El duelo y la vendimia Cada cinematografía nacional posee una serie de estereotipos que la caracterizan y la ayudan a penetrar en mercados foráneos vendiendo una imagen petrificada -o su opuesto exacto, destruyéndola- de lo que vendría a ser ese país y las personas que lo habitan. Los franceses en especial arrastran toda una colección de clichés que han sabido explotar en una infinidad de películas, algunas interesantes, otras fallidas y otras tantas cayendo en una región intermedia como la del film que nos ocupa, Entre Viñedos (Ce qui Nous Lie, 2017), una obra que apuesta a seguro y pretende abarcar demasiado, mucho más de lo que hubiese resultado conveniente para la capacidad y/ o el talento del equipo a cargo: la propuesta al mismo tiempo quiere -pero sinceramente jamás da la talla- entrar tanto al circuito de los festivales internacionales y satisfacer además los distintos mercados y públicos del exterior. En segunda instancia, y en consonancia con el punto anterior, se podría decir que este opus de Cédric Klapisch, un especialista en vertientes varias del melodrama y la comedia, se sumerge en dos mega estereotipos del cine galo: nada menos que los paisajes pintorescos del interior de Francia (esa apariencia de jardín a cielo abierto, cortesía de siglos de destruir cualquier indicio de naturaleza salvaje) y las relaciones familiares tortuosas que se alargan y se alargan en el tiempo (hay que subrayar lo de “tortuoso” porque es todo un fetiche de los dramas galos que los protagonistas sufran y hagan sufrir a sus allegados lo más posible, o por lo menos que se peleen bastante aunque sin la algarabía de los italianos y españoles ni tampoco la amargura de los británicos y alemanes). Siempre el apostar a un cliché no tiene nada de malo de por sí mientras la ejecución sea portentosa, sin embargo este no es el caso. Quizás el problema central del guión de Klapisch y el argentino Santiago Amigorena sea, como decíamos antes, una ambición que no sabe manejar y se le va de las manos: por un lado tenemos una reunión de tres hermanos luego de la muerte de su padre (el dueño de una plantación vitivinícola), después viene el dilema que afrontan para pagar los elevadísimos derechos de sucesión (500.000 euros por todas las propiedades del progenitor), en tercer lugar está el encono que uno de los hijos guarda hacia el padre por haber sido un tanto duro con él (lo que derivó en una fuga del hogar en Borgoña y muchos años de distanciamiento) y finalmente tenemos los infaltables conflictos familiares del presente basados en reclamos entrecruzados (uno de los hermanos se queja de su suegro dominante, la única mujer no se siente capaz de administrar la plantación y el restante sufre porque tiene a su familia en Australia y a la insoportable de su esposa constantemente en el celular quejándose de todo). La primera mitad de la historia es llevadera y construye un retrato atrapante de la dinámica del clan, sus cuentas pendientes afectivas -y monetarias también- y en especial los secretos y las diversas etapas de la producción del vino, un esquema asimismo condimentado por una muy bella fotografía de Alexis Kavyrchine, no obstante conforme pasa el tiempo la repetición de las mismas disputas vinculares y la no resolución de ninguna de las líneas narrativas termina minando la paciencia del espectador y a decir verdad los 113 minutos de metraje resultan bastante excesivos. Aun así, la película no llega a ser mala porque ofrece una bienvenida autenticidad y un interesante detallismo en lo que atañe a la actividad de los protagonistas, en esencia unos nenes privilegiados cuyas vidas se debaten entre el duelo y la vendimia sin que el director sepa mucho qué hacer con ellos a medida que la trama avanza, lo que por cierto provoca algunos giros un tanto forzados llegando el desenlace…
La endogamia compulsiva Considerando la andanada de películas fallidas de terror centradas en casas embrujadas, fantasmas y maldiciones de diversa índole, a decir verdad Los Inquilinos (The Lodgers, 2017) es una pequeña maravilla que no sólo le da nueva vida al formato sino que hasta logra complementar sus tópicos de siempre con un trasfondo decididamente humanista que pocas realizaciones han sabido aprovechar. Entre los proyectos góticos de la Hammer, la impronta del J-Horror y la vertiente sobrenatural española encabezada por Los Otros (The Others, 2001) y las obras de Sergio G. Sánchez, léase El Orfanato (2007) y la reciente Marrowbone (2017), este segundo opus del irlandés Brian O’Malley construye personajes interesantes, cuenta con un elenco a la altura del desafío en su conjunto y por último explota inteligentemente los recursos del género para ofrecer al espectador una experiencia enriquecedora y sutil que combina clasicismo y una sensibilidad retórica contemporánea. La trama no se anda con introducciones redundantes ni nada por el estilo ya que desde el vamos sabemos que los dos protagonistas principales, los hermanos gemelos Rachel (Charlotte Vega) y Edward (Bill Milner), están prisioneros en su propio caserón/ finca y deben obedecer tres reglas fundamentales, a saber: tienen que acostarse siempre antes de la medianoche, nunca deben dejar que un extraño entre en el hogar y no deben apartarse del todo uno del otro. La autoridad que hace respetar estas normas está conformada por un cónclave de espectros acuosos que yacen en lo que parece ser el sótano de la vivienda de turno. Luego de cumplir los 18 años, Edward se pone cada vez más nervioso frente a la exigencia familiar de “consumación” entre ambos, circunstancia que se complica por la idea recurrente de Rachel de escapar definitivamente del lugar y por su atracción hacia Sean (Eugene Simon), un veterano de guerra recién llegado y con una pierna mutilada. Si bien todo transcurre en la Irlanda rural de la década del 20 del siglo pasado, el eficaz guión del debutante David Turpin -dato curioso: además compuso la música, junto a Kevin Murphy y Stephen Shannon- se las ingenia para tratar temáticas atemporales como la tendencia a repetir las barrabasadas de antaño (desde ya que todos los antepasados de los hermanos fueron también fruto del incesto y todos se suicidaron en un bello lago cercano), la enajenación progresiva por aislamiento (la historia se mueve en la frontera con la locura vía la claustrofobia y la pobreza extrema, debido a la necesidad de no salir de la mansión y vivir de una herencia ya extinta, a lo que se agrega la insistencia del abogado familiar con visitar y vender la morada) y hasta los prejuicios sociales más estúpidos (no falta la banda de pueblerinos fascistas que verduguean por deporte a Sean y andan con ganas de violar a cualquier