Si directores como Hawks o Ford caracterizan el período que ha dado en llamarse la edad de oro del cine en la que se afianzan y alcanzan su cumbre máxima los géneros, y nombres como los de De Palma o Godard marcan el surgimiento de lo que suele denominarse como modernidad, cuando la mirada ya no se dirige de manera inocente hacia el mundo sino que la realidad es observada a través del cine y de su historia (De Palma en especial es el estudioso del que probablemente sea el nombre que mejor sintetice las aspiraciones y posibilidades de la era clásica: Hitchcock), entonces Werner Herzog vendría a ser una especie de estandarte solitario de una suerte de prehistoria cinematográfica. No importa que el alemán empiece a filmar en los 60, o sea, en el exacto momento del nacimiento del cine moderno (que ya se venía gestando desde el neorrealismo): sus películas parecen hechas antes incluso que los primeros cortos de los Lumière, hablan un idioma milenario que ignora conscientemente todo el desarrollo del lenguaje del cine hasta la fecha. Su tan conocida búsqueda de imágenes nuevas, nunca antes captadas por el ojo de una cámara, en vez de acercar más bien separa a Herzog de sus compañeros de generación: mientras que la nouvelle vague explora las calles de Francia renegando del estudio, o Wenders viaja alrededor del globo registrando el mundo a partir de una mirada educada en la cinefilia pero con una poética marcadamente personal y contemporánea, lo de Herzog es más precisamente un movimiento hacia atrás, un desajuste con el tiempo de su época; un viaje al revés encaminado hacia los albores nunca vistos del cine, a una era lejana que pareciera nunca encarnó realmente en la historia del cinematógrafo, único arte originario del siglo XX e inventado (las películas de Herzog también son originarias, arcaicas en el sentido más insondable del término). La exploración elemental de Herzog, su continua indagación por el hombre desde una óptica mítica, puede apreciarse no solo en películas que transcurren en el pasado, como Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo, sino que a veces hasta se nota más intensa cuando el director dispara su mirada sobre el mundo actual, como ocurre en los documentales La soufriére o El gran éxtasis del tallador en madera Steiner: allí una ciudad abandonada por la amenaza de un volcán en erupción o la competencia de salto de esquí devienen puro primitivismo, signos de un pasado remoto que únicamente Herzog con el cine (en sus manos un verdadero ritual de luz y tiempo, una hechicería tecnológica) desentraña y captura, recordándonos incansablemente que somos algo más que lenguaje y sociedad, que alguna vez fuimos (y quizás todavía somos, pero lo olvidamos) otra cosa. En estos terrenos míticos, sus personajes tienen motivaciones que se nos escapan, que eluden de antemano cualquier intento de psicología: el héroe herzogiano es pura pulsión atávica, lo empuja un instinto ancestral que es el verdadero corazón de su cine. Esa pulsión y ese arcaísmo, vital, inefable, que se agita secretamente en los planos y en las criaturas de Herzog (ficticias o no), constituye una suerte de ruido en el mundo contemporáneo, un eco distante y perdido que reverbera en cada fotograma y nos interpela, misterioso, como nunca lo había hecho arte alguno. Para mí, sus películas siempre hablan de lo mismo: de la persistencia silenciosa de ese misterio. Ya desde el principio, la Nueva Orleans herzogiana se nos presenta como un terreno complejo: la película comienza con un plano de una víbora nadando sobre el agua que inunda una cárcel después del paso del huracán Katrina; la ciudad da paso a la naturaleza, la recibe, y ambas se funden en un abrazo siniestro. Como en otra escena en la que se atropella a un cocodrilo en medio de una ruta; Nueva Orleans es un territorio ambiguo, donde se diluyen los contornos habituales entre civilización y naturaleza. En esa zona de cruces transcurre la historia de Terence McDonugh, el maldito policía del título. El trailer nos incitaba a pensar que McDonugh era un buen policía que por culpa de un accidente se volvía drogadicto, violento y traicionaba a su institución. No es la primera vez que un avance nos engaña vilmente: el McDonugh de Herzog es un sinvergüenza máximo desde siempre, y eso queda bien claro ni bien aparece en pantalla, cuando no duda en extorsionar a un compañero con fotos íntimas de su esposa. Sin embargo, cuando temíamos encontrarnos con otro film del montón sobre policías corruptos, la escena que sigue se encarga de pintar a McDonugh como un personaje impredecible, que escapa a los compartimentos muchas veces estancos de los estereotipos cinematográficos: el detective se burla sádicamente de un preso que está a punto de ahogarse pero, inexplicablemente, enseguida se arroja al agua para salvarlo; esa caída, nos enteramos después, es la que le acarrea un problema en la espalda que va a ser el desencadenante de los problemas con la droga de McDonugh. En este sentido, la belleza de la historia que nos cuenta Herzog es que nunca llegamos a conocer del todo las motivaciones del protagonista: a primera vista parece que todos sus movimientos están ligados con su necesidad de drogarse y su afán de hacer dinero fácil apostando al béisbol, pero las breves aunque numerosas lagunas del guión y la ausencia de diálogos explicativos hacen que las acciones de McDonugh se mantengan grises y no puedan reducirse a móviles transparentes. Quizás esa sea la diferencia más radical con respecto a Un maldito policía de Abel Ferrara (de la cual, más allá de algunos puntos de contacto, la de Herzog no es una remake): mientras que Ferrara, para exhibir la podredumbre de la sociedad de la época, operaba sobre su personaje una condena moral (condena que se trasluce especialmente sobre el final, cuando el protagonista toca fondo para luego redimirse sorpresivamente), Herzog transita por un camino muy distinto: lo suyo es contar una historia que progresivamente se va enrareciendo y alejando del mundo actual; el relato se contamina de elementos alucinógenos y por momentos la película se torna inconcebiblemente irreal, casi mágica. Herzog, incluso situado en una producción de gran industria y con actores de renombre, es capaz de pergeñar una película