No cabe duda de que los directores Michael y Peter Spierig entienden poco de sutilezas, pero tanto la historia como la atmósfera deliciosamente infecta de Vampiros del día le confieren a su película un leve aire de sofisticación a pesar incluso de la torpeza a la hora de filmar escenas de acción o de resolver conflictos entre personajes. Además del trabajo con la imagen y la ambientación que en más de una ocasión remeda al policial negro, algunos de los logros de Vampiros del día son el hermetismo asfixiante de los espacios cerrados y la palidez mortecina que ahogan a la película, que de tan insistentes acaban por tornar casi en un verdadero programa estético. En este sentido, también la arquitectura y la decoración son puntos fuertes del universo de los Spierig: las casas de los vampiros, frías y apagadas, ya inhumanas de tan modernas, pequeñas, opresiva como la cocina de Edward, terminan por configurar el espacio vital de una película que apuesta como pocas en su género a la construcción de un clima propio. Obvio, el contraste con el afuera, luminoso y claro (de día, por lo menos), no se hace esperar. Tampoco el que se ensaya con el mundo de los humanos: como cuando se muestra el sótano de una casa abandonada llena de gente en movimiento, que trabaja en equipo, cocina, donde la luz anaranjada es sinónimo de vida y calidez (el calor es el signo último de humanidad para los Spierig). Pero lo evidente de la comparación no le resta belleza ni fuerza a la construcción visual: al contrario, las escenas templadas y abiertas funcionan como necesario contrapeso y oxígeno de las gélidas y claustrofóbicas, que son mayoría. En ese mundo de choques y excesos visuales (Estados Unidos en el 2017), también la exageración de las actuaciones es válida: Edward (Hawke) es el vampiro taciturno y amargado, siempre pegado a un cigarrillo, que calla silencioso, estoico, su amor no tan secreto por la humanidad; Bromley (Neill), el villano carismático y cínico que se ufana de su condición de malvado y no escatima en diabluras a la hora de conseguir lo que quiere (ni siquiera con su propia hija, todavía humana); Frankie, el soldado que obedece las reglas y persigue ciegamente a los que no lo hacen, pero que se debate entre el cumplimiento de la ley y la relación con su hermano Edward, es la fuerza bruta que despierta a la duda, que se hace preguntas por primera vez; y por último, Elvis (Defoe), el aventurero incansable, corto de entendimiento pero insobornable, amante de los excesos y la velocidad, que vive como si cada día fuera el último, todo un clisé bajo una cabellera rubia y jeans ajustados. Incluso en la relación entre los personajes persiste el trazo grueso: Hawke y Frankie son hermanos, uno científico y otro militar, los dos con aspiraciones conflictivas a los que la película juzga en relación con el papel que cumplen para el gobierno. Hawke es crítico y problemático, mientras que Frankie se comporta de manera obediente y sumisa. Llegado el momento, los dos colaborarán, cada uno a su manera, con el régimen político. El intelecto y la fuerza, el pensamiento y el músculo, la mente y el cuerpo: elijan ustedes la metáfora que más les guste. Y como no podía ser menos, también el discurso político de la película es grueso y carente de elegancia, pero a su vez nunca pierde su fuerza narrativa, como si la efectividad de su impacto residiera justamente en esa falta de delicadeza. Una sociedad de vampiros que se erige sobre el consumo sanguíneo tambalea y amenaza con derrumbarse cuando el cultivo de humanos (así obtienen el preciado líquido) mengua y la raza se encuentra próxima a la extinción. La única alternativa es encontrar un sustituto para la sangre humana, ya sea para ofrecerle al público una nueva forma de vida, ahora sustentable, o como salida del paso mientras se le da tiempo al hombre para reproducirse y volver a poblar el mundo (total, los vampiros no tienen apuro porque son inmortales). Pero también están los que, como Hawke o el senador vampiro Turner, apoyan la creación de un sustituto porque ven en la cacería humana un acto de barbarie insostenible. Podría pensarse que la idea del consumo irresponsable de un elemento escaso que para su extracción requiere de brutalidad y muerte, o el comentario acerca de las condiciones de vida paupérrimas de la sociedad llevaría a la película a plantear una conexión con el mundo actual y algunos temas como el petróleo o la pobreza mundial (después de todo, también Drácula de Bram Stoker proponía una lectura alegórica: el conde era uno de los últimos representantes de una aristocracia anacrónica e improductiva que se alimentaba de la fuerza vital de la burguesía, por entonces dueña incontestable del poder político y económico). Pero acaso por la corpulencia nada sofisticada de su discurso, la película se mantiene siempre dentro de los límites fijados por el relato y cualquier conexión disparada hacia la actualidad es más un exceso interpretativo que una propuesta real de Vampiros del día. Sin embargo, en la película de los hermanos Spierig se produce, como en el personaje de Frankie, un momento de duda, cuando la pregunta irrumpe y ya nada vuelve a ser lo que era. Hasta cerca del final, parece claro que la misión de Edward y la resistencia humana de inventar una cura que permita a los vampiros volver a ser humanos es un deber moralmente incuestionable. Pero el malvado Bromley es el responsable, acaso de manera involuntaria, de poner en crisis el sistema ético de la película: “además, ¿qué hay que curar?”, le dice en tono siniestro a Edward. La pregunta destartala la pretendida transparencia de Vampiros del día hasta el momento, y el intento de naturalizar una postura ideológica determinada queda al descubierto. Un poco a la manera de Identidad sustituta, en Vampiros del día hay una minoría que parece saber con certeza qué es lo mejor para el resto de la sociedad y que se cree con el derecho de pergeñar una “cura” para tratar una condición que es distinta a la de ellos, los humanos. Incluso sabiendo que el sustituto de la sangre es efectivo y podría producirse en masa e intentar una convivencia pacífica entre hombres y vampiros, la resistencia y Edward nunca cejan en su objetivo de hacer que todos los chupasangre vuelvan a ser como antes. No importa que el ser vampiro permita vivir eternamente o volverse inmune a enfermedades terminales (Bromley salva su vida de un cáncer gracias a su conversión), la troupe de Elvis y Edward pareciera no poder ver nada más allá de sus propias narices. Es cierto que la película colabora a su postura mostrando las desventajas de vivir en una sociedad de vampiros donde la sangre escasea: en todo caso, podría decirse que los Spierig comulgan con la filosofía de Edward. Pero la frase del personaje de Hawke después de convertir a un vampiro en humano es reveladora: “now you get to die!”. Detrás de la agresividad de Edward, más que una aspiración altruista de “curar” a los demás, hay un deseo de infección, un contagio deliberado que saca a la superficie todo el resentimiento y la oscuridad del personaje, ocultos hasta el momento. Es con esos dos diálogos que de manera intencionada o no (poco importa) los Spierig le imprimen a su película una conciencia crítica, haciendo de ese par de líneas una bisagra ética que resignifica toda la película y nos invita a pensarla desde un lugar distinto. En este sentido, también podría decirse que la escena final, un verdadero canto hemoglobínico a la carnicería más exaltada y orgiástica, concebida a base de puros ralentis y planos detalle, viene a ser algo así como la frutilla del postre (sangriento): esa matanza desenfrenada no entraba en los cálculos de Edward y Elvis, y los cuerpos masacrados y desparramados por el suelo no son otra cosa que las esquirlas de su fracaso.
