"Bárbaro": Vueltas de tuerca al terror. Aun apelando a varios lugares comunes del género, el realizador se las arregla para entregar dos tercios de película donde el cambio de herramientas funciona. No tanto original como ingeniosa, Bárbaro es la nueva niña mimada del horror cinematográfico en idioma inglés, categoría cuyo receptor suele ser reemplazado cada dos o tres meses (la cosecha de miedos, para bien y para mal, nunca se acaba). Escrita y dirigida por el actor de profesión Zach Cregger, quien ya había despuntado el vicio de la dirección en dos proyectos codirigidos con anterioridad, se lanza al desarme y rearmado de varias estructuras del terror de la gran pantalla, desde la mansión con secretos ocultos al slasher ochentoso. Y lo hace, al menos durante los primeros dos tercios del relato –de los relatos sería más correcto–, con bastante gracia y una atención al crescendo poco común en las producciones del género más genéricas, valga la redundancia. Todo comienza cuando Tess (la inglesa Georgina Campbell) llega a Detroit e intenta entrar en la casa que alquiló a través de una aplicación. Sorpresa: la clave de la cajita de seguridad es la correcta, pero adentro no hay ninguna llave. Es entonces cuando hace su aparición Keith (Bill Skarsgård, el Pennywise de la última adaptación de It), quien reservó el mismo lugar en otra app y ya está instalado en el lugar. ¿Debo quedarme o debo irme?, piensa Tess. Teniendo en cuenta la hora, la lluvia y la falta de habitaciones libres en los hoteles de la zona, la joven decide quedarse a pasar la noche con el impensado compañero de cuarto. Cregger se toma su tiempo para poner en tensión los mecanismos del suspenso durante ese primer tramo de Bárbaro, tirando pistas acerca de lo que podría estar a punto de ocurrir para desechar luego esas posibilidades. Uno de los momentos más genuinamente escalofriantes de la película poco y nada tiene que ver con el espanto que está a punto de desatarse (o sí, pero de manera indirecta): Tess sale a la luz del día para concurrir a una cita laboral y cae en la cuenta de que el barrio en el cual está instalada la casa es básicamente un suburbio fantasma, con las otrora blancas vallas convertidas en sobrevivientes ruinosos de tiempos mejores. De noche, todos los gatos son pardos. El peligro real es el sótano, cuya laberíntica extensión debajo de la superficie parece no terminar jamás, como lo demuestra uno de los momentos más humorísticos del relato, coprotagonizado por una de esas cintas métricas retráctiles. Bárbaro abandona por un tiempo a la extraña pareja de Tess y Keith para (re)comenzar en otra ciudad y con otro personaje, un actor acusado de abusos sexuales, afluente que inevitablemente desembocará en el río principal, ahí abajo en las catacumbas. Habrá incluso otro desvío, lejos en el pasado, explicación de los hechos del presente que incluye algún que otro guiño a los clanes malditos, en este caso sin motosierras a la vista, pero con una obsesión mamaria de fuste. Finalmente, el clímax, que es cuando el realizador deja de lado las sutilezas y se entrega por completo a los lugares comunes, como si el ingenio y la imaginación se hubieran agotado. Pero el viaje, con paradas intensas y en más de una ocasión inesperadas, vale la pena.
