Un gigante verde viaja solo en un avión hacia ninguna parte y nos recuerda que todas las historias de superhéroes son tragedias más o menos encubiertas. Avengers: Era de Ultrón, siguiendo el camino abierto por Jon Favreau con las dos primeras Iron Man, toma un desvío y quiere además ser una comedia: la escena de la fiesta, con los vengadores intentando levantar sin éxito el martillo de Thor, dispone un gag detrás del otro con una velocidad que hace acordar a la screwball comedy. En verdad, en las películas de superhéroes todo es, en el fondo, una cuestión de velocidades: hay que actuar rápido para desbaratar los planes de algún villano, pensar rápido para anticipar sus planes, escapar velozmente cuando se es derrotado. Avengers, por su parte, lleva esta premisa mucho más lejos que cualquier otra película del género y puede ser vista como una gran carrera vertiginosa: contra el estado de la ciencia (la que emprende sin respiro Tony Stark), contra una época extraña (Capitán América), contra un pasado marcado por el terror (Black Widow), contra un trabajo peligroso que pone cada vez más lejos a la familia (Hawkeye).Incluso las rivalidades y desavenencias del grupo surgen de un desacople de ritmos: Stark, siempre un paso adelante de los demás, pone en peligro a la organización cuando decide realizar un arriesgado experimento; los otros no pueden menos que irle en zaga, en especial Steve Rogers, héroe vintage que se adapta con dificultad a las aceleraciones que le impone un presente que no es el suyo. Por eso es que los pocos momentos de plenitud que tienen estos vengadores están al principio y al final, cuando cada uno consigue integrarse con el resto y lograr así alguna especie de armonía. Pasa en la primer escena, en el que quizás sea el mejor comienzo del año, cuando Josh Whedon escenifica una suerte de mortífero ballet con sus protagonistas: en un bosque infestado de enemigos, los héroes irrumpen surcando por turnos el espacio del plano, se relevan unos a otros, alternan posiciones, entran y salen del encuadre; el resultado es una coreografía imposible como solo el cine podría haberla imaginado, y que nos distrae por un rato del destino trágico que pende sobre sus ejecutantes. Ese ataque bella y rápidamente orquestado es quizás la única forma de comunidad posible entre los personajes; la contracara es el retiro solitario del gigante verde y triste, que vuela pero que está quieto, que asume su propia tragedia renunciando a moverse con los otros.
El director Andrey Zvyagintsev incurre en una contradicción: intenta retratar un universo ficcional áspero y brutal de manera ampulosa y solemne. Sus intenciones se perciben en los planos iniciales cuando, después de unas calculadísimas imágenes del mar y la costa, la cámara realiza movimientos suaves pero notorios que vienen a llamar la atención sobre acciones poco significativas como la llegada de un auto. Más adelante, durante la lectura de un fallo judicial, el método de Zvyagintsev se revela del todo: una jueza recita apresuradamente el texto interminable del fallo mientras que la cámara se acerca cada vez más al estrado; ese gesto dura lo suficiente como para que a nadie se le escape la tesis de la película: la justicia provincial rusa no es otra cosa que una burocracia demasiado afecta a sus propios rituales y que debe justificar su existencia a través de una retórica compleja y abigarrada. El suave travelling hacia adelante, a esta altura un visible rasgo de estilo, se encarga de subrayar el significado de la escena, como si se le señalara al público que allí se está comunicando algo importante. La estrategia del director será la misma a lo largo de toda la película, aunque con algunos ajustes tácticos. A veces serán los diálogos los que deban remarcar un sentido, como cuando un funcionario charla (o negocia) con un jerarca de la iglesia ortodoxa acerca de las donaciones y el visto bueno divino: en muy pocas ocasiones el poder político y el religioso intercambiaron favores en cine de forma tan burda. Otras veces, la película filma insistentemente el enorme esqueleto de una ballena y lo convierte en una metáfora obvia sobre lo pasajero de la vida; a su vez, esa imagen entra en relación con el relato de Job que un cura le recuerda didácticamente al protagonista (y también a nosotros). Zvyagintsev en ningún momento se permite jugar con la potencial belleza del mundo que registra: todo, imágenes, diálogos y recursos fílmicos deben integrarse en un grueso comentario sobre el mundo adoptando los modos de una gran lección. La solemnidad y la pesadez no suelen buenos cimientos para edificar un comentario moral, menos todavía si los personajes se transforman en meras monedas de cambio en la economía ética que diseña la película. Cuando el director no está ocupado en explicar el mundo, el relato y sus personajes logran imponerse y generar algo de interés: la existencia rústica y que llevan Kolya y su familia aparece retratada en sus pliegues menos visibles, y las arrugas del rostro curtido del padre, o la obediencia silenciosa que producen sus mandatos, acaban por generar un pequeño ecosistema de relaciones donde los vínculos parecen cambiantes y no siempre resultan nítidos: Kolya puede golpear fuertemente a su hijo en señal de castigo y volverse, solo unos segundos después, un compinche de lucha amistosa; un alto mando de la policía pasa de requerir constantes servicios en carácter de favor a revelarse como un compañero generoso de bebida y festejos; un amigo íntimo puede revelarse como el peor rival imaginable en apenas un par de escenas. Llega un momento en que el conflicto judicial con el funcionario corrupto (que trata de arrebatar ilegalmente la casa a los protagonistas) cede ante otro que venía desarrollándose en segundo plano: el drama de Lilya, la esposa que parece perdida en un mundo de hombres distantes y violentos, entre los que se cuenta su propio hijo adoptivo. Durante el picnic se la puede ver cansada de habitar ese universo masculino que doblega a las mujeres y las convierte en seres grises y apagados, o bien las modela a su semejanza (la amiga de Lilya, esposa de un policía, muestra más o menos la misma rudeza que los varones). Pero son breves los instantes en los que la historia puede sobreponerse al peso de la línea discursiva de la película: la relativa frescura que aporta el momento del picnic dura poco, ya que los personajes toman para jugar al tiro al blanco cuadros de Breznev, Gorbachov y Lenin, y lo discursivo se instala de nuevo bajo la forma de un evidente desencanto. La tesis sobre una Rusia actual injusta y dividida, dominada de hecho por poderosos que desposeen a las clases bajas, aplasta cualquier posible brillo que la cámara pudiera llegar a obtener de la observación de sus personajes. Ellos y sus acciones se vuelven un mero soporte para un comentario aleccionador en clave solemne.
