Retrato agridulce de la clase media Sin decirlo en voz alta, el film japonés termina escribiendo un pequeño y potente tratado sobre la construcción identitaria. Sendos funerales abren y clausuran Nuestra hermana menor, la película del japonés Hirokazu Koreeda que formó parte del pelotón competitivo del Festival de Cannes 2015 y que ahora, tarde pero seguro, se estrena en salas de nuestro país. El primero toca de cerca a las hermanas Koda: quien acaba de fallecer es su padre, con quien no han tenido el más mínimo contacto durante quince años, luego de que formara una nueva familia en otra ciudad. La ceremonia que llega cerca del cierre, en tanto, marca el fin de la larga enfermedad de una vecina, la dueña de un pequeño restaurant que supo ser testigo del crecimiento de las tres veinteañeras: Sachi, la mayor y más formal, enfermera en el hospital de la ciudad de Kamakura, donde transcurre gran parte de la historia; Yoshino, empleada bancaria y eterna enamorada de hombres problemáticos; Chika, la menor y más desprejuiciada, a quien su trabajo en un local de ropa deportiva le permitió conocer a su novio. Las referencias al mundo laboral no son casuales ni menores: la película es un derivado moderno de ese género típicamente nipón que los estudiosos occidentales suelen llamar shomingeki, retratos agridulces de la clase media trabajadora que realizadores de la talla de Yasujiro Ozu o Mikio Naruse llevaron a su máximo grado de relevancia y belleza artística. Casualmente o no, Ozu pasó una parte de sus últimos años en la ciudad de Kamakura y su tumba en el cementerio cercano a la estación de tren es uno de los lugares obligados para el turista cinéfilo. Como ocurre en el manga por entregas Umimachi Diary, de la experimentada historietista Akimi Yoshida, en los cuales la película se basa (ese es también el título original de la versión cinematográfica), hay un cuarto personaje que se suma al trío protagónico. Suzu, con trece años recién cumplidos, ha quedado huérfana y sus hermanastras la invitan a mudarse a la casona familiar de dos plantas en la cual viven desde que su madre decidió abandonarlas años atrás. Las vínculos familiares, como ocurre en una porción importante de la filmografía del director de Nadie sabe y De tal padre tal hijo, son centrales y lo que se intenta llevar a cabo no resulta tarea sencilla: una historia profunda y emotiva –delicadamente conmovedora, incluso– que nunca echa mano a los grandes gestos del melodrama. Aunque, por momentos, la música compuesta por Yoko Kanno pareciera ir precisamente por ese camino, desoyendo los mandatos de las imágenes. Nuestra hermana menor se concentra en detalles cotidianos, en el énfasis o el recato de aquello que se dice durante el desayuno o la cena, en paseos aparentemente poco extraordinarios. Aunque, de tanto en tanto, el relato presenta conflictos complejos ligados a la experiencia humana: la posibilidad de una mudanza a otro país, la muerte de un ser querido y, desde luego, los dolores y alegrías del crecimiento. No es menor la relevancia de los personajes secundarios, que la narración utiliza como contrapunto al núcleo dramático. Más allá del cuarteto de intérpretes centrales, representantes del cine japonés contemporáneo, Koreeda contó con un notable pelotón de actrices veteranas, entre otras Midoriko Kimura y la recientemente fallecida Kirin Kiri, vista hace algunos meses en el papel central de Una pastelería en Tokio, de Naomi Kawase. En las relaciones entre las cuatro chicas y su contacto con otras personas, pautados por el paso del tiempo y los cambios de las estaciones –toda una tradición en el arte japonés en general–, Koreeda va tejiendo laboriosamente la tela sobre la cual se va dibujando la silueta del drama. Sin decirlo en voz alta, Nuestra hermana menor termina escribiendo un pequeño pero potente tratado sobre la construcción de la identidad, tanto la personal como la colectiva, un relato de maternidades abandonadas y asumidas -con toda su carga de amor y también de sufrimiento- donde el pasado convive con el presente, no sólo a partir de los recuerdos sino a través de gustos y aromas concretos: el licor de cereza de la abuela añejado en un frasco o el particular olor de un kimono heredado. El gran logro de Koreeda en esta película, algo subvalorada desde su lanzamiento mundial hace tres años, radica precisamente en la falta de estridencias, en su laboriosa construcción hecha no sólo de elementos presentes en los diálogos y miradas sino también por otros que apenas pueden ser intuidos.
