Bob, parecido a una estatua Dada la presencia de la familia en el proyecto, el mayor valor de la película es su material documental. Pero el realizador de El último rey de Escocia no logra desprenderse de cierta rigidez que atenta contra la densidad real de la vida del rastafari. Bob Marley está más vivo que nunca, a pesar de su temprana muerte. Verdad de Perogrullo. Es lo que afirman también las últimas imágenes de Marley, al tiempo que diversas escenas rodadas alrededor del mundo, en lugares tan alejados entre sí como Brasil y la India, evidencian el legado en la cultura universal de aquel pobre chico mestizo de Nine Mile, Jamaica, devenido en súper estrella de la música. Pensado localmente como un lanzamiento dirigido esencialmente a los fans y seguidores ocasionales de Robert Nesta Marley Booker (en varias de las dieciséis salas de estreno se exhibirá exclusivamente en las funciones de trasnoche), Marley llega a las pantallas argentinas luego de su première en la pasada Berlinale y una amplia difusión en festivales de cine. El carácter oficial del documental –que cuenta entre sus productores con la presencia de Ziggy Marley, primogénito y durante un tiempo sucesor natural de Bob en el mundo de la música– se revela más temprano que tarde, permitiendo la utilización del enorme acervo de imágenes y sonidos cuyos derechos son propiedad de los sucesores legales del músico. Marley no es un documental sobre la evolución de los ritmos populares de Jamaica: hay apenas una fugaz mención sobre el mento y una esquemática apreciación acerca de cómo el ska se transformó en reggae (transformando el importante paso por el rocksteady en una suerte de eslabón perdido). Tampoco es, en gran medida, un documental sobre la evolución de la música de The Wailers o del Marley solista, aunque las canciones estén presentes y adquieran en algunos casos cierta relevancia. La película de Kevin MacDonald (El último rey de Escocia), en cambio, prefiere concentrarse en las transformaciones de Marley como ser humano, líder espiritual y eventual figura de enorme poder político. Su infancia en Trench Town y los primeros acercamientos a la música, el misterioso padre blanco, el mestizaje como metáfora de su cualidad de puente entre culturas, la grabación del primer single y la formación de The Wailers, la conversión al movimiento rastafari, el ascenso y rutilante estrellato, las giras internacionales, la manipulación de su figura como elemento de lucha política en una Jamaica atravesada por la violencia, el descubrimiento del cáncer terminal y sus últimos meses de vida. En ese sentido, el film sigue el camino de la hagiografía culposa, superponiendo sobre el gran lienzo general una serie de pinceladas que reconocen algunas zonas no tan luminosas en la vida del homenajeado. Así, su notoria cualidad de mujeriego empedernido es analizada por miembros cercanos de la familia, aunque siempre con un gran respeto por sus decisiones y elecciones de vida. Con casi dos horas y media de metraje, Marley se enfrenta a una estructura cronológica que cae rápidamente en la acumulación de datos y anécdotas, en líneas generales mayormente conocidas. Las comparaciones, por odiosas que sean, se imponen, y es interesante recordar el imponente y complejo trabajo de Martin Scorsese en su documental sobre la vida y obra de otro Bob, Dylan. En el film de MacDonald se extraña una mirada personal que busque caminos para quitarse de encima la impronta estatuaria. Un momento puntual se destaca por su alejamiento de la estructura general del film: el realizador hace escuchar el tema “Cornerstone” a la hermanastra y a un primo segundo de Marley, luego de comentarles que el origen de la letra está íntimamente relacionado con el rechazo del padre blanco a reconocer a su hijo “natural”. Es una escena que se destaca por su intensidad, donde el registro documental le gana por un momento a la rígida estructura general del relato. Porque Marley parece, en definitiva, un plano, un modelo a escala, un guión en formato audiovisual de la eventual biopic ficcional que está en negociaciones desde hace varios años. O bien el correlato documental de Legend, el disco de grandes éxitos lanzado algunos años después de su muerte, a su vez el mayor éxito discográfico de toda su carrera.
