Una pareja de jóvenes atraviesa la frontera con Bolivia e ingresa a Argentina. El muchacho, Manuel, se siente realmente mal. Su novia, Martina, lo ayuda como puede a instalarse en un hotel de mala muerte al norte de Salta. Ambos llevan una carga importante de cápsulas de cocaína en el interior de sus cuerpos y sólo ella llegará con vida a la mañana siguiente. Luego del drama Acusada, un vehículo que mostró a Lali Espósito alejada de su rol de figura pop, Sangre blanca empuja a Eva de Dominici a un relato crudo y realista, marcado por la urgencia de la supervivencia y el miedo de la protagonista acorralada a ser condenada por fuerzas que la superan ampliamente. De allí parte un impensado periplo: de mujer en problemas a femme fatale y de regreso al inicio del juego. Un llamado telefónico de urgencia con un pedido de ayuda desesperado llevará hacia el lugar de los hechos a un personaje del pasado más remoto de la protagonista, un hombre mucho mayor que ella con el que no tiene el mejor vínculo, interpretado por Alejandro Awada con habitual circunspección. En su segundo largometraje, la directora y guionista salteña Bárbara Sarasola-Day potencia aún más los elementos de suspenso que podían verse en su ópera prima, Deshora, y los lleva por el sendero del thriller, a mitad de camino entre el relato policial para un público masivo y el retrato de personajes atrapados en su propio laberinto, y sus vínculos familiares. En una hora y media, la película nunca abandona el lado oscuro y ofrece incluso alguna que otra secuencia de sordidez explícita, aunque no todas sus piezas funcionan todo el tiempo, y tiene más de un espacio donde la tensión se disipa, al punto de que parece desaparecer casi por completo.
Ensayo sobre el peso de la ausencia El logotipo de El Calefón Cine en los títulos de apertura anticipa una nueva producción llegada de tierras cordobesas, que de un tiempo a esta parte se han convertido en un polo de creatividad cinematográfica nada desdeñable. El nombre del joven realizador Nadir Medina (nació en 1989), por otro lado, trae el recuerdo de la conflictiva relación entre los integrantes del trío de personajes de su ópera prima, El espacio entre los dos (2012), todos ellos integrantes de una banda de rock. Para su segundo largometraje, Medina también hace uso del número tres como punto de partida del relato, aunque aquí uno de los vértices permanece todo el tiempo en escena a partir, paradójicamente, de su ausencia, de su desaparición física. La primera secuencia de Instrucciones para flotar un muerto echa mano a un recurso onírico: de noche, un hombre joven camina por las calles del centro cordobés con una soga anudada al cuello; en el otro extremo permanece atado un muerto, imposiblemente flotante, imagen poética que anticipa tanto la dureza del duelo como la imposibilidad de quitarse de encima el peso de la memoria. Jesi (Jazmín Stuart) camina los pasillos del aeropuerto antes de encontrarse con Pablo. Ella se fue a España “cuando se armó todo el quilombo” (referencia indirecta a la crisis de 2001) y ahora vuelve de visita por primera vez en mucho tiempo. Uno de sus grandes amigos, Pablo (Santiago San Paulo), se quedó en Córdoba, como también lo hizo Martín, la tercera pata de una pandilla que –una serie de diálogos así lo indica– parecía inseparable. Pablo y Martín, además, fueron pareja hasta la muerte del segundo, hace muy poco tiempo. Muerte inexplicable y nunca explicada: una de las marcas de la película es el trabajo con aquello que no se dice pero se sugiere, se deduce. En una extensa escena durante esa primera noche, Jesi confiesa miedos, angustias e indefiniciones. Los reproches llegarán algunas horas más tarde, como así también el reencuentro con viejas amistades que, paso del tiempo mediante, se asemejan demasiado a un grupo de desconocidos. La melancolía es, también, una de las texturas con las cuales están hechas las formas de los dos protagonistas; una melancolía precoz y, precisamente por eso, más dolorosa. Film pequeño y breve, conscientemente de cámara, felizmente desanclado de la indagación psicológica de manual, la intensidad de ciertos momentos puede sentirse un tanto sobreescrita, como esa innecesaria repetición de la imagen del comienzo luego de una de las instancias más emotivas de la historia: la lectura de un poema que recrea esa misma situación, una bella descripción de las consecuencias que la desaparición de alguien cercano suele imponer. En otros momentos, tal vez los menos potentes en términos dramáticos convencionales, Medina encuentra la forma de transmitir el anhelo de los personajes, un anhelo sin nombre ni forma marcado por algo parecido a una indefinida insatisfacción. Los planos de las habitaciones y pasillos vacíos del departamento, estilizados por un ligero movimiento de cámara y un sonido ambiente expresivo –casi expresionista– también hablan, sin decir una palabra, de ese implacable peso muerto llamado ausencia.
