El encuentro de los extremos El cine popular italiano suele darnos alguna que otra alegría que sin llegar al nivel de los grandes clásicos de las distintas generaciones del neorrealismo, por lo menos recupera una mínima parte de aquella idiosincrasia y de paso nos brinda una excusa para reencontrarnos con el sentir del pueblo italiano, uno muy parecido al delirio, efusividad y paradojas de la sociedad argentina. Trazando distancia del mecanismo retórico preferido de las comedias dramáticas europeas o los dramas con toques de comedia, como en este caso, Amigos por la Vida (Tutto quello che vuoi, 2017) no está construida en función de un costumbrismo de tono paródico que tiende -en mayor o menor medida- a caricaturizar a los personajes, ya que en realidad apunta a sostener la trama en un naturalismo bastante inusual en la versión contemporánea del género porque coloca el acento en individuos “comunes y corrientes”. La historia en sí retoma un antiguo ardid narrativo de la comedia en general, el de las “parejas desparejas”, y lo combina con otros dos recursos paradigmáticos del cine, el de la generosa diferencia de edad entre los protagonistas y el de la odisea utópica/ aventurera en pos de finiquitar cuentas pendientes que dejó el transcurrir del tiempo. El eje principal del relato pasa por la amistad entre Alessandro (Andrea Carpenzano), un veinteañero huérfano de madre que se lleva mal con el papá y su novia eslovaca, y Giorgio (Giuliano Montaldo), un poeta otrora famoso de 85 años que padece la fase inicial del mal de Alzheimer y que sinceramente hoy por hoy nadie recuerda. Obligado por su padre bajo pena de expulsarlo del hogar familiar, el joven empieza a trabajar como cuidador del anciano y máximo responsable de su bienestar en sus paseos vespertinos por los espacios verdes de Roma. Si bien el muchacho está enfrascado en las reuniones con sus amigos y en el romance con Claudia (Donatella Finocchiaro), la madre de uno de los susodichos, Riccardo (Arturo Bruni), de a poco comienza a acostumbrarse a compartir el tiempo con Giorgio, una experiencia algo surrealista por los constantes olvidos y lagunas mentales del pobre hombre y por los misterios que guarda su pasado relacionado con la Segunda Guerra Mundial, en especial la existencia de lo que él definió en uno de sus poemas como un “tesoro” que soldados norteamericanos le regalaron por aquellos años, eventual excusa para que Alessandro, sus amigos y el propio anciano se embarquen en un viaje para descubrir a qué se referían los versos. Como decíamos antes, la película respeta y trata con cuidado el desarrollo de personajes que en esencia no tienen nada de singulares ni gesticulan con la algarabía propia de la comedia desatada, ya que aquí lo importante es el ámbito mundano compartido y la riqueza de las emociones de fondo, sustrato trabajado desde la delicadeza y una especie de austeridad general/ actitudinal infrecuente tratándose de una obra italiana. Otro de los puntos a favor del opus del director y guionista Francesco Bruni, conocido sobre todo por haber escrito -junto a Paolo Virzì y Francesco Piccolo- El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013), es la misma presencia del gran Giuliano Montaldo, en esta oportunidad ofreciendo uno de sus contados trabajos como actor porque siempre se dedicó fundamentalmente a la realización, siendo su obra maestra la extraordinaria Sacco & Vanzetti (1971), con Gian Maria Volontè y Riccardo Cucciolla como los dos legendarios inmigrantes anarquistas que fueron condenados a muerte en un juicio estadounidense vergonzoso y plagado de xenofobia e intolerancia política. La química entre Carpenzano y el señor está exprimida con inteligencia por Bruni logrando que ambos extremos de la vida se encuentren en su sencillez y relativa inocencia, así como se parecen las líneas de partida y de llegada (más en este caso, cuando la enfermedad de Giorgio va borrando su bagaje de recuerdos aunque lo deja con algunos consejos para el joven). El film no será muy original que digamos pero indudablemente estamos ante una propuesta tan digna como entrañable…
Pormenores de la mafia farmacéutica Gringo: Se Busca Vivo o Muerto (Gringo, 2018) es la segunda y ambiciosa película como realizador de Nash Edgerton, un australiano que en esencia es conocido dentro del mainstream por tres factores: en primera instancia cuenta con una larga experiencia como doble de riesgo que se remonta a comienzos de la década del 90, además es el hermano menor -apenas por un año- de Joel Edgerton (sin duda uno de los mejores intérpretes trabajando en el mercado anglosajón de la actualidad), y finalmente debemos señalar que diez años atrás dirigió The Square (2008), una de las creaciones más interesantes inspiradas en el cine de Joel y Ethan Coen. Así como en la susodicha se sentía la influencia del costado más oscuro, suburbial y asfixiante de los norteamericanos, en esta oportunidad nos toca toparnos con la vertiente más sardónica y bien enrevesada de la carrera de los señores. El guión de Matthew Stone y Anthony Tambakis combina elementos del policial hardcore, las comedias negras, los dramas de aventuras en tierras lejanas y hasta el cine testimonial orientado a denunciar la mafia de las empresas farmacéuticas en particular y cómo los conglomerados capitalistas se sirven de sus filiales en el Tercer Mundo para realizar los negocios ilícitos que no pueden llevar a cabo en sus casas matrices, lo que genera una propuesta caótica aunque por momentos apasionante que al mismo tiempo aprovecha y se embrolla en un relato de características corales. El eje narrativo es el pobre Harold Soyinka (David Oyelowo), un