"Dolce fine giornata": la jaula de la intolerancia El nieto de una escritora que acaba de ganar el premio Nobel desaparece y la investigación policial apunta sobre el amante de su abuela, de origen copto. “¿Quién ocuparía la jaula ahora?”, se pregunta un escultor a instancias de Ezra Pound, el poeta estadounidense que a la caída del fascismo fue objeto de escarnio por su abierta exaltación del régimen caído. “El alba anuncia que ya nunca más podrás vivir el día que pasó”, recita a su turno el amante de Maria, poeta polaca que 40 años atrás adoptó las bellas colinas toscanas como segunda patria, cuando en su país se impuso la ley marcial. Entre el vivir cada día como si fuera el último y la figurada jaula de la intolerancia tendrá lugar la vida de Maria, atrapada en la histeria antiárabe de la Europa actual y, tal vez, la condena social del adulterio, en un país de raíces tan católicas como Italia. Es allí donde el título original, traducible como “dulce fin del día”, revela toda su carga de amarga ironía, en tanto lo que se cierne sobre la protagonista es una noche oscura. El comienzo encuentra a la escritora polaca Maria Linde (la reaparecida Krystyna Janda) en el pináculo: es feliz en el pueblito de pescadores donde vive, tiene con ella a su marido, su hija y sus nietos, celebra su cumpleaños… y acaba de ganar el Premio Nobel. Hasta el comisario fuma porro y festeja esa noche junto a Maria y sus invitados, con la dueña de casa majestuosamente tendida sobre un sillón y la hija fumando con ella. En ese momento, el representante de la policía aparece como una caricatura, alarmado con la noticia de que un grupo de inmigrantes sin papeles se desplaza desde la isla de Lampedusa hacia allí. Pero la cosa comienza a enturbiarse cuando el nieto de Maria desaparece y la investigación policial apunta sobre el amante de su abuela, de origen copto. Habrá un atentado y como consecuencia de ello Maria hará un discurso incendiario ante los miembros de la Academia. En la plaza seca de Volterra la jaula alegórica empieza a abrirse, en busca de quien la ocupe. Filmada con elegancia y actuada por Krystyna Janda con la autoridad de una veterana que lleva muy bien sus años (y que sigue fumando tanto, y tan nerviosamente como en tiempos de El hombre de mármol y El hombre de hierro), la película dirigida y coescrita por Jacek Borchuk tiene un andar tan fluido como el descapotable blanco que Maria conduce relajadamente por las rutas toscanas. Pero se traba en un par de detalles esenciales. El primero es la desaparición del nieto de Maria, que se va una tarde y es hallado a la madrugada: nunca se sabrá el porqué, abriendo en medio de la narración un bache de tamaño considerable. El segundo, crucial, es el discurso que da la protagonista ante la Academia sueca, donde califica un cruel atentado con bombas en el centro de Roma como “una obra de arte”, achacándole el origen del siniestro a la vieja Europa. ¿Puede un atentado ser una obra de arte? De la respuesta a este enigma depende la credibilidad entera de Dolce fine giornata.
"Franklin - Historia de un billete": un policial sin sorpresas Después de una condena, un exboxeador con rasgos de antihéroe se enfrenta a un pequeño infierno. El prólogo marca el tono de las durezas por venir: Correa (Germán Palacios) no muerde el polvo en el round asignado de antemano y quien maneja su carrera como pugilista le hace saber, sin demasiadas vueltas, que así la cosa no va a andar. Cinco años más tarde, luego de los títulos de apertura, Correa ya no boxea pero sigue recibiendo las órdenes de Bernal (Daniel Aráoz), ahora como matón y hombre para todo del jefe. Algo sale mal y el protagonista, que a esa altura ya proyecta todas las señales del antihéroe, termina detenido y condenado. La elipsis siguiente es de tres años. Correa sale de la cárcel, después de haber guardado silencio y demostrado así su lealtad, y frente al portón lo espera Rosa (Sofía Gala Castiglione), una prostituta que forma parte del conglomerado de Bernal y que supo ser amante del expresidiario. Al mismo tiempo, la ópera prima de Lucas Vivo García Lagos va presentando a otros personajes, mayores y menores, que formarán parte del pequeño infierno de los siguientes días, cuando las deudas presentes y pasadas conjuren la inminencia de la redención o la muerte. Franklin – Historia de un billete anuncia desde su título la proliferación de la moneda estadounidense en la trama y en pantalla, incluido un simbólico billete de cien dólares manchado con sangre. A tal nivel, que el constante