El costumbrismo extrañado ha sido una marca de estilo de Ana Katz desde su ópera prima, El juego de la silla. Con su nueva película, continúa borrando las fronteras entre lo usual y una forma de narración que altera ligeramente los lugares comunes. Katz elige Florianópolis, un símbolo de los 90, como el destino turístico de la familia del film. Mamá ( Mercedes Morán ), Papá (Gustavo Garzón) y sus dos hijos casi adultos llegan a la playa y a poco de hacerlo algo queda claro, aunque nadie lo diga: son sus últimas vacaciones juntos. La separación de facto del matrimonio, reunido solo para el viaje, deriva en sendos romances con algún parroquiano. Lo mejor de la película de Katz es el tono melancólico que late detrás de las peripecias humorísticas. Siguiendo las órdenes de la directora, Morán construye una inteligente mirada sobre la mujer en la mediana edad.
Las bondades del viejo dibujo animado Phil Lord y Christopher Miller transformaron un concepto de sinergia comercial en un proyecto inteligente y divertido. El chiste recurrente refleja muy a consciencia una pregunta pertinente: en estas épocas en las cuales el género superheroico es amo y señor de la producción cinematográfica de Hollywood, ¿cuántas veces puede volver a contarse la misma historia antes del agotamiento definitivo? En Spider-Man: un nuevo universo no hay un solo Hombre Araña sino cuatro, a quienes hay que sumarles una Mujer Araña en versión adolescente, un clon paródico bajo la forma de un pequeño animal antropomorfizado y hasta un robot araña, comandado por una jovencita de ojos tan enormes que no puede sino estar ligada a los rasgos típicos del manga. Como todo seguidor del personaje creado hace más de cincuenta años por Stan Lee y Steve Ditko sabe, esas versiones paralelas aparecieron más tarde o más temprano en las diversas publicaciones oficiales en papel, a medida que el universo (disculpas, el arañiverso) original –como el del resto de los superhéroes y superheroínas– comenzaba a ampliarse a pedido del público y del mercado. En la película dirigida por Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman –que acaba de ganar, sorpresivamente, el Globo de Oro al mejor largometraje de animación– la aparición de cada nuevo personaje dispara un flashback en el cual, con ligeras variaciones, vuelve a contarse aquello que se sabe de memoria: la picadura de la araña, la muerte del tío, la primera caminata por las paredes, su ruta. La elección a la hora de llevar de la historieta a la pantalla ese multiuniverso súbitamente entrelazado por un accidente (en realidad, el resultado de una de las maldades del robusto Kingpin) no podría haber sido más feliz. La dupla integrada por Phil Lord y Christopher Miller –responsables de La gran aventura Lego, una de las joyas de la animación industrial reciente–, el primero de ellos como guionista y el segundo en el rol de productor, parecía la única capaz de transformar un concepto de sinergia comercial, diseñado para seguir exprimiendo la marca, en un proyecto inteligente y divertido, renovador al tiempo que fiel a las fuentes, autoconsciente y paródico sin dejar de lado el concepto de aventura clásica. Y visualmente estimulante: antes que cualquier otra cosa, son los conceptos estéticos los que acaparan la atención del espectador, elementos que irán enriqueciéndose a lo largo de las casi dos horas de proyección. Ante la aparición de cada nuevo héroe, Un nuevo universo va solapando capas ligadas a las diferentes texturas y a los tipos de trazos y movimientos de los personajes en el mismo cuadro, en contra de las reglas tácitas del mercado de la animación contemporánea: la homogeneización, siempre en busca de ese aparente oxímoron, el realismo digital. La excusa narrativa sigue al joven afrolatino Miles Morales (nacido en los cuadros de la historieta a la sombra del gobierno de Barack Obama), testigo de la muerte del Spider-Man original, es decir, de Peter Parker. Poco antes, su sangre habrá recibido una buena dosis del líquido indispensable para desarrollar los nuevos poderes y, no tan lentamente, irá descubriendo que el portal hacia otras dimensiones que acaba de abrirse en Nueva York recibirá la visita de los más insospechados y dispares doppelgängers. En un terreno monopolizado por la hibridación entre animación digital súper producida y las estrellas de carne y hueso embutidas en trajes spandex, Spider-Man: un nuevo universo ratifica las bondades del viejo dibujo animado cuando está desencadenado de los patrones formales al uso. Aquí los bordes de la viñeta aparecen de tanto en tanto para recordar el origen del universo retratado (como lo había hecho solitariamente Ang Lee en su versión de Hulk), e incluso las expresiones mentales y onomatopeyas aparecen sobreimpresas sobre la imagen. Es cierto que las escenas de acción (de la cuales hay muchas, en particular en el último acto) terminan entregándose a la adrenalina que la industria parece demandar como si fuera un cordero sacrificial, perdiendo en el camino algo de frescura, pero la mezcla de humor autoconsciente y seriedad cuando las papas queman está lograda de tal manera que la enésima repetición de este viejo esqueleto narrativo queda en gran medida oculta detrás de la emoción. Y sí: aquí también hay un “cameo” de Stan Lee en versión animada y es su propia voz –registrada poco antes de su muerte– la que se escucha en ese fugaz momento.
