"Cuentos de chacales": fragmentos inestables de la memoria La película integra la llamada "trilogía familiar" del director. Aquí el documento estricto de la home movie le cede el espacio al dispositivo ficcional. El actor Francisco Cruzans participa de recuerdos de la infancia y la adolescencia, el closet identitario y el punto de fuga del descubrimiento de la sexualidad. Es algo extraño el modo en el que están llegando al Gaumont las tres películas que integran la así llamada “trilogía familiar” de Martín Farina, pero a fin de cuentas nada ni nadie obliga a verlas en el orden en el que fueron producidas. Hace tres semanas se estrenó en la sala de cine del barrio de Constitución El lugar de la desaparición (2018), segundo capítulo del proyecto experimental del director de Fullboy y Mujer nómade en el cual, como bien consigna la reseña de Horacio Bernades, “Farina no funciona como el detective que viaja hacia el pasado familiar para develar un secreto oculto, sino como el testigo no incluido que registra la preservación de ese secreto”. Cuentos de chacales, que pudo verse por primera vez en la edición 2017 del Festival de Mar del Plata, también está integrada por material de archivo casero, en su mayoría grabaciones en VHS, y registros actuales, entre otros elementos audiovisuales enlazados literal o metafóricamente con el núcleo narrativo de la película. Pero lo narrativo aquí es relativo. Farina no intenta construir un retrato documental tradicional ni nada que se le parezca, optando en cambio por un hilo acumulativo de ideas, remembranzas, conceptos y emociones que se permite la repetición, la permutación y la sobreimposición de retazos de relatos. Lo fragmentario es eje y norte formal, y el sentido último resulta tan inasible como esos recuerdos que la memoria parece a punto de conjurar de forma prístina para desaparecer un instante después. Cuentos de chacales repite una “escena” de El lugar de la desaparición: la de esa abuela que recuerda como solía cocinar para treinta personas y ahora para muchas menos, porque ya no están. El documento estricto de la home movie le cede el espacio al dispositivo ficcional, y el actor Francisco Cruzans participa de recuerdos (¿sus recuerdos, los de otros, los de alguien?) de la infancia y adolescencia, la conversión de toda la familia a prácticas religiosas ortodoxas y comunitarias, el closet identitario y el punto de fuga del descubrimiento de la sexualidad. Cruzans está en el centro emocional del film y su presencia en pantalla, tanto en el presente como en el pasado (tomando la teta a los pocos meses de vida, dibujando en el piso a los cinco o seis años, cantando en un karaoke durante una fiesta), nunca se repliega en el formato tranquilizador de la biografía cinematográfica. Como bien afirma una placa al comienzo de los 70 minutos de proyección, “la memoria no es el registro de un suceso original, es la reconstrucción del modo en que lo recordamos la última vez”. La frase resume en gran medida los objetivos del proyecto, que a las varias capas de conversaciones y reflexiones en primera persona les suma las rendiciones de varias canciones de Juan Ignacio Serrano y miembros de su banda, de raigambre poética y sonido de fogón a la medianoche, confesional e íntimo. Desde la consola de audio, presente en el cuadro, el volumen se maneja a voluntad: la música aparece y desaparece de golpe, como en una película de Godard, y los diversos niveles sonoros alternan lecturas de cuentos infantiles (ahí están los chacales del título), anécdotas de infancia relatadas en idioma inglés y susurros solapados y repetitivos. Más que un patchwork –que también lo es–, Cuentos de chacales adquiere la forma de un palimpsesto en el cual los fragmentos de las diversas capas son visibles al mismo tiempo, dibujando siluetas extrañas, familiares pero al mismo tiempo indefinibles. El experimento de Farina, que se completa con Los niños de Dios (2021), exhibida en el último Bafici, se termina pareciendo a esa particular sensación instigada por la vigilia cuando comienza a cederle el lugar al sueño y la mente se libera en parte de lo tangible e inmediato, permitiéndose saltar de un mundo al otro sin reglas preestablecidas.
