Estilo hiperrealista. Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible, pero que nunca se resigna a la mera ilustración. Que la obra del francés Guy de Maupassant ha sido una niña mimada del arte cinematográfico a lo largo de su centenaria historia lo confirma una breve y obligatoriamente incompleta lista de cineastas que, literal o indirectamente, abrevaron en sus fuentes: John Ford, Kenji Mizoguchi, Luis Buñuel, Max Ophüls, Arturo Ripstein. Una mujer, una vida (innecesariamente adornado título local) no es tampoco la primera traslación al cine de Una vida o La humilde verdad, una de las seis novelas escritas por un autor interesado esencialmente en el relato breve: el multifacético Alexandre Astruc abordó magistralmente las páginas del texto original en 1958, con el protagónico a cargo de la vienesa Maria Schell. Y si bien el nuevo largometraje de Stéphane Brizé puede dar la impresión de encarnar en un objeto radicalmente diferente a su anterior El precio de un hombre –con su trama urgente y contemporánea y una temática estrictamente ligada a los problemas de un hombre recientemente desempleado–, lo cierto es que las desventuras cotidianas, a lo largo de las décadas, de la heroína Jeanne –una joven aristócrata de la región de Normandía que caerá inexorablemente en desgracia– se transforma, merced a las formas elegidas por el realizador, en otro retrato de un personaje atrapado en la espesa telaraña de las circunstancias sociales. Más allá del clasicismo que su formato de pantalla casi cuadrado parecería señalar, poco hay aquí del cinéma de papa aborrecido por Truffaut y sí algo más cercano a la aproximación del director de Los cuatrocientos golpes al cine histórico basado en textos literarios, en películas como La historia de Adèle H o Las dos inglesas. Esto es, una aproximación relativamente fiel a la esencia y pormenores de la fuente entrelazada con un estilo que, si bien nunca llega a experimentar con ideales rupturistas, tampoco se amolda a los confortables, pero usualmente estériles placeres de la simple ilustración de la letra escrita. Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible: su relato básico es el de una muchacha noble casada con un joven que sólo le traerá desaires, infidelidades y, finalmente, desdichas. El mayor riesgo tomado por Brizé –origen de las virtudes y también de los excesos de su película– es optar por potenciar esos dolores personales y extenderlos a la audiencia a partir de un estilo hiperrealista, por momentos incluso seco, y una estructura con múltiples elipsis y saltos temporales nunca referidos de manera explícita. Si bien los fuertes vientos de la costa del norte de Francia en invierno o la lluvia golpeando los vidrios de un ventanal no dejan de hacer las veces de refuerzos melodramáticos, la música incidental no tiene prácticamente lugar en la banda sonora y algunos de los momentos de mayor potencia narrativa de la novela aparecen apenas referidos o transcurren en estricto fuera de campo. En ese sentido, el realizador parece haber encontrado en Judith Chemla el rostro ideal para transmitir esa mezcla de amor a la vida, temor al futuro y resistencia al dolor físico y espiritual que hacen de Jeanne una heroína en el sentido clásico de la palabra. Una muy lograda serie de escenas en las cuales se encuentra atrapada entre sus obligaciones como esposa (nuevamente, en la aproximación más decimonónica posible de ese concepto), su sentido ético del deber y el miedo a dejar de hacer pie en la estructura familiar y social es la demostración cabal de que el método elegido por Brizé para adaptar el libro rindió sus frutos. En líneas generales, la primera de las dos horas de metraje encuentra un tono más que adecuado para transmitir la profunda insatisfacción de su protagonista con el mundo que le ha tocado en gracia transitar y la mirada contemporánea no puede sino adherir una pátina feminista a todo el asunto. Es durante el segundo y último tramo –con las preocupaciones trasladadas de la órbita del esposo a la del hijo– cuando el film comienza a perder energía vital ante una acumulación de escenas que, muchas veces, refuerzan hasta el cansancio los motivos centrales de la historia. La pérdida de los bienes materiales y el coqueteo con la locura –como en tantas otras historias contemporáneas a la publicación de Une vie– conforman el frente de tormenta de los últimos años de vida de Jeanne, pero también son el origen de una posible y deseada trascendencia. De esa iluminación se encargan los últimos minutos del film, una apuesta osada, aunque no siempre acertada, que vuelve a recordarle al espectador que, en el cine, lo esencial es simultáneamente visible e invisible a los ojos.