fémina que ande dando vueltas por ahí, improvisando “excusas” en el momento). Sobre los hombros de Vega recae el mayor peso del relato y lo cierto es que la chica hace maravillas con su personaje, logrando que sea sexy, taciturno y tierno al mismo tiempo sin que haya contradicción interpretativa ni cambio de tono pronunciado. La fotografía de Richard Kendrick y el diseño de producción de Joe Fallover son los otros puntos fuertes del film porque calzan perfecto con la atmósfera lúgubre y sensual del convite. Mención aparte merece el desenlace, uno realmente muy complejo y ambicioso para lo que debe haber sido un presupuesto acotado, dando por resultado un final de corte poético, bastante tétrico y con una energía envidiable que parece citar las secuencias más arrebatadoras de Under the Skin (2013). Basándose más en el apuntalamiento de climas opresivos y el apego/ desapego entre los personajes que en los sustos cronometrados y la falta de imaginación visual de buena parte del terror mainstream norteamericano, Los Inquilinos es una joyita encantadora y sugestiva que pone el acento en una maldición que tiene más que ver con la endogamia compulsiva y los componentes sociales más derechosos y reaccionarios que con algún tipo de venganza o necesidad de reparación desde el inefable más allá: aquí el ansia de libertad de Rachel conduce y da sentido a la película, consiguiendo que el resto de las amenazas circunstanciales -las representadas por el abogado y los energúmenos del montón- poco asusten en comparación con el sustrato hiper conservador de su linaje a través del tiempo…
Cuando la compensación no llega Estamos ante uno de esos casos en los que la película en cuestión es tan buena como lo es el o la protagonista principal, en esta oportunidad una prodigiosa Diane Kruger, porque si bien el relato cuenta con un vigor discursivo importante y evita las típicas convenciones del cine de Hollywood en cuanto al carácter estereotipado de los personajes y la andanada de escenas de acción, lo cierto es que En Pedazos (Aus dem Nichts, 2017) adopta un formato retórico ya viejito e hiper utilizado por una infinidad de géneros que van más allá del policial negro, léase el asesinato de un ser querido y la posterior revancha por parte de un familiar que pretende cobrarse el dolor lo más pronto posible frente a la negligencia de un estado obtuso que no cumple con su deber de administrar justicia en tiempo y forma (por lo general las autoridades hacen exactamente lo contrario, martirizando a la víctima sin cesar). Combinando la debacle familiar, el courtroom drama y el thriller de venganza, el opus de Fatih Akin respeta precisamente esa secuencia narrativa con vistas a retratar el calvario de Katja Sekerci (Kruger), una alemana casada con Nuri (Numan Acar), un ex narcotraficante de origen turco con el que tiene un pequeño hijo, Rocco (Rafael Santana). El mundo de la mujer se viene abajo cuando explota una bomba casera -confeccionada con fertilizante, gasoil y clavos- en la puerta de la oficina de Nuri, matándolo junto a Rocco. Al inicio la policía sospecha, prejuicio mediante, de las mafias de Europa del Este no obstante pronto se confirma la suposición de Katja en torno a que los autores del ataque son miembros de grupos neonazis, circunstancia que conduce al arresto de una pareja xenófoba conformada por André (Ulrich Brandhoff) y Edda Möller (Hanna Hilsdorf), quien plantó el explosivo. La influencia lejana del film -y la madre de todo el gremio en su conjunto- es la mítica El Vengador Anónimo (Death Wish, 1974), de Michael Winner, la cual a la par de su primera secuela de 1982 sentó las bases para la vertiente más seria del enclave, esa que luego mutaría en la desproporción risueña de la no menos legendaria El Vengador Anónimo 3 (Death Wish 3, 1985), aquel canto al desatino homicida gratuito de las décadas del 80 y 90. En Pedazos bebe de la opción taciturna de la justicia por mano propia y realmente sale muy bien parada en su doble pretensión de fondo, una orientada en simultáneo a satisfacer las exigencias de rigurosidad de las obras destinadas al circuito de los festivales internacionales (de hecho, la faena le valió a Kruger el premio a la Mejor Actriz en la última edición del Festival de Cannes) y a mantener bien alta la tensión de manera permanente para que la propuesta sea también vendible al público mainstream (el director abraza la arquitectura y la angustia del drama pero sabe volcar el asunto al suspenso cuando la situación lo amerita). Como señalábamos anteriormente, es la actuación de Kruger la que lleva adelante el film y la que le permite volar con alas propias más allá de los resortes tradicionales del terreno de turno: la germana, recordada por Desconocido (Unknown, 2011) y por su maravilloso desempeño en la pueril y esquemática Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), aquí ofrece un trabajo digno de las grandes actrices de antaño ya que a pocos minutos de comenzado el metraje la mujer se queda sin hijo y marido, tragedia que es retratada en toda su magnitud por el guión de Hark Bohm y el mismo director, haciéndonos atravesar el duelo, la furia subsiguiente, el juicio a los sospechosos y finalmente el momento de “ajustar las cuentas” (en el cine contemporáneo es inusual el nivel de detallismo y paciencia de En Pedazos, basta con decir que la mayoría de las películas similares de nuestro presente pasa de A a B en un santiamén y a puro automatismo cursi, convencidas de que lo único que desean ver los espectadores es la descarga de la presión acumulada vía escenas de acción). Definitivamente el mérito central del opus, en este sentido, es construir a una protagonista real, con los pies en la tierra, que no se transforma en una adalid del castigo ni en una máquina asesina estereotipada ni en una damisela que reclama la ayuda de un macho alfa, dejándonos a nuestro criterio -en tanto adultos pensantes- el dilucidar qué pasa por la mente de Katja en esos momentos finales cuando la compensación institucional no llega, ella decide hacer algo al respecto y sin darse cuenta termina frente a los perpetradores del delirio homicida (vale aclarar que la mujer permanece casi muda durante el desenlace y no da mayores pistas sobre cómo leer su derrotero del último acto de la historia). Tanto un alegato en contra del ascenso de la derecha fascista al poder en los regímenes del Primer y Tercer Mundo como una epopeya acerca de la desilusión para con la sociedad, En Pedazos funciona como un excelente ejemplo del modo en el que se deberían encarar las obras de género en nuestros atribulados días: sin tanta ornamentación y privilegiando lo humano…
