Ridley Scott nunca se caracterizó por ser un director sutil o demasiado elegante, por eso su encuentro con el cine épico (un cine en general poco sofisticado, más preocupado por el tamaño que por la terminación de los materiales empleados), desde 1492: La conquista del paraíso, sería uno fortuito y duradero. Varios años después seguiría con Gladiador y más tarde con Cruzada y Robin Hood hasta llegar a Éxodo: Dioses y reyes. Pero tratemos de explicar brevemente a qué nos referimos cuando hablamos de épica: no se trata de la forma narrativa descrita, entre otros, por Aristóteles, ni de un género en sí mismo (las películas mencionadas, de hecho, pertenecen a géneros distintos), y tampoco es solo de una cuestión de tamaño (aunque el tamaño importe) sino, sobre todo, de un cambio de escala, de un giro que se produce en la forma de mirar antes que en aquello que se observa. El cine de Scott previo a 1492, en películas como Lluvia negra o Alien, exhibió siempre un formato de pantalla anchísimo que no terminaba de encajar del todo con esas historias, pero que años después resultó fundamental para retratar, por ejemplo, el viaje de Colón y el espíritu de conquista y descubrimiento de la expedición. Por eso es que 1492 o Gladiador representaron un quiebre en su filmografía, porque los mundos de esas películas, con sus cantidades gigantescas de hombres, paisajes y acción, pedían un formato bien largo, acorde a la vastedad del relato. De ahí en más, Scott, un director seguro de su lugar de artesano que rara vez intenta dejar una huella reconocible en lo que hace, volvería una y otra vez a historias que le permitieran desplegar ese dispositivo cinematográfico tamaño XL hasta volverse una suerte de especialista; es que lo épico en cine reclama, además de la comprensión acerca de la escala, un estilo más o menos neutro, invisible, sin signos demasiado evidentes, lo que explicaría en parte el fracaso de Noé, en la que Darren Aronofsky, veleidoso como de costumbre, es incapaz de borrarse a sí mismo de las imágenes y la trama. Scott actualiza el relato bíblico desde su ya conocido interés por el realismo: los asesinatos son brutales, a veces en masa y hasta pueden ser perpetrados contra niños; las plagas dejan secuelas irreparables en la sociedad egipcia; las aguas del Mar Rojo, lejos de abrirse en forma espectacular, simplemente bajan hasta que el pueblo hebreo puede cruzar. Incluso Dios, después de una aparición más bien rutinaria de la zarza en llamas, es representado de la manera más despojada posible cuando toma el cuerpo de un niño, el que le habla a Moisés y al que solo puede ver el protagonista. El realismo no impide, sin embargo, que el director aproveche majestuosamente el digital para engrandecer batallas, escenas de exteriores e incluso los diálogos más bien intimistas del palacio de Seti, en los que se nota enseguida la opulencia y el lujo que ninguna otra película sobre el tema había conseguido plasmar así antes, y que logran un retrato del imperio egipcio incluso más ajustado a la verdad histórica: la trama sigue a una casta gobernante en decadenca que gusta de los excesos y placeres suntuosos pero que, consciente del derroche que estos implican, realiza un seguimiento obsesivo de gastos en las provincias y casas de mandatarios corruptos y subalternos que malgastan impuestos para vivir con la misma ostentación de riqueza que sus superiores. Éxodo tiene sus altibajos, sobre todo narrativos, propios de cualquier película de proporciones semejantes: los diálogos muchas veces son torpes y reiterativos, y la trama vuelve una y otra vez a los mismos motivos como si temiera que el público se pierda en la inmensidad de la película (la identidad, el origen; la identidad, el origen, etc.). Sin embargo, Scott tiene la oportunidad poco común de corregir y mejorar sensiblemente lo hecho en otra película suya, Gladiador, de la que Éxodo toma no solo la figura del héroe caído y despojado de todo sino también el triángulo de intrigas y celos compuesto por un rey sabio a punto de morir, un hijo ambicioso incapacitado para sucederlo en el trono, y un hermano adoptado que cuenta con las aptitudes necesarias de las que carece el hijo, y que consecuentemente se transforma en un peligro a exterminar. Así, a los tumbos entre escenas logradas que pierden algo de efectividad por obra de un guion machacón y reiterativo, la película se las arregla para maniobrar la solemnidad del relato bíblico con una impronta realista que parece ser la única marca más o menos visible del director. Por lo menos hasta que llegan las plagas, y la película, olvidada por un rato de la trama, da rienda suelta a la reconstrucción de los daños y la locura que producen tanto en las calles como en el palacio real. En ese momento parece que Éxodo se tomara una pausa para regodearse detenidamente en el espectáculo de destrucción y muerte que asolan Egipto por obra de un Dios cruel y vengativo; se nota que la idea fascina al director, y que ahora, suspendido el avance de la historia, deja que la imagen se adueñe por completo de la película, como cuando un mar infestado de cocodrilos, que en su frenesí devorador hasta se comen unos a otros, se tiñe entero de sangre.