Un tono medio donde la sorpresa es la excepción “Una comedia romántica diferente”, reza el afiche local de La delicadeza, flotando por encima de una imagen de perfil de su protagonista absoluta, la actriz Audrey Tautou. En realidad, poco de delicado hay en el film, a excepción tal vez de la belleza ingenua y algo aniñada de la estrella de Amélie (karma tautouesco, bendición y maldición perenne en la carrera de la actriz). Tampoco encontrará el espectador nada demasiado diferente al universo de otras comedias románticas pasadas y por venir. El debut como realizadores de los hermanos David y Stéphane Foenkinos –el primero es también el autor del bestseller en el cual se basa el guión– regurgita, sin demasiada digestión de por medio, varios de los lugares comunes de los relatos de tragedias seguidos de segundas oportunidades. Eso sí, con un timbre ligero, que nunca abandona la amabilidad y el buen gusto, un tono medio donde la sorpresa es la excepción y la cursilería asoma su nariz en más de una escena. Tautou es Natalie, una treintañera iniciando su carrera profesional y un matrimonio que el film describe como poco menos que ideal (un travelling circular trucado por CGI genera escalofríos con su estética de productora de videos para eventos sociales). Luego de la desgracia y la viudez, los hermanos Foenkinos no piden demasiado de su musa, apenas que esté allí, en pantalla, manifestando con sus tristes y grandes ojos la pesadumbre de la pérdida, la falta de compromiso emocional con el mundo que la rodea. Entra en juego el comediante François Damiens en la piel de un sueco enorme, torpe y desaliñado, suerte de antítesis del galán romántico que, en gran medida, se transforma en la tabla salvadora de la película. La historia de amor (en apariencia) imposible entre el tozudo hombre nórdico y la atribulada parisina sigue su derrotero con ligeros desvíos narrativos: la vida cotidiana en una empresa multinacional, con sus pequeñas y grandes miserias y alegrías, el contacto con amigos y familia, la relación con un jefe algo sexista. Y, por supuesto, las postales de París diurnas y nocturnas –plano Eiffel incluido– como trasfondo de un relato que se encamina derechito y sin chistar hacia el final feliz, previo portazo y regreso a las fuentes de Natalie, otra recurrencia presentada aquí como el más novedoso de los recursos.
El mundo adulto visto con ojos infantiles “Perú, 1982”, reza una placa impresa sobre las imágenes de un grupo de niñas, corriendo durante un simulacro de amenaza de bomba en su escuela. Son los años del comienzo de la lucha armada, de Sendero Luminoso, el trasfondo ineludible de una historia que intenta conjugar lo histórico y lo íntimo, tal vez incluso lo autobiográfico. “Crecí en Perú en los ’80, una década turbulenta de transformaciones sociales y crisis. Cuando era chica no comprendía del todo lo que estaba pasando, aunque percibía por ósmosis, por el comportamiento de mis padres, mis familiares, mis amigos. Allí es donde nació la idea inicial de Las malas intenciones”, reflexiona en el dossier de prensa la peruana (aunque nacida en Chicago) Rosario García-Montero, acerca de su primer largometraje. Presentado en sociedad en la Berlinale 2011, Las malas intenciones presenta un retrato generacional tamizado por la criba de la subjetividad de una niña de 8 años. Cayetana no parece estar atravesando la edad de la inocencia. Criada en un ambiente de clase acomodada, su vida cotidiana la encuentra trasladándose desde su casa, en las afueras de Lima, hacia la escuela y viceversa, en