Sacrificio en la intimidad A esta altura del partido bien podemos afirmar que si Roman Polanski, Ira Levin y William Castle hubiesen cobrado unos billetes por cada clon de El Bebé de Rosemary (Rosemary's Baby, 1968), podrían haber sido millonarios con facilidad dentro de un ciclo de nunca acabar que se extiende por décadas de opus que intentan recuperar alguna faceta -o todas- de aquella obra maestra irrepetible del rubro “madre acosada que debe defender a su recién nacido a toda costa”. Sinceramente el susodicho debe ser uno de los subgéneros del terror que menos satisfacciones artísticas nos ha regalado porque resulta imposible nombrar por lo menos una propuesta potable en serio, a diferencia de lo que ocurre con otras ramas de la comarca de los sustos que sí han producido duplicados de impronta exploitation aunque relativamente disfrutables por derecho propio, bien orientados al consumo cultural pasajero. El Demonio Quiere a tu Hijo (Still/ Born, 2017) es otro trabajo hiper olvidable acerca de una madre primeriza que sufre un caso grave de hostigamiento por momentos homologado a la paranoia y/ o al deseo sublimado de asesinar al infante, cóctel que asimismo permite a la narración combinar las diversas posibilidades en torno a la cuestión, a saber: en esta oportunidad los ruiditos extraños, las luces que se prenden solas y las figuras que acechan en las sombras pueden deberse a un cuadro de depresión post parto, a que el marido de la mujer le está siendo infiel con una vecina, a que la protagonista ya no soporta más el llanto del crío y finalmente a la insistencia de una entidad diabólica adepta a fagocitar apetitosos bebés (el -para nada sutil- título elegido para el estreno en Argentina lamentablemente se encarga de eliminar toda conjetura al respecto, aguando la fiesta antes de que comience). La enferma psiquiátrica inducida de turno es Mary (Christie Burke), una chica que estaba embarazada de gemelos y que en el parto pierde a uno de los niños. Junto a su esposo Jack (Jesse Moss) y el pequeño que sobrevivió, bautizado Adam, la joven se muda a una casona de “nuevo rico” -ascenso de Jack mediante- y desde el vamos empieza a percibir cosas raras que sólo ella ve y que la convierten en una persona inestable a ojos de los que la rodean, quienes llegan a considerarla peligrosa e incapaz de cuidar a Adam. Más allá de El Bebé de Rosemary, la película también toma mucho de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), una vez que la pareja instala cámaras en el hogar para determinar si es verdad que un fantasma anda detrás del pobre nene, y de Ju-on (2002), por nombrar sólo un representante del J-Horror de espíritus sádicos, testarudos y fanáticos del contorsionismo. La primera mitad del convite está enmarcada en una catarata de clichés relativamente bien ejecutados por el director y guionista Brandon Christensen, aquí ofreciéndonos su ópera prima, y la segunda parte apuesta a un -a priori- interesante volantazo hacia el campo del sacrificio en la intimidad, en consonancia con el descubrimiento de Mary de que puede salvar a su hijo entregando un sustituto símil “ofrenda de sangre”, por lo que el bebé de la vecina burguesa se transforma en el candidato ideal. A pesar de las buenas intenciones, la prolijidad de la fotografía y hasta la presencia del gran Michael Ironside como el psiquiatra de la protagonista, el film en realidad nunca puede remontar vuelo y se queda muy pegado al suelo que todos conocemos, léase ese de las oportunidades desperdiciadas, la falta de imaginación y las mismas recurrencias de siempre del horror mainstream contemporáneo…
El fuego y las cenizas El debut en el mercado anglosajón de Sebastián Lelio, el realizador y guionista chileno responsable de las interesantes Una Mujer Fantástica (2017) y Gloria (2013), combina dos temáticas paradigmáticas de los dramas identitarios de izquierda, léase el autoritarismo en una comunidad conservadora y hermética y la represión sexual de larga data en el contexto de un fundamentalismo religioso cuyo margen de tolerancia hacia lo diferente se ubica bien por debajo del cero. Desobediencia (Disobedience, 2017) examina la libertad de la que disponen los seres humanos para valerse por sí mismos y tomar decisiones en ese sentido cuando la sociedad en la que viven no hace más que coartar las posibilidades de desarrollar una cierta autonomía, cuestionar el mandato tradicional establecido o aunque sea apostar por un crecimiento de índole individual que escape a los barrotes tácitos consuetudinarios. La premisa de base es sencilla y respeta la línea de las películas previas del director, muy cercana a lo que sería una versión lavada y accesible del cine de reflexión marxista y transgresión social de Rainer Werner Fassbinder: Ronit (Rachel Weisz) es una fotógrafa de gran éxito en Nueva York que un día recibe una llamada telefónica informándole que su padre Rav Krushka (Anton Lesser) falleció, nada menos que el rabino de una comunidad de judíos ortodoxos de Londres. La mujer de inmediato entra en crisis y decide asistir a los servicios fúnebres en Gran Bretaña, así descubrimos que antaño optó por abandonar el enclave religioso y que estaba distanciada de su progenitor. Pronto la marginación toca a su puerta de la mano de la autoridad actual, su tío Moshe Hartog (Allan Corduner), quien parece no haberle