El miedo y la calidez Realmente es muy meritorio el trabajo de Greta Gerwig en Lady Bird (2017) porque la actriz reconvertida en directora y guionista, en esta oportunidad ofreciendo su primer opus en solitario, logra dotar de nueva vida a los relatos de iniciación en la adultez aka “coming of age”, un subgénero de las comedias dramáticas -o a veces de los dramas con toques de comedia- que estaba en estado terminal debido a esa infinidad de exponentes mediocres que han pululado en la cartelera internacional durante los últimos lustros. Gerwig, quien en su faceta de intérprete trabajó con unos cuantos realizadores independientes como Joe Swanberg, Noah Baumbach, los hermanos Jay y Mark Duplass, Rebecca Miller y Mike Mills, aquí utiliza una fórmula sencilla de describir/ sistematizar pero difícil de aplicar en el film propiamente dicho, que involucra el crear un entorno enrevesado para los personajes y hacer que la “no historia” se desenvuelva más a través de diálogos naturalistas que bajo la lógica de una crónica con una estructura clásica y bien férrea de acontecimientos cruciales. Mientras que el mainstream hubiese redondeado una obra en constante pose canchera y con una trama plagada de estereotipos, hoy en cambio tenemos una creación sutil y minimalista. Como sucede con casi todos los representantes del denominado mumblecore, un linaje del cine independiente norteamericano reciente que adopta las características señaladas, las referencias cinéfilas apuntan a un conjunto variopinto de directores que incluye a John Cassavetes, Woody Allen, François Truffaut, Éric Rohmer, Jim Jarmusch, Richard Linklater y Wes Anderson. La propuesta comienza con una escena que pinta de lleno cómo serán las cosas de allí en adelante: Christine McPherson, una chica de 17 años que eligió “Lady Bird” como seudónimo general para su vida, comparte en 2002 un viaje en auto con su madre Marion (Laurie Metcalf), que pasa de la conexión y “buena vibra” entre las mujeres -luego de terminar de escuchar un audiolibro de Las Viñas de la Ira (The Grapes of Wrath, 1939), de John Steinbeck- a la discusión encarnizada porque al graduarse del secundario la joven desea estudiar en una universidad de Nueva York, cuna de la cultura según ella, algo que su progenitora rechaza por la penosa situación económica de la familia y por el detalle de que viven en Sacramento, en el Estado de California, circunstancia que deriva en que Christine de repente abra la puerta del automóvil en movimiento y se arroje. La Gerwig guionista concentra la trama en tres estrategias -como decíamos anteriormente- más descriptivas que narrativas en el sentido tradicional: los conflictos madre e hija, las relaciones fallidas que la protagonista entabla con muchachos de su edad y una apertura al recambio de amistades que desemboca en desastre. Así las cosas, un muy pulido y eficaz desarrollo de personajes está en primer plano todo el tiempo, cuyo sustento principal pasa por la colección de minucias que en su conjunto constituyen la vida de Lady Bird y de quienes la rodean. Marion es una psiquiatra que debe trabajar doble turno en el hospital porque su esposo Larry (el gran Tracy Letts), un programador informático, es despedido de su trabajo. El hermano mayor adoptado de la protagonista, Miguel (Jordan Rodrigues), vive en el hogar del clan junto a su novia Shelly (Marielle Scott), a quien a su vez sus padres echaron de su casa por el asunto del sexo prematrimonial. Christine y su mejor amiga, Julie Steffans (Beanie Feldstein), concurren a un colegio católico al que detestan. La primera se enamora de un compañero de su clase extracurricular de teatro, Danny O’Neill (Lucas Hedges), y la segunda de su profesor de matemáticas, un tal Sr. Bruno (Jake McDorman). Quizás el triunfo más importante de la realización sea el construir un verosímil tragicómico y profundamente realista, por una vez concentrándose en una familia pequeña burguesa que se viene abajo por las crisis cíclicas del capitalismo, la infantilización de la cultura y los propios desniveles intrínsecos en lo que hace a toda esta parentela, sus amigos, sus parejas y la escuela/ vecindario/ ciudad en la que habitan. Así como a escala general la película se sumerge tanto en la frustración como en los numerosos intentos por salir de la apatía y encontrar una solución negociada que le ponga fin a las disputas entre los personajes, y sobre todo a la “enemistad cariñosa” entre Lady Bird y su mamá, también la chica se mueve constantemente en la frontera entre lo aguerrido inteligente y una suerte de soberbia defensiva que por momentos se vincula con esa idiotez/ inocencia del que hace las cosas por primera vez. Precisamente, la obra siempre remarca que este proceso de crecimiento gradual implica tropezarse con piedras en repetidas ocasiones hasta más o menos dar con un estado del vivir en el que la persona se sienta cómoda, lo que desde ya se complejiza al extremo cuando no se disponen de los recursos económicos para solidificar ese contexto. Aquí por fin brilla Ronan en todo su esplendor y termina de confirmar la metamorfosis en su carrera insinuada en Brooklyn (2015), de señorita sufriente/ luchadora gélida a personajes más enérgicos homologados con la adultez, ahora en sintonía con una catarata de frases irónicas y algún que otro desplante egoísta que por cierto encuentran su contrapeso en la rigidez/ inflexibilidad exacerbada de una Marion que la critica en exceso, asimismo compuesta por una extraordinaria Metcalf que aprovecha la química con Ronan vía miradas fulminantes y polémicas sin puntos medios. En última instancia Lady Bird no llega ser un trabajo perfecto porque la ausencia de novedades verdaderas pesa un poco a partir de la mitad del metraje y toda la propuesta se queda en una ejecución impecable de viejas premisas del enclave indie, las cuales indudablemente evitan los clichés dramáticos del Hollywood de cartón pintado pero tampoco logran imponerse con personalidad propia en el terreno saturado de los coming of age. Sin embargo, considerando el magro panorama del cine actual y la falta de una sinceridad como la presente, plagada de componentes autobiográficos, debemos celebrar la existencia de opus que pongan el acento en el magma de los sentimientos contradictorios, en el fluir caótico/ imprevisto/ heterogéneo de la vida y en la conjunción entre el miedo a una coyuntura agresiva y la calidez del saberse querido…
