrido entre documental y ficción (más documental que ficción) con realización de Miguel Mato. Yo, Sandro tiene como eje una larga entrevista en la que Roberto Sánchez repasa los aspectos centrales de su vida y su carrera. Ese testimonio -sumado al uso recurrente de la voz en off- van marcando el derrotero familiar y artístico de Sandro, mientras se ven fragmentos de varias de sus películas e imágenes de archivo. En este sentido, el mayor hallazgo del film son las grabaciones caseras en Súper 8 que hizo el propio protagonista en su intimidad y en muchos de sus viajes al exterior. Otro logro es haber accedido a la misteriosa mansión de Banfield, donde permaneció prácticamente recluido durante mucho tiempo. Por el contrario, las pocas escenas de ficción (como cuando sus padres van al Registro Civil a anotarlo como Sandro y el funcionario interpretado por Carlos Portaluppi se niega a aceptarlo) no agregan demasiado y los dos únicos cantantes que aparecen hablando de la admiración y la influencia del Gitano (Lucecita Benítez y José Luis “El Puma” Rodríguez) suenan a demasiado poco teniendo en cuenta la multitud de figuras que se han manifestado fans de Sandro. También en off se escuchan múltiples grabaciones de “Las Nenas”, las fans de Sandro en todo el mundo y, si bien ese recurso resulta simpático en un principio, su reiteración termina por abrumar un poco. Más allá de sus logros y carencias, Yo, Sandro resulta una propuesta prolija y llevadera. No tiene una estructura narrativa particularmente sorprendente, pero el carisma y los múltiples matices de su protagonista lo convierten en un más que digno homenaje a una figura insoslayable en la historia de la música argentina.
Basada en hechos reales es un thriller psicológico sobre Delphine de Vigan (Emmanuelle Seigner, musa y pareja del realizador), una escritora muy exitosa en Francia que empieza a tener una relación cada vez más intensa con Elle (una atractiva y siniestra Eva Green), quien se presenta como una ghost writer y admiradora de esa autora de best sellers. El guión coescrito por Polanski con Olivier Assayas a partir de la novela homónima de Delphine de Vigan (sí, la protagonista de la ficción lleva su nombre) tiene todos los condimentos de la angustia y la paranoia ligadas a la creación literaria y al bloqueo creativo con esas relaciones manipulatorias y dependientes que desembocan en ciertos casos en la esquizofrenia. La sombra de films como El rey de la comedia, de Martin Scorsese; Misery, de Rob Reiner; y La ventana secreta, de David Koepp, sobrevuela en esta propuesta que quizás no sea demasiado innovadora o sorprendente, pero sí resulta muy entretenida y eficaz.
El inquieto e inclasificable director cordobés sorprende con un acercamiento austero y preciso al mundo de las tradiciones folclóricas que llega a la Sala Leopoldo Lugones y al MALBA tras su paso por la Berlinale y el BAFICI. Hacer una película de ficción con una impronta documental ambientada en el mundo del malambo profesional (es decir, clases, ensayos, competencias) tenía no pocos riesgos: caer en el costumbrismo o el pintoresquismo folclórico, en el patetismo o bien en una mirada cínica con una ironía sobradora. Nada de eso hay, por suerte, en este film que puede ser en principio un poco desconcertante, pero termina siendo en varios pasajes fascinante. Ese prolífico y multifacético artista que es Loza adopta una postura curiosa y respetuosa a la vez: desde el uso de su voz en off en plan ensayístico el film es un acercamiento a una historia de vida (parte real, parte ficcionada) de un bailarín de malambo que intenta regresar a los primeros planos de la mano de un maestro más experimentado y muy riguroso. El realizador de Extraño, Los labios y La Paz y sus dos directores de fotografía (y habituales colaboradores) Iván Fund y Eduardo Crespo apuestan a un austero blanco y negro para narrar la historia de Gaspar Jofré, un hombre que lucha contra sus problemas físicos (una persistente y dolorosa hernia) con todo tipo de consultas médicas, tratamientos y natación. Mientras se gana la vida con unos shows para turistas en cruceros y dando clases a niños y jóvenes (la transmisión de la tradición del zapateo de una generación a otra es uno de los ejes del film), este hombre oriundo de la ciudad de Lobos está dispuesto a dar lo que le queda para volver a los duelos en esa meca de la especialidad que son las competencias en Laborde. Película sobre la relación maestro-alumno y las contradicciones entre la gran ciudad y el interior, Malambo: El hombre bueno tiene, más allá de la (re)construcción de un universo propio, algunos hallazgos como la relación del protagonista con un querible amigo y roomate obeso o los tenues coqueteos (más de ella que de él) con una masajista del centro donde intenta rehabilitarse. También por allí hay una abuela enferma o aparecen los rivales de turno. El resto son coreografías de zapateo, bombo y guitarra. Tan autóctono para algunos, tan lejano y extraño para otros. El rescate de la tradición gauchesca en estos tiempos efímeros y tecnológicos.
