Adriana Aguirre, Noemí Alan, Luisa Albinoni, Patricia Dal, Silvia Peyroú, Mimí Pons, Beatriz Salomón, Sandra Smith, Naanim Timoyko y Pata Villanueva fueron algunas de las más populares vedettes de la década de 1980 en la TV, sobre las tablas y en el marco de la farándula porteña. El tiempo -impiadoso sobre todo para aquellas (y aquellos) que vivieron de su imagen y su cuerpo- hizo que fueran desapareciendo de forma progresiva del centro de la escena. Hasta que a principios de 2015 el siempre provocador dramaturgo y director José María Muscari las convocó para que regresaran a los escenarios en la obra Extinguidas. Todo ese proceso creativo fue registrado por Guillermo Felix y Nicolás Teté, quienes tuvieron un acceso privilegiado a la trastienda, los ensayos y los camarines para registrar a estas mujeres que hoy tienen en muchos casos más de 60 años. Por momentos con un dejo de vergüenza, pero en otros también con osadía, hidalguía y nobleza van contando anécdotas y sensaciones mientras dejan ver sus cuerpos y rostros ya más curtidos (y en algunos casos degradados) por arrugas y estrías. La película tiene un recato, un pudor y una sensibilidad particular que le permite eludir la tentación de caer en el patetismo y/o en la explotación y/o en el consumo irónico no exento de cinismo. A nivel formal se trata de una narración sencilla, cuidada, sin regodeos ni audacias. Porque el corazón está puesto en la intimidad de esta mujeres icónicas que “ratonearon” a más de una generación, en sus frustraciones, sus deseos, sus experiencias y sus sueños aún no cumplidos. La esencia humana fuera de las luces del show. La vida sin brillos.
El montaje de una ópera en el Teatro Colón. Una pareja (Walter Jacob y la siempre notable María Villar) que se ocupa como puede de criar a su hija pequeña mientras ambos trabajan. Una vieja y brillante pianista (Margarita Fernández) a la que la protagonista le roba sus ahorros para comprar un piano. Música clásica por mayor y un homenaje (con recreación incluida) a Al azar Balthasar, el clásico de Robert Bresson. Todo eso -y bastante más- es lo que propone el director de El escarabajo de oro en otro de sus patchworks cinéfilos y rompecabezas de géneros, estilos y referencias. En esta producción de El Pampero Cine, Moguillansky se basó en un hecho real (en enero de 2014 el compositor alemán de música concreta Helmut Lachenmann vino al Colón para presentar su versión de La vendedora de fósforos, transposición del cuento de Hans Christian Andersen) para a partir de allí construir una ficción dominada por enredos, equívocos y desventuras varias. Walter (o Valter) es el responsable de la régie de la ópera y María (o Marie) va y viene del Colón a su casa y de su casa al estudio de la pianista para la que trabaja tratando de cuidar a la pequeña. Entre los típicos conflictos de pareja, de maternidad/paternidad y económicos, el director va describiendo también los ensayos de La vendedora de fósforos (muchas veces complicados por huelgas de la orquesta o paros del transporte) y las distintas ideas de puesta en escena que Marie le va proponiendo cada día a un cada vez más desconcertado Walter. No es difícil encontrar paralelismos entre la protagonista de la historia original de Andersen y la de la pequeña hija del matrimonio, pero igual la cosa se complica cada vez más con cuestiones como, por ejemplo, la historia de unos guerrilleros del Ejército Rojo alemán en la década de 1970 o los debates sobre la pertinencia o no de la música avant-garde ¿Que son demasiadas cuestiones y ramificaciones? Puede ser. Pero en el exceso, la acumulación, el espíritu lúdico, el sentido coreográfico, el off muchas veces literario y cierta propuesta si se quiere pretenciosa reside también el encanto y la particularidad del cine de Moguillansky. Tómelo o déjelo.