"Nunca volverá a nevar": el mundo está herido y dolorido. ¿Es Zhenia simplemente un hombre con cualidades únicas o una especie de ángel con aspecto terrenal? Como el enigmático extranjero de "Teorema", nada seguirá siendo igual detrás de su estela. Como todas las mañanas, Zhenia se levanta, desayuna, realiza una sesión de ejercicios físicos y se traslada al barrio cerrado donde desarrolla su profesión de masajista profesional. Zhenia es ucraniano y su llegada a Polonia es descripta durante un breve prólogo; allí se evidencia que además de las habilidades para mover manos y brazos su mente es capaz de provocar hipnosis profundas y poderosas. El protagonista de Nunca volverá a nevar, la más reciente película de la experimentada y prolífica realizadora polaca Malgorzata Szumowska (Body, Ellas), habitué de los festivales de cine más importantes, esta vez en codirección con el debutante Michal Englert, permite que la historia gire alrededor del misterio, primero, y el realismo mágico más tarde, cuando sus cualidades humanas (y las otras) terminan alterando por completo la vida de un puñado de habitantes del barrio en cuestión. ¿Es Zhenia simplemente un hombre agraciado con cualidades únicas o una especie de ángel con aspecto terrenal? Como el enigmático extranjero de Teorema, nada seguirá siendo igual detrás de su estela. Interpretado con pasión impertérrita por Alec Utgoff (rostro que el consumidor de series reconocerá por su participación en Stranger Things), el masajista toca timbres, ingresa a los hogares donde lo esperan con ansias y comienza sus faenas físicas y emocionales. Sus clientes conforman un grupo ecléctico y ligeramente excéntrico, y no faltan el ama de casa alcohólica, el enfermo de cáncer y un exmilitar de paso firme y mirada dura. Ligera crítica de clases, con eso de la “tristeza de los ricos” como norte, las coquetas casas del barrio privado, vistas desde arriba, sólo se diferencian de los monoblocks donde vive Zhenia en una cuestión de grado, y los realizadores señalan cada vez que pueden la condición de cárcel de esas paredes, reflejo a su vez del estado interior de los personajes (ecos del Decálogo de Krzysztof Kieslowski, probablemente). Algunas de las sesiones de masajes terminan en charla franca, otras en sexo, algunas otras en hipnosis y reconciliación interior, con un bosque fantasmagórico haciendo las veces de receptáculo onírico de miedos, frustraciones y deseos. Zhenia nació en un pueblo cercano a Chernóbil y una serie de flashbacks dedicados a su infancia permiten deducir que sus particulares virtudes están relacionadas con la radiación. O tal vez se trate de una simple casualidad y es su condición de inmigrante ilegal la que permite “tocar” a los residentes. O nada de lo antedicho. Lo cierto es que el tono misterioso y, por momentos, imprevisible de Nunca volverá a nevar, construido con paciencia durante 90 minutos, estalla en el último tercio para ser devorado por el sentimentalismo audiovisual. Un simple truco de magia durante un acto escolar es el escaparate para la verdadera “magia”; es entonces cuando la historia se repliega sobre si misma en una secuencia de cierre que pondría coloradas a las imágenes del célebre videoclip de R.E.M. para su tema “Everybody Hurts”. Aquí también el mundo está herido y dolorido, aunque la caída de copos de nieve sobre la comunidad y sus habitantes –¿el último regalo de Zhenia?– parece ofrecer una esperanza ante tanta desolación. ¿Fue ese aspecto el que más conmovió a los programadores del Festival de Venecia o fue la preciosista fotografía de Michal Englert? Difícil saberlo; en cualquier caso, su inclusión en la competencia oficial de ese encuentro cinematográfico parece un tanto exagerada.
Cuando la naturaleza empequeñece al ser humano Relato minimalista que va abriéndose a la leyenda, propone el difícil reencuentro entre un padre y un hijo, y el creciente enfrentamiento con una misteriosa "entidad". Cuando Nicolás entra en la casa del monte donde está viviendo Rafael este último no lo reconoce y, como si se tratara de un intruso con intenciones ocultas, le apunta con una escopeta. Si bien es cierto que hace tiempo que no se ven, el sentido común indicaría que un padre nunca olvidaría el rostro de su propio hijo. La extraña situación refuerza la preocupación de Nicolás (Juan Barberini) por el presente y el futuro de Rafael (Gustavo Garzón): algo le está pasando a ese hombre que abandonó a su familia y una carrera como médico en la ciudad de Formosa para instalarse como un ermitaño en un lugar perdido, sin agua potable ni luz, autoexilio que bien podría indicar algún tipo desorden mental. Pero lo que ocurre en El monte, tercer largometraje del formoseño Sebastián Caulier luego de La inocencia de la araña y El corral, va mucho más allá de la pérdida de la cordura por razones naturales, y el elemento fantástico que puede adivinarse durante los primeros minutos de proyección, cuando un relato en off describe el rapto cometido