Desamor en el castillo de la elegancia El regreso de Paul Thomas Anderson a la dirección viene a cerrar una suerte de trilogía conceptual acerca del poder ejercido por hombres tan misteriosos como egoístas, léase tres obras maestras -cuyo horizonte artístico pasó indudablemente por el cine del extraordinario Stanley Kubrick- que apuntaron a analizar el conjunto de consecuencias derivadas del accionar de estos “caudillos” de diferentes ramas del capitalismo: mientras que Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) ponía el acento en la ruina familiar y ética de un magnate de los hidrocarburos a través de la conexión con su hijo adoptivo y con un joven pastor religioso, y The Master (2012) examinaba el mecanismo de cooptación -vía una seudo amistad- por parte de uno de los primeros líderes new age del Siglo XX para con un veterano alcohólico de la Segunda Guerra Mundial, hoy en El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017) tenemos una historia un poco más optimista que aquellas pero igual de impiadosa y obstinada en su retrato del vínculo romántico entre un modisto de alta costura y una muchacha que nos relata/ comenta con dulzura dicha relación de forma retrospectiva. La trama se sitúa en la Londres de la década del 50 del siglo pasado, urbe dominada en el mundo de la moda por Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un genial diseñador de vestidos para la alta burguesía y la realeza europea -inspirado en Cristóbal Balenciaga- con una vida un tanto abúlica en función del hecho de que sus férreos rituales cotidianos, su necesidad de silencio absoluto y su dialéctica de trabajo y trabajo sin cesar lo son todo para él, lo que repercute en sus aventuras amorosas. Ya en las primeras escenas vemos cómo ningunea a su compañera de turno, Johanna (Camilla Rutherford), ante un reclamo de ella por falta de atención. Finiquitado el enlace con la mujer y aceptando el consejo de visitar la campiña por parte de su hermana Cyril (Lesley Manville), con quien vive en una mansión/ taller, allí mismo, en las afueras de la capital británica, Woodcock conoce a Alma (Vicky Krieps), una camarera de un restaurant a la que de inmediato invita a una cita. De manera algo caótica la chica, bastante más joven que él, se transformará a la vez en su amante, su amiga, su musa, su modelo, su asistente y hasta en una más dentro del staff de costureras. Pronto Alma se muda con Reynolds y Cyril al “castillo de la elegancia” de los hermanos y aunque al principio debe lidiar con cierta aspereza cortesía de esta última, la relación con su cuñada tácita irá mejorando de a poco. Lamentablemente el camino inverso es el que ella atravesará con Reynolds, porque la fascinación a raíz de la inventiva y el enigma detrás de este monarca de la indumentaria dejará paso a una desilusión debido a las demandas maniáticas del susodicho en lo que respecta a la no interrupción de su jornada laboral, el mantenimiento de sus rutinas a toda costa y la exigencia de un respeto inquebrantable frente a una pasividad a ojos de Alma -creatividad sigilosa desde el punto de vista de él- que roza constantemente el maltrato por indiferencia/ desidia/ apatía hacia su contraparte romántica. El guión, firmado por el propio Anderson con una ayuda importante de Day-Lewis, hoy en su último rol en cine luego del anuncio de su retiro de la actuación, está apuntalado en varias de las marcas registradas de siempre del realizador: por un lado tenemos situaciones de una frialdad maravillosa a lo Kubrick que examinan el juego de influencias recíprocas en la pareja, y por el otro lado está la disposición inconformista de los diálogos y la narración de Alma en pantalla y/ o en voice-over, un acervo que se mueve entre el naturalismo de John Cassavetes y los remates más imprevistos o desconcertantes símil Robert Altman. Sin embargo, a decir verdad la realización nos ofrece una experiencia exquisita ahora más que nunca sustentada en un imaginario nostálgico que asimismo nos retrotrae hacia un período previo del séptimo arte, entregando en primera instancia una lectura más contenida de aquellos gloriosos melodramas rosas e hiper preciosistas de Douglas Sirk, como por ejemplo Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1954) e Imitación de la Vida (Imitation of Life, 1959), y recuperando en segundo término -y en especial- la ironía extremadamente aguda y malsana de clásicos inoxidables acerca de artistas más o menos enajenados y con problemas para relacionarse con su entorno, en sintonía con La Malvada (All About Eve, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, y Las Zapatillas Rojas (The Red Shoes, 1948), de la dupla compuesta por Michael Powell y Emeric Pressburger. Aquí Anderson baja a tierra toda la fastuosidad de las anteriores, sustituye a las figuras del espectáculo por uno de sus “proveedores de magia” por antonomasia, nada menos que un adalid de la moda, y enfatiza un tono bastante más tierno que el de sus propuestas de antaño; planteo que por cierto nos permite olvidarnos de su opus previo, Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), un retorno fallido al policial negro de Vivir del Azar (Hard Eight, 1996) que se caía a pedazos por un metraje demasiado extenso. Dicho de otra forma, en El Hilo Fantasma Anderson vuelve a colaborar con el gran Jonny Greenwood como compositor de la banda sonora (así como en los instantes de quietud disfrutamos del piano, la tensión en escenas cruciales se mantiene alta a través de cuerdas sublimes) y el cineasta en persona se hace cargo de la hermosa fotografía en reemplazo de Robert Elswit (su director de fotografía habitual no estaba disponible durante la producción del film), no obstante el pulso narrativo y la estética de la película en su conjunto resultan más delicados y detallistas que sus homólogos de Petróleo Sangriento y The Master porque, como señalábamos con anterioridad, el sustrato familiar y “entre correligionarios” de aquellas en esta oportunidad mutó en amor/ desamor, logrando en el trajín que tanto Day-Lewis como Krieps -y también Manville, sin lugar a dudas- nos regalen un desempeño admirable gracias a miradas, posturas y palabras acentuadas con maestría. El trasfondo criminal asimismo regresa aunque atenuado y rearticulado dentro de la necesidad de afecto de Alma, cuando promediando el relato ella intoxica a Woodcock con una pequeña dosis de hongos venenosos, como si se tratase de una versión menos fatalista de las protagonistas de Defraudadas (The Beguiled, 1971), de Don Siegel, con el objetivo de “forzar” una de las crisis depresivas de Reynolds y conseguir que él dependa de ella durante su convalecencia. Quizás la mayor riqueza del convite la