"El callejón de las almas perdidas", de Guillermo del Toro: rumbo al infierno El director de "La forma del agua", siempre ligado a géneros populares como la ciencia ficción, el terror y la fantasía, se interna ahora en el universo del "film noir", con una nueva versión de un clásico de Hollywood. Nightmare Alley (1947), estrenada en Argentina como El callejón de las almas perdidas, no fue un clásico inmediato, pero el paso del tiempo –y su carácter un tanto mítico, debido en parte a los conflictos legales que impidieron su circulación durante décadas– hicieron que el largometraje de Edmond Goulding adquiriera su estatus definitivo como uno de los film noirs más extraños y extremos de los años 40. La novela homónima de William Lindsay Gresham en la cual se inspiró recibe ahora un nuevo tratamiento cinematográfico, en la primera película del mexicano Guillermo del Toro alejada del universo de lo fantástico. La historia, en esencia, es la misma: Stanton Carlisle –antes Tyrone Power, ahora Bradley Cooper– reinicia su vida en una típica feria de atracciones ambulantes, poblada como corresponde por fenómenos de la naturaleza, freaks, geeks, hombres-serpiente, mujeres electrificadas, adivinos, fetos embotellados y juegos mecánicos. La época retratada es más precisa que en la versión 47: el final de la crisis económica de los 30 y la entrada de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial. Pero Stanton dista de ser un patriota y su oscuro pasado (el prólogo de la película ocupa una buena porción de la diferencia de metraje entre las dos versiones, 110 minutos contra los actuales 150) anticipa nuevos nubarrones y tormentas. A poco de llegar al carnival, regenteado por un Willem Dafoe retorcido y grasoso, Stan trepa de a poco en la escalera social de ese microcosmos, de changarín a asistente del jefe y de allí a formar parte de un sorprendente acto de adivinación. Con o sin sombrero en la cabeza, Cooper aporta el talante necesario para que su personaje bascule entre extremos, de galán deseado por la tarotista Zeena (Toni Collette) y la más joven Molly (Rooney Mara) a buscavidas dispuesto a cometer errores, conscientes e inconscientes, para avanzar en una recientemente descubierta carrera: el mentalismo y, más adelante, el espiritismo. “Ismos” que no son otra cosa que fachadas de los más viejos trucos de magia mental, en parte psicología aplicada, en parte sofisticados esquemas de transmisión oral en código. El blanco y negro de El callejón… original es reconvertido en una paleta de colores potentes (existe una versión especial en b&n que no llegará a nuestro país), punto de partida de una relectura desde el presente del universo del cine negro, imposible de reproducir hoy en día si no es mediante el artificio. Nada difícil para del Toro, cuyo imaginario visual, ligado a géneros populares como la ciencia ficción, el terror y la fantasía, siempre ha dependido en gran medida de ajustados diseños de producción. Su nueva película no es la excepción, y esa meticulosidad en la puesta en escena del guion es su mayor virtud y también su principal enemigo: en más de una ocasión, la historia se siente demasiado consciente de sí misma, calculada en exceso, en particular durante las escenas entre Carlisle y la psicóloga Lilith Ritter (Cate Blanchett, ultra platinada y en modo über femme fatale). Pero la historia es casi siempre atractiva, y aquellos espectadores que no conozcan el libro o el film original disfrutarán aún más del paseo. Es que el relato, dividido en dos segmentos bien diferenciados, encuentra al renovado Stan fuera de las barriadas, en el centro nocturno de las grandes ciudades, celebrado como un gran mentalista y siempre acompañado por la sufrida Molly. El triángulo con la terapeuta está servido en bandeja y las ambiciones del antihéroe crecen en cantidad y calidad: el ego y el dólar dirigen y obsesionan. A diferencia del “callejón de las pesadillas” original, siguiendo su título en inglés, que por cuestiones de censura debió pergeñar un final esperanzador, la versión de del Toro es una caminata por los infiernos de la mente y la carne, un descenso lento y riguroso plagado de mentiras y estafas que funciona como preparación para la caída estrepitosa, para ese “nací para hacer esto” que cierra el libro original.
