No puede decirse que el comienzo de Un nuevo despertar sea deshonesto: la película arranca con un Al Pacino más amanerado que nunca, haciendo a un actor (sobreactuación al cuadrado) que ensaya las líneas de una obra de Shakespeare en su camarín. Si ese comienzo, con su catarata de gestos, con su impostación, con la forma exagerada en la que se recitan el texto mientras se pone cara de loco, no termina de espantar definitivamente al espectador, eso significa que ya se pasó alguna clase de prueba y que se está listo para ver lo que sigue. No se trata de dictaminar que la interpretación de Pacino sea mala, sino de saber si la sensibilidad de uno puede tolerar esa autoconciencia: la película diseña un sistema propio que se ajusta al método de su protagonista, por lo que el tiempo que resta de metraje vamos a ver mucho más de eso. La puesta de Barry Levinson es igualmente aparatosa y no para de señalarse a sí misma, como ocurre durante la sesión de terapia grupal a la que asiste Simon Axler (Pacino): el tipo se queda callado varias veces, otea el horizonte con cara de haberse perdido para siempre, se acomoda suave pero visiblemente el pelo grasoso (el gesto es lento, para que se note), habla entrecortado como todas esas criaturas del mal teatro y el mal cine que adoptan para sí mismos un aire trágico. La imagen hace su parte: el plano es reposado pero se mueve, no al punto de temblar, pero sí lo suficiente como para que el espectador perciba el desplazamiento; en un momento, vira hacia una composición extraña (Al Pacino mira hacia la izquierda pero el espacio libre del encuadre está a la derecha) que indica gruesamente que el protagonista está mal, que su vida está sumida en un desorden incorregible, que Axler se encuentra fuera de sí. Esa escena, igual que al comienzo, parece poner a prueba nuestro umbral de tolerancia al ridículo involuntario, porque no es que el director se esté riendo de su protagonista, sino que todo el asunto cobra cierta gravedad: si hay algún resto de comedia ahí, se trata de fragmentos de comedia negra, ese humor impiadoso que se burla de problemas serios. Digo fragmentos porque esa clase de comedia suele demandar algún tipo de explosión, de risa desatada sobre las pobres víctimas de ocasión, cosa a la que Levinson jamás llega. Lo suyo es una especie de mezcolanza entre un tono enrarecido con dejos al ya mencionado humor negro con thriller, sátira y absurdo (la mujer que se transforma en hombre para seguir gustándole a su amada, ahora con nuevas inclinaciones hétero). En el medio hay una historia de amor que funciona básicamente gracias a la frescura y el encanto de Greta Gerwig, que acá está bastante más misteriosa de lo habitual; su personaje es el único que puede sugerir secretos y segundas intenciones sin necesidad de sobreactuar. Axler está cada vez más sacado, pero Al Pacino no pareciera entender bien la locura y, para compensarlo, incrementa su arsenal de gestos, tics y miradas hacia la nada. El relato sobre un actor que no puede actuar, pero que igual debe hacerlo, termina siendo en realidad una especie de tratado un poco pomposo sobre lo que Al Pacino cree que es el teatro y el ponerle el cuerpo a un personaje, solo que acá le falta la gracia y la ligereza de Buscando a Ricardo III. El final termina de manera predecible, con una resolución que está a mitad de camino entre El cisne negro y Birdman, jugando a la ambigüedad con el tema que la película machacó la mayor parte del tiempo: la confusión entre realidad y ficción, entre actuar y ser uno mismo, entre la vida y el teatro y todo eso. La cosa es bastante bochornosa, como parece comprenderlo bien Greta, que abandona raudamente el relato unos minutos antes del cierre, demostrando de paso que su umbral de tolerancia no era tan alto como el nuestro.
Las películas de Matías Piñeiro suponen un desafío para la crítica de cine. ¿Cómo hacer para que las palabras den cuenta, aunque sea pobremente, de la gracia de sus movimientos, de la elegancia de sus planos, de la belleza de sus intérpretes?¿Cómo recomponer al menos una pequeña parte de la fluidez de esos cuerpos cuidadosamente orquestados que, sin embargo,parecen desplazarse libremente por el encuadre? Con La princesa de Francia, el universo piñeirano y la serie de las Shakespereadas suma un esperado nuevo capítulo: de nuevo Shakespeare, una obra de teatro radial, unos amores y engaños convenientemente cruzados, las variaciones y repeticiones de un mismo motivo; el cine de Piñeiro, igual de lúcido y festivo que siempre, parece haber nacido maduro, siempre y cuando entendamos madurez no como la rigidez o el respeto de las normas, sino como plenitud estética, como la cumbre de un arte. Para muestra basta un botón, o acá un plano, el que abre la película con una coreografía en una cancha de fútbol 5 al ritmo de Schumann. Ya en ese comienzo queda claro que sus protagonistas, eternamente engarzados en romances, lecturas, conspiraciones y ensayos de teatro, son los seres más libres que el cine argentino haya podido imaginar.