Un apocalipsis cercano, familiar. Esa dimensión casi fantástica del film de Williams, lograda a partir del simple registro de lo real, es uno de sus logros evidentes, nueva demostración de la capacidad del cine de transformar radicalmente aquello que atraviesa el lente de la cámara. Ningún espectador familiarizado con el cine producido por fuera de los mecanismos y plataformas industriales se llevará sorpresa alguna al término de la proyección de El auge del humano, el primer largometraje del argentino Eduardo Williams luego de una buena cantidad de cortometrajes, realizados en la más completa independencia económica y creativa. Y, sin embargo, la película no deja de resultar sorprendente: su sentido último (si es que lo tiene) es tan esquivo y proteico como esas imágenes subterráneas de un hormiguero que permiten conectar dos de las tres “historias” que la integran. La idea de conexión es, precisamente, uno de los elementos centrales en la construcción de las diversas texturas de la película. O la falta de él: la desconexión. No es casual que las criaturas que caminan en la creación de Williams sean jóvenes que configuran una parte de su vida alrededor del uso de una computadora o un teléfono celular, previa conexión a Internet. “¿Hay un cibercafé por acá?”, preguntará casi una docena de veces la protagonista del relato que cierra el film, una chica de una zona poco urbanizada de Filipinas. En el primer segmento, rodado en un 16mm de enorme grano y muchas veces forzando el límite de la sensibilidad de la emulsión, un joven surge de las penumbras de su casa, en algún lugar del conurbano bonaerense, y se dirige hacia su trabajo como repositor en un supermercado mayorista. Las imágenes de las calles, inundadas luego de una intensa lluvia, adquieren una dimensión casi apocalíptica; un apocalipsis cercano, familiar, cotidiano incluso, al menos para todo aquel que habita zonas anegables. Esa dimensión casi fantástica, lograda a partir del simple registro de la realidad, es uno de los logros evidentes de la película, nueva demostración de la capacidad del cine de transformar ligera o radicalmente aquello que atraviesa el lente de la cámara. Más tarde, el encuentro con unos amigos incluye ciertas prácticas eróticas que, por un lado, poseen una cualidad definidamente lúdica y, por el otro, se revelan como una sencilla estrategia de supervivencia económica. En esa indefinición, que puede ser de índole sexual pero esencialmente está ligada a la representación, al sentido de las imágenes, El auge del humano también ofrece más incógnitas que respuestas. ¿Qué puede unir a esos chicos argentinos con un grupo de amigos de Mozambique, a quienes Williams sigue con su cámara en el segundo capítulo? Hace rato que el concepto de “aldea global” ha caído en desuso, reemplazado por una realidad concreta que ha asimilado por completo tanto sus utopías como las premoniciones más oscuras. África podrá estar muy lejos de Sudamérica y sus condiciones no necesariamente serán similares, pero las equivalencias son muchas. Este segmento se aleja aún más de la débil línea narrativa del anterior para hacer más explícita cierta sensación de desconexión, de aburrimiento, quizás de alienación, aunque atravesada aquí y allá por momentos de excitación, de movimiento y vitalidad. La placidez del último tramo, registrado en prístino soporte digital, abandona cualquier atisbo de arco dramático y sigue a una muchacha desde lo profundo de un ámbito selvático a la frescura de un baño comunal. A pesar de lo idílico y agreste del entorno, la preocupación por conectarse al celular es creciente. Que El auge del humano termine con un extenso plano fijo de lo que parece una habitación de testeo de chips no parece ser tanto una ironía o una sorpresiva bajada de línea, como el cierre lógico de una película que describe y expone, pero nunca enuncia. Al menos no de una manera directa o transparente. Los lauros obtenidos en distintos festivales cinematográficos parecen confirmar que los jurados decidieron premiar la búsqueda incansable de una película que nunca se amolda, que cambia constantemente de forma, que parece siempre a punto de atrapar algo inasible.