"Belle": Mamoru Hosoda, entre mundos reales y fantásticos Una jovencita retraída transmuta en una red social en una estrella del J-pop de voz angelical, pero los conflictos crecen a ambos lados del espejo. Mamoru Hosoda no es tan reconocido por el gran público como Hayao Miyazaki, pero hace un buen rato que sus largometrajes animados recorren los festivales y mercados comerciales de todo el mundo. El último ejemplo de su talento y creatividad es Belle, que inició sus proyecciones nada menos que en el Festival de Cannes y, en su país natal, fue la película más vista de la temporada 2021. Hosoda (Kamiichi, 1967) inició su carrera como realizador en 1999 con un par de largos de la franquicia Digimon, pero el gran despegue fue gracias a La chica que saltaba a través del tiempo (2006), clásico moderno del animé y punto de partida de una nueva etapa que intenta aunar las ambiciones populares con un personalísimo estilo narrativo y visual. En títulos como El niño y la bestia (2015) y Mirai, mi hermana pequeña (2018), producidos por su compañía Studio Chizu y distribuidos en Japón por el gigante Toho, el cineasta pone en pantalla una de sus obsesiones, que es al mismo tiempo un clásico del cine animado nipón en general: la cruza e interrelación entre mundos reales y fantásticos. Belle (cuyo título original, “El dragón y la princesa con pecas”, resulta a todas luces más bello y poético) no es la excepción, aunque la vuelta de tuerca tecnológica es novedosa en varios sentidos. La protagonista, Suzu Naito, es una adolescente de 17 años, habitante de un pequeño pueblo rural, cuya timidez es consecuencia directa de un acontecimiento trágico del pasado. Es que la chica perdió a su mamá siendo muy pequeña y, en su interior –aunque le cueste admitirlo ante sí y los demás– no puede evitar volcar todas las culpas en cierta elección consciente de su madre. Suzu llora todo el tiempo, mantiene una relación distante con su padre y no logra comunicarse demasiado con sus compañeros de escuela, con la excepción de su mejor amiga Hiroka, amante de las tecnologías digitales y el uso de las redes sociales. Precisamente, es la existencia de una red llamada, simplemente, “U” (léase “you”, “tú” en inglés), que permite crear un avatar personalizado y una existencia paralela en el universo digital, lo que cambia por completo la vida de Suzu. Es que en “U” la jovencita pecosa y retraída transmuta en Belle, una estrella del J-pop de cabellos rosados y voz angelical que se impone de inmediato como la figura con mayor cantidad de seguidores de la plataforma. Escondida detrás de la apariencia de Belle, Suzu es capaz de cantar, afición y pasión obturada en la existencia real desde la tragedia. Por supuesto, nadie conoce su verdadera identidad; tampoco la de la Bestia, un ser con forma de dragón a quien un grupo de luchadores dirigido por un joven rubio y apuesto con tendencias fascistoides intenta atrapar y desenmascarar. Hosoda introduce así una adaptación literal del clásico La bella y la bestia, castillo incluido. Es que “U” es el terreno de las fantasías y también el de la cursilería, sobre la cual el film no ironiza (gran desafío: no ponerse por encima del material de la trama) pero que, gradualmente, va revelándose menor en comparación con los dolores y alegrías de la vida real. De un diseño audiovisual avasallador, la película salta de un mundo a otro mientras los conflictos de ambos lado del espejo llegan a un punto de no retorno: no hay manera de continuar si no es mediante el enfrentamiento, el sinceramiento. El guion, escrito como es la costumbre por el realizador, incluye un puñado de personajes secundarios –la chica popular, el joven sensible, el deportista– que escapan por completo de los estereotipos al uso y aportan elementos de complejidad en un film engañosamente simple. Cuando la máscara de la Bestia finalmente cae y las durezas de la vida real golpean con fuerza, Hosoda entrega una de las escenas más inesperadas y emotivas de Belle, un auténtico triunfo del animé contemporáneo. Más tarde, los dos planos finales antes de los títulos de cierre imaginan a Suzu y sus amigos, los viejos y los nuevos, deteniéndose a observar la belleza de una gran nube ocultando parcialmente el sol, escena que bien podría formar parte de una película de Yasujiro Ozu.
