"Ni héroe ni traidor", dilemas sobre Malvinas En su intento de retratar los días del estallido de la guerra en abril de 1982, el film cae demasiado a menudo en la ilustración audiovisual directa y diáfana de una idea. “Llevátelo otro día”, le dice Matías a su mejor amigo, luego de regalarle una edición española del disco The Wall. Ni héroe ni traidor, tercer largometraje del realizador y psiquiatra Nicolás Savignone, supone que el álbum doble de Pink Floyd estuvo censurado en nuestro país durante los años de la dictadura, llevando a un extremo imaginario la prohibición de la radiodifusión de su corte más famoso. Es un ejemplo menor de confusión histórica, aunque sintomática de la estructura dramática de la película, cuya historia transcurre durante los primeros días del mes de abril de 1982. Matías (Juan Grandinetti) acaba de terminar el servicio militar obligatorio y pasa sus días practicando en un bajo, juntándose con los amigos del barrio y enfrentándose a su padre en pequeñas rencillas tan típicas como desgastantes. “¿Con qué plata te vas a ir?”, le espeta el hombre de la casa (interpretado por Rafael Spregelburd) a su hijo, luego de que este vuelve a expresar su deseo de mudarse a Europa. Mamá (Inés Estevez) participa de esa conversación con preocupación y amor de madre costumbrista, mientras el abuelo (Héctor Bidonde), español y alguna vez soldado republicano, observa todo desde un costado del cuadro. El lugar puede ser un barrio cualquiera del conurbano bonaerense o del interior del país. La guerra estalla y, con ella, llegan los avisos de reclutamiento, los miedos y ansiedades. Matías está decidido a viajar a las islas, a pesar de todo; cree, en un primer momento, que es su deber. Lo mismo su compinche Pablo, hijo de militar y fanático de las armas y la caza, posiblemente el personaje más estereotipado de la historia. Diego, por el contrario, está decidido a escapar, a cualquier costo, de ese destino impuesto. El carácter alegórico de una parte del procedimiento se completa con un violín escondido en un armario –vestigios de un ascendente musical por vía paterna– que sólo volverá a oírse en un dueto improvisado cerca del final, cuando las líneas paralelas comiencen a acercarse. No hay nada demasiado chirriante en Ni héroe ni traidor, apenas algún momento ligeramente pasado de tono, y su mecanismo narrativo se asemeja por momentos al de un drama que perfectamente podría ocurrir sobre las tablas: una porción mayor del relato transcurre dentro de las paredes la casa de Matías. A pesar de ello, será otro “error” de guion (¿cómo es posible que chicos que acaban de salir de la colimba supongan que un médico puede confundir la herida de un revólver con la de una escopeta?) la que defina la suerte de uno de los personajes y, por relación directa, la del protagonista. La película de Savignone es, en esencial, la ilustración audiovisual directa y diáfana de una idea. O de una serie de ideas/interrogantes/inquietudes: toda guerra es una mierda, como afirma en cierto momento el abuelo; no se es héroe por participar de la misma ni un traidor por no querer hacerlo; la vida humana es más importante que las circunstancias políticas.
