Voz nueva y personal en el documental argentino Tres años después de su ópera prima, Caja cerrada (2008), el documentalista argentino Martín Solá cambia en su segundo largometraje ambiente y estética, pero se mantiene fiel a un estilo cercano al documental de observación. Cercano porque hay más bifurcaciones que dogmas en Mensajero, film que reemplaza el ámbito acuático de su anterior esfuerzo –rodado a bordo de un pesquero cerca de las costas de Barcelona– por la sequedad de una salina del noroeste argentino. El tema central, el núcleo del cual irradian el resto de sus reverberaciones y ramificaciones, sigue siendo el trabajo; trabajo manual, mecánico, esforzado, repetitivo, explotado. Pero si en Caja cerrada la consciente adhesión a la observación casi no le dejaba lugar a otra clase de recursos, en Mensajero Solá se permite varios desvíos ficcionales (al menos en su modo de exposición narrativa) y un uso de la fotografía en blanco y negro que lo acerca por momentos al ethos de un James Benning: un concepto mentirosamente fotográfico, que hace de las mínimas o mayúsculas variaciones en el plano uno de los ejes de su cualidad contemplativa. Hay dos extensos planos-secuencia que parecen sostener el andamiaje del film, como si se tratara de pilares visuales. Uno de ellos divide la película en dos mitades y registra durante varios minutos el pasaje de nubes bajas con el imponente marco de un cordón montañoso. Hay algo vagamente místico en esa imagen, sensación corroborada y potenciada por la utilización que hace Solá de una procesión religiosa como contrapunto del peregrinaje laboral del protagonista. Mensajero, que participó de la competencia Cine del Futuro en el Bafici 2011, abre con un plano de Rodrigo, excusa dramática del documental, un joven cartero que decide abandonar su precario rol para ir en busca de unos pesos extra en la faena intensiva de una salina. Mientras prepara su partida, un grupo de habitantes de la zona ultima los detalles para la romería anual. El realizador propone allí ese segundo tour de force de la puesta en escena, un largo travelling lateral –bello e hipnótico– que recorre de punta a punta al grupo de peregrinos. Esa imagen será más tarde contrapuesta a un plano equivalente: a bordo de un tren diésel, el rostro de Rodrigo se destaca en primer plano mientras el cambiante paisaje, detrás del vidrio, sirve como telón de fondo. O viceversa, porque tal vez sea el paisaje el protagonista principal, al tiempo que Rodrigo absorbe y es cambiado por éste. Una de las obsesiones centrales de un film por cierto obsesivo, a tal punto que semeja un sueño recurrente, es la relación entre hombre y naturaleza, entre espacio exterior e interior, entre hábitat y habitante. Luego de la llegada a las cercanías de la salina, la explicación del capataz describe las frágiles condiciones del gremio como si se tratara de beneficios laborales. Y luego se impone el salar, infinito y bochornoso, ofreciendo el producto de su vientre a los anónimos jornaleros. Apenas poco más, porque Mensajero lucha y se resiste a las convenciones tanto del film de denuncia social como a las del documental descriptivo. Hay una clara intencionalidad poética en las imágenes y el ritmo, lo cual le otorga al film las alas necesarias para volar y, al mismo tiempo, disgregar y desenfocar su narración. El juego planteado por Martín Solá –egresado del Observatorio, la escuela barcelonesa de cine documental– no posee reglas rígidas y exige del espectador una participación activa, reduciendo el rol congénito de receptor para demandar un ida y vuelta intelectual, emocional y, fundamentalmente, sensorial con las imágenes y sonidos que provienen de la pantalla y alrededores. Sepa el espectador, de todas formas, que no hay nada “difícil”, ninguna superficie dura de horadar, en los poco más de cuarenta planos que Mensajero despliega en 85 minutos de proyección. Más bien todo lo contrario: es un film abierto y generoso que reafirma la presencia de una voz nueva y personal en el cine documental argentino.