"Hoy se arregla el mundo", la comedia apta para emocionar Todo en la película es muy correcto y profesional, para acompañar un camino de redescubrimiento entre padre e hijo. Dos años tuvo que esperar Ariel Winograd para estrenar su nueva película de producción argentina, cuyo rodaje finalizó justo antes de la primera encerrona en marzo de 2020. Como confirmó en estos días el prolífico director de Vino para tomar y El robo del siglo en una entrevista publicada en estas páginas, la idea fue “aguantar” el lanzamiento en salas de cine sin pasar por las plataformas de streaming. Y es que, casi sin excepciones, sus películas han sido éxitos de público, como ya casi no los hay en el cine nacional. Desde sus inicios con el film independiente Cara de queso - Mi primer ghetto, la comedia en sus múltiples razas y variantes ha sido el terreno elegido por el realizador de 44 años, usualmente poblada por los rostros más taquilleros de la industria local. Hoy se arregla el mundo no es la excepción, comenzando por el protagonista, interpretado por Leonardo Sbaraglia, continuando con el papel secundario (pero esencial) encarnado por Natalia Oreiro e incluyendo un puñado de participaciones especiales que van de Gerardo Romano a Soledad Silveyra y Diego Peretti, entre otros. El cine de Winograd es popular, ansía la masividad y está recubierto por una armadura de profesionalismo de varias y espesas capas, y su última producción no hace más que confirmar la regla. Reír un poco, llorar otro tanto, parece ser aquí el norte inflexible, aunque las primeras escenas señalen engañosamente un humor desembozado. David Samarás, a quien todos llaman El Griego (Sbaraglia), es un productor televisivo que, siete años atrás, la pegó con un particular talk show en el cual dos invitados pelean por las más peculiares razones (dos vecinos que comparten la misma señal de wifi o el carnicero al que la hija le salió vegana, entre otras delicias), pero que en tiempos recientes ha comenzado a mostrar fatiga de materiales. Así se lo hace saber indirectamente el dueño del canal (Martín Piroyanski), hijo de un zar de la tevé que una fotografía fugaz permite relacionar con la realidad histórica. Ese será el menor de los problemas en la vida agitada de El Griego. La muerte accidental de su ex (Oreiro) lo deja a cargo de ese hijo al cual nunca le prestó demasiada atención, con una revelación insospechada: ni siquiera se trata de su heredero biológico. Como podrá suponerse, Benito (Benjamín Otero, coacheado para inspirar ternura, simpatía y empatía) tampoco la está pasando demasiado bien, pero a pesar de los problemas para adaptarse a la nueva escuela, el niño es inteligente, sagaz y resiliente. El deseo por conocer a su verdadero padre transforma a Hoy se arregla el mundo (ese es también el título del show televisivo dentro de la ficción) en una buddy movie padre-hijo, en labor detectivesca amateur. Ese módulo central del guion de Mariano Vera sigue a la dupla en las visitas a posibles examantes de Mamá, que incluyen un bailarín devenido profesor, un artista plástico y un payaso profesional con actitud mafiosa, que participa de una de las mejores escenas de la película. El notable (como siempre) trabajo de fotografía de Félix Mont traslada a otros interiores y exteriores la paleta de colores fuertes del set de televisión, reflejo a su vez de un gag recurrente acerca del daltonismo. Todo en la película es correcto, (nuevamente) muy profesional, pero en el camino las posibilidades de sorprender son obturadas por un formato narrativo rígido que va devorando de a poco la frescura. Leo Sbaraglia está realmente muy bien como ese padre inseguro, frágil a pesar de su imagen exitosa, pero el guion no le deja demasiado margen de maniobra para mayores complejidades. Previsiblemente, el camino del descubrimiento personal trae aparejadas nuevas responsabilidades, aquellas que se ejercieron a medias o se abandonaron por completo, a medida que las lágrimas se suman a las sonrisas de ocasión. Un éxito asegurado.