Neil Armstrong nunca llegó tan lejos Si la historia está o no basada en el caso real del abogado y poeta chileno Jenaro Gajardo Vera, que un buen día de 1954 se proclamó propietario legal de la Luna, es algo que la película de Paolo Zucca no aclara. Ni falta que hace. El hombre que compró la Luna, nuevo largometraje del director de El árbitro –como aquella, una coproducción entre Italia y Argentina (cortesía de Daniel Burman), más algo de apoyo albanés– utiliza ese punto de partida absurdo para construir una típica comedia étnica, como también lo eran las recientes Ocho apellidos vascos y su secuela catalana. Aquí la lógica humorística gira en un porcentaje mayúsculo alrededor del idioma, los usos y costumbres y la imagen arquetípica de aquellos nacidos en la isla de Cerdeña. En particular los hombres, ya que las mujeres prácticamente no tienen lugar en la construcción de la trama. El disparate está presente desde un inicio, cuando un importante llamado a un bunker del departamento de inteligencia del gobierno italiano pone en marcha una misión encubierta: descubrir el paradero de ese atrevido sardo que se ha declarado dueño del satélite natural terrestre. Jacopo Cullin es el encargado de darle vida a Kevin, alias Gavino Zoccheddu, un soldado sardo de pura cepa que a puro exilio logró sacarse de encima todos los pelos y señales de su ascendencia cultural. Es el objetivo de un tal Badore (el comediante y cantante Benito Urgu) “enderezar” al joven y devolverle todos los rasgos de un verdadero hijo de la isla italiana, antes de dar comienzo a la secreta tarea. A partir de ese momento el truco narrativo de la Luna queda relegado al olvido y el film insiste en el chiste étnico durante más de un tercio de metraje. La postura corporal, la forma de hablar, la práctica de la morra (juego que los sardos genuinos parecen jugar hasta en el baño), la manera de consumir alcohol y un sinnúmero de gags visuales y verbales que pueden llegar a perderse en la traducción. Terminado el entrenamiento, llega el bis en un bar de pueblo, ya en el teatro de operaciones, que avanza por buen camino hasta que la identidad del héroe es descubierta. Ese segmento bien podría aislarse y observarse como un cortometraje en sí mismo, nada extraordinario pero sí efectivo. En el último tramo aparecen la española Angela Molina y el serbio Lazar Ristovski (recordado por su papel en Underground, de Kusturika) como una pareja de pescadores aislados en la costa de Cerdeña. La Luna vuelve a aparecer y, con ella, una fantasía cursi que recubre de gallardía y delicadeza a los sardos, que hasta ese momento sólo parecían ser feos, sucios y malos. El humor de Paolo Zucca es de trazo grueso, aunque nunca cae en el grotesco, y está diseñado para un público lo más amplio posible, rozando a veces la incorrección política, pero sin caer nunca en ella. Como en el mundo de la publicidad, no hay crítica, apenas sometimiento al estereotipo. Y un aprendizaje moral impuesto por la trama como condición sine qua non. La imagen de un astronauta plantando la particular bandera de Cerdeña –con su Cruz de San Jorge y cuatro cabezas de moro– posee, sin embargo, cierta gracia surrealista.
Una fábula que prescinde de moraleja La directora de Atlántida se interna en la difícil relación de una madre y su hija, inmersas en una situación de duelo. En Atlántida (2014), primer largometraje de la realizadora cordobesa Inés María Barrionuevo, el hastío de un día de verano circunscribía a una de sus protagonistas, una adolescente con una pierna completamente enyesada, a los confines delimitados por las habitaciones y pasillos de su casa. En Julia y el zorro –que viene de presentarse en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata–, otra vivienda, también del interior de la provincia de Córdoba, se transforma en el epicentro geográfico y, a su vez, el sismógrafo de las emociones de los personajes. A pesar de ello, se trata de dos películas muy diferentes, en tono y en forma. Julia, una actriz de teatro semi retirada, regresa a la casona de descanso familiar con vista a las sierras de Unquillo junto a su hija Emma, una chica de unos doce años; el lugar fue intrusado, la heladera robada, la chimenea interna del hogar intervenida con un dibujo y una frase, indescifrable para la niña. La casa debe ser vendida lo antes posible. A través de una serie de diálogos entre madre e hija, Barrionuevo da algunas pistas de las razones del abandono y el regreso: el gran ausente es el esposo de la primera y padre de la segunda, fallecido en circunstancias que se irán revelando con el correr de los 105 minutos de metraje. Relato de duelo, invernal en todas sus acepciones, de posibles pero arduas conciliaciones y también de distancias que quizá nunca vuelvan a ser cercanas, Julia y el zorro juguetea con el concepto de fábula desde un primer momento, cuando una voz en off (¿la de ese padre muerto?) cuenta el cuento de un zorro que perdió la cola y la secuencia de títulos imita, en su tipografía y diseño, la portada de un libro. Pero la película no contiene elementos fantásticos o animales con características humanas; mucho menos una moraleja, aunque sí habrá un animal suelto que aparece durante las noches y que la historia disfraza de metáfora. Julia (la actriz Umbra Colombo, teñida de un platinado furioso) se