Salvo los muy contados casos en los que se descubren películas de terror realmente innovadoras, este género suele trabajar sobre todo con el reciclaje y el remix de elementos ya trabajados en propuestas previas. Eso es lo que hace -con criterio, inteligencia y una vistosa narración marcada por la hiperestilización- el guionista y director Jung Huh con Mimic: No sigas las voces. Drama familiar sobre la ausencia y el dolor (un matrimonio todavía no logra hacer el duelo tras la desaparición de su pequeño hijo hace ya cinco años) con trasfondo policial (los detectives que investigan los hechos), Mimic: No sigas las voces termina definiéndose por el terror con un eficaz despliegue de efectos visuales, elementos sobrenaturales, apelaciones a las leyendas urbanas, bosques tenebrosos y niños-actores que inquietan en cada plano. Mamá (Yum Jung-ah, vista en A Tale of Two Sisters) y papá (Park Hyuk-kwon) se mudan a una casa en medio de la naturaleza con su pequeña hija y la abuela senil, pero la falta del hijo desaparecido (el caso nunca ha sido resuelto) se nota a cada instante. Cuando en las cercanías del lugar descubren a una misteriosa huérfana de ocho años (impresionante trabajo de Shin Rin-a) la llevan a vivir a la casa. Ella parece llenar ese vacío incorporándose pronto a la dinámica hogareña y recuperando así cierta alegría familiar. Por un tiempo, claro. En el film habrá cadáveres (humanos y de perros), ataques inesperados, secretos que se esconden detrás de las paredes y las puertas, locos que no están tan locos, tormentas, flashbacks para reflejar traumas del pasado y muchas vueltas de tuerca que no siempre se resuelven de forma del todo convincente. De todas formas, Mimic: No sigas las voces es un producto sumamente profesional, vistoso y por momentos atrapante. Con el sello del buen cine de género coreano.
Tras la fallida experiencia con otros guionistas en Regreso a Itaca, el director francés Laurent Cantet volvió a trabajar con su anterior colaborador, Robin Campillo (que a su vez es el director de la multipremiada 120 pulsaciones por minuto), para un film que en su forma y en su esencia remite a Entre los muros, película que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2008. Marina Foïs interpreta a Olivia, una novelista de prestigio que viaja a La Ciotat, pequeña ciudad entre Marsella y Toulon, para dar un taller literario en el marco de un programa de inserción social con la participación de siete jóvenes que representan y sintetizan la diversidad étnica y religiosa de la Francia actual. El realizador de las notables Recursos humanos y El empleo del tiempo filma las discusiones con los mismos dispositivos que antes utilizara para registrar las charlas estudiantiles de Entre los muros, y el resultado es igual de valioso, ya que los muchachos y las chicas van exponiendo sus contradicciones y frustraciones, sus incomodidades y rencores. Durante la segunda mitad, la película se concentra en la relación entre la profesora y Antoine (Matthieu Lucci), un joven rebelde y provocador. La tensión sexual entre ambos y las cuestiones políticas que los rodean llevan la trama hacia nuevos rumbos (no siempre del todo convincentes), aunque El atelier jamás pierde su intensidad, su inteligencia ni su humanismo. El mejor Cantet, por suerte, está de regreso.
Rampage: Devastación es tan fácilmente elogiable como cuestionable. Sus méritos y sus limitaciones son tan evidentes que no hay posibilidad de segundas lecturas. Es una película sin la más mínima sutileza en sus planteos ni en sus resoluciones, una de esas historias construidas a partir de conceptos contundentes y fórmulas calculadas que no permiten que nada ni nadie se desvíe ni un milímetro de su camino y de su objetivo. Lo mejor de Rampage: Devastación son sus protagonistas, Dwayne Johnson (probablemente la estrella más confiable del Hollywood actual), y el espectacular trabajo con los efectos visuales dentro del género de cine catástrofe (es una película con monstruos mutantes que destruyen la ciudad de Chicago). Lo peor, un guion básico que trata de trasladar el esquema del popular videojuego de los años 80 a la pantalla grande y unos personajes secundarios (desde el detective que interpreta Jeffrey Dean "Negan" Morgan, hasta unos millonarios malvados dueños de una corporación) que no tienen vuelo ni profundidad psicológica. Así, el director Brad Peyton (que tenía dos colaboraciones previas con Dwayne Johnson como Terremoto: La falla de San Andrés y Viaje 2: La isla misteriosa) se limita a avanzar con piloto automático en la trama hasta que aparecen en escena el lobo volador, el inmenso gorila que remeda a King Kong y el cocodrilo que se convierte en un nuevo Godzilla. Todo es gigantesco, ruidoso y vertiginoso. Hollywood en estado puro.