"Los caballeros": juegos, trampas y marihuana El film del director británico es capaz de entretener durante casi dos horas merced a un ritmo que nunca se detiene. Hubo un tiempo, que hoy puede antojarse muy lejano, en el que el cine del británico Guy Ritchie solía equipararse con las películas de Quentin Tarantino. Eran las épocas de Perros de la calle y Tiempos violentos, de Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: Cerdos y diamantes, relatos poblados de criminales, explosiones de violencia y diálogos ingeniosos. Sin embargo, una mirada atenta al universo de ambos realizadores probaba sin esfuerzos que las diferencias eran muchas más que las posibles coincidencias, las formales y también las temáticas. Incluso las éticas, si se forzaban un poco las odiosas comparaciones. El paso de los años separó aún más esas improbables líneas paralelas: al tiempo que Q. T. fue invadiendo cada vez más su cine de un tinte autoral y reflexivo, Ritchie continuó firmando proyectos que intentaban emular el éxito comercial de sus primeras películas, derrapando finalmente en producciones de gran presupuesto y anonimato estilístico como Sherlock Holmes y, más recientemente, la reversión con actores de carne y hueso de Aladdin. En ese sentido, Los caballeros sólo puede entenderse como un intento por regresar a la fuentes, al universo del pequeño y el gran crimen y a ese fuerte acento cockney que –a pesar de tratarse, en este caso, de una producción ciento por ciento estadounidense– caracteriza a muchos de los personajes del film, habitantes de Londres y aledaños. Sin embargo, el protagonista (si cabe tal definición, teniendo en cuenta el carácter coral de la operación) es un caballero nacido en los Estados Unidos y llamado Mickey Pearson, un “empresario” que ha logrado crear un imperio multimillonario dedicado al cultivo y la distribución de marihuana (Matthew McConaughey, menos extremo que en otras ocasiones). Las idas y vueltas del relato, pobladas de desvíos, falsas líneas narrativas y flashbacks, comienza a sumar personajes desde el comienzo, con Hugh Grant en la piel de un investigador con tendencia al chantaje y Colin Farrell como un entrenador de boxeadores a quien le cuesta bastante mantener a raya a sus muchachos. Hay muchas, muchas más criaturas y una trama enrevesada que, a pesar de ello, logra desenvolverse de manera lógica y transparente. El disparador es el deseo de Pearson de retirarse del negocio –vendiéndolo, desde luego, a un buen precio–, lo cual sacude el delicado equilibrio del submundo gansteril, iniciando una escalada de traiciones (simples y dobles), intentos de asesinato y subtramas con múltiples vueltas de tuerca. El asunto es bastante básico y por momentos algo cruel, con una ingente cantidad de puteadas bien british, guiños y canchereadas a granel y cierta bienvenida autoconciencia que, en más de una ocasión, rompe soberanamente la cuarta pared. Los caballeros es capaz de entretener durante casi dos horas merced a un ritmo que nunca se detiene, las constantes novedades y variaciones alrededor de la trama central y un reparto que, en líneas generales, resulta carismático. No es mucho, es cierto, pero alcanza para elevar al último Ritchie por encima de la categoría “completamente olvidable”.
"El hombre invisible", la revisión de un clásico A diferencia de otras remakes recientes, la película consigue encontrar un giro atendible a la historia ideada por H. G. Wells. La protagonista de "El cuento de la criada" vuelve a lucirse. La prehistoria de El hombre invisibleversión 2020 hay que rastrearla apenas un par de años atrás. Con La momia, protagonizada por Tom Cruise y Russell Crowe, los centenarios estudios Universal intentaron insuflarles nueva vida a las viejas criaturas de la oscuridad de los años 30 (Drácula, Frankenstein et al), las mismas que inventaron el cine de terror tal y como lo conocemos. El fracaso de público de la película dirigida por Alex Kurtzman provocó un borrón y cuenta nueva y el concepto seminal de Universo de Monstruos –inspirado en gran medida en las sagas de superhéroes– nunca llegó a despegar. Así nació esta nueva adaptación del clásico de H. G. Wells, un poco huérfana y, por ende, un poco más libre. A la vista de los resultados, no parece haber sido una mala idea: lejos de la adrenalina, el exceso de efectos digitales y la falta de sangre de los productos pensados para el público adolescente, el film escrito y dirigido por el australiano Leigh Whannell, producido por la compañía especializada Blumhouse, está más cerca del suspenso y los sustos