personalísima que, en el fondo, conserva intacta la búsqueda de su cine. Las decisiones de McDonugh, el universo que lo rodea y lo precario de su equilibrio (las iguanas no son más que el signo de una irrupción oscura, que se torna inquietante por el hecho de no poder encajarla en algún rótulo simple del tipo “invención de la mente de McDonugh”: su carnadura, aunque fantástica, es demasiado real para la película, entonces si alguien delira no el policía, es el propio film) van resquebrajando lentamente el relato, y desde lo visual surgen momentos donde la estética se rompe para dar paso a un registro que nada tenía que ver con el anterior (por ejemplo, los planos con cámara en mano, ralenti y música extradiegética con que el director filma las iguanas). No deja de asombrarme la enorme cintura que tiene Herzog para hacer una de las películas más libres, gozosas y memorables del año en el corazón mismo de una industria por lo general anquilosada y poco dada a los riesgos. Bajo los ropajes del género y el mainstream, late una película misteriosa, anómala, que continúa la tradición herzogiana de acercarse y explorar al hombre desde un lugar atemporal, bien lejos de los estereotipos y la psicología de la época. McDonugh, como Aguirre, Fitzcarraldo o Reinhold Messner (el protagonista de Gasherbrum, la montaña luminosa) es una figura opaca, inclasificable, empujado por resortes que nos son extraños, que escapan a nuestro modo de concebir el arte o el mundo. Acaso el final sirva para resumir esto: después de un tiroteo, McDonugh ve, él solo, el alma de uno de los acribillados bailar. “His soul is still dancing” dice (seguramente la línea más hermosamente lunática del año), acto seguido, la cámara nos hace partícipes de la visión: al lado del cuerpo abatido, otro igual (el alma señalada por McDonugh, suponemos) está bailando breakdance. No hay música de fondo, no hay planos de rostros impresionados, solamente el bailarín fantasmal. No recuerdo haberme sentido tan impresionado viendo una película con una escena tan despojada, tan carente de artificios: tiene algo de mágico ese plano, de verdadero encantamiento que toca alguna fibra sensible de mí; algo que no puedo (ni quiero, tampoco) explicar con palabras. Algo similar me pasa mientras termino este texto, para mi gusto, demasiado vago e indefinido: quiero decir muchas cosas sobre Herzog y Un maldito policía en Nueva Orleans, pero a la vez no estoy seguro de estar diciéndolas bien, como si todo el tiempo se me escapara algo, o no encontrara las frases justas para explicarme. Es que, una vez más, el cine de Herzog nos interpela: está bien que la lengua empleada nos sea desconocida, porque nos habla de cosas nuevas, que no caben en las palabras como las conocemos.
Por algunas similitudes de sus relatos, la comparación entre Al filo de la oscuridad y Días de ira es inevitable, casi necesaria: lo que en aquella era gravedad e intento de sanción moral sobre la justicia y los abogados, en la película de Martin Campbell es apenas un contexto, un marco de referencia. El arreglo que existe entre la empresa que tira desechos tóxicos y un importante político, más el papel que cumplen los grupos ecologistas y sus acciones clandestinas, todo acaba siendo un fondo para el desarrollo de la verdadera historia, que se juega exclusivamente en el terreno del cine y el género y, por suerte, bien lejos de la bajada de línea. Una de las formas que adopta el film para neutralizar ese posible discurso sobre la contaminación ambiental y el poder de las corporaciones es el apostar por un tono irreverente que nunca termina de dejarle espacio a la solemnidad (que ahogaba en gran parte de Días de ira). Desde el asesinato de la hija de Thomas Craven (recibe un escopetazo de frente que la saca volando, literalmente), las misteriosas apariciones de Jedburgh del que nunca sabemos del todo (hasta el final, al menos) qué rol cumple en la historia, y alguna que otra muerte genial, antológica (como la de un personaje cuya última frase antes de ser atropellado inesperada y bestialmente por un auto es “now, I’m done”), Al filo de la oscuridad se revela inteligente y capaz de la mejor autoconciencia: sabe cómo contar y producir interés sin caer en ningún discurseo edificante sobre el papel de la justicia o la venganza por mano propia. Justamente, lo que en Días de ira era uno de los mayores lastres para la película, por su torpeza y su pretendida importancia, en Al filo de la oscuridad es su punto más fuerte: los diálogos. Más allá de algunos deliciosos one-liners de Mel Gibson (que pudimos ir saboreando desde el trailer), como el de la cruz y los clavos (que, dicho sea de paso, seguramente haya sido escrito especialmente para él), hay en la película de Campbell un sinfín de frases sueltas, conversaciones y respuestas que son el verdadero sostén del film: cortantes a veces, cómicos otras, grasas de vez en cuando, pero siempre impactantes y felices (algunos realmente inolvidables, como cuando Mel Gibson le dice a su enigmático ángel de la guarda Jedburgh “no voy a caminar con usted en la oscuridad”), los diálogos marcan el tono de una película que no por tomarse con ligereza su tema (venganza, ley, poderes económicos, etc.) deja de ser contundente en un sentido estrictamente cinematográfico. Los diálogos y one-liners son, después de todo, una insignia genérica, marcas de pertenencia que conectan a la película con la historia del cine. Esa desfachatez e irreverencia es la misma que sobre el final salvaba en parte a Días de ira, solamente que, además de ser una película mucho más consistente y firme de principio a fin (Campbell tiene un currículum frondoso en cuanto a cine de acción se refiere, y es el responsable de la que probablemente sea la mejor película de James Bond, Casino Royale), Al filo de la oscuridad tiene de su lado a un gigante, enorme y colosal Mel Gibson, capaz de virar de la ternura más empalagosa a una furia ciega pasando por algunos momentos intermedios donde, gracias al soporte de Ray Winston, Gibson demuestra ocasionalmente sus dotes de comediante. Como la película toda, su protagonista también es versátil, capaz de maniobrar registros distintos y hacer gala de una lucidez suficiente como para no tomarse tan en serio a sí mismo.