encontramos en su entramado conceptual, ya que la película habilita diversas interpretaciones según la perspectiva del espectador en cuestión: el film puede ser leído como una parábola de una figura hegemónica que esculpe a su imagen y semejanza un compañero/ cofrade para que mitigue la soledad del poder, también podemos pensar en un típico romance forzado en el que las diferencias entre las partes son más numerosas que los puntos en común, otra exégesis pasa por los vicios absolutistas, sádicos y autoindulgentes de los artistas, la crónica de los sinsabores de la convivencia más mundana es otra opción interpretativa, así como la apología de un “Dios devorador” que carcome los ideales de júbilo, y finalmente nos queda el retrato de las miserias y bondades de las faunas masculina y femenina (para él Alma no está al nivel de su madre fallecida, le cuesta mucho renunciar a su carácter dominante y a sus ojos el amor se ubica unos cuantos peldaños debajo del quehacer, del que definitivamente obtiene muchas más satisfacciones personales; y ella por su parte se muestra bastante ingenua abrazando moldes sociales preconcebidos sobre el cariño en la pareja y cuando -más adelante- comienza a dejar de lado esa triste adaptación vinculada al desencanto para contraatacar y así ganarse en serio su devoción, recae en mecanismos un tanto extremos como el episodio de los hongos y el genial “acuerdo” del desenlace, ya cuando la lógica contradictoria compartida deriva en una nueva fase del entendimiento). El director recupera toda su prodigiosa fuerza creativa en El Hilo Fantasma y hasta se permite momentos de incomparable y melancólica belleza como el sueño de Woodcock con su progenitora y la secuencia del año nuevo, enmarcada en una fiesta monumental que parece citar a las que pergeñó el malogrado Michael Cimino para El Francotirador (The Deer Hunter, 1978) y La Puerta del Cielo (Heaven's Gate, 1980). Entre un clasicismo sutilmente revulsivo y la convicción de porfiar en pos de la obligación de revalidar el afecto con el transcurso del tiempo, el opus de Anderson unifica pasado y presente para construir una epopeya del corazón en donde la adultez de los sentimientos y de las reacciones humanas constituye el principio rector de la trama, a su vez punta de lanza de un cariño real, uno empoderado por un lado en un antimaniqueísmo hollywoodense sin frenos y por el otro en la angustia masoquista del que debe ceder para amar a su prójimo…
Vigilante de segunda mano Si bien no es el mega desastre que prometía ser, tampoco podemos decir que Deseo de Matar (Death Wish, 2018) sea una película interesante o que mínimamente satisfaga las expectativas del género de turno o -mucho menos- las que despierta la obra a la que remite, a lo que se suman diez años de “cocina hollywoodense”/ preproducción de este proyecto: hablamos de una remake de El Vengador Anónimo (Death Wish, 1974), de Michael Winner, todo un clásico del film noir sucio de derecha en el que el mítico Charles Bronson interpretaba a un arquitecto que se transformaba en un justiciero de las calles de New York luego del asesinato de su esposa y la violación de su hija. La propuesta derivó en una primera secuela muy digna en 1982 que respetaba el tono serio de la original, una tercera parte de 1985 símil delirio afable de superacción y dos obras más de cadencia exploitation. El trabajo que nos ocupa ya venía maldecido desde lejos debido a una serie de desacuerdos creativos entre los productores que tienen los derechos de la saga y la colección de nombres que desfilaron para hacerse cargo de la dirección y el papel protagónico, tareas que al final cayeron en Eli Roth y Bruce Willis respectivamente. Aquí el realizador y el actor continúan en la misma racha de experiencias flojísimas de los últimos años: Roth sigue por debajo de Hostel (2005) y su primera continuación de 2007 y en esencia entrega un opus anodino y superficial en línea con las lamentables The Green Inferno (2013) y Knock Knock (2015); y Willis -por su parte- mejora en cierta medida su desempeño con respecto a su catálogo reciente pero se nota que actúa por el cheque y sin la motivación ni el ímpetu de los films de las décadas del 80, 90 y 00 (el mainstream aniñado y lelo actual lo condenó a la clase B). La historia reproduce el esquema de siempre y -oh, sorpresa- acelera los tiempos narrativos para que el ahora cirujano Paul Kersey (Willis) comience a matar lo más rápido posible a posteriori del deceso de su esposa Lucy (Elisabeth Shue) y la “no violación” de su hija Jordan (Camila Morrone), quien queda en coma gracias a tres delincuentes que entran en su hogar burgués de Chicago cuando él no estaba. Como era de esperar viniendo de un director como Roth que en realidad nunca tuvo nada importante para decir y que se toma al cine como un juego pueril, justo como su amigo y colega Quentin Tarantino, la trama se centra en la conversión casi automática de Kersey de ciudadano modelo a cazador nocturno de forajidos y en la catarata de fusilamientos de todos los latinos, negros y blanquitos cool que va encontrando en su camino, circunstancia que lo eleva a la categoría de “celebridad”. Deseo de Matar combina corrección política decadente y fuera de lugar (tenemos etnias diversas para que nadie se sienta ofendido y tampoco falta la representante femenina “para quedar bien”, hoy una de las detectives del caso), un elenco fofo en el que sólo se destaca Vincent D'Onofrio (prácticamente el único que pone en serio el corazón en el asunto, aquí componiendo a Frank, el hermano de Paul) y un desarrollo pobretón aunado a un sustrato ideológico bastante difuso, entre lo inofensivo y lo ridículo (el relato intercala intentos de severidad formal con muertes y coincidencias caricaturescas, sin decir nada relevante sobre la facilidad con que se venden armas en los Estados Unidos o el hobby de salir a reventar ladrones de poca monta mientras los verdaderos criminales copan los gobiernos y las corporaciones). La película ni siquiera se transforma en una apología fascista de este vigilante de segunda mano porque todo cae en el terreno de lo olvidable y lo rutinario, sin aportar ni una sola idea que se salga del cliché reproducido en el pasado hasta el hartazgo… y mejor ni hablar del mamarrachesco desenlace -extremadamente desinspirado, elemental y redundante- ya que hasta ahí el producto caminaba más o menos tranquilo dentro del enclave del cine castrado de nuestros días, no obstante ese final tira por la borda los pocos puntos a favor acumulados en función de un verosímil cercano al júbilo homicida y la falta de piedad, ítems que deberían primar en un policial hardcore de revancha como el presente.