genuinos que de la adrenalina pochoclera. La primera escena marca la cancha y anticipa el gran tema de fondo del relato. Mientras su pareja duerme, Cecilia Kass (impecable, como casi siempre, Elizabeth Moss) lleva a cabo el escape que venía planeando meticulosamente. La casa, ubicada en un risco sobre el mar, recuerda a otras mansiones similares de otros villanos de turno, que aquí no es otro que el novio de la protagonista. Un tal Adrian Griffin, renombrado científico dedicado a la tecnología óptica que, en el seno del hogar, se transforma en una bestia dominadora y golpeadora, un hombre capaz de ejecutar los juegos psicológicos más sádicos. De hecho, cuando su hermana la recoge en la ruta, Cecilia está hecha una piltrafa, y las cosas no mejoran cuando un amigo policía la protege en su propia casa: la pobre mujer tiene miedo hasta de salir a la vereda a recoger el correo. El tono, a partir de ese momento y hasta el final, será dramático, sin lugar para las ironías o el humor. Una apuesta que, al menos en este caso, rinde sus frutos. Por supuesto, nadie le cree a Cecilia, pero una vez que es dado por muerto, Adrian sigue haciendo exactamente lo mismo que cuando todo el mundo podía verlo caminar. Esto es, transformar la vida de su ex en un calvario cotidiano. En esos primeros tramos, con una construcción del suspenso que se toma (para bien) su tiempo, El hombre invisible se asemeja al clásico La luz que agoniza o a su versión británica previa: un hombre empeñado, por razones en principio desconocidas, en hacer que su mujer quede en evidencia como una lunática. Claro que aquí el malvado, siendo invisible, la tiene más fácil y puede pasar completamente iinadvertido. Los primeros noventa minutos de proyección, cuando todo parece diseñado (y así es) para que a la heroína le vaya de mal en peor, la película logra describir, en formato de cine de género, algunas de las cuestiones presentes en las conversaciones actuales sobre la violencia también de género. Cuando la protagonista toma finalmente al toro por las astas llega la catarsis y El hombre invisible se transforma en un más que apreciable derivado del slasher, aunque a esa altura el monstruo titular (que en el fondo no es otra cosa que alguien demasiado humano) comienza a mostrar su silueta y, por lo tanto, también recibe sus más que merecidos golpes. Moss logra aportarle al personaje, construido con delicadeza desde el papel, dosis extras de aparente complejidad, una mujer al mismo tiempo frágil y tremendamente resiliente. En esa ecuación que logra sumar una férrea confianza en el material, el talento de la protagonista y un desarrollo muchas veces imprevisible, la película logra encaramarse en un lugar más que atendible dentro del terror mainstream contemporáneo.
"Bad Boys - Para siempre": en busca de acción policial noventosa La película, ruidosa y explosiva, confía su suerte a los gags físicos y verbales de Will Smith y Martin Lawrence. Hubo una época no tan lejana en la cual Michael Bay era amo y señor de la superproducción explosiva, ruidosa, plástica y, por sobre todas las cosas, grasienta. A tal punto que alguien se animó a arrimar su nombre a las filas de la autoría cinematográfica. Signo de los tiempos, el apellido Bay no figura en la lista de talentos involucrados en este regreso inesperado (a pesar de ello, el director de Transformers y La roca sigue en plena actividad). Tercera y tardía entrega de la saga iniciada en 1995 con la Bad Boys seminal, en esta ocasión dirigida por la dupla de realizadores belgas conocidos como Adil & Bilall, Para siempre intenta regresar a los goces de la acción policial noventosa, a su vez deudora de las buddy movies de la década anterior, aquella que dio origen a Arma mortal, Un detective suelto en Hollywood y, claro, la nave nodriza: 48 horas, de Walter Hill. Y si bien todos los títulos mencionados incluyen sus dosis de comedia, Bad Boys supo elevar la potencia humorística al máximo, confiando en los gags físicos y verbales y el carisma de sus protagonistas, Will Smith y Martin Lawrence. Con resultados casi siempre menores y algún que otro chispazo de ingenio. Los chicos malos versión 3.0 no ejemplifican la excepción. Más bien todo lo contrario. Se agradece, eso sí, la autoconciencia, no sólo de la grasitud de la experiencia (los planos de autos carísimos pisteando cerca de la costa de Miami marcan el terreno) sino también del tono melodramático de sus secciones más serias. No es casual que Marcus (Lawrence), retirado luego del hecho que da origen al núcleo de la trama, pase varias horas por día