El director de Rebeldes y confundidos, la trilogía Antes del amanecer / atardecer / de la medianoche, Escuela de rock y Boyhood: Momentos de una vida adaptó y dirigió la novela escrita en 1970 por Darryl Ponicsan que ya había sido filmada en 1973 por Hal Ashby. Cranston, Carell y Fishburne son los tres veteranos de la guerra de Vietnam que se reencuentran después de muchos años y viajan juntos para cumplir con un último deseo. “Sometimes my burden seems more than I can bear It’s not dark yet, but it’s getting there” Bob Dylan Si bien directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian De Palma o Peter Bogdanovich quedaron como los realizadores más representativos de aquella movida llamada New American Cinema que dominó la producción norteamericana entre fines de los '60 y mediados de los '70, acaso sean otros los nombres verdaderamente más representativos, estéticamente, de ese período de independencia creativa y ruptura de códigos tradicionales de Hollywood. Nombres menos celebrados como los de Bob Rafelson, Monte Hellman, Jerry Schatzberg o Hal Ashby tal vez fueron los que quedaron más claramente identificados con una época y un estilo, digamos, un tanto más lánguido y contemplativo, de narrar historias. Sin duda el que mejor heredó esa manera de pensar el cine es Richard Linklater. A su modo, el realizador texano viene armando una obra que tiene muchos puntos de contacto con aquel cine. Es por eso que es más que natural que le haya interesado llevar al cine Last Flag Flying (El reencuentro es el título de estreno local), especie de secuela espiritual de El último deber (The Last Detail), de Hal Ashby, película de 1973 que daba a conocer a los personajes que el nuevo film, con sus diferencias, retoma. Esa especie de comedia dramática mezclada con road movie protagonizada por Jack Nicholson y Randy Quaid tomaba a dos marinos de la Armada estadounidense encargados de llevar a la cárcel a uno más joven que ellos por un delito menor y contaba sus desventuras a lo largo del viaje. En el largometraje de Linklater, basado en una novela del mismo autor de la original, los detalles y apellidos han cambiado, pero el espíritu del trío se mantiene, solo que 30 años después. Ahora son tres veteranos de Vietnam con un pasado diferente en detalles pero con el mismo eje, solo que diferentes edades. El papel de Nicholson ahora lo hace Bryan Cranston y el del hombre más joven que va a la cárcel recae en Steve Carell. Es él quien, en 2003, va a buscar a ese hombre que, pese a enviarlo a prisión, se transformó en su compañero de aventuras entonces. Sal (Cranston) hoy es un alcohólico dueño de un bar que no ha hecho mucho con su vida pero sigue manteniendo un perfil ácido y anti autoritario, mientras que Doc (Carell) ha pasado un tiempo en prisión pero luego salió y formó una familia. El problema es que todo ha acabado para él: su mujer falleció muy poco tiempo atrás por una enfermedad y le acaba de llegar el telegrama informándole que su hijo murió en la guerra de Irak. El deseo de Doc es que Sal y su otro escolta de entonces, Richard (antes Otis Young, ahora Laurence Fishburne), ahora convertido en pastor religioso, lo acompañen al entierro en el cementerio de Arlington, Virginia. En principio es un viaje breve pero que terminará complicándose, no solo dando pie a la esperable road movie llena de tropiezos, sino a una suerte de cómica y a la vez dramática reflexión sobre el pasado y el presente militar de los Estados Unidos, uno que va de las críticas a los poderosos a la solidaridad entre pares, con Linklater encontrando el tono justo para ironizar sobre las causas y motivos que llevan a su país a meterse en tantas guerras (“somos el único ejército de ocupación que espera ser aplaudido cuando invade un país”, tira Sal) pero a la vez respetando la camaradería, el compañerismo y la sensación de deber y respeto entre pares veteranos de guerra. El trío se caracteriza, casi de manera estereotípica, por sus personalidades casi opuestas. Sal