La farsa burguesa hecha añicos El cine europeo de las últimas décadas ha adoptado con mucho vigor el esquema comercial de las remakes, un típico mecanismo del mainstream hollywoodense en función del cual la gran industria pretende apostar a seguro refritando alguna premisa -o toda una estructura narrativa y su marco de referencias- que ha demostrado ser exitosa en alguna geografía específica. Tal es el grado de aceptación de la fórmula que los productores del viejo continente hasta han entendido que el enclave ideal para buscar proyectos es ni más ni menos que la propia Europa, a sabiendas de que más allá de las diferencias nacionales existe una sensibilidad general compartida que permite trasladar con relativa facilidad los engranajes retóricos de una película de tal país hacia las características de un mercado vecino, dando por resultado una especie de “diálogo” entre las cinematografías autóctonas. Así las cosas, hoy por hoy tenemos la particularidad de que -en lo que respecta al cine europeo- nos solemos encontrar por un lado con remakes que se centran en géneros antiquísimos como la comedia y el drama, y por otro lado con propuestas originales que tratan de emular a los productos yanquis de horror, suspenso y acción. Hasta cierto punto se podría afirmar que Perfectos Desconocidos (2017) combina elementos de ambas vertientes porque es de hecho una remake de una pequeña gran obra italiana de 2016, dirigida por Paolo Genovese, y a la vez responde a la idiosincrasia de un artesano de lo macabro como Álex de la Iglesia, sin duda un representante ineludible -por lo menos en España- de esta tendencia de “sustitución de opus tenebrosos estadounidenses” que ha copado Europa y buena parte del globo con la manifiesta intención de competirle a Hollywood en su terreno. Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que el eje pasa por una cena entre cuatro amigos de mediana edad, tres con sus respectivas parejas y un soltero, que de forma algo “azarosa” -fruto de la dinámica de la conversación y las relaciones de poder- deciden sumarse a un juego que consiste en dejar los celulares arriba de la mesa y leer/ escuchar en público cada nuevo mensaje, mail o llamada entrante. Lo que empieza siendo un chiste morboso de tono lúdico sobre la ausencia de secretos de cada comensal rápidamente deriva en una competencia pueril de “valentía” que lleva a los hombres y mujeres a acceder, algunos con soltura y otros a regañadientes y luego de ensayar diversas excusas para evitar participar. De a poco las patrañas y mentiras piadosas se irán cayendo y las dobles vidas, embustes y ocultamientos quedarán al descubierto en una noche que destruirá una armonía ya inestable. El guión del propio De la Iglesia y su colaborador de siempre Jorge Guerricaechevarría respeta a nivel general el del film italiano, ya que se focaliza en la catarata de arcanos que esconden los protagonistas de turno: infidelidades varias, homosexualidad, ninguneo laboral, propensión a la pederastia, fantasías sexuales a la distancia, falta total de deferencia mutua y hasta engaños mayores dentro del mismo grupo (cuernos incluidos… de nuevo). En esencia dos son los ingredientes que los españoles introducen en el armado narrativo, ambos en estrecha relación: en primera instancia tenemos una constante alusión a una Luna Roja que actúa como una suerte de influencia sobrenatural/ enigmática en el desarrollo de los acontecimientos, a lo que se suma -en segundo término- un pulso abiertamente volcado hacia el terror, con música ominosa y planos sugestivos que funcionan en consonancia. Estos detalles, los cuales anuncian de lleno la debacle emocional/ individual por venir, le dan a la realización de De la Iglesia una maravillosa personalidad propia que asimismo se ve potenciada por el histrionismo de una hispanidad descontracturada que supera el bullicio, fastuosidad y picardía de los italianos. Los diálogos son en verdad estupendos y permiten el lucimiento de un elenco perfecto que incluye a Belén Rueda, Eduardo Noriega, Ernesto Alterio, Eduard Fernández y Pepón Nieto, entre otros. Al igual que Perfetti Sconosciuti (2016), la película se burla del patetismo farsesco de la burguesía y además pone de manifiesto el fetiche actual con eso de dar una imagen de felicidad perpetua que por lo bajo encierra todo un catálogo de falsedades, delirios y autoengaños que ejercen presión sobre la máscara necia de los celulares y la virtualidad hasta hacerla implosionar…
Las invasiones imperialistas ya no son lo que eran Y aquí tenemos otra película chauvinista yanqui en la que una pandilla de adalides de la libertad -de mercado- se adentran en territorio hostil para doblegar a los bárbaros… más con bombardeos aéreos y demás artilugios tecnológicos de esa guerra teledirigida de la actualidad de las potencias del Primer Mundo que con verdaderos combates, ya sean cuerpo a cuerpo, con fusiles o de cualquier tipo. Más allá del hecho innegable de que Tropa de Héroes (12 Strong, 2018) es lúgubre y retrógrada a nivel ideológico porque desde el vamos se planta como una obra tan probélica como la también horrenda Más Fuerte que el Destino (Stronger, 2017), por poner sólo un ejemplo reciente, asimismo por momentos se abre camino en tanto una propuesta todavía más morosa y reiterativa que aquella en lo que atañe al campo narrativo, con una catarata de escenas que se repiten una y otra vez sin cambios. Todo el asunto se centra en la supuesta primera consecuencia de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center y el Pentágono, léase el envío de doce milicos norteamericanos a Afganistán para unirse a un “señor de la guerra” local -un asalariado de la CIA- para atacar a los talibanes y controlar una ciudad estratégica. El líder de los payasos machistas es el Capitán Mitch Nelson (Chris Hemsworth) y el mandamás de los rebeldes autóctonos es el General Abdul Rashid Dostum (Navid Negahban), uno de los jerarcas de la Alianza del Norte que luchaba contra los talibanes al momento de la invasión imperialista de Estados Unidos y sus secuaces europeos. Resulta gracioso que la película pretenda ser un alegato patriotero estándar pero no pase nunca de las referencias a Rambo III (1988), un film igual de fascista que este aunque por lo menos mucho más entretenido. La primera mitad de los interminables 130 minutos de metraje es una larga serie de clichés del rubro con Nelson conmovido por los ataques en suelo yanqui y pidiendo comandar un pelotón (no faltan el negro, el latino, el que tiene cara de loquito, etc.), y la segunda parte ofrece algunas batallas sueltas intercaladas con una perorata vacua sobre las diferencias entre los norteamericanos y los