un auto cuyas ínfulas de fortaleza no se corresponden con su auténtico estado. Divorciada de su marido y vuelta a casar, su madre regresa de un viaje con algunos regalos, la esperanza de reconciliarse luego de la ausencia y una noticia que genera la más inesperada de las crisis: Cayetana tendrá en poco tiempo un hermanito. De allí en adelante, la niña cerrará aun más las puertas hacia el exterior, haciendo de su mundo interno el único universo real y tangible, convencida de que el día del nacimiento del bebé será también el día de su muerte. Que, no casualmente, el guión ubica el 2 de mayo, día en que se recuerda el Combate del Callao, una de las fechas patrias más importantes del Perú. Mientras alrededor suyo se suceden los atentados y hechos de violencia, y el país se interna en uno de los períodos más sangrientos de su historia, Cayetana vuelve una y otra vez a encontrarse en su imaginación con los héroes nacionales del Perú, fantasmas monolíticos e intachables que se transforman en una suerte de única tabla salvadora. En esa mirada sobre el pasado reciente, pero también sobre los mitos fundantes en la historia de su país, García-Montero despliega una mirada sobre la infancia alejada de la candidez, marcada por la descomposición y la muerte, por momentos muy cerca de los personajes infantiles del primer Saura (una escena que involucra una figura del Jesús niño recuerda, incluso, a un pasaje de Ana y los lobos). El aislamiento de Cayetana –a quien el film, inteligentemente, nunca abandona como centro de referencia y origen del punto de vista de todo lo que ocurre– es también un reflejo y un síntoma de la sociedad en su conjunto: la escuela religiosa como ámbito de cerrazón física y espiritual, el blindaje del auto que la transporta, la ampliación del muro que la separa de sus vecinos pobres. En esa acumulación simbólica, Las malas intenciones pierde algo de su fuerza, precisamente porque su obviedad choca con la sutil violencia de sus mejores momentos. La noche anterior al nacimiento de su hermano, la joven protagonista se pincha uno de sus dedos accidentalmente; el derrotero sanguinolento que le sigue es mucho más potente, ambiguo y perturbador que cualquiera de las metáforas más evidentes que lo anteceden. Tal vez en su afán de volcar demasiadas ideas, Las malas intenciones se pierda en su propio laberinto, en una suerte de repetición discursiva que no sólo extiende innecesariamente su metraje, sino que le hace perder brío narrativo. Una subtrama que acompaña a Cayetana durante unas vacaciones en la playa y que presenta a otro personaje femenino de su misma edad con una mirada sobre el mundo ciertamente diferente, se siente como un desvío innecesario de la historia pero, paradójicamente, aporta una buena dosis de aire al relato, haciéndole tomar impulso hasta el desenlace. Más allá de un notable trabajo de encuadre y fotografía en formato 2.35, es notorio un arrobamiento temporario con cierta prolijidad formal que, sumado al empeño por evidenciar al trabajo de diseño de arte, hace que por momentos el film se vea demasiado artificial en sus aspectos visuales. Más allá de estos cuestionamientos formales, Las malas intenciones es una más que atendible ópera prima; una película por cierto personal que, afortunadamente, evita en gran medida cualquier clase de maniqueísmo político. Y que, además, cuenta con un notable trabajo de dirección de actores, particularmente evidente en el caso de la debutante Fátima Buntinx, sobre cuyos hombros descansa gran parte del peso dramático del film.