perdonado que haya apostatado y en especial la separación de su familia. Ahora bien, la verdadera razón de tanto encono por parte del clan y los miembros del culto se reduce a una relación lésbica que Ronit mantuvo hace años con su amiga de la infancia/ adolescencia Esti (Rachel McAdams), la cual se terminó casando con el mejor amigo de ambas, Dovid Kuperman (Alessandro Nivola), a su vez discípulo de Krushka y su “sucesor natural” en materia del rabinato. Alojada en la casa de la pareja Kuperman, la protagonista descubrirá que las cenizas pueden volver a arder y que la pasión entre las mujeres continúa despertando la intromisión demencial de la comunidad, pero esta vez una mayorcita Esti se planta frente a un vínculo sin amor y le pide a Dovid que la libere del compromiso de turno, lo que se complica todavía más porque está embarazada. El guión de Lelio y Rebecca Lenkiewicz subraya el aislamiento autoimpuesto de los judíos, los chismes horrendos de todo bastión amurallado, la persecución de la que son objeto los disidentes y la patética tozudez de individuos que aceptan preceptos arcaicos y contraproducentes -como el unirse en matrimonio para “curarse” de la homosexualidad- sólo porque una infinidad de bobos del pasado los vienen reproduciendo desde una perspectiva acrítica y por demás castradora. Cayendo apenas por debajo de Gloria y Una Mujer Fantástica, la propuesta se las arregla para manejar bastante bien un minimalismo expresivo basado más en las actitudes de los personajes que en los diálogos en sí, siempre dejando espacio para un gran desempeño por parte del trío compuesto por Weisz, McAdams y la revelación Nivola, un actor con un largo derrotero en roles secundarios que pone al descubierto cuántos intérpretes andan dando vueltas por ahí sin ser aprovechados en papeles acordes a su talento. El erotismo y la precisión en la puesta en escena habituales de Lelio aquí también brillan de la mano de problemas psicológicos arrastrados desde hace mucho tiempo cuyo eje es una colectividad que a pura hipocresía nos habla de hombres y mujeres con voluntad propia aunque en términos prácticos restringe todo lo que puede el margen de acción de sus componentes individuales con el objetivo de que el más mínimo signo de cambio sea eliminado cuanto antes. Desobediencia invita precisamente a insubordinarse en pos de la construcción dedicada de uno mismo como un ente soberano capaz de formular sus propios juicios y juzgar el carácter regresivo de la coyuntura en la que nació, vive o le toca desempeñarse…
A los mordiscones En función del éxito internacional primero de Exterminio (28 Days Later, 2002) y luego de la serie televisiva The Walking Dead a partir de 2010, muchas de las cinematografías nacionales del globo han ofrecido su propia versión del subgénero del terror centrado en los zombies y aledaños: lo que comenzó como una premisa postapocalíptica marginal -en su exégesis posmoderna- gracias a clásicos como La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968), El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978) y El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), pronto se transformó en un fenómeno mundial de millones de dólares que derivó en una infinidad de propuestas como por ejemplo la australiana Undead (2003), la española Rec (2007), la noruega Dead Snow (Død Snø, 2009), la cubana Juan de los Muertos (2011) y la surcoreana Train to Busan (Busanhaeng, 2016), todas obras interesantes dentro del rubro y bajo sus propios términos. Lamentablemente Los Hambrientos (Les Affamés, 2017), un exponente zombie canadiense que venía con pretensiones de renovar las aguas, no llega a redondear ninguna de las muchas promesas que incluye a nivel estructural, cayendo en el terreno de films fallidos recientes como la danesa What We Become (Sorgenfri, 2015) o las estadounidenses Viral (2016) y El Pulso (Cell, 2016). Dicho de otro modo, este opus escrito y dirigido por Robin Aubert combina de manera caótica los zombies modelo infectados de Exterminio, el cine arty, la comedia ingenua, el drama familiar de pérdida, la ciencia ficción de “mentalidad de panal”, los relatos apesadumbrados de supervivencia, el gore clase B y hasta un dejo lírico que aflora durante el desenlace: que la mezcolanza sea un tanto anárquica no tiene nada de malo ya que la historia del séptimo arte está llena de películas mixtas maravillosas, el problema es que el realizador no ofrece precisamente la mejor versión de cada ingrediente. Desde el vamos la trama se nos presenta como coral, por lo que debemos acompañar a tres grupos de sobrevivientes que -por supuesto- se terminarán encontrando más adelante, siempre en las zonas rurales de una Quebec atormentada por una plaga que transforma a todos los seres humanos en caníbales imparables: por un lado tenemos a Bonin (Marc-André Grondin), quien luego de la muerte de un amigo se topa con Tania (Monia Chokri) y Zoé (Charlotte St-Martin), la primera una mujer con una mordida que dice haber sido de un perro y la segunda una nena huérfana, después está Céline (Brigitte Poupart), una burguesa con un machete que arriba a la granja de dos señoras mayores, Thérèse (Marie-Ginette Guay) y Pauline (Micheline Lanctôt), y finalmente tenemos a Réal (Luc Proulx), un otrora agente de seguros que es salvado por el joven Ti-Cul (Édouard Tremblay-Grenier). El