afganos, esas que conducen a la esperable seudo amistad entre los dos jefes de la avanzada (las escenas de acción son caóticas y se resuelven con la rapidez con la que caen las bombas desde el cielo). El anodino realizador Nicolai Fuglsig, trabajando a su vez con un guión muy esquemático firmado por Ted Tally y Peter Craig, construye un derrotero sin originalidad, emociones fuertes ni desarrollo de personajes al punto de que uno como espectador pueda llegar a interesarse en el destino de los mismos. Como si se tratase de una versión hiper berreta del protagonista de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), a este tal Nelson no le va del todo bien ni con la diplomacia ni con la guerra, ni siquiera con este modelo actual de contienda basado en conflictos inventados y unilaterales en los que los oligarcas del poder político y militar disparan sus misiles desde la comodidad -y enorme cobardía- de sus despachos. Si bien Hemsworth resulta convincente y su presencia rescata a muchas secuencias del atolladero más pueril, el opus en su conjunto falla miserablemente en su idea de ponderar el desempeño de estos paparulos mediocres, engreídos y pusilánimes que a rasgos generales no hacen más que pasar coordenadas para los bombardeos desde la seguridad de peñascos alejados del enemigo, como si estuviesen santificados por la invencibilidad más maniquea y risible…
La violencia omnipresente I, Tonya (2017) analiza una de las vidas y uno de los episodios más bizarros del deporte de las últimas décadas, tan insólito que resulta sorprendente considerar que recién ahora Hollywood haya craneado una película acerca del tópico: hablamos del devenir profesional y privado de Tonya Harding, una talentosa patinadora sobre hielo norteamericana, y su participación en el ataque del 6 de enero de 1994 a Nancy Kerrigan, su competencia directa en el equipo de Estados Unidos que estaba a punto de viajar a los Juegos Olímpicos de Lillehammer, en Noruega. La realización, dirigida por Craig Gillespie y escrita por Steven Rogers, adopta un enfoque casi tan inusual en este tipo de biopics mainstream como la propia Harding, apostando a una combinación explosiva entre entrevistas símil documental expositivo, interpelaciones a cámara por parte de los personajes y un tono narrativo cercano a la comedia negra basada en un montaje que enfatiza los contrastes entre la hipocresía del ambiente del patinaje artístico y la condición de “redneck/ white trash” de la protagonista. Para que quede claro desde el vamos, la propuesta no se anda con sutilezas y por ello mismo se sumerge de cabeza en el cinismo prototípico de las sociedades contemporáneas, pero a diferencia de tantas obras que se mueven en la misma sintonía, el film que nos ocupa por lo menos no nos embauca con moralinas y desenlaces maniqueos ya que aquí lo que prevalece es una sinceridad muy inteligente que lleva hasta las últimas consecuencias su postura ideológica, lo que de por sí constituye un soplo de aire fresco (o un balde de agua helada, depende la ocasión). El credo de fondo es sencillo, se reduce a tres conceptos centrales: todos los ciudadanos son unos imbéciles, se viven canibalizando entre sí y sólo los más “aptos” -en este darwinismo social exacerbado- pueden llegar a sobrevivir. Desde pequeña, Tonya (Margot Robbie) sufre una colección de negligencia, maltrato psicológico y violencia física de manos de su madre LaVona Golden (Allison Janney), una camarera que destina gran parte de su magro salario a pagarle lecciones de patinaje a su primogénita. Entre insultos entrecruzados, una actitud abiertamente confrontacional, la vaga noción de convertir a Tonya en una “luchadora” y una frustración enorme por un matrimonio que eventualmente llega a su fin, Golden marca el carácter de la protagonista, quien asimismo se transforma en una puteadora compulsiva con una autoestima fracturada y tendiente siempre al conflicto, en una eterna búsqueda en pos de la legitimación de los payasos del patinaje artístico (un enclave en el que los vestiditos y las patinadoras family friendly pesan más que la técnica y la destreza propiamente dichas) sin tener ni los recursos ni la paciencia necesarias para ello (sus escasos ingresos, su idiosincrasia aguerrida y su condición de marginada -esa que arrastró desde los comienzos- le complicaron la senda hacia el éxito porque no cuajaba con las féminas “vendibles”/ de cartón pintado del rubro). A pesar de coronarse como una de las mejores patinadoras de las décadas del 80 y 90, tanto en su tierra como en el extranjero, todo se vino abajo por la agresión contra Kerrigan (Caitlin Carver). La violencia y el delirio, factores vinculados a un estado permanente de los personajes, en la historia toman la forma de la relación entre Harding y su esposo Jeff Gillooly (Sebastian Stan), un enlace sadomasoquista -tracción a golpes y amenazas- que ella soporta bajo la misma lógica que la llevó a aguantar las palizas de su madre, porque son consideradas una suerte de señal de cariño/ interés/ preocupación. De hecho, el retrato de nuestra antiheroína no incluye un ensalzamiento barato ni la pose cool típica de Hollywood ya que apunta directamente a presentarnos la perspectiva de Harding sin romantizaciones, abrazando su dialéctica y poniéndola en interrelación con el ataque de turno: como bien dice Tonya, ella se pasó toda la vida cosechando moretones y no puede entender el por qué de tanto escándalo por haber aporreado a una burguesita boba. Como toda película sin resonancias “políticamente correctas”, a una primera mitad humorística -y muy negra- le sigue una segunda parte más gélida que a su vez deriva en un final trágico desde todo punto de vista. Sin dudas el guión de Rogers se juega por la hipótesis más extendida en lo que atañe al asalto a Kerrigan, a quien un tal Shane Stant (Ricky Russert) golpeó en una pierna con un bastón retráctil para incapacitarla, un episodio que en vez de romperle la extremidad sólo logró lesionarla. Harding pretendía unas bellas amenazas de muerte contra Kerrigan pero el bestia de Gillooly, en colaboración con su amigo y supuesto guardaespaldas de Tonya, el mitómano Shawn Eckhardt (Paul Walter Hauser), contrató a Stant y Derrick Smith (Anthony Reynolds), un chofer para la fuga posterior, con el objetivo de que llevasen las cosas un poco más lejos. I, Tonya no deja pasar la oportunidad de disparar munición gruesa contra el circo que los medios de comunicación armaron a partir del suceso y el cruel escarnio popular y del sistema judicial contra ella, poniendo el acento en reconfigurar la desgracia de Harding en tanto metáfora de ese otro tipo de violencia, la institucional, y ese canibalismo