Según cuentan, Plumíferos es una de las primeras películas animadas en 3D del mundo realizada a partir de software libre, es decir, hecha por fuera del esquema de las grandes empresas informáticas (ya había un antecedente peruano: Piratas en el Callao). Confieso que este hecho me seduce enormemente: me suena a levantamiento, me lleva a pensar en una verdadera rebelión cinematográfica, en el precedente que anuncia un futuro distinto para la animación, libre de ataduras y concesiones a modos de producción de las grandes corporaciones y estéticas mainstream. Fuera de esto (más un fantasía personal que una realidad a concretarse), Plumíferos es una películasin absolutamente nada digno que ofrecer al público, pobre por donde se la mire. Y es que el problema empieza, justamente, con la mirada: al principio de la película, durante el acecho de un gato a un pajarito en el techo de una casa, el film de Giannini y De Filippo exhibe una terminación visual increíblemente tosca, desprolija, fea, que lleva a suponer (¡a desear, con todas nuestras fuerzas!) que ese comienzo no sea más que una burla calculada, alguna clase de dispositivo visual sometido a un examen paródico (un programa de televisión, quizás). Pero no: los torpes movimientos de cámara; la animación rígida y rudimentaria del personaje del gato (ver sobretodo la caída, donde lo rústico del dibujo alcanza su cumbre máxima); el uso (y abuso) falto de gracia del slapstick; la aspereza de las figuras y las texturas; el pixelado que se nota casi constantemente (y que recuerda a aquellos primeros videojuegos en 3D de principio de los 90); la falta de definición de los fondos que muchas veces apenas cumplen el papel de meras decoraciones y nunca alcanzan a tomar la forma de mundo concreto que sirva de marco para las aventuras de los personajes; todo, en resumen, anticipa lo que está por venir: una película burda que exhibe desfachatadamente su factura lamentable. Y encima, como si lo grosero de la animación no fuera suficiente, tenemos que soportar el trabajo con las voces: el desequilibrio que se da entre el habla coloquial y de corte televisivo con algunas inclusiones de español neutro, el desfase que varias veces se advierte entre la pista de audio y los gestos de la boca de los personajes, o la total falta de cohesión entre las diferentes actuaciones (escuchar las interpretaciones de Mariano Martínez, Mike Amigorena o Luis Machín: cada uno está haciendo su propia película, forzando la caracterización y desencajándola del resto); también esto hace que en lo sonoro, Plumíferos resulte una experiencia irritante, molesta. Y como si las ambiciones de los realizadores fueran fracasar rotundamente en todos los rubros posibles, el desorden y falta de personalidad general puede apreciarse además en el universo temático de la película, indefinido y falto de matices al punto de hacer imposible reconocer el origen del film: descontando algunos impostados modismos porteños, Plumíferos podría tomarse como proveniente de cualquier otro país de habla hispana, tan evidente es su falta de pertenencia a una cultura. Se mezclan, por ejemplo, un benteveo que (haciendo honor a su especie) solamente puede pronunciar “bicho feo” (dicho sea de paso, rompiendo el contrato establecido con el espectador, según el cual los animales del film hablan como humanos y no como animales) con un edificio como el del villano Puertas que es pura modernidad y tecnología de punta rayando en la ciencia-ficción, imposible de encontrar en la ciudad de Buenos Aires (en este sentido, la geografía urbana de Plumíferos también es impersonal y nada precisa: de imágenes de barrios con casas bajas se pasa, casi sin transiciones, a otras de la ciudad con rascacielos). Fuera de alguna rara buena decisión (como hacer del gato, personaje ajeno a la historia central, un ocasional narrador) y uno o dos chistes que funcionan (alguna frase del señor Puertas, la ansiedad del personaje de Pipo), la visión de Plumíferos, a pesar incluso de sus escasos ochenta minutos, no puede conducir más que al fastidio y a preguntarse por el motivo de tamaña ofensa animada. Aunque hay que destacar que, al menos como experimento técnico, la película de Giannini y De Filippo resulta un ensayo interesante, quizás una posible puerta a un cambio en el estado de cosas de la animación en 3D.
No leí Los hombres que no amaban a las mujeres (ni ningún otro libro de Stieg Larsson), pero me animo a decir que la película Los hombres… es una simple y correcta ilustración en imágenes de lo que sucede en el libro. No es que Los hombres… esté mal, la verdad es que entretiene, varios de sus personajes son interesantes (sobre todo el de Lisbeth, verdadero núcleo de la película –y supongo, también del libro), la intriga está bien construida (con un desenlace que no por presentirse deja de tener algo de fuerza) y el film, en líneas generales, funciona. Pero hay cosas que todo el tiempo parecen reenviar al universo de la literatura, como el peso que se le confiere a algunas frases, la marcada apatía y falta de personalidad del personaje de Mikael (atributos que suelen aprovecharse mejor en una novela que en una película), el uso mecánico y muchas veces torpe de la música (el único rasgo netamente audiovisual, la música en off, está sobreexplotado y forzando los climas), la inclusión desprolija de escenas que solamente agregan información a destiempo sobre algún personaje (como la visita de Lisbeth a su madre, totalmente descolgada) o la tendencia a los primeros planos, que parecieran querer indagar únicamente en las caras y las impresiones de los personajes sin preocuparse demasiado por el espacio, los cuerpos y los lugares que se recorren. No estoy tratando (sería inútil, además) de agotar las posibilidades que tienen el cine y la literatura a la hora de cruzar relatos y lenguajes, pero sí señalo que hay un ineludible aire de “escritura” en la película Los hombres.., de respeto a un texto que ancla al film y lo encierra en un universo cinematográfico muy reducido donde no queda mucho lugar para nada que no sean planos cercanos, música estridente y líneas aparatosas. De hecho, es notable la capacidad del danés Niels Arden Oplev para eludir la descripción de los lugares que podrían sumarle a la película una atmósfera propia, como Estocolmo o el campo sueco. Todo lo que no sea narración, acción o tensión dramática, parece que no tiene cabida en Los hombres… La encarnación más evidente de esto es Lisbeth, que vive crispada y con la cara rígida, como si a cada instante la actriz Noomi Rapace se estuviera jugando la interpretación de su vida. La sordidez del mundo de Lisbeth es otra cosa que se desperdicia: no conocemos más que unos pocos ambientes por los que transita (por ejemplo, casi no se nos muestra su casa), y los pocos que se presentan suelen repetirse (como el sucucho de su hacker amigo o la oficina y el departamento de su tutor). De tomarse el tiempo necesario para retratar con más detalle la vida de Lisbeth, Oplev seguramente habría tenido en sus manos una película distinta, menos arraigada en su antecedente literario y más cinematográfica. A pesar de todo, las desventuras de Lisbeth son los únicos estallidos de la película y que rompen ocasionalmente con la monotonía general de la trama. Sin Lisbeth, con su pasado misterioso, su oscuridad y sus arranques punk a cuestas, Los hombres… no nos mantendría en la butaca ni cuarenta minutos. No es para despreciar que Oplev logre sostener el interés durante las dos horas y media de metraje, pero hay mucho de artilugio, de mecanismo de relojería, que hace que Los hombres… nunca despegue de la mera prolijidad narrativa. Es destacable que una película de una duración como la de Los hombres… entretenga y mantenga un buen ritmo la mayor parte del tiempo (aunque, por otra parte, es lo mínimo que se le puede pedir a una película de investigación), pero el automatismo y falta de riesgo que trasluce Oplev terminan por configurar un producto gris, mediocre, al que solamente le cabe, como elogio máximo, una vieja y remanida afirmación crítica (ya utilizada al comienzo de este texto) que suele aparecer cuando no hay mucho para rescatar de una película: efectivamente, puede decirse de Los hombres… que “funciona”.