intercambio de dinero no contempla la aparición de un solo peso argentino. El del film, creado desde el papel por los hermanos Walter y Marcelo Slavich (guionistas de las series Epitafios y Sr Ávila), es un mundo de corrupciones, violencias y criminalidades, grandes y pequeñas. En otras palabras, un universo que adhiere de pies a cabeza a las normativas de ese género cinematográfico, tan amplio como diverso, usualmente llamado “policial”. La vertiente elegida es seca, pariente lejana de los noir del pasado, pero con más de una referencia a las películas del primer Tarantino –allí están los cruces de personajes en principio independientes y el humor agazapado en la crudeza– adaptadas al medio local, con un lunfardo aggiornado y esa marginalidad de gran espectáculo transformada en tópico por series de tevé como El marginal. Para los cinéfilos, un guiño, alguien de renombre tremebundo apellidado Perrone; para las nuevas generaciones, un cameo de L-Gante. Más allá de la tendencia a destacar los tonos cobrizos, que puede apreciarse en una buena cantidad de películas contemporáneas, la fotografía digital de alto contraste de Luciano Badaracco ayuda a crear el clima de jungla de asfalto en el que se mueven los personajes, con rodaje en locaciones de La Boca y alrededores sureños. A fuerza de presencia, Palacios y Gala logran convertirse en algo más que los simples arquetipos diseñados por el guion, que avanza por los caminos diseñados sin correrse demasiado de lo previsible y derivativo, pero con buen ritmo. Correcta y, como suele decirse, “profesional”, Franklin ofrece un relato relativamente atractivo, sin sorpresas aunque funcional a las expectativas.
"La médium": horror en formato de falso documental. Para el común de los espectadores el nombre del director tailandés Banjong Pisanthanakun puede sonar como un impronunciable plato exótico, pero lo cierto es que su ópera prima, Shutter (2014), fue estrenada comercialmente en nuestro país con el inquietante título Están entre nosotros. Realizador afecto a los caminos del horror, aunque en su filmografía también pueden apreciarse un par de pasos de comedia, La médium marcó el regreso a los mercados internacionales luego del estreno mundial en el Festival de Cine Fantástico de Bucheon (el film es una coproducción entre Tailandia y Corea del Sur). Y tiene con qué, aunque el exceso de materiales y tonos, además de un metraje hipertrofiado, atenta contra las virtudes presentes en pantalla. La cosa va de posesiones y contactos con el otro mundo, pero no a la manera judeocristiana: aquí no hay exorcistas de sotana o manifestaciones demoníacas sino chamanes y espíritus de los más diversos dioses ancestrales, pre budistas. Durante sus más de dos horas de proyección, La médium echa mano al formato del falso documental (sí, como en El proyecto Blair Witch), decisión que ayuda en los primeros tramos y se transforma en un pesado lastre después. Nim (Sawanee Utoomma) es una mujer de unos cincuenta años que, ya desde la adolescencia, resultó “elegida” por la diosa Ba Yan como intermediaria entre el mundo material y el espiritual, la médium encargada de llevar a cabo las ceremonias necesarias para proteger de los más diversos males su pequeño pueblo rural. Un oficio transmitido de generación en generación que las mujeres de la familia han aceptado, a veces a regañadientes, desde tiempos inmemoriales. La muerte de un familiar cercano la obliga a visitar a su hermana mayor, cuya hija veinteañera comienza a mostrar, más temprano que tarde, los más extraños comportamientos y manifestaciones. ¿Acaso es la elegida para seguir la tradición y reemplazar a Nim o el ente que parece poseerla es de otra naturaleza, mucho más peligroso y maligno? Mientras los documentalistas en la ficción siguen a los personajes antes del estallido paranormal, La médium ofrece un relato atractivo y original, donde lo ominoso es una incógnita y la posibilidad del horror es precisamente eso: una posibilidad. Cuando la historia pisa el acelerador y la sangre comienza a brotar Pisanthanakun recurre a los más genéricos trucos terroríficos, de la inspiración en El exorcista a los tópicos y códigos de los muertitos vivos, incluyendo desde luego el clásico blairwitcheano de correr agitadamente a los gritos, mientras se intenta salvar la vida sin soltar la camarita (maldita costumbre). Una premisa prometedora y una primera hora interesante arruinadas por toda clases de excesos y pirotecnias audiovisuales, aunque algún susto genuino aparece por aquí y por allá.