Tensiones entre el agua y el viento. Una historia sencilla en el Delta, personajes muy diferentes entre sí que siempre parecen tener algo que ocultar, una progresión que coquetea con el thriller sin llegar a someterse a un solo género, le dan carnadura a un film honesto e inteligente. Dos hombres, una mujer, un velero y las tensiones solapadas que en algún momento de la navegación harán eclosión de manera ineluctable. Es posible que Matías Lucchesi haya tenido en cuenta el renombrado antecedente de El cuchillo bajo el agua, la ópera prima de Roman Polanski, a la hora de plantear la historia de su segundo largometraje luego de Ciencias naturales. Aunque lo cierto es que los posibles puntos de contacto con El Pampero resultan más anecdóticos que centrales: no hay aquí, como en el film polaco, una disquisición sobre las diferencias generacionales y los lugares de poder dentro de la sociedad, sino el choque de tres personajes muy diferentes entre sí que, a pesar de ello, no dejan de ser esencialmente algo marginales. Las primeras imágenes de la película detallan las actividades y movimientos precisos de Fernando, un hombre que ya ha atravesado un tramo importante de la mediana edad. Todo lo que hace o deja de hacer tiene el sabor de la despedida: ordenar la valija con ropa limpia, cerrar la llave de gas, dejar abierta la puerta de la heladera antes de salir. De quien no se despide es de su propio hijo, desatendiendo un llamado que cae inevitablemente en las redes del contestador telefónico. Cortesías de la elipsis mediante, el hombre llega a bordo de una embarcación amarrada en el coqueto Puerto Madero. Todo parece indicar que se va de viaje, quizás para siempre, en plan solitario, idea apuntalada a su vez por el indicio de una enfermedad grave, que se hace evidente en ese breve prólogo. Los primeros minutos de El Pampero están marcados, como casi todo el resto del metraje, por la fuerte presencia de Julio Chávez, en esa vertiente taciturna y callada que tantos otros directores –de Adrián Caetano a Rodrigo Moreno, pasando por Ariel Rotter– han sabido explotar con distintas intensidades y resultados (tan rotunda resulta la presencia del actor en la pantalla del cine nacional que la memoria es capaz de imaginar una filmografía mucho más extensa que la real). Si en esas primeras instancias silenciosas, de miradas y actividades casi mecánicas, Lucchesi parece echar anclas en las aguas del minimalismo narrativo, un evento inesperado cambia radicalmente las expectativas: pocos kilómetros luego de zarpar, un par de detalles lo llevan hacia una de las habitaciones de la bodega, donde una mujer joven logró colarse y esconderse, su camisa completamente bañada en sangre. La tercera pata del trípode narrativo no tardará en aparecer por primera (pero no última) vez, un efectivo de la Prefectura Naval afincado en algún lugar del Delta. Un viejo conocido de Fernando al que le resulta un tanto extraña la aparición por esos pagos de su amigo sin previo aviso. Unos afinados y contenidos Pilar Gamboa y César Troncoso son los responsables de darles vida a ese par de personajes que, como el de Chávez, parecen siempre ocultar algo, más allá de lo que niegan o confiesan. De allí al concepto de thriller hay un solo paso, aunque el realizador mantiene a raya todo el tiempo la posibilidad de que su película se convierta en una simple imitación de tópicos, soltando y tirando alternativamente de la cuerda para que la consecución del estado de suspenso no termine devorándose ni a los personajes y sus motivaciones ni al tono tensamente reposado de la historia. De hecho, la escueta duración de 77 minutos no parece tanto el resultado de una elección o un capricho personal como la consecuencia lógica de una película que nunca abusa de los diálogos para explicar hechos o ideas y que descree de la sobreexposición y repetición de situaciones. Cuando el famoso viento proveniente del sur finalmente llegue a las costas del Paraná, la película ya habrá recorrido su periplo de road movie sobre el agua con condimentos de film de suspenso (o viceversa). En la concisa y económica ética narrativa de El Pampero hay algo de aquello que daba título nobiliario a las mejores producciones de bajo presupuesto de los grandes estudios de Hollywood en el período clásico: un planteo aparentemente sencillo, aunque complejo en sus derivas y resonancias, la necesidad de que las cosas ocurran velozmente, pero sin apuro, la demarcación no demasiado clara de éticas buenas y malas. Seguramente no se haga demasiado hincapié en ese aspecto, pero el de Lucchesi es un ejemplar generoso, honrado e inteligente de eso que solía llamarse cine de género.
