"Sublime": relato de crecimiento y salida del closet. Juventud, divino tesoro. Aunque, como cualquier padre o madre de adolescentes sabe, la etapa previa al ingreso a la adultez suele tener sus complicaciones. En Sublime, primer paso como realizador de Mariano Biasin luego de una importante carrera como asistente de dirección, otra frase popular le va como anillo al dedo al protagonista: “La procesión va por dentro”. Manuel, un chico de 16 años, pasa los días ensayando con su bandita de rock, cumpliendo las obligaciones escolares y acercando el bochín hacia un primer encuentro sexual con su amigovia. Pero hay algo que parece estar carcomiéndolo, una angustia que no logra verbalizar ante nadie y que incluso reprime para sí mismo. Sólo en sueños logra acercarse a las emociones y deseos que en la vigilia protege bajo varias llaves. Manuel (el actor Martín Miller, otra primera vez en la película) está enamorado de Felipe, su amigo de toda la vida, desde que eran muy pequeños, como consigna el breve prólogo que presenta a varios de los personajes de la historia. Sublime sería una película muy distinta si transcurriera en una gran urbe como Buenos Aires, y Biasin aprovecha el contexto de una ciudad balnearia fuera de temporada para purgar el relato de crueldades. No hay aquí acosos escolares ni demostraciones de homofobia, ni siquiera un marco de agobio externo al propio Manu, cuyos miedos parecen estar más relacionados con el contexto social y cultural en el cual creció. Sus padres suelen discutir e incluso algunas noches duermen en camas separadas, pero resulta claro que el clima familiar siempre fue equilibrado, respetuoso y lleno de cariño (Javier Drolas interpreta al padre, luthier de profesión, hombre comprensivo y siempre presente). Pero el muchacho no puede impedir que los cambios de humor, los enojos y las encerronas en el cuarto pauten su existencia. Afuera, cuando junto a Felipe componen una canción o simplemente disfrutan del tiempo libre, los silencios cada vez más marcados de Manu señalan una incomodidad que poco tiempo antes era desconocida. Es necesario utilizar un par de precisos términos del habla inglesa: Sublime es al mismo tiempo un coming-of-age y un coming out, es decir, un relato de crecimiento tradicional en el cual un closet firmemente cerrado comienza tímidamente a abrirse al exterior. El realizador obtiene del joven reparto performances naturalistas –aunque claramente signadas por un guion clásico en su estructura y recorrido– que en gran medida resultan creíbles y frescas. El otro aspecto destacable, y nada menor en la trama y la forma del film, es la música: la fiesta de cumpleaños de uno de los miembros del cuarteto, un pequeño evento con recital incluido, es la excusa para que la trama incluya varias escenas de ensayos previos. Compuestas por Emilio Cervini, las canciones beben del post punk más melódico, no tanto compañía como complemento esencial de la historia. Presentado a comienzos de este año en la Berlinale y hace apenas unos días en el Festival de Mar del Plata, el de Biasin en un intento, en gran medida logrado, de acercar a un público amplio un territorio (un género, incluso) que en nuestro país no suele salir de los círculos más internos del cine independiente.