viaje en conjunto se da recién durante el tramo final, cuando las bajas comienzan a acumularse. El detalle de turno de ciencia ficción y/ o fantasía se reduce al hobby de los contagiados de armar torres de sillas u objetos varios símil tótem ritual, sólo para luego quedarse mirando la creación en sintonía con la insensibilidad alienígena de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956). Sinceramente la obra de Aubert es bastante aburrida por momentos no tanto por el ritmo narrativo lentificado sino por la falta de novedades significativas o de un ímpetu en verdad alocado, ya que el film no se siente cómodo en ninguna de las múltiples vertientes trabajadas y en general pareciera pretender homologarse a las propuestas freaks más leves destinadas al circuito festivalero y no mucho más. El director para colmo apenas si deja flotando el muy interesante concepto de que la sociedad contemporánea ya está zombificada de la mano de sus rutinas estúpidas, los prejuicios de siempre y una humanidad totalmente condicionada por el capital y los medios masivos de comunicación, no obstante -viendo el “material” en pantalla- tampoco queda claro si ese fue su objetivo o si el elenco es sumamente inexpresivo o si los personajes no tienen mucho para decir acerca de su vida previa a esta debacle tracción a mordiscones…
Tráfico de influencias Dentro del rubro de las franquicias recientes de Hollywood, la verdad es que la saga de Misión Imposible (Mission Impossible) ha sabido mantener un buen nivel de calidad por la decisión de Tom Cruise, estrella central y productor desde el inicio, de combinar secuencias de acción a todo trapo con historias/ pretextos de marcado corte clasicista en lo que al ámbito de las películas y series de espionaje se refiere. Por supuesto que de todas formas la andanada de films tuvo sus idas y vueltas: la primera propuesta de Brian De Palma de 1996 estuvo bastante bien, la segunda del 2000 cayó unos cuantos escalones debajo por el agotamiento de recursos de John Woo como la cámara lenta y las hipérboles, la tercera de 2006 continúa siendo la mejor del lote en su conjunto con un J.J. Abrams muy inspirado y a pura adrenalina, y finalmente la cuarta de 2011 y la quinta de 2015 por su parte siguieron el camino de la anterior, con la cuarta en especial abriéndose paso como la más interesante. Así llegamos a la sexta entrega de la saga, con Christopher McQuarrie reincidiendo en su doble rol de director y guionista, el señor responsable del eslabón previo y de las geniales Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995) y Al Calor de las Armas (The Way of the Gun, 2000): aquí vuelve a ofrecer un producto eficaz, muy pulido y hasta en cierto punto crítico para con el accionar de las mugrosas agencias de inteligencia de nuestros días, una vez más dando a entender que están mucho más interesadas en disputas internas y matar a los enemigos/ ovejas descarriadas del orden mundial capitalista que en salvar vidas administrando “información sensible” y los juguetes tecnológicos del caso, algo en lo que se especializan Ethan Hunt (Cruise) y su equipo, a esta altura del partido unos artesanos higiénicos que -parafernalia mainstream mediante- prefieren la astucia, los engaños y las decisiones osadas antes que la “estrategia” de los gobiernos actuales de asesinarlos a todos. La excusa de fondo se reduce a tres esferas de plutonio enriquecido destinadas a armar tres bombas nucleares, las cuales el protagonista pierde en la primera escena y así desencadena los sucesivos intentos en pos de recobrarlas con el objetivo de que el asunto no derive en una catástrofe a expensas de un reaparecido Solomon Lane (Sean Harris), ese “anarquista” que quiere poner en crisis a los estados del Primer Mundo mediante una masacre imposible de ocultar. Las megasecuencias reglamentarias infaltables de todo blockbuster que se precie de tal hoy transcurren en París, Londres y Cachemira y hay que reconocer que son tan inverosímiles y ridículas como entretenidas y apasionantes, prueba de que el producto cuenta con el sello de calidad del Cruise más pirotécnico, virtuoso y demencial (sabiendo que el actor -a pesar de su edad, 56 años- continúa haciendo gran parte de sus stunts, por momentos duele un poco verlo, amén de que de hecho se fracturó un tobillo en el rodaje). El realizador mantiene permanentemente un pulso narrativo enérgico, logrando que los 147 minutos no resulten excesivos, y sabe cómo hilvanar las intrigas a partir de recursos tradicionales del género como la mascarada, las traiciones, los intermediarios, el doble agente, la redención y el anhelo de “salirse” del juego de las mentiras para llevar una vida un poco más normal, hasta incorporando a un villano interno que representa al ala derecha de la CIA, el sicario August Walker (Henry Cavill), a quien por supuesto se opone un Hunt mucho más moderado y acompañado de sus colaboradores habituales Luther (Ving Rhames) y Benji (Simon Pegg). Aquí por suerte no se le da demasiada bolilla al interés romántico femenino y si bien reaparecen señoritas del pasado, ese sustrato a la James Bond se esfuma para dejar lugar a la potencia de las escenas vertiginosas y el carisma de Cruise con un trasfondo clasicista que no quiere sonar canchero o adolescente ni tira una catarata de chistes estúpidos ni se vuelve horriblemente reaccionario a nivel político, como por ejemplo los bodrios de superhéroes o la porquería del cine familiar hollywoodense de hoy en día. Misión Imposible: Repercusión (Mission Impossible: Fallout, 2018) nos regala un pasatismo fastuoso ameno que se digna en subrayar que la paranoia domina el tráfico de influencias internacionales y que las operaciones encubiertas aún son moneda corriente…