Jubiladas al ritmo de Technotronic El término “película de fórmula” suele aplicarse a aquellas obras cinematográficas cuya estructura narrativa, iconografía, detalles argumentales y/o tipos de personajes pueden reconocerse fácilmente, rastreando una amplísima ascendencia fílmica. No se trata necesariamente de un epíteto: hay películas de fórmulas extraordinarias y cabría preguntarse, incluso, si la totalidad del cine no está, de una u otra manera, basada en alguna clase de receta preexistente. También hay películas de fórmulas mediocres; banales en su concepción, anodinas en su concreción, estériles en sus alcances estéticos y ontológicos. Las chicas de la banda, largometraje de origen belga producido en la zona flamenca, que llega a las pantallas argentinas con algunos años de retraso, pertenece a este último grupo. El film de Geoffrey Enthoven se ubica desde sus primeras escenas en el terreno de la comedia dramática (o agridulce) con protagonistas de la tercera edad en busca de segundas oportunidades. Y también desde un principio Las chicas de la banda se acomoda en la confortable zona de los lugares comunes. Con la excusa de la reciente muerte de su marido, la protagonista, Claire –una mujer mayor con mucha energía contenida durante demasiados años– decide ayudar a su hijo díscolo con su carrera musical, que nunca pasó de la etapa del amateurismo, a pesar de su ¿evidente? talento. De paso, la anciana puede reunirse con dos queridas amigas y volver a rearmar su antigua banda coral. Y eso es básicamente todo, cada uno de los personajes calzando perfectamente en el molde del estereotipo. La película alterna casi milimétricamente escenas dramáticas con otras cómicas y ensaya todos y cada uno de los clichés más previsibles, desde un nuevo posible amor con un hombre también mayor (sacerdote, cosas del protestantismo) hasta la escena en la cual Claire maneja un automóvil o fuma marihuana por primera vez. El entrecruzamiento generacional, que en pantalla se ve reflejado por el choque entre los estilos musicales favorecidos por las mujeres y el del treintañero amante del hip-hop (un hip-hop pop de ánimos bien mainstream) sólo puede convocar una sonrisa forzada. El realizador parece creer que el mero hecho de poner en pantalla al trío septuagenario cantando el hit de Technotronic “Pump Up the Jam” es gracioso en sí mismo, estirando el gag más allá del pegadizo estribillo. Y cuando la película mete la baza de la enfermedad degenerativa, el desbarranque es absoluto, a tal punto que el guión, ante la imposibilidad de un auténtico final feliz, lo inventa como un sueño o fantasía para el feliz regreso al hogar del espectador.
El ejercicio del Estado, al desnudo La película, producida por los hermanos Dardenne, sigue a su protagonista de espacho en despacho, reunión tras reunión, mientras alrededor suyo se tejen y destejen alianzas, traiciones, golpes de timón políticos y directivas siempre cambiantes. Difícil desentrañar las razones por las cuales el distribuidor local decidió optar por el título internacional El ministro, en lugar del mucho más misterioso original francés “El ejercicio del Estado”. Pero, llámese de una manera o de otra, el tercer largometraje del francés Pierre Schöller –que luego de su estreno mundial en el Festival de Cannes tuvo un paso fugaz por Mar del Plata el año pasado– resulta un soplo de aire fresco en una cartelera dominada por vampiros adolescentes y el eterno Bond. No se trata, de ninguna manera, de una obra maestra, pero en su intrincada y rigurosa estructura narrativa firmemente anclada en el clasicismo es posible hallar más de un placer cinematográfico (y de otros tipos). Producida por Luc y Jean-Pierre Dardenne –la dupla de realizadores belgas responsables de films como El chico de la bicicleta y Rosetta–, El ministro es uno de esos films que proponen un acercamiento a universos poco transitados por el cine en general; no tanto una mímesis del mundo real como una construcción ficcional pautada, obsesionada casi, con la idea del verosímil. Luego de una secuencia onírica en la cual una bella mujer completamente desnuda es literalmente devorada por un cocodrilo –freudianos, abstenerse de posibles simbolismos–, el ministro de Transporte francés, Bertrand Saint-Jean, despierta en medio de la noche con una erección y con la noticia de un horrendo accidente de tránsito. Así comienza su día, preparando el consabido discurso que deberá dar ante los medios, mientras viaja en helicóptero hacia la zona del desastre. A pesar de su apariencia, el film no intenta reproducir una disección de la alta política, sino más bien crear un espacio fílmico erigido alrededor de cierta idea de la realpolitik contemporánea. El ministro sigue a Bertrand de despacho en despacho, reunión tras reunión, llamada tras llamada, mientras alrededor suyo se