Va a llegar el día en que el mundo se haga cargo del horror que fue el comunismo (y que sigue siendo todavía en algunos lugares del planeta). Ese día, las películas como Juego limpio ya no tendrán razón de ser, o serán vistas apenas como reliquias obsoletas de una era superada. Es que, en su gran mayoría, las películas que revisitan el tema toman la forma de denuncia altisonantes y subrayadas que no hacen avanzar al cine, más bien lo frenan, lo transforman en apenas una variante del panfleto o del documental edificante. Los directores más hábiles, como Christian Petzold en Bárbara, pueden ingeniárselas para no caer en la trampa de la denuncia obvia y fijarse en cosas como la vida cotidiana de sus personajes, o tratar de atisbar un cierto clima de época que no sea el mismo que nos cuentan una y otra vez los programas del History Channel. Otros, como Pavel Pawlikowski en Ida, pueden indagar las secuelas que esos regímenes dejan en las personas, incluso en algunos de sus antiguos adherentes: la tía de la protagonista, con su cinismo, su alcoholismo y su final trágico, es apenas una esquirla más que el gobierno polaco deja a su paso. Por su parte, Andrea Sedlá?ková, directora de Juego limpio, parece cumplir a rajatabla con los mandatos de esta clase de relatos sin interesarse demasiado por el mundo y las criaturas que tiene delante suyo. Hay que decir, sin embargo, que la película es ágil y que tanto el guion como las imágenes rezuman una notable vitalidad: Sedlá?ková filma escenas brevísimas, a veces con pocos o ningún diálogo y apelando a una singular economía de planos. Es imposible aburrirse con Juego limpio y con la historia de Anna, joven corredora del equipo nacional checoslovaco que entrena duramente para llegar a las Olimpíadas. La película se apropia en parte del dinamismo del género de deportes y de su fisicidad: incluso sin ser una atleta de verdad, la actriz despliega en la pantalla un notorio esfuerzo corporal que le aporta credibilidad al relato. Las escenas de entrenamiento son escasas pero efectivas: tanto en distintos tipos de pistas como en la montaña o en la nieve, el cuerpo de la protagonista deja ver el gasto físico de cada pique y de cada carrera. Digamos que la película viene bien, incluso que entusiasma, hasta que se hace presente el conflicto central. Un reducido grupo de médicos y políticos de aire siniestro convence al entrenador de Anna, y luego a ella, de tomar Stromba, un anabólico que ayuda a hacer crecer los músculos y que no deja rastros en el cuerpo si se lo abandona unos días antes de la competencia. De ahí en más, la trayectoria de la película se vuelve previsible y reiterativa: Anna mejora su rendimiento pero padece dolores y malestares, y se entera de que la droga puede provocar la muerte, pero tanto su entrenador como su madre insisten en que la siga tomando porque creen que es la única forma de clasificar para los juegos olímpicos. Del retrato dinámico de la vida de una joven atleta que fue en un principio, Juego limpio se transforma en un pesado fresco de época cuyos temas son el autoritarismo, el miedo y el quiebre de los lazos sociales más primarios. El engaño de los médicos sobre los posibles peligros del consumo del anabólico es replicado por la propia madre cuando cambia unas vitaminas por cápsulas de Stromba para que Anna las tome sin darse cuenta, aunque eso implique poner en riesgo la vida de su hija. El padre ausente y emigrado desde hace tiempo a Occidente parece haber olvidado por completo a su familia, y cuando Anna lo llama por teléfono, la trata casi como si fuera una desconocida. El entrenador, primero una figura paterna que vela por el destino de su protegida, se revela enseguida como un tirano que fuerza a sus atletas hasta el límite sin importarle las consecuencias. La madre es amenazada por la policía secreta para que delate a un antiguo amante, ahora un activo opositor al régimen, para el cual ella transcribe a máquina y a escondidas textos prohibidos por el gobierno. La velocidad del comienzo cede a los lugares obligados de la denuncia política que condensa magistralmente (por lo torpe) y subrayada, la escena en la que Anna y su madre van a pedir una visa para que la hija viaje al exterior a pasar unos días con el padre, al que no ve hace casi una década: la empleada, maleducada y pedante, viene a ser una alegoría grosera de la omnipotente burocracia comunista que dirige caprichosamente la vida de los ciudadanos. Lo que sigue es la predecible degradación de las dos mujeres, cada vez más sospechadas y perseguidas por los brazos de un Estado prepotente que vive a la caza de la más mínima disidencia. Los hechos se suceden de forma tal que puedan confirmar la tesis de la película, y la partida intempestiva del novio de Anna y de su familia, y el impacto que produce en ella, hacen acordar a la muerte gratuita del final en La vida de los otros, cuyo fin era también propinar un golpe de gracia al protagonista y, de paso, certificar el horror que supone vivir en países con regímenes totalitarios. Pero todo eso ya lo sabíamos de antes, y que el cine está para otras cosas también.