Replanteando el cariño Como cualquier otro ámbito artístico hegemonizado por la burguesía, el cine suele privilegiar un enfoque bello y condescendiente para analizar temáticas consideradas ajenas, ya sea por ser propias de otras clases sociales o no amoldarse a los parámetros de representación del estrato. Las exploraciones de otros grupos, sectores o naciones muchas veces se encaran desde la fórmula narrativa del “outsider”, ese testaferro tanto del director como del supuesto espectador ideal -su espejo- que anda haciendo turismo en un terreno que no es el suyo y que funciona como nuestros ojos en el descubrimiento de lo desconocido. Cuando pretende algún tipo de legitimidad, el autor de turno impone como protagonista más a un antihéroe que a un adalid tradicional, no obstante casi siempre mantiene este engranaje hiper narcisista porque es muy aceptado dentro del mainstream. L'amore con te (Il Colore Nascosto delle Cose, 2017) respeta a rajatabla las minucias del formato en ocasión del retrato del afecto entre un publicista, Teo (Adriano Giannini), y una osteópata ciega, Emma (la genial Valeria Golino): a pesar de que la contraparte femenina es muy importante porque constituye la puerta de entrada a lo ignoto, en verdad la historia está armada alrededor del mamarrachesco Teo, un personaje que arrastra diversas características propias del varón en general y aquí levemente exacerbadas (prefiere acumular el menor número posible de responsabilidades y es bastante promiscuo… o en términos prácticos, no deja pasar ninguna oportunidad de acercamiento romántico). Es a través del universo convulsionado del señor que nos metemos en la rutina cotidiana de la no vidente Emma, en esencia una “mujer común” que hace frente a su discapacidad sin nunca bajar los brazos. De a poco el estilo de vida despreocupado del protagonista -que incluye nulo contacto familiar, sobredimensión del trabajo, tendencia a maniobrar entre una novia y una amante, etcétera- se caerá a pedazos cuando se enamore de Emma y tenga que replantearse su idea del cariño para no lastimar a los que tiene alrededor con mentiras y engaños recurrentes, propios del que no desea hacerse cargo de los disgustos que ha provocado. El realizador y guionista Silvio Soldini, conocido por la interesante Pan y Tulipanes (Pane e Tulipani, 2000) y responsable también de Per Altri Occhi (2013), un documental donde analizaba el devenir de un grupo de ciegos, en esta ocasión privilegia un tono naturalista y despojado para describir el ir y venir citadino de los personajes, apelando al mismo tiempo a una serie de situaciones mundanas que pretenden construir una sensación de intimidad fragmentada. Precisamente, la película por momentos abusa de este rompecabezas que es la vida de Teo y Emma y alarga más de lo debido un metraje que podría haberse reducido en una cuarta parte. Más allá de este problema, el cual por cierto tampoco llega a convertirse en un peso insoportable, el film a nivel general consigue evitar el estereotipo retórico/ social del “diferente virtuoso” que batalla contra los prejuicios de su contexto ya que si no fuera por la invidencia, bien podríamos decir que estamos ante una propuesta bastante conservadora en la que el hombre en cuestión deja de lado a las mujeres banales y/ o controladoras para quedarse con la más “centrada” de todas, léase la más inteligente y coherente del lote. El mayor mérito de Soldini es que resuelve todo esto de manera muy sutil maquillando la lástima que despierta Emma y el patetismo pueril de Teo, circunstancia que redondea un trabajo amable y poco más que de tanta corrección política tamizada por el prisma light contemporáneo, termina cayendo en ardides narrativos tan antiguos como el arte mismo…
Habitar al prójimo Las propuestas de corazón sensible para adolescentes suelen pasar bastante desapercibidas en el hiper segmentado mercado contemporáneo porque el grueso del mainstream una y otra vez apuesta a películas gigantescas destinadas a un rango etario mucho más vasto, en esencia debido al miedo irrefrenable que los ejecutivos actuales de los grandes estudios y productoras le tienen a la competencia que representan la piratería y los servicios de streaming, con los cuales cada vez más seguido terminan pactando, condenando de este modo a muchas obras a la no exhibición en salas. Así las cosas, lo que en el pasado eran films con sex appeal masivo terminan enrolados bajo la etiqueta “joven adulto” y enviados a otro de esos nichos a los que se destina poca y nada publicidad en favor de los tanques de siempre que pasan a aglutinar todos los esfuerzos de venta de una industria conservadora. A diferencia de otros productos adolescentes semejantes, Cada Día (Every Day, 2018) sí cuenta con una premisa de base interesante -cortesía de la novela homónima de 2012 de David Levithan- que fue trabajada con esmero por el guionista Jesse Andrews y el director Michael Sucsy: la historia se centra en la relación