Junto con Jerry Lewis y Leonardo Favio, Alejandro Jodorowsky quizás sea uno de los directores más libres y desprejuiciados de la historia. Tras la fallida El ladrón del arcoiris y después de veintitrés años lejos del cine (pero cerca del teatro, la historieta y la psicomagia) Jodorowsky vuelve con La danza de la realidad, un retrato fantástico de su infancia con personajes que se mueven en un mundo fracturado entre el pasado de Chile y el delirio surrealista. Alejandrito es un joven que se debate entre superar las pruebas crueles de su padre bombero y comunista, y la promesa de un universo maravilloso que le llega de parte de tullidos y de un chamán que se le aparece misteriosamente. La película puede pasar sin escalas del misticismo a la sátira política atravesando el musical y la comedia absurda, y alternar el relato de maduración del protagonista con un intento de magnicidio que incluye el envenenamiento de un majestuoso caballo blanco. Para Jodorowsky el exceso y la fantasía son solo otras formas posibles de la memoria.
No sabe con seguridad qué cosa es el debut de Jazmín Stuart, en parte porque la propia película nos distrae cada vez que cambia el propio rumbo. Road movie, drama familiar, comedia de enredos; Pistas para volver a casa pasa por todas esas paradas sin quedarse demasiado tiempo en ninguna, con el apuro del viajero al que le urge ponerse de nuevo en movimiento. De todas formas, esas notas genéricas un poco desordenadas que pulsa la directora no son lo más interesante de la película. Lo que más llama la atención es la manera que tiene Stuart de posar la mirada en lugares que nada le deben a los géneros; cómo su ojo muchas veces se cuela por el entramado de convenciones y alcanza a ver algo nuevo, algo inesperado. Esa mirada, más bien calma, serena, se encuentra sobre todo al principio de la historia, antes de que la película emprenda el viaje. La rutina de Dina y Pascual se presenta con unos pocos planos, sin diálogos, y la información de los personajes (de qué trabajan, qué rasgos los definen, cómo es su situación amorosa) cede ante algo que habrá de marcarlos durante todo el relato: el cansancio. No recuerdo otra película argentina reciente que fuera capaz de fijarse con tanto detalle e interés en los estragos del cansancio, que acá van a imprimirse en las ojeras, en el cuerpo doblado por el agotamiento o en el mate y el cigarrillo con los que se trata de combatir sus efectos. La película regala uno de sus momentos más bellos al comienzo, cuando se muestra a Dina volviendo de su trabajo en el lavadero, sacándose la ropa con dificultad, sentada, mientras mira cómo se empieza el día de los otros cuando el de ella está justo por terminarse. Las expectativas que genera ese comienzo se desvanecen un poco en la escena del auto, cuando se trata de presentar rápidamente a los hermanos con diálogos veloces y cargados de datos. El guion, en su afán por comunicar mucho en poco tiempo, no parece ser capaz de igualar la sutileza de las imágenes, y las escenas que siguen habrán de confirmar la sospecha inicial: la directora demuestra un talento inusual a la hora de filmar, pero no tiene un oído igualmente agudo para los diálogos. La dirección de actores no termina de emparejar a Érica Rivas y a Juan Minujín: ella exagera un poco y le imprime a Dina algo de esa locura tenue que ya es su marca registrada, y él opta por un registro bastante más naturalista con el que puede volver creíbles algunas líneas difíciles. Una vez que la road movie echa a andar, la historia casi no se toma pausas hasta el final. La película parece abordar los géneros como si se tratara de una obligación: ahí está el escape final del casino, donde los chistes dependen de una sobreactuación de los protagonistas que rompe con todo lo que habían hecho antes. En el estacionamiento, mientras observan que nadie los siga, Dina y Pascual tienen que correr, tropezarse, ella tiene que asustarse y gritar, él tiene que putearla: no importa qué tan forzada se sienta la situación, el género manda y el tono farsesco se impone. Algo parecido ocurre en una escena anterior en la que se produce un esperado reencuentro: los planos se anclan sobre los rostros y parecen trabajar solo para realzar un largo diálogo, como si el desenlace del drama familiar obligara a la película a adoptar esa postura estática. Sin embargo, la directora sabe distribuir aquí y allá algunos momentos memorables que parecen funcionar como un eco lejano del comienzo. Uno de esos momentos ocurre durante el corte de energía en el hospital, cuando la escena, agitada y un poco ruidosa, es ganada por la extrañeza de la situación: un hospital completamente a oscuras es recorrido velozmente por sombras que despiden haces de luz en todas direcciones; en ese contexto, el relato dicta que los protagonistas comiencen a superar sus propios complejos, y un montaje paralelo muestra a Dina y a Pascual lidiando como pueden con la crisis, luchando menos contra el apagón que contra sus propias inseguridades.