deja estar y ni siquiera se preocupa demasiado por la alimentación de su hija o la suya, atravesada por una tristeza que se deduce profunda. Una breve secuencia nocturna, un intento fracasado de autosatisfacción sexual, la mirada perdida, permiten avizorar incluso la posibilidad del estancamiento depresivo. Emma, mientras tanto, recorre los campos circundantes, alquila un caballo, se hace amiga de un chico de la zona. Sale al mundo y lo investiga sin la guía del padre o la de la madre, ausente en presencia. La llegada de Gaspar, un actor y director teatral amigo de Julia, comienza a mover ligeramente algunas de las piezas del tablero, poniendo en tensión los conceptos de maternidad, paternidad y familia. Pero nunca de manera demasiado explícita: una de las virtudes de la película de Barrionuevo es el corrimiento de la zona de confort de lo evidente, aunque por momentos la autoconsciente languidez del relato se contagia a la puesta y queda suspendida en el límite del mero formalismo. En otros, la extrañeza de unos muñecos móviles en un parque de atracciones o la decisión de desechar el último recuerdo directo de la tragedia (ambas instancias desligadas del peso de la palabra) posibilitan la poesía visual. Julia probará nuevos caminos ante el final de aquello que se creía eterno e inalterable y un final sin clausura anticipan la creación de un nuevo orden. La gran apuesta del film, de la cual sale airosa en gran medida, es la decisión de no utilizar la fotografía y los encuadres como simples vehículos utilitarios para el desarrollo del drama, potenciando el carácter misterioso –por momentos, fantasmagórico– que la ausencia provoca en los personajes.
Los problemas de ser la “manzana sana” El primer largometraje de la cineasta tiene todas las marcas de la película autobiográfica, al menos en ciertas señales de la trama, en la que una niña soporta como puede la ceguera de sus padres en su insistencia de vivir en sintonía con la naturaleza. Armonía (Huenu Paz Paredes) eleva la mirada hacia la copa de los árboles que la rodean y les suplica a sus padres –los imaginarios, que en su juego de niña de 6 años pueden sentirse muy concretos– que vengan a buscarla, que la rescaten. Los otros, los reales, Papá Pablo y Mamá Julia, insisten en encontrar en la vida en sintonía con la naturaleza, sin luz ni agua potable ni escuela, en una improvisada cabaña de madera en algún lugar del sur argentino, una existencia alejada de las urgencias y demandas de la vida en las grandes ciudades. Lejos de “los burgueses”. El primer largometraje de Natural Arpajou, luego de varios cortos exhibidos en festivales de cine, tiene todas las marcas de la película autobiográfica, si no literalmente, al menos en ciertas señales de la trama; el nombre de pila de la realizadora no haría más que apoyar esa intuición, como así también el período histórico indefinido durante el cual transcurre el drama, que bien podría ser algún momento de los años ‘80. Hay incluso en Yo niña algo cercano al pase de factura, al exorcismo personal: los padres de la protagonista, pelirroja furiosa e inquieta, nunca terminan de caer en la cuenta de que su obstinación va adquiriendo las formas de la miopía. De la ceguera, incluso. De vivir hoy en día, los padres de Armonía podrían perfectamente formar parte del reaccionario grupo de padres antivacunas. Cuando a poco de comenzar el relato Armonía termina con un brazo y una parte de su torso quemados por un accidente hogareño, las curaciones se acaban cuando ya no queda plata. Y una forma temporal de ganar algo de dinero –la venta de un poco de “lana”, eufemismo para cierta sustancia ilegal– no hace más que complicar aún más las cosas. Antes de que eso ocurra, Pablo (Esteban Lamothe) invierte la parábola de la manzana podrida en el cajón e intenta enseñarle a su hija que lo putrefacto es la sociedad y que ellos intentan ser la fruta saludable. Julia (Andrea Carballo), en tanto, más allá del amor que le profesa a su hija, comienza a dejar entrever que el abandono puede acercarse por momentos a la desidia. Corte a la ciudad más cercana, adonde el trío viaja por necesidad, y al primer bocado de milanesa casera, un recreo del vegetarianismo más riguroso. Y a la escuela, en la cual Armonía no logra responder a la gracia consignada en su DNI, Nora (eran tiempos más rigurosos a la hora de registrar un nombre), y en donde comienza una primera amistad con un chico de su edad, truncada fatalmente por la incomprensión y, desde luego, el miedo a lo diferente. Son las mejores instancias de Yo niña, antes de que el guion se ensañe con todos los personajes: los adultos, que por diversas razones atraviesan la frontera del descuido y no logran escapar de un egoísmo por momentos indefendible, y la pequeña, testigo de distintas clases de borracheras, peleas verbalmente virulentas e indefensiones varias. Hay castigos de toda clase para los primeros, en algunos casos disfrazados de factibilidad biológica, y un rayo de esperanza para la segunda, dispuesta a dar batalla ante el primer vislumbre de rebeldía. Arpajou se apoya en la fotografía de Pablo Parra para crear un universo de rayos solares difuminados y colores rojizos, en contraste con el verde de la naturaleza patagónica, superficies visuales con algo de idílico para un relato que dista mucho de serlo.