"El largo viaje de Alejandró Bordón": hacia el infierno El film propone una cruza de documental testimonial y reconstrucción ficcional, aunque lejos del formato televisivo convencional. Los datos duros en el centro de El largo viaje de Alejandro Bordón forman parte de la memoria de los casos policiales recientes. En la madrugada del 5 de octubre de 2010, Juan Alberto Núñez, colectivero de la línea 524 con cabecera en Lanús, fue asesinado de varios disparos en una calle de Monte Chingolo. Apenas unos minutos más tarde, Alejandro Eduardo Bordón, operario en el Aeroparque Jorge Newbery, fue detenido por un oficial de la policía subiendo a un colectivo de la misma línea. Horas después, Bordón se transformaba en el único sospechoso, acusado de un crimen pasional una vez desechada la opción del robo. El comienzo de un calvario personal y familiar que terminaría casi dos años más tarde, cuando la defensa logró demostrar que no sólo no existía ni una prueba concreta en su contra, sino que las que sí se presentaron por la demanda habían sido, en el mejor de los casos, distorsionadas. En el peor, pergeñadas para inculparlo. El documentalista Marcelo Goyeneche propone un viaje al infierno de las causas inventadas, a partir de una cruza de documental testimonial y reconstrucción ficcional, aunque lejos del formato televisivo convencional. En blanco y negro con fondo neutro, Bordón, su esposa Noemí Bravo y el abogado Eduardo Soares recuerdan los pormenores de aquella terrible noche y los aún más dolorosos meses por venir, la condena social y mediática instantánea, los recelos de vecinos y compañeros y el comienzo, desarrollo y fin de la investigación y gestación de la defensa, que terminaría con la libertad del acusado. A esa columna vertebral, Goyeneche le entrelaza fuertemente una serie de segmentos ficcionales, en los cuales el actor Diego Cremonesi encarna a Bordón y Tatiana Saldoval a su pareja, amén de un personaje reinventado por Dante Alighieri: el poeta romano Virgilio, interpretado por Jorge Prado. Es este último quien camina entre el resto de las criaturas, reflexionando e interviniendo indirectamente, mientras una escenografía minimalista hace las veces de calle, celda y tribunal. De fondo, imágenes de las célebres ilustraciones de Gustave Doré para La divina comedia y fragmentos del film mudo The Lodger, de Hitchcock, ilustran y “conversan” con la recitación de pasajes de textos de Gramsci, Mandel y, desde luego, Alighieri. El largo viaje… intenta emplazar el caso Bordón como un ejemplo preciso de la aplicación del sistema policíaco-judicial creado y afilado en el siglo XIX, cuyos excesos suelen caer invariablemente sobre las clases más bajas de la sociedad. Así, la necesidad de hallar un culpable, a cualquier costo, para sostener la paz social; caiga quien caiga, aunque se trate de un completo inocente. El modelo más cercano del largometraje de Goyeneche parece ser El Rati Horror Show, el film de Enrique Piñeyro y Pablo Tesoriere que, hace más de una década, hizo por el caso de Fernando Carrera –otra infame causa armada– algo similar. Desde luego, el verdadero asesino de Núñez nunca fue descubierto y muchos de los responsables del “armado” de las pruebas contra Bordón no fueron procesados. Nueva demostración de que no siempre el que las hace las paga y que, muchas veces, quien no hace nada termina haciéndolo con creces.