La ciudad como retrato de un hombre La idea era hacer un tributo a Hans Hurch, director durante veinte años del Festival de Viena. Pero el film de Solnicki va más allá y conjuga el diario íntimo, el ensayo cinematográfico y el registro documental. Para todo aquel viajero que haya visitado la ciudad de Viena, las primeras imágenes de Introduzione all’oscuro, cuarto largometraje del argentino Gastón Solnicki, tendrán un aire familiar, de cercanía emocional. Si el visitante es además cinéfilo, las siluetas en movimiento de los juegos del Prater –el célebre parque de atracciones vienés, con su aún más famosa noria, inmortalizada en el clímax de El tercer hombre– conjugarán en la memoria el persistente recuerdo de imágenes ajenas, reconvertidas por el embrujo de la pantalla de cine en pertenencias íntimas. El de Solnicki es un objeto audiovisual que recorre los laberintos de una ciudad que, por momentos, parece detenida en el tiempo. Unas calles y unos edificios indisolublemente ligados, para el director de Kékszakállú y Süden, a la presencia de un único ser humano. Y de un ser humano único. Hans Hurch era un “extravagante” (Solnicki dixit), un hombre que solía usar su único traje negro hasta que ya no era aceptado en la tintorería y que, con la impronta de una personalidad fuerte, dirigió durante dos décadas el Festival de Cine de Viena, la Viennale, transformándolo en uno de los más exquisitos, exigentes y estimulantes del mundo. Viena y el cine –es decir, Viena y Hurch– son los “temas” de Introduzione..., largometraje que, a mitad de camino entre el diario íntimo, el ensayo cinematográfico y el registro documental de seres, objetos y sonidos, nació como una particular forma de homenaje luego de la inesperada muerte del programador, hace un año y medio. No es necesario haber conocido al austríaco, visitante asiduo del Bafici, para acercarse a la semblanza de Solnicki: de manera sensible e inteligente, la película abraza una universalidad que se desprende de las señas particulares de su propia forma. El realizador recorre bares, museos y locales comerciales en escenas ligeramente construidas con los elementos propios de la ficción. Como si se tratara de un detective en busca de las pistas fantasmales de una ausencia, intenta hallar el bolígrafo cuyo trazo y color más se asemeje al utilizado por Hurch (la escritura manual era una de sus marcas de estilo) y, más tarde, visita el café Engländer, uno de los lugares favoritos de H.H. en Viena, donde un espresso triple lleva su nombre. Las imágenes, prístinas y cuidadosamente encuadradas, fueron registradas por el director de fotografía portugués Rui Poças (el mismo de Zama y El ornitólogo), aliado ideal de Solnicki en la búsqueda de un estilo objetivo –por momentos, clínico– y al mismo tiempo cargado de emotividad. Son escasas las imágenes de Hans Hurch que aparecen en la película, pero su voz recorre los 70 minutos de proyección como si se tratara de un sonido rector, un diapasón. Se trata de una grabación que registra la “devolución” que el entonces director de la Viennale le hizo a Solnicki a propósito de Papirosen, su segundo largometraje. “Very nice. Half nice. Very half nice”, afirma en off en un inglés con fuerte acento alemán, refiriéndose seguramente a la duración y/o contenido de una serie de planos. Esa relación semiprofesional, con algo de maestro–alumno, devino con los años en férrea amistad, en parte epistolar: Introduzione... incluye una serie de postales enviadas por Hans desde diversos lugares del mundo. En paralelo a esas palabras registradas en confianza, la película presenta un ensayo de la obra musical de Salvatore Sciarrino que le presta su nombre al título; la música contemporánea, incluidos sus caminos más vanguardistas, era una de las cuestiones que unía a los amigos en vida. Los recuerdos físicos, la música y el cine –esa forma colectiva de la remembranza– los sigue uniendo después de la muerte. Ciudad de museos y de artistas famosos, los señoriales epitafios de Beethoven y Brahms comparten el mismo suelo que la sobria tumba de Hurch en el Cementerio Central de Viena. A pesar de su tono inevitablemente elegíaco, la película se permite un ligero sentido del humor, que incluso hace gala de cierta negrura. A una serie de imágenes caseras de una fiesta no incluidas en Papirosen le sigue el plano fijo de una muñeca de cera de tamaño natural, recostada y encerrada en una caja de cristal, montaje de choque que posibilita múltiples y ambiguos sentidos. Cerca del final, Solnicki presenta Un ladrón en la alcoba, de Ernst Lubitsch, en el Gartenbaukino, uno de los cines más bellos de la ciudad. El alemán era uno de los directores favoritos del homenajeado, que en los años ochenta supo asistir a la exigente dupla de realizadores Straub-Huillet. Nueva demostración empírica de la ridícula separación entre arte alto y bajo, como lo era en gran medida la programación de la Viennale bajo la mirada atenta de Hans.