Desigualdades en un thriller político y empresarial Siempre tendremos a Emmanuelle Devos, una actriz capaz de brillar incluso en aquellos momentos en los cuales el guion amaga con desvestir al personaje de ocasión de sus complejidades. Es lo que ocurre en algún momento del más reciente largometraje de la experimentada realizadora y actriz francesa Tonie Marshall (La belleza de Venus), un thriller político y empresarial en el sentido literal de la expresión, concentrado en el detrás de bastidores de una lucha de poder en el ámbito de los negocios del más alto nivel. La número uno también es una película con una agenda contemporánea: la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, en este caso aplicada a los puestos jerárquicos de las compañías más importantes. La palabra CEO es conjurada por los personajes, en particular –siempre con algo de sorna– por el padre de la protagonista, un profesor universitario de filosofía a la vieja usanza que observa con justo orgullo los logros de su exitosa hija al tiempo que no puede evitar ver en ello una suerte de gran contradicción interior. El guión de Marion Doussot y la propia Marshall no es sonso y elige como ámbito de expertise de Emmanuelle Blachey (Devos, desde luego) la producción de energía sustentable –problemática industria farmacéutica–, haciendo de la protagonista un modelo de liderazgo en un ambiente masculino. Y que, además, habla perfecto chino mandarín, rasgo ideal a la hora de hacer negocios con el gigante asiático. No es casual que un grupo de mujeres poderosas, comandado por una veterana luchadora por los derechos femeninos (Francine Bergé) termine eligiéndola posible candidata para un puesto que pronto estará vacante: la dirección de una empresa de distribución de agua potable, una de las compañías más importantes de Francia, manejada en parte por el estado. El agua es también el medio catalizador de una tragedia personal del pasado remoto, trauma de origen al cual el relato volverá en más de una oportunidad. Podrá pensarse que el villano de la historia es un tal Beaumel (Richard Berry), un prestidigitador y monje negro acostumbrado a mover los hilos del poder, pero en el fondo el mayor enemigo de Emmanuelle no es otro que el mismo sistema. Arriesgarse y pegar el salto o quedarse en el molde, se pregunta la protagonista, consciente de los enormes riesgos laborales, personales y familiares que trae aparejada la primera de las opciones. La número uno hace de ese intríngulis el principal polo de atracción narrativo, sumando enfrentamientos públicos y privados, revelaciones de corrupción y alguna muerte inesperada, todo ello de manera metódica y regular. Al mismo tiempo que la trama se espesa, el “tema” pierde un poco de fuerza y cualquier disquisición sobre la lucha feminista se ve superada en interés por los resortes del suspenso, una partida de ajedrez con movimientos de piezas algo previsibles.
Inevitablemente, para una parte de la prensa será "la película de la hija de Macri y la hija de Spinetta". Pero más allá de ese mote automático Soledad tiene en oferta otros nombres de fuste. Basada libremente en el libro Amor y anarquía, de Martín Caparrós, el film narra en términos estrictamente ficcionales la historia real de María Soledad Rosas, una joven argentina de clase media que, a fines de los años 90, devino anarquista y okupa profesional durante unas vacaciones europeas con destino final en Turín. Hablada en gran medida, como corresponde, en idioma italiano,Soledad se apoya en una estructura narrativa clásica: descubrimiento, apasionamiento, dubitación, dolor y entrega. Luego del suicidio de la joven durante un arresto domiciliario, el caso real se transformó en escándalo: los fiscales y jueces condenaron a tres jóvenes, entre ellos a Rosas, por atentados terroristas con los cuales nada tenían que ver. El guion de Macri y Paolo Logli utiliza ese dato de la realidad para transfigurar a la protagonista en personaje de película, más grande que la vida. Más allá de algunos derrapes en la cadencia y armonía del relato y de los excesos dramáticos de los últimos tramos, Soledad logra transmitir algo del idealismo/romanticismo propio de ciertas edades y su choque frontal con las estructuras de un mundo que se niega enfáticamente a cambiar. En su primer papel protagónico, Vera Spinetta interpreta a la heroína con apropiada intensidad y su cabeza rapada la enlaza con otros famosos calvarios de la historia del cine.