"El empleado y el patrón": las diferencias sociales y el orden de las cosas La película del uruguayo Manolo Nieto Zas, protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart y por el debutante Cristian Borges, pone en tensión el tema de las clases sociales, evitando tanto la caricatura como las simplificaciones voluntaristas. En su segundo largometraje, El lugar del hijo (2013), el uruguayo Manolo Nieto Zas enfrentaba no sólo a dos generaciones de una misma familia –con el padre muerto, el heredero debía viajar de Montevideo a Salto para continuar (o no) con los negocios– sino a los representantes de diversas clases sociales, evitando tanto la caricatura como las simplificaciones voluntaristas. El empleado y el patrón, cuyo estreno mundial tuvo lugar el año pasado en el Festival de Cannes, continúa en esa senda, alejada del costumbrismo alienado de la ópera prima del realizador, La perrera (2006), jugueteando además con las posibilidades del thriller de baja intensidad. Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart, afilado como siempre) acompaña en el negocio familiar a su padre mientras atraviesa una etapa angustiante junto a su esposa Federica (Justina Bustos). Es que el pequeño hijo de la pareja podría o no estar sufriendo de un “síndrome” neurológico, diagnóstico que, por el momento, ningún médico ha podido confirmar con certeza. La finca sojera, ubicada en algún lugar del Uruguay muy cerca de la frontera brasileña, requiere siempre de empleados y justo en tiempos de cosecha un par de trabajadores han dejado de ser de la partida. Es por ello que Rodrigo cruza al otro lado en busca de un joven confiable que sepa manejar la cosechadora. Nieto Zas se zambulle en la historia sin prolegómenos, presentando a los protagonistas con apuntes y detalles que van perfilándolos de a poco. Lejos del clásico representante de la burguesía campera, Rodrigo no refleja el arquetipo del patrón de estancia, es sensible a los problemas y conflictos de sus empleados y está dispuesto a dar una mano (su padre, interpretado por Jean Pierre Noher, parece estar un poco más cerca de ese carácter de clase, definido por una distancia fría). El elegido para la faena es Carlos (el debutante Cristian Borges), un muchacho conocido de la familia, buen jinete, fiable por sus referencias. Todo marcha sobre ruedas, como ese enorme tractor sojero, hasta que un accidente desarregla todo aquello que parecía engañosamente compuesto. ¿Quién es el responsable mayor del acontecimiento? ¿El dueño de las tierras o quien estaba detrás del volante? La respuesta, para quien vea la película, parece fácil de responder, pero el accidente laboral y las consecuencias humanas y económicas tienen corolarios inesperados y complejos. Luego de la tragedia, Carlos continúa trabajando en la estancia en otros menesteres; en una escena central antes del tercer acto, como responsable de un asado, el empleado es tratado con paternalismo y algo de desprecio por uno de los invitados. Rodrigo oye y observa todo con evidente incomodidad, pero no dice absolutamente nada. En esa breve instancia de radical importancia dramática lo que no se dice es tanto o más importante que aquello que se verbaliza. Lejos de la admonición o la simple bajada de línea ideológica, El empleado y el patrón juega con los preconceptos ideológicos del espectador, sin ofrecer respuestas claras ni soluciones demagógicas. Luego llegará la posibilidad de reconciliar puntos de vista y aspiraciones, gracias a una carrera a campo traviesa que se lleva a cabo todos los años y permite la compra y venta de caballos de raza. En entonces cuando Nieto se encarama en el suspenso, permitiendo que ciertas sospechas y miedos ante posibles actitudes temerarias anticipen la posibilidad de un nuevo hecho trágico. El epílogo vuelve a equilibrar las fuerzas, pero no de la manera que Rodrigo (o Carlos) hubiesen esperado. No hay caso: el orden de las cosas es tan rígido, está tan prefigurado desde hace tanto tiempo, que ningún individuo es capaz de romper su esqueleto para armar con los huesos un nuevo cuerpo.
El pintor del cine argentino Trabajó con Pino Solanas, Leonardo Favio, Luis Puenzo, Lucrecia Martel, Juan José Campanella y María Luisa Bemberg, entre otros cineastas argentinos. “La luz descubre las cosas, nace del negro”. La voz baja y calma de Félix Monti, el “Chango” para todo el mundo, describe sucintamente lo que todo director de fotografía lleva inyectado en la sangre. “El Chango es un pintor”, afirma en off Pino Solanas, destacando un hecho que cualquier realizador reconoce de inmediato: no todos los cinematographers –para usar el término más común en el habla inglesa– logran ir más allá de la rutina y los estándares técnicos para elevarse al nivel de artista. Felix “Chango” Monti es uno de ellos, además de ser uno de los fotógrafos más importantes en toda la historia del cine argentino. Pino lo sabía, habiendo explotado su creatividad en tres largometrajes de ficción: El exilio de Gardel, Sur y El viaje. En Chango, la luz descubre, las directoras Alejandra Martín y Paola Rizzi reconstruyen el racconto de toda una vida dedicada a la imagen cinematográfica a partir de entrevistas, fragmentos de films, el rodaje de un largometraje y los ensayos de una pieza teatral. Martín y Rizzi no juegan demasiado con las posibilidades del documental