empleado de nivel medio de Promethium, un gigante del rubro de las droguerías con una planta productora en México que le vende a un cártel del narcotráfico y cuyo producto estrella es un comprimido de marihuana que vienen puliendo hace tiempo. Los jefes de Harold, Richard Rusk (el inefable Joel) y Elaine Markinson (Charlize Theron), un dúo rapaz de amantes, están planeando una fusión/ venta y llevan al hombre con ellos en una visita a la planta mexicana, en donde dan instrucciones de dejar de venderle las píldoras de cannabis al cártel porque la compañía está por cambiar de dueños. Villegas (Carlos Corona), el cabecilla de los narcos en cuestión, no se toma bien la jugada y decide raptar a Soyinka con el objetivo de conseguir la fórmula del comprimido, mientras un Harold hastiado de todo finge su propio secuestro en México para cobrar un millonario seguro yanqui de asalariados en el extranjero y para vengarse a la par de Rusk, quien lo basurea a sus espaldas y ni le avisó de la fusión, la cual le puede costar su trabajo, y de su esposa Bonnie (Thandie Newton), quien se quiere separar porque tiene un affaire con otra persona. Como buena propuesta que coquetea en simultáneo con la tragedia, el absurdo y el sustrato paradójico/ hilarante del destino y el sistema social en el que vivimos, basado en la cultura del “éxito” de las apariencias lustrosas y la explotación de siempre por debajo, el film va sumando personajes varios durante su desarrollo que potencian mucho la narración y la complejizan cada vez más, como por ejemplo Mitch (Sharlto Copley), el hermano ex mercenario de Richard y hoy encargado de encontrar y traer de nuevo a Estados Unidos al protagonista, Miles (Harry Treadaway) y Sunny (Amanda Seyfried), una parejita que está en tierra azteca también por las benditas pastillas y que se encuentra con Harold en diversos lugares, y Ronaldo (Diego Cataño) y Ernesto (Rodrigo Corea), unos mexicanos que de ser cómplices de Soyinka en su artimaña pasan a raptarlo en serio para vendérselo a Villegas. La película podría haber sido muchísimo mejor pero la verdad es que a pesar de resultar algo derivativa, un poco larga y de no aportar nada novedoso a los géneros que trabaja, por lo menos es entretenida y sabe jugar con el límite entre la mesura y la sobreactuación de un elenco increíble. A contramano de tantos otros thrillers paródicos semejantes, aquí el protagonista no es un galán ni un héroe de acción ni una señorita vestida para la guerra ni un “estereotipo con patas” de la corrección política, sino más bien una persona común y corriente que planea desquitarse de sus superiores y de la lógica caníbal que los motiva (Oyelowo unifica naturalismo y humor sutil en un gran desempeño), lo que por cierto encauza al opus en su conjunto hacia el retrato sincero de un capitalismo en el que los ejecutivos son la apoteosis de la corrupción, los mandos medios son reemplazables o hasta carne de cañón, y el resto de empleados y subsidiarias apenas esclavos útiles que sostienen el esquema del enriquecimiento infinito a expensas de la vida y el sudor de los débiles…
El cuerpo como prisión No debe haber un recurso expositivo más trillado -y más facilista, a decir verdad- en el cine contemporáneo que el accidente automovilístico “repentino” al comienzo de la narración, como para dejar bien en claro que la tragedia enmarca el destino del o la protagonista en cuestión: no sólo el horror y el suspenso suelen utilizar hasta el hartazgo el ardid sino que los dramas de nuestros días también son defensores de la jugada, en esencia un típico manotazo de ahogado de quien en vez de construir un desarrollo que ponga en crisis al personaje, prefiere resumir el asunto e ir directamente al meollo pero sin darse cuenta que dicha pereza retórica -sumada a una recurrencia que cualquier espectador con dos dedos de frente podría identificar- termina anulando toda posibilidad de tomarse en serio a la historia y a los héroes de turno, quedando en buena medida deslegitimados desde el inicio mismo. Si a lo anterior le agregamos que la película que nos ocupa, la bastante floja Paranormal (Nails, 2017), desperdicia a Shauna Macdonald, conocida sobre todo por su intervención en la extraordinaria El Descenso (The Descent, 2005) de Neil Marshall, y encima respeta todos los benditos estereotipos del terror más bobalicón del presente, pronto tomamos conciencia de lo estéril y light que puede llegar a resultar la experiencia que se nos ofrece en esta ocasión. Esta ópera prima del realizador y guionista Dennis Bartok hace agua en diversos frentes y deja entrever el cansancio de la fórmula centrada en el personaje acosado por fantasmas que sólo él/ ella ve y que se remontan a acontecimientos traumáticos que hoy reaparecen -por supuesto- debido a un accidente provocado por un descuido y/ o insensatez que deriva en una muerte transitoria capaz de activar la “destreza” de ver a espíritus varios. Aquí la atropellada a los pocos segundos del inicio es Dana Milgrom (Macdonald), una entrenadora de atletismo que cuando despierta en el Hospital Hopewell descubre que tiene sus piernas entumecidas, su brazo izquierdo destrozado, su cara llena de cortes y que está conectada a un respirador artificial que le impide hablar de manera tradicional, por lo que depende de un sintetizador de voz para poder comunicarse. Así las cosas, rápidamente una presencia espectral comienza a acecharla durante las noches y desde el armario de su cuarto, un tal Nails (Richard Foster-King), generando la incredulidad de su familia, léase su esposo Steve (Steve Wall) y su hija Gemma (Leah McNamara), y del personal del lugar, en el que pareciera que sólo