maratoneando una telenovela mexicana de baja estofa. Aquellos que andan detrás del compañero Mike con la intención de acabar con su vida no son otros que una madre y un hijo nacidos del otro lado de la frontera, una dupla dispuesta a todo con tal de vengar la muerte del pater familias. Un intento fallido de asesinato deja al detective interpretado por Smith fuera de circulación y a su eterno compinche en las puertas del retiro definitivo. No ocurrirá, desde luego, y los villanos de turno no pasarán. Ni la madre, suerte de bruja narco imbuida de “pasión latina” (Kate del Castillo), ni su hijo, un esbelto joven experto en artes marciales, preciso francotirador y excelente motociclista. Y por ahí van los tiros. Y las luchas mano a mano. Y las persecuciones en auto y en moto. Y las caídas y golpes. Los chistes sobre las edades de los protagonistas salpican las dos horas de proyección –dolores físicos, pastillas para el sexo, ansiedades varias– y el guion le adosa a la dupla un grupo comando de policías especializados en nuevas técnicas y tecnologías, cosa de poder contrastar diversas generaciones. Nada nuevo bajo el sol, aunque la historia va resintiéndose a medida que transcurren los minutos. Con guiño literal a la más famosa creación de George Lucas, Bad Boys – Para siempre cierra con inflamadas revelaciones y quichicientas explosiones, grandotas y con helicóptero incluido. Al menos ahí hay un buen gag, de esos que rompen la cuarta pared, para variar un poco el blanco de la destrucción.
"Amenaza en lo profundo": aquel viejo cine de aventuras. Amenaza en lo profundo debió esperar más de dos años para disfrutar finalmente de un estreno comercial, pero el hecho es anecdótico y poco tiene que ver con sus cualidades: la compra de 20th Century Fox por parte del gigante Disney relegó a la película a un limbo similar al que se ven obligados a recorrer sus protagonistas. Como en las inéditas por estos pagos Love y The Signal, el tercer largometraje (primero con presupuesto holgado) del realizador William Eubank vuelve a la ciencia ficción hibridada con otros elementos. En este caso, el terror. El arranque no se detiene en sutilezas y va directo a los bifes. Norah, joven miembro de un equipo de investigación subacuático ubicado en algún lugar de la Fosa de las Marianas, nota extrañada una serie de pequeños temblores en la compleja y enorme edificación bajo el mar, que también hace las veces de morada. Vaya uno a saber (luego se sabrá) si la causa es un terremoto, una falla estructural o algo innombrable, pero lo cierto es que el golpazo que sobreviene la deja a ella y a un grupo de sobrevivientes encerrados en una pequeña zona del complejo, con riesgo de inundación y la necesidad de salir a recorrer el fondo del océano. Luego vendrán los bichos y Underwatersumará a los placeres del cine submarino (y de submarinos) la presencia de criaturas inquietantes. Alien debajo del agua, han señalado casi todas las reseñas. Y sí: es indudable que la estructura narrativa del film de Eubank le debe mucho al clásico de Ridley Scott, aunque también hay más de una referencia a los abismos de Cameron y otros relatos donde inteligencias desconocidas hacen contacto por primera vez con los humanos. Pero aquí no hay demasiado espacio para lucubraciones filosóficas y la ecuación peligro + suspenso + acción toma la posta, desde la primera hasta la última escena. Kristen Stewart, con su cabeza rapada y tuneada para la ocasión, no tardará demasiado tiempo en quedar en ropa interior, preparada para hacer la gran Ripley: como su célebre antepasada, la teniente de la nave Nostromo, Norah es de armas tomar –las literales y las metafóricas– y se verá empujada a pasar al frente como líder natural del grupo. Por ahí anda dando vueltas el francés Vincent Cassel, como el acomplejado capitán del contingente, y un puñado de secundarios pintados con dos o tres rasgos generales, alivio cómico incluido (a propósito, ¿será el personaje afroamericano, por enésima vez, el primero en caer?). Amenaza en lo profundo no pretende inventar ni el fuego ni la rueda y en sus noventa y algo de minutos pueden hallarse varias de las pequeñas virtudes de aquel viejo cine de aventuras, sin ínfulas ni pretensiones: hombres y mujeres ante las fuerzas de la naturaleza, lo desconocido y lo peligroso. Claro que, cuando el guion comienza a forzar las líneas del empoderamiento femenino y el cuidado maternal como impulso natural, las cosas comienzan a teñirse de un tono bastante cursi. Como afirma en más de una ocasión Joe Pesci en El Irlandes, It is what it is.