tejen y destejen alianzas, traiciones, golpes de timón políticos y directivas siempre cambiantes. El encargado de insuflarle vida al personaje es el notable actor belga Olivier Gourmet –un favorito de los hermanos Dardenne–, quien logra encarnar una criatura que transpira poder y, al mismo tiempo (a veces en el mismo plano), demuestra un alto grado de vulnerabilidad, siempre al borde de alguna clase de crisis. Tan importantes como el ¿héroe?, por cierto, resultan los personajes secundarios. Bertrand está constantemente rodeado de asesores, consultores y manos derechas de toda clase, desde un viejo político de alcurnia que hace las veces de Pepe Grillo (interpretado por Michel Blanc) hasta una joven consejera de imagen. Uno de los mayores atractivos del film es precisamente la ilusión de poder penetrar en el círculo más íntimo de poder, ese lugar donde se toman las decisiones más relevantes para la vida política y social de un país. El ministro no es un film de denuncia, al menos no en el sentido tradicional del término. Si el espectador espera una crítica implícita al reciente gobierno de Sarkozy, no la encontrará aquí. De todas formas, sí es posible escuchar en diversos diálogos más de un comentario sobre el estado del Estado francés, su renuncia ante el capital internacional, la falta de perspectivas, la sistemática aplicación de parches ante problemas coyunturales sin solucionar conflictos de fondo. El ministro Saint-Jean, de hecho, se encuentra en una compleja disyuntiva: apoyar, traicionando sus propios ideales, una posible privatización de las estaciones ferroviarias o ser expulsado sin anestesia de las altas esferas del gobierno. El film se encarga de detallar con un simple comentario los orígenes del protagonista, lejanos a la vida política como herencia familiar. Sin embargo, vive diariamente, minuto a minuto, con una enorme satisfacción, la adrenalina del poder. “Si me conocieras bien, no me querrías tanto”, le dice Bertrand a su mujer en un momento de desnudez, de simple humanidad. El guión del propio Pierre Schöller, astuto y preciso, hace de esas situaciones una suerte de contracara del animal político, como cuando el ministro pasa parte de una noche en el humilde hogar de su nuevo chofer, discutiendo en un diálogo de sordos con la pareja de su empleado, al tiempo que cae en una suerte de catarsis etílica. El ministro tiene la velocidad de un auto de Fórmula 1, ritmo que busca y logra que el espectador se vea aspirado en la vorágine de las imágenes y los diálogos. Lo cual impide en gran medida la reflexión, o al menos la empuja más allá de la secuencia de títulos de cierre. La dimensión moral del relato, en última instancia, se reserva para los tramos finales de la película. No revelaremos aquí detalle alguno de la trama, pero baste decir que un evento por completo inesperado ubicará a Bertrand en un nuevo cruce de caminos. Más allá de su decisión personal, y parafraseando a Lampedusa, El ministro se encarga de dejar en claro que en ese submundo ubicado irónicamente en el más alto de los sitiales, las cosas cambian todo el tiempo precisamente para permanecer inmutables.
Una comedia que no abandona el lugar común Las histéricas no existen, pero que las hay, las hay. Así habla el falso ironista tratando de esconder su misoginia. Por cierto que en nuestra era nadie en su sano juicio es capaz de llamar “paroxismo histérico” a un buen orgasmo. Y ninguna mujer es diagnosticada con histeria desde hace varias décadas, pero el término ha permeado hasta las fibras más recónditas del habla cotidiana, transformándose en un epíteto de gran potencia ofensiva. El punto de partida humorístico de Histeria – La historia del deseo es ese choque frontal con una enfermedad inexistente hoy en día, otrora tan real como los gérmenes. En otras palabras, la hipotética superioridad en el discernimiento del espectador. Eso y el hecho de que el tratamiento terapéutico para paliar sus síntomas incluyera, en más de una eminente consulta, una buena sesión masturbatoria a cargo del galeno en cuestión. El film de Tanya Wexler, que usufructúa el telón de fondo de la pacata y represiva sociedad victoriana, no pretende ocupar el lugar del ensayo histórico o reconstruir cierta cosmovisión a partir de los vínculos personales, como sí lo hace Un método peligroso, la película de David Cronenberg que roza temas similares. Histeria toma la figura real de Joseph Mortimer Granville, el involuntario padre del vibrador (su función primigenia era el masaje de zonas menos íntimas) para crear una comedia romántica bastante clásica y relativamente conservadora. Este Mortimer de ficción, interpretado por Hugh Dancy, es un médico joven, elegante y buen mozo que, merced a su absoluta entrega al juramento hipocrático, se encuentra sin trabajo y con pocas posibilidades de encontrar un puesto