trabajan el enfermero Trevor (Ross Noble), el psiquiatra Ron Stengel (Robert O'Mahoney) y la anodina directora Elizabeth Leaming (Charlotte Bradley). La historia no deja pasar mucho tiempo hasta informarnos que el fantasma símil J-Horror pertenece a Eric Nilsson, un antiguo enfermero que apuñaló con una hipodérmica a cinco niñitas y que ahora anda entretenido con la pobre Dana, un panorama que en general nos condena a diálogos paupérrimos, una ambientación demasiado deficitaria y jump scares cronometrados que se ven venir a la distancia y colaboran en la sensación de que una scream queen como Macdonald estaba para mucho más. El film por momentos parece querer analizar el tópico “mujer que todos toman por histérica, fruto del ninguneo social” y en otras oportunidades parece orientado a explotar el concepto del “cuerpo como prisión” ya que al fin y al cabo Milgrom está postrada en una cama debido a sus múltiples lesiones, no obstante aquellos interesantes titubeos circunstanciales quedan relegados frente a un desenlace negligente que reproduce -sin astucia ni talento de por medio- el andamiaje estándar de los slashers de antaño, redondeando un producto extremadamente olvidable…
Mercantilizar la vida En Jurassic World: El Reino Caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018) se aglutinan varias características que convierten a esta quinta entrega de la saga en la mejor secuela de la original y hoy bastante lejana Jurassic Park (1993), un trabajo que por cierto nunca estuvo entre lo mejor de la obra de Steven Spielberg ni del novelista/ guionista Michael Crichton, cuyo encanto en su momento radicó esencialmente en descubrir hasta dónde podían llegar los CGIs en materia de plasticidad y movimientos en general. Los grandes puntos a favor de la película pasan por el hecho de ir directo a los bifes sin introducciones bobas y larguísimas de personajes, un sorprendente tono cercano al terror en lo que respecta a las secuencias más álgidas y finalmente una suerte de exacerbación del sustrato político/ económico/ social que acompañó a toda la franquicia, léase esa denuncia de la soberbia y el insoportable maquiavelismo del ser humano en su relación con la naturaleza que lo rodea. La historia recupera una antigua artimaña de las continuaciones, la del villano capitalista que engaña a los protagonistas de antaño para que vuelvan al lugar de la debacle con el objetivo de utilizarlos y sacar provecho de los escombros para que todo comience de nuevo: retomando el devenir de Jurassic World: Mundo Jurásico (Jurassic World, 2015), el punto de inicio de una flamante trilogía que acata aunque no se inspira en demasía en los films previos, ahora Claire Dearing (Bryce Dallas Howard) de manager del parque anterior pasó a convertirse en una militante en pos de salvar a los dinosaurios que quedaron en Isla Nublar, amenazados por la erupción de un volcán. El que la manipula para que regrese al sitio es Eli Mills (Rafe Spall), el administrador de la fortuna de Benjamin Lockwood (James Cromwell), otrora socio del fallecido John Hammond (Richard Attenborough) en eso de desarrollar la tecnología que permitió recrear a los dinosaurios y cranear el parque. A nivel general se puede decir que la propuesta está dividida en dos partes bien marcadas: en el primer acto Dearing vuelve a la isla con la excusa de que la necesitan para localizar a los dinosaurios y así emprender una misión de rescate atrapándolos y llevándolos a un santuario, lo que desde ya resulta ser una mentira porque el único interés de Mills -quien trabaja a espaldas de su empleador- es subastar a los dinosaurios capturados entre todos los oligarcas mundiales para transformarlos en armas, y en ocasión del segundo capítulo nos trasladamos a la mansión de Lockwood, en la que la mujer -ayudada por su noviecito Owen Grady (Chris Pratt), el que fuera el investigador en los velociraptors- tratará de boicotear todo mientras escapa de las garras de los mercenarios al servicio de Mills y comandados por Ken Wheatley (Ted Levine). Hasta regresa Ian Malcolm (Jeff Goldblum) en calidad de comentador de los desastres que provoca el ser humano por su codicia y delirios ególatras. En consonancia con lo que decíamos antes, J.A. Bayona, el director del film y responsable de joyitas como El Orfanato (2007) y Un Monstruo Viene a Verme (A Monster Calls, 2016), mantiene un ritmo narrativo empardado con el cine de terror más que con la acción aventurera de antaño, lo que nos brinda un soplo de aire fresco porque las criaturas mutan en entidades imprevisibles y animalizadas más que en simples engendros destructores. Asimismo el guión de Colin Trevorrow y Derek Connolly, el equipo de Jurassic World: Mundo Jurásico, hoy nos ahorra aquel prólogo estándar de la susodicha con vistas a retratar personajes de medio pelo y por suerte salta de inmediato al eje del relato, ese que también se nos presenta con una inusitada virulencia ya que las ideas apenas disimuladas a lo largo de la saga -la mercantilización capitalista de la vida y la crueldad de la experimentación con animales- ahora adquieren una importancia central en el desarrollo retórico de la película. Como suele ocurrir con casi todos los tanques hollywoodenses de nuestros días, a decir verdad el desenlace propiamente dicho acumula un par de momentos bastante tontos pero eso no quita que la experiencia en general que nos regala Jurassic World: El Reino Caído es sumamente satisfactoria -por una bendita vez- tanto a nivel ideológico como a escala narrativa, con escenas espeluznantes manejadas como mano maestra por Bayona y una trama que pone el acento en la falta total de ética o mínimo respeto al ecosistema por parte de las corporaciones, los magnates y el capital financiero/ industrial/ tecnológico/ bélico contemporáneo. Por supuesto que la realización continúa siendo en esencia una mezcla de monster movie y cine catástrofe a toda pompa, no obstante aquí la ecuación está orientada por un lado a convertir a los dinosaurios en una especie en extinción que debe ser protegida y por otro lado a privilegiar la libertad de los reptiles -y como correlato, una imprevista anarquía procedimental amparada por el mainstream- por sobre las agendas personales de cada uno de los pequeños/ pequeñísimos seres humanos que andan dando vueltas por ahí…