como terreno para la experimentación, optando por un formato tradicional y explicativo. Así, las voces de Juan José Campanella, la productora Lita Stantic y la hermana del homenajeado, entre otras, se suman a la de Solanas para intentar describir al hombre, al técnico y al creador. El propio Chango ofrece algunas de sus máximas visuales a la hora de colocar los faroles o atemperar luces y sombras, su predilección por la fotografía fija de la inglesa Julia Margaret Cameron y los recuerdos del ingreso a la industria del cine allá por los años 50, cuando el rodaje en estudios seguía siendo norma, aunque no por mucho tiempo más. Luis Puenzo rememora el paso conjunto por el negocio publicitario –medio que fue un auténtico laboratorio para la prueba y el error de muchos futuros cineastas, Solanas incluido– y el salto al primer largometraje en el cual Monti ofició de director fotográfico, Juan que reía, de Carlos Galettini. La lista de títulos en los cuales el “Chango” puso su firma llena unos cincuenta renglones, con trabajos notables para, entre muchos otros cineastas, Lucrecia Martel, María Luisa Bemberg, Bruno Barreto, Robert Duvall y Leonardo Favio, además de los mencionados Puenzo, Solanas y Stantic. Un breve apartado dedicado a los premios Oscar (Monti fue responsable de la fotografía de La historia oficial y El secreto de sus ojos) se entrelaza con el presente pre pandémico, alternando la filmación de Mamá se fue de viaje, de Ariel Winograd, con la preparación de la obra La farsa de los ausentes, estrenada en el Teatro San Martín durante la temporada 2017 con dirección de Pompeyo Audivert. Es entonces cuando puede verse a Monti en acción: callado, de ojos siempre inquietos, humilde en actitud y estampa, señalando la posibilidad de mezclar dos o más colores para mejorar la imagen o correr un poco un “fresnel” para que el escenario destaque toda su profundidad. En el final del rodaje, luego de un caluroso aplauso a su trabajo y figura, el plano lo muestra colocándose un morral en el hombro antes de caminar hacia la oscuridad. Otro día más de trabajo.
"La sombra del gato": ¿de tan mala es buena? Comienza como un cuento de hadas para adultos, continúa en la senda del relato gótico, con encierros y traumas del pasado a granel, y termina como un homenaje desvaído a David Lynch y/o Terry Gilliam, con guiños al cine de terror con cultos demoníacos. Estreno en salas únicamente. El segundo largometraje de José María Cicala confirma su interés por sacudir y mezclar las influencias temáticas y formales más eclécticas. Si en Sola, estrenada hace apenas algunas semanas en el Cine Gaumont, el drama de época con marco bélico derivaba en un tobogán de emociones de tonos alucinatorios, algo similar puede afirmarse respecto de La sombra del gato, que comienza como un cuento de hadas para adultos, continúa en la senda del relato gótico, con encierros y traumas del pasado a granel, y termina como un homenaje desvaído a David Lynch y/o Terry Gilliam, con guiños al cine de terror con cultos demoníacos. Más allá de algunos momentos relativamente logrados sobre el final, nada funciona del todo bien en la película, que no logra convertir el libre albedrío en algo más que una serie de caprichos. Detalles curiosos no faltan, comenzando por el hecho de que uno de los personajes centrales está interpretado por el californiano (de origen mexicano) Danny Trejo, cuya extensa carrera, usualmente en roles de tipo duro, lo transformó en uno de los rostros más reconocibles en el cine de Hollywood de las últimas tres décadas y media. Trejo, cuya historia de vida puede conocerse en detalle gracias al reciente documental Prisionero número uno, es aquí Sombra, ayudante y hombre para todo de Gato (Guillermo Zapata), dueño de una granja colectiva dedicada a la manufactura de alimentos artesanales que parece ubicada a miles de kilómetros de cualquier rastro de civilización. Gato y Sombra conviven con una joven aborigen y una anciana (Griselda Sánchez y Rita Cortese, respectivamente) y la hija del primero, una muchacha inquieta e interesada en el mundo exterior llamada Emma (Maite Lanata), que anda todo el tiempo simulando un rodaje con una cámara hecha con cartón y colecciona recortes sobre ovnis, mujeres-mono y otros hechos insólitos. Emma se sube a la camioneta familiar y, sin que medien explicaciones o contextos, aparece en medio de un carnaval, bailando entre las comparsas. El hallazgo de un teléfono celular abandonado provoca indirectamente la excusa para una rebelión y escape, punto de partida de la aventura. El guion, escrito a seis manos, da por sentadas esas y muchas otras cosas sin pedirle al espectador disculpas por la insensatez o el atolondramiento, escudándose en una aparente red de contención camp que incluye villanos que parecen salidos de una película de Los Parchís, un cuarteto de drag queens responsables de un hotel, varios flashbacks que destacan el origen pretérito de las maldiciones presentes y un hospital psiquiátrico con subsuelos inundados. Mezcolanza que no ofrece demasiado sentido, pero tampoco logra generar un disparate estimulante. O tal vez la apuesta sea a un “tan mala que es buena” autoconsciente, en cuyo caso la reacción del espectador dependerá de su tolerancia a ese argentinismo sin definición ni etimología concreta, el así llamado (mal llamado) “cine bizarro”.