Internet, ese mundo tan ancho y ajeno Si hace seis años el local de videojuegos daba un contexto deliciosamente anacrónico, en esta secuela El Demoledor y su amiga Vanellope transitan la red de redes, en una serie de secuencias autoconclusivas que son también un perfecto vehículo para la factoría Disney. Más rápido y más furioso, parece haber sido la máxima de los realizadores de esta secuela que transcurre, en coincidencia con el paso del tiempo en la vida real, seis años después de los acontecimientos de Ralph El Demoledor. El villano del videojuego de 8 bits “Fix-it Felix” y su amiga Vanellope, la rebelde del arcade “Sugar Rush”, son ahora mejores amigos en el universo del salón de juegos, marco anacrónico que le brindaba a la película original una parte sustancial de su gracia. Como el título original lo indica y el local apenas lo insinúa, la aparición de una nueva consola con conexión a Internet (y un accidente/excusa en la trama) dispara al dúo desparejo a las inmensidades de la red de redes, un vasto cosmos abierto a millones de posibilidades, tanto narrativas como comerciales. Hay aquí en disposición una ingente cantidad de logotipos, desde gigantes online como eBay y Google –que aparecen en pantalla matando dos pájaros de un tiro, esto es, cumpliendo una lógica dramática al tiempo que publicitan sus bondades– hasta otros productos de la compañía Disney, incluidos sus parques temáticos, ejemplo engrasado y pulido de sinergia empresarial. Rapidísimo y furioso es el juego online e interactivo del cual queda inmediatamente prendida la pequeña Vanellope, lo cual resulta lógico: el hiperrealismo y velocidad de esas carreras en poco y nada se parecen a las previsibles pistas que atraviesan su mundo original. A Ralph poco parece apetecerle el peligro, deseoso de encontrar el cripto–dinero necesario para reestablecer el orden original y regresar a casa a disfrutar de la rutina. Más allá de la misión central y del verdadero conflicto entre los protagonistas, que llegará recién para el tercer acto, el guión del realizador Phil Johnston y Pamela Ribon establece una sucesión de escenas con arranque, nudo y desenlace propios, como si se tratara de distintas etapas a completar en un juego de aventuras, al mismo tiempo bendición y problema: si bien ese diseño evita los pantanos de la repetición es difícil no sentir el recorrido como una línea recta con ligeros desvíos. La construcción de los gags (varios de ellos pensados puntualmente para la platea acompañante, la adulta) es usualmente práctica y funcional, aunque más de un chiste ligado a las aplicaciones y soportes quedará viejo dentro de muy poco tiempo. Menos coyunturales resultan algunas de las ocurrencias no tecnológicas, como el conciliábulo de princesas Disney con habilidades especiales, aunque allí también se siente su carácter derivativo: Shrek y su parodia del mundo de príncipes y princesas ya recorrió esos mismos caminos hace casi dos décadas. En cuanto a la aparente “crítica” del uso de las redes sociales y la obsesión actual por lo que podría bautizarse como “la banalidad de los videos online”, el film nunca termina de castigarlos, lógica ambivalente que permitirá que los héroes logren su cometido (nunca, por otro lado, hay que escupir para arriba). El ritmo trepidante no permite que el tedio llegue a anidar en el relato, pero Wifi Ralph se siente como una versión demasiado ruidosa e innecesariamente al palo tanto de la película original como del universo mucho más delicado de la trilogía Toy Story, modelo transparente del cual surgen estos personajes y su mundo. Eso sí, con un despliegue visual último modelo y las voces (en la versión original) de John C. Reilly y Sarah Silverman, vehículos ideales para las frases humorísticas de una línea, tanto las irónicas como las sensibles. El resto es la vieja amistad, con su placeres y dolores, punto de partida para uno de los más viejos trucos del Tío Walt: la moraleja.