Días de ira es una película “para el debate”, una de esas en las que se trata de generar polémica alrededor de un tema echando mano a maniqueísmos, simplificaciones y sensacionalismo y que, de conseguir su objetivo, hacen que la gente salga de la sala hablando del tema en cuestión y no de la película. Dada su absoluta intrascendencia y pobreza cinematográfica, podría pensarse que el estreno de Días de ira solamente se entiende a partir de los tópicos que aborda, que son moneda corriente en la agenda de los medios de comunicación de nuestro país: la inseguridad, la justicia por mano propia, la supuesta ineficacia de las leyes a la hora de castigar el delito, y la corrupción del sistema que va desde los abogados hasta los mismos jueces. Dos criminales entran en la casa de Clyde Shelton y asesinan a su esposa e hija. Nick Rice es el abogado encargado del caso de Clyde que decide a espaldas de su cliente hacer un acuerdo con los acusados: uno de los delincuentes, Darby, artífice máximo de los crímenes, atestigua en contra de su compañero a cambio de una condena de pocos años. Clyde se indigna porque Darby es el verdadero responsable de la muerte de su familia, mientras que el otro (al que le toca la pena de muerte) tuvo una participación mucho más reducida; Nick le dice que un poco de justicia es mejor que nada y que de no hacer el trato seguramente los dos queden libres, pero la realidad es que Nick solamente está cuidando su récord de casos ganados: para él, la tragedia de Clyde es otra victoria en su impecable currículum. Así, desde el principio, primero con el sadismo de Darby y después con el engaño de Rice, la película nos coloca rápidamente del lado de Clyde, y va a seguir haciéndolo durante el resto del relato. El director F. Gary Gray no duda en filmar los peores y más gruesos diálogos que jamás se hayan escuchado en una película de juicio, de esos en los que los personajes prácticamente se regodean en su depravación y se enorgullecen de su inmoralidad, y produce la polarización ética tan común en este tipo de películas: de un lado están los malos, los corruptos, y del otro los justos, los intachables (Clyde, en este caso). Así, como equilibrando la podredumbre que se muestra del lado de la justicia, Clyde aparece revestido de una superioridad moral que por momentos raya en lo divino: Clyde le habla a Nick de lo que le falta aprender y amenaza con tirar el sistema abajo si no escuchan sus demandas, que según el mismo Clyde nada tienen de venganza sino que vienen a ser una especie de lección, una enseñanza. El personaje de Butler (actuación feísima del otrora brillante Leónidas) tiene a su alcance un poder militar impresionante y es capaz de castigar a cualquier personaje a distancia de manera misteriosa y sin dejar pruebas. A su vez, varias de las muertes que lleva a cabo son amparadas por la película, como la de la jueza, que después de una seguidilla de frases impresentables, es asesinada inesperadamente por su teléfono: en este caso, además de la función de castigo, la muerte opera como gag. Días de ira, en medio de su gravedad e ínfulas de película seria, no solo no se indigna frente a esta muerte sino que además se burla y la festeja. Pero es en este momento, que amenaza con convertirse el más abyecto de la película, que Gray ya anuncia los signos de un cambio notable, el paso de un tono grave a uno más libre y por momentos hasta humorístico y absurdo. La supremacía táctica de Clyde se muestra cada vez más avanzada e inverosímil, y las escenas finales, sobre todo en las que se devela su secreto, ya bordean el ridículo y la pavada, pero es justamente en ese límite que la película logra sacudirse la seriedad impostada del principio y deviene puro relato, cuando se abandona la búsqueda del debate simplón para nada más contar una historia. También ayuda la lenta pero segura caída moral de Clyde: al no ser ya el faro ético del principio, la película pierde el contraste que en gran parte invitaba a la polémica. Lástima que esa liviandad no dure hasta el final: Nick pareciera que aprende su lección (el plano final junto a su esposa en el recital de su hija es enervante), y Clyde tiene un final horrorosamente poético que recuerda al de Creasy en Hombre en llamas, otra película corta de ideas que por momentos escapaba a la condena absoluta gracias a sus excesos.