Sobrevivir a todo, incluso al guión Hay que retroceder más de dos años para encontrarse con otro estreno de producción georgiana en la cartelera local: Mandarinas, de Zaza Urushadze, en los papeles una coproducción con Estonia. La de Georgia podrá ser una cinematografía pequeña, pero cuenta con el padrinazgo histórico de figuras como Otar Iosseliani o Nikoloz Shengelaia, sin contar a georgianos de pura cepa que terminaron rodando en tiempos soviéticos, usualmente en idioma ruso, como Mikhail Kalatozov o Sergei Paradjanov. A pesar de esas tradiciones tan ricas y diversas, los referentes más claros en la ópera prima de la realizadora Nino Basilia son –como en tantos otros casos en el cine contemporáneo de todo el mundo– los temas y las formas de las películas de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Aquí también la cámara no se despega de su protagonista, Anna, una mujer joven y madre de un chico autista que debe ganarse el sustento trabajando en un par de empleos mal pagos, al tiempo que cuida de una problemática abuela. La vida de Anna es un retrato al mismo tiempo personal, generacional y social. Un relato de supervivencia. Como si se tratara de una prima lejana de Rosetta o de Sandra, la heroína de Dos días, una noche, Anna (interpretada por la actriz Ekaterine Demetradze) deberá tomar una serie de complejas decisiones frente a un precario equilibrio que irá desestabilizándose aún más con el correr de los minutos. En particular luego de decidir que la solución a sus problemas depende de una mudanza a Estados Unidos. Claro que conseguir una visa con sus escasos ingresos no es cosa fácil y los papeles truchos cuestan mucho dinero en el mercado ilegal. El primer acto logra dar en el blanco: la descripción del personaje y los modos en los cuales se producen ciertas relaciones comunales y sociales son precisas, como así también la de ciertas prácticas culturales profundamente arraigadas (¿será Georgia el único país, junto a la Argentina, en el cual la compra-venta de inmuebles sigue haciéndose con montículos de dólares en efectivo?). La fortaleza de Anna es evidente, aunque las marcas del cansancio, el hastío y el enojo comienzan a hacerse cada vez más permanentes en su rostro. A partir de cierto momento, el guion comienza a disponer una serie de obstáculos en el camino de la protagonista que van horadando no tan lentamente el verosímil realista que el film había construido con paciencia (la escena del dinero encontrado en un cajón y su corolario es sintomática) y, por momentos, se acerca bastante al capricho de un dios-narrador empeñado en hacer sufrir a sus criaturas con la esperanza de dejar bien plantada una moraleja. La suma de tropezones, caídas y malas decisiones de Anna se apilan una sobre la otra hasta llegar a un último golpe de guion tan imprevisible como forzado, que a su vez explica una subtrama que hasta ese momento se sentía extraña, absurda incluso. Usualmente, cuando una película crea situaciones y personajes como si se tratara de peones narrativos que pueden sacrificarse sin reparos ni remordimientos, se está ante un problema narrativo (o estético y, por lo tanto, ético) de cierta importancia
Historia de amor apasionada y dolorosa El gran director de Ida se lanza esta vez al terreno del melodrama sin por ello dejar de lado el factor político. Difícil imaginar dos películas más disímiles, a pesar de su aparente hermandad estética: si bien Cold War reitera el blanco y negro y el formato de pantalla 1.37 (casi cuadrado) de su anterior Ida, el polaco Pawel Pawlikowski deja de lado en cierta medida los conflictos históricos, sociales y personales de aquel film, merecido ganador del Oscar, para meterse de lleno en el terreno del melodrama. Por supuesto, las condiciones políticas que envuelven a los personajes adquieren una relevancia mayúscula, pero aquí las pasiones de la pareja protagónica –sus deseos, búsquedas y frustraciones– van tomando el centro de la pantalla hasta ocuparla por completo. Hasta quemarla. No parece ser así desde un primer momento: las imágenes de los músicos y cantantes amateurs que el pianista y conductor de orquesta Wiktor (Tomasz Kot) encuentra en el camino y registra con un magnetófono imitan las formas realistas de cierto cine de Europa del Este en los años 60. El particular encuadre de una mujer tocando el acordeón parece remitir directamente al estilo semi documental desarrollado por Milos Forman en su etapa checa. Como en Ida, Pawlikowski reconstruye meticulosamente un estilo para crear algo nuevo con él, nunca como pastiche o simple homenaje. “Polonia, 1949”, reza una placa luego de esos breves apuntes introductorios; es decir, poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial y la reconversión del territorio en estado satélite de la Unión Soviética. Wiktor y su asistente reúnen información sobre la música y la danza de la periferia rural polaca como base para un futuro espectáculo de teatro. Más temprano que tarde, ese énfasis en las tradiciones locales le traerá algún que otro conflicto con la autoridades, deseosas de incluir un número apoteósico con la figura de Stalin agigantada sobre el fondo del escenario. Pero antes de que eso ocurra, un nombre propio: Zula. La chica rubia, talentosa, algo atrevida y llena de secretos que se presenta en uno de los improvisados castings como una aparición poderosa, inolvidable. Para Wiktor, al menos, aunque no sólo para él. Tomasz Kot compone su personaje imitando a esos típicos antihéroes románticos dispuestos a la auto desintegración progresiva; bajo la dirección de Pawlikowski, Joanna Kulig (una de las monjas de Las inocentes, de Anne Fontaine), se transformará en ángel y demonio, femme fatale y víctima absoluta, objeto y sujeto de deseo. El arco narrativo de Cold War se verá marcado, hasta su desenlace a mediados de los años 50, por los encuentros y desencuentros de Zula y Wiktor, el músico y la cantante, en una Europa dividida y contradictoria. El deseo, el romance, el amor –cuyo prólogo y primeros capítulos el realizador describe de manera lateral, al tiempo que comienza a echar mano a las elipsis como motor narrativo esencial– se enfrenta a un primer obstáculo durante una visita a Berlín. Huir hacia el otro lado o permanecer en territorio propio, reiniciar la vida como amantes, sin empleo ni seguridades, o resguardarse en la estabilidad del mundo conocido. Esa es la cuestión. París no espera. Pero sí lo hace Wiktor. El “melo” va adquiriendo mayor relevancia al tiempo que la música muta del folklore polaco al jazz internacional, con un breve paso por el naciente rock. Los tiempos están cambiando. La pareja protagónica también lo hace, aunque la necesidad y el deseo del uno por el otro permanezcan, al menos en esencia, inalterables. Dedicada a los padres del realizador –ganador del premio al Mejor Director en el Festival de Cannes–, Cold War construye con sensatez, sentimientos e inteligencia una historia de amor apasionada y dolorosa, clásica y moderna, y por ello a contracorriente del romance cinematográfico al uso: aquí parecen importar menos las señas concretas en pantalla que todo aquello que se intuye o deduce. Ya sea cantando en francés bajo las fuertes luces del escenario o confesando sus miedos en polaco, entre las penumbras de un cuarto demasiado frío, Joanna Kulig entrega una actuación inolvidable, arrolladora. Hacia el final, la película regresa a una iglesia abandonada para el reencuentro final de los amantes, guiño al Andrzej Wajda de Cenizas y diamantes y nuevo recordatorio de que el amor en tiempos difíciles es aún más extraño e inusitado.
El diablo en el cuerpo En Las hijas del fuego están la genitalidad y el sexo, pero alejados tanto de la simulación del cine convencional como del formateo del “hardcore” comercial y heteronormativo. El porno como forma de representación. El porno como género audiovisual. Dos descripciones y discusiones teóricas dispares pero, al mismo tiempo, íntimamente ligadas. Las hijas del fuego, la nueva película de Albertina Carri –ganadora del premio mayor en la competencia argentina del último Bafici– puede ser definida de muchas maneras pero, en esencia, es una película política. Como, de manera diferente, lo era la anterior Cuatreros. “El problema nunca es la representación de los cuerpos. El problema es cómo esos cuerpos se vuelven territorio y paisaje frente a la cámara”, afirma la voz en off de una de las protagonistas, cineasta como Carri y, por esa misma razón, posible alter ego de la realizadora. El encuentro de ese personaje con otra joven, habitante transitoria de Tierra del Fuego, se produce al comienzo mismo del relato y lo que se desliza a continuación es una declaración tanto física como intelectual: el deseo de estar y de permanecer juntas. Hace tres o cuatro años que ambas están “en pareja”, aunque sólo se le ocurrirá a alguien hablar de algo parecido al noviazgo cuando surja la posibilidad de visitar a la madre de una de ellas. Compartimientos, lugares establecidos, rótulos, que la película pondrá en constante desequilibrio e intentará destruir desde sus cimientos para poder así, con las piezas resultantes, construir otra cosa. Y, desde luego, ahí están la genitalidad y el sexo –que Carri pone en pantalla a los pocos minutos de comenzada la proyección–, alejados tanto de la simulación del cine convencional como del formateo del hardcore comercial, en particular de ese “lesbianismo” heteronormativo