Sobre nacionalismos desdibujados Las dos características distintivas de la fascinante Western (2017) son también sus dos puntos a favor más importantes, mucho más considerando los problemas que suele tener el cine contemporáneo para transmitir una buena dosis de autenticidad y/ o para trabajar el verosímil desde la inteligencia: en primera instancia tenemos una narración marcada por lo que podríamos definir como un obrerismo naturalista, tan basado en la rusticidad de los personajes como en una simpleza general que a veces va acompañada de muchas palabras y en otras ocasiones de largos silencios, y en segundo lugar está muy presente la idea del choque cultural acrecentado por una barrera idiomática, lo que desemboca en prejuicios entrecruzados, una desconfianza “versión masculina” y una actitud defensiva constante entre los involucrados al momento de la comunicación o cuando urge ponerse de acuerdo. El título es a la vez irónico y sincero porque la trama analiza la estadía de un grupo de germanos en un pueblito de Bulgaria, cerca de la frontera con Grecia, para dar los primeros pasos en la construcción de una central hidroeléctrica, una zona inhóspita que los alemanes explícitamente ven como una traslación demacrada del “Viejo Oeste” tanto por el carácter bucólico del lugar como por los lastimosos resabios del otrora estado comunista, y en simultáneo la estructura retórica toma mucho de -precisamente- esos westerns de antaño apuntalados en la llegada de un forastero a una comarca atravesada por diversos conflictos, como si se tratase de una exégesis despojada, actual y a la europea de El Desconocido (Shane, 1953). El eje del relato es Meinhard (Meinhard Neumann), un obrero sigiloso de la partida y el único que se esfuerza en hablar, pasar el rato y entender a los habitantes locales. Si bien el film apuesta a un realismo muy bien logrado de impronta loachiana con actores no profesionales que entregan un desempeño maravilloso, a decir verdad el andamiaje narrativo es bastante clásico porque aquí tenemos una especie de contrafigura, Vincent (Reinhardt Wetrek), el capataz de los alemanes, un hombre patético que se quiere hacer el pícaro con una búlgara en una situación que bordea el acoso, lo que eleva aún más el nivel de recelos. De hecho, la disposición dialoguista de Meinhard y su amistad incipiente con uno de los búlgaros, Adrian (Syuleyman Alilov Letifov), le ganan a la par reprimendas y ninguneo de Vincent, sus compañeros y de distintos personajes autóctonos que desconocen la tolerancia. La realizadora y guionista Valeska Grisebach -sin siquiera recurrir a la música incidental- se luce explotando la distancia lingüística y los esfuerzos que todos hacen por comprenderse mutuamente, sin dejar en claro cuánto llegan a asimilar en lo referido a lo que cada uno transmite al prójimo. Otra dimensión del opus es la que abarca la destrucción de la naturaleza, siempre bajo la mentira de traer “progreso” a comunidades que no se pueden defender -o no quieren, por conveniencia temporal- frente a los embates del capital. Las excusas para los incidentes son varias y se van acumulando de manera sutil: tenemos conflictos en torno a la preciada agua del área, la grava disponible para trabajar, un caballo blanco que vaga solo aunque aparentemente tiene dueño, un juego de póker en el que Meinhard ganó mucho dinero, el acercamiento del protagonista a Vyara (Vyara Borisova), una mujer local, y hasta las disputas internas entre las autoridades semi mafiosas del pueblo. A través de pequeños gestos que desembocan en episodios de una violencia cada vez más imprevisible, Grisebach logra edificar una semblanza minúscula alrededor del hecho de que los hombres son esencialmente iguales más allá de su cultura, nacionalidad o postura ideológica, un “detalle” que se les escapa a casi todos menos al personaje de Neumann y que va quedando en primer plano a medida que la historia avanza y las miserias de un lado y del otro saltan a la vista: de a poco aparecen rasgos ocultos como la soberbia, la xenofobia, el egoísmo, la corrupción y un chauvinismo ridículo que apunta más a la división en pos del lucro que a la defensa de un supuesto -e inexistente- orgullo nacional dañado, hoy totalmente desdibujado ante la torpeza de un maquiavelismo de vuelo corto…