Entre descriptiva y didáctica El film del polaco Lech Majewski toma como punto de partida una de las creaciones más conocidas del pintor holandés Pieter Brueghel (Padre), “Procesión al calvario”, para imaginar la vida cotidiana de algunos de sus personajes. Todos aquellos padres de niños pequeños saben que en la señal especializada Baby TV se exhibe un segmento animado llamado “La galería del abuelo”, cuyo objetivo es iniciar a los más chicos en el mundo de la pintura. Así famosas obras del arte plástico universal son recorridas por un crío, su conejo-mascota y el famoso abuelo, que siempre anda escondiéndose entre los pliegues del lienzo original. Salvando todas las distancias de estilo y el público al que va dirigida, El molino y la cruz transita un camino similar, al menos en lo que respecta a su dispositivo central. La idea del film del polaco Lech Majewski se ubica a mitad de camino entre lo descriptivo y lo didáctico y toma como punto de partida una de las creaciones más conocidas del pintor holandés Pieter Brueghel (Padre). “Procesión al calvario”, óleo de gran tamaño y compleja estructura, está a punto de cumplir 450 años y en ella se representa el Via Crucis de Cristo en un contexto anacrónico: el sometimiento del pueblo de Flandes (hoy Bélgica) a manos de los soldados españoles, poco antes del comienzo de la Guerra de los 80 años. Lejos del tono ligero de La kermesse heroica, el clásico de Jacques Feyder que tomaba en solfa la misma coyuntura histórica, el largometraje de Majewski se presenta desde sus primeros minutos como un proyecto serio, grave, adusto. Y que utiliza hasta el límite de sus posibilidades, casi como una obsesión, la textura hiperrealista de las cámaras de alta definición, cortesía de un trabajo de fotografía fusionado con la más pura ingeniería digital. Si el objetivo desde lo visual es “meterse” en la pintura, observar cada uno de sus pormenores, la película imagina asimismo la vida cotidiana de algunos de sus habitantes, en viñetas que van de lo banal a lo trágico. El film aclara y explica contextos, particularidades, causas y consecuencias a través de tres personajes: el mismo Brueghel, interpretado por Rutger Hauer, su mecenas (Michael York) y la mismísima Virgen María (Charlotte Rampling). Son esos tres veteranos de varias guerras –acompañados por un ejército de anónimos extras polacos– quienes se explayan ocasionalmente con palabras en un film que sólo las utiliza en contadas ocasiones, pero que precisamente en esos momentos abandona por completo cualquier inquietud experimental para entrar de lleno en el terreno de lo pedagógico. Por momentos, El molino y la cruz parece una versión remozada de aquellos tableaux vivant que el cine primitivo adoraba reproducir cinematográficamente, pura pose y gesto grandilocuente. La calidad iconográfica que adquiere cada uno de sus planos y secuencias recubre al film de una pátina de autoindulgencia técnica que no logra esconder su esterilidad estética y falsa profundidad discursiva (volver a ver, como genial contrapunto, las imágenes de la ficción dentro de la ficción en el genial cortometraje La Ricotta, de Pasolini). No hay aquí ninguna reflexión sobre el proceso creativo; menos aún un retrato sobre una época y su cosmovisión. Apenas un aliciente para buscar y admirar alguna reproducción del “calvario” original. Para finalizar con otra cita, El molino y la cruz se asemeja al sueño hecho realidad del cineasta que en Pasión, de Godard, intenta llevar a la vida fílmica una serie de famosas pinturas barrocas. Casualmente, ese personaje de ficción era polaco como Majewski y su proyecto estaba destinado al fracaso desde un primer momento.
El denso tejido de las ciudades fronterizas Hay algo en las ciudades de frontera que las hace propicias para las actividades turbias y la corrupción. Al mismo tiempo, suelen funcionar como espejo ideal donde ver reflejados, entre otras imágenes de la realidad, los sufrimientos que la pobreza inflige en las porciones más desprotegidas de la población. El silencio del puente, del investigador y documentalista Eduardo Schellemberg, posa su mirada sobre uno de esos pasos divisorios y utiliza tres casos particulares como método de inducción para conocer las generalidades de un mundo con reglas propias. El lugar es el Puente Internacional San Roque González de Santa Cruz, que une sobre el río Paraná a Posadas y Encarnación, un proyecto de larga data entre los gobiernos de Argentina y Paraguay que sólo pudo ser concretado en pleno menemato, en 1990. Un logro de la ingeniería que une dos pueblos y que esconde, detrás de las frías estadísticas, decenas de miles de historias, a ambos márgenes de sus casi seiscientos metros de largo. Una de las características destacadas del documental es el paciente trabajo de investigación que lo sostiene, que permitió incluir imágenes y sonidos recientes y otros registrados hace más de un lustro, además del material de archivo que lo complementa. Uno de los relatos tiene como protagonista a Aurora Lucena, viuda de Carlos Antúnez, gendarme posadeño que murió debajo del puente, hace más de una década, en circunstancias sospechosas. La cruzada de