Si Castanha se siente tan real, tan tangible y cercana, eso es en parte porque la película es un retrato ficcional del verdadero João Pedro Castanha, artista y crossdresser, pero también porque el director Davi Pretto parece hacer todo bien: su cámara sigue al protagonista durante su vida cotidiana (una vida que, intuimos, no debe ser tan distinta de la del Castanha por fuera del cine) y evita todos los escollos con los que suele chocar un relato sobre la marginalidad. Acá no hay regodeo en la miseria ni ninguna clase de subrayado: el día a día de Castanha y su madre en un barrio pobre de Porto Alegre es mostrado con una voluntad de comprensión que barre enseguida con cualquier comentario social; para Pretto lo que cuenta es la observación de las condiciones de existencia material de sus personajes: cómo es que se levantan (o se acuestan muy temprano), se cansan, discuten fuertemente con sus vecinos, viajan y vuelven del trabajo (casi siempre de noche y atravesando callejuelas desoladas). La película adquiere su propia textura directamente de los espacios y criaturas que filma, siempre buscando la imagen justa que no sirva para explotar la pobreza, que trabaje en un sentido distinto.Que trabaje, claro, porque la película trata, en buena medida, de las distintas formas del trabajo físico: de los esfuerzos de la madre para ir a visitar a su ex esposo al geriátrico o para llevarle comida a su nieto que vive en la calle; de las múltiples caras que asume Castanha en sus distintos espacios laborales: travestido en un pub gay, hombre cincuentón de cara lavada en una obra cómica o haciendo de extra en una filmación; de qué tan implicado está el cuerpo en el proceso de ganar dinero: la figura del protagonista, derrumbada en un asiento de su camarín, parece agotado por la edad y una vida nocturna que hacen sentir su desgaste en su estado de salud cada vez más precario. Por su parte, el mismo Castanha resulta fascinante porque carece de los tics más comunes que suelen adosársele a los personajes gay, en especial a esos que se ubican en los bordes de la indigencia: el tipo es egoísta, nada solidario, y el asco con el que se refiere a su sobrino (un chico perdido por la droga que acosa incansablemente al protagonista y a su madre) cuando dice que le gustaría matarlo para que deje de molestarlos, habla de un personaje algo deleznable que, sin embargo, resulta increíblemente humano y vivo. En especial cuando la película lo filma durante el show en el bar, casi como si fuera un documental, con la cámara ubicada lejos suyo y casi siempre mezclada con el público: ahí, Castanha, vestido grotescamente de mujer, con gestos exagerados y un humor picaresco nada sofisticado, olvidado por un momento de sus dolores y penas diarias, se nos presenta como uno de los personajes fundamentales de este Bafici. Publicado en Cinemarama el 11 de abril de 2014
En un momento de ¿Solo amigos? se dice que hay que salir del cinismo que se burla cómodamente del amor, y se sugiere que los que adoptan esa pose no son más que seres maltrechos por algún romance pasado y movidos por el resentimiento antes que por alguna clase de lucidez que al resto se le escaparía. El argumento parece una defensa algo corporativa de la comedia romántica, pero si se ojean las críticas sobre la película, la defensa termina sonando más que justa. Pasan los años, las décadas, y la crítica sigue teniendo problemas con el género; es cierto que ahora la acepta más que antes, pero todavía le resulta un objeto difícil de pensar, al que se le reprocha la repetición de fórmulas y propuestas (o sea, se le cuestiona su carácter un género) mientras que a otros igualmente populares, como el terror o el cine de acción, parece disculpárselo con mucha más facilidad. A ¿Solo amigos? se la acusa, por ejemplo, de reproducir los lugares comunes de la comedia romántica sin introducir ninguna novedad, y los textos, en parte conscientes de la debilidad del postulado, tratan de zanjar la cuestión señalando supuestos problemas difíciles de verificar o directamente inhallables, como que Daniel Radcliffe aparece inexpresivo, o que la pareja que forma con Zoe Kazan no funciona (a su vez, sorprende que una buena parte de los críticos locales haya defendido ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, que sí tenía una pareja imposible y