"El último duelo", de Ridley Scott: más drama cortesano que espectáculo épico El director de Los duelistas y Blade Runner regresa a la idea del enfrentamiento de dos hombres a lo largo de los años, esta vez en 1386 y en suelo francés. A punto de cumplir 84 años, el realizador británico Ridley Scott sigue en estado de hiperactividad, embarcado en proyectos de gran envergadura, como viene haciéndolo desde su debut, Los duelistas. Prolífico y ecléctico, el director de Blade Runner alternó durante los últimos años la realización de dramas realistas (Todo el dinero del mundo) con producciones sci-fi originales o deudoras de la famosa saga originada en 1979 (Misión rescate, Alien: Covenant), además de oficiar como productor ejecutivo de un par de series de alto perfil como Criado por lobos y la primera temporada de The Terror. El último duelo, que tuvo su estreno mundial en el Festival de Venecia, regresa a algunas de las ideas presentes en su ópera prima –el enfrentamiento de dos hombres a lo largo de los años– reutilizando la estructura básica de Rashomon, la película de Akira Kurosawa basada en un par de cuentos de Ryunosuke Akutagawa. Aquí también hay tres versiones diferentes de los mismos hechos, claramente señalizadas por sendas placas en pantalla. Aunque, a diferencia del film japonés, que abordaba la complejidad inherente al concepto mismo de “verdad”, una de ellas es presentada sin rodeos como la verídica. Hay razones lógicas para que eso ocurra, todas ligadas al rol de la mujer en la sociedad europea del siglo XIV, y que hoy sólo pueden ser bautizadas como feministas. El año es 1386 y en suelo francés está a punto de tener lugar el último reto a muerte de origen judicial en ese país, siguiendo la descripción del libro El último duelo, del escritor y especialista en ese período histórico Eric Jager. El guion, escrito a seis manos por dos viejos amigos, los protagonistas y coguionistas de En busca del destino, Ben Affleck y Matt Damon, y la cineasta Nicole Holofcener, parten del texto de Jager y estructuran un relato que, más allá del duelo en sí mismo –abandonado en el prólogo y recuperado sobre el final– y un par de breves pero intensas escenas de batalla, está más cerca del drama cortesano que del gran espectáculo épico. Jean de Carrouges (Damon) salva la vida de Jacques Le Gris (Adam Driver) en el fragor de una cruenta batalla. Comienzo de una amistad de apariencia duradera que será horadada hasta la putrefacción luego de que Le Gris es elegido favorito por el conde Pierre d'Alençon (Affleck). Claro que esa es la versión de Carrouges; en la de Le Gris, es él quien empala con su lanza a un enemigo, evitando la muerte del compañero de armas. Lejos de los campos de batalla, El último duelo se ocupa en la descripción de los modos financieros entre nobles, vasallos y plebe: el cobro de impuestos, la lucha por territorios explotables, el matrimonio como alianza de poder y dinero (y la mujer como propiedad, desde luego), la guerra como mecanismo de supervivencia económica. Luego de desposar a la joven Marguerite (Jodie Comer), Carrouges patalea ante lo que considera una injusticia, transformándose en una suerte de paria en la sociedad francesa, todavía poderoso pero observado con recelo e incluso sorna. Hasta que un hecho despreciable, la aparente violación de Jodie a manos de Le Gris, dispone la alfombra roja para el enfrentamiento judicial y el posterior duelo a caballo, lanza, sable, hacha y cuchillo, entre otros elementos cortantes. Pero, ¿fue Marguerite realmente abusada o se trata de una mentira pergeñada por interés? Cada una de las versiones ofrece divergencias y variaciones sobre el hecho, aunque sólo el tercero es presentado como “la verdad” a partir de un pequeño truco visual. A partir de ese momento, el regreso del lance de honor y sus corolarios, que Scott filma a puro pulso violento y sangriento, en la tradición de Gladiador. Afortunadamente, El último duelo, pequeña gran sorpresa en la filmografía tardía del realizador, no se deja seducir por las ansiedades del gran espectáculo y propone un film que reflexiona no sin amargura sobre el poder (los pequeños y los grandes poderes) y el honor como espejo deforme de zonas inequívocamente erróneas del ser humano.