Aurora por esclarecer esos hechos –la muerte de su marido y de otro compañero de armas– se ha topado con toda clase de silencios oficiales, miedos, dilaciones, ocultamientos y la pesada y morosa maquinaria judicial. A la fecha, como se aclara antes de los títulos de cierre, nadie fue condenado. El silencio... presenta otras dos crónicas que, cerca del final, se cruzan ligeramente con la de Aurora. Del otro lado del viaducto, Eduardo Petta narra los pormenores del hecho que lo llevó a perder su puesto de fiscal, tras la espectacular detención de un avión cargado de mercadería ilegal. Petta tocó intereses poderosos y, luego de un juicio sumario y amenazas que casi destruyen a su familia, terminó como jefe de la policía caminera paraguaya. Finalmente, el documental describe las actividades de Ricardo de la Cruz Rodríguez, abogado penalista de Posadas especializado en la defensa de los paseros –que pasan mercadería de un lado a otro, muchas veces ilegalmente– y que, en los casos que involucran sustancias prohibidas, terminan pagando las culpas, “perejiles” al fin. La voz de Rodríguez lee pasajes de un ensayo sociológico de su autoría, un análisis de las consecuencias que la explotación y la criminalización de la pobreza tienen sobre ambas ciudades fronterizas. Documental de denuncia en su acepción más amplia, El silencio... alterna las historias a lo largo de sus 90 minutos, al tiempo que construye una pintura de una situación llena de matices. Y con escasas soluciones a la vista, más allá de las buenas intenciones y discursos. Schellemberg deja que sean sus protagonistas los que se explayen y le escapa al obvio recurso de la explicación en off, aunque por momentos no puede evitar caer en la técnica del inserto, superponiendo imágenes innecesarias y cortando el flujo visual de las entrevistas, tal vez por un atávico y muy televisivo miedo a la falta de ritmo. Más allá de esos detalles formales de su construcción y de cierta monotonía expositiva, el film logra el que parece ser su principal propósito: proponerse como un aporte audiovisual en pos de un diagnóstico social.
Ficción que se disfraza de documental Hay varias películas dentro de Malón, segundo largometraje de Fabián Fattore. Al menos dos. Por un lado, el realizador de Línea sur –documental que cruzaba textos de Osvaldo Soriano con un viaje emocional por la Patagonia– registra la vida cotidiana de su personaje principal con mirada de entomólogo. Sosa viaja todos los días a la Capital desde algún lugar del conurbano bonaerense, en tren, en colectivo, en subte. Trabaja como mozo en un bar de viejos, de esos que están en franca extinción. En su tiempo libre practica boxeo en un club ferroviario, despunta el vicio de músico con su acordeón, le arregla cosas rotas a su vecina y posible interés amoroso. La cámara se posa sobre él como quien intenta desentrañar un enigma o, al menos, rasgar la superficie de lo aparente. Sosa es el actor Darío Levin, en una composición minimalista y reconcentrada. Y Malón es, en parte, una película de ficción que se disfraza de documental. Recién en el minuto trece de proyección se pronuncian las primeras palabras y, con las voces, surge otro film que se solapa y entrecruza con el anterior. Si Sosa habla apenas lo justo y necesario, su jefe y los parroquianos del bar hablan hasta por los codos. El tema de las conversaciones parece una obsesión: la historia, desvíos y actualidad del peronismo. Las polémicas sobre ese eterno asunto nacional son escuchadas con atención por el protagonista desde detrás del mostrador, quien de a poco, tibiamente, comienza a interesarse por ese mundo que parece desconocer por completo. Ese otro Malón es mucho más enfático, a pesar de su aparente escondite entre líneas, y para cuando el protagonista se mezcla entre el gentío y las banderas de una movilización popular, el film ha adoptado un discurso que se asemeja al relato iniciático, en este caso iniciación a la interpretación política, tal vez de conciencia de clase. El malón del título es una referencia a la famosa pintura de Angel Della Valle El regreso del malón, que Sosa descubre en toda su magnitud hacia el final de la historia, casi como si fuera un nuevo socio del recientemente creado Instituto de Revisionismo Histórico. Fattore no logra que esas dos líneas fluyan durante todo el metraje. De esa forma, a una escena marcada por un preciso sentido del encuadre, usualmente aplicado a generar sentido a partir de la simple observación, le sigue otra en la que la charla entre personajes se revela como una emulación epidérmica y naturalista de lo cotidiano. Algunos diálogos suenan falsos, como si no pudieran esconder su cualidad de construcción narrativa, su paso del papel a la pantalla. Lo mejor de Malón son los apuntes que transmite visualmente, los momentos en los que la mirada de Sosa –que la cámara casi nunca abandona– dan cuenta de cierta complejidad del personaje a partir de pinceladas mínimas. El costado más programático del film comienza a ganar fuerza en los tramos finales, poniendo a nuestro héroe en un rol demasiado pasivo, el reservorio de un mensaje o un planteo que nunca vemos crecer realmente en él.