de fácil consumo y digestión. Carri anticipa lo que vendrá: un dildo de dos puntas penetra a ambas y el movimiento sincrónico lo transforma en una extensión de sus propios deseos. La chica afirma que su próximo proyecto es “una porno” y, a partir de ese momento, esa película imaginada dentro de la película real se convierte en espejo. Poco después, una pelea en un bar con un grupo de muchachos dispuestos a la discriminación y la ofensa automática transformará a la pareja en un trío, que de allí en más no hará más que sumar nuevas órbitas hasta transformarse en grupo, en sistema (el colectivo de mujeres encargadas de darles vida incluye actrices no profesionales y otras con extensa experiencia teatral). “Hay algo del goce que es irrepresentable”, afirmará la voz, y Las hijas del fuego –título tomado del libro de cuentos de Gérard de Nerval, que uno de los personajes lee atentamente– se hace cargo de esa imposibilidad, al tiempo que intenta contradecirla, dialéctica formal que hace latir a la película en su totalidad. Más allá de cualquier teorización sobre acto y representación, fondo y forma, la de Carri es también una particular road movie que le guiña el ojo tanto a Thelma y Louise como a Baise-moi, de Virginie Despentes, aunque sin las marcas convencionales de la primera ni la pulsión trash de la segunda. ¿Es la secuencia de sexo al aire libre, con fondo de montañas nevadas e iluminación sólida y pareja, una parodia de tantos polvos reales cimentados por el porno con el correr de las décadas? ¿O, por el contrario, la película se termina haciendo cargo de una tradición heredada? Difícilmente puedan discutirse en los mismos términos las dos escenas de sexo que le siguen, ambas deslizadas hacia el territorio de la fantasía: una pequeña orgía en plena nave de una iglesia, con traje de neopreno apretando la carne y música de Ennio Morricone, y un segmento onírico que va del blanco y negro al color, del found footage a los bigotes postizos. Las hijas del fuego construye algunas trampas con las cuales termina tropezando, como la figura de la “invitada estelar”: tanto Erica Rivas como Cristina Banegas y Sofía Gala interpretan breves papeles, a su vez representativos de ciertos tipos femeninos, que más allá de sus aportes puntuales se sienten como desvíos un tanto innecesarios. La poesía formal le cede finalmente el terreno a la poesía cinematográfica: un complejo y bellísimo plano-secuencia pone en escena un posible paraíso terrenal, fantasía y utopía, seguido por el registro sin pausas ni cortes de una masturbación. En ese plano casi fijo de varios minutos, heredero indirecto del cine de los hermanos Lumière, Carri cierra magistralmente su ensayo cinematográfico: una paja es apenas una paja, pero también puede ser mucho más. La potencia de esa imagen radica, precisamente, en su duración, que logra devolverle al contenido toda su naturalidad, su normalidad. Alterando las palabras del título del film de Rosa von Praunheim, “no es perversa la imagen, perversos son el contexto y la mirada”.
El silencio como estilo de vida Un pueblo innombrado del interior ve alterada su tranquilidad por un altercado en un restaurante. A partir de allí deriva una escalada de violencia que se inscribe en la Argentina de los meses previos al golpe del 76. Rojo puede ser vista como pareja artística de Historia del miedo (2014), la ópera prima de Benjamín Naishtat que recorría las arboladas y aparentemente mansas calles de un barrio cerrado del Gran Buenos Aires, mostrando a su vez el otro (y muy oscuro) lado del espejo. Pero ahora lo ominoso no es tanto la antesala de violencias posibles como su compañera inseparable, signo de los tiempos durante los cuales transcurre la historia: la Argentina de los meses previos al golpe del 76, años de sacudones intensos en la sociedad y en el estado, de grupos enfrentados, desapariciones y muertes de las cuales parecía ser mejor no hablar. Luego de un extenso plano-secuencia que describe el pacífico saqueo de una casa de barrio –sus pertenencias expurgadas una a una por los vecinos de manera metódica, casi organizada–, Naishtat pone en pantalla una gran escena de suspenso, que comienza a organizarse lentamente, con elementos absolutamente cotidianos, hasta llegar a un paroxismo de violencia absurda. Una sola mesa libre en un restaurante atestado es el origen de esa escalada que, a pesar de los tonos y cortes de los trajes y vestidos, podría perfectamente tener lugar en el presente. Al fin y al cabo, el desprecio y la crispación no se inventaron de un día para el otro. Primer anuncio de un concepto que el realizador desea evidenciar a lo largo de los 110 minutos de metraje: así éramos, así seguimos siendo, tal vez así seremos, más