Al cine con amor es acerca de Roger Ebert, quizás el crítico de cine más famoso del mundo. Es sobre él y su vida, sobre sus inicios en el periodismo, sus visitas frecuentes a bares y sus problemas con el alcohol, sus primeros pasos en la televisión y su relación caótica con Gene Siskel, sobre su matrimonio tardío pero feliz y la degradación física de sus últimos años. Pero Al cine con amor, curiosamente, no es sobre su trabajo como crítico, ni sobre su visión del cine. Se sabe que los documentales tradicionales optan por la biografía antes que por cualquier otra cosa, pero incluso el más biográfico de los documentales sobre, pongamos por caso, un pintor, muestra una buena cantidad de cuadros. Para el director Steve James la crítica no es tan importante como para darle demasiado espacio: en pantalla solo alcanzan a leerse algunos fragmentos de críticas de películas como Bonny and Clyde, Gritos y susurros o Toro salvaje, y se trata únicamente de pequeñas partes de textos que van a imprimirse sobre las imágenes de esas películas, como si la escritura de Ebert no bastara y hubiera que convocar los objetos de los que habla para que la palabra valga más, o para contextualizarla, o simplemente para no aburrir al público obligándolo a leer. El caso es que la figura de Ebert parece interesarle a James por motivos que exceden por mucho a su profesión. La opción es válida, por supuesto, pero resulta por lo menos extraño que una de las pocas películas jamás hechas (y por hacerse) sobre un crítico de cine demuestre tan poca predisposición a preguntarse, justamente, por la crítica. James utiliza una buena cantidad de metraje del programa de televisión junto a Gene Siskel y es consciente de que esas intervenciones son algo bien diferente de una crítica escrita: cuando se repone la polémica con Richard Corliss, que acusa a Sneak Previews de empobrecer la profesión, también pueden leerse frases de la respuesta de Ebert en las que explica que sus intervenciones televisivas deben ser breves y poco complejas para capturar la atención de una gran audiencia, como si el mismo Ebert estuviera perfectamente al tanto de la diferencia entre un medio y el otro, entre la crítica propiamente dicha y sus comentarios televisivos. El director no ignora ni por un segundo qué es lo que queda afuera de su película. Para colmo, los pocos caracteres de Ebert que pueden leerse están compuestos mayormente de adjetivos y juicios fuertes, momentos escriturales de alto impacto que oscurecen zonas de sus textos presumiblemente más ricas vinculadas con el análisis o la argumentación. Para Al cine con amor, entonces, la crítica es más o menos descartable. ¿Pero qué queda de un Ebert despojado de su profesión, además de una figura robusta y un poco tiránica, entregada a cultivar la ironía y un generoso buen vivir? James toma partido por el motivo del trabajador infatigable que se enfrenta con una enfermedad devastadora, y que debe medir fuerzas todo el tiempo con los males que atenazan su propio cuerpo. Casi no pueden leerse críticas de Ebert, decíamos, pero no faltan insistentes primeros planos que muestran su cara desfigurada por culpa de un cáncer de maxilar y de varias intervenciones quirúrgicas fallidas. La voluntad inquebrantable de Ebert alcanza a disimular un poco el morbo de la película, ocupada durante largas tomas en observar la miseria física que signa los días de su protagonista, incapacitado para hablar, comer o tomar líquidos. Si uno fuera mal pensado, creería que hay ahí alguna clase de conmiseración que justifica la existencia misma de la película, como si el hecho totalmente atípico de dedicar un documental a un crítico de cine (profesión odiada como pocas) solo fuera posible transformando ese documental en una “historia de vida”, en un relato sobre la resistencia y la dignidad humanas, borrando lo más que se pueda el carácter polémico y antipático que suele caracterizar el trabajo del crítico, o por lo menos volviéndolo más digerible a través del despliegue de una narración edificante que fagocita cualquier otro tópico. Es un poco comprensible, de todas formas, que la crítica falte a la cita: siempre resulta difícil usar textos escritos en el cine, y teniendo a su disposición un enorme banco de comentarios (aunque no sean, efectivamente, críticas) como el de Sneak Previews, parece entendible que el director recurra con más frecuencia a los registros televisivos que a las notas publicadas en el Chicago Sun Times. ¿Pero qué hay de la visión del cine de Ebert? El espectador de Al cine con amor que no haya leído sus textos no podrá enterarse demasiado acerca de sus gustos. Entre los pocos datos que se brindan figuran su defensa de Scorsese, de Bergman y su interés por algunas películas pequeñas y casi secretas de las que otros críticos no hablaban. Pero la información es escueta y se da al pasar, y el espectador tiene que hacer un esfuerzo para reconstruir imaginariamente un posible cánon. Por ejemplo, se hace mención a que no le gustó El color del dinero, cuando ya se había establecido su promoción y defensa de Toro salvaje y de casi todo lo filmado por Scorsese hasta ese momento, por lo que uno podría deducir que Ebert sentía predilección por el Scorsese más religioso, el que escenifica grandes luchas, éxtasis y redenciones, y que de alguna manera a Ebert le interesaba más el desborde estilístico antes que la contención y mesura narrativas de El color del dinero, quizás la menos scorsesiana de las películas del director de Taxi Driver. Pero, de nuevo, se trata de reensamblar un mapa de preferencias con demasiadas partes faltantes. A pesar de todo, gracias a Al cine con amor (feo título local de Life Itself, que también es el nombre de la autobiografía de Ebert) se puede conocer mejor a uno de los críticos de cine más populares, uno que le hablaba a un gran público desplegando un lenguaje claro y unas notables dosis de erudición que funcionaban casi como una empresa didáctica: en manos de Ebert, la crítica de cine podía enseñar sin resultar paternalista, volverse comprensible sin renunciar a la complejidad de la argumentación. Sus textos abrían la polémica, la arrancaban del terreno de los especialistas para ponerla al alcance de cualquiera; su estilo diáfano democratizaba la discusión. El documental de Steve James es un retrato de esa figura un poco fuera de serie.
