"Lejos de Pekín": una historia de encierros y de esperas Elena Roger y Javier Drolas protagonizan este film excesivamente programático, tanto en términos temáticos como cinematográficos. Existe en Lejos de Pekín, tercer largometraje de ficción del misionero Maximiliano González, algo excesivamente programático, tanto en términos temáticos como cinematográficos. El cuento infantil que es relatado en off al comienzo de la proyección introduce un elemento esencial, la lluvia, que nunca abandonará a los personajes durante las poco más de veinticuatro horas de tiempo narrativo. “La lluvia ocurre en el pasado”, dirá luego un personaje citando a Borges, pero para María y Daniel –una pareja de mediana edad, de visita en una ciudad del norte del país– ocurrirá en un tiempo presente continuo, constante, infinito. Para ellos podría tratarse de una metáfora indefinida, el tiempo de ansiedad y espera ante la posibilidad de que la anhelada adopción de una niña tenga visos de concretarse (por esa razón y no otra están allí). Para algunos de los habitantes del lugar, en cambio, el agua que no deja de caer desde el cielo es señal de un exilio temporal: el grupo cada vez mayor de hombres, mujeres y pequeños que escapan de una posible inundación aparece regularmente en el montaje, como un contexto social nunca desarrollado. Película de encierros y de esperas, los protagonistas, interpretados por Elena Roger y Javier Drolas, recalan en un hotel donde comienzan a desarrollarse una serie de conversaciones recargadas de sentido, confesionales, en ciertos momentos ampulosas. En ese juego entre una dirección actoral pretendidamente naturalista y diálogos algo literarios, la película comienza a chirriar más temprano que tarde. Los personajes nunca terminan de cuajar, de tomar una forma definitiva, transformándose en cuerpos diseñados para la emisión de frases. Una subtrama define de manera bastante precisa el problema central de Lejos de Pekín (el título remite a un elemento secundario, aunque relevante en la construcción del personaje de Daniel). Un matrimonio que también se hospeda en el lugar celebra sus cuarenta años de casados, pero la cena termina con un sabor amargo. El encuentro y confesión inesperados (forzados) en una habitación de hotel abierta al público habilita otras revelaciones, otros recuerdos y miedos que reflejan indirectamente los de María y Daniel. A pesar de estar presente en ese monólogo cargado de dolor, la cuestión de la maternidad/paternidad, de pronto, ha pasado paradójicamente a un segundo plano. Y a diferencia de lo que ocurría en Una especie de familia, el largometraje de Diego Lerman, que ponía en tensión el tema de la adopción desde diversos ángulos –muchos de ellos problemáticos–, el guion de Gonzalez abandona progresivamente cualquier atisbo de complejidad para ir cerrando el relato en un tono “poético”. Tal vez no sea casual que la única cita cinéfila, ostensible y directa, sea la de una película de Eliseo Subiela, Paisajes devorados, protagonizada por Fernando Birri. Aquí nadie levita, afortunadamente, pero tanto el lado oscuro como el luminoso del corazón son representados por imágenes y palabras que no siempre son las más pertinentes.