"Espías a escondidas": halcones y palomas La nueva producción animada de Blue Sky Studios maneja el reciclaje a la orden del día, desde una versión paródica de James Bond al modelo instalado por "Mi villano favorito" y "Los increíbles". ¿Y si hacemos una película sobre un espía internacional transformado en paloma? Algo así deben haber pensado las mentes creativas detrás de Espías a escondidas, la nueva producción de la casa animada Blue Sky Studios, responsables de éxitos populares como La era de hielo, Rio y todas sus secuelas, entre otros títulos “infantiles” de gran rendimiento comercial. Y está bien que así haya sido, ya que uno de los atractivos de la ópera prima de Nick Bruno y Troy Quane (el primero es un veterano de la compañía y trabajó como animador en una docena de producciones previas) están dados precisamente a partir del absurdo de la situación de base: una paloma con capacidades mentales humanas intactas encerrada en un cuerpo que no sabe manejar. Pero lo ingenioso viene acompañado, ya en las primeras escenas, por la repetición de lugares comunes en envase familiar: el súper espía Lance (en las copias en idioma original la voz es la de Will Smith) enfrenta una de sus misiones más difíciles en versión paródica del mundo bondiano, transformado de pronto en sucedáneo cómico de la célebre escena de sangría oriental en Kill Bill. El reciclaje está a la orden del día y gran parte del ritmo de la película está calcado del modelo instalado por Mi villano favorito y Los increíbles. Lo relativamente original pasa por otro lado: Walter (voz de Tom Holland), un joven empleado de la Agencia nerdo hasta la médula –y cuya madre policía murió en cumplimiento del deber, alerta de drama– recibe a un Lance perseguido por los suyos, un típico caso de inocente acusado de crímenes ajenos. Este termina bebiendo por error el mejunje que acaba de preparar el muchacho, cuyo efecto esperado consiste en invisibilizar al receptor pero que, cosas de la vida, termina transformando al espía afroamericano en una paloma… hembra (uno de los mejores gags del film enfrenta a Lance a ese notable descubrimiento). Y así la pareja despareja saldrá a recorrer el mundo, lo cual permite que el protagonista alado descubra que ser un ave puede tener muchas desventajas pero también sus beneficios. Les pisa los talones una agente de seguridad interna con “tono de piel latino”, cumpliendo así la cuota de diversidad racial que la corrección política actual demanda a viva voz. De factura técnicamente impecable (va de suyo) y trazos y movimientos a tono con la animación mainstream contemporánea (la homogeneización en la industria es casi total), Espías a escondidas avanza cumpliendo a rajatabla las reglas doradas de los tres actos y poniendo en pantalla una escena de acción cada X cantidad de minutos, no sea cosa que la platea más joven se aburra. “Al fuego se lo combate con fuego”, afirma la paloma Lance, haciéndose eco de las clásicas reglas de enfrentamiento con los villanos de turno a la hora de asegurar la paz en el mundo. El joven científico opina otra cosa: su voz es la de un pacifista a ultranza y ese choque de cosmovisiones le agrega a la historia una pequeña pizca de complejidad moral inesperada. El resto es fórmula y profesionalismo animado, pan comido para las palomas.