Con la genuina emoción de lo real La historia de un inmigrante laosiano que se vio obligado a cambiar una selva y un río asiáticos por un paisaje similar en Misiones. Los sonidos característicos de la selva, con sus pájaros e insectos en incansable actividad, y los de un río cercano se escuchan claramente en la pista de audio, mientras una serie de imágenes de la frondosa vegetación ocupa la pantalla. De pronto, un hombre se sumerge en las aguas y nada mansamente, sin aparentes preocupaciones, mientras observa el horizonte, que se mantiene en estricto fuera de campo. Se trata de Vanit Ritchanaporn, nacido en un pueblo rural de Laos hace poco menos de sesenta años. Pero el río que lo envuelve no es el Mekong, sino uno mucho más cercano al espectador, en la provincia de Misiones. Esa información llegará cerca del final de Río Mekong, el documental de Leonel D’Agostino (experimentado guionista de cine y tv) y Laura Ortego que describe, en sucintos sesenta minutos, toda una vida: la de aquellos que lograron conformar una comunidad de inmigrantes en la ciudad de Chascomús, junto a sus hijos y nietos. Algo así como un nuevo capítulo de ese país que no miramos pero que suele estar bien cerca, mucho más de lo que se cree. A los dieciséis años, Vanit Ritchanaporn cruzó a nado otro río, aunque las circunstancias fueron muy diferentes: cansado de las condiciones de vida en su tierra natal, decidió escapar hacia la vecina Tailandia en busca de un futuro mejor. Del otro lado lo esperaba un año de hacinamiento en un campo de refugiados de las Naciones Unidas y un inesperado destino final, la Argentina, una tierra completamente desconocida, lejana, exótica. Si bien la Guerra de Vietnam es la más conocida de las ramificaciones bélicas de un sudeste asiático en estado constante de guerra civil desde finales de la Segunda Guerra Mundial y la caída del régimen colonialista, los laosianos sufrieron sus buenas dosis de violencia a manos de ambos bandos, el comunista Pathet Lao (apoyado por el vecino Frente Nacional de Liberación de Vietnam) y los soldados del ejército real laosiano, asistidos por los Estados Unidos. Una escueta placa al comienzo de la película provee algo de información al respecto, aclarando además que el gobierno militar argentino decidió acoger a 293 familias laosianas en 1979, en un “intento de contrarrestar las denuncias por violaciones a los derechos humanos”. Casi cuatro décadas más tarde, el protagonista de esa historia –culturalmente enraizado en la Argentina, campechano y entrador, pero al mismo tiempo hijo de su tierra natal– narra las vicisitudes del radical cambio de vida, las dificultades de los primeros años (las promesas del gobierno y sus ofertas de una parcela de tierra para cultivar nunca se cumplieron) y la gradual instalación de pequeñas comunidades laosianas en las provincias de Buenos Aires y Misiones. Es una historia personal y colectiva, que D’Agostino y Ortego recrean en pantalla a partir de recuerdos y anécdotas y de las actividades actuales de su personaje/sujeto: la realización de una fiesta de las colectividades en Chascomús, el registro de la vida cotidiana de sus hijas (primera generación de hablantes del idioma español sin ninguna clase de acento), una reunión de inmigrantes de Laos en Misiones, karaoke y cumbia incluidas. Sobre el final, los directores incluyen imágenes tomadas por el propio Ritchanaporn algunos años antes de la realización del film, en ocasión de la primera visita del protagonista a su país natal desde aquel temerario escape que cambió su vida. En español, el visitante graba con su cámara hogareña a una anciana, sentada delante de una colección de budas dorados, que mira al improvisado camarógrafo algo azorada, como si no entendiera del todo lo que está ocurriendo. “Esta es mi mamá”, se lo escucha decir, y el cine documental vuelve a hacer gala de una de sus incomparable armas: la emoción de lo real.