"El menú", comedia negra de usos y costumbres En esta película, lo importante no es tanto la comida como el plan secreto del maestro de ceremonias. Casualidad, tendencia o moda, durante los últimos meses la producción audiovisual (cine + series) disfrutó de una pequeña explosión del subgénero “historias de cocina”, relatos que transcurren en gran medida entre ollas, sartenes y hornos, destacándose sin mayor esfuerzo El oso, retrato de un pequeño restaurante al paso de Chicago, y El chef, sobre las tribulaciones de un cocinero de alto nivel en un exclusivo restó de Londres. El menú es otra cosa, bien alejada del registro realista de la serie creada por Christopher Storer y la película de Philip Barantini, aunque aquí también los puntos de ebullición y tiempos de cocción tienen una presencia central en la trama. En el film de Mark Mylod, experimentado realizador de series (dirigió más de una docena de capítulos de Succession y varios de la saga Game of Thrones), un grupo de doce comensales se dispone a pasar una velada en el exclusivo local del chef Slowik (misterioso, eventualmente siniestro Ralph Fiennes). Para llegar al sitio y disfrutar de la experiencia culinaria es necesario moverse en barco a un paraje aislado; esa insularidad va de la mano de la excentricidad a la hora de recibir a los invitados, que no hará más que ir in crescendo. Es claro que el punto de vista de todo lo que podrá verse, oírse y paladearse recaerá en Margot (Anya Taylor-Joy), de quien al comienzo se sabe poco y nada, más allá de que es la acompañante de un joven foodie con ínfulas. El resto del contingente forma parte del universo de los ricos y famosos: empresarios, actores, una crítica culinaria, millonarios de raza. Luego de las presentaciones, la mesa comienza a servirse, y el primero de los platos del menú por pasos es presentado por su creador en tono solemne y bajo el riguroso manto de silencio del resto de los empleados y clientes. El menú es una de esas películas sobre las cuales no conviene adelantar demasiado, pero es necesario advertir que, muy rápidamente, la extrañeza de ciertas señales termina por tomar el control de la trama. Lo importante no es tanto la comida –que incluye una degustación de algas y otros vegetales sobre base de piedra marina y una selección de dips sin pan para remojar– como el plan secreto del maestro de ceremonias. El principal problema del guion escrito por Seth Reiss y Will Tracy descansa en la dificultad de sostener el suspenso una vez que la verdad de la milanesa comienza a resultar tan diáfana como los amplios ventanales del salón de recepción. Hitchock llevó a un grado máximo de depuración la idea de un grupo reducido de personas encerradas en un único lugar en Ocho a la deriva. El menú, comedia negra de usos y costumbres, forma parte de ese linaje, aunque en cierto momento la tensión le cede el espacio a un cliché recurrente: los poderosos siempre mantienen sus trapitos escondidos del sol, que suelen ponerse a la intemperie en situaciones extremas. A pesar del lugar común, Mylod logra meter algún que otro bocadillo sorpresivo (los platos son cada vez más sofisticados, aunque no en el sentido esperado, llegando a niveles de abstracción impensados) y la británico-estadounidense más argentina del mundo, Anya Taylor-Joy, vuelve a demostrar que es capaz de bancarse sobre los hombros cualquier personaje que le pongan encima.
"Zoofobia": esto no es un orangután. La película es un minucioso registro del ascenso, esplendor, caída y decadencia del zoológico como concepto victoriano. de El Crazy Che), presentado en la última edición del Bafici, generan la impresión de que todo lo que vendrá se fijará como meta la iluminación del espectador por vía del panfleto, pero rápidamente la complejidad de los temas y el contrapunto de las opiniones dejan de lado por completo esa posibilidad. sonrisa irónica: el mandamás de Medicorp Argentina y su blonda esposa, involucrados en su momento en la donación del dinero necesario para traer desde Alemania a una pareja de osos. Es un momento “bizarro”, según la expresión repetida varias veces por un experto en comportamiento animal, pero grafica a la perfección el costado circense inherente a todo zoológico que sigue el modelo decimonónico de “colección de animales salvajes”. Sin bajar línea, poniendo sobre la mesa toda la baraja de conceptos y opiniones, Zoofobia permite reflexionar y sacar conclusiones. O, al menos, tener algunos elementos más antes de hablar por boca de ganso y quedar como la mona.