por fuerzas de la naturaleza, comienza a ganar fuerza hasta envolver por completo la historia. Es posible que el guion, escrito por el propio Caulier, haya sido reescrito en varias oportunidades. O quizás, por el contrario, el realizador tuvo en claro de entrada que la trama de El monte estaría atravesada por dos líneas narrativas entrelazadas: la del difícil reencuentro entre un padre y un hijo, que para el protagonista joven es a su vez un regreso a las zonas de la infancia, y el creciente enfrentamiento con una “entidad” con la cual no se puede discutir ni, mucho menos, competir. El as bajo la manga del film es Garzón, que ofrece una potente encarnación de un hombre que parece estar perdiéndose a sí mismo. Semi vestido con ropa cuya decencia caducó hace tiempo, hosco y agresivo, Rafael caza loritos para la cena y escupe odio y puteadas cuando su hijo se permite deslizar a posibilidad de un retorno a la civilización. Por las noches, mientras el calor y los mosquitos hacen la existencia casi imposible, el hombre sale a caminar y se detiene frente al comienzo del inmenso monte, como décadas atrás lo había hecho la joven de Yo caminé con un zombie. La catatonia también acecha a Rafael durante el día: durante segundos que parecen horas, la mirada perdida en la arboleda y los oídos atentos a los gritos de los monos salvajes, deja de responder a los estímulos de la vigilia. Algo parece estar llamándolo desde el interior de la foresta; en palabras de los pueblerinos, “el monte se le está metiendo en la cabeza”. Como si se tratara de una suerte de folk horror litoraleño, Nicolás deberá quebrar los prejuicios para comprender que hay fuerzas que van más allá de su comprensión, apoyado por una vecina de la infancia (la formoseña Gabriela Pastor) que tiene una injerencia mucho mayor en la vida de Rafael de la que podría inferirse en un primer momento. Relato minimalista que va abriéndose a la leyenda, El monte funciona mejor cuando el misterio aún no ha revelado su rostro y un poco menos cuando todas las cartas están echadas sobre la mesa. Caulier utiliza la frondosa belleza de las locaciones como recordatorio de que la naturaleza es una fuerza poderosa que, cuando así lo desea, puede empequeñecer al ser humano y recuperar aquello que le pertenece.
"El campo luminoso", ida y vuelta entre pasado y presente. El documental de Cristian Pauls confronta imágenes de una tribu de indios pilagá tomadas por un expedicionario sueco en 1920 con tomas actuales. Gestos de un mundo que ya se ha ido, pero que el cine se empeña en recuperar y mantener vivo. En 1920 una partida expedicionaria comandada por el sueco Gustav Emil Haeger se propuso recorrer una pequeña porción de El Impenetrable, en territorio formoseño, con la intención de cartografiar la región, documentar gentes y lugares y tender lazos comerciales. El registro de imágenes incluyó una buena cantidad de fotografías y varios rollos de celuloide expuestos en condiciones climáticas extremas de calor y humedad. El resultado de esas filmaciones recién vio la luz tres décadas más tardes, en el film Tras los senderos indios del Río Pilcomayo, que puede verse online en su totalidad en el sitio web https://www.youtube.com/watch?v=DySXbEzxkHk&t=138s Ese es el punto de partida no excluyente del nuevo largometraje documental de Cristian Pauls (ver entrevista aparte), presentado en sociedad durante la última edición del Bafici, y que a más de un siglo de esa travesía se pregunta cuánto ha cambiado desde aquellos tiempos para los miembros del pueblo aborigen pilagá, una de las tantas culturas originarias de nuestro país relegadas en más de un sentido. “El idioma pilagá tiene sólo cuatro vocales; la ‘u’ no existe”, afirma una lingüista al comienzo de El campo luminoso, título cuyo origen de tintes oníricos es mencionado bien avanzada la proyección. A su lado, el realizador maneja el auto que los lleva por senderos de tierra roja hacia destino. En paralelo a la charlas con ancianos pilagá, que discuten el sentido de ciertas palabras y expresiones esquivas y las traducen al español, Pauls suma un tercer lenguaje, el sueco, a partir de una voz en off que recita las palabras del expedicionario Haeger, tomadas de su bitácora de viaje. Las imágenes de Tras los senderos indios… se alternan con aquellas tomadas en la actualidad, comienzo de un ida y vuelta entre el pasado y el presente que permite, en forma de diálogo, una de las reflexiones más relevantes y profundas del film: “Entonces las hechas por los suecos son las imágenes que nos quedan de esa historia. Sí, pero la del hombre blanco, que en su avance se encuentra con la barbarie. La película sueca de 1920 y hoy otra película sobre aquella. ¿Para qué? Lo mismo: salvar los gestos de un mundo que se nos escapa de las manos”. No es casual que Pauls decida, cerca del final, poner su propia cámara de video, solitaria ante los bordes del inmenso monte, como testigo inmóvil del movimiento de la naturaleza que la rodea. Su