La equidad en el hogar Los Increíbles 2 (Incredibles 2, 2018) es sin duda una de esas películas que exudan buenas intenciones pero no llegan a acumular suficientes méritos o elementos novedosos para empardar el nivel de calidad del entrañable y astuto film de 2004, una pequeña maravilla que formó parte del período de gloria creativa de Pixar, aquel que asimismo incluyó a Monsters, Inc. (2001), Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003), Ratatouille (2007), WALL-E (2008) y Up (2009). En esencia aquí seguimos con el mismo problema que padece la compañía de animación desde que Disney terminó de fagocitarla al 100% a fines de la década pasada, léase una corrección general que apuesta demasiado a seguro tracción a productos redundantes y diagramados dentro de la lógica de las franquicias, un panorama que sólo nos ha regalado tres excepciones geniales durante los últimos años, Intensamente (Inside Out, 2015), Buscando a Dory (Finding Dory, 2016) y Coco (2017), trabajos que en parte recuperaron la magia de los inicios y aquel sustrato sensible, realista y muy hilarante. Si bien desde el primer minuto la propuesta se nos presenta como una continuación directa del opus previo y ese derrotero en el anonimato de la familia de superhéroes del título, ya que la historia de turno comienza con la aparición del villano símil topo Underminer del desenlace de la primera, lo cierto es que estamos ante una remake camuflada e invertida que no aporta nada remotamente novedoso que se unifique con el desarrollo anterior. Ahora es Helen Parr/ Elastigirl, la madre del clan protagónico, la que debe hacerse cargo del sustento familiar (antes era el padre, Bob Parr/ Mr. Incredible, el que trabajaba vendiendo seguros mientras la mujer era una ama de casa relativamente tradicional) y en vez de un único antagonista ahora tenemos varios posibles villanos para elegir con vistas a crear un “suspenso” que no es tal por tanta obviedad formal (incluso uno de los sospechosos de ocultar una agenda personal resulta ser fan de los superhéroes, como lo era el maléfico Syndrome en la original, lo que refuerza este esquema plagado de diferentes paralelismos). Hoy unos magnates de las telecomunicaciones, los hermanos Winston y Evelyn Deavor, se ofrecen a cobijar a la familia cuando el gobierno le suelta la mano negando la financiación para el programa de reubicación de superhéroes dentro del mismo contexto de prescripción general del pasado. Utilizando como excusa que Helen cuenta con una mejor imagen pública que su esposo porque de hecho posee una tasa de destrucción mucho más baja en eso de “salvar al mundo”, los millonarios la eligen a ella para que vuelva a las andadas como parte de una estratagema de marketing orientada a recuperar la confianza de los ciudadanos en los muchachos y muchachas de calzas ajustadas y eventualmente conseguir que se levante la prohibición que pesa sobre ellos. Así a Bob no le queda otra opción que hacerse cargo de sus hijos, la adolescente Violet, el jovencito Dash y el bebé Jack-Jack, todo mientras aparece un nuevo y “misterioso” villano adepto a la hipnosis vía pantallas, Screenslaver, quien -no hace falta ser un cráneo para darse cuenta- responde a un tercero. El director y guionista Brad Bird, máximo responsable también de la primera parte, sigue lejos del nivel de la susodicha y de trabajos previos como El Gigante de Hierro (The Iron Giant, 1999) y Ratatouille, aunque al mismo tiempo supera -por ejemplo- lo realizado en ocasión de la fallida Tomorrowland (2015). Se podría decir que la película cae en el mismo terreno poco inspirado de Cars 2 (2011), Valiente (Brave, 2012), Monsters University (2013) y Cars 3 (2017), sin siquiera alcanzar esa región intermedia que caracterizó a Un Gran Dinosaurio (The Good Dinosaur, 2015), ubicada entre lo apenas potable y la excelencia. El convite no es malo para nada y en términos visuales vuelve a ser exquisito pero languidece del vigor y la novedad de antaño, porque así como el original funcionaba como una parodia brillante de la paranoia de la Guerra Fría, las series televisivas sesentosas y los cómics más elementales, esta nueva encarnación de la familia Parr se vuelca más a una pluralidad de ideas que no termina de desarrollar del todo y que quedan algo endebles. En el combo narrativo en cuestión nos topamos con una burla al machismo light de Bob, un elogio al flamante feminismo de Helen, un retrato de la convulsión familiar y hasta un interesante intento de homologación de los superhéroes a lo que sería un aparato represivo que puede ser manipulado a conveniencia por los actores sociales en el poder (viejo planteo retórico del mejor cine de fantasía y ciencia ficción que hoy además está acompañado de un cuestionamiento -por boca del villano real- en torno a la triste pasividad del pueblo ante el Estado, los mass media o los mismos superhéroes, todos depositarios de esperanzas que reproducen ad infinitum la inacción popular de siempre). Como era de esperar, aquí tenemos un mayor número de secuencias de acción y gran parte de los chistes pasan por el periplo de Bob como “amo de casa” y los múltiples poderes de Jack-Jack en contraposición al monopoder habitual del rubro, detalle que por cierto también ya estaba presente en el opus de 2004. Los Increíbles 2 es digna y no mucho más: mientras que la original abogaba por la unión familiar y la actitud de no renunciar a la idiosincrasia particular de cada uno, ahora el relato pasa a reclamar por la equidad tanto dentro como fuera del hogar familiar…
El destino manipulado Si bien el director y guionista Paolo Genovese ya tenía una generosa experiencia en Italia en lo que respecta a las comedias orientadas a un público masivo, su primer gran éxito en el ámbito internacional fue Perfectos Desconocidos (Perfetti Sconosciuti, 2016), una propuesta inteligente que se metía al mismo tiempo con la dependencia tecnológica de nuestros días y con la hipocresía en los vínculos sociales más cercanos, logrando asimismo la proeza de garantizarse de inmediato la friolera de cuatro remakes en distintos mercados (así tuvimos -o tendremos en los próximos meses- una reinterpretación griega, una turca, una francesa y hasta una española a cargo del genial Álex de la Iglesia, la cual pasó por la cartelera argentina hace poco tiempo). Con semejante mochila sobre sus hombros, a priori resultaba una incógnita su nuevo