Parte del presente para iluminar el pasado El realizador de "Algo fayó" entrelaza aquí varias historias de vida relacionadas con la cotidianeidad de 1982: la del futbolista Osvaldo Ardiles con la del periodista Andrew Graham-Yooll, entre otros. En pocos meses más se cumplirán cuarenta años del desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas. El número redondo, ese recordatorio con poderes especiales, vino acompañado de varios proyectos documentales, entre otros el ya estrenado ensayo 1982, notable trabajo de guion y montaje de Lucas Gallo elaborado a partir de material televisivo de archivo. El caso de Falklinas, de Santiago García Isler, cuyo título hibrida los dos nombres oficiales de las islas del Atlántico Sur, parte del presente para intentar iluminar el pasado y viceversa, a partir de los relatos de cinco personas que, de una u otra manera, estuvieron “en el lugar exacto y en el momento justo, o todo lo contrario”, según la definición del realizador, responsable de otros títulos documentales como Algo fayó, sobre el historietista argentino Pablo Fayó. En el comienzo, las imágenes de un grupo de atareadas hormigas ocupa la pantalla, mientras la voz del actor Damián Dreizik explica los alcances de un experimento entomológico y su posible extrapolación a los seres humanos en circunstancias excepcionales. Andrew Graham-Yooll, editor en jefe del periódico Buenos Aires Herald durante tres décadas, es la primera de las personalidades destacadas por Falklinas. Es la propia voz del periodista, nacido en Argentina y fallecido hace dos años, la que detalla su exilio en 1976, el regreso incógnito durante los años de plomo, su trabajo en diarios británicos durante la Guerra de Malvinas. Otro periodista, de origen inglés, Simon Winchester fue enviado por sus jefes del diario The Sunday Times para cubrir los eventos en las islas del sur; sospechado de actividades espías, fue detenido y debió pasar tres meses encarcelado en Ushuaia. García Isler rápidamente entrelaza esas dos historias de vida con las tres restantes: la del futbolista Osvaldo Ardiles, estrella del Tottenham Hotspur londinense durante los meses de la contienda, el argentino Rafael Wollmann, único fotógrafo profesional presente en Puerto Argentino-Stanley durante la madrugada del 2 de abril, y Laura Mc Coy, joven malvinense con ansias de libertad, presente de conflictos amorosos y destino trágico, tal vez la única de las cinco historias no basada en la realidad histórica. Santiago García Isler crea un flujo narrativo que salta de una historia a las otras con cierta lógica fáctica, apoyado en una serie de “separadores” animados creados por el historietista Rep, pero lo que más parece interesarle es la recreación de una sensación de época y sus reverberaciones en tiempo presente. Las esquirlas de una bomba que estalló hace cuatro décadas, pero que aún hoy continúan cayendo del cielo. El relato de Wollman de la noche y la mañana de la rendición, las reflexiones de Ardiles ante una situación compleja en términos humanos y futbolísticos (“nunca jugué tan mal como en esos partidos durante la guerra”) y la descripción de Winchester de las semanas pasadas en confinamiento tejen una red de recuerdos de una era particular en un país que, como recuerda el realizador a través de la voz de Dreizik, pasó de llenar la plaza con protestas por la situación económica y social a, tres días después, vitorear a Galtieri con loas patrióticas.