registro, a fin de cuentas, no es demasiado diferente del de sus antecesores, aunque las intenciones sean otras bien distintas, permitiendo que sea el material en sí mismo, el propio y el ajeno, el que le imponga al montaje su propia lógica narrativa. Es por ello que al relato de aventuras pretérito, lleno de peligros naturales y humanos –los mosquitos, un tigre suelto, la acechante silueta de un hombre que podría ser miembro de una tribu enemiga–, le suma las llagas y heridas sin cicatrizar de las matanzas llevadas a cabo en pleno siglo XX, como la silenciada Masacre de Rincón Bomba, cuando en 1947 cerca de un millar de pilagás –entre ellos mujeres, niños y ancianos– fueron asesinados por fuerzas pertenecientes a la Gendarmería Nacional en un ataque sistemático y premeditado. Por momentos, el cineasta adopta el rol del entrevistador–etnógrafo, de espaldas a la cámara, mientras de frente el entrevistado responde a las preguntas. En un par de esas conversaciones, la ambivalente influencia del cristianismo –que el film detalla en varias escenas de índole religiosa– es discutida y puesta en tensión. La música y los cantos de los antiguos ya no forman parte de la vida cotidiana de los pilagás y su práctica es considerada profana, se dice en cierto momento. Es por ello por lo que la canción tradicional entonada por un anciano, que Pauls presenta en su totalidad, exhala una emoción difícil de poner en palabras. Antes de los títulos de cierre, sin observaciones ni notas al pie de página, El campo luminoso ofrece finalmente esas imágenes en movimiento de un grupo de pilagás tomadas en 1920, gestos de un mundo que ya se ha ido, pero que el cine se empeña en recuperar y mantener vivo.
"Una villa en la Toscana", con Liam Neeson: lugares comunes. Neeson y Micheál Richardson son padre e hijo en la vida real, y la mujer del primero y madre del segundo, la actriz Natasha Richardson, falleció en un accidente de ski en el año 2009. El debut detrás de las cámaras del actor británico James D'Arcy no brilla precisamente por su originalidad, y en su trama de viejas heridas familiares aún sangrantes que podrían comenzar a sanar durante un viaje al extranjero pueden hallarse los mil y un lugares comunes de ese tipo de relatos. El “truco”, por llamarlo de alguna manera, de Una villa en la Toscana es el paralelismo entre ficción y realidad, que le aporta a la película un elemento de interés extra cinematográfico. Liam Neeson es Robert, otrora exitoso artista plástico que luego de la trágica muerte de su esposa colgó los pinceles para dedicarse a la auto conmiseración. Su hijo, el treintañero Jack (Micheál Richardson), está atravesando un proceso de divorcio que, para colmo de males, tiene como corolario la extinción de la galería de arte londinense que dirige desde hace años. Sin trabajo y pronto sin dinero, la solución de Jack es sencilla y práctica, aunque dura de ejecutar: vender a precio vil esa pequeña villa en Italia, en la región de la Toscana, en la cual solía pasar las temporadas de verano junto a su familia. Padre e hijo, el primero a regañadientes, se ponen en marcha para visitar el lugar y estimar el estado de la casa, que va más allá de lo lamentable y se acerca bastante al desastre: moho, techos agujereados, ventanas rotas, vegetación tupida en el interior y otras delicias estructurales. Además de un mural de violentos colores que Robert escupió en una de las paredes del living durante un ataque de tristeza, dolor y, es de suponer, bronca, luego del fallecimiento de su esposa. La relación entre Robert y Jack, testigo del accidente cuando tenía siete años, dista de ser armoniosa y durante esas pocas semanas italianas las discusiones, pases de factura y rencillas están a la orden del día. Neeson y Richardson son padre e hijo en la vida real, y la mujer del primero y madre del segundo, la actriz Natasha Richardson, falleció en un accidente de ski en el año 2009. Ese eco de la realidad reencauzado por el guion de D'Arcy suma una capa dolorosa, que desaparece por completo si el espectador desconoce el dato. Es que Made in Italy (su título original) no escapa a los clichés “inspiradores” y tampoco al romance veraniego como reflejo de las segundas oportunidades. Cuando Natalia (Valeria Bilello), mujer separada, madre, dueña de un restaurante construido desde cero con esfuerzo y tenacidad, aparece a los veinte minutos de proyección ya puede suponerse que allí habrá una línea narrativa a desarrollarse sin prisas ni pausas. Amable, poblada por personajes secundarios virados a los tonos del alivio cómico (la pareja de posibles compradores está pasada de rosca), con la previsible “italianidad” en choque con la flema inglesa, Una villa en la Toscana ofrece una buena cantidad de postales de los más bellos parajes de la región donde fue filmada. Es siempre un placer, además, apreciar como Neeson es capaz de construir un personaje tan amargado como encantador con tan pocos elementos. No es mucho, pero es algo.