"La botera": un mundo difícil Sobre la superficie de la materia bruta narrativa, la realizadora logra tallar los contornos de un universo que el film transforma en algo palpable, creando en el camino una pequeña heroína. La vida de Tati no es nada sencilla. Por razones ligadas al hecho mismo de crecer, de cambiar, de madurar, no suele serlo para ninguna chica de trece años. Pero en el caso de la protagonista de La botera –opera prima de la realizadora Sabrina Blanco , que viene de participar en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata– algunas de sus dificultades son evidentes en términos estrictamente objetivos. En parte porque la relación con su padre no parece atravesar el mejor momento, en parte porque la rutina escolar incluye sesiones casi diarias de bullying, en parte porque el contexto social y laboral en Isla Maciel complica aún más las cosas. Todo eso ha generado en su cuerpo varias capas de protección, una dureza exterior que parece funcionar como dique de contención para los movimientos sísmicos internos. Una cara de perro que es reflejo de cierta fragilidad y escudo desafiante. A Tati, además, comienzan a interesarle los chicos (uno de ellos, en particular), otro foco posible de conflicto. Da la impresión de que nada es sencillo en el mundo. Sobre todo en su mundo. Ya desde las primeras escenas, que siguen a la protagonista desde la cocina hacia la cama y viceversa, la enorme influencia del cine de los hermanos Dardenne se hace palpable. La cámara, pegada a Tati, la acompaña mientras cena un par de huevos fritos de parada; a la mañana siguiente, hace lo propio cuando toma la leche e intenta despertar a su padre (el tucumano Sergio Prina, recordado por su papel en El motoarrebatador). El hombre es un “botero”, alguien que cruza pasajeros de un lado al otro del Riachuelo por un par de pesos, entre otros rebusques. Su hija desea seguir la tradición, usualmente reservada a los hombres, pero incluso eso parece estarle vedado, no sólo por su condición de mujer y por su edad sino por la venta reciente del bote familiar. En la actriz no profesional Nicole Rivadero, elegida luego de un casting en el que participaron jóvenes habitantes de Dock Sud, la realizadora halló el rostro ideal para componer a Tati, a quien sólo parece quedarle el camino de la rebeldía ligera mientras transita el comienzo de la adolescencia, a los tropezones y casi sin la ayuda ni el consejo de nadie. El sexo es todavía algo atractivo y repulsivo al mismo tiempo, como lo confirmará en su propio cuerpo o ante un atisbo de intimidad ajena. Ayudar en un merendero también forma parte de sus actividades sociales y en secuencias como esa –u otra en la cual visita una salita de primeros auxilios– Blanco logra registrar, con firmeza y justeza, el entorno de la protagonista, sin cargar las tintas ni transformar el relato en la ilustración de un programa sociológico o ideológico. Un entorno geográficamente --humanamente-- muy cercano, que suele estar cercado por estereotipos y fatalismos, tanto del orden mediático como aquellos que forman parte del imaginario colectivo. Ese es el mayor mérito de La botera: sobre la superficie de la materia bruta narrativa, la realizadora logra tallar los contornos de un universo que el film transforma en algo palpable, creando en el camino una pequeña heroína con la resistencia y el coraje suficientes para resistir y, tal vez, sobreponerse y vencer. La bella escena en la cual se anima, finalmente, a meterse en el ensayo de una coreografía practicada por sus vecinas parece señalar en esa dirección.
"La Sabiduría", terror y empoderamiento femenino Sofía Gala, Analía Couceyro y Paloma Contreras interpretan a un grupo de chicas sumergidas en un fin de semana terrorífico en el campo que se convierte en parábola de los nuevos tiempos. Incluso si se dejan de lado Natacha, la película (codirigida junto a Fernanda Ribeiz) y el documental sobre Miguel Abuelo Buen día, día, La sabiduría marca la quinta incursión en el largometraje de ficción de Eduardo Pinto, realizador muy experimentado, además, en los terrenos de la televisión y el videoclip. Y si bien el título parecería indicar alguna clase de inmersión en las prácticas del estudio o la religiosidad, lo cierto es que la historia –escrita a seis manos por el propio Pinto y los guionistas Diego Andrés Fleischer (Mujer lobo) y María Eugenia Marazzi– poco y nada tiene que ver con esas actividades del intelecto y el alma. A partir de sus imágenes de mujeres en distintas actitudes y estados, indicativos del deseo, la violencia y la vindicación, los afiches promocionales anticipan en parte las ligazones del film con el universo del horror rural, con algún guiño a su vertiente folk, los relatos de violación y venganza y las fábulas de regreso a un estado salvaje, con su dosificación simultánea de suspenso y drama. Todo ello, desde luego, sostenido sobre una capa de acción, reacción y toma de