Fútbol y política. Sátira histórica, pero con un correlato directo con la actualidad. La nueva comedia del director de Soy tu aventura, Pájaros volando y Por un puñado de pelos tiene algunas ideas punzantes y unos cuantos logros a nivel visual, pero también un gran problema: no es demasiado divertida. No somos pocos los que consideramos a la veta patriótica, nacionalista (chauvinista) como una de las peores del fútbol. En este sentido, las alegorías, analogías y paralelismos que propone la película (hay hasta un remedo del mítico segundo gol de Maradona a los ingleses en 1986) no solo son bastante obvias sino incluso cuestionables desde una mirada más purista y si se quiere des-ideologizada. El film está ambientado en 1806, duante los días previos a las primeras invasiones inglesas. El protagonista es Manolete (Gonzalo Heredia), un buscavidas al que en la escena inicial vemos involucrado en una pelea arreglada que, por supuesto, sale mal. Especie de proto-productor de espectáculos, Manolete está en pareja con Aurora (Laura Fidalgo), una atractiva bailarina que, una vez que los soldados británicos invadan Buenos Aires y desplacen a los representantes de la monarquía española, despertará el interés obsesivo del mismísimo William Carr Beresford (Mike Amigorena). La tensión de ese triángulo sentimental se trasladará también al campo de juego. Tras un partido entre RIVERa y emBOCAdura (¿se entendió?), se organizará directamente un enfrentamiento entre las selecciones de Argentina (ya con ese nombre y la camiseta celeste y blanca) y los ingleses, mientras los rebeldes criollos lanzan de forma paralela una contraofensiva en sociedad con el francés Santiago de Liniers (Fernando Lúpiz). Del apuntado match en una Plaza de Toros participarán, entre otros, Catrú (Oscar Chatruc), crack de los locales; y Cavenagh (Fernando Cavenaghi), goleador de los visitantes, mientras que entre las participaciones especiales aparece Matías Martin y Diego Capusotto, actor-fetiche de Montalbano, interpreta a Sampedrito, el más que expresivo DT argentino. Con una ingeniosa reconstrucción de época que apela a mucho trabajo escenográfico y de efectos visuales, un amplísimo elenco pletórico de figuras reconocidas (varias de ellas poco aprovechadas) y con licencias poéticas como múltiples anacronismos y varios clips en los que suena de fondo Más o menos bien, tema de El Mató a un Policía Motorizado, No llores por mí, Inglaterra funciona esporádica, espasmódicamente, ya que en los 104 minutos son más los pasajes irrelevantes (casi de relleno) que los verdaderamente inspirados. Por el tono elegido para la narración no podía exigirse demasiada sofisticación, matices y sutilezas, pero el film luce bastante fallido incluso dentro del esquema de la comedia de enredos. Una pena porque se aprecia un indudable esfuerzo de producción y mucho talento reunido para un ambicioso proyecto del que esperábamos más.
Vincent Lindon (El precio de un hombre) interpreta a Jacques Mayano, un reportero de guerra que acaba de sufrir la muerte de un íntimo amigo y fotógrafo durante una cobertura conjunta en Medio Oriente. Todavía con fuertes secuelas psicológicas y de salud (como unos hirientes acúfenos), el periodista es convocado por el Vaticano para que investigue el caso de Anna (Galatea Bellugi), una muchacha de 18 años que asegura haber visto la aparición de la Virgen María en un pueblo del sur de Francia. El lugar se ha convertido en el destino de la peregrinación de miles de personas que quieren ser testigos del hecho y Jacques deberá desentrañar si se trata de un auténtico milagro o de una farsa. El talentoso director de El cantante, La mentira y Marguerite describe de forma minuciosa y con un impecable aporte de todo el elenco y del director de fotografía Eric Gautier la obsesiva investigación del protagonista, sus traumas, su relación con Anna y las dispares reacciones del caso dentro de la Iglesia. Quien espere un thriller religioso de alto impacto en la línea de El Código Da Vinci o Angeles y demonios seguramente saldrá decepcionado, pero -aunque sus 140 minutos sean excesivos y su resolución no está a la altura- se trata de un por momentos fascinante ensayo sobre la fe, la duda, la culpa, la redención y la intimidad de un hombre que atraviesa una profunda crisis y descubre un mundo nuevo e inesperado.