El rostro de la vergüenza comunitaria Son muchos los temas que atraviesan 1945 y todos son de un peso ético y moral enorme: el egoísmo, la delación, el miedo, el silencio. Pero quizás el más relevante, el que sobrevuela a todos los responsables o testigos de la detención de sus compatriotas, es el de la culpa. 1945 puede ser entendida y descripta de muchas maneras, excepto como una película huérfana, no sólo por su fuerte ligazón con el pasado histórico de Hungría, sacudido durante el siglo XX por dos grandes guerras y varios conflictos internos y externos de envergadura, sino por su cualidad de fresco cinematográfico, elemento que la emparenta con otros nombres y títulos en la historia del cine húngaro. Pero a diferencia de las obras más reconocidas de autores como Miklós Jancsó –quizás el gran cronista cinematográfico de los cambios políticos y sociales de su país– la aproximación del realizador Ferenc Török a un período concreto y particular no adquiere los tintes de la reflexión alegórica y opta, en cambio, por una aproximación extremadamente realista. Una de las principales apoyaturas formales de la película, su cualidad fotográfica, forma parte de una extensa estirpe en el cine de los países de Europa del Este: los encuadres y movimientos de cámara, preciosistas y de una enorme plasticidad, se unen a un blanco y negro contrastado para referir no sólo a una idea de pasado en un sentido estricto sino, esencialmente, a una escuela, a una tradición estética. Lejos de Budapest, el pequeño pueblo en el cual transcurre la historia, algunos meses después del fin de la Segunda Guerra, está marcado por la figura rectora del notario del Ayuntamiento, el señor Szentes, a quien todos parecen responder y cuyo comportamiento se asemeja al del patrón de estancia. El único día en la ficción retratado por la película no es idéntico a cualquier otro y dos hechos de relevancia se producirán al mismo tiempo. Por un lado, el hijo de Szentes se casa y el pueblo en su totalidad se prepara para la fiesta, aunque más de una mirada en los campos de cultivo anticipe las grietas personales y sociales que no tardarán en mostrarse sin tapujos. Por el otro, el regreso inesperado de dos hombres –un padre y su hijo–, ambos judíos ortodoxos, cargados de un par de misteriosos baúles y una misión por completo desconocida, circunstancia que enciende las alarmas de una parte de la comunidad. Empezando por el propio Szentes, cuya próspera farmacia frente a la plaza central –como tantos otros inmuebles de la región– oculta un pasado recientes de denuncias, desapariciones y apropiaciones. Son muchos los temas que atraviesan 1945 y todos ellos son de un peso ético y moral enorme: el egoísmo, la delación, el miedo, el silencio. Pero quizás el más relevante, el que sobrevuela a todos los personajes, responsables o testigos de la detención de sus compatriotas, es el de la culpa. Y a todos les llegará, tarde o temprano, de manera intempestiva y arrolladora o como un aguijón punzante que, al comienzo, logra pasar desapercibido. La presencia en el pueblo de un puñado de soldados rusos y ciertas discusiones sobre la propiedad privada anticipan la inminencia de una posibilidad, que la táctica del salami del Partido de los Trabajadores (representado aquí por un campesino de fisonomía y actitudes definidamente bolcheviques) terminaría transformando pocos años más tarde en una realidad. Pero esa, desde luego, es otra historia. La construcción cinematográfica de ese sentimiento grupal ligado al pasado reciente es la mayor virtud del film de Török, cuyos ajustados 90 minutos de metraje (la trama esté basada en un cuento breve del coguionista, Gábor T. Szántó) son utilizados sin desvíos para conjugar la idea de relato coral, con sus múltiples personajes y subtramas específicas que, inevitablemente, terminan dirigiéndose hacia una confluencia final. No todos los detalles o especificidades de los personajes poseen la misma fuerza o cualidad de verdad, pero el retrato en su conjunto nunca deja de mirar a los ojos el rostro de la vergüenza comunitaria y señalar algunas de sus consecuencias directas e indirectas.