La foto que roba el alma. En el film del director ruso, la excusa para una nueva incursión en el terreno de los sustos es una tradición del siglo XIX de fotografiar los cadáveres antes de la despedida final, escabroso memento mori para familiares y amigos del difunto. En esta poco inspirada aproximación a los subgéneros del terror fantasmal y la vieja casa embrujada, la particularidad de provenir de una cinematografía muy poco presente en la cartelera argentina (menos aún en sus vertientes populares) termina siendo un detalle anecdótico. Porque más allá del idioma ruso que brota de los labios de los personajes y de algunas características culturales secundarias, La novia es un producto pergeñado desde la homogeneización global de tópicos y estilos, un compendio de ideas de segunda mano puestos en pantalla con un mínimo de eficacia narrativa. La excusa para una nueva incursión en el terreno de los sustos ultraterrenos es una tradición del siglo XIX (no exclusivamente rusa o eslava) de fotografiar los cadáveres antes de la despedida final, escabroso –pero definitivamente imborrable– memento mori para los familiares y amigos del difunto. En su prólogo, el film de Svyatoslav Podgayevskiy (tercer largometraje de una carrera dedicada excluyentemente al horror) incorpora a esa costumbre un elemento fantástico, que extrañamente se cruza con una idea endilgada usualmente a los aborígenes de distintos territorios: el concepto de la fotografía como tecnológico ladrón de almas. Luego de una introducción efectiva, durante la cual el cuerpo de una mujer se resiste a sostener la cabeza en la posición adecuada y, por lo tanto, a ser fotografiada, La novia pega un salto temporal mayor a un siglo y encuentra a Nastya y a Vanya, una joven pareja de enamorados recién casada, en viaje hacia la casa paternal del muchacho (aunque sería más preciso llamarla maternal, por razones que el film revelará más temprano que tarde). El joven, por cierto, no es otro que el último descendiente varón de aquel fotógrafo decimonónico que, al llevar a cabo un ritual sumamente peligroso, terminó transformando a su mujer fallecida en un espíritu infernal, ansioso por ingresar a un nuevo cuerpo sin pedir permiso ni disculpas. Puertas que rechinan, pasadizos secretos debajo de las habitaciones de la casa, miradas sospechosas y los sueños más extraños son algunos de los elementos que comienzan a crear en Nastya la sensación de que algo no anda del todo bien en el interior de esas viejas paredes. Alguna idea visual interesante, como el encuentro de la heroína con otras versiones de sí misma, no logran insuflarle fuerza genuina a un relato que, a los veinte minutos, ya parece haber planteado y agotado todas las ideas. El derrotero de la bella y frágil novia y su enfrentamiento con fuerzas poderosas del más allá no regala mayores sustos que el golpe de efecto nominal, el lugar común de la maldición que hay que destronar si se desea sobrevivir y la enésima imitación de la chica-araña de El exorcista, tamizada por el filtro del j-Horror y aledaños.
Relato familiar, posturas antagónicas. Quien busque sutilezas, ambigüedades o zonas grises en la ópera prima de la realizadora israelí Miya Hatav difícilmente las encuentre. Entre dos mundos edifica desde las primeras escenas una mirada eminentemente humanista sobre un tema tan complejo que puede considerarse irresoluble, al menos en lo mediato: la difícil convivencia entre ciudadanos judíos y árabes en el territorio del estado de Israel. No lo hace bajo la forma de la tesis, sino condensada como alegoría, en un relato familiar que parte de una situación dramática y la convierte en excusa para un posible acercamiento entre las partes. Un atentado terrorista tiene como única víctima a un joven judío de familia ultra ortodoxa y en el hospital convergen madre, padre y hermana, por un lado, y su novia de origen árabe por el otro. Ciertamente, los primeros desconocen la existencia de la segunda: el muchacho -que yace en coma con diagnóstico reservado-, dejó el seno familiar hace largo rato y prácticamente ha cortado relaciones con los suyos. Por obvios motivos, también ha escondido esa relación, que sólo podría ser considerada como poco menos que tóxica. La primera parte de la película encuentra a la enamorada, de nombre Amal, dilatando la llegada del momento en el cual deberá dar a conocer su identidad. La elección de un clan atado rigurosamente a los dogmas y prácticas devotas le da algo de ventaja al guion de Hatav, quien dispone algún que otro elemento de suspenso en ese juego de darse a conocer/ser descubierta por los padres de su pareja. Habitante de Jerusalén, dueña de un hebreo de acento perfecto y con rasgos religiosos bordeando el secularismo, la chica se hará pasar por la hija de un anciano que también se encuentra internado en condición crítica. Los primeros roces y acercamientos se darán en charlas circunstanciales de pasillo entre Amal y Bina, la madre del joven, un poco más abierta a la posibilidad de la empatía que su rígido esposo, más preocupado por seguir los doctrinarios consejos de su rabino que por permanecer cerca del lecho donde yace su hijo. Así barajadas las cartas del relato, con algunas piezas de información extra que el film entrega regularmente a través de diálogos o flashbacks, la trama va acercándose al momento de la confrontación, en el arranque del tercer acto, que llega puntual y previsiblemente. Gracias a un reparto profesional y un metraje conciso, Entre dos mundos nunca cae en la obviedad del drama psicológico de cámara mal entendido, aunque su costado melodramático –más formal que temático– asome la cabeza en varios momentos. En el fondo, se trata de un relato ligeramente feminista y algo voluntarista que elimina de la ecuación casi todas las variantes políticas y sociales, concentrándose en cambio en la comprensión y el perdón personal como mecanismos ideales para buscar la posibilidad de la convivencia –y, quizá, la paz– entre habitantes de una misma tierra.