"La señora Harris va a París": un cuento de hadas. “Los sueños, sueños son, pero aquí se hacen realidad”, decía Berugo Carámbula en su programa de concursos Atrévase a soñar, el de “Alcoyana-Alcoyana”, marca registrada generacional si las hay. Los cuatro guionistas de La señora Harris va a París, adaptadores de la novela del prolífico escritor estadounidense Paul Gallico (el mismo de La aventura del Poseidón), pueden afirmar orgullosamente lo mismo, aunque aquí la modesta marca de sábanas y cubrecamas debe reemplazarse por la alta costura con diseño de Christian Dior. El film de Anthony Fabian tiene una virtud: la participación de Lesley Manville –eterno rostro del cine de Mike Leigh, de Secretos y mentiras a Mr. Turner, además de la princesa Margaret en The Crown– en el rol titular de Ada Harris, una viuda en la Londres de 1957 que se entera fehacientemente de la muerte de su esposo trece años después de los hechos. Empleada de limpieza en hogares de diversa extracción social, los de arriba y los de un poco más abajo, la señora Harris es una auténtica soñadora a quien la vida siempre trató con respeto pero escasa fortuna. Eso cambia radicalmente cuando la visión de un despampanante vestido de noche diseñado por Dior la empuja a una misión de ejecución harto difícil: juntar el dinero suficiente para viajar a París, visitar la famosa maison y adquirir en libras contantes y sonantes algún trajecito del célebre diseñador. ¿Imposible? Nada es imposible en los cuentos de hadas y La señora Harris va a París lo es, en más de un sentido. El universo de colores vibrantes en pantalla ancha que describe la película va de la mano de una sociedad británica (recordar, 1957) notablemente integrada en términos raciales. Y la racha de buena suerte en general –en el amor, ya se verá– que llueve sobre la protagonista parece pergeñada por un hada madrina bondadosa, de esas que creen en las segundas y hasta las terceras oportunidades en la vida. Poco importa que al llegar a la capital francesa Ada se tope con una huelga de recolectores de residuos que hace que los alrededores de la Torre Eiffel no huelan precisamente a rosas. Lo importante son los vestidos, que la cámara registra con delectación una vez que la heroína logra atravesar un par de desafíos (entre ellos, la ligera villanía del personaje interpretado por Isabelle Huppert, suerte de carcelera del universo Dior). Ligero, ingenuo, no apto para espectadores propensos a revolcarse en la ironía, el film de Fabian describe la travesía de la señora Harris como si se tratara de una sucesión de pruebas donde la simpatía y la honestidad van ganándole la mano a cualquier corriente de agresividad y cinismo que pueda cruzarse en el camino. La virtud de Manville radica precisamente en su capacidad de equilibrar con algo parecido a la humanidad el exceso de azúcar refinado de las imágenes: más allá del candor y la superficialidad de todo lo que ocurre, es ella quien logra suspender la incredulidad al punto de hacer del viaje emocional algo, sino del todo potable, al menos tolerable.
"El suplente": el camino del héroe. De corte neoclásico, la nueva película del realizador de "Refugiado" se interna, a través de un profesor porteño, en los conflictos de un grupo de alumnos de un secundario del conurbano. Ingresar y experimentar un mundo que se desconoce, con sus reglas y códigos particulares, es un clásico de la narración oral, escrita y filmada. El cine ha sabido aprovechar ese arco narrativo en infinidad de ocasiones, con intencionalidades y resultados diversos. El nuevo largometraje de Diego Lerman, que participó de la competencia oficial del Festival de San Sebastián hace apenas algunas semanas, forma parte de ese universo audiovisual gigantesco, aunque las características de la trama lo encierran en un conjunto más acotado: el de aquellas películas que entienden los desafíos de un maestro o profesor como si se tratara de un viaje iniciático. Un ida y vuelta en el cual el adulto a cargo de la enseñanza de un grupo de alumnos termina aprendiendo algo, bastante e incluso mucho de ellos. Desde luego, El suplente no es una reversión de Semilla de maldad o alguno de sus derivados, aunque la influencia de un film como Entre los muros resulta evidente, más allá de las diferencias culturales entre la escuela francesa del film de Laurent Cantet y el secundario de Dock Sud donde transcurre parte de la historia. Con gran capacidad expresiva, aunque casi siempre contenido, Juan Minujín se transforma en Lucio, un docente universitario con alguna novela publicada en el pasado que, por razones no explicitadas –aunque se adivina una necesidad económica–, acepta un cargo como profesor suplente de literatura en una escuela de un barrio de bajos recursos. El alumnado adolescente lo recibe como suele ocurrir en esos casos: abulia, hastío, abuso de teléfonos celulares, alguna burla solapada. Uno de los chicos incluso se pasa las clases durmiendo, aunque, como explica una compañera, eso se debe a que trabaja por las noches. Separado de su pareja, con quien tiene una hija a punto de ingresar en la secundaria (Renata Lerman, hija del realizador, ganadora del premio a la mejor actuación de reparto en el festival donostiarra), la vida de Lucio tal y como es presentada parece atravesar un período de estancamiento. Ni siquiera las visitas a su padre, a quien todos llaman “el chileno” (el chileno, por supuesto, Alfredo Castro), un hombre dedicado a sostener un comedero barrial, parecen sacudir su actitud un tanto resignada. “¿Leíste el Facundo? Bueno, bienvenido a la barbarie”, le dice una de las nuevas colegas en la sala de