El nuevo largometraje de Gonzalo Tobal, luego de seis años de espera desde el estreno de su ópera prima,Villegas, es un paso decidido en el terreno del cine con ansias masivas y populares: Acusada intenta llegar a la audiencia más amplia posible con la historia de Dolores ( Lali Espósito ), presunta asesina de su mejor amiga. La película concentra su atención con vehemencia en la vida cotidiana de los personajes centrales, al tiempo que se preparan para la inminencia del gran evento de sus vidas: el juicio por homicidio, que parece estar presente noche y día en los medios de comunicación. No se trata aquí, como en una novela de misterio de Agatha Christie, de saber quién lo hizo, sino de intentar dilucidar si Dolores es o no la responsable del sangriento hecho, aunque ese procedimiento nunca termina de funcionar como herramienta generadora de suspenso. Tanto la madre de Dolores (Inés Estévez) como su padre (Leonardo Sbaraglia) –en particular este último– han creado un mundo cerrado sobre sí mismo dentro de las paredes de la casa familiar, un universo de actividades intramuros, una conexión a Internet rigurosamente vigilada conexión a Internet, y con visitas y amistades filtradas por toda clase de procedimientos. En una de las primeras escenas, Dolores se prepara –ayudada por un batallón de maquilladores y estilistas– para una importante entrevista con el periodista de una popular revista. Lo más importante es dar una buena impresión ante el juez y, sobre todo, ante la opinión pública, piensa el padre. Lo mismo opina el abogado defensor. Espósito, alejada aquí de su imagen de estrella pop, entrega una actuación muy convincente en líneas generales: por momentos, parece una criatura extremadamente frágil; en otras instancias, aparecen los rasgos clásicos de una persona manipuladora y mentirosa. En una de las mejores escenas del film, esas dos caras de la misma moneda se cruzan y alternan en cuestión de segundos mientras un famoso entrevistador televisivo la interroga sin miramientos (Gael García Bernal en una breve aparición, casi un cameo). Son las escenas del juicio –de las cuales hay muchas– las que nunca terminan de funcionar, un ejemplar poco excitante de un ilustre género cinematográfico. El trabajo de fotografía de Fernando Lockett es, fiel a su costumbre, notable, aunque la suma de imágenes y sonidos de Acusadatermina resultando demasiado lustrosa y profesional: los prolijos planos cenitales y el constante uso del plano/contraplano redondean una estructura visual extremadamente convencional. Lo más relevante, sin embargo, es la relación entre Dolores y sus hombres (el padre, el abogado, el juez, el nuevo novio), aunque la metáfora recurrente de un puma suelto, trepando por los techos del barrio, no resulta particularmente sutil o pertinente.
Una mujer eclipsada Eternamente postergada, la mujer de un escritor termina con su matrimonio después de que su marido gana el Nobel. Los momentos de catarsis son los más intensos, pero también los menos interesantes. En los tiempos que corren, la expresión “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer” figura bien alto en la lista de incorrecciones políticas del lenguaje. Es posible que con justa razón. Pero en La esposa, el debut en idioma inglés del realizador sueco Björn Runge –cuya historia transcurre en 1992, mucho antes del #TimesUp y de la prohibición de fumar en lugares cerrados–, la famosa frase adopta una literalidad insobornable. Basada en la novela del mismo título de la neoyorquina Meg Wolitzer, la historia comienza con un llamado telefónico que pone en movimiento la trama, y trastoca definitivamente los días y noches del celebérrimo escritor estadounidense Joe Castleman (Jonathan Pryce) y su esposa Joan (Glenn Close). La voz desde el otro lado, en un inglés con acento nórdico, viaja desde Estocolmo con buenas nuevas: la carrera de Castleman tiene su broche dorado con el anuncio del máximo galardón, el premio Nobel. La noche anterior, la búsqueda de sexo parecía un trámite a sobrellevar sobre el lecho matrimonial (al menos, para Joan); ahora, la noticia los hace saltar de alegría sobre el colchón, como si fueran dos chicos. Viaje en el Concorde mediante, el arribo a Suecia obliga a la pareja y a su hijo –acompañante de ocasión, con un gigantesco