Preciosa es una película miserable porque se regodea en el sufrimiento y la humillación de su protagonista. Para Daniels pareciera no haber límites en cuanto a qué se puede contar y cómo hacerlo, y su película es una seguidilla de golpes bajos que apuntan a la emoción fácil y calculada. Como muchas otras películas que buscan el impacto en lugar de la reflexión, en Preciosa todo es contraste grueso y agresión hacia espectador. La fotografía saturada, la cámara en mano, el exceso de primeros planos, las puteadas repetidas y subrayadas, las imágenes reiteradas de una nena con síndrome de Dawn, la antítesis tosca que surge cuando se comparan los padecimientos de Clarise (Preciosa) con sus fantasías de convertirse en una estrella pop o los ataques sorpresivos que recibe de parte de su madre, todo está dispuesto para generar conmoción y shock. Lo increíble es que, incluso con esta batería de recursos deleznables, Preciosa es una película con un universo propio que de a ratos parece resistir estoicamente los embates de la puesta en escena de Daniels. La misma Preciosa es el estandarte de esa resistencia: su cuerpo, nunca o muy pocas veces visto en cine, es una geografía cinematográfica nueva que invita a ser recorrida por primera vez. Sobre todo en los momentos de descanso, cuando Clarise camina por la calle: allí el suyo es un físico que se separa del de los demás, que genera curiosidad y hasta impone un cierto respeto. El resto del tiempo, Preciosa es más o menos la historia de las múltiples violencias que pueden aplicarse sobre un cuerpo, ya sea cuando es golpeado por su madre, por los chicos en la calle, violado por su padre, herido por el nacimiento de un hijo o amenazado por el sida. Poco hay para rescatar fuera de Gabourey Sidibe, que interpreta a Preciosa: quizás también el paisaje de Harlem, que de alguna manera la fotografía brillante y granulada ayuda a realzar en toda su miseria y podredumbre, tornándolo el espacio vital perfecto para servir de telón a las caminatas de Clarise. Lo que queda son estereotipos exagerados y reconocibles (la maestra Rain es la profesional abnegada, prolija y exigente que cree en sus alumnos; Joann la chica hueca y pretendidamente sofisticada que quiere ganar mucha plata), las apariciones “premiables” de Mariah Carey y Lenny Kravitz, y un villano memorable: la madre de Preciosa, que en una película de género, sin aspiraciones de verdad ni denuncia como la de Daniels, podría llegar a ser un personaje delicioso, para la posteridad. Preciosa es condenable moral y cinematográficamente porque no repara en los medios con tal de alcanzar su fin: la exhibición de una nena con síndrome de Dawn (cuya cabeza permanece forzadamente dentro del plano y cerca de cámara en una esquina del cuadro -la idea parece ser la de explotar su cara al máximo, que en esas escenas el espectador no la pierda nunca de vista), con el único objetivo de producir impacto, de conmocionar al público, es una falta ética grave, y ninguna explicación narrativa o de otra índole alcanza para justificar la decisión. Pero incluso con su falta total de pudor, Daniels se cuida de no ofender a su auditorio con una imagen que habría sido interesante ver: en las fantasías de Preciosa, ella aparece rodeada de lujo, glamour y éxito, siempre siendo ella misma. Sin embargo, en más de una ocasión Clarise dice que le gustaría ser flaca y de piel clara (Daniels le concede su deseo pero lo hace en una escena muy breve, cuando el espejo de Preciosa le devuelve la imagen de una chica rubia y delgada). Esta incoherencia, la de retratar los sueños de Clarise con su propio cuerpo y no con el que ella desea tener, me hace mucho ruido: ¿por qué un cineasta como Daniels, que no escatima en recursos con tal de golpear al espectador, no se atreve a mostrar a Preciosa como ella se imagina a sí misma, fuera de ese plano fugaz del espejo? ¿Cuál sería el problema de mostrar así a su personaje, si total ésta no es una historia de revalorización del cuerpo de la mujer como lo era, por ejemplo, Las mujeres verdaderas tienen curvas? ¿Será que semejante idea podría interpretarse como racista o discriminatoria? Lo cierto es que Daniels le niega a Preciosa la posibilidad de al menos inventarse a sí misma, y en esa negación se condensa como nunca todo el maltrato y la humillación que padece la protagonista durante la historia. La película pareciera decir: “te van a golpear y maltratar, te va a pasar una topadora por encima, pero con eso y todo no te vamos a dar la satisfacción de que te imagines como vos querés”. A Daniels se le cae la careta, y su pose de cineasta crudo y arriesgado se deshace en esa concesión a la corrección política: nena Dawn sí, pero gorda negra que se imagina flaca y rubia, no.
Dream Police. Hada por accidente no se cansa de recordarnos la importancia de soñar y aspirar a lo imposible. Tanto el hada jefa Lily (que encarna una encogida Julie Andrews), el inventor Jerry (Billy Crystal) o el asistente Tracy (interpretado por el gran Stephen Merchant; véanlo en Extras, serie de la cual también es guionista) se pasan la película discurseando acerca de las bondades de la imaginación y de cómo la humanidad ya no cree en lo fantástico. Pero lo cierto es que Hada… tampoco hace mucho por cambiar ese estado de cosas que dice criticar: el reino de la hadas de los dientes (nada de Ratón Pérez, en Estados Unidos la que te lleva el diente y deja un billetín es un hada) se parece bastante a una oficina de correo sobredecorada en la que se realizan trabajos por demás terráqueos, donde las hadas empleados se mueven agitadamente de un lado para otro con papeles. Hay ventanillas de madera como las de los bancos viejos, una escala jerárquica, una división del trabajo precisa y discriminatoria (los administrativos, por ejemplo, nunca pueden llegar a conseguir las alas de hada) y un tablero con horarios de despacho como los de un aeropuerto. El único lugar que pareciera conservar un leve aire de magia es la biblioteca en la que trabaja Jerry: el resto puede verse en cualquier oficina medio pelo de nuestra ciudad. ¿Cómo creerle a una película que predica sobre las bondades de los sueños, la infancia y la imaginación, cuando su mundo fantástico es apenas una reflejo desganado de lo más aburrido que tiene para ofrecer el nuestro? Para colmo, el reino de las hadas tiene la maldita costumbre de andar vigilando a los que dicen no creer en esas cosas, y cuando los cachan, los obligan a trabajar de hadas durante un tiempo. O sea, además de burocrático, gris y poco imaginativo, el mundo de las hadas también cumple la función de policía moral, que secuestra e impone trabajos forzados cuando alguien profesa un credo diferente al de ellos. Es lo que le pasa a Derek Thompson (Dwayne Johnson), una víctima de la persecución del otro mundo, cuando casi le dice a la hijita de su novia que las hadas no existen. El guión (escrito a ¡diez manos!) cuenta la historia de la resistencia de Derek a las misiones que le asignan Lily y Tracy, y de cómo entre amenazas de trabajo eterno lo van ablandando hasta quebrarlo y hacerlo uno de los suyos. No deja de ser un poco perturbador, pero los mejores momentos de la película son aquellos en los que se entrena/tortura a Derek, como cuando le arrojan pelotitas de tenis o Jerry le tira en la cara un polvo amnésico muchas veces repitiéndole siempre la misma pregunta. La crueldad de estas escenas resulta muy cómica a la vez que tensa los límites éticos de la película: la violencia institucional, planificada y calibrada que exhibe el mundo de las hadas dispara conexiones en muchas direcciones diferentes que no vale la pena clarificar ahora pero que pueden adivinarse con facilidad solamente leyendo estas líneas. Nos reímos porque los suplicios los padece el enorme e indestructible Dwayne Johnson y porque las hadas visten calzas, alas y usan varitas mágicas, pero un leve cambio en el vesturario o la víctima de turno sería sufiente para desdibujar todas las sonrisas de la sala. Por eso, una vez más, el título local es terriblemente inexacto: no hay accidente en la película de Michael Lembeck, “Hada por castigo” o “por persecución” habría sido mucho más pertinente.