sigue siendo rebelde, pero Richard hoy es un hombre que decidió arrepentirse de todo y entregarse a Dios mientras que Doc es un hombre tímido y apocado que vive su drama interior casi en silencio mientras los otros dos discuten por casi todo, como si tuviera un ángel y un demonio dándole consejos opuestos. Al confrontarse con el ataúd de su hijo, se enteran que su muerte fue un poco más complicada de lo que le dice el Coronel de turno y deciden llevar el cuerpo a enterrarlo junto al de su madre, iniciando la cadena de peripecias. Para Linklater es claro que ese es apenas un punto de partida para poner a esos tres personajes -y a esos tres excelentes actores- a conversar, enfrentarlos a situaciones complicadas pero también divertidas, emocionales pero también ridículas. Es la excusa para lo que más le gusta hacer: poner a la gente a hablar con el paso del tiempo como eje central. Y, si bien es una película en buena medida política, me da la impresión que lo que más le importa al director de Boyhood es confrontar modos de ver el mundo y de relacionarse con las propias y diferentes crisis existenciales de cada uno de los protagonistas. Los suyos son esos personajes secundarios de las grandes historias, ese “norteamericano medio” que, muchas veces a su pesar, tiene que cargar en su cuerpo y en su mente las decisiones tomadas por otros. Son veteranos de una guerra permanente que terminó, en cierto modo, absorbiendo y consumiendo gran parte de sus vidas. Y que sin dudas las definió. Es un choque también de elecciones actorales, con Cranston poniendo toda la gasolina con una performance agresiva, casi teatral y por momentos muy graciosa, tratando de canalizar el espíritu con el que Nicholson abordó el original. Casi todo lo contrario hace Carell, un hombre apocado, consumido por su angustia y sus temores, el corazón emocional de la película. Fishburne, en tanto, aporta una inicial severidad, clásica de un hombre que decidió cortar con su pasado y transformarse en “un hombre de fe”, para luego ir dejando entrever otras facetas de su reprimida personalidad juvenil. En el emotivo cierre, cuando suena la canción de Bob Dylan que abre esta crítica, las fichas de esta película terminan por caer, precipitándose, unas sobre otras. Como en toda la obra de Linklater es el tiempo, finalmente, el gran tema. El que pasa y nos interpela, preguntándonos que hemos hecho y que tenemos pensado hacer con él.
Dice la leyenda que durante la Guerra de la Triple Alianza(1864-1870) fueron escondidos bajo tierra en Paraguay tesoros llenos de joyas para que no cayeran en manos enemigas. A partir de esa creencia popular, los codirectores de la exitosa 7 cajas, Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, filmaron una historia que, si bien carece de la tensión, la sensación de urgencia, la credibilidad y el encanto de aquella película de 2012, resulta bastante entretenida, posee una cuidada narración y regala una impecable factura técnica. El protagonista es Manu (Tomás Arreondo), un veinteañero de condición muy humilde que trabaja como repartidor de diarios en bicicleta para ayudar a su atareada madre soltera, a su muy pequeño hermano y a sus abuelos. Precisamente es su abuelo -que ha perdido el habla- quien le regala un viejo libro para su cumpleaños. De entre sus páginas se desprenden una fotografía y un mapa que podría indicar la ubicación del tesoro. Más allá de ciertos resquemores iniciales, Manu, su simpático amigo Fito (Christian Ferreira), un más experimentado buscador de riquezas llamado Don Elio (Mario Toñanez) e Ilu (Cecilia Torres), una empleada doméstica, iniciarán un intrincado derrotero. No se trata de niños siguiendo pistas para obtener unas golosinas de premio, sino de personajes que enfrentan riesgos bastante más extremos. Así, Los buscadores recupera el placer por el género de aventuras con espíritu lúdico y algunos buenos pasos de comedia. Para el cine latinoamericano en general y el paraguayo en particular no se trata de un mérito menor.