Una obviedad: el cine es movimiento. Es movimiento y las películas históricas como Selma: El poder de un sueño tienden a la inmovilidad. La directora Ava DuVernay recrea un capítulo decisivo en la lucha por el voto de los negros a través de una serie de viñetas en las que los personajes aparecen clavados en zonas precisas del plano, declamando solemnemente, como si se tratara solo de unos adornos vistosos que completan la escena. Los diálogos resultan igualmente pesados, irrespirables: cada actor habla como en una obra de teatro mal dirigida, sin nada de frescura. La planificación es tan obsesiva que la imagen ahoga a los protagonistas encuadrándolos de manera quirúrgica, siempre con el fin de producir algún simbolismo evidente cuyo sentido no pueda escapársele a nadie. En la primera reunión que tienen, Martin Luther King y Lyndon Johnson son filmados casi siempre desde abajo, con contrapicados que los recortan contra dos banderas norteamericanas y un ventanal por el que entra una luz cegadora. La puesta es barroca y parece gritar su propia significación: los contendientes, aunque enfrentados, representan dos caras de una misma nación (dentro del plano, a cada uno le corresponde una bandera). En otro momento, cuando King duda de su desempeño como lider, la cámara lo enfoca con una gigantesca cruz de fondo: el político, un católico fervoroso, es una especie de figura de aliento sacrificial, o por lo menos así nos lo comunica el encuadre subrayadísimo que le dedica la directora. El guion es igualmente reacio a producir cualquier clase de matiz y apuesta a la elaboración de estereotipos unidireccionales: la figura pública de King es reducida a la del héroe abnegado pero inseguro de su propia tarea; el presidente Johnson, a un político calculador pero humano que se ve atrapado entre dos posturas irreconciliables; los empleados estatales y dirigentes locales de Selma, a un montón de villanos crueles y despiadados de los que ni siquiera se sabe con certeza por qué insisten en negar el voto y en reprimir las marchas. Incluso hay apariciones fugaces e intrascendentes de figuras reconocidas como Edgar Hoover y Malcom X: su presencia no suma nada al relato, la película los convoca sumariamente solo para fortalecer un poco la reconstrucción de época. Paradójicamente, las escenas que en principio más deberían tender a la quietud, terminan siendo son las más encendidas. Se trata de los discursos de King, en los que el ritmo cansino de la película y del actor David Oyelowo cobran vida y le imprimen algo de velocidad a las escenas: Oleyowo está parado en un púlpito, pero la fuerza de sus énfasis y la elegancia de sus cadencias entusiasman y hacen que la película, de alguna forma, se mueva. El escaso caudal de recursos de Selma se resume también en eso: los discursos canalizan toda la energía que la imagen y la banda sonora son incapaces de vehiculizar. Lo de DuVernay resulta ser una ilustración histórica en clave solemne: los hechos están ahí, despojados de cualquier rugosidad, listos para pasar a conformar un fresco insulso acerca de una gran causa. Las muertes y la represión son filmadas en cámara lenta, como si la directora quisiera sumar a las apuradas algo de lirismo. En las marchas no hay seres humanos, solo figuras impertérritas que caminan inconmovibles hacia su emancipación con el acompañamiento de canciones de protesta que suenan desde el off. Si todo el conjunto se siente rígido, las imágenes de archivo del final no hacen más que acentuar el malestar: las marchas reales muestran a un sinfín de personas cuya vitalidad y dinamismo resaltan todavía más la falsedad de los figurantes de DuVernay. Los manifestantes reales (y sus antagonistas, también) se mueven, están vivos, son todo el cine que Selma no pudo hacer.