ideal para sus competencias. Hasta que, destino o azar mediante, comienza a asistir al doctor Robert Dalrymple (el veterano actor británico Jonathan Pryce), un doctor de mujeres especializado en la casi milagrosa cura del “masaje terapéutico”. Que el viejo médico tenga además dos hijas, una bien modosita y de belleza clásica, la otra rebelde y protofeminista, deja sentadas las bases para una historia que no hace nada por evitar las tradicionales dicotomías del relato romántico. Los gags y situaciones de humor funcionan a medias y resultan particularmente elementales: la cantante lírica que entona las estrofas de “Sempre libera” ante las primeras vibraciones de la nueva invención; la creciente tendinitis de Granville por su excesiva actividad manual. Previsible por demás es el desarrollo de la historia, con su personaje dividido entre la ambición por el ascenso social y el deseo de entregar su mente y corazón a los ideales de pureza. Lo peor viene cerca del final, cuando el guión vuelve a reutilizar, sin mucho ingenio, los recursos de la fiesta de compromiso interrumpida, la escena de juicio, con su magistrado capaz de darse vuelta como una tortilla ante un breve discurso y la declaración amorosa en el lugar más inesperado. Sólo Maggie Gyllenhaal, como la sediciosa joven que dedica tiempo y dinero a las actividades de caridad, ayudando a las “madres solteras” y prostitutas de Londres, aporta un poco de energía a un film ramplón en su forma y titubeante en sus ideas. Como quien pasa de una conversación de salón a otra, Histeria gravita entre la apología del consolador y las ideas más tradicionales sobre el amor galante.
Dos cráneos que hubieran hecho temblar a Tu Sam ¿Qué tienen en común Robert De Niro, Sigourney Weaver, Leonardo Sbaraglia y Uri Geller? Luces rojas, el nuevo largometraje del gallego Rodrigo Cortés, realizador de la exitosa Enterrado, tiene la respuesta a esa pregunta. Claro que Uri Geller no aparece en el film; ni siquiera es nombrado al pasar. Pero sus proezas con cucharas y otros utensilios fácilmente doblegables andan sobrevolando por encima del guión como un espíritu juguetón. Mucho más expansiva que su claustrofóbico film anterior, Luces rojas presenta a una dupla de investigadores psíquicos que encarna algo así como la antítesis de los Cazafantasmas. Margaret y su joven asistente Tom (la Weaver y Cillian Murphy, quien se revela como el verdadero protagonista) se dedican a la sistemática refutación de fenómenos paranormales y actividades parapsicológicas varias, el terror de médiums y mentalistas, particularmente de aquellos que hacen de esos supuestos poderes una actividad lucrativa. Precisamente Sbaraglia, que interpreta en un par de escenas a un no tan típico chanta argentino (se hace pasar por un tano con poderes mentales, tomar nota), sufre en carne propia el hostigamiento del escéptico dúo. El hecho de que la universidad provea a su departamento con fondos cada vez más exiguos, prefiriendo en cambio la más vendedora y cool dependencia pro-parapsicológica, no les ayuda precisamente a promover sus actividades científicas. Y las cosas no mejoran cuando Simon Silver, Némesis de Margaret y una súper estrella del mentalismo que estuvo alejado de las candilejas por varias décadas, sale de su ostracismo para dar una serie de presentaciones y demostrarle al mundo, de una vez por todas, la supuesta autenticidad de sus poderes. Silver es, por supuesto, De Niro, en una de esas performances “de taquito” –o de manual– que actores de su talla pueden darse el lujo de dar de tanto en tanto. A propósito, no hay nada de malo en el reparto. El problema es qué hacer con él. Si Luces rojas arranca como un film menor pero con cierto atractivo por su particular enfoque sobre un tema transitado, el pronunciado derrape posterior hace más evidente la falta de gracia de todo el asunto. Circunspecta, por momentos solemne, la historia escrita por el propio Cortés abunda en vueltas de tuerca, sorpresas, traumas del pasado, el uso sistemático de lugares comunes narrativos y un giro alla Shyamalan (otro más, y van...) que resignifica por el absurdo toda la película. La segunda mitad del film, que se estira hasta casi las dos horas, parece por momentos un capítulo de Scooby-Doo al que se le hubiera quitado hasta la última gota de ironía, con su bandita de estudiantes tratando de descular los trucos de Silver mientras el tiempo apremia y el héroe se enfrasca en una pelea a las trompadas que parece trasplantada de otra película. Ejemplar representativo de cierta clase de coproducción contemporánea (es una película española con algo de dinero americano, rodada en España y Canadá, con actores mayoritariamente de habla inglesa), si Luces rojas puede destacarse por alguna razón es precisamente por su cualidad de pastiche desangelado, su rotunda medianía.