Sherlock Holmes ejerce una rara fascinación, podría decirse que totalmente inesperada después de ver lo que prometían los avances. Si bien la película de Guy Ritchie sigue la línea de reflote y aggiornamiento de personajes otrora exitosos tan en boga en la actualidad, Sherlock Holmes es bastante más que un mero producto de la fábrica de adaptaciones y remakes hollywoodense. Para empezar, es una relectura interesantísima del personaje de Holmes: al igual que otro famoso detective, Batman, o como el James Bond de Daniel Craig, este nuevo Holmes carga con una oscuridad y una densidad psicológica que resultan inquietantes. Poco queda de la entereza y la pulcritud moral del Holmes clásico: el de Robert Downey es frío y calculador, pero a diferencia del original, éste aplica todo su caudal de conocimientos muchas veces para su beneficio personal y, cosa curiosa (una marca del desencanto de los tiempos que corren, quizás), el interés por el saber y la ciencia de Holmes esta vez no es fruto de aspiraciones altruistas sino que se reducen a fines exclusivamente prácticos y resultan fruto del aburrimiento y la obsesión. Holmes, que parece tener una relación algo conflictiva con el resto de la sociedad, se encierra en su habitación o trabaja intensivamente en un caso para no tener que pensar: su mente no puede estar ociosa, acaso porque el distraerse implicaría tener que vérselas consigo mismo. Así, es llamativo el contraste con el personaje de Arthur Conan Doyle, siempre seguro de sí y dueño de sus pasiones. El de Downey en cambio es pura pulsión, una enorme bola de manías y psicosis que cautiva justamente por su desequilibrio, por su desfasaje con el mundo y los demás. Una de las obsesiones de este Holmes es su eterno y fiel compañero Watson (aunque fiel ya no tanto, porque el doctor está por casarse y el detective no termina de hacerse a la idea). La relación de los dos, con sus reproches y recriminaciones (que vienen sobre todo de parte de Holmes, que está despechadísimo), bordea y más de una vez cruza la frontera de lo gay, especialmente cuando discuten sobre cómo repartir sus pertenencias. Es increíble el timing para la comedia que tienen Downey y Law: las miradas, los gestos, los diálogos, se entienden a la perfección; parece que se conocieran de toda la vida y se supieran de memoria sus papeles. De Downey nada sorprende a esta altura: ya mostró más de una vez su capacidad para el humor en Wonder Boys o Una guerra de película, pero muy especialmente en Iron Man. Y lo que impresiona es el crecimiento de Law como comediante, registro que había ensayado anteriormente pero que nunca había conseguido con la soltura y elegancia de Watson, que incluso cuando se engarza en una pelea y pierde la etiqueta resulta gracioso: torpe, medio bestia, siempre pegado a su bastón, camina con las piernas hacia fuera y aparece algo jorobado. Ritchie se las arregla además para sostener un ritmo narrativo muy alto sin recurrir a mucho más que una buena intriga y los estallidos de la pareja protagónica, pero sin duda el centro de la película es la (re)construcción del detective. Cada pequeña reformulación aplicada sobre Holmes está al servicio de una mirada osada pero consistente del personaje en la que probablemente sea su adaptación al cine más arriesgada e interesante (me acuerdo de los Holmes de Ian Richardson o Matt Frewer; no estaban mal, pero el respeto hacia el personaje los anclaba demasiado). El director de Snatch, cerdos y diamantes se atreve a explorar facetas nuevas del personaje, como su gusto por las luchas y la violencia. Por eso el comienzo de la película funciona casi a modo de manifiesto: cuando antes de un combate el personaje planifica y anticipa cada golpe y hasta el efecto de éstos sobre su rival, Sherlock Holmes nos descoloca como espectadores históricos que somos del personaje. Este nuevo detective, eternamente desordenado, aplastado por sus obsesiones y por un engaño amoroso, celoso de la prometida de su ¿amigo? Watson, amante de las peleas, de inusitados gestos que oscilan entre el filantropismo y el orgullo más forzado (Holmes nunca acepta dinero aunque su situación financiera sea alarmante), con una capacidad de observación y análisis de la vida que a veces parece que raya la locura, y que (para segura indignación de sus seguidores más recalcitrantes) pulsa frenéticamente las cuerdas de su violín sin llegar nunca a tocarlo de manera tradicional o a arrancar una sola melodía; todo termina por configurar a un personaje que es un verdadero anacronismo viviente, un neurótico con la estampa inconfundible del siglo XXI que por algún pifie cósmico está condenado a recorrer las calles grises y vaporosas de la Inglaterra victoriana.