Impresiones. Muchas veces escribir sobre cine, más que aplicar un sistema de análisis y evaluación a una obra, es una puesta en palabras de las sensaciones disparadas durante la visión de la película. Frente a Cinco días sin Nora me confieso desarmado, porque un examen general de cosas como el guión o la puesta en escena no me deja mucho espacio para una observación más o menos enriquecedora: poco puedo decir de ellos fuera de que son correctos, prolijos, y nada más. Desde la fotografía, pasando por los encuadres hasta llegar a los diálogos, todo lo que veo parece que tuviera una función precisa, como si se tratara de engranajes que echan a andar de manera automática un determinado mecanismo. Hay algo de inercia en Cinco días sin Nora, de película que avanza correcta y desapasionada hacia su objetivo, sin ganas de hacerse preguntas o de indagar en la materia de su universo lleno de muerte, engaños y rituales. Salvo por algunos planos en donde se hace presente un cierto misterio, como los del hielo seco que guarda el cuerpo de Nora o las imágenes de la heladera abarrotada de comida acompañada de instrucciones para su preparación, Chenillo pareciera ensayar una especie de agotamiento de posibilidades cinematográficas en favor de un rigor formal que llama la atención por su frigidez. Vuelvo: frente a una película que no me deja resquicios para pensarla, que no invita a la duda y que esgrime su prolijidad como escudo que desvía los posibles intentos de análisis, no me queda más que el relato mis propias impresiones, y hacerlo de la manera más subjetiva posible. Hay cosas que se huelen, que quizás tengan una base racional pero que en realidad operan a un nivel puramente sensorial. Los primeros minutos de Cinco días sin Nora me hablaron de una película fría, apagada, que recurría a la corrección más como una manera de tapar la falta de un discurso que como una decisión estética. Es cierto que algo del clima que construye Chenillo se entiende a partir de la historia, los personajes y sus espacios vitales, pero la monumental falta de riesgo de la película no alcanza a justificarse con eso. Me pasaba cuando escuchaba los diálogos, vacíos y rígidos, de una sobriedad casi glacial, que esperaba que surgiera alguna voz discorde, un ruido que desestabilizara un poco el equilibrio sonoro de la película. Lo mismo me pasó con los planos: deseaba como nunca que apareciera una imagen distinta, bella o fea, no importaba, pero una imagen con la fuerza suficiente como para romper con la dejadez visual de la película. Algo de eso ocurrió con los flashbacks: por primera vez la película exhibía errores, fallas que se notaban y que, aunque momentáneamente, parecían poner en crisis el sistema creado por la directora. Los recuerdos de José están insertados a la fuerza, se los notaba a destiempo y quebrando enormemente el esquema narrativo de la película; irónicamente, en momentos como éstos es en donde Cinco días sin Nora se revela más humana: los errores parecieran aportarle una cierta calidez a la gélida rigurosidad anterior. Lo mismo ocurre con las apariciones de Leah: intentos de comedia algo burdos, de trazo grueso y aparatoso en comparación con la meticulosidad del resto de los chistes, los gags a cargo de Leah, incluso cuando ella resulta un poquito irritante y exagerada, son una inyección de vida y calor que disipa algo de la atmósfera helada de la película, como si de repente Chenillo hubiera salido del cómodo mutismo del principio y estuviese atreviéndose a hacer sus primeros balbuceos. Leah no me hizo reír, pero sí ayudó a que la visión de Cinco días sin Nora fuera un poco más soportable. Seguramente lo único que me generó alguna clase de emoción es el cambio que se da en el personaje de José. Del cinismo del principio a los celos, las dudas y el dolor del final, José recorre un camino interesante como personaje, que le permite jugar con diferentes registros y dirigir la película de un lugar a otro (como él, el film de Chenillo también vira de la frialdad hacia una mayor calidez). José pasó de molestarme e indignarme a invitarme a acercarme a él hasta incluso experimentar una cierta empatía. Ese descubrimiento, ese giro de trescientos sesenta grados que, a fin de cuentas, es el verdadero centro dramático de Cinco días sin Nora, creo que fue lo único que pude encontrarle de valioso, el singular gesto de vida que muestra una película que se propone más como un artefacto narrativo calibrado que como una historia con algo de emoción. Fuera del cambio de José, los planos del hielo y la heladera y de la comedia de Leah, no tengo más nada para decir del film de Mariana Chenillo. Las películas malas al menos me mueven a escribir, al repudio, pero las estrictamente correctas como Cinco días sin Nora solamente me dejan sin palabras.