Homofobia a la chilena En esta oportunidad nos encontramos frente a un film al que tranquilamente aplica aquel chiste de Woody Allen en el que se nos informaba lo triste que resulta cuando la familia de nuestra pareja está… viva. Efectivamente, la protagonista de Una Mujer Fantástica (2017) debe lidiar con la parentela de su novio -ex esposa e hijo, sobre todo- cuando éste fallece de repente a causa de un aneurisma, lo que se convierte en una verdadera cruzada en pos de asistir a los servicios fúnebres para poder despedirse. Peor aún, al hecho de ser catalogada como “la otra” dentro del ámbito familiar se suma que la chica en cuestión, Marina Vidal (Daniela Vega), es una travesti unos cuantos años menor que el difunto, Orlando (Francisco Reyes), circunstancia que saca a relucir el conservadurismo católico repugnante de buena parte de las sociedades latinoamericanas en general y de la comunidad chilena en particular. Una vez más el realizador Sebastián Lelio se despega de sus primeros trabajos, los cuales tenían un aire lejano a Ingmar Bergman y Joseph Losey, para volcar el asunto hacia el mismo terreno de su película anterior, la también interesante Gloria (2013): aquí el cineasta mezcla un naturalismo sutil para los diálogos con una serie de episodios -entre oníricos y algo crudos- símil Rainer Werner Fassbinder que condimentan un viaje muy intenso en el que uno de los propósitos de fondo pasa por reivindicar los derechos de colectivos sociales eternamente marginados y/ o postergados. Así como en Gloria contábamos con una protagonista que bordeaba los 60 años e iniciaba una relación con un hombre también de la tercera edad, soportando la autonomía o dependencia de cada uno para con sus respectivas familias, hoy el eje es un amor no aceptado por un clan sumido en la negación más pueril. Dejando muchos detalles en el tintero para conservar un halo de misterio en torno a Marina, el guión del propio director y Gonzalo Maza, su colaborador principal desde hace ya muchos años, pronto transforma el ninguneo de la familia hacia la joven en acoso liso y llano (utilizando como excusa que Orlando tenía golpes en su cuerpo al llegar a la clínica porque se cayó en la escalera del departamento que compartía con la protagonista, su parentela -todos de la alta burguesía santiaguina- le envía a la policía para que investigue si la muerte se dio en medio de una pelea) y luego en una crueldad bien ridícula (la violencia física viene de la mano del hijo de Orlando, quien agrede cobardemente entre insultos homofóbicos, y su homóloga conceptual llega cortesía de la ex esposa del susodicho, una bruja irrespetuosa que hará todo lo posible para impedir que Marina concurra al funeral). A pesar de lo que uno podría pensar a priori alrededor de la decisión de la propuesta de centrarse en las consecuencias/ reacciones negativas de un “vínculo prohibido” en una sociedad muy retrógrada como la chilena, en realidad el convite no llega a ser del todo un alegato LGBT explícitamente político tanto por el preciosismo de fondo (sobresale en especial la fotografía de Benjamín Echazarreta y la prodigiosa banda sonora de Matthew Herbert) como por ese distanciamiento concienzudo al que nos referíamos anteriormente (en este sentido se nota mucho que tanto Maza como Lelio son turistas en el territorio gay y ello repercute en un exceso de autoindulgencia formal en algunas secuencias con el claro objetivo de “ingresar” al circuito de los festivales internacionales a través de la opción de restar visceralidad y sumar poesía vía las fantasías de Marina con volver a ver a Orlando). De todas formas, mediante la estrategia de explorar el recuerdo doloroso y a la vez placentero del amante desaparecido, Una Mujer Fantástica consigue diferenciarse de gran parte del cine homosexual precedente, sin duda más en sintonía con el retrato del devenir de la relación propiamente dicha; pensemos en obras fundamentales como Ropa Limpia, Negocios Sucios (My Beautiful Laundrette, 1985), de Stephen Frears, Maurice (1987), de James Ivory, Mi Mundo Privado (My Own Private Idaho, 1991), de Gus Van Sant, Secreto en la Montaña (Brokeback Mountain, 2005), de Ang Lee, o la reciente y maravillosa Llámame por tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017), de Luca Guadagnino. La actuación de Vega, ella misma una mujer transgénero, es otro de los puntos fuertes de la película porque logra un trabajo muy contenido que se encuadra dentro de la burguesía protagónica y hasta por momentos parece funcionar como una versión apaciguada y bien melancólica de aquellas travestis de clase baja de la excelente Tangerine (2015), de Sean Baker. El opus de Lelio, a la par de las realizaciones de su compatriota Pablo Larraín (aquí actuando como productor, junto a su hermano Juan de Dios Larraín), viene a confirmar la vitalidad y relevancia de un cine chileno que no le teme a señalar los componentes más reaccionarios de una nación tan oscurantista como la Argentina… recordemos para el caso la oposición que suscitó el divorcio o la que generan ahora mismo el aborto y la eutanasia.