Fábula de la víctima y el victimario Parte thriller, parte película de acción, con más de una explosión de humor negro, el último gran éxito comercial del cine nórdico luego de la trilogía Millennium propone una inversión de roles entre un “cazador de cabezas” y su presa. Tiros, líos, cosha golda y un baño de mierda... literal. Eso y algunas cosas más propone el último gran éxito comercial del cine nórdico. Luego del suceso de la trilogía Millennium alcanzado por sus vecinos los daneses, esta producción noruega fue vendida a gran cantidad de mercados internacionales y sus derechos para una posible remake, previsiblemente, ya han sido adquiridos por Hollywood. Con el título genérico y algo blandengue de Cacería implacable, se estrena en nuestro país Hodejegerne, cuya traducción literal es “Cazadores de cabezas”, juego de palabras entre el headhunter de uso corriente en el mundillo empresarial y una mucho más textual aplicación de su significado. Parte thriller, parte película de acción, con más de una explosión de humor negro, el film de Morten Tyldum arranca, voz en off mediante, con una típica secuencia introductoria donde se nos presenta a Roger Brown. Monstruo de dos cabezas, en su vida oficial y pública el señor Brown se dedica a seleccionar posibles CEO en empresas de gran envergadura, a cazar esas insignes “cabezas” que sus empleadores necesitan. Pero detrás de esa fachada se esconde un amigo de lo ajeno, un ladrón de guante blanco dedicado a la sustracción de obras de arte. Ya en los primeros minutos resulta claro que la mirada del film –y, por ende, del espectador– estará siempre cerca de Roger, un tipo que a pesar de su baja estatura y evidente complejo de inferioridad aprendió a jugar en las grandes ligas. Alguien capaz de arriesgarlo todo con tal de mantener el statu quo y conservar a su bella, escultural (y altísima) esposa. Cierta encarnación del Mal parece girar alrededor de ese mundo de empresas asépticas, que no dudan en jugar el juego del doble discurso y las traiciones, tal vez uno de los grandes clichés del cine y la televisión. Es lógico, entonces, que nuestro atípico héroe mueva sus piezas con inteligencia y utilice ese particular commodity, la información, para la feliz concreción de sus actividades ilegales. Este somero repaso argumental apenas si describe un pequeño porcentaje de la trama, cuyas vueltas de tuerca corren el riesgo de apretar demasiado el tornillo. En principio, todo cambia cuando uno de los candidatos de Roger, dueño de un Rubens original de alto valor en el mercado, pasa de ser una de sus posibles víctimas a revelarse como victimario y posible verdugo. A partir del momento en el que Cacería implacable se aleja de Oslo y sale a la ruta, pasa rápidamente los cambios, pone quinta y aprieta el acelerador a fondo. La metáfora automotriz es al mismo tiempo bien concreta, ya que la persecución que ocupa buena parte del metraje incluye todo tipo de vehículos, incluido un tractor. El pobre Roger es literalmente cazado por su “protegido”, otrora soldado de elite y especialista en la tecnología GPS, y allí la película se pone bien loca y pesadillesca, tan improbable como atractiva. Como en un noir tamizado por los hermanos Coen, con quienes el film mantiene más de un parentesco, los cadáveres empiezan a apilarse y las cosas sólo van de mal en peor. Pelado, magullado y mordido, bañado de pies a cabeza en excremento humano, abandonado a sus propios recursos, el cazatalentos devenido en sobreviviente deberá afilar su ingenio si quiere vivir para contarlo. Por momentos, el protagonista recuerda a un James Bond algo improvisado y torpe, pero a quien