Invictus empieza como terminaba Río Místico: en aquella, una calle separaba a los personajes en dos veredas, de un lado estaba el asesino Jimmy Markum con los hermanos Savage a su lado, encarnación de la fuerza bruta y patoteril, con la bandera estadounidense en plano; enfrente, Celeste, víctima de la violencia dictatorial de Jimmy, que parece sola incluso en medio de la multitud. En Invictus, un camino de tierra separa a la población negra (contenida con alambres) de la blanca (protegida con rejas), los primeros juegan al fútbol, los otros al rugby. Por la ruta, como anunciando la futura reconciliación entre las dos partes, pasa el auto de Nelson Mandela, recién liberado de la cárcel de Robben Island después de casi treinta años de cautiverio. En ambos casos la metáfora es transparente pero potente, signo de un dominio del lenguaje del cine clásico del que pocos cineastas en la actualidad pueden hacer gala. Si en Río Místico el final resultaba un poco irritante no lo era por la evidencia del sentido del plano, sino porque esa escena constituía el corolario de una película por demás ampulosa y declamatoria. La cosa es distinta en Invictus: el comienzo opera como clave de lectura y marca de pertenencia a un cine, a un lenguaje, a una época. No estamos frente a un caso como el de Match Point y la pelota de tenis/anillo en que se invita al espectador a descifrar un sentido escondido que es fundamental para comprender la línea moral de la película, sino de algo muy distinto: la idea de Mandela como pacificador de una nación dividida es cristalina, funciona a un nivel puramente visual, en donde la belleza surge en la simpleza de la comparación. Por otra parte, la metáfora debe ser transparente y aprehendible para todo el público, esa es la base fundante del cine clásico, un arte dirigido a las masas, al gran público, y no a una minoría con aires de entendida, target más bien propio del cine de Woody Allen. Estamos avisados. La escena inicial de Invictus es una declaración de principios, una advertencia sobre lo que estamos a punto de ver: cine clásico, del bueno, diáfano y límpido, con un lenguaje metafórico que no entorpece sino que ayuda a la comprensión del lenguaje y a embellecer el mundo. A poco de empezada la película, Eastwood se despacha con uno de los planos más bellos y conmovedores del año: Mandela se despierta en su casa presidencial, se levanta rápido y hace la cama. El plano es amplio, abarca casi toda la habitación, que es pequeña y de un amoblado sencillo: si la película no nos lo dice antes es imposible adivinar que esa es la habitación del presidente de Sudáfrica. La velocidad de Mandela para levantarse y la diligencia que muestra para acomodar la sábana (tarea algo impropia de un primer mandatario, podría pensarse) nos pintan por entero al personaje y su sentido de disciplina, humildad y esfuerzo (seguramente fruto de los años en Robben Island). A su vez, la corvatura de la espalda y la torpeza de los movimientos dejan entrever el desgaste de un cuerpo anciano que conoció pocas comodidades y lujos a lo largo de su vida. Finalmente, el encuadre claramente acentúa el vacío y la oscuridad de la habitación: sillas y sillones vacíos y un amplio espacio ordenado y sin muebles parecen estar contándonos de la soledad del personaje, amado profundamente por millones de sudafricanos pero rechazado por su familia. Como en el plano de las dos mitades, la belleza está en la simpleza de la construcción visual que con muy pocos recursos ofrece de manera cristalina una enorme cantidad de información: la economía y la claridad siempre fueron dos pilares del cine clásico, y dudo que en lo que queda del año (y eso que el 2010 recién empieza) tengamos la oportunidad de disfrutar de otro momento de una sofisticación y encanto parecidos en una sala de cine. Después de películas como Río Místico, La conquista del honor, Cartas de Iwo Jima, Million Dolar Baby y Gran Torino, era evidente que Eastwood se estaba tornando un cineasta oscuro, amargado, con ocasionales pero breves espacios para el humor y la esperanza. En este sentido, Invictus es una película que nos disloca como espectadores de su obra, porque la adaptación del libro de John Carlin, El factor humano, es un film cálido y optimista como ningún otro que haya filmado antes. No hace falta meternos todavía con la historia para comprender la magnitud del cambio, porque la diferencia salta a la vista rápidamente en la paleta de la fotografía: todas las películas mencionadas eran nocturnas y estaban teñidas de un azul de penumbra (Million Dolar Baby y La conquista del honor) o de bien sus desenlaces, momentos de alta tensión donde estaba en juego la integridad de los personajes y de toda una película, ocurrían en medio de la noche más negra, signo del destino que les aguardaba a los protagonistas (Río Místico y Gran Torino). En cambio, Invictus ya arranca en pleno día, con mucho sol y mucho verde: incluso la tierra de la cancha de fútbol parece reflejar los rayos de luz. La noche (o la madrugada, para ser más exactos) está reservada para unas pocas escenas (dos o tres, apenas) en donde Mandela aparece colocado en un lugar vulnerable, ya físico o emocional. Los partidos de rugby transcurren siempre de día lo mismo que la mayoría de la escenas en interiores. Si las últimas películas de Eastwood venían siendo azules, Invictus pega un vuelco hacia un naranja cálido y luminoso, con espacios para marrones y grises que a través de trajes y la madera de los muebles nos hablan del mundo del trabajo y la rutina, una parte fundamental de la historia de Invictus. Eastwood corrió un riesgo enorme adaptando el libro de Carlin, que parece que invitaba con facilidad a las frases ampulosas y a las enseñanzas de vida. En lugar de eso, el director de Los imperdonables muestra una vez más su habilidad a la hora de filmar diálogos que en manos de otro cineasta no habrían sido más que un rejunte de líneas grandilocuentes: en Eastwood el lenguaje de los personajes, sujetos históricos con la tarea nada fácil de cambiar el rumbo de un país como Sudáfrica y de llevar su mensaje al resto del mundo, se vuelve una parte integral de la sociedad que se está creando. Es efectivamente un tiempo de pensamientos y discusiones importantes, de charlas de café (o té), como la que entablan Mandela y Pienaar en la oficina presidencial, en los que se juega el destino de toda una nación y una ideología. Si los diálogos nunca devienen en moraleja esto es porque el guión siempre se mantiene dentro de los límites del relato: las frases de Mandela o Pienaar pertenecen al universo de la película, son hijas de un país y un tiempo cinematográficos y no pueden ser extrapoladas a nuestra actualidad. De hecho, tomando en cuenta la tendencia a la frase un poco altisonante del personaje de Mandela, podría decirse que Eastwood propone un acercamiento más cinematográfico que histórico: su Mandela es claramente un personaje de ficción, pura grandeza y magnanimidad difíciles de encontrar en el mundo de la política. Lo mismo puede decirse del François de Matt Damon, del que no sabemos prácticamente nada fuera de la familia o su trabajo como