El comienzo de Asesino ninja promete más de lo que la película alcanza a cumplir. Una escena inicial que está más cerca del terror y el gore que del cine de acción o artes marciales nos deleita con toda una galería de horrores (a saber: decapitaciones, desmembramientos o lisos y llanos descuartizamientos) que están perpetrados a base de pura artificialidad y exageración. Pero la felicidad hemoglobínica y ligera del comienzo se va agotar rápido, porque la película de James McTeigue (director de V de Vendetta) se va a dedicar a contar la historia trágica de Raizo y Kiriko y su infancia y adolescencia bajo la tutela del villano Ozunu. El otro polo narrativo lo constituyen Mika y Maslow, dos detectives que investigan a una milenaria organización de asesinos y que de a ratos ofician de dúo cómico que trata de aliviar algo de la tensión que acumulan las secuencias con los jóvenes. En varios momentos llegan a escasear las escenas de acción, y la película recae demasiado sobre los hombros de la pareja Mika-Maslow, sobre todo de ella, entonces uno no puede hacer otra cosa que esperar con ansiedad el próximo combate entre ninjas.Al menos durante las peleas McTeigue le imprime un poco de vértigo a su película, aunque a veces las escenas no sean más que una seguidilla de planos rápidos e ininteligibles que aportan más confusión que gracia a las coreografías. No deja de llamar la atención el gusto por la violencia rayano en el sadismo que demuestra el director y que a medida que avanza el metraje resulta ser lo único verdaderamente sustancioso que Asesino ninja tiene para ofrecerle al espectador: la cruza algo novedosa entre cine de acción y terror que por momentos bordea el gore más crudo. Esas escenas son los únicos instantes en los que la película logra sacarse de encima un poco de la sobrecarga dramática acumulada por la historia de Raizo y Kiriko y transmitir un poco de nervio a pesar del pulso deficiente que tiene McTeigue para filmar la acción. Un dato final curioso: hay una escena de combate en la que se cita de manera explícita, casi textual, al conocido travelling lateral de 300. McTeigue reproduce los acercamientos y alejamientos repentinos de la cámara, los cambios de velocidad, la idea del plano secuencia, el trabajo con el sonido y hasta la dinámica de la batalla (un guerrero que se enfrenta a muchos): este plano de Asesino ninja tiene un despliegue visual tan elaborado en comparación con el resto de las escenas de acción que, incluso no habiendo visto 300, es fácil darse cuenta de que se trata de una referencia externa, cuya factura cinematográfica nada tiene que ver con la pobreza general que reina en la película de McTeigue.
Excursiones. I. La última película de James Cameron es un corolario de toda su obra cinematográfica anterior: el mundo en el que despierta Jake Sully recuerda al automatizado y agresivo futuro de Terminator 2; el paso de un plano ecológico a otro remite a El abismo, donde también son necesarias prótesis para poder aventurarse en las profundidades del mar; la agresividad de los Na’vi, sobre todo la de Neytiri al principio, cuando todavía no sabemos nada de ella, hace pensar en la ferocidad irracional y primitiva, animal, de los aliens; a su vez, Grace y Neytiri, como todas las mujeres cameronianas, son verdaderas guerreras, fuertes y orgullosas a más no poder; y muchas criaturas de la superficie de Pandora tienen un increíble parecido a las encontradas por Cameron en los documentales subacuáticos como Ghosts of the Abyss y Aliens of the Deep (por eso es que en el mundo de Avatar no hay mares o ríos –solamente vemos un lago pequeño-, porque lo que podría llegar a ser la vida acuática está integrada estéticamente a la de la superficie). Estas son algunas de las conexiones con otras películas de Cameron que traza el gigante azul Avatar. II. El cine de Cameron habla siempre de lo mismo: del hombre y la tecnología y de la relación conflictiva entre ambos, del papel de las instituciones militares y científicas en la sociedad, del deseo de aprender que raya en la conquista y dominación de la naturaleza. Pero hay algo, una corriente subterránea que recorre silenciosa toda su filmografía para evidenciarse en los documentales subacuáticos y estallar en Avatar, y es la exploración del mundo. Un poco a la manera de Flaherty, Rosellini, Carl Sagan o Herzog, desde El abismo en adelante el cine de Cameron parece reconcentrarse en el gusto por el descubrimiento, una expedición a lo desconocido. Avatar es la culminación de esa tendencia, en la que conviven y retroalimentan algunas de las corrientes más significativas de la historia del cine: la ficcionalización y cálculo de Flaherty (Avatar es, después de todo, una película animada, es decir, puro cálculo y puesta en escena), el didactismo amigable y respetuoso de Rosellini (presente sobre todo en India o La toma del poder de Luis XIV y que puede apreciarse en el aprendizaje sobre Pandora al que es sometido Jake) o la admiración frente a la naturaleza de Werner Herzog o de Sagan y su serie Cosmos (Avatar está plagada de momentos de revelación, de puro asombro frente al mundo que se descubre). III. Menospreciar a Avatar por el trazo grueso de su mensaje antibélico y ecologista es no saber leer entre líneas. No discuto que la crítica al ejército y su vínculo con el poder económico sea un poco simple (aunque valoro la intención política del relato), o que el ecologismo de la película por momentos no despegue de la corrección más crasa (me molesta sobre todo la música ritual de los Na’vi, una especie de rejunte de melodías new age con sonidos pintorescamente africanos –alguien me dijo a la salida de la función que si un cineasta va a crear un mundo nuevo, la banda de sonido también debería serlo). Pero todo esto no es en absoluto el verdadero centro de la película. Para comprobarlo basta una simple operación matemática: determinar aproximadamente cuánto espacio en plano ocupan los Na’vi en las secuencias animadas (podría decirse que relativamente poco, salvo en los planos de la tribu donde hay muchos de ellos), restar esa cifra estimativa al total de los cuadros y el resultado que vamos a tener es que el universo de Pandora es el verdadero protagonista por lejos de la película. Alguien podría decir que con ese razonamiento un escenario siempre acaba siendo el centro de cualquier película, pero