poder femenina, condición casi sine qua non para los tiempos que corren. Sofía Gala, Analía Couceyro y Paloma Contrerasinterpretan al trío de chicas que salen a la ruta luego de una noche de parranda para pasar un fin de semana en el campo. El destino final es la estancia La Sabiduría, pero ya en camino hacia el lugar los signos ominosos comienzan a apilarse. ¿O acaso la muerte violenta de un animal sobre el asfalto podría interpretarse de otra manera? Lo mismo puede decirse de esos extraños tótems ubicados sobre la entrada al remanso de paz que no será tal, que señalan, al mismo tiempo, las prácticas de culturas originarias y el carácter derivativo del relato. Esto no será la masacre de Texas, pero la idea de trampa mortal para turistas comienza a tomar forma lentamente. Uno de los tramos más interesantes es precisamente el de la llegada al lugar, con esos largos vestidos del siglo XIX que las protagonistas encuentran y visten como si se tratara de un juego, desconocedoras de aquello que las espera. El capanga interpretado por Diego Cremonesi será el encargado de llevarlas a una celebración nocturna con rasgos rituales y al consumo de sustancias psicoactivas que derivará en la amnesia temporal y el inicio del terror. Sea por el uso de esas drogas o por el enamoramiento con la hora mágica, los atardeceres aparecen y desaparecen de cuadro constantemente y Pinto vuelve a hacer gala de su pasión por el ralenti videoclipero. La descripción de lo que sigue entraría de lleno en el terreno del temido spoiler, pero baste decir que a la puesta en escena festivamente cruel del machismo y la violencia de género le seguirá indefectiblemente la reacción de las víctimas. Irónicamente o no tanto, lo mejor de La sabiduría son aquellos momentos cercanos al carnaval (o al cambalache), con Daniel Fanego y Luis Ziembrowski en plan caricaturesco, enfrentados por enésima vez al “infiel” que habita las pampas pero, por primera vez en su vida, a una nueva femineidad dispuesta a acabar con los usos y costumbres. Por cierto que el tono completamente exploitation de la película está disfrazado, como las mismas protagonistas, de parábola de empoderamiento, so pena de ser acusada de simple acto truculento. Más cercano al género puro y duro que a su cruza con el aguafuerte social (como ocurría en su anterior Corralón), el nuevo largometraje de Eduardo Pinto puede ser disfrutado con moderación si se lo entiende como un simple juego cinematográfico.
"Los dos papas": la amistad menos pensada La película es menos una biopic de Bergoglio antes de su asunción que un relato imaginario sobre su relación con Ratzinger. Con una estrategia similar, aunque de aún menor escala, al lanzamiento reducido de El irlandés, llega a un puñado de salas el último largometraje del brasileño Fernando Meirelles, un proyecto por encargo ofrecido por Netflix en bandeja al director de Ciudad de Dios. Aunque lo parezca, Los dos papas no es tanto una biopic de Jorge Bergoglio antes de su asunción como Sumo Pontífice como un relato imaginario acerca de su relación con su antecesor en el trono, Joseph Ratzinger. Al guion de Anthony McCarten (La teoría del todo, Bohemian Rhapsody) no puede negársele una cuota moderada de ingenio a la hora de alternar temporalidades, aunque los viajes al pasado, gracias a una serie de flashbacks, están restringidos a la vida del primer papa argentino, eliminando de la ecuación los recuerdos de su par alemán. El núcleo dramático de la película, sin embargo, está centrado en un clásico duelo actoral entre Jonathan Pryce (Francisco) y Anthony Hopkins (Benedicto XVI), una serie de conversaciones –en estricto inglés con acento fabricado– que atraviesan cuestiones como la fe, el dogma, la culpa y el rol de la iglesia en el siglo XXI. Pero también acerca de los placeres de la vida, el fútbol (San Lorenzo, desde luego), el tango, la música y la comida. Los dos papas abre con imágenes de la Villa 21, con el entonces cardenal dando un sermón ante los habitantes del lugar, días antes del fallecimiento de Juan Pablo II. Lo primero que llamará la atención del espectador argentino es la impecable pronunciación del español de Pryce. En realidad, el actor galés fue doblado en esos planos por una voz argentina, aunque esta no parece ser la de Juan Minujín, encargado de encarnar a Bergoglio en aquellas escenas que reconstruyen instancias puntuales de sus años mozos. El film salta rápidamente a la votación vaticana para elegir a un sucesor, momento en el cual comienza a apreciarse la meticulosa reconstrucción –en Cinecittà y por medios digitales– de las galerías, pasillos y naves de la Santa Sede. Habrá entonces un pequeño juego de alta política pontificia, aunque el relato nunca entrará de lleno en la descripción de los inevitables maquiavelismos, conjuras y traiciones inherentes a ese mundillo. Esa amabilidad para con el mundo retratado regresará más tarde, cerca del final, cuando cuestiones