"María Luisa Bemberg: el eco de mi voz": racconto vital y artístico Documental de formas tradicionales, además de los consabidos fragmentos de films y entrevistas con colaboradores, colegas y amigos, "El eco de mi voz" cuenta también con material inédito hasta la fecha. “¿Por qué cuando se habla de feminismo siempre es algo bueno y cuando se menciona el machismo todo es negativo?” Palabras más, palabras menos, esa es la pregunta que Rómulo Berruti le hace a la invitada en los estudios de Función privada, confundiendo etimologías y alcances de dos “ismos” que poco y nada tienen que ver entre sí. El fragmento de esa entrevista a María Luisa Bemberg, realizada en el legendario programa de tevé sabatino en 1987, salió del arcón de los recuerdos y se hizo viral hace un par de años. Ahora vuelve a tener un lugar destacado en el documental de Alejandro Maci, dedicado a la primera directora de alto perfil en la historia del cine argentino, cuyo estreno se da exactamente un siglo después de su nacimiento, el 14 de abril de 1922. La unión profesional de Bemberg y Maci comenzó algunos años antes de la preparación de la que iba a ser la nueva película de la cineasta, pero su enfermedad y muerte en 1995 abortó el proyecto y El impostor, basada en un relato breve de Silvina Ocampo, fue finalmente dirigida por Maci en 1997. En ese sentido, podría pensarse que nadie mejor que él para desarrollar María Luisa Bemberg: el eco de mi voz, racconto vital y artístico a la vez que homenaje a una figura que, más allá de los valores intrínsecos de cada una de sus seis películas, continúa creciendo con justa razón: la directora de Camila, De eso no se habla y Señora de nadie se abrió camino solitariamente en un mundo dominado por los varones, marcando el sendero para las generaciones de realizadoras que llegarían recién varios lustros más tarde. Alejandro Maci ordena cronológicamente la carrera de esa mujer nacida en el seno de una familia de la alta sociedad –los Bemberg, dueños hasta tiempos recientes de la cervecería Quilmes– que, con casi cincuenta años de vida, varias décadas de matrimonio y cuatro hijos, decidió que la escritura de guiones cinematográficos y la realización de cortometrajes podían marcar el comienzo de una nueva etapa. Tiempo después, a los 58, María Luisa se ponía por primera vez detrás de una cámara para dirigir un largo, su opera prima Momentos, estrenada en 1981. Documental de formas tradicionales, además de los consabidos fragmentos de films y entrevistas con colaboradores, colegas y amigos, El eco de mi voz cuenta con material inédito hasta la fecha, una serie de grabaciones de audio realizadas cuando Bemberg ya estaba enferma, aunque su lucidez se mantenía intacta. Diálogos entre la cineasta y Maci que vuelven una y otra vez a una de sus obsesiones: el rol del patriarcado en la construcción del espacio reservado para las mujeres en la sociedad. Comenzando por ella misma: más de un recuerdo de su propia infancia bajo normas rígidas terminaría dándole forma al guion de Miss Mary (1986). El documental incluye además un puñado de charlas y entrevistas públicas centradas en las películas, pero también en su actividad como defensora del movimiento feminista, incluido su paso por la asociación UFA (Unión Feminista Argentina), que ayudó a fundar en 1970. Y, desde luego, la nominación a un premio Oscar por Camila, la masividad, los proyectos con figuras extranjeras como Julie Christie, Assumpta Serna y Marcelo Mastroianni, la colaboración con figuras esenciales del cine argentino como el director de fotografía Félix Monti, el guionista Jorge Goldenberg y el productor Oscar Kramer. De todas ellas, sin embargo, la más importante en múltiples niveles es Lita Stantic, cómplice desde los tiempos de Momentos, incansable productora que, ya en el siglo XXI, apoyaría a una de las realizadoras más importantes del naciente Nuevo Cine Argentino, Lucrecia Martel. Como socia, amiga y compinche de la Bemberg, sus recuerdos y anécdotas le dan forma a una porción esencial, indispensable, de El eco de mi voz.
Una galería de encuentros inesperados El cineasta, flamante ganador del Oscar a la Mejor Película Internacional, presenta aquí una trilogía de historias atravesadas por el azar, el deseo, los amores pasados y presentes. 