profesores. Pero cuando las clases parecen congeladas en las lecturas “de taquito” y los ejercicios de escritura de rigor se produce el ingreso de gendarmes en la escuela: la venta de drogas en los pasillos y baños ha llegado a ese punto de descontrol. De un tiempo a esta parte, y dejando de lado sus primeros esfuerzos en películas como Tan de repente, Diego Lerman ha construido un estilo enraizado en el naturalismo social, evidente en relatos como los de La mirada invisible, Una especie de familia y Refugiado. El suplente no es la excepción y el seguimiento del protagonista con una cámara bien cercana, más el uso notable de las locaciones, le aportan al film un aire definidamente realista que, desde luego –aunque nunca esté de más la aclaración–, no es otra cosa que una construcción cinematográfica. De corte neoclásico, el camino del héroe incluye la relación cercana con uno de los alumnos, quien a pesar de las dificultades del entorno demuestra tener potencial y humanidad, y el enfrentamiento indirecto con un narco de la zona cuyas aspiraciones políticas amenazan con destruir los cimientos de la pequeña comunidad. El guion de Lerman, María Meira y Luciana de Mello parece por momentos deslizarse hacia el terreno del voluntarismo, pero es lo suficientemente inteligente como para no caer en esa trampa, gracias a la circulación constante de subtramas y a la interacción de Lucio con los personajes secundarios: una hija en estado de rebeldía, un padre enfermo, una alumna con capacidades y disposición para los estudios terciarios frenada por las circunstancias. El suplente perfectamente podría haberse llamado “El futuro”.
"66 preguntas a la luna": la posibilidad de la reconciliación La opera prima de Lentzou, presentada el año pasado en la Berlinale, es de esas películas que llevan al espectador a acercarse a los personajes haciéndose preguntas. costumbrista e incluso grotesco. Son caricaturas con algo de obsceno: mientras la sobrinita dispara una horrible versión de una melodía clásica en su flauta dulce, los adultos conversan socarronamente sobre una aspirante a cuidadora de origen extranjero que poco y nada entiende de griego. indirecto. 66 preguntas a la luna le pide al espectador paciencia, y esta se ve finalmente recompensada durante el último tercio de relato; es entonces cuando las piezas de la historia comienzan a encastrar. Lentzou no es nada cruel y el final de su primer largometraje logra emocionar más allá de (o precisamente por) la frialdad de todo aquello que lo antecede. Al fin y al cabo, esta película sobre “el ritmo, el movimiento y el amor (y su ausencia)”, como reza el subtítulo, es también una película sobre la posibilidad de la reconciliación.
"Ennio", la música como invitación. En un documental de formato clásico, la figura del maestro Morricone se sintetiza de un modo que, inevitablemente, lleva al deseo de volver a ver varios títulos históricos. profesional con el célebre compositor y director de orquesta comenzó con la exitosa Cinema Paradiso, opta por la transparencia de los datos duros, las anécdotas y la celebración. Pat Metheny, Clint Eastwood, Quincy Jones, Dario Argento, Bernardo Bertolucci, Quentin Tarantino, John Williams, Wong Kar-wai. Apenas algunos de los nombres que participan del proyecto con recuerdos personales y apreciaciones musicales. Pero todo comienza con Ennio, haciendo un poco de ejercicio físico en su piso romano antes de sentarse frente a la cámara de Tornatore. ¿Por dónde comenzar? Por el comienzo, con el niño Morricone aprendiendo a tocar la trompeta junto a su padre músico de jazz; y un poco después, cuando ingresó a la prestigiosa Academia Nacional de Santa Cecilia a estudiar composición musical bajo el tutelaje de Goffredo Petrassi. El hecho de que Morricone abandonara en gran medida la música “seria” por las bandas de sonido cinematográficas –territorio en el cual rápidamente se transformaría en uno de los nombres más solicitados de la industria– atraviesa los 156 minutos de metraje y ofrece indirectamente un ejemplo de la eterna dicotomía entre el arte alto y el bajo. Cerca del final, el protagonista admite que le llevó décadas aceptar su lugar en la historia de la música y olvidar lo que durante bastante tiempo consideró como una suerte de parricidio, de la mano de un pulsante complejo de inferioridad. De sus primeros esfuerzos como arreglista en la discográfica RCA a los inicios como compositor para la pantalla grande. Y el salto cualitativo y de popularidad con la banda sonora de Por un puñado de dólares, de Sergio Leone, ejemplo de esa originalidad y excentricidad sonora que lo seguiría acompañando en una parte importante de su obra. Proteico y singular, otras zonas creativas correrían por carriles más sinfónicos, por un lado, y experimentales por el otro, como lo demuestran sus primeros trabajos junto a cineastas como Elio Petri, Dario Argento y Bertolucci (verbigracia: las composiciones para I pugni in tasca). La gran pregunta que se hace el espectador, y también varios de los participantes del documental, gira alrededor de la cuestión de si muchas de esas películas –de Érase una vez en el Oeste a Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha; de Cinema Paradiso a La misión– serían las mismas sin sus aportes musicales. La respuesta no sorprenderá a nadie con algo de sentido común. Además de ser un festín para los oídos y ofrecer una gran cantidad de información general y particular, Ennio, el maestro tiene otra virtud elocuente: abrir de inmediato el apetito cinéfilo. Es imposible salir de la sala sin el deseo irrefrenable de querer (re)ver todas las películas visitadas.