sumamente delicadas como el rol de Ratzinger durante los años del nazismo y, en particular, las crecientes denuncias de casos de abuso en la Iglesia son comentadas al pasar y cubiertas con un manto de piadosa elipsis sonora. Relativamente ágil y sumamente profesional –en el sentido más normativo de la palabra–, Los dos papas avanza con clásicas placas superpuestas hasta el año 2012, cuando el pedido de Bergoglio de dejar su rol como cardenal se topa con otra demanda aún más inesperada. Poco importa si ese encuentro entre ambos hombres existió en la realidad. El jugo de la narración permite a los creadores imaginar el comienzo de una impensada amistad, a pesar de un enorme escollo: las miradas virtualmente opuestas sobre la religiosidad y el mundo en general. O tal vez, en la mejor tradición del buddy film, esa relación es posible precisamente porque existen tales diferencias. Son más que evidentes los esfuerzos del guion por incluir elementos de humor en los diálogos entre las dos potencias, aunque más de un gag funcione al ciento por ciento (“¿qué himno está silbando?”, le pregunta Ratzinger a Bergoglio en un primer encuentro, en un baño del Vaticano. “Dancing Queen, de Abba”, es la respuesta, acompañada de la mirada impecablemente impertérrita de Pryce). Los dos papas es, en esencia, un divertimento que no pretende describir las más profundas capas del alma humana o los vericuetos de la estructura de poder del Vaticano. Ni siquiera el extenso flashback que recrea las polémicas posiciones de Bergoglio durante la última dictadura amaga con eclipsar el tono esencial del proyecto: un retrato amable, por momentos cercano a la hagiografía, de dos hombres complejos y contradictorios. Aunque, por momentos, el resto del film no lo acompañe, Jonathan Pryce se mete al personaje en el bolsillo y entrega una de esas performances ideales para su oscarización inmediata.
"El patalarga": héroes sin superpoderes “Su cara es de rata, olor a comadreja, sus patas son de cabra, su hambre de ballena”, reza la melodía dedicada a El Patalarga, el monstruo –primo cercano de El hombre de la bolsa– con el que los mayores asustan a los pequeños para obligarlos a dormir la siesta. La ópera prima de la realizadora argentina Mercedes Moreira parte de un idea estética atípica, no tanto por la concepción y manufactura en sí misma como por su oposición a las reglas de la animación infantil mainstream. Al menos la destinada a las salas de cine: en muchos productos televisivos la radicalización formal y narrativa suele ser más corriente. En lo que podría definirse como una suerte de doblaje inverso, el proceso creativo tomó como origen las voces de los talentos (Favio Posca, Peto Menahem, Inés Efrón, entre otros) para realizar sobre ellas el trabajo de animación, al tiempo que los trazos de las figuras y sus movimientos remiten inevitablemente al de las marionetas. El uso de fotografías reales para algunos objetos y fondos, como así también para animar los labios y dientes de los personajes, terminan conformando un universo audiovisual atractivo, precisamente por su rechazo a las formas y prácticas imperantes. La historia de El Patalarga –sencilla y sin demasiadas pretensiones, metafóricas o de otra índole– podría llenar las páginas de un libro infantil. Los protagonistas cursan los últimos tramos de la escuela primaria en un tranquilo pueblo del interior; son tiempos modernos y nadie cree ya en la leyenda negra del pueblo, aunque, ante la duda, los más chiquitos prefieren meterse en la cama a dormir la siesta antes que comprobar la veracidad de esos dichos. Excepto Teto, Maru y Ramón, quienes luego de algunas dudas y discusiones deciden investigar en el bosque cercano el origen de una extraña presencia que anda acechando en un callejón. El verdadero villano de la película no será la criatura en cuestión –un hombre de extrañas facciones que parece salido del contingente de freaks de Tod Browning– sino, convenientemente, el mismísimo intendente, un político de casta que además parece ser el hombre más rico del lugar. A partir de ese momento, el trío se transforma en un auténtico equipo de héroes sin superpoderes, además del último reservorio social de la defensa al derecho a ser diferente. Pensada sin duda para un grupo de espectadores de una edad inferior a los dos dígitos, la película ofrece, sin embargo, sus buenas dosis de guiños para los adultos acompañantes, con frases y referencias a tipos sociales fácilmente distinguibles (el papá ecologista, new age y vegano se transforma en gag recurrente). Si el “mensaje” es previsible y definitivamente biempensante, Moreira y su equipo de animadores se toman el trabajo de transformar la materia prima narrativa a partir de esa regla básica de la animación: a diferencia del cine con seres de carne y hueso, la estilización de las imágenes permite que hasta la fantasía más extrema parezca posible dentro del rectángulo de la pantalla.