Emociones que no ceden a la sensiblería. Lo admirable del film no es tanto la dureza del tema como la resistente sequedad de su tono. El actor, guionista y realizador se concentra en construir un personaje golpeado y castigado, que debe enfrentarse a la que quizás sea la resolución más importante de su vida. Luego de una placa que reza “A mi padre, el Gordo” (dedicatoria nada banal, si se tiene en cuenta que la historia posee como sustancia esencial más de un conflicto ligado a la paternidad), los planos semi documentales que abren la ópera prima de Mariano Gonzalez pueden traer el recuerdo –memoria cinéfila mediante– de algunas escenas de la notable Mauro, cuyos personajes sobrevivían gracias a la fabricación casera de billetes falsos. Pero si en Los globos también está presente un acercamiento a las actividades cotidianas con algo de táctil -un ojo atento a los pormenores del trabajo, la cocción de alimentos para su consumo diario, los contratos tácitos o formales e incluso el sexo- el oficio de César, a diferencia del de los falsificadores de Hernán Rosselli, es absolutamente legal. Aunque artesanal y marginal: la mini fábrica de globos de su patrón, armada en el galpón del fondo de una casa en el conurbano bonaerense, con elementos arcaicos y algo destartalados, escapa a la automatización y se empeña en requerir el esfuerzo manual de cada uno de los movimientos del operario. “Pinchado… pinchado”, recita como un mantra su eventual asistente, un hombre que también vive en el inmueble, mientras prueba los coloridos globos a la vieja usanza: hinchando los pulmones y soplando. De César (el mismo González, de profesión actor, aquí poniéndose por primera vez detrás de la cámara) se sabe poco y nada. Apenas que estuvo un tiempo “guardado” –en la cárcel o en rehabilitación, la película no lo explicita– que se toma sus faenas laborales y las prácticas de crossfit casi cotidianas con esmero y dedicación y, ya algunos minutos dentro de la narración, que tuvo un hijo con una mujer que ha muerto, la crianza del pequeño desplazada hacia las manos de los abuelos maternos. El conflicto central de la película se hace evidente y, como en un relato de los hermanos Dardenne, una decisión personal puntual se transforma en la fuerza primordial que hace girar el sistema de rotación y traslación del protagonista. ¿Será correcta la elección de dar en adopción a su propio hijo, un chico de unos cinco años, a cierta familia que le podría ofrecer seguridad y un buen pasar? ¿O primará el instinto paternal antes que cualquier determinación guiada por la lógica? Además de los globos, el que parece pinchado es César. Casi no habla o lo hace sólo cuando es estrictamente necesario. En el rigor obsesivo con el cual emprende cada una de sus actividades parece latir la severidad del converso, aquel que ha decidido dejar algo atrás cerrándole las puertas por completo. Luego de pasar a buscar al chico (interpretado por el hijo de González en la vida real), un viaje relámpago lo hace reencontrarse con Laura (Jimena Anganuzzi), con quien comenzará a tener sexo en el auto mientras el pequeño duerme en el asiento trasero. Bien podría haber sido con otra mujer, tal vez alguna de las clientas del puesto de tragos donde Laura hace las veces de bartender. Las conversaciones con su hijo parecen ocultar cualquier atisbo de ternura tras una gruesa capa de laconismo auto protector, el único escudo que parece conocer César ante la posibilidad del dolor. La máscara de González como actor es esencial en la construcción de ese mundo cerrado sobre sí mismo, casi impermeable a la esencia de lo que ocurre a su alrededor. Lo admirable en Los globos no es tanto la dureza del tema como la resistente sequedad de su tono. El actor, guionista y realizador no cede jamás al impulso de la sensiblería y se concentra en construir un universo cuya visión le pertenece a su personaje y nada más que a él: un ser golpeado y castigado, emocionalmente constreñido, quizás herido para siempre, que debe enfrentarse a la que quizás sea la resolución más importante de su vida. La emoción llegará, finalmente, y lo hará con la fuerza de una sudestada, aunque los resultados de la tormenta no sean evidentes ni estén acompañados por una epifanía visual y/o sonora. Apenas un diálogo tonto sobre la diferencia entre perros y gatos que, detrás de su aparente intrascendencia, deja entrever la posibilidad de la empatía e incluso un amor incipiente como contrapeso a los miedos y responsabilidades de la carga parental biológica y legal.