que, salvo por la presencia luminosa de Keira Knightley, no pasaba de una lectura del género mal ejecutada que trataba de legitimarse declamando con gravedad acerca de la música y la industria discográfica). Se equivocan. Radcliffe no solo se muestra lo suficientemente preparado como para romper con el personaje de Harry Potter al que estuvo confinado durante años (durante toda su carrera, casi), sino que también se adapta perfectamente a estas nuevas coordenadas urbanas y más naturalistas: con su acento inglés subrayado, siempre nervioso y atolondrado, hablando tan rápido que apenas se le entiende, compone sin problemas a un neurótico que, más que a un estereotipo del género, parece remitir a la estirpe de criaturas mortificadas de Woody Allen. La velocidad de los diálogos es notable, y los intercambios fugaces, rapidísimos que mantiene Radcliffe con sus compañeros, en especial con Adam Driver y Kazan, develan la eficacia del guión y la mano del director Michael Dowse para la dirección de actores: en sus mejores partes, ¿Solo amigos? parece una screwball comedy hecha con adolescentes tardíos, inteligentes e hipersensibles obligados a habitar un mundo adulto al que no pertenecen plenamente. Ese efecto curioso se debe a que la película, en vez de reenviar al universo de la comedia romántica tradicional, prueba suerte apropiándose de la estética del cine indie norteamericano, en especial de sus comedias un poco dislocadas con jóvenes torpes y familias disfuncionales, siempre puntuadas por un tono entre ridículo y cursi y, a veces, también un poco freak (¡el sandwich!). Ese aire entre inocente y levemente trágico, que toma el humor como espacio de resistencia desde el cual apechugarse para hacer frente a una sociedad hostil, aparece en la película de Dowse conjugado con uno de los motivos más simpáticos del cine indie: el humor negro, que poco tiene que ver con la comedia romántica ortodoxa y que incluye, entre otros, chistes sobre cuadriplegia, enfermedades terminales y deformidades (así, también se nota la huella de la obra de los hermanos Farrely, otrora responsables de renovar los aires viciados de la comedia mainstream con un huracán de incorrección política). La película se contenta (y no hay nada de malo en eso) con jugar con las convenciones más comunes y esperadas, a veces con más éxito que otras: el último tramo, donde la relación parece terminarse definitivamente, tiene menos brillo que el resto, como si a Dowse y su equipo les costara inclinarse por el drama después de toda una película de humor y desparpajo. El encanto y la gracia naturales de Zoey Kazan (que trabajó en muchísimas películas haciendo papeles secundarios) parecen difíciles de balancear, pero el guión nutre al ex mago niño Radcliffe con una buena ración de frases envenenadas y de tics con los que emparda enseguida el duelo interpretativo. La diferencia entre las armas de los dos se percibe rápido en la manera en que la película contextualiza la vida de cada uno: Kazan necesita ser mostrada en su casa junto a su novio y su vida deslucida, hay que verla allí incómoda pero queriendo ser feliz, mientras que el pasado lastimoso de Radcliffe, una criatura construida más desde el guión y los diálogos que desde las imágenes, es resumido en apenas una línea introductoria, en la primera escena, cuando Allan presenta a los dos protagonistas; ese recurso deja ver, ya desde el vamos, la velocidad casi lumínica a la que se mueve el guión. De paso, hay que aclarar que si bien el guión respeta los códigos de la comedia romántica, también se saltea e incluso se ríe de varios de ellos: por ejemplo, de la carrera del protagonista, preferentemente al aeropuerto y que puede incluir también un viaje de último minuto, que acá aparece desmontada en apenas un par de planos con un remate a lo slapstick que funciona como comentario sobre algunas de los hábitos más anquilosados del género. En cambio, en la reunión final, los personajes están juntos, uno al lado del otro, no tienen que correr ni que viajar, les alcanza con solo pararse un poco más cerca del otro para encontrarse definitivamente. Así, con ese tándem de seres golpeados, incompletos y poco aptos para la supervivencia amorosa, ¿Solo amigos? ensaya una cruza poderosa que oxigena un poco el género al tiempo que sabe conservar sus mejores recursos.