complejo de inferioridad ante su padre– a transitar obligaciones protocolares que el homenajeado parece disfrutar sin reservas. El ego y la falsa modestia, ante todo. Durante esos primeros tramos, la película logra un equilibrio deseable entre la descripción dramática de situaciones y vínculos, y un tono de humor asordinado que aleja posibles gravedades. La aparición en pleno vuelo de un periodista y escritor especializado en biografías amarillistas (Christian Slater en plan mefistofélico) anticipa sin dar pistas el punto de quiebre de aquello que no tardará en sobrevenir: el resquebrajamiento repentino e insuperable de ese matrimonio que parecía a prueba de balas. Con cuentagotas, una serie de flashbacks irá revelando el comienzo de la atracción y el amor entre los protagonistas, en unos años ‘50 profesionalmente vedados para la mayoría de las mujeres con anhelos de convertirse en escritoras. Dato de color: la versión joven de Joan está interpretada, en un atípico caso de reencarnación actoral y familiar, por Annie Starke, la hija de Glenn Close en la vida real. A partir de allí, La esposa se transforma en el retrato de una mujer eclipsada por el hombre que tiene a su lado, una dama de compañía, amante y madre preocupada por la calidad de las formas literarias de la producción de un gran escritor que, casualmente, es su marido. Habrá incluso una vuelta de tuerca, un cambio radical en la forma en la cual varias décadas de vida y obra deben ser analizadas. Serán los momentos más intensos pero, al mismo tiempo, los menos interesantes: la catarsis se interpone en las pequeñas sutilezas que habían sabido conseguirse. El de Runge es un film de actores y actrices, y tanto Pryce –en su rol de hombre mayor siempre dispuesto al coqueteo y el donjuanismo, ingeniosamente frágil cuando las circunstancias lo requieren– como Close, ama y señora de toda clase de finuras en miradas, gestos y reacciones físicas, elevan la historia varios puntos por encima de su medianía. Si La esposa debe ser vista como una fábula moral, un relato de venganza inconsciente o una farsa de tonos pastel queda a criterio de cada espectador.
No hay ley más universal que la que afirma que en pueblo chico el infierno es grande. Y algo parecido a una pesadilla es lo que debe atravesar Laura ( Penélope Cruz ) luego de regresar temporalmente a su terruño, una pequeña ciudad española en la que todo el mundo se conoce. Y en la cual, como bien reza el título, todos parecen saber eso que debería ser considerado un secreto. El debut del cada vez más cosmopolita realizador iraní Asghar Farhadi ( La separación, El viajante) en idioma español lo encuentra surcando las aguas del melodrama familiar y el thriller, aunque se trata de meras herramientas para una vivisección de los intereses afectivos y económicos que atraviesan a una familia por demás extendida. La primera hora de Todos lo saben promete y, en cierta medida, cumple. Al menos en términos de tensión narrativa. Laura viaja desde Argentina sin su marido (Ricardo Darín ) pero acompañada por sus dos hijos, y el reencuentro con padres, hermana (quien está a punto de casarse), sobrinos y amistades anticipa días felices. Pero la alegre fiesta de casamiento deviene en una crisis: la hija adolescente de Laura es secuestrada y el rescate asciende a varios cientos de miles de euros. A partir de ese momento, la olla comienza a mostrar signos de presión y no pasará demasiado tiempo hasta sea destapada, revelando amoríos del pasado, conflictos intrafamiliares y enfrentamientos con otros clanes. Javier Bardem encarna al dueño de unos viñedos y la actriz española Bárbara Lennie a su pareja; en más de una ocasión, este último personaje funciona como los ojos del espectador, descubriendo junto a ella los nuevos detalles de una trama cada vez más espesa. En algún momento de ese derrotero Farhadi deja de hacer pie y reemplaza las libertades narrativas por una estructura de causas y efectos rígida, un mensaje de orden moral apuntalado por una gravedad autoimpuesta. A pesar de su prominencia en los afiches publicitarios locales, Darín interpreta un papel secundario; el personaje está escrito de manera esquemática y su ex adicción al alcohol reconvertida en devoción religiosa roza por momentos la parodia involuntaria.