El Síndrome de Diógenes como motor artístico “Es un bolso llena de carteras. Tal vez así empezó todo”. La frase, pronunciada durante el particular drenaje de una casa atestada de basura, prende y le regala su título a la opera prima de Leonardo Petralia. El documental registra un particular proceso creativo con un origen aún más singular. Bailarina y coreógrafa, Celia Argüello Rena mantiene con su madre Noemí una relación compleja, de aristas que pueden adivinarse afiladas, incluso un tanto traumáticas. Es que el hogar de Noemí, una casa de dos plantas con patio y galpón, está repleta de objetos y desechos que la mujer acumula, no sin cierta lógica secreta. Botellas de gaseosa, bolsas de plástico, telas, adornos, calendarios antiguos, alguna imagen religiosa y un calefón que no funciona se superponen y forman montículos en el living, la cocina y el resto de las habitaciones, como si fueran pequeños altares, junto a frutas y otros alimentos en descomposición. Ese basural bajo techo, gestado bajo los dictados de una compulsión bautizada por la psiquiatría como Síndrome de Diógenes, es el punto de partida de una reconversión creativa, que Un bolso lleno de carteras sigue desde sus primeros pasos. Ayudada por otro artista, Juan Pablo Gómez, Celia vuela desde Francia luego de una breve estancia junto a su compañía de baile y regresa a la casa materna en Córdoba para iniciar ese camino creativo. En lo que solía ser la habitación de la niñez y adolescencia, sus dientes de leche se destacan dentro del desorden como reliquias del pasado. “¿Hago unos mates?”, pregunta Celia, mientras la conversación con el colega deviene en una inusitada descripción del caos: la basura recorre el “horizonte” de las paredes del living como si se tratara de un mar inmóvil, subiendo y bajando en pendientes que se asemejan al oleaje. Para Celia, el trance no debe resultar nada fácil, pero la decisión de su madre de vender la casa se presenta como una oportunidad única. ¿Cómo transformar la enfermedad y su corolario en una experiencia artística? Petralia se pega al dúo y los sigue en las visitas a la casa, los viajes en auto, durante las charlas que tienen como objetivo definir las formas y alcances de aquello que desean crear, que no puede sino mutar constantemente. Por momentos, las palabras suenan un tanto pretenciosas, como si se deseara recubrir de un sentido profundo algo un poco más trivial, gracias a la enunciación voluntarista. En ese sentido, Un bolso lleno de carteras no llega a transmitir al espectador los pormenores de la transformación artística –tampoco es posible ver el resultado final en su totalidad– aunque sí es claro el carácter terapéutico, casi sanador, de ese “reciclaje”, que es tanto físico y concreto como abstracto, espiritual. El arte puede ser efímero y al mismo tiempo dejar una profunda marca, al menos en la piel de quien lo produce.