Pequeño relato de alienación cotidiana Cineasta genuinamente independiente, cuyos relatos usualmente elípticos hacen gala de un minimalismo narrativo no exento de emotividad, Mazza confirma en Vergara esas predilecciones formales con la historia de un hombre que a toda costa quiere ser padre. El extraño caso del realizador argentino Sergio Mazza incluye una particular estrategia de lanzamiento: casi siempre estrena sus películas en tándem. El amarillo y Gallero, a pesar de haber sido rodadas con algunos años de diferencia, fueron estrenadas el mismo día de 2009; Graba y el documental Natal, en tanto, llegaron a las salas de cine con apenas quince días de diferencia, en 2013. Si la gran excepción fue El gurí (2015), ahora vuelve a confirmarse esa regla no escrita con Vergara, que anticipa la llegada de One Shot, anunciada para la semana próxima. Cineasta genuinamente independiente, cuyos relatos usualmente elípticos hacen gala de un minimalismo narrativo no exento de emotividad –una emotividad solapada, asordinada–, Mazza confirma en Vergara esas predilecciones formales. El trasfondo es nuevamente, como en varias de sus películas anteriores, el interior del país, en este caso la ciudad de Rosario, con predilección por sus zonas portuarias. Como en algunos de sus títulos anteriores, por otro lado, reina aquí una sensación de melancolía y desencanto, encarnada a la perfección por su personaje principal, Marcelo Vergara (un Jorge Sesán que puede pasar de la pasividad al brote de ira sin solución de continuidad), un hombre solitario angustiado por la necesidad de cumplir en el futuro aquello que no pudo lograr en el pasado. Vergara quiere ser padre. Es casi lo primero que le dice a su amigo luego de pelearse con una mesera por la correcta confección de un café cortado. Quiere ser padre y no pudo serlo con su anterior pareja, a pesar de “no cuidarse” durante tres años. El hombre perdió su trabajo como conductor de un programa radial hace poco y acaba de separarse, todo un abismo abierto ante sus pies. El tono gris y algo amargo de las primeras escenas, como casi la totalidad de la película, están apoyadas desde la banda sonora por un cuarteto de jazz clásico dirigido por Mariano Barrella, una elección que a priori puede parecer a contracorriente (por inapropiada o por su recurrencia) pero que, eventualmente, demuestra tener una lógica sónica propia. Como la película en sí misma, que navega las aguas de la comedia lacónica, deudora tanto de la excentricidad ligera de un Martín Rejtman como del humor agazapado de Aki Kaurismäki. Mazza prepara y dispara sus micro gags –tanto visuales y/o silenciosos como basados en el absurdo de ciertas situaciones– en cuestión de milésimas de segundo, casi como si fueran de combustión espontánea. “Vengo a hacerme una biopsia testicular”, dice el protagonista en el tono más neutro que pueda imaginarse, antes de comenzar con un tratamiento de fertilidad que le permita (eso espera) lograr su cometido en el futuro, con alguna mujer a la que aún no conoce. En esos momentos el nombre del gran director finlandés aparece con más fuerza, como así también en esos planos de los diques del puerto, rodeados de containers llenos de “cosas chinas”, que bien podrían haber sido filmados en las costas de Helsinki. Con una notoria predilección por los planos fijos y simétricos y un formato casi cuadrado que parece apretar aún más los movimientos y pensamientos de Vergara, haciendo uso de las elipsis de manera constante y metódica –tanto procedimiento de puntuación como estrategia para racionar la información–, Mazza construye un pequeño relato de alienación que no sucumbe a la maldad, optando, en su lugar, por una agridulce amabilidad. Vergara es una comedia tristona, casi tanguera, aunque cambie el ritmo del 2x4 por los firuletes del hard bop.