El problema de Birdman es que la película cree que es bastante más inteligente y lúcida que sus personajes. El director retrata sin piedad a unas criaturas miserables, frustradas y ambiciosas, pero la puesta en escena no se mezcla con ese universo decadente, más bien al contrario: los largos planos secuencia, muchas veces injustificados, exhiben orgullosamente un impostado virtuosismo técnico que contrasta con la materia degradada del relato. Iñárritu pinta el peor de los mundos y lo hace pavoneándose con su cámara por los pasillos y camarines del teatro: la impiedad con la que el mexicano construye sus historias van de la mano con extensos planos acrobáticos. Cuando empieza, Birdman amaga con ser una farsa, una oda al engaño y al humor grotesco al mejor estilo de Noises Off de Peter Bogdanovich en la que también se narraban las desventuras de una compañía teatral delante y detrás del escenario. Pero la farsa demanda ligereza y un espíritu burlón, y no la solemnidad y la autoconsciencia afectada de las que presume en todo momento Birdman. En el fondo, la película no hace otra cosa que apelar a los prejuicios más rancios que el público pueda tener sobre los actores de Hollywood, de Broadway y sobre el ambiente en general que gravita en torno a esos espacios. La tesis del director no es más que la actualización de una idea precocida; el guion no demanda nada a su espectador, solo le sirve en bandeja un montón de lugares comunes hiperbolizados y ya masticados listos para digerir. Iñárritu señala con el dedo a todos y no rescata a nadie, salvo en parte a Mike Shiner (Edward Norton), un cínico de campeonato al que el relato parece observar con un poco más de interés por el solo hecho de complicar una y otra vez los planes de Riggan Thomson y de poner al descubierto las inseguridades de los demás. Como Shiner, la película es incapaz del más mínimo gesto de humanidad; al igual que en el resto de su filmografía, el director demuestra que posee un ojo solo apto para capturar la maldad y la miserabilidad. No es nada nuevo: muchos mercachifles apuestan a que la miserabilidad en cine luce bien, que vende, y ahí está para probarlo el éxito de Slumdog Millionaire, Ciudad de Dios o de la reciente 7 cajas. Iñárritu hace una película que lleva como título el nombre de un superhéroe, pero Birdman desprecia el género e intenta una deconstrucción que no es más que un comentario bobo con ínfulas de intelectualismo acerca de la supuesta vacuidad del cine de espectáculo. La tontería de la pretendida crítica se aprecia enseguida en la escena en que Birdman le habla en el plano a Thomson y en el fondo se ven explosiones y enormes monstruos salidos directamente de la mente del protagonista: el director realmente cree que una película de superhéroes se reduce a eso, a un par de explosiones y a un gigante hecho en CGI, y en consecuencia la película imagina a un espectador ideal igualmente prejuicioso e ignorante. Iñárritu incluso se toma el trabajo de conseguir como protagonista a Michael Keaton, primer Batman en cine después de Adam West, como para sumar una capa extra de sentido que disimule en parte la chatura de todo el conjunto. De paso, el director recluta a Emma Stone y Zack Galifianakis y los pone en la piel de personajes grises y horribles, como si disfrutara del experimento de observar a dos grandes comediantes retorciéndose bajo sus órdenes. La película es cruel y no conoce límites a la hora de someter a sus personajes a la humillación y el sufrimiento. Un foco de luz cae sobre la cabeza de un actor y lo lesiona severamente, un embarazo que termina de manera abrupta deja deshecha a la futura mamá, un personaje (por culpa de un accidente) debe salir a la calle en calzoncillos y someterse al escrutinio de cientos de transeúntes; el guion no escatima en situaciones degradantes y cada personaje carga con dosis suficientes de malicia como para justificar semejantes vejaciones. Birdman no entiende de calidez o de solidaridad, solo puede escenificar el resentimiento, como en el encuentro que tiene Thomson con la reconocida crítica de teatro: ella, fría y malvada, le anticipa que va a “destruir” su obra incluso sin haberla visto, argumentando que el protagonista ocupa un espacio que no merece. No es raro que una película que piensa y reflexiona tan mal como la de Iñárritu imagine tan pobremente a un posible interlocutor: algo similar pasaba con el crítico que hacía Bob Balaban en La dama del lago de M. Night Shyamalan, otro director demasiado pagado de sí mismo y de su lugar de auteur. Finalmente, la obra basada en un cuento de Raymond Carver resulta un fracaso pero la recepción y la difusión son excelentes. Así es como la película realiza su acto de cinismo mayúsculo, diciendo que estos personajes tan horrendos existen no en calidad de excepción sino como expresión acabada de toda la sociedad, la misma que premia y aplaude ese teatro mal hecho. Los diálogos finales, igual de groseros que los de toda la película, se encargan de explicar bien la moraleja: basta con poner en escena alguna clase de show truculento para que un público embrutecido lo festeje y para que el periodismo se haga eco del asunto. Así, la película cierra el círculo: Iñárritu crea un mundo con personajes ruines a los que el relato se encarga de punir oportunamente por sus bajezas, pero que terminan triunfando a pesar de todo porque los espectadores son igual de tontos y malvados que ellos. La cosa con los misántropos de cuarta categoría como Iñárritu es que están tan seguros de qué cosa es el mundo y de cómo es la gente que lo habita que no queda lugar para la discusión o la duda. De todas formas, nada parece haber cambiado mucho: con los años, el cine de Iñárritu parece haber cosechado un buen número de seguidores siempre dispuestos a confirmar los prejuicios más obvios y a elogiar cualquier clase de artilugio cinematográfico que se evidencia como tal. Antes era la manera de entrelazar las historias de sus relatos corales, ahora serán los planos secuencia, una misteriosa voz en off y el baterista ese que aparece a cada rato y en cualquier parte.