Sin caer en ningún spoiler que irrite a los fans de la saga, cabe indicar que Han Solo: Una historia de Star Wars funciona bien en su doble función de reconstruir los inicios del personaje (cómo conoce a su fiel ladero Chewbacca en medio de una batalla con estética de Primera Guerra Mundial, cómo se enamora de la Qi’Ra de Emilia Clarke, cómo establece una relación discípulo-maestro con el cínico Tobias Beckett de Woody Harrelson, cómo mantiene hilarantes intercambios con el Lando Calrissian de Donald Glover y, por supuesto, cómo se convierte en mercenario, contrabandista y piloto tan renegado como rebelde); y luego de entregar una historia de aventuras con aires de western con asalto a un tren, duelos y partidas de cartas. En este sentido, la presencia como guionista del experimentado Lawrence Kasdan (junto a su hijo Jonathan) y como director definitivo del también veterano Ron Howard parece haber inclinado la balanza hacia un clasicismo más propio de la “vieja guardia” que de la ironía, la negrura y el desparpajo que intentaron imprimirle los realizadores originales (luego despedidos) Phil Lord y Chris Miller. No esperen, por lo tanto, nada demasiado revolucionario sino más bien un buen producto que sigue con docilidad las pautas del manual de la franquicia. De todas maneras, que Han Solo: Una historia de Star Wars resulte un entretenimiento digno (y en su segunda mitad incluso muy sólido) es toda una proeza para la huestes de Lucasfilm y Disney, ya que el proyecto sufrió todo tipo de peleas, contratiempos, demoras y aumento de costos con el cambio de directores y un rodaje que -ya con Howard a la cabeza- se extendió tres meses más, generando un caos en muchas otras producciones (Glover tenía que retomar su serie Atlanta y Clarke, regresar a Game of Thrones). En este sentido, nunca sabremos cuánto quedó de los filmado por Lord y Miller (quienes igual figuran como unos de los productores ejecutivos) y cuál fue el aporte real de Howard, pero lo cierto es que la película fluye bien, tiene la épica propia de todo relato de iniciación y bautismo de fuego, vértigo en sus escenas de acción (aunque algunas largas persecuciones a esta altura abruman un poco), sus picos cómicos y un notable elenco en el que casi todos tienen sus momentos de lucimiento. Y, si además empieza con la frase “En una galaxia muy, muy lejana”, en varios pasajes suenan los clásicos acordes de John Williams y deja varios guiños y puertas abiertas para lo que viene, los fans de Star Wars pueden ir preparándose para disfrutar del regreso de Han Solo, aunque íntimamente todos sepamos que Harrison Ford es irremplazable e insuperable.
Las Vegas es una comedia de enredos y (re)encuentros azarosos ambientada en Villa Gesell durante un fin de año. Hacia ese balneario viajan, cada uno por su lado, Laura (Pilar Gamboa) y Martín (Santiago Gobernori), quienes están separados, pero que cuando eran adolescentes se conocieron y engendraron allí a su hijo Pablo (Oliva). Laura y Pablo, con todas las rispideces propias de una madre de 36 años y un muchacho de 18, se instalan en uno de los departamentos del edificio que da título a la película y, al poco tiempo, descubren que Martín está también en el lugar acompañado por Candela (Valeria Santa), su muy joven novia colombiana. El quinteto protagónico se completa con Cecilia (Camila Fabbri), una atractiva guardavida algo más grande que Pablo, que se convertirá en su objeto del deseo. Todo servido para una exploración -hilarante en un principio, emotiva después y nostálgica siempre- sobre las crisis de parejas, las diferencias (y algunas coincidencias) generacionales, las relaciones entre padres e hijos y el despertar sexual. El film arranca con explosiones de humor absurdo (sobre todo cuando madre e hijo quedan varados cerca de Villa Gesell por desperfectos mecánicos en el micro que los lleva) que recuerdan al cine de Martín Rejtman y al Paul Thomas Anderson de Embriagado de amor. Sin embargo, poco a poco la película va frenando ese vértigo inicial para concentrarse en las relaciones entre los distintos personajes. Sin dejar nunca de lado el humor, pero también evitando el golpe bajo sensiblero, Villegas posa su cámara para explorar los traumas, las miserias personales y las cuentas pendientes entre padre e hijo y madre e hijo, mientras elabora las posibilidades propias de la comedia romántica de “rematrimonio”. Para destacar, entre muchos otros hallazgos, la ductilidad de un elenco en el que “conviven” con fluidez la faceta más histriónica de Gamboa con la contención (mezcla de timidez, vergüenza y culpa) de los personajes masculinos de Gobernori y un convincente Oliva, revelación actoral de la película. La dinámica propia de un balneario, la época de fin de año, las referencias musicales (Joy Division, Pixies), el ritmo y la dicción de los diálogos... Todo tiene su razón de ser en esta pequeña, melancólica y querible película donde el espíritu lúdico, su narración diáfana y cristalina, y la mirada humanista (y optimista) arrasa con cualquier signo de ironía canchera o cinismo. Un bienvenido regreso al clasicismo.