Una versión lumpen de “Clave de sol” Basada en una pieza teatral a su vez basada en un sonado caso mediático, que supo ocupar horas y horas de programación televisiva y metros de papel prensa hace poco más de una década del otro lado de la cordillera, Niñas Araña marca el debut cinematográfico del director Guillermo Helo, experimentado realizador de tiras de tevé en su país natal, Chile. “Santiago - Carabineros detuvo nuevamente por robo a las menores integrantes de la banda conocida como Niñas Araña por escalar edificios para cometer asaltos”, dispara un cable periodístico de agosto de 2005 luego de una simple búsqueda en Internet. La historia de las tres chicas escaladoras, todas ellas de unos doce o trece años, habitantes del barrio marginal conocido como Toma de Peñalolén, fue llevada con anterioridad a las tablas por Daniela Aguayo, a su vez coguionista del film, cruza de crónica social con relato teen de raigambre televisiva. Una mezcla de combustión casi imposible que alterna la mirada biempensante (y de manual) de la situación social que intenta describir con un desesperado deseo por captar a un público masivo, especialmente el joven. Avi, Estefany y Cindy cruzan las fronteras de su barrio y pasean hasta llegar a la zona más bacana de Las Condes, ingresan a un shopping y logran hacerse de un par de prendas de vestir. Claro que sin pagar por ellas. La mirada ilusionada, casi extática, del trío ante los objetos de consumo –definitivamente fuera de su alcance– marca el tono general de la secuencia, casi un rito de iniciación. Luego llegará la idea de ingresar a departamentos en edificios de categoría, pasar allí un rato, comer algo (“un poco de ‘suchi’, lo que comen todos los famosos”), hacerse de algo de dinero y objetos a disposición. El embarazo de una de ellas aporta sus ligeras dosis de suspenso durante las escaladas y corridas y las escenas hogareñas condimentan cada una de las historias personales. En particular la de Avi (Michelle Mella), rubia como la miel y víctima de una relación con su madre y padrastro no exenta de hiperbólica sordidez. Y luego, claro, las peleas entre las niñas, la relación con los chicos, las envidias y celos, que Niñas Araña registra como si se tratara de una versión transcordillerana y lumpen de Clave de sol. Hay algo explícitamente banal en el relato en su conjunto y en sus detalles, además de un tono casi pornográfico en la manera en la cual el colorido de las tomas (planos drone en ascenso, ralentis con música emotiva) y los cortes de montaje pretenden convertir los problemas comunitarios y el odio de clase en entretenimiento con conciencia social. “No tengo miedo, tengo pena”, dice Avi en un momento particularmente declamatorio, una de las tantas líneas de diálogo diseñadas para encapsular esa mirada entre morbosa y piadosa que atraviesa a la película de principio a fin. No resulta extraño que durante los títulos de cierre se escuche la famosa canción infantil de Mazapán “Una cuncuna amarilla”, aquella que hace preguntar a su protagonista “¿Por qué me tendré que arrastrar si yo lo que quiero es volar?”.