"Karnawal": drama familiar con dosis de contenido social El film intenta entrelazar varios mundos cinematográficos y lo logra en cierta medida, sin mucha sordidez ni sacarina. Los festejos del carnaval norteño podrán ser el trasfondo de la historia de Cabra, pero lo que realmente le interesa al personaje pertenece por origen a regiones mucho más llanas: el malambo. La ópera prima del bonaerense Juan Pablo Félix no es, como afirma un extracto crítico propuesto por la gacetilla de prensa, “un Billy Elliot gaucho y estepario”, aunque el guion no les hace asco a los tradicionales esquemas de suspenso del tipo “¿llegará o no llegará el protagonista a tiempo al concurso de baile?”. Pero eso ocurre cerca del final de Karnawal y es un detalle secundario. Antes, Cabra (el actor debutante y bailarín de malambo profesional Martín López Lacci) cruza la frontera entre Villazón y La Quiaca portando un pequeño paquete que debe transportar ilegalmente. Sólo después de llegar a destino cae el adolescente en la cuenta de su contenido: un arma de fuego ilegal. Félix dispone de entrada las coordenadas de su película, un drama familiar con dosis de contenido social y un colorido atractivo, cortesía de las secuencias documentales en las cuales los trajes carnavalescos brillan con todos sus oropeles. La relación de Cabra con su madre no atraviesa el mejor momento. Peor aún es la que mantiene con su nuevo novio, un gendarme que, a partir de una mirada dura y palabras ídem, parece dispuesto a enderezar al muchacho, que podría estar a un paso de descarrilar su vida. Mónica Lairana y Diego Cremonesi aportan profesionalismo en un reparto de rostros reconocibles, completado con la presencia del chileno Alfredo Castro como el padre de Cabra. Un hombre a quien todos llaman El Corto, un reo de pelo largo que anda disfrutando de sus primeras salidas provisorias antes de obtener la libertad. El inesperado pedido de El Corto de que un viejo auto que parecía abandonado le sea devuelto (primer toque de diseño del guion) posibilita el reencuentro de esa familia separada años atrás, fuente de conflictos nuevos y redivivos; también de la resurrección de anhelos que estuvieron en punto muerto durante mucho tiempo. Filmada en gran medida en la provincia de Jujuy, con paradas en paisajes de Tilcara, Humahuaca, San Salvador y otros parajes turísticos (y no tanto), Karnawal avanza firme y decidida en su descripción de personajes y pequeñas conflagraciones vinculares, con pequeños desvíos en los ensayos de una coreografía que ofrecen la oportunidad para el lucimiento del actor-bailarín. Castro, en tanto, suma un nuevo personaje a su galería de roles pintorescos y/o extremos (tal vez se trate del actor latinoamericano más versátil de los últimos tiempos), aunque los intentos de acercamiento de El Corto a su hijo tienen como resultado indefectible el rechazo, corolario de años de separación y abandono. Félix sabe alternar los planos más generales con los detalles de acción y reacción de los actores, apoyado en la notable dirección de fotografía de Ramiro Civita, que hace uso de los paisajes agrestes y urbanos sin caer en el abuso pictórico. Es en el tercer acto, signado por el retorno en la trama de aquel revolver mal habido, cuando la historia comienza a correr el riesgo del despiste. Una persecución nocturna algo forzada –por lógica interna y, sobre todo, enfrentada a la férrea construcción de uno de los personajes– ofrece un nuevo frente de tormenta entre los miembros del cuarteto central, al tiempo que la película coquetea con el policial sin policías. Karnawal intenta así reunir y entrelazar varios mundos cinematográficos, y lo logra en cierta medida, evitando al mismo tiempo tanto el exceso de sordidez como el de sacarina.
"Justicia implacable", con Jason Statham: a los tiros. La nueva película del realizador de "Snatch" propone un juego de gatos y ratones criminales donde nadie tiene las manos limpias de sangre. El equívoco como marca de nacimiento artístico. Con Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: cerdos y diamantes, dos películas inmensamente sobrevaloradas, nacía el concepto del Guy Ritchie autor, apreciado por algunos espectadores y críticos como una suerte de Tarantino británico. Su propia filmografía se encargaría de derrumbar el mito, alternando películas de raigambre original (Revólver, la reciente Los caballeros) con reinvenciones poco afortunadas de hitos pretéritos como Aladdín, Sherlock Holmes y El agente de C.I.P.O.L., usualmente atravesadas por los mil y un chirimbolos narrativos y formales. El cine como show-off técnico, sin alma pero siempre al palo. Justicia implacable es un remanso en la obra del ex de Madonna, un ejercicio casi clásico, al menos para los parámetros del realizador. Basada en el film francés de 2004 Asalto al camión del dinero, se trata, en parte, de una relectura del cine de ladrones endurecidos que siguió al noir clásico, con títulos como Mientras la ciudad duerme y, en particular, Casta de malditos como padrinos conscientes o inconscientes. Que Ritchie está un poco más relajado queda claro en la primera secuencia: sin cortes de montaje ultra rápidos, sin encuadres “ingeniosos”, sin diálogos irónicos, la cámara queda clavada en la parte trasera de un camión de caudales mientras el fuera de campo –aquello que apenas se adivina en las fronteras del cuadro, los gritos, los disparos– completa la idea de lo que está ocurriendo. Algunos meses después, entra Jason Statham (cuya carrera cinematográfica comenzó precisamente con Juegos, trampas…), como un profesional del negocio de la seguridad, el nuevo empleado de la misma compañía víctima del crimen. Presentación de varios personajes secundarios, un poco de humor con diálogos semi filosóficos y entonces sí la primera escena de acción, en la cual H (así lo llaman al pelado) se carga él solito a seis ladrones. Y claro, luego de las reticencias iniciales, todos en la empresa lo coronan como héroe. El guion propone entonces el primero de dos extensos flashbacks que, con diferentes puntos de vista, pondrán en perspectiva todo lo visto hasta ese momento. Es que H tiene una agenda súper secreta, que el nombre local de la película no reverencia: lo suyo no es tanto la búsqueda de la justicia como la más visceral de las revanchas. Wrath of Man (la ira del título original es en cambio bien clara) propone un juego de gatos y ratones criminales donde nadie tiene las manos limpias de sangre. En ese sentido, el de Statham no es tanto un personaje heroico en el sentido clásico e impoluto del término, sino un demonio vengador a punto caramelo. Película de robos sofisticados, aunque no precisamente de guante blanco, atravesada por las maneras de la acción noventosa (más cerca de Fuego contra fuego que de Arma mortal), Justicia implacable es básica pero entretenida. Un juego cinematográfico de bajas ambiciones que –a pesar de ello o precisamente por esa misma razón– es lo mejor que ha pergeñado Guy Ritchie en muuucho tiempo.