"Frankie": una matriarca muy especial El director estadounidense Ira Sachs propone un relato coral siempre centrado en la estrella francesa, a quien rodea de un gran elenco y un paradisíaco paisaje portugués. Casualmente, en el transcurso de este año dos de los principales festivales internacionales de cine exhibieron sendos largometrajes en los cuales un par de célebres actrices (interpretadas en ambos casos por estrellas famosas) se transforman en el centro de atención de una reunión familiar. En Venecia tuvo lugar el estreno mundial de la aún inédita en nuestro país La verité, película francesa del japonés Hirokazu Koreeda; allí, Catherine Deneuve encarna a una matriarca (en el cine y en la vida) al borde de un ataque de muchas cosas. Algunos meses antes, en Cannes, el último largometraje del estadounidense Ira Sachs presentaba a Isabelle Huppert en el rol de otra intérprete de cine reuniendo a gran parte de su familia –y a una amiga entrañable– en un idílico paraje portugués. Esta nueva entrada en el subgénero “Huppert de viaje por el mundo” –que incluye más de una maravilla cinematográfica de la mano del coreano Hong Sang-soo– llega a las pantallas locales apoyada por un reparto internacional de fuste: Marisa Tomei, Brendan Gleeson, Greg Kinnear, entre otros. Obligaciones y lujos de la coproducción, Frankie fue rodada en las bellísimas locaciones costeras de Sintra, en el departamento de Lisboa. Françoise Crémont, a quien todos llaman cariñosamente Frankie, batalla contra una enfermedad severa y la cita vacacional tiene el tono de una despedida final, que nadie puede dejar de sentir en el cuerpo o el espíritu. La familia allí reunida es un ensamble complejo y variopinto: primer y actual marido, hijo e hijastra, nieta adoptiva, a quienes se les suman una vieja amistad, la estilista interpretada por Marisa Tomei, y su novio, ambos dedicados al negocio del cine. Si bien el foco nunca abandona la figura de Frankie (ya la primera escena la muestra haciendo de las suyas, nadando en topless en la piscina del hotel, sin rendir cuentas a nadie), la película de Sachs adopta la configuración del relato coral, entrando y saliendo de sub tramas que comienzan a pintar pequeñas aldeas para intentar describir todo un mundo. Los conflictos matrimoniales, la posibilidad de un amor de juventud veraniego, las discusiones por la herencia y la inevitable cercanía de la muerte son algunos de los temas que el director de Por siempre amigos y Married Life aborda con sutileza, pero también con una notoria falta de potencia dramática. Las escenas entre Huppert y Tomei son la gran excepción. En un par de caminatas por el lugar, fotografiado sin aspavientos por el gran Rui Poças, las conversaciones entre ambas –pero también los silencios– logran transmitir bastante con escasos diálogos expositivos, demostrando momentáneamente que Frankiepudo haber sido otra película, más profunda, emotiva y significativa. El homenaje a Abbas Kiarostami en el plano final no es otra cosa que un guiño cinéfilo sin demasiada importancia; lo que queda en el recuerdo son esas miradas entre Tomei y Huppert, cuando las palabras ya no alcanzan, y un par de instancias en las cuales Brendan Gleeson transmite, con su gran cuerpo y mirada triste, una intensa desolación por la inminente y definitiva separación.