De la crisis al autoconocimiento El escritor francés David Foenkinos ha publicado más de una docena de libros de cierto éxito en su país de origen y varios de ellos se han traducido a diversos idiomas, incluido el español. La irresistible tentación del paso a la dirección de cine se produjo con La delicadeza (2001), adaptación de la novela homónima codirigida por el autor y su hermana Stéphane, una experimentada directora de casting. En ella, el personaje central interpretado por Audrey Tatou intentaba superar una tragedia personal para volver a enamorarse contra todo pronóstico. Algo celosa repite el tándem, con ambos hermanos detrás de la dirección a partir de un guion original, aunque reemplazando a la actriz de Amélie por la más exuberante (en un sentido estrictamente actoral) Karin Viard: su capacidad para pasar en una misma escena de aparente víctima de las circunstancias -crisis de la mediana edad mediante- a la perfecta neurótica, con brotes que bordean lo psicótico, termina siendo lo mejor de una película atada a las convenciones de un guion agridulce y, en última instancia, excesivamente tranquilizador. Si bien el afiche publicitario destaca el trío de palabras “Casada. Divorciada. Soltera” como gancho publicitario, la película dista de ser una comedia romántica. O lo es apenas en un porcentaje ínfimo. En otras manos, la historia de Nathalie Pécheux, profesora de literatura de unos cincuenta años, divorciada hace tiempo, podría haberse transformado en un retrato psicológico o bien en la descripción de un monstruo social en proceso de construcción. Ya la primera escena, en la cual su bella hija (bailarina clásica, para más datos) festeja en casa sus dieciocho años recién cumplidos, revela discretamente algo parecido a la envidia materna. ¿Celos de la juventud, del talento ajeno, de la alegría de quienes la rodean? Nada fuera de lo común, podrá pensarse, excepto que la violencia verbal y física comienza a escalar y no sólo con ella como destinataria exclusiva: una nueva colega de la universidad -desde luego, más joven- es elegida de inmediato como enemiga acérrima, la nueva pareja de su ex no recibe mejor trato e incluso su amiga de toda la vida se ve obligada a esquivar los dardos envenenados de Nathalie. Es en los primeros tramos, cuando el tono humorístico alterna el lugar con la sorpresa de la agresión, donde los Foenkinos encuentran un tono atractivo que el film comienza rápidamente a perder. No ayudan ciertos gags recurrentes sobre la menopausia, jugados al mínimo común denominador cómico, ni la insistencia en elaborar cada paso de la protagonista a partir del estereotipo de “mujer cincuentona enojada con la vida”. De allí en más, a partir de uno de esos momentos-bisagra esculpidos a la vista del espectador por el guion, llega la posibilidad de la sanación a partir de la empatía y el autoconocimiento, casi como un manual de autoayuda en formato ficcional. Es Viard quien permite que los bruscos giros y cambios de Nathalie se sientan relativamente humanos y no como lo que son: simples mecanismos narrativos de alcurnia algo rancia. Bruno Todeschini interpreta a un posible candidato para el amor -definitivamente un buen partido- eyectado de la primera cita con gran injusticia.
Los lugares comunes se mudan al trópico Hace casi tres años, en ocasión del estreno de La casa del fin de los tiempos –(auto)promocionada como la primera película de terror en la historia del cine venezolano–, este mismo cronista escribía que “el latam-horror sólo será verdaderamente libre el día que rompa definitivamente con las cadenas que lo atan a los clichés como un condenado a una maldición”. Lo mismo puede afirmarse, teniendo en cuenta el lanzamiento de El Silbón, respecto del terror producido en Venezuela. El monstruo titular de la película de Gisberg Bermúdez Molero está basado libremente –concentrándose, como reza el título completo, en sus posibles orígenes– en una de esas leyendas camperas de la región, primo cercano de la famosa Llorona o del geográficamente más cercano Pombero. No tanto alma en pena como ser esperpéntico capaz de destrozar las entrañas de sus víctimas, usualmente hombres y mujeres con algún pecado a redimir, dice la leyenda que el Silbón anticipa su llegada con un particular silbido, presente en la banda de sonido del film de manera ubicua. El procedimiento narrativo neurálgico descansa en la alternancia de dos historias entrelazadas, cada una en tiempos históricos diferentes. Por un lado, el relato de la génesis del ser a partir de sus raíces humanas, un joven criado en la violencia y la opresión por su propio padre, un hombre obsesionado además con hacer con los cuerpos ajenos –en particular el de las mujeres jóvenes– lo que se le antoje. Por el otro, algunos años más tarde, la aparente posesión infernal de una niña que, durante las noches, se dedica a dibujar obsesivamente los más sangrientos grabados en carbonilla, y la decisión de su padre de llegar al fondo del asunto. El Silbón viaja de un tiempo al otro –y de una secuencia a otra– un poco como su protagonista, a los tumbos, de manera consciente o involuntariamente torpe, recurriendo al fundido a negro como último recurso para tapar los baches (es probable que exista aquí un record histórico en el uso del fade out, en apenas ochenta minutos). La dirección de fotografía es el único departamento artístico elaborado de manera cohesiva y con un sentido climático efectivo. El resto son sustos de manual –caminatas lentas con música sugestiva seguidas de un golpe de efecto visual y/o sonoro–, supuestas complejidades narrativas que no son otra cosa que desorientación en la construcción del relato y una tendencia al gore (visual y auditivo, cortesía de los efectos de sonido creados en posproducción) aplicado como último recurso para capturar la atención del espectador. De esa manera, las particularidades culturales de la historia, alejadas de los monstruos clásicos creados en las literaturas y cinematografías centrales, pierde la partida ante esos mismos lugares comunes que parecería querer combatir.