"La verdad": recuerdos de una madre estrella. El estreno en salas de la película más reciente del director japonés confirma que Kore-eda logra hacer propia su vertiente francesa de los dramas familiares de su país sin perder nada en la traducción. Si hay una temática, tan vasta como inextinguible, que recorra gran parte de la obra del japonés Hirokazu Kore-eda (ver nota aparte), esa es la de los lazos familiares, usualmente atravesados por conflictos de toda índole, desde lo muy íntimo a lo social. Luego del éxito internacional de Somos una familia (2018), que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes, el director de Nadie sabe y After Life... la vida después de la muerte, entre otra docena de títulos, se enfrentó por primera vez con un rodaje fuera de su país natal. El destino elegido fue Francia, con un reparto encabezado por dos de las actrices más relevantes de varias generaciones: Catherine Deneuve y Juliette Binoche. Pero más allá de las diferencias culturales y, posiblemente, de idiosincrasia en los estilos de producción, La verdad es un film tan personal como los anteriores en su filmografía, guiado una vez más por los vínculos problemáticos entre miembros de un mismo clan. En esta ocasión, los personajes tienen una vida pública además de una privada, elemento vertebral del guion escrito por el mismo Kore-eda. La vérité encuentra a Fabienne Dangeville –diva del cine galo encarnada por la Deneuve, sin señales autobiográficas a la vista– en plena entrevista con un periodista, visiblemente nervioso ante la presencia de la leyenda. La actriz está a punto de publicar su autobiografía, un volumen lleno de anécdotas personales que, como se verá, no necesariamente se condicen con los recuerdos de su hija Lumir. Guionista en Hollywood, el personaje interpretado por Binoche cae de visita en la casa materna acompañada por su esposo Hank (Ethan Hawke) y una pequeña hija, de unos seis o siete años. A poco de atravesar el umbral y cruzar un par de palabras, ambas entran en chisporroteo verbal; queda claro, bien de entrada, que la infancia y la adolescencia de Lumir no fueron etapas sencillas. Aunque la película no cae en exageraciones a la hora de construir ese divismo, el ego de la veterana es difícil de sobrellevar: fumadora y bebedora empedernida a sus sesenta y largos, la anciana de cabellos rubios y ojos transparentes todavía es atacada por celos profesionales, incluidos aquellos disparados por el recuerdo de una actriz (y amiga personal) fallecida décadas atrás. Hank, “actor de segunda línea en series de tevé”, según su propia definición, observa y escucha todo desde cierta distancia, en parte por su desconocimiento del idioma francés, en parte para no meter la mano en el fuego y salir quemado. Fabienne se encuentra en pleno rodaje de una película de ciencia ficción metafísica titulada, no casualmente, “Recuerdos de mi madre”, en el cual interpreta un papel secundario de gran importancia junto a una estrella en ascenso, a quien todos comparan con aquella otra actriz legendaria. Hay por allí algún que otro eco lejano de los Sudores fríos de Boileau-Narcejac –la novela que dio origen a Vértigo–, pero La verdad nunca deriva en el thriller, optando en cambio por un tono dramático apuntalado en un bienvenido sentido del humor, como ocurre con la pequeña subtrama de la tortuga Pierre y los supuesto poderes de hechicera de la matriarca. En tanto, un personaje menor, el asistente de toda la vida de Fabienne, suma puntos en una historia engañosamente simple, construida meticulosamente desde el guion y sostenida por la excepcional presencia y talento de todo el reparto. Ya en los tramos finales, los conceptos de verdad y simulación, de emociones genuinas e interpretaciones, adoptan un rol mucho más central del que podría suponerse en un comienzo. La escritura de un par de “líneas de diálogo”, que los personajes repiten en la vida real como si surgieran de su interior y no de un titiritero entre las sombras, le aporta a la película una nueva capa de complejidad, que resuena tanto en la historia que se desarrolla en pantalla como también en el pasado, que el espectador debe imaginar y reconstruir. Con La verdad, Hirokazu Kore-eda, uno de los practicantes más talentosos de ese terreno cinematográfico llevado a las cumbres artísticas por Yasujiro Ozu –los dramas familiares cotidianos, pero nunca triviales–, logra hacer propia su vertiente francesa sin perder absolutamente nada en la traducción.