Diez años, tres fases y 19 películas han pasado desde Iron Man hasta Avengers: Infinity War , película que es algo así como una fiesta a la que han sido invitados todos los superhéroes de Marvel (y nadie pega el faltazo, por supuesto). El resultado es contradictorio: por un lado, los fans disfrutarán de verlos juntos, pero al mismo tiempo ninguno tiene demasiado tiempo en pantalla como para lucirse en serio. Cada uno carga con algún trauma personal, tiene un par de parlamentos graciosos o solemnes, participa en alguna escena de acción y a otra cosa. Es como esos conciertos a beneficio en los que se van subiendo al escenario múltiples figuras para aportar un par de acordes, un estribillo. El efecto de acumulación suma por un lado (hay tantas estrellas como para armar dos equipos de fútbol), pero también resta por el otro. Más allá de ver en pantalla al elenco completo de Marvel (Iron Man, Hulk, Thor, Capitán América, Doctor Strange, El Hombre Araña, Pantera Negra y hasta el equipo de Guardianes de la Galaxia), si hay algo que eleva la valoración del film no son sus múltiples superhéroes, sino su imponente villano: el Thanos de Josh Brolin (una mixtura entre Hellboy y Darth Vader) tiene más minutos y matices en pantalla que cualquier otro personaje. La premisa es básica y se plantea desde la primera escena: Thanos y sus secuaces tratan de apoderarse una por una de seis gemas, ya que la posesión de todos esos cristales les garantizará el dominio del universo. Lo que sigue dentro de los 149 minutos del film de los hermanos Russo son batallas que transcurren tanto en lugares reales (Nueva York) como ficcionales (Titan, Knowhere o la Wakanda que conocimos hace poco en Pantera Negra). Más allá de la extensa duración, no hay demasiado tiempo para desarrollar en profundidad ningún conflicto (los superhéroes que estaban distanciados o peleados entre sí aparecerán juntos en el plano siguiente), pero si no hay espacio para esas "nimiedades" los directores nos regalan vertiginosas escenas de masas y un despliegue de efectos visuales asombroso. En verdad, Avengers: Infinity War funciona como la primera parte de algo todavía mucho más grande que vendrá el año próximo con la cuarta entrega de Los Vengadores. En ese sentido, esta vez sí es recomendable que el público tenga la suficiente paciencia como para soportar los larguísimos créditos finales y apreciar la escena que aparece después: no se trata de una mera humorada, de un guiño cómplice o de un adelanto de un personaje que llegará en una película de la factoría de aquí a cinco años sino de un cliffhanger perfecto para esperar con ansiedad la continuación de esta historia y el cierre definitivo de la denominada Fase 3 del Universo Cinematográfico de Marvel.
En fílmico, en blanco y negro, y con su acostumbrada austeridad, el realizador de Los amantes regulares narra la historia de Gilles (Eric Caravaca), un profesor universitario de filosofía que inicia una relación amorosa y empieza a convivir con Ariane (Louise Chevillotte), una de sus estudiantes. Las cosas se complican todavía más cuando Jeanne, su angustiada hija de 23 años (la misma edad que tiene su falamante novia) se instala en su departamento tras ser abandonada por su pareja. Como dato adicional cabe consignar que el personaje de Jeanne es interpretado por Esther Garrel, hija del director en la vida real. El creador de La cicatriz interior, J'entends plus la guitare, A la sombra de las mujeres y La jalousie se acerca a las distintas relaciones que se van estableciendo entre estos tres personajes (y con otros que van apareciendo) con una ligereza seductora para una tragicomedia llena de enredos sobre la infidelidad, los celos, las diferencias generacionales y las manipulaciones cruzadas. Garrel -autor fundamental del cine francés de las últimas cinco décadas- filma con continuidad y desenfado y mínimas variaciones sobre los mismos temas de siempre y con conflictos y personajes similares, en la línea de su colega coreano Hong Sang-soo. El placer del (re)encuentro.
