Nostalgia robótica al ataque El anime como hoy lo conocemos no existiría sin Mazinger Z, una creación mítica de Gō Nagai que, junto a Meteoro (Mach GoGoGo) de Tatsuo Yoshida, sentó las bases de prácticamente todo lo que vendría después y no sólo del mecha, subgénero centrado en robots de gran tamaño pilotados por seres humanos. Considerando que la franquicia en cuestión dio origen a una infinidad de obras gráficas, cinematográficas y televisivas que quedaron grabadas en el recuerdo de varias generaciones, mucho se esperaba de la nueva película que llegaría para celebrar el 45 aniversario de Mazinger Z, el cual nació en 1972 a la par en los terrenos del manga y el anime, siendo sin dudas esta última encarnación la más recordada con una friolera de 92 episodios por demás sencillos aunque poseedores de una potencia dramática extraordinaria que obnubiló a aquellos que crecimos con el personaje. Por suerte este refrito tardío arroja un resultado positivo porque cuenta con la inteligencia suficiente para incorporar todo un acervo de referencias que los fans históricos atesorarán de inmediato, llegando al punto de mantener la estructura por antonomasia de la serie de TV: el gigante humanoide, siempre comandado por Kōji Kabuto mediante el Pilder (una nave símil helicóptero con esteroides que se acopla a la cabeza del robot), lucha para detener los planes maléficos del Doctor Hell/ Doctor Infierno, un señor con pelos blancos arremolinados obsesionado con destruir a nuestro héroe para conquistar el mundo, cuyos lugartenientes principales son el Barón Ashura (mitad hombre y mitad mujer) y el Conde Brocken/ Conde Decapitado (su cabeza puede levitar por fuera del cuerpo). La colección de monstruos de metal del buen Doctor aporta la contraparte para batallas en verdad hercúleas. En otra de esas típicas jugadas contradictorias a cargo de los nipones, conviene aclarar desde el vamos que la película al mismo tiempo pretende ser respetuosa para con el pasado y aggiornar en parte el sustrato temático y formal de la saga, circunstancia que deriva en un film muy pulido a nivel estético pero que únicamente entenderán aquellos que ya estén familiarizados con los personajes de antemano, en esencia porque no se explica nada sobre el recorrido previo al comienzo de la narración. De hecho, la trama se inicia con Kōji reconvertido en científico para seguir los pasos de su abuelo y aprovechar el tiempo de paz que ofrece el uso extendido en todo el planeta de la energía fotónica luego de la derrota del villano. Su “no novia” Sayaka Yumi ahora dirige el Nuevo Instituto de Investigaciones Fotónicas y el padre de la chica, aquel Profesor Yumi, hoy es el Primer Ministro de Japón. Rápidamente nos enteramos que el equipo del Instituto descubrió un robot colosal al que denominaron Mazinger Infinity, una especie de arma destructora y creadora de mundos que a su vez es controlada por una androide llamada Lisa que queda bajo la protección del propio Kōji. Por supuesto que el perverso Doctor Hell regresa de entre los muertos con la intención de robar el Infinity y probar con un “borrón y cuenta nueva” en materia de la humanidad y todo lo que la rodea, frente a lo cual el viejo y querido Mazinger Z va a tener que volver a las andadas al grito de Kabuto de frases tan gloriosamente ridículas como “cortador de hierro”, “misiles perforadores”, “rayo fotónico”, “puños cohetes rotatorios”, “fuego de pecho” y tantas otras, ejemplos de esa imaginación febril de la infancia que no acepta limitaciones y específicamente del ideario masculino más bello y resplandeciente. En lo que atañe a la animación, nos topamos con un muy buen trabajo que combina los trazos tradicionales con el CGI en 3D para las contiendas, los robots y algunas tomas en especial, logrando una armonía visual que actualiza el enclave rudimentario original de la década del 70. Como se señaló anteriormente, la historia reproduce al pie de la letra la fórmula de antaño y más allá de algunos detalles orientados a ganarse a las nuevas generaciones (las “chicas Mazinger”, la escena cómica/ de acción con la impresora 3D, las metáforas ecologistas de fondo y la abstracción en torno al solapamiento de dimensiones paralelas), lo cierto es que el corazón de la propuesta continúan siendo las refriegas monumentales, el romance, el mal que nunca cesa y los chispazos de humor cortesía de secundarios payasescos. Mazinger Z (2017) no agrega nada particularmente novedoso, no obstante consigue la proeza de apuntalar un ejercicio digno en una nostalgia amena y enérgica, capaz de escenas disfrutables como la sádica lucha del desenlace y de momentos de poesía sutil a la japonesa como ese melancólico remate final con la nenita tarareando…