allá de las coyunturas. Luego del blanco y negro de alto contraste de El movimiento, los colores apastelados de Rojo –cortesía del experimentado director de fotografía Pedro Sotero–, los zooms y ralentís, los veloces fundidos encadenados, la profundidad de campo llevada al extremo marcan una elección estética cuyas referencias son múltiples, desde el apogeo del Brian de Palma de los 70 y 80 a cierto cine del período durante el cual tiene lugar el relato, tipografía y ubicación de los títulos de apertura y cierre incluidos. Indicios de que la alegoría que late en el interior del film también tiene un costado juguetón, una ironía formal que puede ser interpretada de diversas maneras, incluso contradictorias. Así también parece estar construido el Claudio Morán de Darío Grandinetti (uno de sus trabajos más precisos en los últimos tiempos), abogado gris de un innombrado pueblo del interior cuya vida ordenada se ve alterada por completo luego del altercado en el restaurante y su inesperada coda, que terminará eventualmente con la presencia en el lugar de un detective chileno, quien supo ser una fugaz estrella televisiva del otro lado de la Cordillera (Alfredo Castro en un rol creado a su usual imagen y semejanza). Ironías, referencias a tópicos de ciertos géneros, humor esquivo. ¿De qué forma debería apreciarse el ingreso en pantalla de la esposa del protagonista (Andrea Frigerio), envuelta en las melosas melodías de Vincent van Warmerdam, a puro saxo sexy? Lo que sigue es una descripción, por momentos descarnada y sarcástica –aunque sin llegar al cinismo, difícil equilibrio–, de una burguesía pequeñísima, pero también de un grupo de habitantes de diversas extracciones que ha comenzado a hacer del silencio y el aprovechamiento no tanto formas de supervivencia como un estilo de vida. “Estaba metida todo el día en el sindicato”, dirá una vecina en voz baja, explicando el súbito exilio de otro abogado y de su esposa, normalizando aquello que debería ser excepcional. Antes, unas manchas de manos ensangrentadas en la pared (rojas, como las letras de ese libro apenas visible en un anaquel, “USSR”) y una anciana sentada en el patio de la casa abandonada, testeando la posibilidad de hacer propio aquello que ha quedado vacante contra la voluntad de su dueño. Una vieja publicidad de caramelos y la aparición del nuevo interventor de la provincia y de un grupo de cowboys de pura cepa acercan el relato al grotesco, que el realizador abraza antes de cargar las tintas sobre algunas de las ideas centrales de la película (la violencia como norma, el silencio pusilánime, la conveniencia) con un par de subtramas algo subrayadas. A pesar de su temática y del dramatismo general de las acciones y reacciones de los personajes, es posible que con Rojo Naishtat haya hecho, de manera consciente –aunque no lo parezca en una primera impresión–, su primera comedia. Dura, agresiva, extraña, deforme. Y definitivamente negra, a pesar de su título.
La búsqueda de la identidad Basada libremente en hechos reales, la ópera prima de Martín Rodríguez Redondo retrata algunas semanas en la vida de Marcos, un chico de 17 años en cuyo interior vive Marilyn, quien pugna por salir pese a la incomprensión de su entorno. Marcos camina por la calle que lo lleva de la escuela a casa, una construcción de campo donde tanto él como los suyos viven de prestado, una típica situación de grupo familiar que cuida los campos y animales del verdadero dueño de las tierras. De pronto, desde ambos costados, de manera inequívocamente burlona, pasa un grupo de motitos levantando polvo; sus conductores –chicos del pueblo, que conocen muy bien al muchacho– comienzan a gritarle una serie de improperios, que la banda de sonido no deja discernir, a pesar de su carácter definidamente amenazante. Basada libremente en hechos reales de la crónica periodística policial, según afirma una placa al comienzo de la proyección (el realizador investigó el caso antes de poner manos a la obra en la escritura del guión), la ópera prima del argentino Martín Rodríguez Redondo –que viene de presentarse en la Berlinale, el Bafici y el Festival de San Sebastián– retrata algunas semanas en la vida de Marcos, un chico de 17 años del interior rural de la provincia de Buenos Aires. Dentro de Marcos vive Marilyn, quien pugna por salir en los tiempos libres, cuando las duras faenas del campo han terminado. Marcos/Marilyn se prueba algunos vestidos que la madre acaba de comprarle a la vendedora ambulante. Pero la búsqueda de su propia identidad no resulta nada fácil en un entorno conservador como el que lo rodea y cada momento de intimidad frente al espejo debe ser protegido de las miradas ajenas. A pesar de ello, en casa todos