La película exhibe rápidamente la estrechez de su dispositivo: dos protagonistas y un puñado de personajes sin demasiada importancia; un par de espacios más o menos delimitados; un conflicto insistente y monocorde que va absorbiendo a los otros hasta apoderarse prácticamente del relato. Whiplash: Música y obsesión viene a ser una película chiquita, de cámara (como se las llamaba hace tiempo), que intenta hacer de la economía de recursos su principal fortaleza. La historia transcurre mayormente en lugares cerrados, casi no hay escenas en exteriores; a su vez, también los planos son claustrofóbicos, se cierran sobre los personajes hasta que en la pantalla no queda nada que no sean sus cuerpos, sus movimientos y, en especial, sobre sus caras. La película instala una relación de cercanía con el público que no hace más que crecer en intensidad conforme avanza la historia. En eso, el director Damien Chazelle aprovecha muy bien el tema hasta transformarlo casi en una búsqueda estética: a medida que Andrew se obstina en convertirse en un gran baterista y lo abandona todo en pos de cumplir su meta, el guion a su vez parece ir dejando por el camino a otros personajes, tramas y conflictos, como si se sacara de encima cualquier cosa que no esté vinculada con la línea narrativa principal. La película logra ponernos en el lugar de Andrew y consigue transmitir la sensación de encierro y de locura tenue que de a poco signan la desbocada ambición del protagonista. El mayor éxito de Whiplash es, obviamente, la presencia de J.K. Simmons haciendo de Terence Fletcher, un director de orquesta de jazz tiránico y carismático que cautiva a sus músicos tanto como los humilla. Después de muchos grandes papeles secundarios en el mainstream, Simmons finalmente confirma todas nuestras sospechas: demuestra que es un actor extraordinario, artífice de cambios de ritmo y acentuaciones interpretativas de un raro virtuosismo, capaz de seducir y de merecer el mayor de los desprecios a la vez. Él es el corazón de la película, todo lo demás gravita en torno suyo, atraído y repelido alternativamente por la violencia de su carácter. Pero el gran problema surge también en relación con él: ¿cómo hacer para capturar esa personalidad avasallante y sus abusos sin caer en el subrayado, sin construir apenas otro drama intimista del montón, donde las personas se gritan y maltratan unas a otras? El director, que consigue una elegancia notable en muchas escenas iniciales (en las que rara vez recurre al plano contraplano, por ejemplo) no sabe cómo atrapar los estallidos de ira de Terence, entonces la puesta en escena se vuelve previsible y tosca: a diferencia de lo que ocurría al comienzo, el primer plano se transforma en el recurso más frecuentado, como si esa cercanía de la cámara fuera la única idea que Chazelle puede poner en práctica para representar las explosiones de Simmons. Quizás en su afan de mezclarse con el protagonista y con su psiquis alterada y monotemática, la película termina atrapada en el mismo círculo infernal que Andrew. Todo se reduce, incluso los espacios, que cada vez son menos y parecen más pequeños (el relato se confina dentro de los límites de la escuela de música y, en especial, de la sala de ensayo y de la habitación en la que Andrew practica batería). Y en los pocos momentos en los que el relato sale a respirar a nuevos espacios, como ocurre en la cena del padre de Andrew y de un matrimonio amigo, el guion no sabe qué hacer con su protagonista: la escena es breve y cumple la sola función de remarcar la soledad y el resentimiento del protagonista, cada vez más incapacitado para relacionarse con otros. Llega un punto en el que el relato no es otra cosa que los arranques de Terence y las reacciones de Andrew, ya no hay nada más que ellos engarzados en esa relación patológica que sin embargo parece proveerles algo único que ninguno podría conseguir en otro lugar. Al final, cuando el personaje de Terence parecía aislado y contenido, la película, en un movimiento narrativo imposible y completamente inverosímil, ensaya algo así como una justificación delirante del método fletcheriano: de golpe el guion le adjudica razones, escucha sus explicaciones y lo convierte casi en un ser humano; poco después, en un giro inimaginable, se produce algo así como una confirmación de la tesis de Terence: el surgimiento del genio pareciera depender realmente de la exposición a condiciones extremas y enfermizas como las que genera su autor, nos dice un guion que ya no sabe lo que cuenta ni qué piensa de sus personajes. Así, Whiplash deviene en apenas otro drama intimista con criaturas lineales que se apoya casi enteramente en las habilidades de Simmons y en su caracterización “premiable” (acaba de ganar un Globo de Oro): sus desbordes, incluso cuando se perciben exagerados y sobreactuados, nos hacen olvidar por un rato la insignificancia del conjunto.