Hace tiempo que el cine descubrió los beneficios de la nostalgia: la evocación del pasado suele ofrecer una geografía segura sobre la que edificar algún relato con un mínimo de riesgos mientras se apela a la memoria emotiva del público. Píxeles es hija de esa tendencia, pero también resulta ser un vehículo ideal para que Adam Sandler haga lo suyo: el hombre-niño de buen corazón y valores prístinos que suele componer encuentra en la historia de Píxeles un entorno a su medida; la huída de un presente poco grato, solitario y con un trabajo miserable solo puede realizarse exitosamente por obra de una invasión extraterrestre que obliga al protagonista y a un selecto grupo de freaks a desempolvar sus habilidades para jugar videojuegos clásicos. La adultez le pesa a las criaturas sandlerianas, como lo deja ver enseguida el personaje de Kevin James, presidente de Estados Unidos al que le cuesta leer, sobrellevar su rutina cotidiana y cumplir con sus deberes maritales. El retorno de los juegos de los 80 como un peligro que amenaza con destruir el planeta y que solo puede ser vencido recurriendo a gamers con destrezas únicas (pero inútiles, que de nada les sirvieron en la vida cotidiana) es una excusa ridícula y un poco romántica para revitalizar el clima de revival constante que parece haberse instalado hace algún tiempo en Hollywood. La película presenta dos zonas más o menos bien delimitadas. Una es la que comprende todo lo vinculado con el videojuego, y que reúne una gran cantidad de guiños, referencias y chistes más o menos accesibles, además de un trabajo con las imágenes que logra fusionar con eficacia a los enemigos pixelados con el mundo humano: que esa interacción resulte creíble y que sea vea auténtica es uno de los logros de la película. No hay que subestimar la potencia de algunas escenas, como esa en la que Sandler, munido de un cañón gigante, dispara rayos de luz a un Centipede gigante que desciende desde un cielo estrellado. La otra zona es quizás la menos original, pero también la más interesante: Sandler repite su papel de niño con buenas intenciones que habita caóticamente el universo de los adultos, y que le recuerda a sus congéneres mejor adaptados socialmente la inocencia de la infancia. Esto, que en otras de sus películas adquiere ribetes de solemnidad y hasta de moralina, en Píxeles circula a la par de la comedia y funciona como una moraleja tenue que se pulsa en sordina. Por otra parte, las escenas en las que aparece con Kevin James o con Josh Gad poseen una fluidez que es difícil ver seguido entre comediantes: todos manejan sus roles de taquito y no parecen estar actuando su amistad. Chris Columbus trata de explotar además un humor físico que aprovecha sobre todo la desproporción corporal de sus protagonistas: James y Gad son enormes, difíciles de contener en el plano, mientras que la pequeña humanidad de Peter Dinklage predispone inmediatamente a la risa. Dinklage reutiliza algo de su Tyrion de Juego de tronos: hace a un enano zarpado, tramposo y canchero que por momentos recuerda al Polvorita un poco degenerado de Hugo Sofovich. La línea romántica es bastante menos sólida, al igual que los momentos con los militares beligerantes. Sin embargo, Columbus sabe que el fuerte de su película no está ahí, y despacha todo eso rápidamente con algún que otro trazo grueso de compromiso para dedicarse de lleno a la relación entre los amigos y rivales que conforman los protagonistas. Hay espacio, a pesar de todo, para algunos esbozos de humor político: como casi todos los republicanos cuando hacen cine, la comedia de Sandler es demócrata: se burla de un jefe del ejército que insiste con bombardear algún país (el que sea), y también está esa sátira cándida que resume el hecho de que un bruto corto de ideas como el personaje de Kevin James sea presidente de Estados Unidos. Esa nostalgia ligera, sin enseñanzas que aprender ni guiños para entendidos, sin mensajes que pregonen las bondades de un pasado mejor ni las desgracias de un presente supuestamente decadente, hace de la película un objeto amable y visualmente atractivo con personajes que consiguen producir algunos buenos momentos de comedia.
Los seres de luz existen y muy de vez en cuando el cine llega a atrapar algo de su brillo. Anna Chung es simpática, generosa, expansiva, animada, alegre; que los directores de Una canción coreana se toparan con ella y hayan logrado convencerla de hacer un documental es un evento fortuito del que todos debemos estar agradecidos. Anna es una inmigrante de Corea del Sur, está casada, tiene dos hijos, atiende un bazar, da clases de canto, está en un coro y se encuentra terminando los preparativos para abrir su restaurante. Anna es una mujer incombustible, su rutina diaria en ningún momento hace mella en su buen humor y predisposición. Y Una canción coreana es documental sobre Anna, sobre su historia y su presente, pero además es una obra de teatro que relata una porción de su vida y que, junto con un número vivo de ella, se propone como fragmento a futuro del documental que en ese momento todavía se está rodando. Finalmente, además de una película y obra de teatro, Una canción coreana es el restaurante de comida coreana que queda en Flores. La película se ofrece siempre como un objeto construido que muestra sus costuras sin ninguna clase de culpa, como cuando en Los Angeles Anna le explica a su madre cómo debe hacer para actuar correctamente el reencuentro que se va a filmar. En ese gesto de revelarse en tanto proceso creativo, los directores comparten algunos de los mails intercambiados con Victor, el marido de Anna, conspirador secreto que pareciera tratar de sabotear silenciosamente el proyecto en más de una ocasión y, cual villano de melodrama, quedarse con Anna para él solo.