capitán de la selección de rugby: no le conocemos gustos, vicios, miedos o debilidades más allá del mundo del rugby. Hasta en los partidos, François nunca es la estrella sino uno más del equipo. El Pienaar de Damon es otra criatura puramente cinematográfica, hecha a base de gestos fílmicos (como el labio que se levanta o la voz afinada) y no de psicología. Incluso cuando uno piensa que la película está equivocando el camino, buscando irritar o emocionar al espectador de alguna forma, Eastwood muestra de nuevo que su cine no está para esas cosas. El personaje del padre de François amenaza con convertirse, desde su primera aparición, en un acusado por la película: no sabemos con certeza si el señor Pienaar acordaba plenamente con el régimen anterior, pero sí que es uno de los tantos sudafricanos blancos de clase media/alta que ataca a Mandela mucho antes de empezar su gobierno. El papá de François es una enorme bola de prejuicios políticos y raciales que cree, como tantos otros sudafricanos, que el nuevo gobierno va a perseguir a los sectores disidentes: podría pensarse que el personaje es un estereotipo sencillo, fácilmente clasificable, que funciona como ejemplo de los enemigos políticos de Mandela. Pero a medida que pasan las escenas, papá Pienaar se revela ya no como un intolerante y racista sino lisa y llanamente como un pesado y exagerado, que no para de hacer chistes a su mujer o a su nuera o de hablar mal del presidente de la asociación de rugby (“contate los dedos después de darle la mano”, le dice a François). Mr. Pienaar pasa de ser un personaje que amagaba con buscar la indignación fácil del espectador a convertirse en un comic relief: si le tenemos paciencia, Eastwood no nos defrauda. Algo parecido ocurre con el final, cuando falta poco para que termine el partido de los Springbooks con los All Blacks. Varios planos con cámara lenta se suceden uno tras otro, del partido y del público, y por momentos pareciera que el director emplea ese recurso porque no sabe cómo dale un cierre potente a su película. La cámara lenta acentúa los movimientos de los jugadores, golpes, gestos de dolor y últimos esfuerzos (faltan pocos segundos para que acabe el partido), y la sensación es que Eastwood trastabilló, que no supo imprimirle a Invictus la tensión final necesaria sino a través de los ralenti prolongados. Pero el suspenso que crea la lentitud de la escena va en aumento y finalmente el director consigue su cometido: una pelota que gira en el aire hacia el campo rival concentra todo el suspenso imaginable; con esa pelota viajan todas las aspiraciones, metas y creencias de los personajes de Invictus, y entonces la cámara lenta se muestra un recurso válido y fundamental para construir la tensión. Vi la película dos veces en cine, y la segunda, sabiendo de antemano el resultado del partido, no pude evitar inclinarme hacia adelante y experimentar la misma ansiedad de la primera vez. De nuevo, la cámara lenta, que parecía un traspié de Eastwood, un desliz de último minuto, es en realidad la cumbre dramática de su película, unos instantes en los se les va la vida a los personajes y a nosotros y que se justifica solamente por la explosión de alegría y festejo posteriores (consecuencia directa de la acumulación dramática de los planos anteriores), probablemente los momentos más luminosos de toda la filmografía de Eastwood. Como si toda la película fuese un preludio para los abrazos, bailes y gritos del final. Cuando pensábamos que Eastwood podría haber muerto con Walt Kowalski y Gran Torino, una obra decididamente terminal, el director nos regala una de las mejores películas del año, y parece decirnos que sigue en plena forma, con todas las ganas y la fuerza para seguir dándole al mundo los que quizás serán los últimos films genuinamente clásicos de la historia de cine.
Cuestión de peso. Es raro encontrar una película que sea pura superficie, y lo digo corriéndome de ese lugar común tan arcaico como insostenible que propone dividir al arte en forma y contenido, como si uno fuese el envoltorio accesorio del otro. No, Astroboy es superficial en un sentido feliz, celebratorio. La película de David Bowers es una verdadera fiesta de texturas coloridas y brillantes que acaban por conformar una experiencia placentera y sinuosa, resbaladiza en los términos más físicos posibles. Para empezar, Astroboy no propone ninguna clase de lectura en clave: desde las ambiciones desmedidas del presidente Stone y el uso que hace del ejército para sus fines personales hasta el discurso que se esboza sobre la familia y la pobreza pasando por un burdo intento de ecologismo, todo está a la vista y no es necesario andar disparando interpretaciones ni nada que se le parezca para encontrar algún mensaje cifrado detrás de la historia. Me van a decir que la simpleza narrativa de Astroboy puede explicarse por el hecho de ser un producto pensado para un público mayormente infantil, pero yo prefiero creer que la sencillez y transparencia de la película son decisiones de orden estrictamente cinematográfico (y de paso no menospreciamos a los espectadores jóvenes). Incluso pareciera haber un rechazo por todo aquello que represente un peso en términos de significación, por eso los personajes, incluso en sus momentos de crisis más marcados, nunca alcanzan picos emocionales, sino que todos se mueven en un registro más bien intermedio, como si la tensión trazara, antes que una pirámide (como ocurre en los relatos tradicionales), una meseta: la muerte de un hijo, el rechazo de un padre, el reencuentro de una familia, todo está contado con potencia pero sin llegar nunca a un exceso dramático. Ese escaparle a todo aquello que pueda sepultar a la historia bajo el lastre de la seriedad prácticamente se vuelve una declaración de principios en la escena en que a Astro le dan algunos libros para que lea, entre los que figuran un volumen con dibujos y planos de Leonardo y La crítica de la razón pura: después de abandonar rápidamente la lectura de Kant (filósofo denso y sobrecargado como pocos) el chico robot va a terminar cortando las hojas para reconstruir las máquinas voladoras de Da Vinci, creaciones livianas que se sostienen en el aire con gracia y elegancia. Un poco como esos avioncitos y primitivos helicópteros de papel, los momentos de mayor intensidad en la película van a ser aquellos en los que Astro despegue por el aire y se desplace a grandes velocidades, ya sea para combatir a un enemigo gigante o para escapar de los soldados que lo quieren capturar, siempre veloz, liviano, desafiando con facilidad cualquier gravedad posible, como si el robot quisiera poner en entredicho a Newton (no es de extrañar que el mayor némesis de Astro se llame Stone, cuyo nombre sugiere una pesadez rocosa). Es en esas escenas cuando la película adquiere su brillo máximo, donde las texturas de robots, edificios y demás creaciones humanas se confunden en un frenesí de colores y vértigo y la mirada resbala de un punto a otro del plano sin otro goce que el de recorrer placenteramente la superficie de las cosas. Como su protagonista, Astroboy hace de la agilidad y la ligereza sus armas más eficaces.