El duelo en búsqueda de la reinvención La realizadora pone el foco en el proceso de adaptación de una mujer tras una muerte cercana; notable trabajo de Lorena Vega. El año del León podría describirse superficialmente como una película sobre el duelo. Es que, en gran medida, la ópera prima de Mercedes Laborde gira alrededor de las consecuencias personales (en particular las afectivas, pero también de otras índoles: legales, económicas, del círculo social) provocadas por una pérdida reciente. León falleció, por causas que nunca son explicitadas, y Flavia recorre los difíciles días y no mucho más amables noches con el pesar a flor de piel, aunque con una imprescindible resistencia a dejarse vencer por la angustia o la entrega al vacío. Interpretada con potente delicadeza por Lorena Vega, una actriz usualmente relegada a roles secundarios, la protagonista atraviesa las instancias más cotidianas como si estuviera descubriendo un mundo nuevo y doloroso. “Te tenés que mudar. Esto no tiene sentido”, le aconseja su mejor amiga, sabedora de los recuerdos que la casa esconde en sus recovecos. En su trabajo en la universidad las cosas siguen casi como si nada hubiera ocurrido: las clases, el trabajo de laboratorio, los almuerzos en el comedor. El año del León es también una película sobre los vínculos entre aquellos que todavía se sienten cercanos, a pesar de la extinción de ese pilar central que los unía. La hija de León –que transita esa difícil etapa entre la infancia y la adolescencia–, con quien Flavia solía compartir tiempo y espacio como una consecuencia indirecta, se enfrenta a la necesidad de continuar esa relación, aunque ahora con relieves inevitablemente diferentes a los del pasado. No ayuda la poco amable comunicación entre Flavia y la mamá de la joven, “la ex” de León. El guión de Laborde va descubriendo esa particular vinculación triangular de a poco, describiendo las formas de la superficie, sin forzar la exposición de su verdadera naturaleza desde un primer momento. Un poco como el resto de la película, que irá revelando otras ansias de la protagonista (la sexual, la de querer recomenzar a pesar de los tropiezos, el cada vez más ostensible deseo de la maternidad) a medida que el verano le cede el lugar al invierno. Las elipsis narrativas marcan, de alguna manera, los capítulos de ese recomienzo emocional. El año del León es, en última instancia, una película sobre tres mujeres cuya vida ha comenzado a estar marcada, en mayor o en menor medida, por una ausencia. En sus mejores momentos, cuando se concentra en el personaje central, Laborde da en la tecla justa: un arranque de ira que difícilmente hubiera ocurrido en otras circunstancia; la descripción de una actitud maternal que se sabe correcta, quizás porque no se corresponde con un rol real; el gesto decidido y al mismo tiempo resignado ante la posibilidad de un nuevo amor puramente físico. La realizadora evita las estridencias, aunque por momentos intercepte esa baja intensidad con caracterizaciones secundarias un tanto insustanciales. Más allá de esas excepciones –algunas miradas y diálogos demasiado intensos–, la cámara evita los primeros planos y prefiere contemplar a Flavia en su entorno, al mismo tiempo encuadre, hábitat y marco para su reinvención como mujer.
En las amplias habitaciones de una casona de campo, cuyo nombre es también el título de la última película de Pablo Trapero , se ocultan unas cuantas cosas. En principio, una pila de secretos del pasado (familiares, pero también de otras índoles) que empiezan a subir a la superficie luego de la internación del patriarca y el regreso desde Francia de una de sus dos hijas. Martina Gusmán y Bérénice Bejo son las encargadas de darles vida a Mía y Eugenia, dos hermanas unidas hasta el punto de la simbiosis. Lentamente, el reencuentro comienza a generar un tembladeral, que el film metaforiza sin miedo al ridículo con unos breves cortes de luz algo sobrenaturales. En la cabecera de la mesa se sienta la patrona, una Graciela Borges con guiños a otros roles de su carrera, a veces con una copa de vino tinto en sus manos, aunque esta vez sin hielitos. El deseo sexual como chispa de encendido de los motores, la idealización de un tiempo pretérito que tal vez nunca fue perfecto y la posibilidad de que los cambios sean más drásticos de lo esperado se entrelazan en este Trapero cosecha 2018, que bien puede ser definido como un melodrama sobre endogamias familiares y sociales.