2021 fue el gran año de Ryusuke Hamaguchi, coronado hace apenas unos días con el Oscar a la Mejor Película Internacional para Drive My Car (ver crítica aparte). Pero apenas tres meses antes del estreno mundial en el Festival de Cannes de su último largometraje, que tiene su lanzamiento en la plataforma MUBI (ver crítica aparte), el realizador japonés presentó en Berlín La rueda de la fortuna y la fantasía, film de ninguna manera menos ambicioso que la adaptación de los relatos breves de Haruki Murakami. Como antes lo hicieron otros cineastas en la historia del cine, Hamaguchi se amolda al formato de la “antología” de relatos, absolutamente independientes en términos narrativos pero unidos por un tema o concepto unificador, aunque en este caso el código no sea tan sencillo de descifrar. En las tres historias, sin embargo, existen encuentros inesperados entre los personajes principales, en su gran mayoría mujeres, algunos casuales, otros todo lo contrario. El azar y la causalidad son aquí amos y señores, aunque no menos que el deseo, los amores presentes y pasados y el erotismo. Tesis de fácil comprobación: el automóvil como unidad de espacio para la conversación íntima está presente en la mente creativa del director de Asako I & II y Happy Hour desde hace bastante tiempo. En el primer cuento, titulado Magia (o algo menos tranquilizador), un viaje en taxi de dos compañeras de trabajo es la excusa para la confesión en primera persona del comienzo de un romance. El hecho de que el joven en cuestión no sea en lo más mínimo un desconocido para la oyente de la anécdota dispara el centro emocional de lo que ocurre a partir de ese momento. Hay algo del cine Éric Rohmer y, por extensión, del de Hong Sang-soo, y un zoom violento hacia el rostro de uno de los personajes ofrece un guiño directo al realizador coreano, una filiación de la cual Hamaguchi desea dejar constancia filmada. El doble final destaca la posibilidad de la fantasía (¿cuál es el real, si tal cosa existe?), al tiempo que la angustia y el reproche le cede (¿o no?) el lugar a la reconciliación con los acontecimientos del pasado y el futuro. La segunda historia, Una puerta totalmente abierta, es la obra maestra del tríptico. Un alumno despechado desea vengarse de su profesor, que anda disfrutando de un súbito éxito luego de la publicación de una novela. Para ello, el joven empuja a su amante, una maestra auxiliar varios años mayor que él, para hacerlo caer en la trampa del escarnio público. El núcleo del relato descansa en una extensa escena en el interior de la oficina del docente, mientras la joven lee en voz alta un pasaje sexualmente explícito del texto en cuestión. Hamaguchi hace gala de una gran maestría en el uso del suspenso cinematográfico, entendido este como un patrón rítmico de respiración entre planos, diálogos y miradas. El remate de Una puerta totalmente abierta llega bajo la forma de una coda, tiempo después del resto de los acontecimientos, un cierre perfecto e inesperado, en el cual nunca queda claro quién ha reído último y mejor en el esquema vengativo. Una vez más cierra La rueda de la fortuna y la fantasía con una trama que se acerca al tema del doble de una manera absolutamente novedosa. Una mujer regresa a su ciudad natal con la intención de reunirse con las excompañeras de escuela veinte años después del egreso. Hay un detalle no menor que impide prácticas hoy cotidianas: un súper virus informático derribó el uso de Internet, por lo que los contactos humanos deben necesariamente volver a los modos del pasado reciente. En la estación de tren que la lleva de vuelta a Tokio, la protagonista reconoce a una compañera que no estuvo en el encuentro la noche anterior, cuyo vínculo en el pasado regresa como un torbellino de emociones. Aunque… no todo es lo que parece. Nuevamente, el azar mete la cola en el final, broche de oro de una trilogía de historias que demuestran, sin duda alguna, el enorme talento de Hamaguchi, uno de los cineastas indispensables del cine nipón contemporáneo.
"Exodo – la última marea": ciencia-ficción post apocalíptica El relato remite a sagas influyentes como "Mad Max" y a otros títulos menos populares, como la masacrada en su momento y hoy reivindicada "Waterworld". Éxodo – La última marea es un ejemplar contemporáneo de lo que solía llamarse despectivamente un “europudding”. Coproducción entre Suiza y Alemania, dirigida por un suizo y protagonizada por un elenco multinacional encabezado por la francesa Nora Arnezeder (Lily en El ejército de los muertos), la película es además la segunda producción del rey del cine catástrofe, el germano-estadounidense Roland Emmerich (Día de la independencia, El día después de mañana), junto al realizador Tim Fehlbaum. La parrafada de títulos, nombres y nacionalidades viene a cuento ya que Éxodo (cuyo nombre original Tides refiere a las mareas, aunque también es conocida en ciertos países como The Colony) no es una superproducción de Hollywood, aunque se le parezca bastante. El hecho de estar hablada en gran medida en inglés señala sus ambiciones de producto internacional, práctica recurrente desde los tiempos de los espagueti westerns y otros films de género europeos que optaban por el idioma de Shakespeare para venderse en la mayor cantidad de mercados posibles. La clave aquí es la ciencia ficción. Una placa al inicio anticipa que, cuando la Tierra terminó volviéndose inhabitable luego del cambio climático, las pandemias y la guerra (¡glup!), la clase dominante escapó para instalarse en el planeta Kepler 209. No hay referencia al año exacto, pero lo cierto es que el ambiente del nuevo hábitat pone un freno a la fertilidad de hombres y mujeres, por lo que un par de generaciones más tarde del exilio son enviadas