"La hora de tu muerte": la maldición tecnológica Los goces y disgustos propiciados por La hora de tu muerte –ópera prima de Justin Dec y ejemplo acabado del horror de presupuesto moderado made in USA– pueden contarse con los dedos de una y de otra mano; al final de los cálculos, ambos terminan en estado de relativo equilibrio. El planteo narrativo de base es cualquier cosa menos original, una cruza entre la saga Destino final y cualquier película tomada al azar que incluya una maldición tecnológica, sea esta analógica o digital. Aquí es una aplicación para teléfonos celulares llamada Countdown (“cuenta regresiva”) la que permite, en principio, saber con certeza cuantos años de vida le quedan al usuario. Claro que, en algunos casos, el reloj puede indicar apenas un par de días antes de la llegada de la parca. Es precisamente eso lo que le ocurre a la protagonista, una joven enfermera recién recibida llamada Quinn (Elizabeth Lail, actualmente en cartel en Netflix con la serie You), quien pasa rápidamente de la incredulidad al asombro y de allí, sin escalas, al pavor más absoluto. El prólogo anticipa la calidad amable del gore por venir (el film fue calificado por allá con la suave placa PG-13), por lo que la mayor parte de los sustos llegará bajo la forma del suspenso y los golpes de efecto, diseñados para hacer saltar al espectador de la butaca. Aproximadamente uno cada siete u ocho minutos, lo cual comienza a cansar más temprano que tarde. Al mismo tiempo, la trama introduce un elemento insospechado que parece algo tirado de los pelos –y a tono con los tiempos políticos– pero que, sobre el final, termina “justificado” por la misma historia: en un chequeo de rutina, uno de los médicos se acerca demasiado a Quinn, intentando intimar a pesar de las repetidas negativas de la muchacha. Corte a nuevas evidencias de que la app en cuestión no es cosa de risa (todos aquellos que la descargan comienzan a tener visiones temibles y sombrías) y a la somera descripción de un trauma del pasado familiar que, como se verá, es utilizado por el origen del mal como método para el espanto. Si desea sobrevivir, Quinn deberá utilizar la lógica más estricta y precisa que pueda imaginarse. Cuando La hora de tu muerte amenaza con ponerse demasiado solemne, el guion de Justin Dec mete a presión un par de personajes secundarios construidos en tono humorístico. Pero funcionan: el vendedor de celulares canchero y creído de sí mismo y el sacerdote nerdo y amante de las ciencias ocultas le aportan a la película una necesaria dosis de ligereza, lo cual permite avanzar hacia la conclusión de una manera –paradójicamente– menos disparatada. Porque –es justo y necesario decirlo– siempre hay algo absurdo en estos films de terror que edifican la aparición de lo sobrenatural como si se tratara de una ciencia exacta, con sus reglas y axiomas inflexibles.
"Cats", un acto escolar superproducido Desprovista del vínculo entre actores y público de la puesta de Broadway, la película de Hooper es apenas un despliegue de CGI en el que ni los talentos de Judi Dench y Ian McKellen consiguen algo de vuelo. No, no se trata de la peor película en la historia del cine. Tampoco es el peor musical cinematográfico del siglo XXI, aunque lo intente con ganas. Tom Hooper ya había demostrado que sus ideas no son siempre las mejores en la adaptación de Los miserables (el musical de Broadway, a su vez inspirado en la novela de Víctor Hugo), y aquí –pase lo que pase, caiga quien caiga– insiste en llevar a la pantalla conceptos que fueron pensados para las tablas y el contacto directo entre el público y los actores. Y lo que pasa es que la cosa no funciona, no sirve, no arranca ni llega a lugar alguno. Al menos a un lugar estimulante o agradable, menos aún novedoso. No es el momento ni el lugar para centrarse en ello, pero tal vez el concepto original de Andrew Lloyd Webber –crear un show musical a partir de un puñado de poemas infantiles de T. S. Eliotdedicados a la raza felina– tampoco haya sido una gran idea, a pesar del enorme y continuo éxito de público de la puesta desde su estreno en el West End, en 1981. Y así, proyectada sobre una tela blanca, la historia de Grizabella, Old Deuteronomy, Macavity y demás humanos disfrazados de gatos gigantes vuelve a cobrar vida. Primer y único comentario contrafáctico, de esos que la crítica de cine debe usualmente evitar, pero que en este caso se hace casi imperioso dejar por escrito: ¿qué hubiese ocurrido si Cats, la película, hubiera sido creada exclusivamente a partir de las artes de la animación? Otro cantar, sin dudas: la libertad de trazos, colores y estilos permite que la imaginación pueda volar sin restricciones. Aquí la forma humana, recubierta de capas de piel y pelos digitales, nunca escapa a la vista como un Frankenstein kitsch que, sin dudas, sobre el escenario debe ofrecer otros gustos, merced al despliegue del costoso vestuario. Aunque se trate de la fantasía más extrema, el realismo inherente al medio cinematográfico no puede sino chocar con esos trajes hechos a medida con las herramientas CGI último modelo. Contraejemplo, uno entre tantos