"Caos: el inicio": todavía falta lo peor Con alguna que otra buena escena de acción, la película dirigida por Doug Liman termina pareciéndose demasiado al típico producto corporativo de diseño en función de una estrella. El año es 2257. En el pequeño poblado Nuevo Mundo, en un planeta distante de alguna galaxia muy muy lejana, las mujeres no existen y los hombres pueden escuchar claramente (e incluso ver, a través de una suerte de ectoplasma multicolor) los pensamientos de los demás. Por eso cuando una nave espacial se estrella en el bosque y la única sobreviviente resulta ser una muchacha, el statu quo debe ser protegido cueste lo que cuesta y caiga quien caiga. Pero… siempre hay un héroe dispuesto a poner todo patas para arriba. Esa podría ser una sinopsis simplificada de El cuchillo en la mano, la primera novela de la trilogía Chaos Walking del novelista Patrick Ness, y también de la adaptación a la pantalla grande, pensada para el lucimiento de su reparto joven y el interés del público ídem. Tom “Spider-Man” Holland es el encargado de darle vida a Todd Hewitt, el colono que termina rebelándose contra el orden riguroso del alcalde del pueblo (Mads Mikkelsen en modo villano de manual), y acompañando a la chica del espacio (Daisy Ridley, la Rey de Star Wars) en un intento desesperado por comunicarse con los suyos allá arriba en el espacio. Teniendo en cuenta la extensa y compleja producción de Caos: el inicio, resulta difícil imaginar qué hubiera ocurrido si el director original, Charlie Kaufman, hubiera tenido luz verde para comandar el proyecto. Dirigida finalmente por Doug Liman –veterano de la industria con varios pergaminos en el terreno de la acción y la ciencia ficción–, la película termina pareciéndose demasiado al típico producto corporativo de diseño, aunque el director de Al filo del mañana y Jumper se las arregla para meter una o dos escenas de peligro agreste en las colinas y en unos peligrosos rápidos. Lo cierto es que este mundo futurista se parece mucho al Lejano Oeste estadounidense, con su pueblito de casas de madera, persecuciones a caballo e indígenas peligrosos (los zulaques, primos lejanos de los “depredadores”). Y más allá de los fuertes elementos sci-fi, a lo que más se asemeja Caos es al viejo cine de aventuras, aunque tampoco brille demasiado por su originalidad o capacidad de estimular los sentidos. Signo de los tiempos, la metáfora sobre la violencia de género (aquí llevada al extremo del genocidio) comienza a ponerse de relieve cuando Hewitt descubre las verdades ocultas en el pasado de su tribu, punto de quiebre para un camino sin retorno con destino de orfandad, pero también de libertad. Eso es básicamente lo que hay: una historia con pocas sorpresas cuya factura profesional entretiene pero no entusiasma. En el reparto también figuran el mexicano Demián Bichir y el joven Nick Jonas, figuras de renombre y/o atractivo popular para una película desteñida. ¿Habrá una segunda y una tercera parte? Eso dependerá del resultado en la taquilla global de esta entrega.