Duelo en los suburbios Vivimos en una época en la que gran parte del cine de género industrial -y para qué negarlo, también su homólogo indie- se mueve en un terreno que va de lo flojo anodino a lo correcto olvidable, con un montón de películas cayendo para colmo en un punto intermedio que por un lado suma todavía más indiferencia a la ecuación y por el otro solidifica la obsesión de los productores contemporáneos con caerle bien a todo el mundo (lo que implica que se construyen films para nadie en especial, sin personalidad definida) y/ o con seguir con los mismos estereotipos de siempre en un ciclo de refritos ad infinitum (ya si siquiera utilizan la licuadora caótica del pasado, ahora predomina un “cortar y pegar” a partir de un purismo que deja a cada retazo narrativo sin modificaciones significativas, presto a una nueva réplica con vistas a que el público menudo se reconozca en el cliché). El Robo Perfecto (Den of Thieves, 2018) es otro ejemplo de este estado de cosas aunque por suerte se inclina hacia el costado más positivo de la escala, regalándonos una obra entretenida y no mucho más que por lo menos logra aprovechar los resortes paradigmáticos del enclave en cuestión, las heist movies, subgénero del policial negro. Esta ópera prima como director del hasta ahora guionista Christian Gudegast no se anda con vueltas y en esencia funciona como una remake encubierta -y mucho más sencilla- de Fuego contra Fuego (Heat, 1995), el neoclásico de Michael Mann con Al Pacino y Robert De Niro: en esta oportunidad el líder de los ladrones de bancos es Merrimen (Pablo Schreiber) y la cara visible de los policías Nick Flanagan (Gerard Butler), con un nexo central entre ambos que se va desdibujando con los minutos, Donnie (O'Shea Jackson), el chofer de los bandidos. La propuesta es simple a más no poder aunque al mismo tiempo disfrutable porque sabe exactamente hacia dónde se dirige y va preparando con paciencia su nicho: luego de un muy buen comienzo con el “robo adelanto” de turno y la muerte de uniformados, tenemos alrededor de una hora de desarrollo de personajes en la que conocemos la vida de Flanagan -padre de dos niñas, un tanto violentito en su trabajo y adicto a las strippers- y vemos cómo secuestra y presiona/ amenaza a Donnie para que se transforme en un informante sobre ese gran atraco que todos estamos esperando, el de la sede de Los Ángeles de la Reserva Federal. Es precisamente esa última hora de un metraje que llega a los 140 minutos la que termina de volcar el asunto al cine satisfactorio de acción, gracias a una andanada de secuencias apuntaladas en el nerviosismo, alguna sorpresa y muchos tiros entrecruzados. Por supuesto que Butler continúa siendo el mismo payaso de siempre, algo así como una caricatura de los héroes berretas de la testosterona de las décadas del 80 y 90 (asimismo parodias demacradas/ hilarantes de derecha de los verdaderos antihéroes de los 60 y 70, aquellas glorias de izquierda), sin embargo aquí está bastante bien y se beneficia mucho de la serenidad de Schreiber, su contraparte (Jackson tampoco está mal pero no ocupa un lugar preponderante hasta el remate final). Entre el “código de caballeros” del suburbio y cierto aire a western crepuscular durante la segunda mitad del relato, El Robo Perfecto ofrece un duelo agradable que apuesta inteligentemente a la ambigüedad ética entre los supuestos buenos y los supuestos malos, tomando nota de lo que ocurre en nuestra realidad, en la que la policía suele ser más peligrosa que los criminales por su triste sensación de impunidad…
El cortejo masculino Y finalmente James Ivory regresó a las andadas, de manera indirecta pero volvió. La excelente Llámame por Tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017) cuenta con un guión firmado por el veterano realizador de Un Amor en Florencia (A Room with a View, 1985), La Mansión Howard (Howards End, 1992) y Lo que Queda del Día (The Remains of the Day, 1993). Hablamos de su primer trabajo en ocho años, contados desde la interesante La Ciudad de Tu Destino Final (The City of Your Final Destination, 2009), y si bien la película que nos ocupa está dirigida por el italiano Luca Guadagnino, el tono que prevalece es indudablemente el que marcó la carrera del norteamericano, esa elegancia narrativa que suele combinar por un lado los dramas históricos y el estudio de personajes y por el otro alguna tragedia enigmática y los devaneos del corazón como ejes principales del relato. De hecho, todos los elementos enumerados resuenan al unísono en esta adaptación de la novela homónima del 2007 de André Aciman acerca del vínculo entre un precoz adolescente de 17 años y un huésped de su hogar familiar, alguien que se va imponiendo a pura fascinación. En esencia el film es una historia de amor a la vieja usanza aunque sin esos estereotipos de siempre del séptimo arte que vienen a complicar/ arruinar las relaciones, como por ejemplo las hecatombes nacionales, los terceros en discordia, la resistencia de los clanes de turno, la incompatibilidad de caracteres, la inefable tendencia a la autodestrucción por parte de alguno de los involucrados, etc. Aquí se recupera la afición del cortejo en su máxima -y también mínima- expresión ya que lo que tenemos enfrente es ni más ni menos que el sutil acercamiento paulatino entre dos seres humanos vía la dialéctica de la curiosidad, el interés, la aproximación, el rechazo, el repliegue, el distanciamiento esperable, un segundo intento a regañadientes y -coqueteos ulteriores de por medio- el “contacto” propiamente dicho. Elio (Timothée Chalamet) es el muchacho en cuestión, un judío estadounidense amante de la música y los libros que en el verano de 1983 vive despreocupado en un lindo pueblito del norte de Italia junto a su padre, conocido como el Señor Perlman (Michael Stuhlbarg), un profesor de arqueología, y su bella madre Annella (Amira Casar), una políglota consumada. La burbuja de la burguesía académica experimenta un sismo tenue con la llegada de Oliver (Armie Hammer), el beneficiario de aquel año de una práctica común de Perlman: cada doce meses el susodicho invita a un graduado reciente y ex estudiante suyo para pasar seis semanas en su casa de Italia durante el período estival para que lo ayude con una buena tanda de papeleo educativo y similares. Planteada la situación, la trama se sumerge en una lógica