En varias entrevistas Michel Hazanavicius, ganador del Oscar por El artista, habló maravillas de Godard y dijo que todo cineasta le debe algo a él. Sin embargo, tras ver su más reciente película, lo primero que aparece es mucho resentimiento y ganas de burlarse del pasado del impulsor de la nouvelle vague. El film está basado en un libro de memorias publicado en 2015 por Anne Wiazemsky, quien fue la protagonista de La chinoise (1967) y que poco tiempo después se convirtió en la segunda esposa del realizador. La película arranca bien, en un tono de comedia de enredos, con Louis Garrel luciéndose en su personificación de un Godard de 37 años que parece salido de las primeras películas de Woody Allen. El fracaso de crítica y público de aquel film emblemático de su etapa maoísta, la explosión del Mayo Francés y la obsesión del cineasta por entender, acompañar y fomentar aquel espíritu revolucionario conforman ese panorama inicial. Lo que podría haber sido una película sobre un personaje y una época se transforma en un ajuste de cuentas con la idea de bajarlo del pedestal en el que muchos cinéfilos lo mantienen. Pero la irreverencia es aquí más una postura que una realidad. Lo peor no es solo lo caricaturesco del retrato de Godard, sino que la mayoría de las escenas no funciona en el terreno de la sátira en el que está planteado.
Suzanne, una periodista francesa cuyo rostro nunca veremos pero cuya voz escucharemos de forma permanente, llega a Buenos Aires para investigar la pista de Los Corroboradores del título, una suerte de logia secreta fundada por Carlos Pellegrini y que funcionaba en la trastienda del Jockey Club porteño. Según cuenta la leyenda, esa secta de finales del siglo XIX y principios del XX apuntaba a transformar a Buenos Aires en una suerte de nueva París: el sueño de la aristocracia local de adoptar un modelo de país basado en el de Francia. Cual detective, la protagonista busca a un personaje clave y misterioso (un guía uruguayo llamado Martín Dressler al que muchos llaman loco y mitómano, y que le deja una grabación en un cassette), mientras recorre los principales edificios porteños que, queda demostrado, son copias de similares obras parisinas. Entre el thriller (Suzanne, cada vez más paranoica, está convencida de que la persiguen), el falso documental (hay mucho material de archivo y testimonios a cámara de figuras como el sociólogo Carlos Altarmirano, el arquitecto Fabio Grementieri, el arquéologo Daniel Schávelzon, el historiador Gabriel DiMeglio y el crítico cultural Rafael Cippolini que le dan “entidad” a la trama) y el ensayo histórico, Los Corroboradores explora con un humor tan asordinado como absurdo aquella época en que 400 familias conservadoras dueñas del poder económico y político soñaban con una Argentina afrancesada (sueño que empezó a desvanecerse con la llegada de Hipólito Yrigoyen al poder). Cuánto hay de verdad y fabulación en todo esto es algo que el espectador deberá ir desentrañando durante los 70 minutos del film. La apuesta tiene algunas conexiones con el cine de Mariano Llinás y Hugo Santiago, pero Bernárdez encuentra un tono propio a la hora de la reconstrucción de época (la élite contra los indeseables inmigrantes anarquistas), el análisis arquitectónico y cultural, y el ejercicio de género (la música, por ejemplo, es bien de thriller). La película es la crónica de un sueño imposible a través de una investigación imposible. Un fracaso sobre otro fracaso. Pero la película en sí es un pequeño triunfo. Y, de paso, nos permite apreciar -para los porteños que muchas veces la menospreciamos- qué linda es Buenos Aires.