proyecto, Los Oportunistas (The Place, 2017), y lo cierto es que no defrauda para nada ya que hablamos de un drama con un fuerte dejo fantástico que nuevamente consigue exprimir el carácter paradójico y demente de los seres humanos. El regreso al candelero por parte del italiano no podría haber sido más curioso porque en esencia estamos frente a una adaptación en formato largometraje de la serie televisiva norteamericana The Booth at the End, creada por Christopher Kubasik y con apenas dos temporadas que fueron transmitidas en 2010 y 2012. Hoy la premisa es idéntica: un hombre misterioso (Valerio Mastandrea) mantiene una serie de encuentros en un bar/ restaurant con un cúmulo de personajes para establecer los términos y seguir el desarrollo de acuerdos de tipo fáustico, en función de los cuales cada individuo le cuenta su deseo al susodicho, éste abre un anotador para leer la “contraprestación” de turno y la persona se marcha para llevar a cabo una tarea que puede ser desde mundana e inofensiva hasta realmente peligrosa o condenable desde el punto de vista moral. Como en tantos films similares sobre pactos con un genio, djinn o entidad diabólica poderosa, aquí se juega con el límite entre la imposición del otro y la elección por motu proprio en lo que atañe a avanzar o no con la misión fijada. Una tras otra presenciamos las breves reuniones que tiene la figura protagónica con diversos hombres y mujeres que vienen a pedirle algo y rápidamente se sorprenden cuando escuchan el precio a pagar, encuentros cargados de naturalismo y alejados de toda pompa paranormal: a una anciana le pide confeccionar una bomba y colocarla en un lugar público para devolverle la salud a su esposo con Alzheimer, a una monja en crisis de fe le solicita que quede embarazada para que pueda volver a “sentir” a Dios, a un hombre que mate a una niña para que sobreviva su hijo con cáncer, a otro -que quiere tener sexo con una modelo de calendario- que proteja a esa misma niña en peligro, a un ciego que viole a una mujer para recuperar la vista, a una chica que robe dinero para ser más bella, a otra fémina que separe a una pareja para que su esposo la vuelva a desear, a un policía que encubra un crimen para así recuperar a su hijo, a un joven que ayude a la chica destinada a ser ladrona para sacarse de encima definitivamente a su padre, un alcohólico que lo golpeó de niño, etc. A decir verdad el opus de Genovese, quien escribió el guión junto a Isabella Aguilar, no se aparta mucho de lo esperable en este tipo de películas orientadas a la ambigüedad ética y las ironías de la redención -siempre a su vez desde la perspectiva europea, que es mucho más parca y menos ampulosa que la estadounidense- no obstante el señor redondea un trabajo muy interesante que desde la sobriedad formal entrelaza las diferentes vertientes de un relato coral que se basa únicamente en las palabras de los actores, por un lado escapando de esa típica dinámica teatral porque hay cortes constantes entre las charlas y por otro lado condimentando la narración con los intercambios que el protagonista mantiene con Ángela (Sabrina Ferilli), la camarera del bar en cuestión. Aquí regresan intérpretes excelentes, ya vistos en Perfectos Desconocidos y en otras obras italianas, como Marco Giallini, Alba Rohrwacher y el mismo Mastandrea, los cuales ayudan a apuntalar este astuto drama en mosaico sobre las intenciones ocultas de los seres humanos, su afán por controlarlo todo, la sombra ominosa de la tragedia, los sueños y aspiraciones latentes, esa “psiquis social” que nunca deja de sorprendernos y finalmente las vueltas de un azar hoy un tanto manipulado…
Desfalco e impunidad Crimen en El Cairo (The Nile Hilton Incident, 2017) es una de esas propuestas que pueden ser pensadas tanto en términos del género trabajado, en esta oportunidad los policiales hardcore, como en lo que atañe a los hechos históricos de fondo y/ o la sociedad en la que transcurre la acción: esta maravillosa película de Tarik Saleh por un lado retoma los engranajes paradigmáticos del film noir, especialmente la dinámica de la redención que se abre camino entre la podredumbre de todo el aparato estatal y sus socios de siempre del empresariado, y por otro lado examina de manera adyacente los últimos días del entramado dictatorial de Hosni Mubarak en Egipto, quien gobernó al país durante casi 30 años y fue expulsado del poder por la Revolución Egipcia de enero y febrero de 2011, en la que murieron cientos de ciudadanos debido al accionar represivo de los esbirros del régimen. Aquí el centro del relato es Noredin Mostafa (Fares Fares), un comandante de policía extremadamente corrupto que se la pasa recibiendo sobornos, robando dinero de diversas fuentes y despreocupado ante metodologías “infaltables” como la tortura y el asesinato por encargo que se extienden por El Cairo y específicamente por el departamento policial que encabeza su tío, Kammal (Yasser Ali Maher), un general dentro de la jerarquía militar de Egipto de la fuerza. Todo se complica cuando aparece muerta en un hotel Lalena (Rebecca Simonsson), una cantante/ prostituta en cuyo monedero encuentra un recibo para retirar unas fotos. Mostafa obtiene los negativos y descubre que la chica estaba en un negocio con un tunecino, Nagui (Hichem Yacoubi), orientado al chantaje de hombres poderosos, siendo su última víctima Hatem Shafiq (Ahmed Selim), un oligarca e integrante del parlamento. Por supuesto que a Noredin le ordenan archivar el caso como “suicidio” bajo órdenes del fiscal a cargo, por más que la fallecida tenía abierto el cuello de punta a punta, y la cosa se enreda aún más con la desaparición de la única