un par de misiones para ver qué anda pasando en el viejo mundo, con la esperanza de volver a habitarlo y evitar así la extinción total. Hacia allí viaja Blake (Arnezeder) con dos colegas, pero a poco de pisar la arena de una playa son sorprendidos por una bruma gruesa como una tela y un grupo de “nativos” que someten a los astronautas y destruyen parte del equipamiento técnico, indispensable para comunicarse con Kepler. Los primeros treinta minutos de Éxodo – La última marea, los mejores de todo el film, aúnan las ansiedades filosóficas sobre el futuro con la posibilidad de la aventura y la acción. Ejemplar canónico de sci-fi post apocalíptico, el relato remite a sagas influyentes como Mad Max, en particular Furia en el camino, y a otros títulos menos populares como la masacrada en su momento y hoy reivindicada Waterworld. Blake descubre la existencia de dos clases sociales bien delimitadas: los “salvajes” que habitan en la periferia y aquellos que los explotan salvajemente, secuestrando a las niñas para educarlas en una cultura que parecía olvidada en la Tierra (las referencias veladas al nazismo no son casuales). Hay varias revelaciones inesperadas, mientras la cosmonauta transformada en heroína debe optar entre el sometimiento al statu quo o el camino de la rebeldía. Nada nuevo bajo los infinitos soles del universo, pero Éxodo se las arregla para ofrecer una historia relativamente poco original como si fuera la primera vez, con chispazos de acción que no pretenden romper todo en pantalla y transformando los inhóspitos parajes del Mar de Frisia, en el norte de Alemania, en el marco ideal para una historia de supervivencia futurista.
"Terror en el estudio 666": los Foo Fighters se divierten La película se estrena unos días antes de la actuación del grupo en el festival Lollapalooza. El estreno local de Terror en el estudio 666 coincide (es una manera de decir) con la presentación de Foo Fighters en la jornada de cierre del Lollapalloza este domingo. Es que la película, un homenaje-parodia al cine de terror más ochentoso, parte de una idea original del líder del sexteto, Dave Grohl, y está interpretada por los miembros de la banda haciendo en todos los casos de sí mismos. O, más precisamente, versiones ficcionales de sí mismos. Es un caso típico de juego entre amigos, en el cual los resultados creativos dejan bastante que desear, aunque la propuesta tiene su atractivo, al menos en los papeles. La idea de base es más o menos la siguiente: los FF andan de capa caída y la grabación de un décimo álbum podría ser la tabla de salvación del grupo. O bien su caída en desgracia absoluta. El dueño de la discográfica (Jeff Garlin, el vecino y mejor amigo de Larry David en Curb Your Enthusiasm) les ofrece lo que parece el mejor lugar para componer y grabar las nuevas canciones: una pequeña mansión en la cual, veintipico de años atrás, ocurrió una gran matanza… de otra banda de rock. A poco de instalarse en el lugar, Grohl empieza a escuchar sonidos extraños y a ver a un misterioso personaje que anda cortando la maleza con unas enormes tijeras de jardín, pero el plan musical sigue en marcha. Las diferencias entre los miembros comienzan a surgir, pero lo peor tiene un origen muy diferente: en el galponcito del fondo un libro fabricado con piel humana bebe sangre de un mapache destripado, regenerando una antigua maldición. El gore tiene un peso específico importante en las imágenes de Terror en el estudio 666 (cruza de old school prostética con ayuda digital), como así también el humor. En pleno ataque del síndrome de la página en blanco, el vocalista y líder de los Fighters se pone a cantar la balada “Hello”, pero es interrumpido por el mismísimo Lionel Richie, cabreado por el uso indebido de su hit. Por supuesto, se trata de un sueño, aunque no es el más terrorífico. De a poco, seres de ojos color carmín y cuerpo demoníaco comienzan a recorrer la casa entre las sombras, anticipo de la carnicería en ciernes. El mejor de los gags recurrentes, guiño al progresismo que invadió el rock décadas atrás, es la grabación de un tema “épico” que comienza durando quince minutos, luego treinta, luego tres cuartos de hora y así. Un insospechado portal sonoro para abrir definitivamente las puertas del inframundo. Hay cuchillas, motosierras y otros instrumentos cortantes a medida que comienzan a apilarse los cuerpos y también varios chistes ligados al consumo de carne cruda (animal y, sí, también humana), además de un cameo del gran John Carpenter, quien además aportó su talento musical para el tema de apertura, compuesto junto a la banda. Así, a lo largo de 106 minutos que se sienten un poquito excesivos, este homenaje a la saga Evil Dead y al subgénero slasher en general avanza a los tropezones, con actuaciones conscientemente subestándar (Pat Smear parece decir con su mirada que todo es una gran pavada) y un aire trash que no alcanza para generar un buen tono paródico. El clímax ofrece alguna sorpresa genuina en esta curiosidad sólo para fans.