Rutas españolas “Uno no elige qué vida quiere, simplemente la vive.” Algo así le dice un hijo cuarentón a su padre a poco de comenzado El camino, una de las varias frases aleccionadoras que encontrará el espectador a lo largo del recorrido. Y es que el film es tanto una road movie a la vieja usanza como un estricto asunto de familia. En su séptimo largometraje como realizador (lo cual no es poca cosa), Emilio Estevez dirige nuevamente a su padre, Martin Sheen, protagonista de una caminata de dos horas que, magia del cine mediante, le permite transitar buena parte de España, la tierra de sus ancestros. La del actor, que no la del personaje. En este punto es bueno recordar que el nombre de nacimiento de Sheen es Ramón Estevez y que su progenitor era un gallego de pura cepa llegado a los Estados Unidos como un inmigrante más. En algún punto, entonces, el film es una vuelta a los orígenes, aunque no esté presente aquí el díscolo de la familia, Carlos Estevez, alias Charlie Sheen. El guionista y realizador del proyecto se reserva en cambio un pequeño pero relevante rol delante de la pantalla, la del hijo que muere apenas comenzada la travesía del Camino de Santiago, la ruta de los peregrinos que arranca en Francia y atraviesa gran parte del norte español hasta su destino final en Santiago de Compostela. Rodada casi exclusivamente en locaciones reales de Francia y España, El camino sigue el derrotero de Tom (Sheen), un oftalmólogo taciturno y de pocas pulgas que a poco de recibir los restos de su hijo decide emprender el mismo viaje que éste no pudo completar, tal vez con la esperanza de reestablecer post mortem una relación reseca en vida. Pero lo que empieza como una peregrinación solitaria, con probable destino de fracaso, terminará completándose con la alianza de otros tres personajes que también andan por allí arrastrando sus pesadas mochilas llenas de complejos, traumas y desilusiones. No es desagradable compartir este viaje con Sheen y los tres actores de diversas nacionalidades que lo acompañan. Y cuyos orígenes son respetados a rajatabla por el guión: la canadiense Deborah Karah Unger encarna a una compatriota cínica y gastada por los golpes de la vida que ha prometido dejar de fumar al final del peregrinaje; Yorick van Wageningen es un holandés (errante, por supuesto) fumón y algo ingenuo, además del recurrente “alivio cómico” del relato; el irlandés James Nesbitt se encarga de dar vida a un escritor llegado de las tierras de los duendes que anda en busca de inspiración para un libro. Previsiblemente, a los primeros roces y encontronazos entre los miembros del cuarteto les seguirán confesiones y comuniones, a medida que el viaje físico se refleja en los movimientos internos –del alma o de la psicología, dependiendo del punto de vista de cada uno–. El principal escollo del film es su previsibilidad, la ausencia de sorpresas. El film sufre además de una dolencia narrativa que lo hace alternar casi matemáticamente escenas dramáticas con otras graciosas, seguidas de secuencias de montaje con música de fondo, un estricto orden a+b+c repetido hasta la clausura de la historia. De todas formas, da toda la impresión de que los actores la pasaron bomba durante el rodaje, algo que la película logra transmitir en más de un pasaje. Pero andá a pasarla mal bajo el buen clima del Cantábrico, entre pinchos y vino Rioja.