posibles: Piel de asno, de Jacques Demy, donde el artificio es transparente y no se esconde; por el contrario, se evidencia. Pero, ¿es ese el único tropezón de la película de Hooper, que vuelve a narrar la historia de los Jellicle Cats y de cómo sólo uno de ellos logra subir al cielo gatuno y tener una nueva vida en la Tierra? No, hay muchos más. Y no se trata de un tema de talentos involucrados. Poco pueden hacer Judi Dench o Ian McKellen, los dos talentosísimos veteranos del reparto, con una historia que es poco más que un súper producido acto escolar. Tampoco la bailarina del Royal Ballet londinense Francesca Hayward, cortesía de una serie de coreografías poco atractivas y anti cinematográficas (el resto de la actuación se compone de una serie de primeros planos que intentan mezclar el estupor, el miedo y el deseo). Jennifer Hudson canta no una sino tres veces “Memory”, el gran hit del musical original, cada vez de manera más quebrada, como para aportar algo de intensidad a la historia. En cuanto al diseño de arte y el uso de los colores, pueden resultar atractivos durante los primeros minutos, pero hasta eso termina agotándose rápidamente. El resto: cortes de montaje y movimientos de cámara veloces para insuflar ritmo artificialmente. Y muchas, muchas canciones. De todos modos, el ingrediente que más se echa en falta es la rebeldía, el mal gusto, incluso: Catsno es orgullosamente camp, es apenas mediocre.
"La protagonista", microrrelato lleno de recovecos y ecos Paula, una actriz desempleada, vive en un limbo de fragilidad y crisis permanente. La protagonista es una película tan pequeña (por su metraje, por la cantidad de movimientos y acciones, por su engañosa trivialidad) que las ambiciones y logros pueden pasar desapercibidos. Ya en su ópera prima en solitario, El pasante, estrenada hace casi una década, Clara Picasso demostraba una predilección por las miniaturas que contienen mundos enormes y ahora –en un film de título ilusorio, juguetón, con múltiples sentidos– vuelve a apostar por un microrrelato lleno de recovecos y ecos no siempre evidentes en una primera impresión. El punto cero La protagonista –que participó de la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata hace apenas un par de meses– encuentra a su protagonista, Paula, sentada en un bar frente a su alumno alemán, corrigiendo sin muchas ganas algunos errores de la gramática española mientras su teléfono celular no para de sonar. No es una escena de suspenso en un sentido estricto, aunque lo que está a punto de ocurrir sí es inesperado y excepcional. Un ladrón entra al local y comienza a robar las pertenencias de los clientes, pero un accidente, un impulso o un efecto generado por el miedo hace que Paula estire la pierna, y el arrebatador caiga y se golpee al punto de la inconsciencia. “Soy actriz”, repite la joven a cualquiera que pregunte por su profesión, por su rol en la vida. Aunque, por el momento, no está actuando en ninguna obra y el dinero ingresa por otros canales: las clases de idioma para extranjeros o los encuentros en focus groups para testear algún producto a punto de ser lanzado al mercado. En una de esas extrañas citas llenas de preguntas banales, Paula y una conocida deben aparentar el más absoluto desconocimiento mutuo, ejemplo perfecto del humor casi subterráneo que envuelve a la película. Al margen de esos trabajos eventuales, el hecho policial del bar ha generado un interés momentáneo por su persona, reflejado en notas en diarios y en la televisión. De pronto, todo el mundo la llama por teléfono y quiere sacarse selfies con ella: un nuevo protagonismo, una breve salida de las fauces del anonimato. La visita a una peluquería –otra changa– se transforma en una escena basal: Paula es actriz y tal vez no todo lo que dice hacer, vivir y recordar es real. ¿O sí lo es? Y si lo primero es cierto, ¿la ha devorado la mitomanía o se trata, apenas, de una mentira blanca, de una herramienta para navegar la soledad y el dolor? Es verano en Buenos Aires y todos están en otro lugar, pero ella insiste en quedarse y caminar las calles, casi vacías. Ni siquiera un pedido de mamá para que la visite surte el efecto deseado. Rosario Varela, la protagonista de La protagonista, compone el personaje como alguien que parece estar siempre ligeramente corrido de aquello que la rodea, no tanto a disgusto como algo incómoda. “Estoy en la pileta, sí, buenísimo”, le cuenta a alguien por teléfono durante un viaje relámpago a una quinta, frente a una piscina llena de agua sucia y hojas caídas. En el trato con los demás, sus amigos y conocidos, termina ganando una aparente amabilidad que, sin embargo, no es capaz de eclipsar cierta cualidad áspera, arisca. Ese estado de fragilidad, de crisis permanente que no llega a ser terminal, como un microscópico limbo, es el tema elegido por Picasso para retratar a su criatura y, quizás, intentar una acuarela generacional. Lo hace sin gravedad, con humor y ligereza, sabedora de que lo importante –la procesión– pasa por dentro y no por los gestos ampulosos. El plano final cierra un ciclo o resignifica todo lo visto. O nada de eso.