romántica que une a Rhiannon (gran desempeño de Angourie Rice), una chica que atraviesa la secundaria, y un ser espiritual conocido simplemente como A, quien se despierta cada mañana en un nuevo cuerpo de una persona de su misma edad que reside en la misma zona que la anterior, una especie de condena aleatoria que lo transforma en un alma en constante transmutación física. Con las dificultades del caso, los dos jóvenes intentan construir un vínculo que va mucho más allá de la apariencia concreta, de los recelos de cualquier tipo y hasta de los géneros sexuales. Deudora de elementos de Ghost: La Sombra del Amor (Ghost, 1990), Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993) y La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), la trama comienza cuando A amanece en el cuerpo de Justin (Justice Smith), el novio negligente y medio bobazo de Rhiannon, la cual lo convence de escaparse del colegio y pasar una jornada juntos que derivará en el enamoramiento de A y el reenamoramiento de la chica, quien de a poco descubrirá y terminará aceptando el hecho de que A se le presenta cada día con una cara diferente, lo que incluye tanto varones como mujeres, y la posibilidad de que el afecto se sostenga sobre todo a escala emocional. La película posee una impronta indie sumamente insólita para un opus de estas características ya que trabaja con suma delicadeza el tópico, abrazando las connotaciones más serias de fondo sin caer en esos diálogos vacuos, lelos o autoparódicos típicos del “Hollywood popular” que quiere sonar siempre canchero, más aún tratando de venderle el convite a los púberes y las mujeres en especial. Otro detalle extraño del film es que complejiza el sustrato para ir más allá del amor en sí y meterse con la responsabilidad y consecuencias que implica este derrotero incesante de cuerpo en cuerpo, como las reacciones sociales frente a la supuesta “promiscuidad” de Rhiannon, la obligación de A de no perjudicar la vida de cada “recipiente”, la tentación de quedarse más tiempo en algún ser humano y eventualmente reemplazarlo, la desconexión que todo el asunto puede generar a veces y las perspectivas de un futuro para la pareja bajo estas condiciones. En cierto sentido, Cada Día es en simultáneo una feel good movie bien desarrollada desde la adultez y la imaginación y un ejemplo de esta nueva camada de productos del mainstream que pretenden escaparle a la fórmula “chico conoce chica” para incorporar -gracias a un contexto fantástico- dimensiones alternativas de la sexualidad, la necesidad de conocer en serio a la pareja y hasta la idea de habitar al prójimo con vistas a edificar un acuerdo más o menos explícito en el que el cariño sea mutuo y permanente…
Nada o nadie nos separará Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), el debut en pantalla grande como realizador del español Sergio G. Sánchez, conocido por haber firmado los guiones de El Orfanato (2007) y Lo Imposible (2012), a su vez dos trabajos dirigidos por su compatriota J.A. Bayona, es una exquisita película de terror que evita el toque pomposo y esquemático del mainstream de nuestros días para privilegiar en cambio la sutileza, el desarrollo de personajes y la dialéctica de las sorpresas que vienen más por el lado de una sensibilidad a flor de piel que de la mano de vueltas de tuerca improvisadas sobre la marcha símil Hollywood. En este sentido se nota el talento de Sánchez a nivel de la estructuración de la historia porque a sus marcas registradas de siempre, vinculadas a los arcanos del pasado y la supervivencia de la familia contra viento y marea, se suma la inteligencia del planteo de base en torno a la incapacidad de escapar de la violencia cuando su estela abarca nuestro círculo intrínseco. La propuesta comienza con la llegada de un clan británico a una zona rural sin especificar de Estados Unidos a fines de la década del 60, compuesto por una matriarca agonizante, Rose Marrowbone (Nicola Harrison), y sus cuatro hijos, los adolescentes Jack (George MacKay), Jane (Mia Goth) y Billy (Charlie Heaton) y el pequeño Sam (Matthew Stagg). Toda la familia viene huyendo del padre, de apellido Fairbairn (Tom Fisher), y por ello deciden ocultarse en la casa donde creció Rose, un lugar idílico y muy destartalado alejado del pueblo en el que conocen a Allie (Anya Taylor-Joy), una muchacha que trabaja de bibliotecaria de la que se hacen amigos de inmediato. La alegría dura poco porque primero fallece la madre y luego arriba el misterioso padre disparando un arma y con intenciones homicidas, frente a lo cual la trama pega un salto hacia adelante en el que todos los jóvenes están vivos aunque determinados detalles nos indican que las cosas no están del todo bien. Este flashforward construye un presente del relato caracterizado por el miedo patológico de los hermanos a los espejos, por la existencia de una “fortaleza” hecha de sábanas y trapos en la que se refugian ante el peligro -ahora representado por lo que Sam interpreta como un fantasma- y finalmente por una planta superior del inmueble totalmente tapiada, dando a entender que algo fue encerrado allí hace ya bastante tiempo. Mientras que Jack, el mayor de la estirpe, procura avanzar en el romance que lo ata a Allie, un abogado metiche llamado Tom Porter (Kyle Soller), encargado de concretar la transferencia de la vivienda a