Corazones de hierro comienza y uno tiene la sensación de estar ante una película de guerra ligeramente original, con un toque de distinción que la separa en parte del grueso del género. El director trata de fundir dos registros casi contrapuestos: un realismo brutal y que no teme retratar la violencia más despiadada es acompañado por una búsqueda estilística preocupada por la generación de una atmósfera. Así, a un asesinato sanguinario cometido por el protagonista (al que la película presenta acuchillando por la espalda a un enemigo) le sigue una serie de imágenes de una enorme carga poética con algo que parece un ejército de tanques oxidándose silenciosamente en el campo de batalla: la niebla, el fondo y el encuadre calculadísimo, sumados a esa estampa desolada que quiere hablarnos sobre los despojos de la guerra, proveen de un paisaje casi metafísico. La estrategia de Ayer es más o menos exitosa durante los primeros minutos, cuando el guión todavía puede permitirse observar la miseria del combate armado sin necesidad de contar una historia ni de establecer conflictos claros. Pero cuando el género impone sus convenciones, la película trastabilla y deja ver que no tiene idea de cómo producir un relato sin recurrir a burdos subrayados; el trabajo climático del principio no fue más que una licencia que el director parece haberse tomado antes de echar a andar su torpe máquina de narrar. El grupo de soldados desequilibrados comandado por Don Collier, apodado “Wardaddy”, es un rejunte ya no de clichés o de lugares comunes (después de todo, de esa clase de insistencias se nutre cualquier género) sino de criaturas estereotipadas y chatas a las que los actores no saben cómo insuflarles algo de vida o un poco de credibilidad. El creyente, el rebelde, el extranjero (mexicano, en este caso) y el nuevo (e inexperto, no apto para el oficio bélico), son dirigidos por un líder carismático que disfruta adoptando una pose de insondable sabiduría y que mantiene la disciplina con la rigidez de un padre severo pero comprensivo. Las escenas se suceden y cada personaje pareciera gritar a los cuatro vientos sus bondades y defectos, como si el guion temiera que no comprendamos del todo bien qué rol juega cada uno. Finalmente, el realismo se impone, y el tan gastado motivo de retratar los horrores de la guerra se adueña de la película: Wardaddy, interpretado por un Brad Pitt que parece continuar en clave trágica al Aldo Raine asesino de nazis de Bastardos sin gloria, es pintado rápidamente como un jefe autoritario y paternalista que se cree con la misión de educar al nuevo recluta que cae bajo su mando; la escena en la que el protagonista obliga a su protegido a dispararle a un soldado alemán desarmado, rodeados de un montón de norteamericanos que festejan distraídamente la ejecución, molesta por su patetismo y por su intento de shockear a cualquier costo, sin ideas ni una planificación visual interesante. Antes que la ética (o que la falta de ella) del protagonista, la película devela la suya: van pocos minutos de metraje y el director es capaz de cualquier bajeza y exceso con tal de ilustrar sus tesis más bien pobre que podría formularse así: “la guerra envilece a los hombres pero también los pertrecha de valores para sobrevivir”. El resto de las desdichas con las que deberá vérselas el grupo serán de un tenor parecido, comenzando por la escena imposible de la comida en la casa de dos mujeres alemanas. La película se vuelve tosca, aparatosa, un mero dispositivo de exageración cada vez más inverosímil que intenta cumplir con el rutinario objetivo de impresionar al espectador mostrando a hombres curtidos por la guerra, apenas cuerdos y con una ética distorsionada y ajustada malamente a la situación. La religión, que al comienzo apenas parecía constituir un rasgo de uno de los personajes, cerca del final cobra importancia hasta que se apodera de todo el último tramo: las acciones finales de los personajes están puntuadas con comentarios sobre Dios, su misión en la tierra, y por la lectura (y reconocimiento) de pasajes de la Biblia. Ayer, sin embargo, hace algunas cosas bien: quizás no exista otra película que aproveche tan bien y durante tanto tiempo el espacio interno de un tanque. El vehículo resulta una compleja máquina que requiere del trabajo sincronizado de sus integrantes para sembrar debidamente la destrucción; un movimiento de más o un disparo errado pueden significar la aniquilación instantánea. Las escenas de combate adoptan una escala notablemente humana: hacer que el tanque se desplace de un punto a otro, que ataque a sus enemigos, poner en práctica una maniobra de evasión, todo parece una tarea titánica que necesita de sangre fría, concentración y del talento de varios especialistas. Una escaramuza puede durar varios minutos, los disparos pueden alejarse del blanco en más de una ocasión; la sensación de protección inicial que sentimos cuando la cámara se instala dentro del vehículo se transforma en peligro cuando se toma conciencia de su lentitud y de lo complicado de su ingeniería. Ayer sabe que el fuerte de su película está ahí adentro, con los protagonistas clavados en el interior de las entrañas del tanque; la cámara se acostumbra al encierro de ese útero blindado y termina fijando a cada personaje en su rol, ya sea preparar y cargar los misiles, dispararlos o solo conducir. Al menos en eso, la película renueva discretamente el género explotando un espacio históricamente vedado que acá se convierte en una verdadera geografía dramática.