"El aro": el fantasma vuelve, pero cansado Veintiún años después de la película original, este nuevo refrito del clásico del J-Terror regresa de la mano de su autor primigenio. Estrenada en Argentina con el título El anillo, Ringu tuvo su lanzamiento mundial en 1998, empujando definitivamente la fiebre del j-horror, el horror cinematográfico hecho en Japón, un país con una extensa tradición en el terreno del fantástico pero escasos exponentes puros y duros de terror, al menos hasta tiempos recientes. A tal punto fue exitosa la historia del VHS embrujado y Sadako, la mujer fantasmal de largos y lacios pelos negros que vive en un pozo de agua, que la película no sólo tuvo una remake y secuela made in Hollywood sino que, de manera ostensible, la estética, tono general y detalles formales (como el particular movimiento de la criatura) tuvieron de allí en más una enorme influencia en el cine de sustos producido en todo el mundo. Veintiún años más tarde, esta nueva entrada/reinicio/refrito de ese universo, dirigida por Hideo Nakata, el autor del film seminal, llega con los caballos extremadamente cansados. El aro (no sea cosa de repetir el título) es un aletargado y cansino relato de maldiciones duras de matar, con un fuerte foco dramático en los traumas de la infancia, idea que el propio Nakata había explorado con mucha mayor potencia y eficiencia en Dark Water (2002), sin dudas su mejor película a la fecha. En realidad, Sadako (gracia original del film) retoma conceptos de las anteriores Sadako 3D y Sadako 2 3D, cuyos títulos permiten avizoran cierta falta de imaginación. Aquí hay una extraña huérfana con síntomas de autismo y amnesia, la pequeña sobreviviente de un terrible incendio que acabó con la vida de su madre, quien a poco de llegar al hospital comienza a hacer gala de extrañas habilidades telequinéticas. Quien se interesa por ella es una psicóloga del pabellón (la actriz Elaiza Ikeda) a su vez hermana de un youtuber que, para obtener más seguidores en las redes, no tiene mejor idea que irse a grabar un video al departamento en cuestión, origen de un nuevo clip maldito con Sadako escondida en el fondo del plano. Es evidente, ya desde los primeros minutos, que Nakata ansía correrse de los golpes de efectos como elemento primordial (aunque que los hay, los hay) para intentar llevar adelante un relato enfocado en el misterio de origen, que debe ser descubierto para volver a un posible estado de equilibrio. Nada nuevo bajo el sol, desde luego, pero el mayor problema de El aro no es tanto su previsibilidad como el desarrollo mismo de las acciones y reacciones, en una atmósfera que nunca llega a ser realmente sombría o aterradora. Ni siquiera la propia Sadako, que alguna vez fue capaz de ponerle los pelos de punta a los espectadores más sensibles, logra superar en sobresaltos a algún fantasmita de la serie animada Scooby Doo. El peor pecado de una película que demuestra que la saga parece estar agotada por completo.