La angustia existencial de Paul Giamatti La angustia es la emoción más fuerte que impregna los días de Paul Giamatti, el personaje interpretado por el actor del mismo nombre en Intercambio de almas. Aunque no necesariamente un alter ego del ser de carne y hueso, el Paul de la ficción parece una materialización a la enésima potencia de la persona cinematográfica de Giamatti, con esa carga de desconsuelo, ansiedad y neurosis habitual en algunos de los roles más recordados del actor (v.g.: Entre copas). El film encuentra a P.G. (el personaje, no el actor) a punto de estrenar una nueva puesta teatral de Tío Vania, pero a pesar de una carrera evidentemente exitosa, el hastío y una ligera alienación parecen acongojar cada uno de sus pasos. Entra en juego el elemento fantástico, bajo la forma de una empresa dedicada a la extracción de almas. Literalmente, de manera tal que el cliente puede andar por la vida sin cargar con tantas emociones negativas acumuladas durante su existencia. Hacia allí va Giamatti, quien se saca de encima la molesta ánima –de forma y tamaño similar a un garbanzo, uno de los mejores gags del film– sin pensar en los posibles efectos secundarios que esto puede acarrear tanto en su vida profesional como en lo privado. El siguiente chascarrillo no pretende ser original ni ingenioso, pero se impone por la fuerza de la evidencia: Intercambio de almas es una película desalmada. Tal vez ésa haya sido la intención de la realizadora Sophie Barthes, quien en su ópera prima tira sobre la mesa inquietudes filosóficas, metafísicas incluso, en el marco de un relato que alterna el humor psicológico con la angustia existencial observada bajo el prisma de la ironía. El film cita y recicla ligeramente a Chéjov, a Jung y a Descartes, pero no logra que ninguno de ellos brille con luz propia. El aire de familia más cercano es el de algunas de las creaciones del guionista y realizador Charlie Kaufman, con sus juegos entre realidades y ficciones y la idea de la vida real como potencial escenario teatral, pero sin el grado de locura de ¿Quieres ser John Malcovich? o Todas las vidas, mi vida. A poco de comenzada la proyección resulta evidente que todo quedará reducido a un unipersonal de Giamatti enfrentado a diversas situaciones, un vehículo para su indudable talento como histrión. “El show de Paul Giamatti”, digamos. El último tramo del film transcurre en San Petersburgo, donde Giamatti intenta recuperar su alma original luego de haber aprendido la lección. Ese arco dramático anquilosado, ese costado “de autoayuda”, es tal vez lo más penoso de la película, junto con una idea esquemática y superficial que la realizadora deja entrever, tal vez, inconscientemente: el alma rusa sólo es buena para la poesía trágica y las actividades mafiosas.
Werner Herzog viaja a la prehistoria Sin caer en la trampa del didactismo, el realizador da otra mirada a las imágenes creadas por el ser humano más antiguas. El siglo XXI encuentra al alemán Werner Herzog en una nueva etapa de producción, frenética y creativa, una suerte de renacimiento artístico que en realidad no es tal: el director de Aguirre, la ira de Dios no estaba muerto, sólo que sus películas no parecían correr en paralelo con el zeitgeist cinematográfico. Ahora su nombre goza nuevamente de los favores de los programadores de festivales y de la crítica en general y, tal vez por ello, productores de distintas extracciones aceptan sus proyectos y le acercan otros con la intención de tentarlo, tanto en el terreno de la ficción como en el documentalismo. Una de las características históricas del documental herzoguiano es hacer propio lo ajeno, en el sentido de acercarse a una idea, temática o personaje y, a partir de allí, construir una poética personal, partiendo de cierta instancia objetiva para transformarla completamente a través del filtro de su mirada. Es el caso de algunos de sus films de no ficción más recientes como Encuentros en el fin del mundo (2007) o Grizzly Man (2005). Y también el de La cueva de los sueños olvidados, una fascinante investigación sobre la necesidad humana de crear y legar imágenes de su propia existencia y su entorno que, en más de un momento, semeja una película de ciencia ficción donde un grupo de astronautas descubriera los vestigios de una cultura alienígena. Sin alejarse del planeta Tierra, las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, descubiertas en 1994 en el sur de Francia, son las imágenes creadas por el ser humano más antiguas conocidas a la fecha. Unos 30 mil años atrás, esa región –como la mayor parte de Europa– era un territorio vasto y frío habitado por diversas especies animales, entre ellas los últimos descendientes del hombre de Neanderthal y los más evolucionados homo sapiens. Fueron éstos últimos los encargados de darles forma a las imágenes que decoran las paredes de esta gigantesca cueva, oculta durante milenios a la mirada humana –y a las inclemencias del clima– gracias a un desprendimiento de