en Avatar hay un elemento extra: la animación. Nada de lo que vemos fue capturado por estar frente a una cámara, así que cada pequeño detalle, incluso el más insignificante, ya sea el paisaje de unas montañas al fondo o las hojas de los árboles, todo es una decisión de puesta en escena, estrictamente cinematográfica. En Avatar nos enfrentamos a un universo con un dinámica propia que se devela ante nuestros ojos y con el que tenemos que lidiar sin poder refugiarnos en la comodidad de las cosas del mundo: el detalle más diminuto, como cualquiera de las hojas que se agitan detrás de los protagonistas, no estaba en un principio allí, fue creado especialmente para ocupar ese lugar, cumple una función específica, y el poder llegar a apreciarlo tanto o más que a los conflictos entre militares, biólogos y tribus extraterrestres, depende de nuestra capacidad (e interés) para leer entre líneas. IV. Para muchos espectadores (con los que hablé) y críticos (a los que leí) el gran problema de Avatar no es la poca sofisticación a la hora de construir personajes como el del militar, el ejecutivo que hace Giovanni Ribisi o de narrar de manera grandilocuente escenas como la del enfrentamiento entre el ejército y los Na’vi, sino que esos elementos pareciera que están refiriendo a temas de la actualidad internacional. El peor problema sería, entonces, no lo rudimentario de una parte del andamiaje narrativo, sino la lectura que se propone desde el guión: así, mucha gente hizo la sencilla operación de reemplazar Pandora por Irak y el mineral precioso del planeta por petróleo. Me pregunto: ¿qué pasaría si no hiciéramos ese reemplazo, tan simple y evidente? ¿Qué ocurriría si nos aguantáramos las ganas de unir los puntos, de agregar sentidos ya conocidos y probados a lo que estamos viendo? ¿Y si pudiéramos asistir a Avatar como a un relato más, sin necesidad de aplicar lecturas sobre el mundo contemporáneo, el imperialismo estadounidense, etc. etc; un relato con villanos fanáticos, héroes y valores incólumes? ¿Sería tan grave, entonces, la simpleza con que Cameron construye algunos personajes y conflictos? ¿No podría decirse, en cambio, que estamos frente a una manera de contar específica, propia del lenguaje de los géneros, común en una industria que desde hace casi un siglo es la responsable de varios de las más grandes narraciones de la historia del cine, en la que muchas veces la solemnidad y la exageración son recursos válidos? No niego que es la misma película la que trata de llevar la interpretación hacia el terreno de la actualidad política y ecológica, pero también es cierto que como espectadores podemos elegir a dónde dirigir nuestra atención: el quedarse atado al discurso grandilocuente de Avatar y perderse de recorrer libremente el increíble y asombroso mundo de Pandora es una decisión del espectador y no una imposición de la película. El que no alcanzó a disfrutar de Pandora por estar distraído con la batería discursiva del film no tiene excusa alguna.
La última película de Mercedes García Guevara (Río escondido, Tango, un giro extraño) no arrancaba tan mal. Una cámara quieta y ubicada a una distancia bastante prudente de los personajes imprimía a Silencios un cierto rigor oriental, al estilo de Tsai Ming-liang. También la observación de un paisaje urbano, con cocinas de departamentos, calles de noche y personajes solitarios, ayudaban a establecer la conexión. Una película hasta el momento hecha, justamente, de silencios, que trastabilla cuando le da lugar a la palabra. Los diálogos son los que marcan el quiebre a pocos minutos de empezada la película: la charla misteriosamente amable del cura que ya deja entrever a la legua cuáles son sus intenciones; los mensajes que le deja Juan a Inés diciéndole guarradas; el relato de la madre de Omar sobre las zapatillas que le quiere comprar a su hermano (la escena es impecable visualmente, pero ni bien los personajes abren la boca, todo se vuelve explícito y grueso). De ahí en más, Silencios se desmorona y tanto los personajes como las actuaciones se vuelven demasiado ampulosos: el caso más notable es el de Nahuel Pérez Biscayart, que de a ratos prácticamente parece que repite el papel (también desagradable) de La sangre brota. De nuevo, su personaje es un chico de clase media acomodada que gusta de los excesos (toma y se droga en cámara hasta el hartazgo) y que casi se jacta de ser perverso e intempestivo (o al menos lo intenta, porque se le ven los hilos constantemente). Todo en Juan, desde sus líneas de diálogo hasta el subrayado insoportable del rosario con el que juega el personaje, es una sucesión de gestos impostados que terminan construyendo un ser de cartón, un estereotipo vacío sin espesor dramático alguno (Guevara parece notar esto y trata de insuflarle un poco de vida al personaje en la escena con la abuela). Solamente el personaje de Ana Celentano es contenido y bastante creíble incluso en sus picos dramáticos. El resto, ya sea la incansable buena predisposición de la abuela, la exageradamente siniestra calentura del cura (interpretado por Guillermo Arengo que, por esas cosas de la vida, estuvo junto a Pérez Biscayart haciendo a una suerte de “empresario-diablo” en La sangre brota), el cambio injustificado que opera el personaje de Beto, la prostituta con la que se cruza Duilio Marzio en la plaza (y su reacción juntando las garrapiñadas que se cayeron al suelo y tirando la bolsita al tacho –lejos uno de los peores momentos de la película) o las poquísimas pero muy irritantes y totalmente descolgadas apariciones de la hermanita de Juan, todo es exagerado, pretencioso, bastante por encima de lo que pedía una película como Silencios. El fracaso máximo se hace visible en el robo que Omar y su compañero consuman en la casa de la abuela: los gritos y el maltrato, las frases que parecen sacadas de alguna mala película (“vamos a hacerla hablar”), lo patético y forzado de toda la situación y el ultraje final perpetrado a la anciana (toda la escena recuerda un poco a una similar en Rodney) terminan generando vergüenza y rechazo por la película y sus criaturas. Es inevitable preguntarse por el por qué de narrar esa escena de esa manera. ¿Tan poca fe en la historia que se cuenta y en sus personajes pueden tener los realizadores de una película como para recurrir a todo ese subrayado tan molesto y degradante?