"La crónica francesa", el cosmos de Wes Anderson Admiradores y detractores del estadounidense seguirán sin ponerse de acuerdo. Pero más allá de los recursos repetidos, el realizador entrega una película repleta de nombres célebres y visualmente vibrante. A esta altura del partido lo andersoniano es equiparable a lo bergmaniano o a lo fellinesco: es inconfundible. Por ende, adoradores y enemigos repiten esencialmente lo mismo, sólo que lo que algunos entienden como genialidad es visto por otros como repetición ad nauseam de tonos, tópicos y estilos. La crónica francesa, primera película “ómnibus” en la filmografía del director de Los excéntricos Tenembaum –esto es, conformada por distintos relatos, anudados por un lazo en común–, puede funcionar como compendio antológico de sus intereses y obsesiones. La excusa, esa ligadura, es la revista imaginaria The French Dispatch, publicación europea para el mercado estadounidense con obvias referencias a The New Yorker, tanto en contenido como en forma. Que la sede central esté ubicada en la inexistente ciudad de Ennui-sur-Blasé (el lector afrancesado comprenderá la chanza) en algún momento del siglo XX le permite a Anderson crear uno de sus típicos cosmos cinematográficos, reflejos hiperbólicos del mundo real que funcionan tanto por exageración como por extracción. Bill Murray es Arthur Howitzer, Jr., director de la revista en típico modo taciturno, aparente cabeza de reparto que no es tal, dada la variedad de historias e histriones. Porque si algo no puede achacársele a La crónica francesa es la falta de nombres célebres, muchos en apariciones tan breves que sólo pueden tildarse de cameos; tantos que resulta imposible la exhaustividad en una reseña escueta como esta. Owen Wilson pasea por la ciudad en bicicleta y hace las veces de prologuista de lo que vendrá: tres relatos centrales, marcados por su filiación a las páginas policiales, culturales y artísticas, entre otros subtítulos del sumario presente en pantalla. En la que probablemente sea la mejor de las historias, Benicio del Toro interpreta a un artista ultra moderno que es también un reo condenado a perpetuidad, y Léa Seydoux a su guardiana y musa inspiradora. El interés súbito por la obra del creador detrás de los barrotes terminará interesando a un marchand y a una investigadora del arte del otro lado del océano, punto de partida de un arquetípico cuento andersoniano, en el cual el humor melancólico se monta sobre la creación de personajes ligera o desembozadamente excéntricos. Luego llegará la descripción de una suerte de Mayo Francés paralelo al real, con un estudiante y una periodista encarnados respectivamente por Frances McDormand y Timothée Chalamet, seguida por la crónica de una cata gastronómica interrumpida por el secuestro del hijo de un comisario (Mathieu Amalric). Como ocurría en El gran Hotel Budapest, Anderson juega con los formatos de pantalla –del clásico 1.37 a cuadros más apaisados–, pero también con el paso del blanco y negro al color y viceversa, e incluso la interacción entre actores de carne y hueso con una secuencia de animación. De esa manera, el film repasa, imita y parodia algunas constantes del cine galo de los años 40 en adelante, incluyendo desde luego ciertas señales formales de la nouvelle vague y hasta un homenaje a la secuencia más famosa de Mi tío, de Jacques Tati. Es un juego que gravita entre lo caprichoso y lo manierista, elementos señalados en todas las ocasiones por los detractores de Anderson, que aquí concentra muchos minutos de metraje no tanto en acciones y reacciones como en la descripción de detalles de tipos y ambientes, estos últimos cortesía del diseñador de producción Adam Stockhausen, fiel colaborador del cineasta. Pero lo apastelado no quita lo valiente o lo visualmente vibrante. La crónica francesa es un objeto de evidente belleza que no pide permiso ni, mucho menos, disculpas, una casa de muñecas vista a la distancia y también en cada uno de sus elementos y fragmentos, creados y expuestos hasta el más mínimo detalle. No hay medias tintas: se lo toma o se lo deja.
"Amor bandido": algo más que un simple metejón. “Todos nos enamorados de la persona equivocada”, afirma con vehemencia la frase publicitaria de Amor bandido, ópera prima como realizador del experimentado productor Daniel Werner (La niña de tacones amarillos, Rerum Novarum, Boni Bonita). Hipótesis de difícil comprobación pero que, al menos en el caso de su protagonista, es absolutamente cierta. Joan -interpretado por el veinteañero Renato Quattordio, visto hace poco en Yo, adolescente– tiene dieciséis años y anda metido en una relación amorosa con su profesora de arte, quien lo dobla en edad y, como suele decirse, casi podría ser su madre. La película lo presenta en una típica situación cotidiana, en su cuarto, escuchando un tema de Wos mientras termina de armar una maqueta algo despareja. El padre del joven, un juez serio y severo, vestido de traje para leer el diario durante el desayuno, arranca el día con retos. Más tarde, en la escuela, la profesora Luciana (Romina Richi), que ese mismo día deja su cargo en la escuela, lo encuentra entre armarios y biblioratos, proponiendo un encuentro nocturno. Joan y Luciana se conocen hace tiempo y hace tiempo que sus cuerpos intiman. Eso es claro de entrada. También lo es que la propuesta de escape a una casa de campo en Córdoba, propiedad de la familia de la mujer, parece esconder algo más que una simple aventura. Ya instalados allí, ese amor prohibido por diferencias generacionales tendrá su correlato en un par de escenas de sexo jugadas a la vieja usanza del thriller erótico: movimientos corporales simulados, paneos lentos sobre las pieles, música de acompañamiento... su ruta. En paralelo, las suspicacias de Luciana ante la presencia de un par de turistas, la aparición de un arma de fuego, la preparación de un jugo de naranja señalan lo indefectible: Joan está allí por razones mucho más complejas que un simple metejón, situación que comenzará a confirmarse luego de la aparición de un familiar de la dueña de casa, un hombre rudo y misteriosamente herido en una pierna (Rafael Ferro). Werner maneja con cierto profesionalismo los hilos del suspenso y, a pesar de que Amor bandido se monta en gran medida sobre clichés vistos y oídos en millones de ocasiones previas, los ochenta minutos avanzan velozmente hacia el desenlace. Más que un thriller erótico, la película es una suerte de relectura del noir de viudas negras, aquellos relatos de mujeres peligrosas que, consciente o inconscientemente, llevan al borde del abismo a hombres (en este caso, un mozalbete) incautos y/o desprotegidos, desarmados ante el canto de sirena del deseo físico. Para cuando suena por segunda vez “La ruta del tentempié”, de Charly García, Joan ya aprendió que no todo lo que brilla es oro y que, a veces, es mejor concentrarse en esa yunta de bueyes llamada rutina.