El Apocalipsis es una película de catástrofe (o al revés, uno se siente tentado de invertir los términos) que solo pudo haber gestado una industria titánica y con un siglo de historia en sus espaldas como Hollywood, donde un proyecto paupérrimo con actuaciones espantosas, mala dirección y peor guion puede ser en parte salvado por el oficio de iluminadores y camarógrafos entrenados en el arte de hacer lucir decentemente cualquier cosa. El Apocalipsis se puede ver en una pantalla, incluso en una grande, y eso ya representa toda una proeza de los rubros técnicos. El desastre se adivina rápido en una escena inicial, cuando un intercambio entre personajes reviste la forma de algo así como un debate for dummies acerca de Dios y sus poderes; de ahí en más, los diálogos y el trabajo de los actores no hará más que confirmar una y otra vez esa primera impresión. En El Apocalipsis todo está mal, todo es chato, sobreactuado, torpe. La protagonista, por ejemplo, se muestra tonta, afectada y parece de plástico con su cara que de tan brillosa recuerda más a una estatua de cera que a un rostro humano. El periodista canchero y ganador que se le acerca en el aeropuerto es un rejunte de clichés, y difícilmente ese personaje podría interesarse por una chica así de pava; el atisbo de romance entre los dos resulta imposible de creer.El padre de ella es Nicolas Cage, y cuando aparece en escena uno espera que la película gane algo de dinamismo, que el tipo rompa un poco esa pacatería visual y corta de ideas con su ya conocido gusto por las actuaciones excesivas y fuera de registro que viene cultivando desde hace varios años, muchas veces en películas berretas y de segunda línea como la propia El Apocalipsis. Pero no, Cage se presenta contenido, serio, apenas un poco sobresaltado porque su hija lo pescó in fraganti tiroteando a una azafata, nada más: justo cuando más lo necesitábamos, el actor hollywoodense más trash se echa para atrás y opta por una interpretación correcta, sin riesgos, igual de desabrida que la de sus compañeros. Vic Armstrong, un conocido doble de riesgo que dirige su segunda película en más de veinte años, no sabe cómo filmar ni siquiera un intento de levante: pone la cámara en cualquier parte, pierde una enorme cantidad de información dramática y no acierta a encuadrar como la gente a dos personas en una habitación de dos por dos. Si por lo menos El Apocalipsis pecara de autoconsciente y se riera de sí misma, de sus ínfulas de gravedad, de su incapacidad para narrar hasta el más intrascendente de los hechos, el asunto sería un poco más llevadero. Pero después de demostrar que el humor no es lo suyo (ver el “chiste” en el que una viejita confunde al joven periodista con Sinatra: la idea es ridícula, arbitraria, al que se le ocurrió el gag se le habrá cruzado por la cabeza que con juntar una anciana y a Sinatra en una línea alcanzaba para hacer reír a alguien), el director porfía en su intento de hacer cine catástrofe con resonancias bíblicas incluidas. Existen un par de intentos de romper con la medianía generalizada, en especial en los personajes del enano malo y del árabe que se defiende sin haber sido acusado por ningún otro pasajero (bueno, en realidad es el enano el que le revisa el bolso, pero ese no quiere a nadie) argumentando que los terroristas islámicos no tienen una tecnología para causar tal estrago, como si su origen automáticamente lo emparentara con ellos. Sin embargo, el conflicto principal no deja de ser una buena idea: que de golpe, sin que nadie sepa por qué, mucha gente se desvanezca en el aire dejando como restos mundanos solo su ropa y bolsos. ¿Por qué desaparecen? ¿Por qué ellos y no los protagonistas? Lamentablemente, la gruesa caracterización inicial de cada uno de los pasajeros del avión enseguida trasluce lo que debería ser un misterio hasta el final del relato: la gente que se esfuma, por oposición a los que quedan, parece estar alejada de vicios y malas intenciones, como si fueran portadores de alguna especie de pureza de la que los otros quedan excluidos (por si hubieran dudas, unas pocas escenas después de las desapariciones en masa, el guion nos dice insistentemente que ya no hay chicos, que todos se desvanecieron). De todas formas, cuando la historia echa a andar la película adquiere una fluidez impensada que hace que nos olvidemos del mamotreto que tenemos delante, al menos por un rato. La transformación resulta curiosa, es como si el arribo definitivo del cine de catástrofe le prestara a El Apocalipsis algo de su eficacia y de su pulso narrativo: hacer género permite apropiarse instantáneamente de algunas de las mejores cualidades del modelo sin importar lo mal director que se sea, parece. El espacio del avión en especial le imprime algo de tensión a los movimientos de los actores, que hasta el momento del despegue se mostraban balbuceantes y desconectados y solo se limitaban a ubicarse dentro del plano sin chocarse demasiado unos con otros. Pero ni siquiera en esto El Apocalipsis es original: últimamente muchas películas transcurren dentro de aviones, o cuentan historias relacionadas con ellos, como El vuelo, de Zemeckis, Non-Stop: Sin escalas o Amores pasajeros; ahora que el cine parece haber devorado todas las imágenes que el mundo podía dar, y ahora que gracias al digital puede reproducir cualquier lugar e imaginar paisaje, resulta entendible que haya directores que quieran volver a esos espacios pequeños, llenos de restricciones y de obstáculos que son los aviones, como si la claustrofobia del entorno resultara finalmente liberadora para el cine. De todas formas, este no es el caso de El Apocalipsis, donde la geografía del avión surge más bien como una imposición del género, un escenario obligatorio y nada más.