El problema que Actividad paranormal comparte con Cloverfield es que ambas recurren al género de terror y al film de monstruos respectivamente de manera parasitaria, porque se sirven de toda la parafernalia genérica para terminar haciendo foco en otra cosa. Esto es bastante más notorio en Actividad.., que acaso intentado construir mejor el suspenso y hacer más creíble la historia, prácticamente no le deja espacio a las escenas de terror. Pero si la película no gira en absoluto alrededor del género, ¿sobre qué lo hace? En Cloverfield, que por momentos apostaba bastante a las escenas obligadas del monster film, el centro era un grupo de yuppies cuyas aspiraciones y conflictos tenían que ver con vivir en pareja, casarse, formar una familia, terminar una carrera y tener éxito laboral. El desastre, como ocurre en la mayoría de las películas con monstruos o de catástrofe, era utilizado por los realizadores para poner a prueba los logros y las creencias de los personajes. En Actividad.., al haber solamente dos personajes principales, el umbral temático se reduce e intensifica: Katie y Micah viven juntos desde hace poco, él es un agente de bolsa en ascenso, ella una estudiante sin trabajo, tienen dos autos, una casa grande con varias habitaciones (seguramente piensan tener hijos) y parecen estar satisfechos con sus vidas. Así, salvo por las mínimas y exiguas escenas de terror, el director Oren Peli se dedica casi por completo a registrar con una marcada intención documental la vida que llevan Micah y Katie, que pareciera que resume muy bien el american way of life en pleno siglo XXI. La actividad paranormal del título no es otra cosa que un elemento de tensión que pone en crisis el estado de cosas de la pareja: ella busca contención sin poder encontrarla mientras que él se comporta como un adolescente y casi nunca la escucha. A medida que pasan los minutos y las escenas siempre nos quedamos con lo mismo: psicología, esbozo de análisis social, sátira, ¿crítica? Pero de terror, poco y nada. Y digo poco porque el problema es claramente uno de cantidades: las escenas de terror están bien, funcionan, aprovechan el suspenso y lo explotan con inteligencia (ver cuando a Katie se la llevan a la rastra agarrándola de la pierna), pero son escasas y nunca alcanzan la fuerza suficiente para balancear las prolongadas charlas y discusiones de los dos protagonistas. En lugar de meterse de lleno con un género como el del terror, Actividad… elige la disección y el estudio con ínfulas de sociología de la vida cotidiana de una pareja de clase media norteamericana. Por eso la última escena de la película no produce el horror y el shock que evidentemente busca: porque una vez que Micah y Katie y su rutina diaria no están frente a la cámara, las imágenes ya no tienen nada para decirnos. Ese plano final, que es el manotazo de ahogado de un director que trata desesperadamente de espantar al úblico con un truco de último minuto, trasluce el fracaso de una película que nunca le dio al género el espacio que éste requería.
Es por lo menos entendible que a golpe de vista la ópera prima del español Paco Cabezas genere algún tipo de molestia o incomodidad: ya el título, que juega sobre una de las palabras con mayor carga política y moral de nuestro país, puede hacer ruido o parecer poco feliz. La primera impresión podría ser la de una película que se aprovecha de manera descarada del pasado irresuelto de la Argentina. Y después de leer una sinopsis o alguna de las críticas que se publicaron en medios importantes, incluso pareciera que se despejan las dudas: Aparecidos tiene todo para convertirse en “la” película abyecta en mucho tiempo. Pero habría que ver el film de Cabezas antes de apresurarse a sacar conclusiones, porque lo que realmente hay detrás de las referencias a la dictadura y los desaparecidos no es una denuncia fácil ni otro reclamo de justicia liviano y políticamente correcto. Al contrario, porque Aparecidos prácticamente ni se atreve a rozar el campo de la Historia, sino que apenas si la toma como contexto para desplegar el herramental (la palabra no es inocente, tratándose de una película que habla de la tortura) propio del género de terror. O en todo caso, de cierto terror de la actualidad: uno lavado, que apuesta más a la sensiblería, la construcción de los personajes y el suspenso que al shock o a las escenas truculentas. En este esquema de cosas, la presencia de un pasado trágico, terrible, que vuelve de manera insistente para acosar a sus víctimas ya muertas y a unos pocos que conocen la verdad (Pablo y Malena, hijos de un médico torturador) cuaja muy bien con el andamiaje narrativo que ensaya Cabezas: los hermanos sufren en carne propia la amenaza de un espectro que los persigue y lastima tratándolos de “subversivos” y “comunistas”. Así, la historia funciona como metáfora evidente de las heridas no cicatrizadas y de un país que sigue sin saldar cuentas con su pasado, pero lo hace siempre poniendo como centro al género y sirviéndose de la cuestión histórica apenas como elemento dramático. Hasta cerca del final, Aparecidos no esboza ninguna denuncia consistente ni se mete de lleno con el tema de la dictadura, y ese quizás sea su mayor éxito. Mientras la película se decide dentro de los límites del terror, con algunos estallidos de gore que constituyen los puntos más fuertes, Cabezas lleva las de ganar. También acá la dictadura y los instrumentos y métodos de tortura utilizado por los represores están en función exclusivamente de las necesidades dramáticas: el regodeo en la mostración del submarino o el relato de los efectos de la picana son estrictamente terroríficos y nunca alcanzan una dimensión verdaderamente histórica o política. Lo mismo