"Los intrusos": comedia de horrores. El primer largometraje del francés Julius Berg es británico hasta la médula y cuenta con una inolvidable actuación de Rita Tushingham, musa de la nueva ola inglesa de los años 60. El primer largometraje del francés Julius Berg –activo director de series en su país natal– es británico hasta la médula. No sólo por el acento de los personajes o el estilo de la pequeña mansión en la cual transcurre la acción, una típica manor house campestre. Más allá de estar basada en la novela gráfica Une nuit de pleine lune, en su gruesa cobertura de humor negro sobre una masa de film de suspenso y horror realista puede advertirse la influencia cultural de decenas de películas del pasado reciente y remoto. El planteo de la historia es simple y, en más de un sentido, previsible: un trío de malandrines de poquísima monta y la novia de uno de ellos ingresan a la casa en cuestión. Sus dueños son una pareja de ancianos de apariencia frágil y la idea es hacerse con las libras esterlinas que, dicen, están depositadas en la caja fuerte. La arquitectura de los tres varones es clásica: el líder, Nathan, no es tal y se deja influenciar en todo momento por Gaz, el más violento y claramente ajeno al mundo de ese pequeño pueblo donde todos se conocen y saludan, mientras que Terry no logra hacer a un lado su carácter torpe y melindroso. Una vez superado el trance del primer acto y ya con los dueños de casa de regreso, las máscaras caen y el juego de gatos y ratones termina dando un vuelco no tan inesperado. Al fin y al cabo, los anfitriones tienen unos cuantos cadáveres escondidos en los placares y despensas de la vivienda y de ninguna manera dejarán que el grupo de chicos se salga con la suya. Los veteranos Sylvester McCoy y Rita Tushingham, musa de la nueva ola inglesa de los años 60, están perfectos como las víctimas transformadas en victimarios, y en gran medida es el timing sádico de sus miradas y acciones -en particular el de la actriz– los que logran elevar el relato más allá de lo rutinario. Ayuda el hecho de que el dueño de la morada sea médico: las jeringas, bisturíes y demás elementos cortantes y punzantes de su gabinete de consultas tendrán un rol importante en el drama a desarrollarse. De a poco, va quedando claro que la verdadera protagonista no es otra que Mary (Maisie Williams, la Arya Stark de Game of Thrones), la “novia de…” transformada en heroína. Ya en el tercio final, cuando la sangre ha manchado varios parqués y paredes y las piezas sobre el tablero comienzan a moverse en las últimas jugadas, el formato de pantalla se achica sin demasiadas razones a un académico 4:3. A partir de ese momento sólo resta la lucha por la supervivencia. A esa altura, lo mejor de la película ha pasado, aunque queden debajo de la manga algunas vueltas de tuerca y el uso intensivo (y por momentos hilarante) de un par de máscaras de gas. El viaje podrá pecar de escasa originalidad, pero Los intrusos no deja de ser una agradable incursión en la comedia de horrores, una fórmula aplicada con cierta gracia y buen ritmo en la cual la mirada alternativamente dulce y demoníaca de Tushingham es poco menos que inolvidable.
"Bandido": el ídolo cansado. El director cordobés Luciano Juncos propone una historia amable y bienintencionada que intenta complacer a la mayor cantidad de espectadores. A Roberto Benítez, conocido por sus admiradores y admiradoras (sobre todo estas últimas) como “Bandido”, la profesión de cantante popular le pesa en el cuerpo y el espíritu. La enésima entrada al escenario, luego de una mirada en el espejo que dice mucho, va acompañada de una cruz invisible. El prólogo de Bandido, largometraje del cordobés Luciano Juncos que acaba de inaugurar el Bafici, anticipa sin palabras lo que el protagonista verbalizará casi de inmediato, ante un mánager de toda la vida azorado: después de la grabación del nuevo disco y la gira correspondiente el artista tiene decidido abandonar el micrófono, tal vez para siempre. Interpretado por un Osvaldo Laport taciturno y a punto de quebrarse, el Bandido de la ficción retrata esa etapa en la carrera de tantos músicos reales en la cual el pasado adquiere la forma de una sombra enorme que todo lo envuelve, obturando la posibilidad de un futuro. Poco se sabrá de las glorias pretéritas y, más allá del grupo de mujeres que lo acecha luego de los recitales, muchos no logran reconocerlo en la calle. Relato no tanto de caída y redención como de reinvención, el film de Juncos –director de La laguna (2013)– usa un giro de la trama aparentemente trivial como soporte de las tribulaciones y mutaciones del protagonista. Un robo en la circunvalación de acceso a la capital cordobesa lo deja de a pie, ayudado por un habitante de la barriada al cual todos llaman “el sacerdote”. Casualidad causal, el vecino que lo ayuda a llegar a la comisaría más cercana para hacer la denuncia es uno de sus viejos amigos, un colega de los años 80, de cuando Benítez comenzaba su carrera en clubs de barrio y sociedades de fomento. Tiempos de cuarteto, antes de deslizarse a las arenas de la canción melódica e ingresar a la industria discográfica. Casualmente también, una empresa de telecomunicaciones intenta instalar en el centro del barrio una antena que, dicen, puede tener consecuencias graves en la salud de los vecinos, ante la indiferencia de la municipalidad y los medios. El lector avispado imaginará lo que sigue: el compromiso con una causa que despierta la pasión de un hombre al borde de la indiferencia ante todo y todos, incluido él mismo. El ídolo cansado tiene una oportunidad para volver a brillar con luz propia. Condimentando el drama con toques de humor ligero, el guion de Juncos y Renzo Felippa no pretende reinventar la rueda y despliega sus tópicos e intereses transitando caminos ya probados, apoyado en la presencia de un Laport creíble y un rosario de papeles secundarios que rozan el estereotipo sin terminar de caer por completo en él. Es el tipo de historia amable y bienintencionada que intenta complacer a la mayor cantidad de espectadores, y se agradece que la demagogia asome la nariz sin dejarse ver del todo.