Barroco es el relato de una caída, la de de Julio, un joven que comete errores hasta que la situación se torna insostenible. Julio, viviendo solo y sin gas, tiene la idea de hacer una fotonovela junto con su amigo Lucas sobre una falta del preciado servicio en una Buenos Aires de ciencia-ficción y casi posapocalíptica. El rodaje de la fotonovela, que recuerda a La jetée de Chris Marker pero en clave de comedia, se cuenta a la par de la rutina laboral del protagonista en la librería Gutiérrez, los ensayos del grupo de música clásica de su novia (que incluyen sus escarceos sentimentales con un profesor) y de sus frecuentes incursiones al departamento de Traslado (en realidad, Carolina), una suerte de amante discreta que goza de una curiosa fama entre los hombres de la historia. El tono levemente extrañado de la película, típico de la factoría FUC, se apoya en las actuaciones tanto como en la notable galería de personajes secundarios. Los diálogos y su particular ritmo le terminan de dar forma a un pequeño mundo que parece atravesado por una comicidad distante y casi marciana, que trata de interpelarnos a través de una risa y complicidad nuevas, diferente a las que que haya ensayado cualquier película anterior.
La libertad con la que El loro y el cisne diseñaba su puesta en escena juguetona, El escarabajo de oro la utiliza (la ganadora de la Competencia) para producir una historia que alterna entre los relatos de aventura y una especie de película casera de amigos. El dato de un tesoro oculto en la localidad de Leandro N. Alem en Misiones es la excusa para iniciar un viaje disparatado y, de paso, para hablar de la experiencia de hacer cine. El grupo protagónico integrado por Rafael Spregelburd, Mariano Llinás, Walter Jakob y Alejo Moguillansky, enterado de la existencia de dos mapas que juntos habrían de señalar la ubicación exacta del tesoro, debe cambiar el destino y el tema de la película en la que trabajan (una coproducción sueca, alemana y francesa acerca de una escritora feminista del siglo XIX que acaba suicidándose) para llevar el equipo al pueblo de Alem y utilizar el rodaje como pantalla de la búsqueda.Mientras tratan de engañar a los productores y convencerlos de cambiar el personaje de la escritora por el de Alem, el cuarteto conspira también contra Luciana y Agustina, las dos mujeres de la troupe que parecen tener sus propios planes. En el camino, las historias que relatan algunos personajes, lejanas y cargadas de toda la aventura de la que carece la falsa filmación, generan un curioso contraste del que salen enriquecidas las dos partes, como si una realzara la belleza escondida de la otra. Moguillansky se permite filmar tanto la infantilidad de sus protagonistas tanto como sus estrategias ridículas y sus momentos de solemnidad impostada (Spregelburd declamando a la orilla de un río acerca de las diferencias esenciales entre europeos y argentinos), y su película se expande con cada escena hasta los límites insospechados que un comienzo abarrotado de personajes, diálogos y movimiento incesante adentro del plano no parecía anunciar.