Un lugar en silencio es casi un milagro en el Hollywood actual que casi es arruinado por uno de los peores vicios del Hollywood actual. Me explico: se trata de un guión inteligente que incursiona con igual eficacia en varios géneros (ciencia ficción apocalíptica, thriller psicológico, terror con monstruos, drama familiar sobre la culpa y el sacrificio), está impecablemente filmado y actuado, la tensa y sólida acción neta dura apenas 85 minutos y está construido a partir de un excelente trabajo con múltiples capas de sonido (y silencios, claro) que está justificado desde la propia concepción de la historia ¿El problema? Seguramente temerosos de la reacción del público más pochoclero, terminaron “tapando” varios pasajes de la notable narración con música grandilocuente, subrayada y “emotiva” a cargo de Marco Beltrami. El film se sigue sosteniendo por sus propios méritos y es igualmente recomendable, pero la sensación es como si un tractor hubiese pasado sobre un jardín cuidado en un principio con mucho esmero. La película arranca en el día 89 después de lo que suponemos ha sido una invasión extraterrestre que ha aniquilado a buena parte de la humanidad. Las calles y los negocios están vacíos y en un supermercado vemos a los integrantes de una familia buscando medicamentos y artefactos varios. Los protagonistas son un matrimonio (nota al margen: John Krasinski y Emily Blunt también están casados en la vida real) y sus tres hijos. El más pequeño se lleva pese a la negativa de su padre un cohete a pilas y el ruido de ese juguete será la causa de su inmediata muerte. ¿Por qué? ¿Cómo? La Tierra ha sido invadida por unos aliens ciegos, pero con una capacidad auditiva extraordinaria. Por eso, para sobrevivir, los humanos no deben hacer el menor de los ruidos o inmediatamente llegarán al lugar esas criaturas exterminadores. Tras ese impactante prólogo de unos pocos minutos, el film salta a casi un año después con los protagonistas todavía dominados por el dolor, pero con la madre embarazada. Veremos cómo han desarrollado un complejo sistema de supervivencia, ocultamiento, vigilancia y autodefensa, pero -claro- los ruidos fruto de cualquier accidente doméstico son algo inmanejable y generan un pánico constante sobre todo en el hijo varón (la hija preadolescente es sorda y está interpretada por una actriz muy expresiva que también ha perdido la audición llamada Millicent Simmonds). Con elementos propios del cine clase B (y una versión claramente mejorada de las apuestas de M. Night Shyamalan), Un lugar en silencio se arriesga a trabajar durante la primera mitad casi sin diálogos y con muchos silencios hasta que la apuntada invasión musical rompe esos climas para crear artificialmente otros no tan logrados. De todas maneras, se trata de una excelente carta de presentación de Krasinski como director (sus films previos no eran particularmente brillantes), coguionista y coprotagonista. Se trata, en definitiva, de una de las primeras sorpresas del año llegadas desde el corazón de Hollywood.
Realizada con aportes de Alemania, Qatar y Argentina (uno de los productores es el austríaco Lukas Valenta Rinner, formado como Nelson Carlo de los Santos en la FUC de Buenos Aires), Cocote demuestra no solo el talento impar -parte intuitivo, parte cerebral- para la puesta en escena del director dominicano sino también la posibilidad de acercarse a temas habituales del cine latinoamericano (religión, violencia, diferencias de clase) sin caer en estereotipos, subrayados ni pintorequismos. Cocote es una película de mixturas: visuales (fílmico y digital, color y blanco y negro, múltiples texturas y formatos), formales (ascéticos planos fijos y coreográficos planos secuencia); sociales (comienza y termina en la piscina y jardines de una casona de clase alta, mientras que el corazón del relato está ambientado en un más que humilde pueblo costero del sur), étnicas (la cultura blanca y la cultura negra) y religiosas (lo católico, lo evangélico y el sincretismo). Con todos esos elementos, contradicciones y matices Nelson Carlo de los Santos Arias construye un film de espíritu tragicómico, que aborda problemáticas extremas (como el ojo por ojo, la violencia armada en manos de civiles a los que ni las fuerzas de seguridad se animan a enfrentar) sin caer en la solemnidad e incluso con sorprendentes dosis de humor negro y absurdo. La trama principal tiene que ver con el regreso de Alberto (Vicente Santos), jardinero evangelista que trabaja para una familia acomodada de Santo Domingo, al pueblo natal, donde su padre acaba de ser degollado por un influyente y poderoso referente de la zona. Mientras las mujeres de su familia le piden (le exigen) que vengue la muerte de su progenitor se ve forzado a participar de una serie de rituales (de varias horas por día durante 9 jornadas) con rezos, llantos y cánticos al ritmo de los tambores que remiten a la cultura afroamericana. La película de la sensación por momentos de ser un poco caótica y desprolija, pero con el correr de los 106 minutos, en la acumulación de ceremonias religiosas y la interacción entre los diversos personajes, se va construyendo un universo tan desconocido (para nosotros) como fascinante, envolvente y seductor, incluso cuando la tensión de la venganza esté siempre latente. El cine dominicano, de la mano de Nelson Carlo de los Santos, llegó para quedarse.