Quien haya asistido a alguna de las funciones de Máquina Hamlet en el Espacio Callejón, allá por 1995, recordará una de las experiencias más extremas del teatro independiente local. Sobre el escenario, Emilio García Wehbi, uno de los miembros fundadores del grupo El Periférico de Objetos, manipulaba muñecos y animales en esa radical relectura del clásico de Shakespeare, adaptación de la obra del alemán Heiner Müller. Ya sin sus compañeros de aventuras en la compañía, el actor y dramaturgo continuó desarrollando una carrera marcada por piezas arriesgadas y provocadoras. La herida y el cuchillo, del realizador Miguel Zeballos, acompaña a Wehbi en diversas instancias creativas, cubriendo un lustro de trabajo (de 2014 a 2019) en puestas y performances, de 58 indicios sobre el cuerpo a En la caverna de Platón, sin dejar de lado las sesiones de Communitas, el libro que realizó junto a la fotógrafa Nora Lezano. Pero el film no es simplemente un documental de backstage y, entrelazados con los ensayos y diálogos entre el director y los actores, se desarrollan una serie de “ficciones” generadas específicamente para la cámara. Las placas que, de manera godardiana, aparecen de manera recurrente, parecen tener una obsesión: el cuerpo humano. Las imágenes refuerzan esa idea y los cuerpos, vestidos o completamente desnudos, toman por asalto la pantalla y los escenarios del Teatro San Martín, el CCK, Timbre 4 y el Teatro Cervantes, espacios donde tuvieron lugar las diversas experiencias teatrales y performáticas. El propio Zeballos confirma en un texto enviado a la prensa que le llevó años encontrar la estructura de la película. Configuración que, lejos de construirse como un simple recorrido de bambalinas, va imponiéndose como un proyecto ensayístico sobre la creación artística, la relación entre realidad y actuación, los objetos y cuerpos como figuras concretas y como abstracciones. En ciertos momentos, la cámara se planta frente al protagonista mientras corrige y altera el tono, ritmo y nivel de intensidad de un monólogo, pero evita mostrar aquello sobre lo cual se discute. En otros, por el contrario, la performance ocupa todo el espacio y la voz del director parece provenir de un espacio ajeno al proscenio. Sobre el amplio escenario construido en un galpón, Wehbi destruye con un martillo un contingente de juguetes de plástico. Sobre otras tablas, un nutrido grupo de jóvenes se desnuda antes de romper la cuarta pared y confrontar al público. “Me pongo mis nuevas zapatillas Nike y en Palermo hago la revolución”, canta una actriz en lo que parece la parodia de una banda punk. Una placa reza “El cuerpo es vulnerable. Un cuchillo lo hiere. Una palabra lo lastima”. Como muchas de las experiencias teatrales de Wehbi, la película de Zeballos termina de hacer sentido cuando toca y penetra al espectador. Un sentido muchas veces absurdo, otras punzante, casi siempre violento.
"Hékate", demasiados estereotipos. La legitimidad de la temática del film queda diluida por una puesta demasiado esquemática, que llega a descuidar el necesario verosímil de la trama. No es casual el título del nuevo largometraje de Nadia Benedicto: más allá de su nula relación con la mitología griega, la elección de una de las “titánides” atenienses más veneradas –diosa de la protección, la magia y la brujería– apunta en una dirección poética y, si se quiere, simbólica. En Hékate conviven las ambiciones del thriller de violación y venganza, el drama social y algunas pinceladas pseudo fantásticas, estas últimas ligadas a la infame cacería y quema de brujas del pasado como ejemplo acabado de la violencia hacia las mujeres santificada socialmente. Benedicto, que había abrazado cierta sutileza en su anterior Interludio (2016), la abandona ahora por completo desde el minuto uno de proyección, cuando Kira, la paseadora de perros interpretada por Rosario Varela, termina cenando en la casa de una pareja de clientes. Helena (Sabrina Macchi) recibe toda clase de abusos verbales de su pareja Juan (Federico Liss), tan desagradable en su construcción “típicamente masculina” que sólo le cabe el mote de El Estereotipo. Pero eso no es todo: Juan deja las palabras hirientes y, como quien no quiere la cosa, pasa a la acción, violando a Helena con Kira como testigo amordazada e inmovilizada. Entonces Hékate entra de lleno en el terreno del cine de género, con la dupla de mujeres transformadas en una suerte de Thelma y Louise de las pampas, el tipo atado y narcotizado en el asiento de atrás (todo un tema el de conseguir, en plena noche y sin receta, una fuerte anestesia), en huida hacia alguna parte porque el guion así lo indica. Es la primera señal de algo que el film evidencia crecientemente a medida que avanza hacia el desenlace: las ideas, las intenciones, el discurso, estarán por encima de los personajes, las vicisitudes y el así llamado verosímil. El problema no es otro que el tono general, grave y realista, que impide que el disparate extremo de las situaciones respire libertad catártica. Luego de una escena de liberación sexual que no hace más que replicar las formas y la ubicación temporal en la narración de tanto revolcón heteronormativo en cientos de películas de los años 80 a esta parte, la aparición de un cuarto personaje, una joven de un pueblo de provincia encarnada por Julieta Brito, cierra el último vértice del aquelarre por venir. Que será también rito y sacrificio, espejo invertido de las quemas de hechiceras del pasado, y punto de quiebre para quien desea, de una vez y para siempre, romper con la violencia cotidiana. La fotografía nocturna de Cecilia Tasso encuentra el camino para envolver el relato con un hálito de misterio y tensión, pero las intenciones de Hékate están tan ostensiblemente marcadas por la agenda, y sus criaturas delineadas de forma tan esquelética, que el resultado no puede sino describirse como una puesta en escena trivial de un grito de dolor y rebeldía genuino.