parecen conocer la situación, y quien más parece comprenderla –al menos, en apariencia– es su padre, interpretado con usual prestancia por Germán de Silva. La madre, en tanto (Catalina Saavedra en un rol árido) es bastante más dura con el hijo menor; sin embargo, deja que le tiña el cabello y le cosa las prendas, situación que se irá haciendo más ambigua a medida que el relato continúe su recorrido. Algo similar ocurre con el hermano mayor, Carlitos, quien parece destinado a seguir los recios pasos de su padre y a quien se le notan los celos a la distancia: Marcos es quien irá a aprender computación y, en palabras del padre, tal vez los termine manteniendo a todos. Las condiciones económicas y la tirante relación con los patrones –en particular, luego de la aparición en la zona de un grupo de cuatreros– le sirven de marco al realizador para retratar el progresivo descubrimiento del protagonista de sus deseos, al tiempo que el entorno familiar intenta “enderezarlo”. Un hecho inesperado y trágico que toca de cerca a la familia los obliga a reorganizar tanto su vida cotidiana como la laboral, con posibilidades ciertas de un desarraigo no deseado. Al mismo tiempo, la cercanía del carnaval permite que Rodríguez Redondo ponga en pantalla una de las grandes escenas de la película: en pleno corso, el antifaz de brillantina tapando sus facciones, Marilyn baila en la calle con total libertad. Es como si el cuerpo de Marcos se hubiera liberado de unas ataduras invisibles, y ahora pudiera moverse y sacudirse de maneras insospechadas. Más tarde, el debut sexual como herida física y emocional. La violencia, inspirada tanto en el deseo reprimido como en el desprecio por aquello que no se conoce y, por lo tanto, se teme. “¿Por qué me hacés esto?”, le preguntará la madre. La respuesta, a pesar de su lógica irrebatible, no ofrecerá un camino de diálogo posible: “No te hice nada”. Apostando por un realismo extremo y un consecuente seguimiento de su protagonista, Marilyn echa mano a las elipsis recurrentes como método de concentración dramática, lo cual ayuda a que el relato sostenga su interés de principio a fin. La gran víctima de ese proceso de destilación –seguramente obtenido durante el montaje– es el personaje de la mejor amiga de Marcos, la única persona que parece conocer sus miedos y anhelos más íntimos: Laura aparece desdibujada, apenas una confidente de ocasión cada vez que ofrece trasladar al protagonista a bordo de su moto. Pero es el notable debut en la pantalla del joven Walter Rodríguez en el difícil papel central –quien nunca termina de adoptar el rol de mártir a pesar de sus más que evidentes cualidades simbólicas– lo que termina por darle su potencia a la película. En su rostro se hace evidente el deseo de ser amado tal y como se es, y su consecuencia inevitable, la frustración ante la incomprensión más absoluta.
Luego de Gilda, el Potro. La segunda pata del díptico (¿o habrá una trilogía?) de la realizadora Lorena Muñoz, dedicado a grandes figuras de la música popular con existencias turbulentas y finales trágicos, se acerca a la vida y obra de Rodrigo Alejandro Bueno a partir de un golazo de casting: el actor Rodrigo Romero, además de homónimo del cuartetero, posee un notable parecido físico, apoyado concienzudamente por maquilladores y estilistas. Pero más allá de las semejanzas superficiales y las mímesis que el género biográfico suele demandar, Muñoz parece dedicar su película al Gatica de Leonardo Favio, no solo por esa secuencia de apertura en ralentí en el Luna Park sino, esencialmente, por su estructura narrativa de esfuerzos, tropezones, ascensos y caídas. El desafío más importante de Muñoz era reconstruir en pantalla una historia, en varios sentidos, más convencional que la de Gilda: en parte, por ser Rodrigo hijo de un productor musical y estar cerca del negocio desde pequeño. Y, en una medida no menor, por tratarse de un hombre. La llegada desde Córdoba Capital a Buenos Aires y los primeros gigs en pequeños bares y boliches, el inicio del romance con Marixa Balli, la tempestuosa relación profesional y personal con su productor y padre putativo (interpretado por Fernán Mirás), el vínculo muy cercano con su madre (Florencia Peña, con peluca asombrosamente noventosa) y la paternidad inesperada son algunas de las líneas centrales del guion coescrito por Muñoz y Tamara Viñes. A diferencia de Gilda, no me arrepiento de este amor, este no es un relato sobre la lucha del héroe contra los elementos, sino contra sí mismo: los fantasmas de la fama, las adicciones, el ego, el coqueteo con los límites. Más allá de las escenas que registran la popularidad de Rodrigo, el de Muñoz es un retrato agridulce sobre una tragedia... ¿anunciada?