Con Ready Player One ya son dos las películas de Steven Spielberg estrenadas en los cines argentinos en apenas un par de meses. Si en la primera ( The Post: Los oscuros secretos del Pentágono) se remontaba al pasado para rescatar al periodismo de investigación en la era artesanal, aquí viaja a un futuro distópico para ofrecer una vertiginosa y fascinante incursión en la realidad virtual. Ya sea dentro del terreno más político o en el más puro entretenimiento masivo, nunca dejan de aflorar su inteligencia y la categoría de brillante narrador que lo han convertido en una marca y una garantía. Esta transposición de la celebrada novela de Ernest Cline propone un doble juego: ir hacia el futuro con una mirada anticipatoria sobre las posibilidades y las consecuencias de la tecnología como forma de escapismo y como adicción, y volver a la década del 80 con una interminable acumulación de citas cinematográficas, musicales y del universo de los videojuegos (algunas obvias, otras no tanto) que cinéfilos, melómanos y gamers cuarentones y cincuentones irán descubriendo entre sonrisas y ataques nostálgicos (es toda una incógnita saber cómo reaccionarán los más jóvenes). La acción comienza en un pueblo de Ohio en 2045. En medio de una crisis terminal por la escasez de combustibles y el aumento de la polución, el planeta se ha convertido en un basural, pero a nadie parece importarle demasiado ya que todos pasan buena parte de su tiempo en Oasis, un universo virtual en el que cada uno tiene su avatar y participa de aventuras llenas de acción, emoción y peligros. El protagonista del film es Wade Watts (Tye Sheridan), un adolescente huérfano que -como forma de huir de su penoso presente- se dedicará a seguir las pistas que ha dejado antes de morir James Halliday (Mark Rylance), el multimillonario creador de Oasis. Quien descifre los enigmas y obtenga las tres llaves en disputa se quedará con las acciones de su todopoderosa compañía. Se trata, por lo tanto, de una larga (por momentos demasiado) carrera contra el tiempo en la que también se requiere capacidad de investigación, ingenio y conocimientos varios. Por supuesto habrá compañeros de rutas, un personaje femenino poderoso (la Art3mis de Olivia Cooke) y malvados como Nolan (Ben Mendelsohn) y el monstruoso i-R0 (voz de T. J. Miller). Spielberg logra transmitir en varios pasajes la sensación inmersiva propia de la realidad virtual para que el espectador sea partícipe de esta suerte de carrera de obstáculos matizada por guiños y referencias ochentistas. Como dice el subtítulo en la Argentina: Comienza el juego.