"Los ángeles de Charlie": sororidad al palo Más cerca del universo Bond que de la parodia casi surrealista de la versión de hace dos décadas, este nuevo reciclado de la serie de los '80 se sube a la ola del empoderamiento femenino, pero no puede ocultar su oportunismo. La serie fue un éxito gigantesco en los Estados Unidos y la popularidad por estos pagos hizo que las repeticiones de las cinco temporadas originales se desplegaran a lo largo de la década del 80. Luego llegó el rebootcinematográfico a comienzos de milenio, con la tríada Barrymore/Diaz/Liu tomándose a la chacota lo que originalmente ya tenía una gruesa pátina de auto ironía. El final de 2019 llega con una nueva reinterpretación del grupo de bellas y mortíferas “ángeles”, proyecto coescrito y dirigido por la comediante Elizabeth Banks, aunque parte del rodaje parece haber sido tercerizado a la segunda unidad de producción, dedicada a la puesta en marcha de las escenas de acción. Esta reluciente Los ángeles de Charlie está más cerca en espíritu a un posible capítulo del universo Bond que a la parodia, por momentos surrealista, de las apariciones de hace dos décadas. Eso y, desde luego, el necesario (¿obligatorio?) tuneo ideológico a tono con los tiempos de empoderamiento femenino. En otras palabras: afuera la proliferación de curvas turgentes que habitaban las versiones previas, adentro la sororidad recargada y a prueba de balas. La excusa narrativa, luego de un prólogo cien por ciento bondiano, incluye a una brillante ingeniera del ámbito empresarial (Naomi Scott, Jasmine en la reciente Aladdín) que, de la noche a la mañana, descubre que la novedosa tecnología energética que está desarrollando puede ser utilizada con fines nada santos; léase, como un arma imposible de rastrear. Hacia su encuentro se dirigen dos empleadas de la empresa de recontra-súper-espionaje comandada por el invisible Charlie, Sabina (Kristen Stewart) y Jane (Ella Balinska). Pero las cosas salen mal y todo termina en una secuencia de persecución automovilística a la vieja usanza, aunque editada de forma escasamente estimulante. Corte a Berlín –como Río de Janeiro y Estambul, otra de las ciudades utilizadas como fondo escenográfico–, donde los ángeles y su protegida se reúnen con un mando alto de la organización (la propia Banks) y un experto en indumentaria y armas secretas, nuevo guiño a la saga del agente 007. La trama seguirá por derroteros convencionales y previsibles, con muchos de sus giros anticipados por planos detalles o miradas en escorzo de los personajes. De todas formas, el mayor problema de los ángeles cosecha 19 no es tanto su condición derivativa como la incapacidad para hacer del material algo más que un bolo de ideas, imágenes y sonidos regurgitados. Y la falta de humor que, a pesar de los muchos y variados gags que atraviesan las dos horas de metraje, casi nunca logra dar en el blanco. Más allá de los diversos peinados y constantes cambios de vestuario y maquillaje, el talento de Stewart está completamente desaprovechado, en una película que ni siquiera sabe sacarles partido a los planos de reacción de su principal estrella.
"Apurimac": el último puente inca En una suerte de inmersión antropológica, la película pone énfasis en abordar el sentido comunitario en un remoto paraje de la zona del Cuzco. El dron avanza y sube lentamente por la ladera de una montaña, describiendo con imágenes los imponentes paisajes de la cordillera peruana. Allí, a casi cuatro mil metros de altura, en un lugar remoto del distrito de Quehue, departamento del Cuzco, viven los integrantes de cuatro comunidades quechuas, famosos en todo el mundo por la destrucción seguida de una nueva construcción, todos los meses de junio, del último puente colgante inca, una tradición con más de quinientos años de antigüedad. Acostumbrados a la presencia de periodistas y fotógrafos, a pesar de recibirlos todas las temporadas como una visita casi obligada, los hombres y mujeres responsables de la faena sostienen sin inmutarse cada uno de los pasos del ritual. Apurimac – El dios que habla, del realizador argentino Miguel Mato, reprime la ansiedad por llegar al meollo de la cuestión y registra primero las actividades cotidianas de los habitantes del lugar: el pastoreo de llamas y ovejas, la recolección de papas y batatas, el lavado de la ropa en una pequeña acequia. Y, desde luego, el acto de cortar las largas pajas de q’oya que servirán para trenzar hilos y cuerdas, materia prima del Q'eswachaka, el “puente de cuerda” que quedará suspendido sobre un desfiladero, a unos diez metros del agua. A pesar de la autodescripción como una “experiencia sensorial”, la película de Mato (director de los documentales Yo, Sandro – La película y Espejitos de colores) está