Una segunda oportunidad. La característica más destacable de Upa! 2 - El regreso es la misma que marcaba a fuego a su antecesora, Upa! Una película argentina: las ganas de divertirse de los realizadores/guionistas/actores. Claro que en medio del puente que une a ambas han corrido muchos litros de agua: Santiago Giralt ha firmado casi media docena de títulos, Tamae Garateguy dirigió dos películas y tiene una tercera en preproducción y Camila Toker acaba de debutar con su primer largometraje en solitario. Los chicos crecieron y ya no son los mismos que ganaron el premio a Mejor Película en el Bafici 2007. O quizá sí lo sean, a juzgar por el creciente desparpajo de su inesperada secuela. Los mismos personajes de ficción que intentaban en aquel entonces llevar por buen camino, aunque sin demasiado éxito, un proyecto cinematográfico, vuelven a encontrarse casi una década más tarde con intenciones similares. Así sean alter egos, proyecciones más o menos basadas en la realidad o simples criaturas creadas por la imaginación, el trío de director, productora y actriz encarnados respectivamente por Giralt, Garateguy y Toker vuelve a la carga. Y recargado. La Upa! seminal -que disfrutará de un reestreno en un par de semanas- fue leída en su momento como una poco velada sátira al mundillo del cine independiente local. Y algo de eso había en la descripción de tipologías y casos testigo que tensaban la historia. Pero, así como El crítico de Hernán Guerschuny es una comedia romántica tradicional oculta debajo de un chasis narrativo que ambiciona recrear un oficio a partir de lugares comunes que circulan alrededor de él, la película del trío amputaba cualquier disquisición sociológica a partir del trazo grueso y el tono de estudiantina que siempre amagaba con asomar la cabeza. Algo similar ocurre con la parte dos, que además elimina la carga dramática de la primera parte, su pathos de jóvenes a punto de dar el salto. Y a mucha honra: la hipérbole, el grotesco, es absolutamente consciente, más un punto de partida estético que un desliz de dibujante de aguafuertes en un mal día. El director que quiere levantarse a toda costa a la joven promesa actoral (Martín Slipak), la productora que consigue financiación europea sin caer en la cuenta de que se trata de un deshonroso fiasco, la actriz independiente pero prestigiosa que ha adquirido todas las características de la diva más rancia, son puntos de partida muy poco naturalistas. Upa! 2 arranca en un ámbito conocido con figuras reales interpretando versiones alternativas de sí mismas: la ceremonia final de un Bafici, Marcelo Panozzo como director de ese festival, el crítico Diego Lerer participando en uno de los jurados. Ocasión ideal para el reencuentro de los personajes que, vinos gratis de cóctel mediante, deciden darse una segunda oportunidad y volver a hacer algo juntos. En algún momento de las preparaciones de ese pretencioso proyecto, que va convirtiéndose en un espejismo donde nadie ve reflejado su propio ridículo, se suma a la ecuación Nancy Dupláa, encarnando una versión estilizada y absurda de sí misma: una actriz popular de la tevé interesada en actuar para “los chicos” en una peli indie. A partir de ese momento y desde el primer día de rodaje, celos, envidias, egos desproporcionados y caprichos marcan el paso del desastre inminente. En sus mejores momentos, la película logra sortear los riesgos del sketch autocomplaciente y dibuja una pintura en la cual los creadores parecen querer exorcizar sus miedos, excesos y tics más personales. No siempre lo logran, pero la buena noticia es que lo hacen con humor y sin una gota de mala leche.