camuflada de flirteos e histeriqueos distantes que derivan en un romance apenas enrolado bajo el paraguas de “lo prohibido” porque los padres de Elio son profundamente respetuosos y el rol de otros potenciales amantes -en este caso, las mujeres que andan dando vueltas por ahí- se va desvaneciendo a medida que se solidifica la conexión entre ambos. De allí mismo se desprende la naturaleza cien por ciento masculina de la obra, ya que por un lado las féminas son descartadas con rapidez (los dos protagonistas inician sendas relaciones con chicas que pronto son excluidas porque dejan de cumplir su función como recursos para ejercer presión hacia la contraparte, con el objetivo de que por fin se decida) y por el otro lado aquí predomina la idiosincrasia de los muchachos, mucho más agresiva, cortante y lacónica (la verborragia y las fantasías idílicas de las mujeres poco y nada tienen que ver con ese clásico realismo sucio e hiper sincero de la fauna masculina). Mediante un pulso narrativo detallista, sensual y delicadamente sosegado que le debe mucho a Bernardo Bertolucci, Pedro Almodóvar y al François Truffaut obsesionado con las odiseas románticas, Llámame por Tu Nombre saca provecho de dos cambios que introdujo Guadagnino con respecto al guión original de Ivory, centrados en suprimir la desnudez y el narrador en voice over: el primero se explica por una estrategia comercial para abrir los mercados conservadores actuales y de paso evitar arrimarnos a bodrios como La Vida de Adèle (La Vie d'Adèle, 2013), que responden a esquemas mecanizados y carentes de sensibilidad erótica, y el segundo factor obedece a la necesidad dramática de mantener la tensión y asegurar la sorpresa descartando el viejo -y a veces eficaz- artilugio del personaje que nos brinda una crónica de los acontecimientos de manera retrospectiva. A pesar de que el resto del andamiaje general se condice con las preocupaciones de siempre de Ivory, como dijimos con anterioridad, aun así asombra la exquisita ejecución del italiano a partir del material de base, asimismo marcando un quiebre para con sus opus previos, las correctas y no mucho más A Bigger Splash (2015) y El Amante (Io Sono l'Amore, 2009). Hasta las canciones que aportó Sufjan Stevens, un diletante del folk indie más agridulce y lánguido, calzan perfecto dentro del espíritu tierno y a la vez endurecido de la realización. Al renunciar a la influencia destructora de terceros y a la persecución paterna, la película se transforma de a poco en una especie de poema bucólico de atracción enrevesada cuyo único límite es el margen de tiempo del que dispone Oliver para su visita, a lo que la trama tiene el buen tino de agregar un plus al concluir la estadía inicial, lo que fortalece un afecto que se homologa a la identificación recíproca del dúo, esa que retoma el título y que está relacionada con el pedido de Oliver a Elio de que en la intimidad se llamen el uno al otro por sus propios nombres, invirtiéndolos. Mientras numerosos ardides del melodrama se esfuman de golpe y la alegría del compartir momentos pasa al primer plano, también descubrimos la idoneidad interpretativa de Chalamet, a quien pudimos ver en Interestelar (Interstellar, 2014) y la reciente Lady Bird (2017), y de Hammer, aquel joven que se hizo famoso poniéndose en la piel de los mellizos Winklevoss en Red Social (The Social Network, 2010), un típico ejemplo del actor desperdiciado por Hollywood y condenado a mamarrachos gigantescos que no explotan ni un ápice de su potencialidad salvo excepciones/ anomalías como J. Edgar (2011), Animales Nocturnos (Nocturnal Animals, 2016) y sobre todo Free Fire (2016). El convite funciona como un retrato majestuoso de los rituales del corazón, sus hermosas insinuaciones, la pasión que nos acerca y nos aleja al prójimo, ese devenir coyuntural que nunca controlamos del todo y finalmente los recovecos de un deseo cuyo desarrollo está en consonancia con el deslumbramiento, uno que hoy por hoy evita los lugares comunes del coming of age y nos regala locaciones melancólicas que se acoplan con el poderío y la luminosidad de la crónica sentimental. Muy pocos films contemporáneos logran el nivel de perfección de Llámame por Tu Nombre, un trabajo notable que acompañará al espectador mucho tiempo después de finalizada la proyección…
Amor solidario antifascista Guillermo del Toro lo hizo de nuevo y esta vez de manera monumental: La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) es una de sus mejores películas a la fecha, una obra maestra extraordinaria que consigue la proeza de otorgar nueva vida a la querida fórmula de La Bella y la Bestia, el célebre cuento de hadas de 1740 de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, a su vez abreviado en 1756 y popularizado a posteriori por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, centrado en la relación entre una mujer humilde y un ser cuya riqueza interior representa todo el misterio que puede esconder una superficie que no calza con los preceptos sociales de lo considerado “bello”. El objetivo manifiesto del realizador y guionista pasa por construir una fábula para adultos pensantes, muy lejos de la basura castrada que viene entregando Tim Burton y similares desde hace dos décadas… y mejor ni hablar del resto de la industria, la cual prácticamente desconoce la paciencia que requiere un relato sopesado con las tripas, el corazón y la potencia súper impiadosa del mundo real. La historia gira en torno a Elisa (Sally Hawkins), una mujer muda que trabaja como personal de limpieza en una instalación secreta del gobierno estadounidense dedicada a la investigación espacial en 1962, en plena Guerra Fría contra los soviéticos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), un vecino homosexual dibujante con el que comparte el gusto por los musicales más desnudos y minimalistas del Hollywood Clásico, y Zelda (Octavia Spencer), una afroamericana compañera de trabajo que la ayuda en distintos detalles, en especial impidiendo que su curiosidad la meta en problemas. Es precisamente ese merodeo natural el que la lleva a averiguar qué ocultan unos tanques gigantes que un buen día llegan al edificio: evadiendo la custodia de Strickland (Michael Shannon), un esbirro policial/ militar fascista, sádico e hipócrita, Elisa descubre en los toneles a una criatura anfibia humanoide de América del