Un Batman digno y bien oscuro Más deudora del policial clásico que del ritmo desenfrenado y explosivo del último cine de superhéroes, la película presenta a un Robert Pattinson en tránsito hacia su rol definitivo: un encapotado diferente a todos los anteriores. La enésima reversión del encapotado más famoso, el caballero oscuro de Gotham City, llega más oscura que nunca. Literalmente: las salas de cine cuyos proyectores requieran de un cambio de lámparas urgente se las verán en figurillas para hacerle los honores a la fotografía de Greig Fraser, cuyas zonas de penumbra resultan más que adecuadas para una película deudora del policial negro, el clásico y el neo. Es que la película que más parece haber influido a este Batman 2022 es Se7en, pecados capitales, de David Fincher, en parte por la serie de crímenes seriales que asolan la ciudad, en parte por el tono de corrupción y caos generalizado en una comunidad podrida desde la raíz. Los fans del comic establecerán tal o cual ligazón con determinada encarnación del héroe en tinta sobre papel, pero en términos estrictamente audiovisuales el hombre murciélago de Robert Pattinson no se asemeja a ninguna de las versiones previas con actores de carne y hueso: ni el pop gótico de Tim Burton, ni el pastrucho colorinche de Joel Schumacher, ni el hiperrealismo de Christopher Nolan. Tres horas son muchas para una historia que gira alrededor de sí misma, sin demasiados afluentes narrativos, aunque los acontecimientos son varios y de diversa índole. El huérfano millonario Bruce Wayne (Bruno Díaz para los más veteranos) lleva sus días de ostracismo y noches de vigilancia como suele hacerlo, en soledad y con algo de melancolía. El primero en una serie de crímenes de alto perfil, cuya víctima es uno de los dos candidatos principales a la alcaldía, lo pone tras los pasos del victimario, un psicópata aficionado a los acertijos (Paul Dano). Como corresponde, a Batman lo recela media ciudad y todo el departamento de policía, con la excepción del agente Gordon (Jeffrey Wright), el único que parece comprender que el vengador anónimo es dueño de un sentido de la justicia que va más allá del simple revanchismo. En paralelo, la desaparición de una joven pone a su mejor amiga en una senda vengativa. Selina Kyle es, por supuesto, Catwoman (o Gatúbela). Signo de los tiempos, en la piel de Zoë Kravitz el erotismo inherente al personaje adquiere un tenor más empoderado y sugestivo, reemplazando la psicopatía y gataflorismo de la inolvidable versión de Michelle Pfeiffer en Batman regresa. Como tanto detective privado en los años 40, de visita una y otra vez en el club nocturno en busca de datos y confesiones, el enmascarado regresa en varias oportunidades al boliche regenteado por Oswald Cobblepot, alias El Pingüino (un Colin Farrell irreconocible bajo varias capas de maquillaje). Antro frecuentado por las fuerzas vivas de la ciudad, desde los más encumbrados políticos y empresarios a la crema de la mafia de Ciudad Gótica, como el Carmine Falcone encarnado por John Turturro. Y así, entre idas y vueltas de la baticueva a la ciudad y viceversa, con nuevos acertijos resueltos con relativa facilidad, Bruce/Batman se enfrenta a enemigos nuevos y viejos y a sus propios fantasmas, reflejados en una voz en off que aparece y desaparece según las conveniencias de la trama. Batman es siempre seria; no hay humor que condimente la gravedad de los hechos y sus corolarios, decisión muy consciente de Reeves que es sostenida hasta las últimas consecuencias. ¿Una decisión buena o mala? Dependerá del gusto del sommelier de batmanes. Bienvenido sea, tampoco hay lugar aquí para esa obsesión recurrente del cine superheroico por romperlo todo en elefantiásicas secuencias de acción; apenas una lograda persecución automovilística y una escena climática (con discreto homenaje a Metrópolis incluido) en la cual el hombre murciélago se transforma finalmente en un héroe y salvador de masas. Congruente en términos estéticos y relativamente jugada en cuanto a sus ritmos, más pausados de lo que suele ser la norma en el blockbuster al uso, Batman termina ofreciendo una digna iteración del personaje/franquicia de DC Comics, no necesariamente más rápida, más alta y más fuerte, pero sí consecuente en sus ambiciones, logros y decepciones.