"Akelarre": mujeres peligrosas Si bien la nueva película del director "Eva no duerme" transcurre durante la Inquisición española, las resonancias de la violencia hacia las protagonistas llegan hasta el presente y resultan universales. En los intertítulos introductorios de Häxan (1922), la obra maestra del danés Benjamin Christensen, el realizador afirma que “cuando el hombre primitivo se encontraba ante algo incomprensible la explicación que le daba estaba siempre ligada a la hechicería”. Cerca del final de ese verdadero ensayo cinematográfico sobre la cacería de brujas durante los años duros de la Inquisición –tanto la católica como la protestante– el autor reflexiona sobre su presente de hace casi un siglo y concluye que “ya no quemamos a las viejas y pobres y la bruja ya no vuela con su escoba sobre los tejados. ¿Pero no sobresale aún la superstición entre nosotros?”. Algo similar podría decir el argentino Pablo Agüero (Eva no duerme, 77 Doronship), cuyo largometraje más reciente, una coproducción entre España, Francia y Argentina rodada en su totalidad en el País Vasco, tuvo su origen en la lectura del libro La bruja, del historiador Jules Michelet, según afirma en la entrevista publicada ayer por Página/12. Porque si bien Akelarre, que acaba de ganar cinco premios Goya, transcurre a comienzos del siglo XVII en el noreste del territorio español, las resonancias de la violencia hacia las protagonistas, víctimas de una acusación formal de hechicería, llegan hasta el presente sin los disfraces demoníacos y resultan absolutamente universales. Alejada del terror fantástico con brujas “reales” y cerca del retrato realista de un método de persecución y genocidio santificado por la religión y los estados –aunque sin los vericuetos del cine popular y de género de Cuando arden las brujas, de Michael Reeves, o la violencia exploitation de Mark of the Devil, de Michael Armstrong–, Akelarre describe en el dúo de sacerdotes interpretados por Alex Brendemühl y Daniel Fanego, el inquisidor y su mano derecha, a las dos caras de una misma moneda. Mientras el primero cree en la presencia literal del Diablo en la Tierra, como así también en las prácticas abominables de las hechiceras durante los sabbat, el segundo intuye que todo puede ser una especie de sueño, una superstición basada en miedos atávicos y transformada en realidad a fuerza de repetición. Ambos, sin embargo, cumplen a rajatabla con la función delegada por la corona española: perseguir, interrogar y, eventualmente, ejecutar a las mujeres condenadas. Que en el caso del film de Agüero no son otras que un grupo de adolescentes tan inocentes como tentadoras (en más de un sentido) ante los ojos de los sacerdotes. La acusación, desde luego, es de lo más disparatada, aunque absolutamente creíble en tiempos de cazadores de brujas: ¿qué otra cosa podían estar haciendo esas chicas en medio del bosque, bailando y cantando desenfrenadamente, escondidas de los mayores y de cualquier voz de la razón, si no invocando al mismísimo Lucifer? Hablada en español y vasco (idioma perseguido por distintos ismos a la largo de la historia, incluido el franquismo), Akelarre despliega su relato a partir de un trabajo de fotografía en el cual se destacan sin demasiado esfuerzo los claroscuros. Es evidente el interés del realizador por esa filiación pictórica, aunque por momentos el preciosismo creado al milímetro parece estar a punto de sabotear las aristas más brutales de la historia, signada por los fluidos, los gritos y la más flagrante injusticia. Afortunadamente ello no ocurre y, a medida que el calvario de Ana (Amaina Aberastur) y sus amigas –que además del encierro incluye torturas psicológicas y físicas– comienza a transmutar en una manipulación inversa, una suerte de justicia poética que mira el final con un semblante diferente a la derrota, la película alcanza sus momentos dramáticamente más potentes. Si el baile de una mujer es lo más peligroso que hay sobre la tierra, habrá que seguir bailando. Incluso después de que las llamas se extingan.