"Vikinga", los cuerpos que recuerdan El documental pone el foco en Patricia Stokoe, bailarina y coreógrafa que introdujo en la currícula nacional el concepto de Expresión Corporal. “Un reencuentro casi fortuito con Déborah Kalmar, compañera de mis años de formación con su madre Patricia Stokoe, me convocó a pisar el territorio de la memoria: el estudio de danza de la calle Monroe, en Buenos Aires, tan cerca de mi casa paterna”. Así describe Silvina Szperling, bailarina, realizadora y pionera local en el terreno de la videodanza, el origen de su último proyecto documental, el primero en varios años. Si en Reflejo Narcisa (2014) se zambullía en la vida creativa y personal de la cineasta experimental Narcisa Hirsch –artista solitaria, resistente y abre-caminos–, en Vikinga la mirada (que es observación y también recuperación del pasado) se posa sobre otra figura precursora. Con sus investigaciones sobre la danza y la publicación de una serie de libros en los años 70, Patricia Stokoe logró que un concepto nada abstracto, bautizado de una vez y para siempre como Expresión Corporal, fuera admitido como parte de la curricula educativa a nivel nacional. Szperling fue su estudiante durante la infancia y adolescencia y eventualmente formó parte del Grupo Aluminé, fundado por Stokoe. Con todo ese material, Szperling construye un tapiz conscientemente incompleto. Vikinga no es un racconto enciclopédico sino un homenaje vital que va deslizándose cada vez más hacia el terreno de la subjetividad. Cuando la directora viaja a la Patagonia junto a un par de mujeres que pusieron el cuerpo en movimiento en aquel estudio del barrio de Belgrano, la película parece abandonarse a una arbitrariedad innecesaria, pero cuando aparece en pantalla la tumba de Stokoe, emplazada en el cementerio de Bariloche, de pronto todo cobra sentido. No se trata de erigir un bronce sino de recobrar aquello que la persona que ya no está ha instilado en los cuerpos y la memoria de quienes caminaron a su lado durante un tiempo. Por eso el baile en ronda del final, un recuerdo en forma de movimiento que es también pulsión de vida.