El prolífico subgénero de dramas sobre personajes con “características especiales” (el entrecomillado es propio de estos tiempos de dictadura de la corrección política) ha dado más desatinos que hallazgos. Sin ser nada del otro mundo, Un nuevo camino al menos gambetea con destreza los peores lugares comunes y golpes bajos que abundan en este campo minado del cine hollywoodense y lleva a buen puerto una historia que evita el tono aleccionador y el espíritu manipulador. Dakota Fanning interpreta a Wendy, una joven con un importante grado de autismo que lleva una vida medianamente normal apelando a una rígida y obsesiva rutina (un encadenamiento de actividades que incluye acciones y prohibiciones varias) con un trabajo no muy exigente, la activa supervisión de una querible psicóloga (la gran Toni Collette) y una relación no muy cercana con su hermana Audrey (Alice Eve), muy concentrada en su propia dinámica familiar. La gran pasón de Wendy es Star Trek y su principal proyecto pasa por escribir y entregar un guión para un concurso ligado a ese antigua y popular franquicia. Ben Lewin apuesta más al humor que a la comedia y -aunque todo en el guión de Michael Golamco pare servido para desbordes melodramáticos y ciertos picos de sadismo (sobre todo cuando Wendy se escapa de San Francisco hacia Los Angeles)- el relato se sigue con bastante interés (el tono es atractivo), aunque por momentos uno agradece más lo que el film evita que lo que muestra. Entre lo mejor que sí muestra está una breve pero notable aparición de Patton Oswalt que no conviene adelantar para que se disfrute en toda su dimensión.
Ozon, uno de los directores más prolíficos y versátiles del cine francés, narra de manera desaforada y extrema (tanto en el contenido como en la forma) en esta audaz y provocadora sátira erótica un triángulo entre Chloé (Marine Vacth, con quien ya trabajó en Joven & bella), una ex modelo parisina de 25 años que se gana la vida como vigiladora en un museo de arte moderno, y dos hermanos gemelos que son psicoanalistas y se odian entre sí (ambos interpretados por Jérémie Renier): uno -que supo ser su terapeuta- se convierte en su pareja y empiezan a convivir, mientras que el otro pasar a ser su (abusivo) amante. La película, que está muy libremente inspirada en Lives of the Twins, novela que Joyce Carol Oates escribió con el seudónimo Rosamond Smith, parece por momentos una versión francesa (y más intelectual, claro) de 50 sombras de Grey y no disimula su costado más ridículo y artificial, que puede subyugar a algunos, pero también a incomodar o irritar a otro tantos. No conviene (y además no sería nada sencillo) adelantar algo más de la trama (llena de vericuetos y vueltas de tuerca), pero como referencia el realizador de Los amantes criminales, Gotas que caen sobre rocas calientes, Bajo la arena, 8 mujeres, La piscina, Mujeres al poder, En la casa y Frantz “dialoga” en Amante doble con el David Cronenberg de Pacto de amor (Dead Ringers), el Brian De Palma de Hermanas diabólicas, el Roman Polanski de El bebé de Rosemary, el Paul Verhoeven de Elle y el Pedro Almodóvar de Hable con ella. Más allá de las citas, se trata de un film en el que Ozon -trabajando de lleno con la idea del doble, de la escisión psicológica- da rienda suelta a su espíritu más lúdico y perverso a la vez. Sus fans, agradecidos. Tómelo o déjelo.