Sur que los científicos y la milicia tienen encadenada de la manera más atroz, con golpes y electrocuciones esporádicas incluidas. De a poco ella se comunicará con el ser semi acuático y tomará nota de su enigmática inteligencia, lo que provocará una mutua identificación y la planificación de un rescate cuando los militares -en su típica brutalidad- pretendan realizarle una vivisección al anfibio y luego matarlo. El convite posee una estructura y un ritmo narrativo bellísimos, concisos, apacibles, carentes de la tendencia actual a acelerar y lavar el relato para destilarlo de sexo, gore y cualquier trasfondo de izquierda o cercano a un devenir inconformista. Aquí en cambio nos topamos con una sexualidad que toma por asalto al espectador a través de la costumbre de Elisa de masturbarse en la bañera todos los días antes de ir al trabajo, la obsesión de Giles con un joven bartender a quien le compra porciones de torta, las jocosas observaciones de Zelda sobre su matrimonio, el acoso sexual de Strickland para con Elisa y finalmente la relación romántica que nace entre ella y la criatura, un tópico tratado con una elegancia y una sensibilidad que resultan increíbles en nuestra triste contemporaneidad. La construcción de la empatía entre los personajes, la sinceridad de un planteo formal de rasgos ancestrales y la riqueza del desarrollo en su conjunto, homologado a la defensa irrestricta de los grupos sociales marginados y/ o perseguidos por los sectores en el poder, constituyen por un lado los pivotes del guión de Vanessa Taylor y Del Toro y por el otro los recursos artísticos de los que se vale Hawkins, una actriz gloriosa que hoy está acompañada de un elenco a la altura de semejante entrega. En este sentido, pensemos por ejemplo en Doug Jones, quien interpreta al anfibio y continúa imponiéndose como el gran actor fetiche del director mexicano, aquí superando por mucho a Andy Serkis en el terreno del mimetismo fantástico/ animalizado y el arte de improvisar sobre fondo verde para animar digitalmente después… aunque lo de Jones es mucho más clasicista debido a que su desempeño está muy pegado a los antiguos disfraces a secas, esos que sacaban a relucir la destreza como mimo del actor en cuestión ya que lo único valioso es la dialéctica corporal. Unificando el horror de “monstruos humanos” de derecha como el presente Strickland o aquel Vidal de Sergi López, su homólogo de El Laberinto del Fauno (2006), la fantasía de reivindicación de una naturaleza divinizada, las aventuras de fuga de prisión, las odiseas románticas de inflexión trágica y hasta los thrillers de espionaje de mediados del siglo pasado, La Forma del Agua es una joya profundamente sensual y política que pone en interrelación el odio demencial que se esconde en los estados autoritarios de ayer y hoy y la única respuesta que se puede enarbolar ante dicha situación: hablamos de una lucha contra la ceguera y la crueldad del poder y su apetito caníbal, ese que bajo la lógica de la guerra se la pasa matando y convalidando la exclusión, el sexismo y la violencia. La libertad de la que goza el cineasta en esta pequeña semblanza de izquierda permite concluir que todavía es posible utilizar a Hollywood para crear cuentos antifascistas que restituyan en términos retóricos esa militancia y esa solidaridad comunal que viene destruyendo el capitalismo.
Esperanza de redención El caso de Ethan Hawke se suma al de otras figuras del séptimo arte, como por ejemplo Nicolas Cage y John Cusack, quienes pasaron de ser unos exquisitos en el inicio de su carrera con respecto a qué proyectos de largometrajes aceptar y cuáles no, a prácticamente subirse a cualquier tren que les garantice unos mangos y no los haga viajar muy lejos de su casa (es decir, del lugar que hayan elegido como hogar del momento). Resulta de lo más curioso que en una época donde prima el escarnio público por cualquier pavada y muchos actores se preocupan por mantener cierta apariencia de profesionalidad y autoexigencia, este grupito de señores -hay muchos más, por supuesto, sólo estamos citando a los más afamados- tire por la borda toda pretensión de construir una trayectoria estable, ofreciendo como consecuencia un promedio de una película realmente buena cada tres o cuatro malas. Sin ser tan desparejo como Adrien Brody o Antonio Banderas o cualquier otro actor que nunca se tomó en serio su carrera hollywoodense, Hawke por lo general trata de mechar films arties con epopeyas comerciales… y sin duda la presente 24 Horas para Vivir (24 Hours to Live, 2017) lo acerca al terreno que estuvieron sembrando en los últimos lustros Cage y Cusack, el de ser un héroe de acción un tanto avejentado (esto se explica por la naturaleza infantil del mainstream actual: como los grandes estudios no los llaman, ellos se construyen un personaje cinematográfico que les garantice trabajo por más que sea en el campo del streaming, adaptación contemporánea de aquellos antiguos “directo a video”). Vale aclarar que el desempeño de Hawke es bastante menos freak que el de sus colegas, lo que genera una actuación agria que calza perfecto con el tipo de realización que nos ocupa. Contra todo pronóstico aquí estamos ante una obra muy digna que mezcla el formato de los thrillers de ciencia ficción con la clásica premisa de los policiales negros -símil A Quemarropa (Point Blank, 1967), del gran John Boorman- en la que el protagonista es dado por muerto y vuelve para iniciar su venganza contra los que lo traicionaron, a lo que se agrega una esperanza de redención porque el susodicho es un asesino a sueldo. Como no podía ser de otra forma, a Travis Conrad (Hawke) la misteriosa empresa La Montaña Roja le pone dos millones de dólares por día para que se cargue a un testigo que amenaza con revelar las chanchadas cometidas por la compañía en Sudáfrica. El señor descubre donde lo tienen oculto los representantes de la ONU a cargo de la investigación, sin embargo nuestro antihéroe termina asesinado por Lin (Qing Xu), la adalid principal de la custodia, a posteriori de un encuentro sexual entre ambos. Wetzler (Liam Cunningham), el jefe de La Montaña Roja, lo revive con una cirugía experimental que sólo le concede 24 horas de vida para que revele la ubicación del testigo. Una vez entregado el dato en cuestión, Travis no se toma muy bien que pretendan matarlo de inmediato, frente a lo cual