testigo del homicidio, Salwa (Mari Malek), una mucama sudanesa que fue la que descubrió el cadáver en el hotel de turno, propiedad del empresario. Pronto la chica en cuestión, en complicidad con otras dos personas, se decide a chantajear asimismo a Shafiq amenazándole con hacer pública su relación con Lalena y ubicarlo en la escena del crimen, circunstancia que lleva al hombre a pedirle a Mostafa que consiga los negativos y atrape al asesino real mientras el susodicho, un sicario misterioso e implacable, comienza a cargarse sin piedad a todos los involucrados en el caso, el cual trepa a lo más alto porque Shafiq es amigo de nada menos que el hijo de Mubarak. La película analiza con suma honestidad la aceptación consuetudinaria de la corrupción en todos los estratos del gobierno, el alcance de la pobreza y la marginación en una sociedad repleta de privaciones como la egipcia y en esencia las redes mafiosas de un capitalismo que saquea los recursos del país, mantiene en la ignorancia a su pueblo, crea estructuras de poder autoritarias y maneja a discreción los ardides legales para autolegitimarse, salvarse o condenar a inocentes a la muerte. Como decíamos con anterioridad, el guión del propio Saleh respeta los grandes ejes del policial negro introduciendo una femme fatale, en esta ocasión Gina (Hania Amar), una compañera de Lalena y Nagui de la que se enamora Noredin, y construyendo el viaje moral del protagonista desde la vileza del inicio hacia una suerte de conciencia implícita de que no todo se puede comprar u ocultar bajo la alfombra. En cierto sentido la obra recuerda a los thrillers surcoreanos recientes por el sustrato de descomposición social típico de las naciones tercermundistas y esa idea detrás destinada a retratar la inoperancia y perversión de una fuerza policial que sólo sirve para reprimir cobardemente al pueblo y que en casos importantes termina demostrando su infantilismo y mega idiotez, en oposición al “eficientismo” mentiroso y asesino de los servicios de inteligencia y sus homólogos en general de los países del Primer Mundo, quienes siempre les brindan asesoría y equipamiento. La putrefacción del régimen de Mubarak constituye un perfecto telón de fondo ya que pone en interrelación el devenir de los personajes con el comportamiento de un gobierno absolutista y demencial que junto a sus amigos oligarcas controlaron a toda una nación desde la soberbia, el desfalco y la impunidad más grasienta…
Cuando la burbuja estalla La primera película como director y guionista de Santiago Segura que no es un eslabón de la querida saga centrada en Torrente era una gran incógnita a priori no sólo por la novedad de por sí sino también por el tipo de proyecto del que estamos hablando, nada menos que un film destinado a retratar al universo femenino en vez de al masculino, el que le valió precisamente la fama al español mediante el ya legendario personaje del policía más vicioso, presumido, conservador y sexista del séptimo arte, una criatura que ha sobrepasado por mucho a su propio creador y su país hasta convertirse en un icono de todo lo negativo de las sociedades hispanoparlantes. La propuesta que hoy nos ocupa, Sin Filtros (Sin Rodeos, 2018), resulta todo un éxito y a la vez que reconfirma el talento e inteligencia del cineasta, además pone al descubierto su versatilidad para amoldarse al enclave femenino y sus necesidades retóricas, las cuales poco tienen que ver con sus homólogas del masculino. En esta oportunidad Segura se sirve de una vieja fórmula de las comedias en general, la de la metamorfosis existencial por algún disparador en la vida del protagonista de turno, y de una premisa tomada de la simpática Mentiroso Mentiroso (Liar Liar, 1997), aquella obra del período de auge comercial de Jim Carrey, con el objetivo de aunar ambos enfoques y volcarlos hacia el campo de los melodramas rosas, el cual -como era de esperar, tratándose de un genio de la parodia como el madrileño- aquí es astutamente subvertido para que lo que suele ser un tono light y pasatista adquiera una inusitada fuerza discursiva que apunta a denunciar diversas características nocivas de nuestros días: la obsolescencia programada trasladada a los seres humanos como si fuesen productos del mercado, el fetiche con la apariencia más superficial, la hipocresía permanente en los vínculos sociales, el egoísmo en la cotidianeidad y finalmente la ponderación del marketing por sobre el contenido valioso. Hoy el eje del relato es la sublime actuación de Maribel Verdú, una intérprete todo terreno que brilla a lo largo del metraje con una luz que resulta el complemento perfecto para el ingenioso guión de Segura, Marta González de Vega y Benigno López: donde antes teníamos un protagonista odioso, ahora nos encontramos con una pobre publicista, Paz (Verdú), que es ninguneada y/ o maltratada por su pareja, el pintor argentino Dante (Rafael Spregelburd), por el hijo de éste, Tolouse (Daniel Medina), por su jefe Borja (David Guapo), por su nueva y más joven supervisora, la “influencer” de redes sociales Alicia (Cristina Pedroche), por su hermana fanática de los gatos Bea (Toni Acosta), por su mejor amiga Vanessa (Cristina Castaño) y hasta por un técnico de Internet y sus vecinos, entre otros. El catalizador del cambio es el gurú Amil Narayan (compuesto por el propio Segura), quien le brinda un elixir mágico que la lleva a una sinceridad brutal que destruye su apatía. Segura respeta en todo momento el armazón de la comedia femenina pero va suplantando los lugares comunes en materia de diálogos y situaciones por homólogos suyos marca registrada, planteo que conlleva una irreverencia escalonada francamente