definitivamente las leyes de la física sólo alcanzan en parte. Esa es la sana diversión que propone Cacería implacable, quizá su mayor encanto. Pero después llega el bajón, cuando a la película, cuya descripción debe incluir necesariamente el adjetivo “ingeniosa”, se le acaba la chispa. Víctima de la dictadura del tercer acto, la necesidad de clausurar cada detalle de la historia hace que el guión gaste todas las ideas, forzando no sólo los límites de la plausibilidad, sino achatando a los personajes, transformándolos en títeres parlantes que explican cada una de sus ansiedades, miedos y deseos. Si hasta parece haber una moraleja en todo el asunto, una vaga acotación sobre el cinismo de este mundo y de cómo la empatía y el amor finalmente triunfan.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.
Dos a quererse A coger que se acaba el mundo. Eso dicen y hacen (fuera de cuadro) muchos de los que rodean a Dodge, incluidos sus amigos más íntimos y... su ex esposa. ¿A quién le importan la promiscuidad y las promesas de fidelidad cuando el planeta Tierra está a punto de colisionar con un inmenso asteroide? Pero el pobre anda en otra, cabizbajo porque su mujer lo ha abandonado unas semanas antes del acabose, con serias dificultades de adaptación ante un mundo en extinción, aferrado con uñas y dientes a una conducta civilizada y protocolar. Buscando un amigo para el fin del mundo, el debut como realizadora de la guionista Lorene Scafaria –responsable del guión de Nick y Norah - Una noche de música y amor (2008)– cuenta para ese rol con el rostro ideal de Steve Carell, dispuesto en este nuevo alter ego de su persona cómica a recuperar a su primer amor, quien no tuvo mejor idea que mandarle una carta perfumada justo cuando el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Así, entre fiestas de despedida de las que no puede ni quiere participar y la necedad de aferrarse a los más banales actos cotidianos, Dodge conoce a Penny (Keira Knightley), su vecina de origen británico, con quien compartirá un viaje con la ilusión de hacer realidad sus últimos deseos: él, rencontrarse con su high school sweetheart; ella, volar a Londres para pasar los últimos días junto a los suyos. Punto y aparte. Y ya está todo preparado para que el film disponga sus elementos en una fórmula que podría reducirse al siguiente planteo: humor (no tan) disparatado en la primera parte, merma considerable de gags mientras la pareja va conociéndose, introspección espiritual, rencuentros emocionales y romanticismo pegajoso en los últimos tramos. A diferencia de otras películas con temática similar, como la melancólica Last Night (1998), del canadiense Don McKellar, Buscando un amigo... opta por el camino de la comedia romántica lisa y llana, con el concepto del film del mundo como una simple vuelta de tuerca conceptual. Al fin y al cabo, las cosas no serían esencialmente distintas si uno de ellos sufriera de una enfermedad terminal y el otro estuviera decidido a suicidarse. Lo más lamentable es la falta de gracia de todo el asunto, a tal punto que los mejores momentos (el conductor que ha contratado a un asesino profesional para acabar con todo antes de que todo acabe, la orgía en el local de comida rápida) son sepultados por la notable falta de chispa cómica del resto del metraje. Y si Carell atraviesa el recorrido con su habitual carisma, sorprende lo desabrido del personaje de Keira Knightley, reducido a una serie de muecas y monerías hipotéticamente simpáticas, producto de una más que desafortunada dirección actoral. Lo peor, de todas formas, viene después, cuando la película intenta ponerse seria y profunda.