Cimiento realista sin etiquetas Tras cometer un hurto, una chica que trabaja en limpieza se debate entre una culpa que no termina de tomar forma y el miedo ante represalias insospechadas. Poeta, ensayista, artista plástico y realizador, César González viene produciendo desde hace tiempo una obra cinematográfica frondosa y singular que permanecía en una invisibilidad casi plena. Eso comenzó a cambiar a partir del estreno de Lluvia de jaulas como película de apertura del DocBuenosAires en 2019 y la participación el año pasado en el Festival de Mar del Plata de Reloj, soledad, su primer largometraje de ficción, aunque con fuertes elementos documentales. Nacido en 1989 en el barrio Carlos Gardel, Morón, González suele sostener sus películas sobre un cimiento realista, aunque todas se resisten al etiquetado fácil y superficial del así llamado “cine social”. Si en el documental ensayístico Lluvia de jaulas la impronta de las enseñanzas de Dziga Vertov se colaba en algunos de sus procedimientos de montaje, en Reloj, soledad una primera impresión parecería encolumnar el relato detrás del estilo practicado por los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Sin embargo, hay más de lo que el ojo logra capturar en una primera instancia. Una joven de cabellos azul verdosos de quien el espectador nunca conocerá el nombre –en ese anonimato se adivinan intenciones arquetípicas– se despierta gracias a la alarma del teléfono celular. La chica se prende un pucho y luego procede a lavarse los dientes y tomar unos mates, en ambos casos con agua embotellada (no hace falta subrayarlo: se adivina la falta de agua corriente). De allí a esperar el colectivo que la llevará, como todos los días, del conurbano a la ciudad, a la pequeña imprenta donde trabaja como empleada de limpieza. Al sonido rítmico de los grandes mecanismos de tampografía, la banda de sonido le suma acordes electrónicos de la banda Mueran Humanos y otros colaboradores musicales. La máquina, desde luego, ya no promete unirse al humano en perfecta simbiosis, como ocurría en El hombre de la cámara, pero la alienación tampoco es del orden chaplinesco en Tiempos modernos: la muchacha está detrás/debajo de la línea de montaje, barriendo los pisos luego de que la faena ha tenido lugar, ordenando despachos. Pero “está en blanco”, como destaca su compañera de trabajo en más de una ocasión. Durante uno de los turnos nocturnos, la soledad del espacio es interrumpida por la visión de un reloj de marca, olvidado sobre el escritorio por el dueño de la pyme. El hurto tiene consecuencias y el resto del relato sigue un derrotero de algunos pocos días, en el cual una culpa que no termina de tomar forma y el miedo ante represalias insospechadas acompañan a la joven en su ida y vuelta al trabajo, e incluso durante una noche de escabio en el kiosco del barrio. Las contradicciones son flagrantes, pero la condena no resulta sencilla; la incomodidad que surge de las acciones y la lectura que puede hacerse de ellas impiden asimismo la clásica “toma de decisión” de las criaturas dardeniannas, a la manera de El niño, Rosetta o El hijo. La cámara de González aporta planos cercanos, cortantes, desprolijos, que escapan de la estetización facilista o el encapsulamiento de la historia en estantes ideológicos cómodos. Gestado y rodado durante el segundo año de pandemia, el film –coescrito por la actriz protagonista, Nadine Cifre, junto a González–, es un ejemplo cabal de autogestión en términos de producción. La participación amistosa de Edgardo Castro y Érica Rivas en papeles secundarios pero de enorme relevancia aportan un peso actoral que la película explota en su beneficio dramático. Los otros “personajes” de la película no son menores. Por un lado, el tiempo como definición abstracta, que el reloj del título señala más allá del objeto en sí mismo. También Villa Domínico, espacio geográfico que González no pretende universalizar sino todo lo contrario: la topografía del barrio es esencial a la trama, y sus imágenes y sonidos definen una forma de vida ligada a la supervivencia, el miedo a la falta de trabajo, la tolerancia a la falta de mejores perspectivas.