escapa y se empecina con ayudar a Lin en su misión de sacar a la luz los “secretitos sucios” de la organización. La propuesta empieza con toda la fuerza, en especial gracias a atrapantes secuencias de acción y suspenso y la maravillosa intervención de Rutger Hauer como Frank, el suegro de Travis, aunque se cae un poco en el desarrollo subsiguiente debido al recurso remanido de incluir una serie de alucinaciones por parte del protagonista -como efectos secundarios del procedimiento para traerlo de vuelta a este plano de la realidad- en torno a su esposa e hijo muertos, quienes fueron asesinados cuando el señor estaba en el extranjero trabajando para sus execrables empleadores. De hecho, el sustrato más interesante del film, más allá de su eficacia general, pasa precisamente por su intención en pos de recuperar ítems muy caros a la izquierda relacionados con la denuncia de los conglomerados que se enriquecen -a la par de los estados de los países del Primer Mundo- con las guerras satélites que inventan a lo largo y ancho del planeta: aquí La Montaña Roja viene a funcionar al mismo tiempo como una contratista militar, una compañía farmacéutica y una empresa de “reconstrucción/ limpieza” de las zonas asediadas por los conflictos bélicos, la hambruna y la depredación del capital sobre los recursos energéticos y humanos de la periferia (la trama hasta enfatiza desde el vamos que la organización se dedica a hacer experimentos símil nazismo con familias enteras de pobres para construir súper soldados, fosas masivas incluidas). Sin llegar a la cúspide de los géneros trabajados pero siendo lo suficientemente entretenida y acertada a nivel político como para resultar satisfactoria, 24 Horas para Vivir es un convite ameno sustentado en un Hawke todo terreno que saca partido de su atribulado personaje…
Sobre el kung-fu en Occidente La figura de Bruce Lee es muy difícil de abarcar en su justa medida porque el señor fue por un lado el principal difusor de las artes marciales en esta parte del globo y por el otro un actor mítico marcado por el halo de la tragedia debido a una muerte temprana, a los jóvenes 32 años. Si bien muchas veces se lo suele limitar al carisma que desplegó en el producto televisivo El Avispón Verde (The Green Hornet) y en películas como El Furor del Dragón (Meng long guo jiang, 1972) y Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973), o a aquella anécdota centrada en la traición de los ejecutivos estadounidenses de la Warner Bros. en lo referido a la serie Kung Fu, un concepto ideado por Lee para sí mismo y luego rapiñado sin darle ningún crédito, lo cierto es que el norteamericano/ hongkonés desarrolló de manera progresiva una nueva y compleja rama de las artes marciales denominada jeet kune do, sin duda la gran precursora de la multiplicidad y riqueza que dominan actualmente en el rubro. A lo largo de las décadas, después del fallecimiento de Lee en 1973, se sucedieron distintos intentos en pos de retratar al susodicho en términos explícitos o implícitos: la insistencia no fue sinónimo de calidad y cada fallido convertía en más lejano e inaprehensible al amigo Bruce, poniendo además en primer plano el hecho de que la distancia cultural entre Oriente y Occidente -esa que a Lee le resultó tan fácil de sortear- se transformó de inmediato en un escollo insalvable para los productores, directores, guionistas, actores y cualquiera que se propusiese analizar al hombre y su tiempo. La presente El Nacimiento del Dragón (Birth of the Dragon, 2016) no escapa a este patrón general ni tampoco llega a superar al que todavía sigue siendo el “mejor” exponente de esta colección de fiascos, Dragon: The Bruce Lee Story (1993), un trabajo más o menos digno que sin embargo lamentablemente incluía un sinfín de inexactitudes y algunos pasajes oníricos estereotipados y por demás delirantes. Y una vez más tenemos una historia “inspirada” en la vida de Lee que -como no podía ser de otra forma- tiene poco y nada que ver con el hombre real, circunstancia que en este caso se agrava porque la trama ni siquiera pone a Bruce en el eje del relato sino a un blanquito yanqui llamado Steve McKee (Billy Magnussen), racismo y whitewashing hollywoodense mediante. Un punto a favor de este opus del realizador George Nolfi, el de la correcta Los Agentes del Destino (The Adjustment Bureau, 2011), es que sorprende con el período elegido, la primera mitad de la década del 60, y el incidente concreto a retratar, la pelea con Wong Jack Man de diciembre de 1964, otro maestro de artes marciales que representaba el purismo del kung-fu y la negativa general de los chinos a que se transmitiese a occidentales sus secretos filosóficos/ culturales/ religiosos/ de lucha cuerpo a cuerpo. Así las cosas, la película coloca al ficticio McKee como un nexo entre Wong y Lee a través de una hiper ridícula historia de amor entre el burguesito y una mujer esclava/ secuestrada por la mafia china de San Francisco, lo cual obliga a Wong, una suerte de monje pacifista, a enfrentarse a Lee, un docente de un instituto pionero en la enseñanza del kung-fu en Estados Unidos. Más allá del catálogo de “licencias creativas” de todo tipo y lo forzado de las situaciones planteadas por el guión de Stephen J. Rivele y Christopher Wilkinson, el film no llega a ser un desastre total por las buenas actuaciones de Philip Ng como Lee y de Xia Yu como Wong, dos intérpretes convincentes que se las arreglan para sobrellevar con gracia la pobreza de los diálogos y la triste unidimensionalidad de los personajes (aquí Lee es un presumido con algunos instantes de lucidez y Wong está consagrado a expiar culpas por un error en una pelea de demostración en China). El Nacimiento del Dragón trata de examinar sucintamente el contexto social adverso que le tocó vivir a Lee en aquella época, con sus colegas y compatriotas viendo con muy mala cara que le enseñe a caucásicos, y la “apertura mental” de Bruce luego del combate con Wong, en esencia descubriendo que su estilo necesitaba evolucionar a lo que más adelante sería el jeet kune do, no obstante la propuesta es dramáticamente muy limitada y se basa en clichés que no le hacen justicia a Lee ni a su legado, por más que en ocasiones la obra parece obviar el clásico trasfondo de las biopics para volcarse a un esquema de acción tradicional… uno bastante anodino y light, por cierto.