Réimon corre el peligro de ser leída a las apuradas y malinterpretada por el grueso de la crítica y el público. Del centro de la película ya se habló bastante: Ramona, una chica que vive en alguna parte del sur bonaerense, trabaja limpiando casas de la capital, y en una de ellas sus patrones resultan ser una pareja de jóvenes que lee en voz alta El capital de Marx y que discute con sus amigos las secciones del libro en las que el filósofo explica el carácter mercantil y cuasi esclavo del trabajo humano. El contraste, o la contradicción si se quiere, es obvia: estos tipos de clase media o clase media alta se enfrascan en la lectura cuidadosa del marxismo sin por eso dejar de reproducir el mismo modelo de dominación. Pero resulta obvio que Réimon (así llaman cariñosamente a la protagonista) está poco y nada interesada en utilizar esa contradicción para sancionar a sus personajes y ubicarlos del lado de los explotadores o de las víctimas: justamente, esa sería la estrategia de una mala película que, ya fuera por ingenuidad o por hipocresía, creyera que puede explicar la complejidad del mundo reduciéndola a unos pocos roles socialmente reconocibles. Es justo al revés: Rodrigo Moreno utiliza ese conflicto como disparador para observar otras cosas, para mirar todo lo que a las películas preocupadas por denunciar los males del mundo se les escapa. Réimon no es un documental pero por momentos los límites del registro y la ficción se mezclan al punto de volverse indiscernibles: qué de verdad y qué de mentira hay en las imágenes de Ramona limpiando con un lustramuebles una mesa de madera atiborrada de objetos, o haciendo con mucho cuidado una cama. O en los largos travellings laterales en los que la cámara la sigue por las calles de su barrio, ya sea de madrugada cuando se dirige a la estación de tren o a la tarde cuando pasea a su perro. La cuestión no es tanto el carácter documental implicado en toda la película (en su vida cotidiana, Marcela Dias trabaja en realidad como guardia de seguridad, pero la casa, los familiares y los perros que registra Moreno son los suyos), sino lo que las actividades de Ramona, y la manera en que las observa el el director, tienen para aportarle al cine más allá de cualquier comentario político acerca de la desigualdad de clases; de paso, como ya se sabe, el motivo de la explotación en cine suele funcionar más como un candado narrativo que como una puerta al mundo, clausura mucho más de lo que abre, cancela la posibilidad de ver qué hay más allá de compartimentación de la gente en explotadores y explotados. Es que, justamente, Ramona no parece cargar con los signos de la explotación que suelen ser las señas identitarias de las películas que aspiran a desmontar el orden social: la manera en que la (no)actriz maneja los silencios y se reserva sus impresiones y sentimientos termina convirtiéndola en un enigma imposible de ser reducido al estereotipo de la víctima. Porque, podría estar diciéndonos Réimon, es ese cine que en vez de personas solo puede ver víctimas el que está condenando a sus criaturas a una segunda esclavitud; el que, paradójicamente, por vía de la denuncia, las fija en un lugar del que ya no pueden salir. La cuarta película de Moreno, en cambio, procede por aperturas sucesivas; el director nos introduce al universo familiar de Ramona, su barrio, sus largos viajes hacia la capital, las casas que limpia, a las actividades de la pareja que la emplea: dos jóvenes que nada tienen que ver con la protagonista y a los que, sin embargo, la película se cuida de no juzgar ni de etiquetar como burgueses (lo “burgués” viene a ser otro candado frecuente del cine). Uno podría imaginar que la película dice algo así: ya sabemos qué cosa es el marxismo, qué tiene para comentar acerca de los hombres y de sus relaciones, también sabemos qué pasa con el trabajo y el servicio doméstico, que hay clases sociales que llevan vidas muy distintas; está bien, todo eso ya lo conocemos, ahora tratemos de ver qué hay en entremedio, qué se juega en el acto minúsculo de cambiar unos libros de lugar para terminar de limpiar una mesa, o qué tiene para revelarnos acerca de la protagonista un travelling que captura y subraya su particularísimo ritmo y forma de caminar. Está claro que la película entiende las diferencias económicas y materiales solo como una excusa para hablar de otras cosas. Así y todo, Moreno nos coloca en algunos espacios incómodos en los que el sentido simula precipitarse rápidamente hacia lo ya conocido: la empleadora le ofrece a Ramona ropa vieja pero en perfecto estado que ya no usa, entonces ahí (podríamos sospechar nosotros) se debe estar cociendo algún gesto de superioridad social, alguna batalla secreta que late debajo de la cortesía y aparente solidaridad de la chica. Pero no, esa escena (hay otras) es solo una trampa con la que Réimon nos deja solos y frente a frente con nuestros prejuicios: en el ofrecimiento de las prendas no hay a la vista ningún paternalismo, ningún intento de enseñorearse del otro, solo una posible transacción de bienes que, podría pensarse, hasta subvierte los modos del capitalismo, ya que esa ropa se regala y sale automáticamente del círculo mercantil y deja de tener un valor de cambio. Otra de las trampas que hay que sortear con cuidado (si no quiere caerse en el agujero de sentido que viene reproduciendo desde siempre el cine mal llamado político) es, claro, la que se activa en las escenas en las que se lee El capital. El reflejo de cualquier espectador podría ser el siguiente: indignación, lisa y llana, respecto de estos personajes que parecen dedicarse en cuerpo y alma a desentrañar lo dicho en el libro de Marx pero que después ejecutan el peor de los actos allí denunciados: la reducción a la servidumbre de una persona libre en una sociedad de mercado. Pero muchas veces el cine nos pide que reeduquemos la percepción, que controlemos mejor los reflejos adquiridos por obra de tantas películas falsamente críticas. Durante esos momentos de lectura, lo que se escenifica no es la contradicción de clase sino, justamente, algo mucho más literal y simple como el acto mismo de leer un texto (en este caso, filosófico) en voz alta; lectura que se realiza con mucha delicadeza y claridad, al punto de que las palabras de Marx parecieran opacarse y convertirse solo en la reverberación de uno sonido y una dicción, pura materialidad que poco y nada entiende sobre teoría política. Que esas escenas no deben ser leídas en la forma acostumbrada lo pone de manifiesto la segunda parte, cuando un amigo de la pareja lee de frente a la cámara y el color predominante del plano es el rojo, como si ese exceso funcionara como nota cómica acerca del sentido político que suele adosársele al rojo y, también, como guiño un poco burlón a La chinoise. Comprender en forma lineal esas escenas sería un error, parecen señalarnos la fotografía, el encuadre e incluso la mirada seria a cámara del lector una vez terminado el pasaje; en cambio, deberíamos dirigir nuestra atención a otras partes de la película, por ejemplo, tendríamos que ver qué ocurre con el cuerpo de los actores durante la lectura, o cómo es que se escuchan las palabras (y las frases, y los párrafos) una vez que su textura es puesta en relieve por la voz pausada, rítmica y extremadamente nítida de los intérpretes. Estas son apenas algunas cosas que pueden decirse de Réimon. Pareciera que la película misma anuncia su propio ancho discursivo: una vez que podemos corrernos de la anécdota principal (la diferencia de clases, la explotación) es difícil calcular qué tantos pliegues de lo filmado pueden abrírsenos con solo dirigir la atención a los planos que componen la película, o con solo seguir el caminar lento y seguro, casi bamboleante de Ramona.