A sus plantas rendido un León León. La guerra de 1941 entre Ecuador y Perú se destaca como un conflicto bélico de envergadura, casi el único en la historia de la pacífica convivencia latinoamericana durante el siglo XX. Ese es el texto y contexto de la ópera prima del ecuatoriano Alfredo León León. Quito, Ecuador, 1941. Jorge atraviesa los últimos tramos de la adolescencia con las hormonas a punto de estallar. En casa, un padre rígido y poco comprensivo no ayuda a que el último año de estudios logre atraerlo más que la amistad con otro muchacho, trabajador ferroviario, con el que comparte aventuras y una recién descubierta afición por la bebida. Esos primeros quince minutos de Mono con gallinas hacen temer lo peor: costumbrismo de época con una proliferación de objetos vintage en pantalla y diálogos explicativos hasta la obviedad en los altoparlantes. Pero la ópera prima del ecuatoriano Alfredo León León (cofinanciada por su país y la productora argentina Trivial Media) hace un corte y elipsis luego de una decisión que el protagonista toma firmemente, aunque sin demasiada conciencia de los corolarios: inscribirse como recluta en el ejército como única vía de escape a una vida familiar marcada por la voz y veto del dueño de casa. De allí en más, el resto de la película transcurrirá, primero, en un enclave selvático muy poco confortable y, más tarde, en un campo militar del enemigo, donde Jorge compartirá celda con otro joven. Desde su nacimiento como naciones independientes luego del fin de la era de los virreinatos, Perú y Ecuador mantuvieron un conflicto limítrofe que atraviesa décadas y siglos, hasta la redacción definitiva de un acuerdo de paz, firmado en 1998 por los presidentes Alberto Fujimori y Jamil Mahuad. Entre las muchas escaramuzas legales, diplomáticas y militares ocurridas durante la historia, la guerra de 1941 (finalizada algunas semanas dentro de 1942) se destaca como un conflicto bélico de envergadura, casi el único en la historia de la convivencia latinoamericana durante el siglo XX, si se exceptúan las incontables guerras civiles, abiertas o sordas. Esa es la coyuntura inestimable que le da textura de fondo al guion escrito por León León, aunque su mirada nunca se posa sobre lo macroscópico, prefiriendo en cambio la inmediatez de un minúsculo grupo humano. Entrenados por un superior que parece algo superado por las circunstancias, con rifles que se traban y municiones mojadas, constantemente amenazados por la posibilidad de las enfermedades y la falta de alimentos, el contingente de soldados no parece llevar las de ganar.
La chica de la burbuja de plástico. La joven protagonista se encuentra ante una disyuntiva literalmente fatal: vivir una no-vida en su jaula de cristal, que la protege de una enfermedad autoinmune, o arriesgarse a todo por un beso que puede ser el de la muerte. Un melodrama con brillitos. Recurrir al sarcasmo como método para desestimar un romance adolescente no es sólo facilista sino, esencialmente, estéril: allí seguirá el flechazo, con o sin miradas superadoras y superadas. El hecho de que Todo, todo, dirigida por la canadiense Stella Meghie, narre precisamente un tierno amor entre chicos de dieciocho años (y, como ocurre también en la novela de Nicola Yoon en la cual se basa, 18 y no 15 o 16, quizás para evitarse problemas) tampoco debería dictar de inmediato la sonrisa condescendiente. Aunque su condición de película gestada con un target casi exclusivamente femenino y teen sí es indicativo de algunas de sus evidentes flaquezas, algunas por omisión y otras tantas por exceso. La historia de la chica que sufre de una terrible enfermedad autoinmune –terrible al punto de impedirle salir de la casa de cristal en la cual habita– y su relación con el nuevo vecino que, apenas recién mudado, le sonríe con mirada encantadora desde la calle, posee metafóricamente todos los brillitos y colores fluorescentes que las revistas para chicas imponen desde sus portadas, casi como condición sine qua non para su existencia. La de Maddy Whittier (primer rol central en la carrera de la joven Amandla Stenberg) no es otra cosa que una nueva versión de la historia del chico de la burbuja de plástico, aderezada con condimentos “rapunzelianos” y aggiornada con la posibilidad de la comunicación en vivo y en directo vía redes sociales y mensajes de chat. El exceso de sacarina es eliminado en parte durante la primera porción del relato gracias a la construcción del personaje: a pesar de haber vivido toda la vida en el más absoluto encierro junto a su madre (idealismos narrativos: de profesión médica), la chica nunca cae en el pecado de la candidez y parece conocer de entrada algunos de los riesgos de su creciente contacto virtual con Olly, encarnado por Nick Robinson, uno de los muchachos de Jurassic World. El hecho de que nadie, jamás, haga mención alguna al hecho de la diferencia en el color de la piel de la pareja es sintomático de su corrección política, que obliga a dar por normalizada una relación que en el mundo real no sería para nada sencilla (más allá de los virus y bacterias que al muchacho le resbalan y a la chica podrían matarla en un par de días). Pero el de Todo, todo es, en definitiva, un mundo de fantasía. Inteligente y sensible (su libro preferido es El principito), Maddy cae en la cuenta de que se encuentra ante una fatal disyuntiva: vivir una no-vida o arriesgarse a morir por un atisbo de una posible existencia apasionada. A partir de ese momento, el melodrama hace acto de presencia con pies gigantes, acelerando el paso del romance e intentando hacer lo mismo con los corazones de sus eventuales espectadoras/es. “¿Final trágico o happy end?”, será la pregunta de allí en más, impactada por varias aceleradas, frenadas en seco y giros en u de último momento. “El amor lo es todo. Todo”, escribe la protagonista luego de los primeros chispazos de enamoramiento y, para el film de Meghie, esa es la máxima que permite llevarse casi, casi todo el resto de las cosas por delante.