material rocoso que taponó su entrada, transformándola en una verdadera cápsula temporal. Herzog y su reducido equipo técnico lograron un permiso excepcional para ingresar a la caverna y registrar en vivo y en directo esas ilustraciones paleolíticas. Para ello utilizaron una pequeña cámara 3D que, en determinados pasajes del film, logra transmitir las curvaturas y protuberancias de esa gigantesca tela con forma de muro y contagiar el sentimiento de prodigio espiritual, casi religioso, que todos aquellos que ingresaron en el lugar afirman haber experimentado. Pero también hay tiempo para admirar las estalactitas y estalagmitas que encuadran las diversas criptas, los huesos de osos y otros animales que habitaron el lugar, las pisadas y rastros de carbón que denotan la presencia humana. En otras instancias, La cueva de los sueños olvidados se acerca conceptualmente al audiovisual institucional por encargo, destinado a destacar las virtudes del equipo de científicos que investigan y protegen el lugar. Pero Herzog escapa de esa trampa más temprano que tarde, haciendo hincapié en la belleza de las pinturas –particularmente la de ese grupo de caballos que evidencia un enorme talento artístico alejado de cualquier idea de primitivismo– o bien tomando algunos desvíos excéntricos o irónicos, como ese científico que le saca las notas del himno norteamericano a la reproducción de una flauta prehistórica. El documental parece en ciertos pasajes una oda solemne ofrendada a los albores de la inteligencia y la sensibilidad artística de la raza humana, enmarcada por la banda de sonido de Ernst Reijseger –grave y majestuosa– y la voz impostada del propio Herzog. Pero cuando se hace difícil discernir si el realizador se ha embrollado en la enredadera de la pretenciosidad, ahí está el inserto de Fred Astaire bailando con sus propias sombras o las imágenes de los cocodrilos albinos que cierran el film para certificar que La cueva de los sueños olvidados es un Herzog de pura cepa: más interesado en generar imágenes extrañadas y portentosas que en seguir un derrotero marcado por el didactismo o la divulgación.
Descubre las zonas erróneas de tu vida Primer protagónico de Kristen Wiig, recibida con honores en la usina del programa de TV Saturday Night Live, la comedia dirigida por Paul Feig tiene un humor irreverente, hasta que se vuelve conservadora. Llegó el momento de las mujeres, parece decir la cola publicitaria de Damas en guerra, promocionada como una suerte de ¿Qué pasó ayer? con faldas (¡el marketing cinematográfico y sus deliciosas sutilezas!). No hay mucho de eso, aunque sí es cierto que una boda funciona como excusa para la ¿fraternidad? de un grupo de mujeres durante un período determinado. En última instancia, la película está más cerca de Sex and the City luego de un consumo intensivo de ácido, subiendo el volumen de locura generalizada, al menos hasta el convencional final. Más allá de las características colectivas de esta descripción, la protagonista excluyente de la historia es la treintañera Annie, primer protagónico de Kristen Wiig, comediante recibida con honores en la usina del programa televisivo Saturday Night Live. Tal vez no pueda hablarse propiamente de “proyecto personal”, pero Wiig es además la coautora del guión original y resulta evidente que el personaje fue pergeñado a la medida de su talento humorístico. Ese es, sin dudas, uno de los méritos notorios de Damas en guerra, producida por el ubicuo Judd Apatow y dirigida por Paul Feig, creador de la serie Freaks and Geeks. La vida de Annie es, por decirlo de una manera suave, un desastre, particularmente en lo que respecta a aquellas zonas erróneas de su vida sentimental. La primera secuencia la muestra disfrutando de una sesión de sexo gimnástico que, de la noche a la mañana, deviene en el nuevo desencanto amoroso de una larga lista. En lo económico, las cosas no andan mejor: el emprendimiento gastronómico en el cual invirtió todo su dinero terminó bajando las cortinas debido a la crisis inmobiliaria y apenas si sobrevive gracias a un empleo conseguido por su madre (Jill Clayburgh, en su película póstuma). Su mejor amiga, Lillian (Maya Rudolph, otra veterana de SNL), está a punto de contraer matrimonio y le pide ser una de las damas de honor en el casorio; ocupación que, lejos de transformarse en un intermedio de felicidad, complicará aún más la desdichada existencia de nuestra heroína. Entra en la ecuación Helen (Rose Byrn), la bella y rica mujer del jefe del novio, dispuesta a competir a la hora de conseguir el mejor vestido nupcial, la despedida de soltera perfecta, la recepción ideal. ¿O será pura paranoia de Annie? Traspasando la barrera de las dos horas, Damas en guerra sufre de un metraje sobredimensionado y, una escena temprana, lo grafica a la perfección. Annie y Helen rivalizan por el discurso más emotivo en un crescendo humorístico que toca su propio techo y comienza luego a describir una curva descendiente, extendiéndose hasta