más cerca de la inmersión antropológica: sin una voz en off que haga las veces de guía y apenas algunos pocos registros de la voz humana comunicando ideas, es la cámara la única encargada de transmitir formas, acciones, conceptos y tradiciones. De hecho, hay en la película algo de oda a la vida tradicional, sin contaminaciones externas, y apenas un puñado de planos de productos manufacturados –allá abajo, en un mercado del pueblo– confirman que se trata de un Perú en tiempo presente. El culto a la Pachamama, las ofrendas a la Madre Tierra –con sus hojas de coca y semillas celosamente dispuestas sobre el suelo– y los rituales nocturnos a la luz de la luna, no han variado demasiado con el correr de los siglos, más allá de la proliferación de botellas con bebidas alcohólicas y los sombreros de las mujeres quechuas, que no han pasado de moda desde que comenzaran a usarse a finales del siglo XIX. Cuando parece que Apurimac se contentará con un simple registro y edición de escenas meramente ilustrativas, llega el momento de las ceremonias y fiestas, acompañada por la música en plan fusión de Daniel Bargach Mitre. El viejo Q'eswachaka cae y comienza a erigirse el nuevo. Las mujeres se apartan –ya que, dicen, atraen la mala suerte– y los hombres comienzan a tender las sogas que harán las veces de sostenes de la obra. El sentido comunitario comienza a ser cada vez más evidente, aunque nadie ni nada lo explicite abiertamente: los hilos tejidos por las mujeres de las cuatro comunidades poco pueden hacer de manera individual, pero trenzados en cuerdas cada vez más gruesas son capaces de soportar el peso de una docena de seres humanos. El símbolo es fuerte. El puente también, literalmente.
"Piedra, papel y tijera": la perversión y sus juegos de salón En la primera escena de Piedra, papel y tijera dos hermanos miran en la televisión El mago de Oz, la reverenciada versión cinematográfica del clásico cuento infantil dirigida por Victor Fleming, película que el correr de las décadas transformó en objeto de las más diversas adoraciones: las literales, las irónicas, las queer, las extravagantes y conspiranoides. Hay algo ligeramente extraño en Jesús y María José (¡vaya nombres!), una suerte de simbiosis endogámica alterada por el sonido del timbre de casa, perturbación que llegará a niveles insospechados. Quien viajó desde España, luego de un largo período de ausencia, es su medio hermana Magdalena (otro nombrecito). La razón no es otra que el reciente deceso del padre, luego de una larga enfermedad que lo mantuvo postrado y al cuidado exclusivo de María José. Todas las pistas de lo que está por ocurrir se alinean en ese punto de partida y el relato no escapará jamás de los confines de ese departamento, lleno de muebles vintage y secretos de un pasado remoto. Sangre de mi sangre, la obra de Macarena García Lenzi estrenada hace seis años, recibe aquí una adaptación cinematográfica de la mano de su autora y codirección de Martín Blousson(uno de los guionistas de El eslabón podrido de Valentín J. Diment). Piedra, papel y tijera toma la excusa dramática, los tres personajes y la única locación de la pieza, además del tono de humor negro, y le inyecta algunas dosis de suspenso que –podría afirmarse– el medio cinematográfico se encarga de demandar a partir de procedimientos que le son propios. De esa manera, la memoria del espectador se encontrará buscando referencias más o menos directas o indirectas de títulos canónicos del encierro y la tortura psicológica y física como ¿Qué pasó con Baby Jane? o Misery, aunque el tono elegido esté más cerca del grotesco tradicional que del horror psi. Desde luego, el destino legal de la casa familiar será el detonante del conflicto que no tardará en arreciar y la víctima será ese personaje que ha llegado para romper el equilibrio interior. ¿O acaso se trata de una victimaria? Valeria Giorcelli y Agustina Cerviño repiten los personajes interpretados en vivo, al tiempo que Pablo Sigal se incorpora como el tercer peón del tablero, como ese cineasta amateur decidido a realizar una remake pop de la historia de Dorothy. En cada plano de la película son notorios los esfuerzos de García Lenzi para que su ópera prima no pueda ser tildada velozmente de teatro filmado: los planos –sus encuadres y extensiones– y el uso de situaciones paralelas y elipsis constantes evitan esa posibilidad. Pero hay algo esencialmente límite, gritón, en las formas actorales que no terminan de sentarle bien a la historia, una constante materialización de excesos que la repetición de ideas y motivos no hace más que exacerbar. La perversión y sus juegos de salón –las piedras, papeles y tijeras del título– pierden así una parte de la efectividad que pudieran tener sobre las tablas.