De paseo por el tedio Hollywood es una industria de lo más heterogénea que engloba distintas vertientes, a saber: una independiente que trata de sobrevivir con presupuestos magros y un buen estándar de profesionalidad, una clase B que funciona como un espejo -a veces socarrón, en otras ocasiones más serio- de los grandes productos destinados a la exportación, un circuito de películas orientadas a los festivales internacionales y de influjo artístico e inconformista a la vieja usanza, y finalmente el mainstream que todos conocemos, ese que funciona cada vez menos mediante la calidad de sus films y cada vez más vía el aparato publicitario/ de marketing de turno. A pesar de que este último es el sector más poderoso, la ironía del caso reside en que está atravesando una crisis muy profunda tanto por la piratería como por su propia mediocridad, obsesionado con eso de repetir clichés y crear franquicias ad infinitum. Basta con pensar en las películas de superhéroes o las sagas adolescentes o las comedias huecas de las últimas tres décadas para entender hasta qué punto las fórmulas pasaron a dominar el enclave comercial de Hollywood. Uno de los estudios que patentó esta línea de producción sustentada en creaciones anodinas e intercambiables es Disney, lo que por cierto no implica que de vez en cuando no nos encontremos con alguna anomalía (al fin y al cabo, todo el ámbito cultural está construido de contradicciones varias). Lamentablemente Un Viaje en el Tiempo (A Wrinkle in Time, 2018) ni siquiera califica como rareza negativa, como una de esas propuestas que hacen todo mal y que por ello se terminan despegando del resto, ya que aquí estamos simplemente frente a una obra tan pero tan aburrida y en pose melosa que termina desdibujando su público potencial, léase los niños/ niñas y los púberes. Uno comprende la pluralidad de problemas del opus cuando identifica a la realizadora Ava DuVernay, quien en esencia posee una enorme experiencia previa como publicista cinematográfica: la película, centrada en una misión de rescate de un hombre atrapado en un planeta lejano por parte de tres jóvenes y tres viajeras astrales símil hadas, cuenta con diálogos remanidos de manual de autoayuda, actuaciones muy flojas, un ritmo cansino que empantana la narración continuamente, poquísimas ideas potables a nivel CGIs, secuencias de acción bien elementales, cero desarrollo de personajes y un guión en general -firmado por Jennifer Lee y Jeff Stockwell, a partir de una novela de 1962 de Madeleine L'Engle- que se parece peligrosamente a esos films/ panfletos de la derecha estadounidense de los últimos años, vinculados a difundir una especie de misticismo cristiano de cartón pintado. Para colmo de males el tono entre fúnebre y de sermón sentimentaloide dominguero está complementado de manera permanente con una estructura que pretende unificar detalles de clásicos como La Historia sin Fin (The NeverEnding Story, 1984), Laberinto (Labyrinth, 1986) y hasta Más Allá de los Sueños (What Dreams May Come, 1998), circunstancia que hace que la experiencia sea aún más dolorosa para el espectador. Después tenemos problemas que hablan más del mainstream contemporáneo que de otra cosa: una duración excesiva (109 minutos que se hacen eternos), un elenco con todas las razas del planeta (hoy se eligen etnias, no actores), sobreexplicaciones redundantes (equivalen a carteles luminosos que piden a los gritos que interpretemos la trama de determinada forma) y un melodrama de fondo ejecutado sin un gramo de imaginación o carnadura (la impronta light y pasteurizada lo cubre absolutamente todo, generando un producto destinado a nadie en especial de tanta impersonalidad acumulada). Más que ante “un viaje en el tiempo” estamos frente a un paseo rutinario por el tedio de la mano de gente sin talento -rescatemos a Reese Witherspoon como una de esas hadas tácitas, la única actriz que aquí se molesta en actuar en serio y/ o posee un mínimo carisma- y sin nada para decir más allá de reforzar la demacrada unidad familiar, sustentar la fe en guardianes supraterrenos y demás residuos de tiempos pasados muy oscuros que aún se niegan a morir a puro conservadurismo cultural…
Realidad miserable, virtualidad delirante A pesar de que no llega ser tan eficaz como los grandes clásicos de Steven Spielberg de las décadas del 70, 80 y 90, la verdad es que Ready Player One (2018) es la mejor película de entretenimiento puro y duro que entregó el realizador en sus últimos 20 años de carrera, algo sinceramente impensado para alguien a quien creíamos ya con nada para decir y con su capacidad agotada para los relatos de corazón blando, familiar y apto para todo público. Recordemos que desde La Lista de Schindler (Schindler's List, 1993) el señor le pegó el bichito de la madurez full time y de buscar prestigio intra mainstream, lo que derivó en una catarata de obras graves (algunas muy buenas, la mayoría olvidable) y productos pasatistas intermedios (en general craneados apenas como un “divertimento” fugaz, ahora ya lejos de las cúspides de antaño del rubro que lo hicieron famoso y que después él mismo ninguneó). La obra es una cruza entre El Origen (Inception, 2010), Avatar (2009), eXistenZ (1999), El Hombre del Jardín (The Lawnmower Man, 1992) y Rollerball (1975), lo que genera un cóctel robusto: a mediados de nuestro Siglo XXI el capitalismo acrecentó las desigualdades sociales pero logró que