puede decirse del relato del personaje femenino encontrado por Malena, que describe los padecimientos de la tortura sufrida por ella y su marido, que es un desaparecido. Entretanto no se elabora un discurso serio respecto a la dictadura y su accionar, la película es un exponente de género bastante decente (un poco falto de sangre y excedida en sentimentalismo, pero decente al fin) con un llamativo gusto por las persecuciones en auto y la música estridente, que alcanza a mantener el interés la mayor parte del tiempo. Pero la cosa se complica cuando Cabezas empieza a tirar líneas que conectan cada vez más a la película con un cierto intento de denuncia; allí, si bien se mantiene el respeto en el acercamiento a su objeto, Aparecidos se torna difusa y problemática, porque el reclamo de justicia de los personajes y la historia nunca despega de una superficialidad chatísima, y la película acaba decantándose por la corrección política más rampante y lavada, pero de política propiamente dicha, nada. No es nuevo: hay temas que por su complejidad y su importancia requieren de un tratamiento más intenso, con mayor capacidad de análisis y de crítica. Durante gran parte del metraje a la película no le hace falta tomar una posición fuerte respecto de su historia (que, como ya dije, sirve más bien de contexto y marco narrativo), pero cuando decide hacerlo, todo lo que tiene para decir podría resumirse en una frase como esta: “los torturadores que destrozaban personas eran mala gente y merecen ser castigados”. Cuando se deja ver, la ideología de la película no tiene mayor espesor que el de cualquier noticiero de mediodía; Cabezas se mete en un berenjenal del que sale muy mal parado. Esto se ve sobre todo en la resolución de la historia (que claramente funciona como ajuste de cuentas con la Historia): para que el médico y torturador deje de acosarlos, Malena desconecta el aparato que mantiene con vida a Gabriel, su padre (el represor en cuestión, que se encuentra en coma desde el principio), y solo así consigue salvar a Pablo (del que se revela que es hijo de desaparecidos) y “liberar” a la familia muerta que era víctima constante de los tormentos del espectro de Gabriel. Para el final, la película claramente está moviéndose dentro del terreno de la Historia y la metáfota política, y el desenlace, con la muerte del represor como única forma de conseguir alivio, se vuelve muy cuestionable. Traducir esto en una mirada sobre el pasado y el presente de la Argentina quizás sea cargarle una mochila demasiado pesada a Aparecidos, pero también es un riesgo que la propia película se atreve a tomar por sí misma cuando decide desplegar un discurso que abandona al terror para plegarse cada vez más a una especie de inflamada reivindicación de las víctimas de la dictadura. Es increíble el cambio que opera Cabezas: de la primera parte, donde reinan el terror y el melodrama con algunas pizcas de gore, al plano final, donde se muestra a una Buenos Aires llena de fantasmas como los que persigue Gabriel (o sea, para Cabezas pareciera que todavía hace falta matar a muchos represores más para que haya verdadera justicia), la película pega un giro del que no puede volver con dignidad.
Fantasma de Buenos Aires respira, en cada actuación y en cada escena, una monumetal falta de respeto y de interés por la historia que cuenta, tanto que por momentos la película pareciera casi una parodia hecha y derecha. Entre Tomás, cuyo registro actoral es frío y apático, y que cuando quiere hacer ver el cambio de personalidad (él es el poseído por el fantasma del título) su trabajo se torna excesivo y poco creíble, como si se estuviese burlando de su/s personaje/s; pasando por Canaveri (el ánima en cuestión que habita el cuerpo de Tomás), para el que haber vivido en un barrio porteño en la década del 20 se traduce en una impostación de los estereotipos de los malevos que pueblan los tangos y la memoria popular en su vertiente más pintoresca (escuchar sobre todo la entonación de Iván Espeche, que de tan exagerada ya ni llega a causar gracia); hasta llegar a Pablo, amigo y confesor (y cuñado en ciernes) de Tomás, que entre su nerviosismo y su esforzado (y forzado) papel de personaje cómico nunca despega de la caricatura simplona; al final, todos parecen tratar de construir una mirada irónica sobre el relato y los conflictos, pero es difícil hablar de parodia solamente por la irrupción siempre exagerada de las actuaciones, nunca disimuladas ni contenidas (la parodia demanda siempre un trabajo concienzudo y una toma de posición clara respecto del material con que se trabaja). De todo esto solamente se salva Paula Brasca (no me acuerdo del nombre de su personaje), que más allá de su presencia silenciosa y alternada, logra con sus apariciones sumarle a la película algunas dosis de fluidez y una línea romántica bastante convincente, lejos del registro burlón del resto de los personajes. Al final, más que un acercamiento paródico, más que autoconciencia calculada, lo que hay en Fantasma de Buenos Aires es una notoria falta de pericia, de capacidad para contar una historia de frente, ya sea tomándosela en serio o trabajándola desde un punto de vista humorístico sólido. Lo que hay en la película de Grillo no es ni una cosa ni la otra: ni un interés genuino por lo que se cuenta, ni un comentario crítico sobre el cine y los géneros (que son varios, pero con los que Grillo no alcanza a elaborar nada más que una serie de retazos, un entramado de citas coloridas más o menos explícitas y poco más que eso). Falta una toma de posición clara, firme, que haga de las actuaciones algo más que chanzas livianas, que las integre en una mirada coherente a aplicar sobre el relato, el cine y los géneros.