Sepultados por el tiempo Si bien Mudbound: El Color de la Guerra (Mudbound, 2017) analiza efectivamente los efectos del racismo y las refriegas bélicas en dos clases sociales opuestas de Mississippi durante la década del 40 del Siglo XX, a decir verdad el encanto de la película no pasa por el sustrato temático, ya examinado en muchas ocasiones en el pasado, sino por el cómo se lo trabaja. Esta tercera propuesta de la realizadora afroamericana Dee Rees, responsable de las amenas Pariah (2011) y Bessie (2015), es un pequeño prodigio formal que compensa su poca originalidad con una estructura narrativa sumamente ambiciosa y muy deudora del enclave literario en general y las novelas corales en particular, ya que utiliza el recurso de los soliloquios introspectivos de cada personaje para saltar de manera permanente entre perspectivas con el objetivo de apuntalar un pantallazo abarcador y complejo en torno a la colisión entre los anhelos personales y los imponderables de la sociedad de aquel período. Esta sensación de que los protagonistas están constantemente sepultados por el tiempo que les toca vivir, sin poder hacer demasiado para escapar de sus fauces y pagando un precio muy alto por los instantes de paz, recorre el metraje de principio a fin. El guión de Virgil Williams y la directora, a partir de una novela de Hillary Jordan, gira alrededor de dos familias, los blancos McAllan y los negros Jackson: la primera se muda de Memphis a una granja del Mississippi profundo cuando Henry (Jason Clarke), casado con Laura (Carey Mulligan) y padre de dos hijas, compra la tierra que está siendo trabajada por el segundo clan, encabezado por Hap (Rob Morgan) y su esposa Florence (Mary J. Blige). Como si el racismo del abuelito McAllan -Pappy (Jonathan Banks)- no fuese suficiente, la cosa se pone aún más áspera porque el hijo mayor de Hap, Ronsel (Jason Mitchell), y el hermano menor de Henry, Jamie (Garrett Hedlund), están sirviendo en la trágica Segunda Guerra Mundial. La película evita ofrecernos la “versión rosa” de esta olla a presión, con lo que podría haber sido -típico oportunismo político mediante- una perspectiva dominante de los personajes femeninos, para en cambio guardar las tensiones para el momento en el que Ronsel, un sargento destinado a un tanque de combate, y Jamie, un capitán a cargo de un avión, regresan a Mississippi y se terminan haciendo amigos porque hoy por hoy ambos detestan la vida bucólica, no se hallan a sí mismos en sus respectivas familias y son los únicos que comprenden el dolor de la guerra. El relato hace maravillas en lo referido a retratar el estrés postraumático de Jamie (el hombre se entrega al alcoholismo), la añoranza de Ronsel (en Europa se enamoró de una mujer alemana a la que abandonó cuando volvió a Estados Unidos) y el vínculo entre los dos en un contexto siempre caldeado (no pueden ni siquiera charlar en público ya que la mayoría de los pueblerinos son miembros del Ku Klux Klan). Sin dudas el personaje más interesante de la realización es Ronsel, un joven que pone en primer plano el racismo institucionalizado de las fuerzas armadas norteamericanas, las cuales aplicaban la doctrina segregacionista en alojamiento y demás. Aun así a los europeos poco les importaron las diferencias raciales y celebraron la llegada de todos los soldados estadounidenses por igual en tanto “libertadores”. Esta doble condición de Ronsel, cortesía de la hipocresía y la manipulación del gobierno del país del norte, se cuela a cada momento porque el hombre no puede conciliar el sacrificio que hizo en la contienda con el ninguneo, el maltrato y el acoso de la sociedad sureña, para la cual la esclavitud nunca fue abolida en términos prácticos (los monólogos de Hap, sobre el sueño familiar de algún día no pagar más alquiler y ser dueños de su propia tierra, lo dejan bien en claro). La violencia siempre está presente y la injusticia es la única norma en el nexo entre terratenientes y campesinos. Con elementos varios de Mississippi en Llamas (Mississippi Burning, 1988) y 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013), y también de clásicos como Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958) y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), Mudbound: El Color de la Guerra corrige el racismo implícito y carnavalesco de bodrios en la línea de El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) o Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012), cuya horrenda idiosincrasia por cierto está emparentada con El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915). Rees logra una obra compacta y eficaz que esquiva la obsesión contemporánea con los flashbacks y los flashforwards en lo que atañe a las narraciones en mosaico, consiguiendo además un excelente desempeño de todo el elenco en una odisea histórica que por un lado denuncia una serie de atropellos de diversa índole, los cuales para colmo continúan hasta nuestros días, y por el otro se decide a no maquillar la verdad con el hedor de la caricatura, la corrección política o el infantilismo de siempre, estrategias retóricas que obvian toda responsabilidad ideológica para con el tema central…
¿Un banco maldito? Y pensar que hubo una época repleta de películas clase B como el ejemplo que nos ocupa, La Bóveda (The Vault, 2017), una creación que no se decide entre los diversos géneros que trabaja y que a decir verdad tampoco brilla en ninguno de ellos como para conseguir destacarse de la tradición de siempre o darle nueva vida a sus ingredientes, circunstancia que paradójicamente nos mantiene viendo -a pesar de ciertos pasajes de sutil aburrimiento- a la espera de ese volantazo que suele llegar en algún punto del caótico relato de turno. Ahora buena parte de los convites de bajo presupuesto son una porquería hecha y derecha que trata de imitar lo peor del mainstream (léase la obsesión con los CGIs y las recurrencias nostálgicas en pos de construir franquicias interminables) o productos bastante pasables con poquísima visibilidad (conservadurismo y concentración de los exhibidores de por medio). Este opus de Dan Bush, en esencia conocido por haber codirigido la amena The Signal (2007) junto a David Bruckner, unifica la estructura de las heist movies con el terror de fantasmas acechantes símil maldiciones arrastradas a lo largo del tiempo, dos estratos que nunca terminan de encajar entre sí debido a la torpeza de la ejecución del realizador y por los pobres diálogos del guión de Conal Byrne y el susodicho, el cual combina algunas buenas ideas aisladas, relacionadas sobre todo con una doble sensación de peligro cortesía de los seres humanos y los espectros, y un nudo narrativo bien lerdo en el que la fuerza del inicio se licúa vía una historia en espiral basada en situaciones que se repiten sin cesar, haciendo que la acción no avance y acercándonos hacia otro de los grandes problemas de los films de nuestros días, eso de que muchas veces no logran encauzar la trama principal. Hoy el asunto gira alrededor del asalto al banco Centurion Trust por parte de los hermanos Leah (Francesca Eastwood), Vee (Taryn Manning) y Michael Dillon (Scott Haze), más un par de secuaces, en pos de conseguir una linda suma de dinero para que Michael