La mujer sin cabeza Casi todas las críticas de La Patota hablan del plano secuencia inicial, ese que muestra a Paulina y a su padre discutiendo. Pero casi ninguna menciona una escena brevísima que resulta tanto o más importante que esa discusión un poco ruidosa: la de Paulina yendo al carnaval con su novio y una pareja amiga. Allí hay un plano fugaz que, de alguna forma, pareciera anticipar todo lo que está por venir: mientras que Alberto (el novio) se mezcla con la gente y encuentra sin mayores complicaciones su lugar en las gradas, Paulina mira para los costados con una sonrisa desencajada; su expresión es la de alguien irremediablemente perdido, confundido, que no alcanza a comprender lo que pasa a su alrededor. Esa mirada extraviada será el gesto más reconocible del personaje, acaso su único gesto auténtico, frente a sus inflamados discursos progresistas de chica que fue a la facultad o a su impostura de maestra escolar. Paulina está partida en dos, y la película replica esa condición a través de distintos recursos: la Paulina polémica y comprometida se expresa a través de la palabra, mientras que la otra, la que trata de acercarse a un universo desconocido, opta por el silencio y habla (o balbucea) mayormente con el cuerpo. La primera es apenas una fachada, una máscara que la segunda se coloca para justificar su curiosa incursión en un pueblito carenciado de Misiones. El personaje pareciera sumergirse en ese mundo y abrirse completamente a él, esperando conseguir tal vez alguna clase de entendimiento. Paulina intuye que la realidad es algo demasiado espeso como para poder apresarlo mediante la razón, entonces toma partido por una estrategia mucho más visceral: hay que meterse de lleno en ese espacio marginal habitado por seres condenados. En ese zambullirse no parece haber ninguna clase de conciencia social operando de fondo: la Paulina que discute con su papá, que argumenta segura, que chicanea, no es la misma que recorre las calles de tierra mirado con fruición a su alrededor, vacía de toda certidumbre. En el fondo, La patota no es otra cosa que el relato de alguien que camina y mira, que trata de aprehender el funcionamiento secreto de un espacio nuevo. Es por lo menos sorprendente que la mayoría de las críticas hagan una lectura temática de la película, como si lo único que hubiera para comentar fuera la violación y posterior reacción de la protagonista. La película podrá ser cualquier cosa menos una película de tema: justamente, a diferencia de ese cine, La patota no ofrece certezas, no cartografía el mundo, al contrario, lo que plantea es que lo real puede llegar a ser demasiado ambiguo y huidizo como para reducirlo a una o dos explicaciones racionales. En ese sentido, no podría ser más distinta a la película anterior de Santiago Mitre: El estudiante contaba la historia de un extranjero que arribaba a un mundo nuevo, el de la política universitaria, para descubrir sus reglas, interiorizarlas y finalmente utilizarlas en su provecho. La patota, en cambio, muestra a una chica desfasada, que no logra dar con la cifra de ese pueblo (el punto intermedio entre las dos es, claro, Los posibles, donde Mitre parece haberse iniciado en un cine de observación que se acerca y rodea a su objeto sin forzarlo). La película muestra una escena previa a la violación que, si bien Paulina no presencia, no hace más que reafirmar su desfase sugiriendo que el ataque es un hecho aleatorio, tanto un descargo de bronca y de celos como una acción que surge espontáneamente y que se dispara, en realidad, por una equivocación. No hay ninguna justificación ahí, ninguna conmiseración, ningún juicio, solo una secuencia de decisiones que se precipita demasiado rápido como para que los responsables evalúen sus actos; al igual que su protagonista, la película tampoco presume ningún saber sobre los habitantes del lugar, no los encasilla ni disecciona, no les cuelga etiquetas. La rebelión de Paulina respecto de su papá y su carrera de abogada tiene un motivo obvio: la justicia es un marco que viene a encuadrar el mundo, a explicarlo y a regular sus funcionamientos. Paulina necesita sumergirse en ese universo sin la red que le proporciona lo legal, por eso no quiere hacer la denuncia: en la violencia padecida se juega algo íntimo de ese lugar, un signo profundo que debe procesarse internamente, sin la intervención de la justicia. Después de tanta incomprensión y ambigüedad, para la lógica de la protagonista la violación y el posterior embarazo son como una suerte de respuesta: ese entorno pareciera, finalmente, comunicarse con ella, abrirle sus puertas y empujarla dentro de sí, marcarla; como si la violación fuera lo más parecido a una verdadera experiencia de esa tierra que el personaje pudiera llegar a adquirir. La patota demuestra una sensibilidad notable para narrar el trayecto sinuoso de Paulina. La película imita a su vez la actitud de su protagonista: no juzga, no trata de explicar al personaje y sus acciones a partir de la