Con la ligereza de un souffle. No se trata de un récord mundial absoluto, pero casi: a la edad de ochenta años, Eleanor Coppola –referida usual y simplemente como “la mujer de Francis Ford”– debutó como realizadora con un largometraje de ficción, título que se suma a una breve filmografía que incluye algunos registros de backstage de films de su hija Sofia y del patrón del clan (sus filmaciones durante el alambicado rodaje de Apocalipse Now formaron parte del famoso documental Hearts of Darkness). Y si el logotipo de American Zoetrope al comienzo de la proyección permite avizorar que todo quedará nuevamente en familia, la confirmación llega gracias a sus propias declaraciones: la historia de París puede esperar se basa libremente en un viaje en auto que la directora realizó por territorio galo con un conocido de su esposo, de nacionalidad francesa. Que en la película se hable de vinos (y mucho) tampoco es casual: al fin y al cabo, la bodega de F.F.C. produce un blend de Syrah y Cabernet Sauvignon que lleva su nombre de pila. Y de vinos ciertamente se habla, pero también de quesos, chocolates, paisajes, sentimientos, un poco de historia romana y algunas cosas más. La estructura narrativa de París puede esperar es mínima al punto del raquitismo. Fue, sin dudas, una decisión plenamente consciente que transforma a la película en una suerte de visita guiada por algunas ciudades y pueblos del sur y el centro de Francia, con paradas en restaurantes, hoteles y museos, entre estos últimos el Instituto Lumière de Lyon, plano de un zoótropo incluido. Esa falta de ambiciones puede ser recibida como una imperfección, pero también como una de las pequeñas virtudes del relato, ya que, durante los dos primeros tercios de metraje, la pureza del recorrido turístico no se ve afectada por excesivas intromisiones dramáticas. La excusa es simple y directa: Anne (la siempre impagable Diane Lane) es la mujer de Michael, un productor de cine norteamericano interpretado por Alec Baldwin, que parece más preocupado por sus asuntos laborales que por la presencia de la mujer. Cine dentro del cine, en la primera escena abandonan el hotel que ocuparon durante los diez días del Festival de Cannes (edición 2015, allí está el afiche con Ingrid Bergman de fondo para confirmar la cosecha). Cuando Anne decide bajarse de un viaje relámpago a Budapest, queda en las galantes manos de otro productor de nombre Jacques (Arnaud Viard), quien gentilmente se ofrecerá para trasladar a la mujer desde la Costa Azul a París y esperar allí el regreso de Michael. Eso es todo lo que el guion (firmado por la misma Eleanor Coppola) necesita para comenzar el viaje, casi siempre a bordo de un viejo Peugeot 504 descapotable. Previsiblemente, Jacques es entrador, un bon vivant ingenioso y seductor, y si el choque cultural consecuente no provoca un terremoto, sí genera algunos chispazos. De a poco, entre cenas en locales con estrella Michelin y la degustación más envidiable de delicias culinarias, la relación entre los personajes irá mutando y las capas superficiales del protocolo social dejarán algún resquicio para la confesión personal. Tal vez fue el miedo al vacío el responsable de la inclusión de un desarrollo dramático más convencional durante los últimos quilómetros de recorrido, sin dudas los menos interesantes del viaje, los más derivativos y cercanos al cliché. Para el recuerdo quedan las fotos tomadas por Anne con su cámara portátil, los escargots, el pollo de Bresse asado, la botella de Cuvee Silex y el aire sanamente insustancial de un film con las características de un souffle: liviano y diminuto, será siempre entrada o postre, pero nunca plato principal.