salde una deuda impagable con vaya a saber quién. Como el número recolectado les parece insuficiente, los ánimos se empiezan a caldear y así un hombre llamado Ed Maas (James Franco), aparentemente el subgerente de la sucursal, toma la voz cantante entre los rehenes y les comenta a los muchachos y muchachas con armas que en el sótano hay una bóveda con unos cuantos millones de dólares y que sólo deben abrirla. Desde ya que las cosas no resultarán tan fáciles porque entre la oscuridad andan merodeando los espíritus de los muertos de un robo precedente de 1982, a lo que se suma el eventual arribo de la policía. Si bien el rol de Franco es pequeño, alcanza para reconfirmar que el señor está en el buen camino a nivel actoral, como ya lo demostrara con la excelente The Disaster Artist (2017). Otro aliciente fundamental lo aporta la presencia de la bella y talentosa Eastwood, hija del amigo Clint, a quien también pudimos ver hace poco en la enérgica M.F.A. (2017). Complementando lo dicho con anterioridad, así como a una interesante introducción que abarca la toma del banco le sigue una colección de clichés del horror más perezoso que empantanan el devenir, de la misma forma el desenlace levanta un poco la cabeza y nos regala algún que otro instante de genuina tensión, aunque lamentablemente la propuesta desaprovecha tanto la temática fantasmagórica y el sustrato policial como los mismos intérpretes, redondeando una obra deficitaria pero no desastrosa a niveles insoportables…
Política egocéntrica a los tropezones En el cine industrial de las últimas décadas se han dado un puñado de ejemplos de películas casi simultáneas que trabajaron el mismo tema, siempre una opacando a la otra en términos comerciales o de simple visibilidad ante el gran público, a veces gracias a la magnitud del presupuesto involucrado y en otras ocasiones por la calidad de fondo de los films en cuestión: pensemos para el caso en cómo 1492: Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise, 1992) se comió a Cristóbal Colón: El Descubrimiento (Christopher Columbus: The Discovery, 1992) o en cómo Capote (2005) hizo lo propio con Infame (Infamous, 2006). Ahora vuelve a ocurrir lo mismo porque nos toca hablar de Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017), un opus de Joe Wright que analiza la intervención de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial al igual que ya lo hizo la reciente Churchill (2017). De la misma forma que lo acontecido con motivo de Cristóbal Colón y Truman Capote, sinceramente no hay muchos rasgos en verdad distintivos entre ambas propuestas. Tratándose en esencia de dos realizaciones del mainstream británico, no es de extrañar la presencia de cierto sustrato adulador para con la figura de uno de los “héroes máximos” del Siglo XX según la historiografía oficial, por más que su desempeño como político en realidad haya sido de lo más errático y acumule tantos puntos a favor como decisiones en contra: entre sus desaciertos más notorios están el apoyo al desastroso desembarco de Galípoli de la Primera Guerra Mundial, su obsesión fanática con intervenir en la Guerra Civil Rusa y eliminar a los bolcheviques, las medidas económicas que tomó en la década del 20 como Ministro de Hacienda (las cuales hambrearon al pueblo inglés) y finalmente su apoyo a Benito Mussolini; en lo referido a sus decisiones positivas se pueden nombrar la denuncia en torno al ascenso del nazismo y en general su negativa a firmar un tratado de paz cuando los ejércitos alemanes ya marchaban por Europa, promoviendo la “resistencia británica” a una eventual rendición y aprovechando el poder de manipulación que ofrecían los medios masivos de comunicación -sobre todo la radio- para controlar la opinión pública. De hecho, es esta última faceta la que examinan ambas obras aunque centrándose en períodos distintos del mismo conflicto: mientras que en Churchill el protagonista era un enorme Brian Cox y el asunto pasaba por la Operación Overlord/ Batalla de Normandía/ Día D, la mega maniobra militar para expulsar a los nazis de Francia y el resto de Europa Occidental, en Las Horas más Oscuras domina el igualmente genial Gary Oldman y la trama se concentra en su ascenso al cargo de Primer Ministro en mayo de 1940, luego de la renuncia de Neville Chamberlain, y en los pormenores de la Operación Dínamo, aquella gigantesca evacuación de soldados ingleses y franceses que abarcó unas 300.000 almas aliadas en total que estaban acorraladas por los alemanes en la ciudad portuaria de Dunkerque. Se podría decir que estamos frente a una especie de complementación mutua que adiciona complejidad a películas que aisladas no aportarían nada particularmente significativo sobre una figura tan trabajada como Churchill, ya que en la primera lo vemos oponerse con vehemencia a Overlord contra los generales ingleses y en la segunda impulsar con gran ímpetu a Dínamo con el objetivo manifiesto de continuar con los esfuerzos bélicos y trabar todo acuerdo con los mandos nazis, un panorama en el que se suma a su vez Dunkerque (Dunkirk, 2017), de Christopher Nolan, retrato de aquella retirada desde las costas galas y por cierto una propuesta muy superior a las presentes en materia cualitativa. El guión de Anthony McCarten, el de la también apenas correcta La Teoría del Todo (The Theory of Everything, 2014), es tan discursivo como se esperaba que fuese y hasta incluye momentos y detalles interesantes como por ejemplo cuando Franklin Delano Roosevelt se niega a brindarle apoyo real para rescatar a las fuerzas británicas en Francia, los intentos de “golpe de estado camuflado” que sufrió Churchill dentro del gobierno y la idea macro de mostrarlo como un ser humano intermitentemente neurótico, cabizbajo y aguerrido. No obstante, nos encontramos con esa típica bobada maniquea a lo Hollywood que llegando al cenit del relato tuerce de manera simplista el desarrollo de acontecimientos hacia un “desenlace feliz”, ahora apuntalado en una ridícula charla con los pasajeros del subterráneo de Londres que no tiene el más mínimo sentido (sinceramente, un manotazo de ahogado de parte de McCarten). Más allá de ello, la labor de Wright es extremadamente prolija y bastante menos pomposa que lo que se esperaría de él y su estilo hiper florido a escala visual; sin embargo sigue en una racha de opus que podrían haber sido mucho mejores, una triste seguidilla que abarcó El Solista (The Soloist, 2009), Anna Karenina (2012) y Peter Pan (Pan, 2015), con la honorable excepción de Hanna (2011). Si bien continuamos muy lejos del nivel de Orgullo & Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007), en lo que le compete al director sale bien parado y consigue una actuación maravillosa por parte de Oldman que dignifica a la película en su conjunto, pero debemos reconocer que el convite no agrega nada nuevo a las miserias y seudo bondades de siempre de la política hermanada a una improvisación egocéntrica a los tropezones, esa que bajo la hipocresía de la retórica de la libertad escondía una reyerta intra imperial en la que se jugaba el reparto del mundo cual piezas en un tablero de ajedrez en el que los jugadores en verdad no se diferenciaban demasiado en cuanto a su voracidad capitalista caníbal…