"Los Knacks": en busca de un lugar en el mundo “Cuando se terminó de grabar, antes de que entre en proceso de reproducción, nos dijeron ‘se acabó’”. Quien habla a cámara es Oscar Paz, alias Robbie, baterista del quinteto beat The Knacks. A la distancia, el recuerdo resulta tan anecdótico como funesto: la dictadura de Juan Carlos Onganía decidió prohibir la comercialización y difusión de cualquier banda de rock argentina que no cantara en castellano, corolario de esa mal llamada “defensa del idioma nacional”. Luego de un par de años de intensa actividad, a los chicos de la banda, que gracias a sus singles de temas originales y covers de The Beatles (siempre en estricto inglés) habían logrado posicionarse como un fenómeno local a punto de estallar, la noticia les cayó como una bomba: acababan literalmente de grabar profesionalmente su primer álbum, que quedaría sepultado en las bóvedas de la compañía discográfica. De allí en más, la historia parecía tenerles destinada la más densa de las brumas, apenas una nota a pie de página de algún texto nostálgico dedicado a rememorar una era olvidada. Pero esa no es la historia que los realizadores Mariano y Gabriel Nesci cuentan en Los Knacks – Déjame en el pasado. O, el menos, no es la única de las historias: ese fugaz período de éxito en la escena musical argentina, a fines de los años 60, ocupa apenas los primeros veinte minutos del documental. El resto es un improbable regreso, cuarenta años más tarde y contra todo pronóstico. Los hermanos Nesci (sin cortar la racha cinematográfico-musical, Gabriel es el director de los largos de ficción Días de vinilo y Casi leyendas) acompañaron a los miembros de la banda –los viejos y los nuevos, los idos y los recuperados– a lo largo de una década, desde los preparativos de un primer gig del reencuentro, que terminaría teniendo lugar en el Centro Cultural Recoleta en 2010, hasta tiempos más recientes. El disparador de esa reunión de amigos y colegas fue, como casi nunca suele ocurrir, casual y algo enigmático: en algún momento, alguien sacó de la grabadora las cintas originales de ese LP nunca editado y los Knacks, gracias a la piratería, terminaron convirtiéndose en un pequeño fenómeno de culto en Europa. Pero rockear después de los 64 no es tarea sencilla y la película no idealiza a la banda o a sus miembros. Por el contrario, los Nesci les dedican el suficiente espacio a las diversas y muchas veces intensas desavenencias entre los miembros, o entre ellos y su manager, las dificultades de hacerse de abajo nuevamente, los puntos de no retorno de una carrera contra reloj para llegar a ese elusivo estrellato. La idea de estar transitando una última oportunidad nunca deja de estar presente pero, al mismo tiempo, cada uno de los knacks es dueño de una mirada pragmática, ya sea que esté más cerca del realismo o de un esperanzado idealismo. La aparición de un coleccionista de discos y memorabilia que se presenta a sí mismo como el único fan genuino del grupo aporta un nuevo elemento a la cambiante dinámica del operativo retorno, que tendrá sus picos y mesetas, transformados por los realizadores en puntos bisagra de la narración. Si algo evita Los Knacks – Déjame en el pasado es el regodeo en la melancolía o la explotación de un pasado sublimado; mucho menos, transformar la historia en un objeto para el consumo irónico. Esa es su virtud más evidente: la de estos inveterados veteranos del beat rock es la lucha de cualquier banda por hacerse un lugar en el mundo, aunque ya no parezca haber sitio para ellos.