Aunque finalmente perdió frente a la chilena Una mujer fantástica, esta película libanesa era una de las favoritas en la disputa del premio Oscar extranjero a partir de una poderosa e inquietante historia sobre las diferencias sociales y sobre todo étnicas y religiosas en la región. Tras su estreno mundial en la Mostra de Venecia (donde ganó el premio a Mejor Actor), esta película libanesa no paró de recibir reconocimientos. Es, más allá de algunas vueltas de tuerca un poco manipulatorias y ciertos excesos discursivos, una desgarradora e implacable mirada a la escalada de odio, resentimiento y fanatismo en Medio Oriente. Un simple insulto dicho en el momento más inoportuno y la reacción visceral de la otra parte lleva a una escalada que termina no solo en el ámbito judicial sino provocando además un conflicto en las calles, los medios y la clase política. Un hombre de origen palestino comanda una cuadrilla que intenta arreglar un desagüe en infracción en un barrio humilde de Beirut. El ocupante de la vivienda -libanés- lo destroza porque no fue consultado. Acción-reacción, ataque-contraataque, ojo por ojo, El insulto sintetiza el por qué las diferencias (incluso mínimas) llevan a la violencia desatada, al enfrentamiento tan encarnizado como en definitiva absurdo. Los protagonistas del nuevo film del realizador de West Beirut y The Attack son, en esencia, buenas personas, trabajadores dedicados a sus familias, gente noble, de principios (quizás demasiado principistas), pero también víctimas de su entorno, de la tensión social, de la manipulación política, de los discursos muchas veces extremistas de uno y otro bando (los palestinos representan algo más del 10% de la población total del Líbano). La película -por momentos un poco recargada- ofrece también en los tribunales un enfrentamiento generacional con un viejo abogado derechista representando al acusador (un mecánico cristiano) y su hija más progresista defendiendo al palestino musulmán que profirió el insulto en cuestión trabajando en una empresa constructora. Una lucha que cada uno levanta en nombre de la dignidad y el respeto, pero que expone en toda su dimensión las profundas heridas y grietas que tantos hechos traumáticos del pasado todavía generan en el presente. Provocadora, incómoda en varios aspectos (los productores fueron obligados a poner un cartel al comienzo en el que se dice que la película nada tiene que ver con las políticas actuales del gobierno libanés), El insulto es cruel e impiadosa por momentos, profundamente humanista y empática en otros. Así, entre tantos matices e incluso contradicciones, se vive en una zona en las que la guerra civil terminó hace ya un par de décadas, pero que sigue siendo de las más explosivas del planeta.
Estrenada en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2017 (donde obtuvo el premio Label Europa Cinemas), esta segunda película del director de Mediterranea es una apuesta de ficción, pero con una fuerte raigambre e impronta documentalista que narra las desventuras de una familia numerosa (los Amato) de una comunidad gitana en la postergada y explosiva región de Calabria. Heredera directa de la vertiente más noble y conmovedora del neorrealismo italiano, se trata de una historia fascinante y desgarradora a la vez. Firme candidata a figurar entre los mejores estrenos del año. Fue la penúltima película que vi en el Festival de Cannes 2017 y quedó en mi Top 3. Si no fuera por alguna escena aislada que resulta un poco forzada, por un final algo ampuloso (pero igualmente conmovedor) y por cierto uso sobrecargado de la música estaríamos hablando de una obra maestra de Jonas Carpignano, que confirma aquí el tono y el estilo que ya mostrara en su notable ópera prima Mediterranea, distinguida en la Semana de la Crítica 2015. El título de A Ciambra refiere a la pequeña comunidad homónima romaní en Calabria, zona bastante postergada del sur de Italia y ahora también uno de los centros neurálgicos del conflicto de los refugiados norafricanos. El protagonista del film es Pio Amato, un niño de 14 años que bebe, fuma e intenta ingresar lo más rápidamente posible al mundo de los adultos que, en su inmensa mayoría, se dedican a robos, estafas o negocios turbios. Pio quiere ser como su hermano mayor Cosimo (Damiano Amato), al que vemos entrar y salir de la cárcel a cada rato. El film no juzga ni exalta a Pio (aunque claramente lo quiere) ni a su entorno familiar compuesto por hermanos, tíos, padres y un abuelo anciano que supo ser patriarca del clan (todos los Amato se “interpretan” a sí mismos). La película tampoco es un documental puro, ya que hay muchos e intensos conflictos de ficción, pero Carpignano registra (y construye) un universo fascinante y desconocido como el de los gitanos, uno de los grupos más resistidos en Italia precisamente porque suelen desvalijar casas, robar autos y luego pedir rescate por ellos o desarmarlos, y quedarse con las valijas ajenas en los trenes, entre otras actividades delictivas. Carpignano -que contó con el apoyo de Martin Scorsese como uno de los productores ejecutivos- muestra también la tensión entre los romaníes y los africanos (la relación entre Pio y un inmigrante de Burkina Faso es hermosa) y sobre todo con “los italianos” (como ellos los llaman), así como también la acción de los grupos de choque de ultraderecha que suelen incendiar las casas de los gitanos con la intención de amedrentarlos y que se vayan (antes eran un pueblo nómade). “Nunca te olvides que no tenemos patrón y que estamos solos contra el mundo”, le dice el abuelo al carismático Pio, eje de este hermoso, tragicómico, desgarrador relato de iniciación a la adultez de espíritu dickensoniano en un entorno sórdido y hostil.