psicología. En esto, La patota es un cine esencialmente moderno, que privilegia la exploración por sobre cualquier seguridad narrativa y que no trata de agotar el misterio de su relato. El enojo de muchos críticos y del público respecto de la reacción inesperada e inexplicable de Paulina seguramente esté relacionado con esa modernidad que se niega a dar respuestas, que no quiere contar una historia “verosímil” ni hacer nada parecido a una película “de tema”. Esos reclamos pueden sonar un poco reaccionarios, como si al cine no le estuviera permitido jugar con la indefinición, como si siempre hubiera que dar cuenta detalladamente de ciertas dimensiones narrativas, sociales, éticas; como si las películas no sirvieran para otra cosa que para discutir sobre temas en la oficina al día siguiente. Pero es en esa reticencia y en esa ambigüedad que radica la fuerza de La patota, en su capacidad para seguir a su protagonista desde lejos, siempre colocando un signo de pregunta entre ella y la cámara. Así las cosas, la película exhibe un pulso bastante torpe para los diálogos y los conflictos, sobre todo en aquellos que se dan entre Paulina y el padre (Oscar Martínez, en una actuación enorme). Cuando la película pone palabras en la boca de Dolores Fonzi estas suenan pobres, rudimentarias, como meros instrumentos para levantar alguna clase de debate, un choque de posturas (generacionales, políticas, sociales). Son los momentos concesivos de la película, un salvavidas narrativo que el guion le arroja a un público posiblemente desorientado. La discusión final, en la que se vociferan consignas huecas y frases hechas (“cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, busca culpables”), resume esa dificultad. Durante esas escenas, en las que los actores ponen el cuerpo lo mejor que pueden, la solidaridad del espectador está con el personaje de Oscar Martínez, que habla con claridad y cordura: nos parecemos un poco a él, demandamos a Paulina una respuesta, una justificación racional de sus decisiones. Ella, con su retórica encendida y pendenciera, de clase de CBC, no trata de explicar sus actos sino de disimular una especie de ánimo, de disposición bastante más difícil de nombrar. En el fondo, Paulina sigue siendo aquella chica perdida del carnaval, que está sola aunque la acompañe el novio, que nada tiene que ver con todo y con todos los que se reúnen allí, pero que igual trata de mezclarse.
Después de la excepcional Hacerme feriante, el predio de La Salada ya cuenta con una segunda película, ahora de ficción. Sin embargo, esta vez el espacio de la feria no es el centro al que se dirige la mirada en busca de un universo desconocido, sino un fondo en el que se encuentran dispuestas previsiblemente la marginalidad y unas condiciones de vida precarias sobre las que van a imprimirse varios relatos: el de un padre coreano encargado de dos locales y de su hija que está a punto de casarse; el de un joven taiwanés desarraigado que sobrevive copiando películas que después vende en su puesto; el de un tío y un sobrino bolivianos que llegan a Buenos Aires buscando trabajo y son empleados por un paisano en un restaurante coreano. Como en toda película coral, las historias crecen una al margen de la otra hasta que se conectan a través de sus personajes. El debut de Juan Martín Hsu es sólido: la puesta en escena es económica pero consistente, el director no utiliza ni un solo plano de más, y el encuadre, casi siempre calculadísimo, alcanza a dar cuenta de una enorme cantidad de movimiento e intercambios en su interior. El problema de La Salada no es tanto formal como del orden de los temas: en sus momentos menos lucidos, la película parece una versión mejorada y más pudorosa de Babel, como si el retrato de la pobreza, cuando entra en contacto con las humillaciones y frustraciones que padecen los protagonistas, dieran como resultado algo muy parecido a ese cine de corte internacional que explota la miseria y que la filmografía de Iñarritu resume a la perfección. La opera prima de Hsu se acerca demasiado a esa fórmula y en más de una ocasión cae bajo su peso. De a ratos, el guion parece dedicado casi exclusivamente a sumir en la alienación a los protagonistas sin dejarles el más mínimo resquicio para hallar alguna clase de tranquilidad, ya no digamos de felicidad. Se dice que las películas nacen todas iguales, pero también es cierto que una vez liberadas en el mundo se vinculan entre sí: que La Salada se revele como un objeto tan diseñado, que parezca tan pegado a una moda del cine como la de ese nuevo pobrismo internacionalista que mencionábamos, es en buena parte obra del trabajo de otra película anterior como Hacerme feriante, que se sumergía de lleno en el espacio caótico de la feria sin un plan previo y que, por eso mismo, descubría un mundo nuevo y fascinante. La cuestión, entonces, es que la película de Hsu viene a surcar un terreno que ya había sido en parte descubierto y cartografiado por un explorador mejor pertrechado.