Con más voluntad que inteligencia, Drácula: La historia jamás contada se distancia de la caracterización habitual del personaje y el mundo de Bram Stoker y, en cambio, parece tomar como punto de partida el comienzo del Drácula de Coppola, cuando se narra el pasado del protagonista en clave estilizada y excesiva. La película del debutante Gary Shore cuenta la infancia del protagonista en manos de los turcos, su ascenso en el ejército del sultán y su regreso a Transilvania. El tema y el personaje resultan demasiado atractivos como para que las torpezas del guión hagan demasiada mella en el relato: a los tropezones, entre detalles inverosímiles y huecos narrativos, de alguna manera la historia avanza y se sostiene durante una hora y media. El gran problema es el carácter contradictorio de Vlad, al que se presenta como una bestia asesina y, al mismo tiempo, como un padre y esposo amoroso que además resulta ser un gobernante amable y generoso. El motivo del hombre y el monstruo, un poco a lo Jekyll y Hyde, no alcanza para explicar esa dualidad, más bien parece que Shore no cree que el público pueda interesarse por un guerrero despiadado y por eso hace que su Vlad alterne entre esa cara y la otra, la que lo muestra como el más puro de los héroes. Esa contradicción es suficiente para derribar la consistencia del relato, pero Luke Evans (mejora con cada película) consigue volver creíble a ese Drácula partido en dos. La trama familiar, que incluye una esposa frágil y una serie de dilemas éticos totalmente extemporáneos, pone trabas a la línea narrativa principal que cuenta cómo Vlad se convierte en vampiro para enfrentar a las tropas del sanguinario Mehmed, un malo ejemplar capaz de hacer marchar a sus soldados vendados hacia una muerte segura. El imperio turco y el sultán tiránico funcionan como una amenaza perfecta que el guión podría haber descrito con mayor detalle; pendencieros y detestables, congregados en torno a una interminable hilera de tiendas de campaña (como los persas de Jerjes en 300), los soldados turcos funcionan como una suerte de villano colectivo capaz de despertar tanto desprecio como fascinación. Los puntos altos de la película, entonces, son aquellos en los que Vlad, apodado sugerentemente “El empalador”, hace frente él solo a todo un destacamento turco o vence a casi la totalidad del ejército de Mehmed con una mortal nube de murciélagos. En esos momentos, Shore demuestra algo de habilidad para filmar el combate caótico y desordenado: la carga de Vlad contra cientos de soldados es resuelta con un montaje rápido que alcanza a transmitir la confusión y la violencia de la escena. Pasado el primer combate, la película entra en una meseta narrativa de la que ya no se logra salir. El relato conserva algo de la potencia visual del comienzo gracias al trabajo de la fotografía y de la (re)construcción de época: ambas producen un mundo áspero y brutal en el que sus habitantes llevan una existencia tan precaria como incierta. La película pierde la potencia cinematográfica de la primera parte y apuesta por los diálogos para explicar los motivos y los estados emocionales de sus personajes. Así, el relato se transforma en el mero planteo de un conflicto moral (¿Vlad debe condenarse para salvar a su pueblo y a su familia?) que se escenifica en forma pesada y sin mucha gracia.
No lo vimos venir, pero los signos estaban allí para el que fuera capaz de leerlos: De caravana, la opera prima de Rosendo Ruiz, cargaba con unas dosis de cine tan excesivas que iban a terminar obligando al director a replantearse por completo su segunda película. Tres D no se parece en nada a la anterior: el cine de Ruiz, a fuerza de tanto género, cultura popular y relato fuerte, pareciera haber hecho implosión y redirigido la mirada hacia sí mismo. O mejor, hacia el universo que dio a conocer al director y su primera película: los festivales de cine. Tres D transcurre durante la edición 2013 del FICIC, el festival de cine de Cosquín, y los protagonistas son un joven que trabaja para la organización haciendo entrevistas y una amiga que resulta ser una improvisada ayudante tanto como una compañera de aventuras. La cinefilia se mezcla con la mitología festivalera, y algunos de sus representantes más reconocibles como Gustavo Fontán, Nicolás Prividera y José Campusano responden preguntas y aparecen como maestros de ese raro oficio que es la creación de cine independiente. La película no teme cruzar la ficción con recursos del documental más tradicional, y en más de una ocasión se sirve de un desencuentro amoroso o de un gag para reencauzar la narración, como lo haría la más industrial de las comedias. Ruiz incluso consigue el prodigio de transformar a Campusano en humorista, y encima en uno bueno, como lo demuestra en el momento del casting, cuando el director entra en el plano desde un costado y revela que los gritos, puteadas y amenazas de muerte de Mica eran en realidad parte de un guión suyo. Si De caravana se presentaba como una película libre, esta lo es todavía más: a la par del guiño y la cita, Tres D suma una tensión romántica, un conflicto narrativo y hasta se permite espacios para reflexionar abiertamente sobre el cine, pero se trata de una reflexión viva, en caliente, hecha sobre la marcha y lejos de cualquier clase de especulación concienzuda: la película piensa con alegría y desparpajo, como si estuviese tratando de fundar algo así como una filosofía del pasarla bien. Evidentemente la lucidez y la gracia pueden tomar diferentes formas, y la filmografía de Rosendo Ruiz llega a ellas por un camino distinto cada vez.