nombre de Rose, pretende extorsionar a la familia exigiéndoles una suma de “dinero sucio” que perteneció a Fairbairn. Para colmo de males, la necesidad de permanecer ocultos hasta que Jack cumpla los 21 años -con el objetivo de que no los separen- además se ve amenazada por la vuelta de esa entidad a la que tanto temen y que habita dentro de los muros del hogar. Sánchez se las arregla de maravillas para apuntalar un devenir que retoma tres premisas centrales del horror y el suspenso de décadas precedentes, a saber: en primera instancia tenemos la pesadilla de contar con visitantes conviviendo con nosotros sin siquiera saberlo, bien en sintonía con Bad Ronald (1974), La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991) y El Habitante Incierto (2004), en segundo término vienen los dilemas familiares de ultratumba de películas de impronta gótica como Los Otros (The Others, 2001) y la susodicha El Orfanato, y en último lugar está un derrotero psicológico esquizofrénico que nos retrotrae a Psicosis (Psycho, 1960), Demente (Raising Cain, 1992) e Identidad (Identity, 2003). Considerando la ensalada de turno, el director y guionista logra la proeza de conciliar cada elemento con el resto gracias a la idea de ponderar la dimensión melodramática por sobre los artificios sin corazón y automatizados del mainstream actual. A sabiendas de que el dolor y los mecanismos que implementamos para intentar esquivarlo son en gran parte mucho más interesantes que la fuente en sí de la angustia, sea ésta del tenor que sea, en esta oportunidad el español crea un entramado de relaciones muy atractivo en el que cada vez que parece que se asomará un cliché en el horizonte, el realizador nos regala una pequeña sorpresa que despierta la sensación de estar frente a un formidable -y al mismo tiempo humilde- reloj suizo narrativo a la vieja usanza. El elenco en su conjunto ofrece interpretaciones geniales aunque en especial se destaca lo hecho por Taylor-Joy y Goth, dos de las mejores actrices del panorama cinematográfico anglosajón contemporáneo. Aquí Sánchez transforma a la mancomunión doméstica en el núcleo de la historia con la meta de evitar la intromisión del Estado o de terceros y define al amor no como una energía mágica que soluciona los problemas sino como la predisposición a cohabitar con el prójimo aceptando sus pros y contras en igual medida, ya que la soledad a veces es mucho peor…
Radiografía del fracaso El cine internacional contemporáneo sufre de una excesiva corrección política al momento de retratar una infinidad de historias dentro de distintos ámbitos, con los romances como uno de los enclaves en los que se acumulan más intentos fallidos, esos que pretendiendo ser desgarradores y/ o hiper sinceros en su análisis de las miserias del amor y sus subproductos terminan cayendo una vez más en esa falta de verdadero brío retórico como consecuencia de una triste esterilidad discursiva de fondo, hoy más que nunca homologada a la deslegitimación del film en su conjunto cortesía de una intrascendencia apenas encubierta que -vale aclararlo- es uno de los signos indudables de la banalidad de los tiempos que corren, en los que las apariencias y hasta a veces las “buenas intenciones” suelen ocupar el espacio de la militancia en serio en pos de algo que no sea satisfacer el ego o el bolsillo. Así las cosas, y como si se tratase de una versión un tanto esquizofrénica -e inferior- de la reciente Monsieur & Madame Adelman (2017), en Amores Frágiles (Amori che non Sanno Stare al Mondo, 2017) nos topamos con el retrato de las idas y vueltas de una pareja de siete años de profesores universitarios, Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), en lo que definitivamente parece ser una competencia por ver quién es el más narcisista y pedante de los dos. Si bien la realizadora y guionista Francesca Comencini adopta la perspectiva femenina para contarnos de manera fragmentada la génesis, el desarrollo y la extinción del amor, en realidad le pega a la par a los hombres y las mujeres subrayando el egoísmo infantil y bobalicón de los primeros y la histeria masoquista y autovictimizante de las segundas, sin mucho más para decir sobre las causas de la debacle. Sin embargo la ausencia de un entramado conceptual en verdad valioso que justifique el periplo romántico no es el inconveniente principal que arrastra la propuesta (al fin y al cabo, pocas son las obras que poseen un trasfondo equivalente), ya que lo más problemático del asunto es la redundancia general de la directora al momento de presentarnos el relato: mientras que por un lado tenemos -como no podía ser de otra forma- una catarata de discusiones por desvaríos, celos y demandas circunstanciales, por otro lado desde el inicio quedamos presos de una serie de flashbacks simplones, un voice over hiper explicativo por parte de ella, escenas contemplativas que no agregan nada y hasta instantes cercanos a un videoclip erótico ochentoso. Sinceramente tampoco suma que él la engañe con una chica más joven (cliché masculino) y ella con otra mujer símil destape lésbico (cliché femenino). De todos modos, la película cuenta con elementos redentores como el gran desempeño de Mascino, todo el tiempo bordeando la sobreactuación producto de las necesidades que plantea la efervescente Claudia, y especialmente el objetivo máximo de la realización, orientado a analizar las minucias del fracaso de turno desde la honestidad y cierta desnudez emocional que no teme caer en la vergüenza, el ridículo y la neurosis depresiva; asimismo poniendo de relieve como colofón que no importan las características de cada género sexual porque en una relación ambos van intercambiando roles y relegando la posición dominante en favor del prójimo (el equilibrio total no existe). Incluso así, el opus de Comencini nunca levanta cabeza del todo y se queda en una medianía entre correcta y algo olvidable que buscando la visceralidad deriva en soluciones dignas de un manual de autoayuda…