El precio de descubrir su propio cuerpo Basada en un caso real, la nueva película de la directora de Joven y alocada tiene la forma de un cuento ilustrado para adultos y propone una alegoría sobre el abuso del cuerpo y la mente de una niña que acaba de transformarse biológicamente en mujer. “El cuerpo de la niña se había propagado también ese verano. De un momento a otro, ya no cabía más en su ropa de siempre”. El relato en off en tercera persona, omnisciente, abre el segundo largometraje de la chilena Marialy Rivas como quien comienza a leer una fábula infantil; los dibujos movedizos de campos, ríos, flores y mariposas no hacen más que completar ese cuadro. Princesita es, en más de un sentido, un cuento ilustrado para adultos, una alegoría sobre el abuso del cuerpo y la mente de una niña que acaba de transformarse biológicamente en mujer. También es, según se aclara en diversas notas periodísticas, una película basada en un caso real, aunque sus ambiciones de universalidad lo transciendan por completo. Tamara (la debutante Sara Caballero) tiene doce años y su vida cotidiana no se parece en casi nada a la de otras chicas y chicos de su edad: ella forma parte de un culto que, más allá de trascender la ortodoxia religiosa, no evita el caudillaje de un líder carismático y mesiánico, Miguel (Marcelo Alonso). Poco importa si Miguel es o no es el padre biológico de Tamara y el film nunca lo aclara: la joven ha sido elegida como el reservorio ideal para concebir y gestar la descendencia del Maestro y para ello es necesario prepararla, educarla, sostener su “pureza”, esperar a que la sangre entre las piernas marque el inicio del período de fertilidad. Con el apoyo del director de fotografía Sergio Armstrong (responsable, entre otras, de las imágenes de Tony Manero, El club y La novia del desierto), Rivas conjuga un universo visual que bordea lo extático: los ralentis y desenfoques parciales, el uso de una cámara que parece flotar y que, por momentos, recuerda al cine de Terrence Malick, se unen a un trabajo de posproducción que tiñe las idílicas escenas de colores saturados, a veces fantásticos. Siempre dentro de los confines del campo comunitario: la fotografía en el marco de la escuela, en el “mundo real”, se traduce en una paleta más convencional. Tamara debe salir y probar su resistencia a las tentaciones y allí se transforma en una chica similar a las demás, aunque un poco más reservada y misteriosa. “¿Duele la primera penetración?”, pregunta la protagonista en un papelito anónimo, durante una clase de educación sexual. Si en su película previa, Joven y alocada, la realizadora observaba detenidamente a una adolescente criada en un marco religioso (evangélico) tradicional, el descubrimiento de su propio cuerpo, los intentos de represión transformados en deseo, juego, goce y también exceso, en Princesita el tránsito de la infancia a la pubertad está marcado por los miedos y la imposición de la precocidad, la posibilidad de la maternidad convertida en vehículo utilitario, más allá de su disfraz de comunión íntima entre seres humanos y con la naturaleza. Y que, más allá de los aires de superación de viejos dogmas, termina anclándose en la más rancia de las reglas patriarcales: “No hay nada más grande para una mujer que dar vida”, es la frase admonitoria de Miguel. Más tarde, será aún más terminante: “Tu cuerpo no te pertenece”. Producida por Pablo Larraín, uno de los nombres indispensables del cine chileno contemporáneo, la película de Rivas va adquiriendo tonalidades de pesadilla a medida que la historia avanza hacia su desenlace y coda. Sin dudas, la misma historia podría haberse narrado de maneras diferentes, pero el énfasis de la realizadora en las formas fragmentarias, elípticas, evitando al mismo tiempo el exceso de psicologismos, rinde sus frutos: la verdadera naturaleza del terror que acecha a Tamara, el egoísmo y toxicidad de ese “hombre nuevo” mencionado por el líder, se revelan en toda su expresión durante los últimos tramos, cuando la heroína decide pasar de la pasividad a un estado de rebeldía. El castigo por haber osado hacer uso del cuerpo por fuera de las reglas comunales, pergeñadas por un hombre carismático y poderoso, es la falsa moraleja de este cuento de princesas oscuro, a su vez recordatorio de los horrores reales de este lado de la pantalla.