"La leyenda del Rey Cangrejo": un hombre que fue muchos hombres La nueva película de los realizadores de "Il solengo" confirma con creces el talento de Zoppis y Rigo de Righi para erigir universos al mismo tiempo familiares y extraños, por momentos de una belleza y un poder evocativo sobrecogedores, reconstruyendo una poética de la aventura que puede antojarse extinta. En el inconsciente cinéfilo, la tipografía, espesor y diseño de los títulos de apertura de La leyenda del Rey Cangrejo disparan de inmediato recuerdos de la década del 70. El rodaje en fílmico, cuyas marcas y “defectos” aparecen en pantalla esporádicamente, no hacen más que apoyar esa sensación de viaje temporal. Son precisamente otros tiempos, aún más lejanos, los que recrea el nuevo largometraje de la dupla integrada por el italiano Matteo Zoppis y el ítalo-estadounidense (residente en Argentina desde hace muchos años) Alessio Rigo de Righi, quienes vienen reelaborando la tradición de los relatos orales desde el mediometraje Belva nera (2013) y el largo Il solengo (2015). Ese elemento vuelve a ocupar un lugar central en Rey Cangrejo, cuyo título es explicado bien avanzada la proyección, aunque en esta oportunidad la impronta de la ficción les gana la partida a las capas documentales, siempre presentes en su obra. Escrita por ellos mismos, con la colaboración de Alejandro Fadel (Muere, monstruo, muere) en la segunda parte de lo que podría describirse como un díptico, la película tiene como protagonista a un hombre de barba tupida y ojos verde esmeralda (el actor debutante Gabriele Silli) llamado Luciano. “Luciano era un loco. Luciano era un noble. Luciano era un santo. Luciano era un borracho”. Luciano era todo eso y mucho más, según se desprende del relato construido por varias voces desde la actualidad: un grupo de hombres, en su mayoría ancianos, reunidos alrededor de una mesa. El hombre y sus tiempos. Luciano y sus luchas: el alcohol, el amor, los derechos personales y sociales. Luego de ese prólogo en el que los hechos se confunden con los mitos y la descripción somera se adorna con detalles de toda índole, la anécdota se traslada hacia finales del siglo XIX (o comienzos del XX) para encontrarse con el protagonista, el hijo del único médico de un pequeño pueblo de campo, enfrentado ideológicamente a las prácticas de un príncipe que marca los días y las noches de los habitantes del lugar. Es el caprichoso cierre de un paso para los animales de pastoreo lo que provoca un conflicto cuya escalada tiene consecuencias imprevisibles pero inevitables para todos los involucrados. En el primer capítulo de La leyenda del Rey Cangrejo hay ecos del Pasolini de la Trilogía de la vida, aunque marcados por la prosa y no tanto por los versos, con un grupo de actores y actrices no profesionales tildando los diálogos con un acento a mitad de camino entre el naturalismo y la declamación autoconsciente. Los campesinos tienen miedo pero Luciano no, y su romance prohibido más la enemistad con los soldados del amo del castillo derivan en tragedia y exilio. Re Granchio, estrenada el año pasado en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes, sorprende con un corte abrupto a mitad de camino. Un subtítulo afirma que lo que está a punto de verse y oírse ocurre en “el culo del mundo”. Así, el relato se traslada a Tierra del Fuego, donde Luciano ha reinventado por completo su existencia, corriendo detrás de un tesoro de la corona española escondido en algún lugar por el capitán de un navío. La pantalla se llena de imágenes que remiten sin escalas al universo del western y al cine del Werner Herzog más aventurero, poblado por hombres cuyas ambiciones van siempre de la mano de la locura. Entre aguas ponzoñosas, leyendas selk'nam, hombres rudos y armados, riscos peligrosos y un cangrejo que hace las veces de brújula viviente, en la segunda parte del film se habla en estricto español, mientras la búsqueda del tesoro va acompañada de traiciones, alianzas, recuerdos del pasado reciente y la inextinguible búsqueda de riquezas y honores. Luciano es otro pero no ha dejado de ser el mismo de antes, y los recuerdos de otra vida, de ese amor que no se ha podido olvidar, tal vez por estar unido indisolublemente a la culpa, se entremezclan con los temores y riesgos del presente. La leyenda del Rey Cangrejo confirma con creces el talento de Zoppis- Rigo de Righi para erigir universos al mismo tiempo familiares y extraños, por momentos de una belleza y poder evocativo sobrecogedores, reconstruyendo una poética de la aventura que puede antojarse extinta.