Documentales sobre pueblos o pequeñas ciudades hay miles. Aquí y en el resto del mundo. Cualquiera puede tomarse unos días, instalarse en determinada localidad, comenzar a filmar la dinámica del lugar y, con un poco de intuición, persistencia y sensibilidad, hasta podrá encontrar esos personajes entrañables que pululan en todo entramado social. Lo que diferencia el simple documental observacional de la película con vuelo propio es el ojo del director, su capacidad para conseguir algo más que el registro puro y duro, y luego para construir en la mesa de edición una narración superadora de esa “realidad”. Rodrigo Moreno consigue en varios momentos de El custodio y Una ciudad de provincia que los viejos que se reúnen cada noche en el bar, los adolescentes que juegan al truco o van a la disco, los entusiastas rugbiers, las vendedoras de artesanías (industriales), los músicos, los perros, los que pasean en motos o los pescadores en el río adquieran una dimensión especial. Esa sinfonía de la ciudad es en el conjunto -en el fluir y la deriva que presenta el director- bastante más que la suma de sus partes. La propuesta del director de Un mundo misterioso tiene dos características aparentemente contradictorias entre sí: la ciudad luce más fea de lo que en verdad es y, por suerte, no se regodea en el patetismo que suele abundar en todo pueblo o ciudad pequeña (¡y en las grandes urbes también, vamos!). El relato coral y la falta de testimonios a cámara reveladores o emotivos (lo más “intimo” que hay es una charla entre dos chicas en moto sobre miserias afectivas de personajes que no conocemos) hacen que ningún personaje genere particular empatía o interés. Todos son seres anónimos porque, en verdad, el eje del film es la ciudad en sí misma. El resultado es un retrato comunitario con un tono amable y, en ciertos momentos, incluso lírico y fascinante. No es poco.
Los padres de la directora Carla Simón murieron a causa del virus HIV cuando ella era muy pequeña y, si bien el SIDA nunca se nombra en la película, está claro que en aquellos tiempos (1993) había tanto prejuicio como desconocimiento respecto del tema. La película está narrada desde el punto de vista de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que -tras la muerte de su madre- va a vivir con sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi) y la aún más pequeña y encantadora prima Anna (Paula Robles) en un aislado entorno rural cerca de Barcelona. Los abuelos y amigos de la familia la visitan algunos fines de semana, pero en el día a día -y sin entender demasiado lo que ocurre- la protagonista debe enfrentar una nueva realidad. Artigas -un dechado de expresividad y matices- alcanza a trasmitir toda la angustia, la desolación, la incomodidad, el malestar, la ira, la dureza y las sucesivas transformaciones de una niña marcada por una tragedia que no sabe cómo procesar. Cuando finalmente puede llorar, es probable que ningún espectador deje de acompañarla en esa explosión desgarradora que más que sufrimiento es una manera de aflojar y liberar tanto dolor contenido. Con la cámara siempre cerca y a la altura de la pequeña heroína, con una capacidad de observación no demasiado habitual para que ningún detalle, gesto o mirada reveladora se le escape, Carla Simón hace gala de un aplomo infrecuente en una operaprimista. Pero, más allá de los aciertos formales y en la dirección de actores, lo que hace de Verano 1993 una pequeña gran película es el pudor, el recato, la forma en que elude casi todos los golpes bajos y las tentaciones demagógicas que este tipo de historias suelen ofrecer. Bella y sensual, esta narración intimista y veraniega lidia con la muerte sin regodearse en el dolor, pero tampoco resulta banal o simplista. El haber encontrado el tono justo, ese que es capaz de seducir al público sin tomarlo de rehén, es el principal mérito de una directora (que tiene algo de Lucrecia Martel y Mia Hansen-Løve) a la que habrá que prestarle mucha atención en sus futuros trabajos.
Una exitosa novela como punto de partida ( Cornelia, de Florencia Etcheves), una propuesta ligada al cine de género (un thriller psicológico con elementos perversos), un director con experiencia y profesionalismo como Alejandro Montiel ( Las hermanas L., 8 semanas, Extraños en la noche) y una protagonista de indudable popularidad (Luisana Lopilato). La unión de todas estas características y talentos debería desembocar en una película entretenida pensada para un público masivo, pero el cine no es una fórmula matemática y esta vez el resultado final está bastante por debajo de las expectativas. Perdida narra la historia de Manuela Pelari (Lopilato), una policía que -como le dicen una y otra vez- se involucra demasiado con cada caso que aborda. Y, pese a las advertencias y obstáculos, volverá a investigar el caso de su mejor amiga, desaparecida catorce años atrás durante un viaje estudiantil en pleno invierno patagónico. Así, entre 2003 y 2017, entre Buenos Aires, San Martín de los Andes y las islas Canarias (porque hay una oscura organización dedicada a la trata de jóvenes para su explotación sexual), transcurre una película que -en sus mejores pasajes- remite a La chica del dragón tatuado, pero que en varios otros pasajes carece de la tensión, el suspenso, la profundidad psicológica, la potencia interpretativa, y la coherencia y las justificaciones suficientes como para que los bruscos giros del final no resulten arbitrarios y caprichosos.