"Asia", con Shira Haas: una adolescente en problemas La opera prima de la israelí Ruthy Pribar ofrece una pequeña historia de aristas dolorosas, pero sin golpes debajo del cinturón, confiando en el excelente trabajo actoral de sus dos actrices y en un guion conciso que no intenta darle lecciones de vida a nadie. El afiche publicitario de Asia, opera prima de la israelí Ruthy Pribar, aporta un dato que posiblemente ayude a atraer espectadores: la coprotagonista no es otra que Shira Haas, cuyas facciones resultan reconocibles de inmediato gracias al notable éxito de dos series distribuidas por Netflix, Shtisel y Poco ortodoxa, aquí en el papel de una adolescente llamada Vika. El otro pilar actoral está a cargo de la actriz ruso-israelí Alena Yiv, como una mujer a quien todos llaman Asia, esforzada enfermera en un hospital público de Jerusalén y madre de Vika. El ruso fluido de Asia señala de inmediato su carácter de inmigrante y no es casual que los rusos judíos internados en el sanatorio la prefieran a la hora de vaciar la chata o cambiar la vía intravenosa. En el escaso tiempo libre que le queda, Asia –que anda por los treinta y cinco y es madre desde jovencita– se baja un par de tragos en algún bar, indecisa ante los avances de los hombres. Vika, en tanto, practica con un skate, sale con su mejor amiga y coquetea con los chicos del barrio, pero una escena temprana permite colegir que su escasa resistencia al consumo de alcohol tiene un origen desafortunado. Asia podría anotarse sin demoras en la lista de films “de enfermedades terminales” (Vika sufre de una enfermedad degenerativa que, según los médicos, es irreversible), pero la realizadora logra darle un par de vueltas de tuerca a los lugares comunes del subgénero al centrarse en los vaivenes del vínculo madre-hija y a la relación especular entre la juventud presente de una con aquella del pasado de la otra. Un vínculo tan amoroso como terrible. La veinteañera Haas, cuya escasa estatura es consecuencia de los tratamientos para un cáncer de riñón sufrido durante la infancia, aprovecha esa característica física como apoyo para construir el personaje, sumándole otras señales físicas cuando la enfermedad ha avanzado. Pero lejos del histrionismo y la afectación, el sufrimiento de Vika corre por dentro y sólo explota cuando las tendencias autodestructivas salen a la superficie. Asia hace malabares con las pocas horas de sueño e intenta llevar la situación lo mejor posible, consolada por un médico amigo (con beneficios), con quien mantiene una relación física no demasiado cómoda. Si hay una subtrama innecesaria en la película es aquella ligada al deseo de Vika de perder la virginidad, potenciada por la aparición de un joven enfermero que alterna su trabajo en el hospital con los cuidados hogareños de la muchacha. Ganadora de tres premios en el Festival de Tribeca y de casi una decena en los galardones de la Academia Cinematográfica de Israel, Asia no es inolvidable desde ningún punto de vista, pero a cambio sabe ofrecer una pequeña historia de aristas duras y dolorosas sin golpes debajo del cinturón, confiando en el excelente trabajo actoral de las dos actrices y en un guion conciso que no intenta darle lecciones de vida a nadie.