Desde la isla de los intelectuales Dentro de un registro narrativo que se mueve cómodo en la frontera entre la ficción y el documental, Stefan Zweig: Adiós a Europa (Stefan Zweig: Farewell to Europe, 2016) es una bienvenida rareza para lo que suele ser el cine contemporáneo, tanto por la perspectiva retórica mencionada como por el mismo tópico que se propone desarrollar, el exilio a lo largo de América del escritor austríaco del título, una de las figuras más importantes de la literatura de la primera mitad del Siglo XX que paulatinamente cayó en el olvido durante las décadas posteriores y que recientemente fue rescatado por Wes Anderson, quien se inspiró en varias de sus novelas para crear la extraordinaria El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014). La alemana Maria Schrader, en esencia una actriz aquí reconvertida en directora y guionista, encara el trabajo desde una concepción despojada de música incidental, con largas escenas dialogadas de impronta teatral, un montaje de cortes tajantes, un excelente desempeño actoral y una serie de intercambios entre los personajes que analizan las dimensiones política, social y filosófica del ideario de Zweig y su tiempo. Bajo la sombra primero del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial después, el hombre iniciaría un ciclo de viajes y conferencias que lo llevarían a diferentes puntos del continente desde la segunda mitad de la década del 30 hasta su suicidio el 22 de febrero de 1942 en Brasil, país del que se había enamorado en sus últimos años y que consideraba la “tierra del futuro” en contraposición a una Europa que pensó irremediablemente condenada a muerte por la expansión y triunfos del fascismo. De hecho, la película está dividida en cuatro capítulos, los cuales se desarrollan en Buenos Aires en septiembre de 1936, el Estado de Bahía en enero de 1941, New York en enero de 1941 y Petrópolis en noviembre de 1941, y un epílogo que nos vuelve a situar en Petrópolis aunque ahora en febrero de 1942, momento de la trágica decisión final. El encargado de interpretar a Zweig es el medido Josef Hader, un actor que se luce transmitiendo el sutil desagrado del escritor ante la catarata de elogios, celebraciones y homenajes que recibió por parte de las autoridades de las distintas naciones y/ o distritos por los que pasó, ya que consideraba que el reconocimiento era pura vanidad. En consonancia con lo anterior, el film funciona más como un retrato del Zweig activista político que del vinculado profesionalmente a la literatura y el periodismo, porque lo que subraya Schrader es la negativa del protagonista a condenar a Alemania como país en su conjunto y a la distancia, algo que vivían haciendo los reporteros y dirigentes del momento en pos de generar polémicas baratas o embanderarse en causas que no conocían de primera mano y que manipulaban bajo el triste halo del eslogan propagandístico. Precisamente, Zweig desconfiaba de la política ya que traiciona a la justicia al desvirtuar la palabra y el sentido intrínseco de los debates, en cambio ser un intelectual -como él mismo se definía- significa construir caminos para el entendimiento entre compañeros y adversarios con el objetivo manifiesto de ser justo y piadoso. El apartidismo, la tolerancia y el antibelicismo son los otros ingredientes de su doctrina, en especial el último porque el austríaco fue una de las primeras voces que se alzó contra la posibilidad de una guerra en Europa en tiempos en los que el conflicto parecía inevitable y para colmo se lo solía sopesar como una de las manifestaciones más “gloriosas” de la historia humana en función de su capacidad para generar cambios (delirio, depredación y genocidios de por medio, hoy podríamos agregar). Sirviéndose de encuentros y conversaciones con periodistas, colegas escritores, testaferros de los gobiernos de turno, los funcionarios en sí, su esposa y ex secretaria Elisabet Charlotte Altmann (Aenne Schwarz), su ex Friderike Maria von Winternitz (interpretada por la maravillosa Barbara Sukowa) y algún que otro amigo o fan circunstancial, Stefan Zweig: Adiós a Europa retoma además otra de las temáticas predilectas de las propuestas centradas en la Segunda Guerra Mundial, léase los exiliados y refugiados en general por el avance de las dictaduras y los enfrentamientos en los países del viejo continente (Zweig constantemente recibía pedidos de auxilio de allegados o desconocidos que trataba de resolver mediante sus contactos en las delegaciones culturales y las administraciones de las naciones que recorría, sobre todo viabilizando visas y solventando a los expatriados). El muy interesante opus de Schrader tampoco ahorra dardos camuflados contra el protagonista relacionados con el hecho de que el buen pasar económico de su familia le permitió llevar una vida de trotamundos y mantener cierta independencia ideológica que podía llegar a confundirse con cobardía o hasta egocentrismo pasivo disimulado, acorde con una timidez homologada a la defensa de su isla como artista, alejada de las miserias del todo social…