de las sociedades de nuestros días al que hacíamos referencia con anterioridad. Gillespie, conocido sobre todo por Lars y la Chica Real (Lars and the Real Girl, 2007) y Noche de Miedo (Fright Night, 2011), lleva adelante un muy buen trabajo que por momentos resulta un tanto caótico a nivel del desarrollo aunque su prepotencia y energía constituyen también su principal virtud, consiguiendo un dinamismo contagioso cuyos pivotes centrales son el desempeño de Robbie y Janney: el director enfatiza a la súper jetona actriz australiana con un maquillaje recargado que ella complementa sin prejuicios a través de escenas gloriosamente sobreactuadas que calzan perfecto con el sustrato ridículo de las situaciones, y Janney por su parte ofrece una arpía controladora con algunos puntos lejanos en común con su homóloga de El Ganador (The Fighter, 2010), aquella otra “madre tremenda” interpretada por Melissa Leo, pero esta vez más volcada a los intentos explícitos de sabotear la carrera de su hija. El film es en última instancia un retrato acertado de la estupidez -y no de la manipulación lisa y llana, porque aquí predominan los sectores marginados y no la burguesía acaudalada- detrás de un país injusto que vive pulverizando sueños de progreso y verdadera independencia económica, ahora con el agregado de un plan absurdo visto desde afuera aunque “coherente” según los ojos de Harding y su familia/ séquito de desequilibrados… allí mismo encontramos el mayor logro del convite, en el hecho de profundizar en esta mirada herida y transformarla en una cruzada sin parangón.
Instrumentos de muerte De una manera similar a lo ocurrido con Jigsaw (2017), la anterior película de los hermanos Michael y Peter Spierig, La Maldición de la Casa Winchester (Winchester, 2018) está bastante lejos en términos cualitativos de las tres primeras y muy interesantes propuestas de los realizadores, Undead (2003), Vampiros del Día (Daybreakers, 2009) y Predestination (2014), no obstante los alemanes se las ingenian para redondear un producto relativamente entretenido que acumula elementos en contra y otros tantos a favor en lo que viene a ser el estándar hoy en día en un cine mainstream demasiado uniforme (desde hace décadas resulta habitual ver cómo los rasgos autorales de los directores desaparecen en sus proyectos destinados al público masivo, la gran novedad contemporánea pasa por la ausencia de todo conflicto con los productores, indicando que la triste “comodidad del asalariado” venció al reclamo de antaño de verdadera autonomía para desarrollar la carrera artística en cuestión). Con semejante título sólo debemos aclarar que la mansión a la que se hace referencia es la denominada “Winchester Mystery House”, una propiedad ubicada en San José, en el Estado de California, que durante décadas fue la residencia de Sarah Winchester (1840-1922), la jerarca de la Winchester Repeating Arms Company luego de la muerte de su marido William Wirt en 1881 por tuberculosis. Inspirada por el dolor a raíz de la desaparición de su esposo y el fallecimiento previo del único vástago de la pareja a los pocos días de nacer, Annie, Sarah comenzó a levantar la vivienda en 1884 y las obras no se detuvieron hasta el día de su deceso, generando una construcción mastodonte con muchísimas habitaciones que fueron edificadas bajo diseños de la propia mujer, sin la asistencia de ningún arquitecto. La leyenda popular de turno afirma que la señora creía que la propiedad estaba embrujada por los espíritus de todos aquellos que murieron bajo el fuego de los famosos rifles Winchester. El previsible pero simpático guión de Tom Vaughan y los Spierig respeta este trasfondo e inventa el personaje del Doctor Eric Price (Jason Clarke), un psiquiatra pagado por la empresa para declarar demente a Sarah y así expulsarla definitivamente de la compañía, lo que desde ya funciona como una excusa para que nosotros lo acompañemos y conozcamos a Winchester (Helen Mirren), su sobrina Marion (Sarah Snook) y el pequeño hijo de esta última, Henry (Finn Scicluna-O'Prey). Aquí tenemos el clásico engranaje narrativo de “primero no te creo y después te creo” a medida que los fantasmas comienzan a pasearse ante los ojos atónitos de Price, quien a través de las charlas que mantiene con la mujer descubre que la infinita construcción del caserón responde a la necesidad de asignar una habitación para cada fantasma de un asesinado por las armas de la empresa de la señora, la cual recibe -en su carácter de médium- los bocetos para las mismas con la meta de ayudar a que las almas torturadas alcancen la paz. Como no podía ser de otra forma, algunos de estos espíritus se portan bien y otros se dedican a amargar la existencia de los vivos, dentro de este grupo sobresale un espectro particularmente agresivo que pretende matar a Sarah a toda costa, ya sea poseyendo a Henry o atacando a cualquiera que se cruce en su camino. Los puntos en contra del film están condensados en el abuso de rutinarios jump scares, cierta redundancia estética símil gótico a lo Hammer, el pasado conflictuado e hiper remanido de los personajes principales y en general el motivo del “nene poseído” que ya se vio hasta el hartazgo en el horror. Ahora bien, los ingredientes positivos terminan ganando la pulseada porque -de hecho- son más numerosos que los negativos y en conjunto ofrecen una experiencia amable y bastante divertida: pensemos en el sugestivo dúo protagónico (Sarah percibe a los fantasmas y Price los ve por un episodio de su pasado cercano a la muerte), la idea de recuperar los santuarios de espíritus (esto de homologar la aparición con la necesidad de encerrar de inmediato al alma en pena), el excelente elenco (Mirren saca de taquito a Winchester y francamente sorprende lo bien que le sienta a Clarke este Price alcohólico, putañero y drogón, un personaje de por sí interesante porque es un psiquiatra que en la mansión bordea la locura) y finalmente ese enérgico último acto que pasa a complementar todo lo anterior (el relato hasta ese punto era un cuento severo con elementos irónicos, luego deriva en una linda montaña rusa a pequeña escala). Si bien uno como espectador hubiese querido una mayor participación de la bella y talentosa Snook, lo cierto es que la película es bastante digna y hasta incluye un sustrato antiarmas muy extraño para el cine -y la cultura- estadounidenses… aun así, la hipocresía norteamericana de siempre no deja de estar presente: tanto llorar a las víctimas de estos “instrumentos de muerte” jamás repercute en el cierre de la fábrica de rifles o una merma en su producción, utilizando de excusa eso de que las armas no son las que asesinan sino los hombres que las empuñan.