La historia transcurre en los 80 durante un verano en Córdoba y tiene como protagonistas a dos hermanas: Lucía, la mayor, es irritable y se muestra poco sociable mientras estudia para entrar a la UBA; Elena, la menor, es caprichosa, malcriada, está enyesada por una lesión de jockey y mortifica a Lucía pidiéndole cualquier cosa como si fuera su esclava personal. Las fricciones que se generan en la casa mientras los padres se ausentan por un funeral van en aumento hasta que todo estalla y cada una toma un camino distinto: Lucía sale con una amiga de su hermana igualmente confundida y recorren la zona en auto sin un rumbo preciso. Elena, en cambio, aprovecha la visita del médico familiar (Guillermo Pfenning) para acompañarlo en su recorrido y escapar de la casa. La película de Inés Barrionuevo toma distancia del conflicto inicial y opta por darle el espacio suficiente a las hermanas para hacer un breve viaje de maduración y conocimiento, eso sí, siempre absteniéndose de señalar un camino correcto o un destino obligatorio. Fuera de ellas, los chicos y las chicas del barrio mantienen relaciones inciertas en las que hay más desafío y agresión que romance o verdadero descubrimiento; un beso robado, por ejemplo, se esgrime como un trofeo de guerra y como provocación. La directora se aleja sutilmente de ellos y les abre a Elena y Lucía las puertas de otras experiencias posibles, algunas felices, otras más amargas, pero todas tan imprevisibles como la perspectiva de ser adolescente durante un verano caluroso con mucho tiempo libre y nada para hacer.
El terror es cosa seria, y Daniel de la Vega lo entiende rápido: unos pocos planos de Necrofobia muestran a un director maduro y que se aleja para bien de la autoconciencia burlona de Hermanos de sangre. La historia comienza cuando Dante, un sastre que vive en un caserón tenebroso en el centro de la ciudad, debe asistir al funeral de su hermano gemelo. La oscuridad del protagonista, su tendencia al encierro y sus trastornos hacen que Beatriz, su esposa, temiendo que Dante sufra un fin similar al del hermano, lo deje. Entonces, abatido y devorado por los celos, Dante recibe un misterioso llamado de alguien que le informa que Beatriz está reunida en un hotel con otro hombre. De ahí en más, la película se dedica a contar el deterioro mental y físico del personaje, compuesto por un espeluznante Luís Machín, capaz de despertar piedad y miedo a la vez. El terror de de la Vega es ampuloso, excesivo, está hecho de angulaciones imposibles, planos brutalmente cercanos y una atmósfera irrespirable; el 3D realza y acentúa el abismo de locura que se abre en la pantalla. El espanto que construye Necrofobia se nutre sin culpas de una buena parte de la historia del horror y de zonas lindantes a él, desde el terror clásico, pasando por las producciones de la Hammer hasta recalar incluso en las espirales de demencia de David Lynch (sobre todo del de Carretera perdida). Los rubros técnicos exhiben una terminación notable (la película incluso cuenta con la presencia de Claudio Simonetti, ex lider de la legendaria Goblin, a cargo de la banda de sonido) que separa decididamente a Necrofobia de otras producciones nacionales que se quedan en el homenaje y en la parodia amable del género.
En Ricardo Bär se sigue al personaje del título, un tímido evangelista de Colonia Aurora, a lo largo de su preparación para ingresar con una beca a una institución religiosa de Buenos Aires. Pero la filmación de la película de Gerardo Naumann y Nele Wohlatz resulta accidentada y llena de dificultades: los habitantes de la localidad misionera desconfían de ellos, y una buena parte del film está dedicada a relatar, desde la voz en off de sus realizadores, los intentos de convencerlos para que los dejen filmar ahí. La película se presenta rápidamente como una construcción: las escenas no ocultan la manipulación de los cineastas; los entrevistados aceptan “actuar” de ellos mismos y parecen estar dirigidos como cualquier actor; la planificación se deja sentir en cada plano. La película, fragmentada como el portuñol que hablan los habitantes de Colonia Aurora, observa la realidad sin esconder su intervención al tiempo que reflexiona reposadamente sobre sus propios materiales.