el agotamiento. Cosa extraña para un colectivo creativo que, si conoce de algo, es precisamente de timing cómico. El film continúa mezclando cal y arena y encuentra momentos luminosos e hilarantes con otros que no terminan de cuajar. Los personajes secundarios están construidos en base a dos o tres trazos funcionales y, como es de esperar, algunos funcionan como perfecto mecanismo bufo –en particular el interpretado por Melissa McCarthy– y otros quedan apenas en esbozos humanos. La escatología, menos trepidante de lo que aparenta, está contenida fundamentalmente en una secuencia central: luego del almuerzo en un restorán, al que le vendría bien un control bromatológico, las chicas van a probarse vestidos a una de esas boutiques ultra refinadas. Los resultados podrán no ser del paladar de todo el mundo pero, ¿existe acaso una imagen más surrealista que la de una novia en uniforme defecando a la vista de todos en plena vía pública? Annie/Wiig muestra su costado más amenazante en una escena a bordo de un vuelo que, inevitablemente, termina en desastre. Hay algo cercano a la psicosis en el personaje que la película no oculta pero dispensa, y es esa tensión entre lo entrañable, lo inquietante y lo patético lo que motoriza el corazón de Damas en guerra y le hace ganar una humanidad que no es posible encontrar en muchas comedias contemporáneas. De todas formas, la maldita exigencia de incluir una subtrama romántica que solucione, al menos temporalmente, el contratiempo sentimental de Annie y la obsesión por cicatrizar todas y cada una de las heridas transforma al último tramo del film en un manual de “corrección guionística”. La cursilería autoconsciente le da un baño de inmersión conservador a una película que veía describiendo curvas inesperadas.
El viejo truco del traspié genético Splice podrá ser muchas cosas, pero ciertamente no es original. Lo cual, en principio, no representa problema alguno; al fin y al cabo, ¿de cuántas películas puede afirmarse que en la originalidad descansa una de sus más evidentes virtudes? Más difícil aún es encontrar genuina singularidad en el terreno del cine fantástico, afecto desde tiempos inmemoriales a la reutilización de tópicos, climas y situaciones. En la ciencia ficción y el horror, como ocurre con ciertos géneros musicales, el quid no radica tanto en la novedad sino en la pericia y el arte para lograr que las notas terminen componiendo una melodía familiar, pero no por ello menos emocionante. En parte como consecuencia de una deliberada indecisión a la hora de jugarse por una sola estrategia genérica –o por el miedo a abandonarla por completo–, esta historia de experimentos genéticos que se van al diablo lo logra solo a medias. Dirigida por el canadiense Vincenzo Natali, el mismo realizador de aquel pequeño éxito de culto llamado Cube, la película cuenta con la participación en los roles centrales de Adrien Brody y Sarah Polley, tal vez los activos más importantes del film: son ellos quienes aportan profesionalismo y entereza dramática incluso en escenas y diálogos que se hunden en el cliché o el tono hiperbólico. El relato presenta a Clive y Elsa (nombres que refieren indudablemente a Colin Clive y Elsa Lanchester, intérpretes del clásico de James Whale La novia de Frankenstein), una pareja de ingenieros genéticos, en el umbral de un descubrimiento que puede torcer el curso de la humanidad. Pero como le ocurriera al famoso barón creado por Mary Shelley casi dos siglos atrás, la invención de vida artificial sin tener en cuenta ciertos límites éticos –no hay aquí referencias religiosas del tipo “jugar a ser Dios”– le deparará a la dupla más de una inesperada y desagradable sorpresa. Dren, el ser nonato concebido a base de un menjunje de ADN, se parece poco y nada al feo monstruo de cabeza cuadrada creado por los estudios Universal. Más bien se asemeja a lo que de hecho es: una bella modelo rapada y retocada con un maquillaje ligeramente aberrante, alienígeno. Es casi una obviedad fantasear acerca de los resultados de un posible choque de este material y el impulso creativo de un compatriota de Natali, David Cronenberg, idea que se impone luego de advertir ciertas similitudes del film con Cromosoma 5. Splice es más interesante precisamente en aquellos momentos en que abandona sus coqueteos con el “terror científico” tradicional para sumergirse en aguas más inquietantes, con Dren transformada en el hijo putativo que la pareja no quiso o no pudo tener y, más aún, cuando esa relación comienza a tener características incestuosas (si tal cosa es posible con un bicho creado genéticamente). Pero esas arenas movedizas son abandonadas para volver a pisar en terreno más firme. De esa forma, haciendo honor a su título (el verbo “splice” se traduce como “unir”, “empalmar”), la película alterna y mezcla escenas absolutamente ridículas –como la pelea entre gusanos genéticamente adulterados– con otros momentos donde puede respirarse un clima más enrarecido y perturbador.’