El mar como fuente de dolores y placeres Cruza de diario íntimo y ensayo cinematográfico, el largometraje de Spiner se sitúa en Villa Gesell. El film ofrece un lirismo melancólico, invernal, que inevitablemente antecede al bullicio de las playas en verano. La costa bonaerense sigue siendo terreno de pastoreo para el cine nacional. En un momento de La boya, el nuevo largometraje del realizador argentino Fernando Spiner luego de ocho años de silencio, una joven habitante de Villa Gesell describe en detalle la profunda sensación de soledad durante la temporada invernal. “Estás vos y el mar”, concluye, antes de afirmar que esa relación simbiótica entre el medio acuoso y los estados del espíritu humano requiere de una forma de expresión artística como único medio para describirla cabalmente. La muchacha forma parte de un taller dictado por el poeta Aníbal Zaldívar, coguionista de la película y amigo personal de Spiner desde la adolescencia. Sobre esa relación afirmada sobre el paso de los años y las décadas, sobre el mar y su intangible pero gigantesca influencia, sobre una boya con historia familiar que vuelve a aparecer, como si una marea invisible la hubiera traído a la orilla del presente desde las aguas del pasado, trata la película, cruza de diario íntimo y ensayo cinematográfico que el director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo parece haber encarado como una necesidad personal y creativa. Un poco como también lo había hecho, hace algunos años, Edgardo Cozarinsky en la notable Carta a un padre. “Me pregunté si era posible transmitir una experiencia que para mí era de una beatitud increíble. Una experiencia física, espiritual y poética si se quiere”, declaró Fernando Spiner en una entrevista publicada en estas mismas páginas. Se refiere a la costumbre, casi ritual, de nadar brazada a brazada junto a su amigo hasta el límite marítimo señalado por una boya, elemento que para el film es tanto un punto de partida como una excusa. Más allá de las varias secuencias de nado, registradas con una cámara adosada al cuerpo del director y transformadas por el montaje de imágenes y sonidos en una experiencia inmersiva, La boya se ramifica en una serie de segmentos documentales de distinto tenor: entrevistas tradicionales a cámara, conversaciones íntimas con algo de puesta en escena ficcional, secuencias donde el fraseo poético es imitado por las imágenes y potenciado por la música, cortesía de Natalia Spiner, hija del realizador. No todas las secciones poseen la misma fuerza o pertinencia y, por momentos, la película ingresa en una zona de deriva con rasgos caprichosos. En otros, en cambio, el lirismo aflora; un lirismo melancólico, tristón, invernal, que inevitablemente antecede al bullicio de las playas en verano. No casualmente el relato está dividido en capítulos, marcados por el paso de las estaciones. Un relato en off en estricto yiddish toma por asalto la banda sonora en tres o cuatro ocasiones. Es la reconstrucción de una historia familiar: la llegada en barco a la ciudad de Buenos Aires del bisabuelo de Fernando Spiner, que luego de un largo viaje desde Europa logró evitar una prolongada cuarentena escapando a nado hasta llegar a las costas porteñas. Hay también una carta paterna, aparentemente sellada durante décadas, que es abierta por primera vez durante el rodaje. Son momentos intensos y emotivos que, sin embargo, no logran cohesionarse del todo con el resto de la película. Son riesgos que se toman al apostar por una estructura narrativa libre, decisión que el realizador toma conscientemente y que le permite, en cierta medida, construir un retrato comunitario a partir de una fuerte sensación de pertenencia. Luego está la creación: la poesía, la literatura, la pintura, el cine. Y el mar, que desde las épocas de los antiguos griegos ha sido una fuente inagotable de dolores y placeres, alimento físico y espiritual de los hombres.