El bombero rescatista Ray Gaynes entra a una mansión. Fue a ver a su hija para explicarle que no van a poder pasar el fin de semana juntos acampando porque hubo un terremoto y lo llamaron a servir en la zona del desastre. La hija está al tanto de todo, no necesita que le explique nada; cuando entran a la casa, Ray ve a su ex mujer (aunque no están divorciados todavía) con su nueva pareja, un ingeniero multimillonario que la abraza y, delante de nuestro héroe, le propone mudarse con su hija a su casa. El plano siguiente muestra a Ray lidiando de la peor manera con la noticia y, de fondo, un televisor con imágenes de escombros y derrumbes; el verdadero terremoto no está ocurriendo ahí, en esa pantalla, parece sugerirnos la película, sino en la del cine, al interior de la mole que tenemos frente a nuestros ojos: la inmensidad de Dwayne Johnson se estremece discretamente, disimulando en realidad un temblor de grandes proporciones. Se trata, ni más ni menos, que de uno de los mejores ejemplos de eso que a veces se llama un poco gratuitamente actuación “física”: actuar “con el cuerpo” (con qué actuar, si no) no es correr de acá para allá, a los gritos, exagerando las torsiones, recibiendo golpes o exhibiendo alguna clase de gasto corporal, no, es eso otro, aprovechar el cuerpo del actor, hacerle decir algo que otro actor no podría, ponerlo a jugar con su entorno. El director Brad Peyton, uno de esos artesanos competentes que acumulan trabajos ignotos en su currículum, ya había trabajado con The Rock en Viaje 2: La isla misteriosa, y quizás haya sido ahí, en esa película hecha a las apuradas para cumplir con las obligaciones de un género extinto (el de aventuras -pueden leer algo al respecto acá), donde Peyton seguramente haya aprendido a filmar a Dwayne Johnson y a medir su verdadero espectro interpretativo. En otro momento de Terremoto: La falla de San Andrés, Ray y su mujer hablan por primera vez de la muerte de una de sus hijas, tragedia y posterior silencio que los distanció uno del otro: El director obtiene de su protagonista la actuación más corporal posible pero, de nuevo, sin necesidad de sobreactuaciones ni excesos, solo poniéndole la cámara cerca y observando con cuidado como las distintas partes de esa montaña muscular se conmocionan alternadamente mientras el personaje recuerda el hecho; primero la cara, después los ojos, en algún momento también los brazos buscan apoyo, los hombros caen lentamente y cambian la postura; son todos signos que expresan el dolor hondo de un padre y excelso rescatista que trabaja de salvar vidas pero que no pudo evitar perder la de su propia hija. Los ojos de The Rock se llenan de alguna clase de líquido que no termina de conformar lágrimas (de nuevo: otro terremoto, este bastante más terrible), y Peyton remata la escena con un detalle que confirma nuestras sospechas sobre su capacidad para explotar al máximo la fisicidad de sus actores: la mujer, Carla Gugino, ya reconciliada con su esposo, le pone su mano chiquita sobre la nuca; la mano se pierde enseguida en esa suerte de paisaje que dibuja la silueta de The Rock y el director consigue generar emoción sin abuso de recursos, solo aprovechando sus materiales más primarios. La línea silenciosa (y no tanto) que recorre la película es, al igual que en el resto del cine catástrofe moderno, la del reencuentro familiar: el terremoto es tanto una desgracia como la condición necesaria para la reunión, casi un regalo del cielo que cae a los pies de Ray, el rescatista que ahora tiene una segunda oportunidad para salvar a su familia de derrumbes, incendios e inundaciones. A esta altura parece obvio que la familia es el tema profundo de casi todas las películas de The Rock: en Viaje 2 y Hada por accidente, por ejemplo, el tipo hace a un padrastro que debe ganarse esforzadamente el afecto de los hijos de otros. Habiendo triunfado y pasado a formar parte de esos núcleos familiares, el cine, a la manera de una continuación, lo pone a prueba duramente cuando le encomienda la tarea de defender a los suyos, protegerlos de cuántos males se abalanzan sobre ellos, como en El infiltrado o, ahora, Terremoto. No recuerdo otro actor de películas de acción y aventuras que volviera siempre al mismo tema: la familia, ya sea la ausencia de ella o la amenaza de su resquebrajamiento, vuelve insistentemente en la filmografía de Dwayne Johnson. A la par de ese drama intimista, Peyton despliega un dispositivo de destrucción masiva bien calibrado que demuestra que el cine, sobre todo el actual, puede reproducir como ningún otro medio la verdadera escala de una catástrofe: los edificios tiemblan, la tierra se abre, cuadras enteras se sacuden; en las alturas el fuego lo consumo todo, mientras que en las zonas más bajas el agua se abre paso a lo largo de toda la ciudad. El director cumple a rajatabla y con un poco de autoconsciencia las demandas del género: hay varios salvatajes de último minuto y el héroe realiza proezas que rayan en lo inhumano, en sintonía con el cuerpo hiperbólico del protagonista (como esa carrera frenética que botes, lanchas y barcos emprenden contra un tsunami, por lejos una de las escenas más recordables del año). Por ejemplo, el género exige una variabilidad étnica notoria, pero como Terremoto transcurre en una porción geográfica relativamente pequeña, Peyton resuelve el problema rodeando al sismólogo de personajes provenientes de distintas nacionalidades. Cuando su colaborador japonés muere al principio, un estudiante ruso lo releva en sus deberes de sidekick exótico, y enseguida llega para entrevistarlo una periodista latina: a eso súmenle los hermanos británicos que viajan con la hija de Ray y listo, la dosis étnica mínima está completa sin demasiado gasto narrativo. El resto del tiempo, la película asume el género con alegría sin tratar de aggiornarlo o de reírse de sus convenciones: el director recorre todos los lugares comunes del cine catástrofe y los ejecuta hábilmente, logrando mantener el interés incluso cuando ya se sabe de antemano el destino que les espera a sus protagonistas.