"Camila saldrá esta noche", un retrato generacional La película formó parte de la competencia oficial del último Festival de San Sebastián. Un grupo de adolescentes escapa de lo que parece una represión policial durante una marcha. Mientras corren y se ayudan entre sí, sin dejar de reír, los estruendos de fondo comienzan a sonar cada vez más lejanos. La inconfundible arquitectura del Museo de La Plata los recibe con sus altas escalinatas y, luego de un paseo por el sector de animales embalsamados, la historia de la joven de la etnia aché Damiana Kryygi –narrada en detalle en el documental de Alejandro Fernández Mouján que lleva su nombre– llama la atención de Camila. Ella todavía no lo sabe, pero la protagonista del cuarto largometraje de la cordobesa Inés Barrionuevo está a punto de dejar la ciudad de las diagonales para instalarse en Buenos Aires. La razón central está ligada a la enfermedad terminal de su abuela, pero tal vez haya otros justificativos, de índole económico. A pesar de ello, la mudanza es a un barrio bastante acomodado de la capital, y la institución elegida para seguir los estudios no parece de las más económicas. Lo cierto es que la muchacha, que cursa el último año de la secundaria, se ve de pronto transportada a un universo desconocido: un colegio privado religioso en el cual la despierta Camila, atenta a las luchas por los derechos individuales y colectivos y orgullosa portadora de un pañuelo verde, comienza a moverse como pez fuera del agua. Aunque… las cosas no siempre son como parecen. La directora de Atlántida, Julia y el zorro y Las motitos, esta última codirigida junto a Gabriela Vidal, continúa buceando en la vida de los jóvenes en un film de factura más ambiciosa, pero no por ello más efectiva o profunda. Eso sí: en la casi debutante Nina Dziembrowski –cuyo pequeño papel en Emilia, de César Sodero, merece volver a destacarse–, Barrionuevo encuentra el rostro ideal para plasmar esa etapa de la vida en la cual todo o casi todo se reviste de vehemencia. Camila hace “algunes amigues” dentro del grupo menos popular de alumnos y conoce a un chico con el cual comienza una relación sin etiquetas a la vista, antes de fluir y dejarse llevar por la atracción hacia una compañera de curso. En casa, mientras tanto, la relación con mamá no deja de ser compleja y tirante, con cierta incomprensión generacional y emocional que corre en ambas direcciones. Camila sale los fines de semana, va a recitales, baila, encuentra y se acerca a otros cuerpos, registrados por la cámara con una distancia justa entre la simple observación y el aguafuerte estilizado. A diferencia de Atlántida y, en particular, Las motitos, en las cuales el registro de los diálogos resultaba absolutamente natural, hay algo en la escritura de las líneas y en la dirección actoral que, por momentos, se siente un tanto afectado. Es una señal del carácter enfático que Camila saldrá esta noche, que formó parte de la competencia oficial del último Festival de San Sebastián, termina adquiriendo durante el último tercio de metraje. A partir de cierto momento, cuando un hecho del pasado abre las puertas del chantaje y la traición, el pequeño relato de Camila y su entorno (una aldea que, como cualquier otra, es capaz de ofrecer una pintura del mundo) es absorbido casi por completo por la intencionalidad programática del guion. La película deja de proponerse como una historia mínima pero relevante y se encarama en la vidriera del tratado generacional. Al mismo tiempo, y por esa misma razón, deja de lado cualquier complejidad en la construcción de los personajes y su lugar en el mundo ideológico, dividiendo las aguas en los unos y los otros. Casi, casi entre buenos y malos. Es en ese momento cuando la reflexión ingenua de la hermanita de Camila –“Cristobal Colón era racista, Jesús no”– corre el peligro de dejar de ser la simple descripción de un personaje para presentarse como tesis revisionista.