prodigiosa que escapa tanto de la corrección política del mainstream internacional como de los insultos bobos y gratuitos del Hollywood actual tracción a comedias grasientas y sin un gramo de honestidad o verdadero inconformismo social. Aquí en cambio los palazos que pega el realizador se sienten como lo que son, golpes fulminantes al entumecimiento ideológico contemporáneo, y no pretenden vendernos una concepción utópica o mentirosa de la feminidad por fuera de todo el resto de los ingredientes de la comunidad, ya que de hecho pasan a analizar de igual a igual la soberbia masculina y femenina así como la estupidez compartida, la manipulación recíproca y la falta de empatía en general entre los seres humanos, cada día más encerrados en las burbujas de sus propios problemas sin mirar al prójimo y mucho menos tratar de comprenderlo. Sin Filtros nos acerca un retrato hilarante de la enajenación polivalente de una humanidad que se sumerge en la negación masoquista o por el contrario cae en una serie de sincericidios que la aíslan al punto de condenar a los mortales a tristes islas individuales, sin nada en el medio que nos permita decidir por cuenta propia y sin condicionamientos ni imposiciones y que a la vez nos deje un margen para entablar acuerdos con nuestro entorno laboral, familiar y sociopolítico a nivel más macro…
Sorpresas que depara el bosque La frontera entre la simple presencia de estereotipos automáticos del género de turno y la utilización de los mismos desde la astucia puede rastrearse fácilmente en una obra como El Ritual (The Ritual, 2017), un opus británico disfrutable que saca partido de cada cliché al que echa mano para garantizar un relato quizás no avasallante aunque muy redondo y adictivo a más no poder. A nivel general el film nos propone una serie de combinaciones algo bizarras para cada fase de la narración, así tenemos una primera parte símil aventuras angustiosas en sintonía con Deliverance (1972) y El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), un segundo capítulo que apuesta al acecho y las peleas cíclicas de trabajos como Diabólico (The Evil Dead, 1981) y El Descenso (The Descent, 2005) y finalmente un último acto en el que se da cita el lúgubre ritual del título, el cual le debe mucho a El Culto Siniestro (The Wicker Man, 1973) y La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015). En esta oportunidad el catalizador trágico de la historia es el asesinato a sangre fría de Robert (Paul Reid), producto de un robo en una tienda y ante los ojos incrédulos/ temerosos de su amigo de la universidad Luke (Rafe Spall), quien al ver a los asaltantes se esconde y no hace nada cuando uno de los susodichos le rompe la cabeza a Robert con un caño. Seis meses después, todo el grupo de allegados al finado -el cual incluye a Hutch (Robert James-Collier), Dom (Sam Troughton), Phil (Arsher Ali) y el propio Luke- decide llevar a cabo una idea que Robert les había comentado justo antes de dejar este mundo, vinculada a emprender un viaje al Parque Nacional Sarek, un área de Suecia que unifica planicies con montañas y bosques, para consagrarse al senderismo a modo de homenaje y despedida del amigo fallecido. Las buenas intenciones pronto se desvanecen cuando Dom se lastima la rodilla y Hutch propone un atajo a través del espeso bosque para regresar a la civilización. Primero los cuatro hombres se encuentran con un alce destripado colgando de los árboles, luego descubren símbolos raros tallados en la madera y a posteriori se topan con una cabaña destartalada que en su planta superior guarda una efigie que se asemeja a un torso humano con astas en vez de manos, un lugar en el que deciden pasar la noche para escapar de una tormenta y que deriva en comportamientos extraños e involuntarios por parte de todos (Hutch se orina encima, Dom grita aterrado el nombre de su esposa, Phil se halla a sí mismo desnudo y rezándole a la tenebrosa figura y Luke padece de repentinas heridas punzantes en su pecho y no puede sustraerse de alucinaciones varias en las que la arboleda y la tienda donde murió Robert se convierten en un único contexto de pesadilla). A partir del momento en que los muchachos abandonan la cabaña para continuar su camino, la trama gira hacia el acoso de un monstruo/ entidad primordial lovecraftiana -venerada por supuesto por los simpáticos locales- que se irá “cargando” uno a uno a los pobres turistas ingleses, quienes además comenzarán a reprocharse mutuamente su cobardía y/ o inacción. Sin duda uno de los puntos fuertes de este opus de David Bruckner, codirector de la amena The Signal (2007) y realizador en solitario de un episodio apenas pasable de Las Crónicas del Miedo (V/H/S, 2012) y otro de Southbound (2015), es la introducción de un registro cercano al costumbrismo semicómico dentro de un desarrollo narrativo mayormente tétrico, jugada que posibilita identificarnos con la afabilidad compartida de los personajes sin caer en los recursos bobos y pueriles del mainstream hollywoodense. En este sentido, el cineasta construye su mejor trabajo a la fecha al mantener siempre alta la tensión, al coquetear con las sorpresas que depara el laberinto boscoso y al aprovechar la evidente química entre los intérpretes y en especial la versatilidad de Spall, un excelente actor que aquí por fin encuentra un vehículo que le permite lucirse en un rol estelar. A pesar de que el desenlace es un poco leve si lo comparamos con el derrotero previo, la verdad es que en cierta forma se condice con el tono mundano de una película con un gran corazón y con sus pies sobre la tierra, atenta a la idiosincrasia de cada personaje y a esa intensidad mitológica de fondo…