El ardor Mad Max: Furia en el camino es un canto a un mundo en descomposición que se consume velozmente, y en donde el hombre parece haberlo olvidado todo y haber regresado a un estadio primitivo regido por el culto, la guerra y la escasez. Los habitantes de ese páramo se mueven rápido, con el apuro del que sabe que todo está por terminarse, como lo hacen esos jóvenes enloquecidos y pintados de blanco, half lifes, que salen a guerrear con la esperanza de morir honorablemente en la batalla y conseguir así un lugar en Valhalla, antes de que los tumores que pueblan visiblemente sus cuerpos terminen por devorarlos desde adentro. La Ciudadela, asentamiento que pareciera condensar pobremente los restos de una civilización lejana, se rige por una economía líquida: Immortan Joe puede ser adorado como un dios gracias a sus reservas de agua, leche materna, algo llamado agua-cola y combustible; todo lo relacionado con esos bienes moviliza a la población entera, ya sea en procesión para escuchar la palabra de Immortan y recibir un poco de agua, o cuando se prepara una excursión hacia el exterior para abastecerse de gasolina. Esa vida precaria, exigua, condenada irremediablemente a la extinción es, curiosamente, la materia prima de una película generosa y desbordante de vitalidad. George Miller rechaza cualquier tipo de servidumbre narrativa y hace algo muy parecido a un poema en el que cada elemento vale por sí mismo y por la relación que mantiene con los otros, sin ceñirse a las exigencias del relato. La primera media hora deja en claro las intenciones del director: el pasado y presente del protagonista se definen en apenas un par de líneas (“mi mundo está hecho de sangre y fuego”), también el del planeta y su visible devastación (“escaramuzas termonucleares”), y ni bien empieza la película el héroe es secuestrado por unas bestias motorizadas que lo cuelgan de un gancho y se sirven de él como un gran depósito de sangre (blood bag) con la que se prolonga brevemente la vida de los soldados blanquecinos (de paso: Miller tampoco pierde tiempo en tratar de sostener la iconografía del western que fijó la identidad de la serie en la primera película; acá no hay ninguno de los guiños, los homenajes o las evocaciones correctas y previsibles tan en uso al cine de otras épocas, hay únicamente cine). Poco después, el funcionamiento de la Citadela, con sus líderes contrahechos, sus enormes mujeres ordeñadas y su pueblo harapiento, es resumido en apenas unos pocos planos con diálogos erráticos. Acto seguido, una caravana bendecida por Immortan deja lugar y comienza un segmento que podríamos llamar musical: una persecución va ganando en tamaño, velocidad y fiereza hasta que los elementos (armas, vehículos, hombres) parecen ser manipulados rítmicamente. En esa primera secuencia, por lejos lo mejor que se haya podido ver durante el año, el cine pareciera adoptar la forma de una orquesta que sigue una partitura en un in crescendo vertiginoso: las colisiones, las explosiones, las muertes, las acrobacias, las maniobras, todo se sucede cada vez más rápido imprimiéndole a las imágenes un carácter notablemente abstracto: lo que estamos viendo guarda menos relación con un relato distópico que con los distintos movimientos de una sinfonía. Miller, perfectamente consciente de esto, pone un singular énfasis en el trabajo con la banda sonora: el ruido de los motores nunca fue tan decisivo en una película, y la música va abandonando la percusión (recurso sine qua non con el que el cine puntúa las persecuciones) para dejarle cada vez más espacio a una banda sonora gigantesca, wagneriana, que retrata con justeza la magnitud del espectáculo de destrucción que la película despliega coreográficamente frente a nuestros ojos. Basta ver unos pocos minutos de Mad Max para percatarse de que se trata de una película increíblemente generosa, que no escatima en gastos (de planos, de acciones, de efectos) con tal de conmover a su espectador. Es como si Miller desconfiara de cualquier clase de cálculo y, en cambio, tomara partido siempre por el desborde. El director, creador de una trilogía que vista hoy encanta sobre todo por lo artesanal de su factura, sabe que esta nueva entrega será una película hija de su tiempo, es decir, un producto que apele tanto al registro como a la creación digital. Ya que mucho cine, debido al estatuto híbrido de lo digital, no puede recomponer como antes la fisicidad de sus historias, Miller opta por una solución arriesgada: aprovechando al máximo la técnica digital, filma una película que interpela directamente al cuerpo (del espectador) antes que al entendimiento; no es raro que uno se revuelva en la butaca, o que se sujete de los costados: son los músculos tensionados que reaccionan físicamente a lo que se ve en la pantalla. No es casual, entonces, que el relato, ese tipo de construcción más o menos lógica, más o menos racional, carezca de importancia en Mad Max: lo que podría llamarse narración acá toma la forma de un viaje frenético del punto A al B y de vuelta al A que, para colmo, se realiza por el mismo camino. Lo más parecido a una transformación que pueden atravesar los personajes es el pasaje entre estados opuestos: de vivos a muertos, de presos a libres, de enteros a mutilados, de solos a estar en grupo (solo un personaje cambia verdaderamente en términos narrativos, y resulta el menos interesante de todos; la sociedad que mantienen el protagonista y Furiosa con sus parturientas prófugas, por otra parte, obedece solo a una feliz coincidencia de intereses y no a una afinidad de otra clase). Además no puede decirse que exista nada parecido a un orden psicológico: lo único que sabemos de las criaturas de Miller es lo que nos informan sus posturas, sus gestos, la manera de defenderse y, también, aunque no sea mucho, sus diálogos escuetos, que la mayor parte de las veces remiten a cuestiones puramente geográficas o incluso de inventario, como si toda la travesía se redujera solo a unos pocos interrogantes primarios: ¿A dónde vamos? ¿Tenemos las armas suficientes para sobrevivir durante el viaje? Para los actores no debe ser fácil entrar en ese universo donde la palabra vale tan poco y la gestualidad lo dice todo. Miller lleva esta premisa más lejos haciendo que los intérpretes griten o emitan sonidos, como si despojarlos del lenguaje articulado no fuera suficiente y además hubiera que forzarlos a romperlo. La lengua es una especie de lujo innecesario en ese mundo derruido pero inusualmente veloz, donde todo parece arder y consumirse espléndidamente.