Manipulación y secretos de alcoba Luego de finiquitar su participación como director en los últimos eslabones de la franquicia de Los Juegos del Hambre (The Hunger Games), Francis Lawrence retoma su senda variopinta de siempre, esa que en el pasado lo llevó a encarar proyectos tan disímiles como Soy Leyenda (I Am Legend, 2007) y Agua para Elefantes (Water for Elephants, 2011) y que ahora lo pone al frente de un muy buen thriller de espionaje con algunos toques de erotismo y romance hollywoodense old school. De hecho, Operación Red Sparrow (Red Sparrow, 2018) esquiva el facilismo narrativo canchero y la catarata de secuencias de acción de la enorme mayoría de las realizaciones semejantes de nuestros días para abrazar en cambio un devenir meticuloso -y bastante bien administrado, por cierto- basado fundamentalmente en el desarrollo de personajes y sobre todo en la gran presencia escénica de Jennifer Lawrence. El film gira precisamente en torno al derrotero que atraviesa la pobre Dominika Egorova (Lawrence), una bailarina del Bolshói que ve trunca su carrera cuando su compañero de danza le quiebra un tobillo. Enterada de una confabulación por parte del susodicho y su reemplazante, gracias al dato que le pasa su tío Vanya Egorov (Matthias Schoenaerts), nada menos que uno de los jerarcas del servicio secreto de la “madre patria”, Dominika muele a golpes a la parejita responsable de destruir su futuro en el ballet. Frente a la necesidad de conservar la casa familiar y la atención médica para su progenitora enferma, Nina (Joely Richardson), ambas provistas por el Bolshói, Vanya la convence de llevar a cabo una misión que deriva en un asesinato de alto perfil y en el pronto reclutamiento de la chica por parte del estado ruso para utilizar su cuerpo e intelecto a la par en operaciones encubiertas. Su primera tarea es acercarse a Nate Nash (Joel Edgerton), un agente de la CIA que estuvo trabajando durante años con un topo en Moscú y que eventualmente tuvo que salir del país al desenmascararse a sí mismo cuando confundió a unos policías con agentes del servicio secreto, lo que lo hizo huir hacia la embajada norteamericana. Emplazado en Budapest para retomar contacto con su informante, el hombre y Dominika comienzan una relación en la que los puntos en común serán más numerosos que las discrepancias y la atracción física probará ser un lazo para garantizar un “mutuo beneficio”. A pesar de que a priori la obra parece estar volcada al tópico de las asesinas gélidas y maquinales símil Nikita (1990), el neoclásico de Luc Besson, y la reciente La Villana (Ak-Nyeo, 2017), aquella pequeña maravilla de Jung Byung-gil, la verdad es que la historia es mucho más sutil porque privilegia los secretos de alcoba, la manipulación y las dobles intenciones ocultas a nivel de la progresión de una trama en la que el sexo es tanto sinónimo de sometimiento vinculado a la prostitución lisa y llana como un ardid para controlar a la contraparte desviando el foco de atención del objetivo de fondo, asimismo -casi siempre inevitablemente- quedando al descubierto y transformándose en la presa de un tercero que pretende sacar rédito también. Aquí el director, a partir de un guión de Justin Haythe sobre una novela original de Jason Matthews, construye un relato pausado y algo esquemático pero que jamás aburre, manejando con inteligencia la tensión y en ocasiones colocando en primer plano unos chispazos de violencia hardcore que le hacen muy bien a la experiencia en su conjunto. Desde ya que el film no brilla por su originalidad y tampoco aprovecha del todo la generosa anatomía de la protagonista, sin embargo resulta innegable que Operación Red Sparrow cuenta con un elenco fantástico (que incluye además a Charlotte Rampling, Mary-Louise Parker, Ciarán Hinds, Jeremy Irons y Bill Camp) y en términos generales funciona como un soplo de aire fresco para aquellos que creemos que bodrios como Atómica (Atomic Blonde, 2017) o Kingsman: El Círculo Dorado (Kingsman: The Golden Circle, 2017) responden al arquetipo más superficial del cine de espionaje, con sus “sicarios automáticos” y extra cool, por lo que debemos celebrar una creación como la presente que pone el énfasis en el peligro latente del horror estatal y sus personeros y burócratas ventajistas de turno, una estirpe que se mueve como una oligarquía tétrica para la cual sólo importan las apariencias y el poder acumulado a la fecha, con la familia convertida en carne de cañón lista para el sacrificio…