Las mujeres son la perdición de los hombres. Las comedias románticas muchas veces son la cristalización que de la idea de los enamorados y la pareja se hace una época. Así, como pasa en otros géneros cinematográficos longevos (los orígenes de la comedia romántica pueden remontarse hasta la era de las screwball comedies), la apuesta narrativa pasa fundamentalmente por llegar a conocer a los personajes primero, para poder conocerlos como pareja después. Saber cómo son, qué les gusta, qué los motiva, cuáles son sus aspiraciones, cómo se llevarían estando juntos, si serían capaces de convivir, etc, estas son las preguntas que nos hacemos frente a una comedia romántica, y son pocos los géneros que como éste se encuentran tan fuertemente anclados en la vida contemporánea. O mejor dicho, en cierta vida contemporánea: la mayoría de las comedias románticas son urbanas, cuentan historias de personajes que van de los veintitantos hasta los cuarenta años, el trabajo (o la falta de él) suele ser un tema central, la familia puede ser un trasfondo dramático importante, no faltan los amigos de la pareja (especialmente del hombre, comic reliefs históricos del género) y ésta siempre está conformada por un hombre y una mujer. Las comedias románticas dan cuenta de una buena parte de todo el complejo entramado de rituales y prácticas que rodean a las relaciones humanas en las ciudades y la vida moderna, y por eso también suelen ser un termómetro más o menos confiable del sentir de una época. Personalmente no creo que haya una forma más efectiva de tomar contacto con los problemas y los intereses de un momento histórico en particular que viendo comedias románticas (ni siquiera el documental tiene semejante poder de síntesis; acaso porque en las películas del género, al abordar los materiales desde la ficción y poder manipularlos a voluntad, se logra un fresco del período todavía más fidedigno). Incluso cuando las películas no son buenas, cuando los personajes son puros estereotipos o simples rejuntes de lugares comunes, las historias poco elaboradas, los conflictos poco creíbles o alguna de las dos mitades de la alquimia (la comedia o el romance) fallan, incluso en esos casos, las comedias románticas no deberían poder aburrirnos; pueden, sí, irritarnos o separarnos de ellas, alejarnos, pero siempre tienen un plus que hoy es exclusivo de ese género en especial, y es la capacidad de observar con cuidado y devolvernos una imagen cristalizada de la vida moderna. Sin embargo, a veces aparecen comedias románticas que rompen el esquema, que se animan a proponer otra cosa. Es el caso de 500 días con ella, la película de Marc Webb, que está contada casi exclusivamente desde el punto de vista del protagonista. Este posicionamiento narrativo es una buena forma de justificar las idas y vueltas del guión en la línea temporal: los saltos de un momento a otro de la relación de Tom (Joseph Gordon-Levitt) con Summer (Zooey Deschanel) se vuelven uno de los recursos más explotados por la película, que a veces cae en el facilismo de contrastar las diferentes etapas emocionales de Tom (son varias las ocasiones que a una secuencia alegre le sigue una –anterior o posterior en el tiempo- con el personaje amargado y resentido) y de a ratos termina siendo un mecanismo aparatoso un tanto monótono. Pero otra de las cosas que permite el hecho de que el narrador (una voz en off a veces empalagosa, a veces irónica) cuente la historia desde el lugar de Tom es que se rompe con esa perspectiva gnoseológica que mencionaba más arriba respecto al género: porque a Summer, amor y perdición de Tom, apenas llegamos a conocerla, y gran parte de lo que sabemos de ella lo recibimos filtrado por la mirada de Tom, casi como si fuéramos uno más de sus dos amigos que siguen la aventura romántica en base a lo que él les cuenta. Al igual que para Tom, para nosotros Summer también es un misterio: a pesar de intuir algunas cosas de su vida pasada y presente (pero nunca hay mucho más que indicios, sugerencias apenas) nunca llegamos a comprenderla en las decisiones que toma, y sus cambios de humor (que puntúan la relación romántica de los dos) nos resultan extraños, indescifrables. Esto no quiere decir que tengamos que estar de acuerdo con todas las estrategias que pone en práctica Tom: son muchas las veces que se lo vemos perder el control y trastabillar, como si el chico enamorado estuviera condenado a equivocarse. Pero al menos lo entendemos: para nosotros Tom es transparente, mientras que Summer, incluso en los momentos en los que la adivinamos más traslúcida, siempre se nos ofrece fatalmente opaca. La otra mujer fuerte de 500 días con ella es Rachel, la hermanita menor de Tom. Como Summer, Rachel también es un personaje enigmático, aunque su carácter misterioso funciona en un nivel diferente al de Summer: Rachel, de apenas nueve o diez años, es casi la voz de la conciencia de Tom, un Pepe Grillo mechado en el mundo de las relaciones sentimentales que da cátedra sobre romance en cada línea de diálogo. Rachel es el otro punto de equilibrio de Tom, al que el protagonista recurre cada vez que su relación con Summer se desbalancea: Rachel lo aconseja, le hace de contrapeso, lo estabiliza. Si Summer nos resulta misteriosa porque no sabemos casi nada de ella, el misterio de Rachel se funda en su sabiduría y calma de espíritu que bordean lo milenario; ella, con sus corta edad, ya parece que vivió mucho, que se las sabe todas. Otro de los temas obligados de las comedias románticas es la familia, y también acá 500 días con ella se anima a distanciarse del grueso del género. De los padres de Tom (y Rachel) no sabemos nada salvo que están divorciados y aún viven, y en ningún momento aparecen en la película. Si uno hace el ejercicio de ver la película teniendo presente varias de las convenciones más recurrentes del género (como la importancia de la familia y/o los padres), 500 días con ella, que, como ya dijimos, cuenta la historia de Tom y no la de Summer ni la de la pareja, se tiñe de un leve aire triste, como si