Contra los fascistas Con el transcurso de los años James DeMonaco demostró ser un artesano del horror a la vieja usanza, de esos que sin ser unos iluminados del rubro por lo menos de vez en cuando tenían alguna que otra idea de oro y la explotaban sin cesar ofreciendo una multiplicidad de variantes en cada producto en particular. Su saga de The Purge respeta este esquema al pie de la letra: al señor se le ocurrió el concepto de unos Estados Unidos en los que una derecha cristiana, mafiosa y reaccionaria toma el poder -las semejanzas con la realidad no son pura coincidencia- y permite un período de 12 horas de “vale todo” una vez al año, suerte de mecanismo mediante el cual los cerdos capitalistas y sus lambiscones de la burguesía matan a los indigentes y los sectores marginados. Cada nuevo eslabón de la franquicia nos regaló una nueva perspectiva en torno al asunto, con una primera parte centrada en los ricos, una segunda en los pobres y la tercera en el sustrato político concreto de la carnicería de turno. Si bien todos los films se engloban en el terror, también tuvimos cambios en los subgéneros trabajados: La Noche de la Expiación (The Purge, 2013) fue en esencia un thriller de invasión de hogar, 12 Horas para Sobrevivir (The Purge: Anarchy, 2014) tomó la forma de una epopeya de supervivencia callejera y 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección (The Purge: Election Year, 2016) apostó fuerte al espionaje y el cine testimonial. Ahora la cuarta entrada del lote, 12 Horas para Sobrevivir: El Inicio (The First Purge, 2018), vuelve a conjugar la relativa eficacia de los eslabones previos y a pesar de que DeMonaco cedió la silla del director a Gerard McMurray, lo cierto es que retuvo el control creativo vía el guión y que la saga continúa representando un oasis en el mainstream porque es de las pocas odiseas hollywoodenses orientadas a formular comentarios sociales valiosos sobre nuestro tiempo, en esta ocasión llegando al nivel de calidad de la muy interesante segunda película. Como su título lo indica, hablamos de una precuela de la trilogía original en la que se nos presenta el escenario sociopolítico y el desarrollo en términos prácticos de la primera purga, acontecida cuando los Nuevos Padres Fundadores se hacen con el poder en un contexto agudizado por las consecuencias de siempre del capitalismo (pobreza, desocupación, crisis económica, inequidad, paranoia direccionada desde las élites, etc.) y decretan que lo mejor sería que el pueblo libere “tensiones” vía el vandalismo, las violaciones y los homicidios (por supuesto que todo apunta a sacarse de encima a las masas pauperizadas que el mismo sistema genera y que después pretende tratar como un “gasto” engorroso desde la más pura hipocresía). Hoy el lugar elegido para llevar a cabo esta primera masacre experimental es Staten Island, en New York, con vistas a que los mismos pobres se maten entre ellos para a posteriori extender la norma a todo el país aprovechando la idiotez y apatía de la población. En cierto sentido 12 Horas para Sobrevivir: El Inicio, además de ofrecer una aventura de acción sumamente inquietante que no menosprecia la inteligencia del espectador, funciona como el exponente más astuto de la franquicia en el análisis de la manipulación social y el despotismo detrás de la purga, profundizando en la participación del gobierno mediante mercenarios que matan a diestra y siniestra a personas que optaron por quedarse en la isla en cuestión para recibir una gratificación económica prometida por los esbirros del Estado, todo desde ya en consonancia con la necesidad de “catalizadores” de una violencia que en un principio no estalla como los ideólogos creían, con Arlo Sabian (Patch Darragh) y la Doctora Updale (Marisa Tomei) a la cabeza. En esta oportunidad el grupo de supervivientes incluye a los hermanos Nya (Lex Scott Davis) e Isaiah (Joivan Wade) y al narco Dmitri (Y'lan Noel), un antihéroe prudente cercano a aquel Leo Barnes (Frank Grillo) de antaño. Combinando elementos del slasher, la ciencia ficción postapocalíptica, la superacción símil década del 80 y el horror más desatado de izquierda, la propuesta erige una fábula social bien palpable en nuestro presente en la que los lúmpenes y los cuentapropistas marginales unen fuerzas con las comunidades negra y latina frente a la repugnante derecha dirigente en tanto resistencia contra los atropellos del poder, su soberbia asesina y la guerra informativa de siempre, vinculada a instalar el miedo y la desconfianza entre el vulgo más ignorante. La decisión de evitar la patética corrección política contemporánea y jugarse por una crítica directa a los conglomerados institucionales da por resultado un producto muy atractivo que exprime todo el potencial de su premisa de base tanto desde el punto de vista ideológico como a nivel formal. El canibalismo condicionado y la industria de la muerte aparecen en primer plano en un film que habla el lenguaje de la lucha conspicua contra los fascistas…