Un abanico narrativo La película de Moreno intenta abrir nuevos caminos, acompañando la deriva existencial de su protagonista, en una serie de estampas que van de lo dramático a lo cómico, de lo cotidiano a lo absurdo. Poco más de un lustro le llevó a Rodrigo Moreno completar su segundo largometraje en solitario luego de El custodio. Un mundo misterioso participó a comienzos de este año en la competencia oficial del Festival de Berlín, donde fue recibido con bastante rechazo por una parte de la crítica especializada, e integró luego la competencia local del 13º Bafici, dividiendo aguas en cuanto a sus alcances y limitaciones. Más allá de las diversas opiniones que se puedan tener sobre ella, lo cierto es que Un mundo misterioso es una de esas películas que intenta abrir nuevos caminos, aun a riesgo de tropezarse en el intento, una propuesta que en gran medida le hace los honores a su título, evitando lugares comunes y obviedades dramáticas y sacándoles el jugo a los detalles –algunos de ellos microscópicos– en cada una de las escenas, puntos de concentración de esos aires misteriosos que conforman el núcleo de su universo. Boris (Esteban Bigliardi, en estado de hieratismo casi absoluto) se levanta una mañana como cualquier otra para encontrarse con una situación atípica, de esas que pueden cambiarle a uno la vida: con las últimas telarañas del sueño aún nublando la vista, su novia le espeta que se siente asfixiada, que necesita pasar un tiempo en soledad. En esa extensa secuencia que abre el relato, la ruptura de la pareja queda supeditada a la fragmentación del encuadre y a la iluminación, tanto o más importantes que las palabras que no dejan de rebotar entre uno y otro partenaire. De allí en más, y a lo largo de poco menos de dos horas de proyección, será la tensión entre historia, diálogos y rasgos de estilo la que hará de la película un objeto particular, con ribetes por momentos inesperados. A partir de una mínima excusa argumental, una separación amorosa común y silvestre, Moreno encara el registro minucioso de la deriva existencial de su protagonista, en una serie de estampas que van de lo dramático a lo cómico, de lo cotidiano a lo absurdo, haciendo de Buenos Aires un lugar ligeramente excéntrico, enrarecido. La mudanza a uno de esos “hoteles de pasajeros” típicos de ciertas zonas de la ciudad encuentra a Boris suspendido en el tiempo y en el espacio, circunstancia ideal para realizar actividades de diversa índole –visitar librerías, ir a una fiesta, comprar un auto usado, viajar brevemente a Colonia, conocer chicas– al tiempo que intenta, al menos en un principio, volver a recuperar a su pareja. Uno de los encuentros propiciados por esta suerte de paréntesis en su vida cotidiana se produce en un bar, donde el joven conoce a una mujer tan solitaria como él; interpretado por Rosario Bléfari, este personaje hace evidente de alguna manera la filiación de Un mundo misterioso con el cine de Martín Rejtman, cuya Silvia Prieto es hoy no sólo un auténtico film de culto local sino un referente ineludible del cine argentino de las últimas dos décadas. Dotado de aires nuevaoleros, en particular en las escenas de persecución de mujeres en las calles de Buenos Aires, en otras concentrado en los detalles minúsculos de una fiesta o en los cambios de luz durante un viaje por la ruta, Moreno se atreve a realizar una película que en sus mejores tramos se abre a infinitas posibilidades narrativas. Tal vez la historia se extienda demasiado, forzando los recursos de la repetición y la circularidad, pero escenas notables como la del taller mecánico, con su giro sorpresivo que dota de un nuevo significado a lo ya visto, o el plano-secuencia del recorrido del colectivo inclinan la balanza hacia el territorio de la creatividad y el placer. Un mundo misterioso cuenta además con un notable trabajo fotográfico de Gustavo Biazzi (director de fotografía de Castro y la próxima a estrenarse El estudiante), que hace de la luz difusa de los interiores, pero también de la más cruda luminosidad diurna, un elemento esencial de la puesta en escena, todo ello enmarcado por el apenas rectangular formato 1:1.37, reliquia de otros tiempos que vuelve a enamorar a más de un realizador contemporáneo.