"Sonríe", las viejas formas del terror La película puede no sorprender y asusta en módicas cuotas, pero el realizador debutante recurre a herramientas efectivas, que le devuelven al género algunas virtudes perdidas. Si lo sabrá Stephen King: cuanto más traumado esté el personaje por razones naturales, más posibilidades hay de que lo sobrenatural aceche y posea el cuerpo, la mente y el espíritu. A la doctora Rose Cotter, psiquiatra acostumbrada a tratar y contener a pacientes complejos en un centro de urgencias psicológicas, la muerte de su madre cuando era pequeña le sigue dando vueltas en la cabeza. Así comienza Sonríe, la ópera prima del estadounidense Parker Finn, que ofrece fotogramas empapados de viejos terrores en encuadres aparentemente novedosos: con un flashback a ese evento de la infancia que volverá con fuerza al presente por razones inesperadas. Es que un día como cualquier otro, una joven paciente que acaba de ser testigo del sangriento suicidio de uno de sus profesores (golpes autoinfligidos con un martillo, se afirma con estupor) le revela a la protagonista que viene viendo “cosas”. Algo así como un “ente” que adquiere diversos rostros y le hace la vida imposible, además de advertirle que su propia extinción está muy cerca. Minutos después, como quien no quiere la cosa, la chica procede a abrirse el cuello mientras su boca dibuja una sonrisa enorme, desquiciada. nadie en su entorno –ni su prometido, ni sus colegas y superiores, ni siquiera su exnovio policía– creen que lo que está ocurriendo esté afuera de su cabeza. Ironías de la vida: la psiquiatra está atrapada en un laberinto de locura. Una vez que la trama descubre la lógica del funcionamiento detrás de los extraños hechos (el origen ya es otro cantar), al relato sólo le quedan dos caminos paralelos para completar las casi dos horas de metraje: acompañar en la pesquisa a la heroína, obsesionada con vencer el poder maléfico de “eso” que ha puesto su vida patas para arriba, e ir descorriendo el misterio oculto en las tinieblas para mostrar cada vez más de cerca la verdadera forma del horror. Ahí es cuando el trauma del pasado vuelve con fuerza, tal vez como arma ideal para detener las ruedas de la muerte. O tal vez no, que al fin y al cabo se trata de una película de terror. Sonríe puede no sorprender y asusta en módicas cuotas, pero su factura evidencia un deseo de devolverle al género puro algunas de sus potencialidades perdidas. Una ficha para el debutante Parker Finn, que además esconde un muy buen chiste sobre el abuso de los vasos rotos en los guiones.
"No te preocupes cariño": el mal sueño americano. Relato de opresiones de diversa índole y escala, parece deberle varias ideas a títulos previos como Las mujeres de Stepford, The Truman Show y tantas otras películas donde una vida aparentemente idílica esconde varias oscuridades y simulaciones. Que si Harry Styles escupió a Chris Pine, que si Olivia Wilde echó del reparto a Shia LaBeouf por mal comportamiento, que si Florence Pugh fue o no fue a la conferencia de prensa. El cotilleo alrededor de No te preocupes cariño en el reciente Festival de Venecia, donde disfrutó de su lanzamiento mundial, fue de tal calibre que cualquier reflexión cinematográfica quedó relegada a un lejano segundo puesto. Pasada la espuma inicial, el segundo largometraje como directora de la actriz Olivia Wilde fue atacado sin piedad en un porcentaje elevado de las críticas. A pesar de ello, y si bien se ubica varios pasos detrás de su más que auspicioso debut, La noche de las nerds, tampoco parece ser el desastre atómico que mucho quisieron ver. Eso sí: la frescura adolescente de aquella ópera prima no está presente en este relato de opresiones de diversa índole y escala, que parece deberle varias ideas a títulos previos como Las mujeres de Stepford, The Truman Show y tantas otras películas donde una vida aparentemente idílica esconde varias oscuridades y simulaciones. El suburbio impoluto donde viven Alice Chambers (Pugh) y su marido Jack (Styles), construido en medio del desierto, se asemeja a una publicidad de alguna inmobiliaria estadounidense de los años 50, en plena recuperación económica de posguerra y con el baby boom en pleno ascenso. Las mujeres del barrio cocinan, pasan la aspiradora, se divierten en cocktail parties vecinales y despiden a sus esposos por la mañana cuando estos parten a su trabajo en autos lustrosos. Wilde apuesta desde un primer momento al artificio deliberado y coreografía el comienzo de un nuevo día con un plano cenital que registra los movimientos de los vehículos como si se tratara de un musical (más tarde hará explícitas las referencias a Busby Berkeley en un par de secuencias oníricas). Más allá de las sonrisas permanentes y un estado de aparente bienestar, es evidente desde un primer momento que las cosas no son del todo normales en esa pequeña comunidad, gerenciada por un tal Frank (Pine), cuya influencia sobre los ciudadanos se asemeja más a la del gurú de una secta que a la de un líder vecinal. protagonista parece estar a punto de ser asfixiada por su propia casa. Luego vendrá la iluminación y, con ella, la explicación de causas, consecuencias y cada uno de los detalles que las integran, varias veces para que todo quede claro, y un final genérico que no logra emocionar a pesar del ritmo auto impuesto. La banda de sonido incluye decenas de éxitos del r&b y el soul de finales de la década de 1950, música que posiblemente pocos blancos de clase media acomodada escucharan por aquellos tiempos, aunque eso también podría tener algún tipo de explicación diegética, además de señalar el buen gusto musical de la realizadora.