un desamparo silencioso azotara a los hermanos y los disparara en direcciones diferentes: a Tom, en la búsqueda de una profesión y un amor romántico idealizado, y a Rachel en un proceso de maduración y aprendizaje insospechado para una nena de su edad (proceso que no vemos pero que adivinamos detrás de cada una de sus frases cargadas de sabiduría amorosa y experiencia de vida). Este desamparo, siempre sugerido y nunca explicitado, es el que se adueña de la historia en los momentos de crisis de Tom con Summer (porque las crisis siempre son de él, nunca de ella): cuando sus esperanzas románticas fracasan repentinamente, la vida de Tom casi pierde su sentido, y detrás de ese vacío se insinúa un fuerte sentimiento de abandono, de desgarro familiar. De nuevo, este no es el tema de 500 días con ella, pero sí su fondo, su decorado no iluminado, que termina dotando a la película de una tristeza singular, inefable pero evidente, que incluso en las escenas de comedia (que no son muchas ni de tanta magnitud como en una típica comedia romántica juvenil), incluso en el momento más sólido de su relación con Summer, parece estar comiéndose por dentro a Tom. Releyendo brevemente esta nota me doy cuenta que escribí mucho más sobre Tom que sobre Summer (incluso sobre Rachel digo más cosas). Esto es lo raro de 500 días con ella si la pensamos como comedia romántica: que se queda alrededor de uno de los personajes pero se aleja decididamente del otro, al que relega a un lugar de misterio y oscuridad. Las comedias románticas, aún cuando se sitúen más cerca de uno de los personaje (pasa seguido) siempre se esfuerzan por comprender al otro, por conocerlo y hacer que lo conozcamos, por elucidarlo. En esto, 500 días con ella tal vez sea un poco apática, un poco narcisista por preocuparse nada más por Tom y sus problemas, pero también establece un quiebre fundamental en relación al género, un quiebre casi filosófico: si somos uno de los personajes (todos somos Tom) aspirar a conocer al otro, pareciera estar diciendo 500 días con ella, es algo utópico, improbable, una fantasía alimentada seguramente por la visión de demasiadas comedias románticas (incluso hay una escena en la que un Tom podrido de la vida y de sí mismo culpa de todos los males de la actualidad a la construcción de la idea del “amor” que se hace desde diferentes medios, por ejemplo, el cine). Para Webb al otro lo hacemos nosotros, lo construimos a nuestra medida y como más nos gusta (como le ocurre a Tom con Summer, que sus atributos alternativamente lo enamoran o irritan). Hace mucho tiempo que hay una idea flotando en la sociedad: que la vida moderna se funda en la desconexión; que la tecnología, en lugar de acortar distancias (o quizás por eso mismo) descubre nuevas brechas, escinde; que la gente se relaciona cada vez menos entre sí y de manera menos intensa, etc. Si bien este discurso con su tono impostadamente pesimista puede sonarnos un poco obsoleto y cuestionable (personalmente no adhiero a él), sí es cierto que está presente en la cultura y que se escucha cada vez más seguido: 500 días con ella, como toda comedia romántica digna, como buen termómetro humano que constituye el género, pareciera, con su propuesta narrativa (las distancias que separan a Summer y Tom son infranqueables: él, por más enamorado que esté, nunca puede llegar a conocerla bien, y por eso la película se coloca de su lado y no intenta comprenderla a ella) estar tratando de dar cuenta de esa desconexión que suele adjudicársele la vida moderna en las ciudades.
Podría marcarse una diferencia entre las películas argentinas malas que manipulan y bajan línea, y las que siendo malas no intentan convencer de algo sino que solamente se limitan a tratar de contar una historia. En el primer grupo estarían con seguridad Anita, Rodney o Nunca estuviste tan adorable, y en el segundo Toda la gente sola o Mentiras piadosas. A Sangre del Pacífico se la podría incluir en el segundo grupo. La película de Boy Olmi es un verdadero rejunte de clisés, diálogos flojos y elipsis narrativas inútiles, pero en ningún momento se intenta generar un discurso social respecto de uno de los temas que más se dedica a elaborar el guión: la vida de las mujeres que vienen a la Argentina en busca de un trabajo de empleada doméstica. El tema no solo está encuadrado dentro de ciertos límites discursivos, sino que incluso dando la palabra a los personajes marginados que padecen esa condición, nunca se llega a caer en la denuncia fácil. Más bien ocurre lo contrario: curiosamente, durante las escenas en que vemos a Sara con su material de trabajo (el personaje de Ana Celentano es documentalista y está preparando un proyecto sobre las empleadas domésticas de origen extranjero), es decir, cuando el registro de ficción se diluye y por momentos un aire documental muy fuerte se apodera de la puesta en escena (ver los testimonios a cámara y la interpretación de las entrevistadas), la película respira como nunca lo hizo antes ni hará después. Al lado de esos momentos, de tono despojado y logradamente crudo, varios momentos como la aparición televisiva de Sara o los soliloquios y las líneas pretendidamente enigmáticas de Jorge (Delfi Galbiatti) resultan todavía más acartonadas y falsas de lo que podrían haberlo sido en un principio. Es como si esas breves escenas de corte documental atentaran contra toda la estructura narrativa y actoral de la película: casi como si desde la edición se realizara un desenmascaramiento involuntario del tono impostado que domina a la ópera prima de Boy Olmi. No hay mucho más para decir de Sangre del Pacífico: apenas que su respeto para con uno de los temas que aborda y su reticencia a la denuncia políticamente correcta concuerdan con su tibieza general y su falta absoluta de nervio cinematográfico para contar una historia. Lo único para rescatar es la gracia y belleza de Charito (Emilia “Picky” Paino), que con sus gestos contenidos, miradas inseguras y acento entrecortado le brinda a la película sus únicos momentos de verdadero brillo.