prácticamente todos los habitantes del globo estén obsesionados con un juego/ entorno de realidad virtual llamado Oasis, en donde un joven empobrecido, Wade (Tye Sheridan), pasa la mayor parte de su tiempo como su avatar Parzival. El creador de Oasis, Halliday (Mark Rylance), antes de morir dejó ocultas tres llaves que de encontrarlas convertirían al ganador en el nuevo dueño de la mega compañía propietaria del juego. Por supuesto que nuestro héroe Wade encuentra la primera llave y eso lo pone en la mira de IOI, una empresa encabezada por Sorrento (Ben Mendelsohn), quien desea controlar Oasis. Ayudado por Art3mis (Olivia Cooke), una avatar que como él busca tomar posesión del enclave lúdico para evitar que los monstruos corporativos de Sorrento conviertan a Oasis en un espacio saturado de publicidad y para unos pocos (“membresías” mediante), Wade debe por un lado sobrevivir a los sicarios en el mundo real del villano y a sus homólogos del universo virtual, uno dominado por lo que podríamos definir como una existencia paralela en la que los atropellos cotidianos se desvanecen para dejar lugar a los delirios y los sueños más bizarros, siempre y cuando se disponga del dinero necesario para comprarlos. Como era de esperar, el guión de Zak Penn y Ernest Cline, basado en un libro de este último, no cuestiona en nada los cimientos expoliadores del capital -representados en la villa miseria futurista en la que vive el protagonista- pero por lo menos le pega largo y tendido a la pantomima de las redes sociales, la manipulación de los sentidos de los videojuegos de nuestros días y en especial a la avaricia caníbal de los conglomerados del entretenimiento. Sin embargo en lo que realmente brilla el opus de Spielberg es en una presteza narrativa que nos vende una aventura frenética a la vieja usanza, la cual pone en primer plano el desarrollo de personajes, la justicia como bien supremo y hasta un puñado de secuencias de acción que llaman la atención por lo imaginativas y respetuosas para con el espectador, resultando más encantadoras y risueñas que espectaculares y redundantes. Otro hallazgo del tono general que nos regala el director pasa por el hecho de obviar la soberbia vacua y grosera del cine pochoclero contemporáneo para abrazar en cambio un naturalismo sensato que no trata a los jóvenes protagonistas como unos chistes vivientes ya que los respeta y los valora por su inteligencia; circunstancia que asimismo le permite al norteamericano recuperar uno de sus tópicos preferidos, la orfandad y su contracara, léase la posibilidad de construir una familia a partir de los cofrades que la vida nos acerca en la senda por la tierra o las plataformas virtuales, justo como le sucede a Wade con Art3mis y demás secundarios. Lamentablemente no son todas rosas en Ready Player One porque en esencia la película está saturada de referencias a la cultura pop de los 80, una estrategia narrativa que sin llegar a molestar, a decir verdad se siente un poco forzada (la excusa es que Halliday adoraba esa década y llenó a Oasis de citas directas que se trasladaron a los usuarios) y a veces distrae innecesariamente de la historia en sí (en cierto sentido es un autohomenaje del cineasta ya que buena parte de sus grandes trabajos infantiles y adolescentes fueron creados durante esa época, de la que tomó nada menos que el formato retórico ágil y algo cándido). De todas formas, Spielberg utiliza las referencias para armar una de las mejores escenas del film, la que involucra la búsqueda de una de las llaves dentro del Hotel Overlook de El Resplandor (The Shining, 1980), suerte de elegía cariñosa e hilarante al enorme Stanley Kubrick. Sin ser del todo original, la obra cuenta con la energía y el desparpajo suficientes para que el director por fin se exorcice a sí mismo luego de tantos años de productos a media máquina y/ o desinspirados, lo que hoy nos lleva a un trabajo muy disfrutable que para colmo se da el gustito de lanzar dardos camuflados -vía el personaje del maravilloso Mendelsohn- a ladrones célebres de la informática como Steven Jobs, Bill Gates y Mark Zuckerberg, al mismo tiempo monstruos y ejemplos del capitalismo más manipulador, despiadado y salvaje, aquí poseedor de su propia guardia parapolicial y su ejército de esclavitos trolls…
Galería a cielo abierto La relación íntima de cada uno con el arte, ya sea cercana o lejana o en un ambiguo terreno intermedio, va a depender de factores varios como la crianza, el trabajo y el ideario de adulto del individuo en cuestión. Como tantas otras dimensiones que en términos estrictos no son indispensables para la vida, las creaciones simbólicas de todas formas cumplen un rol muy importante en la educación y el enriquecimiento cultural de los pueblos, generando la misma o una mayor satisfacción que otras actividades e impulsos del devenir cotidiano de las personas. Entre un capitalismo que gusta de presentarse -tracción a mentiras- como la única alternativa de sociedad y un conformismo generalizado por parte de los sectores populares, para la mayoría esto del arte autodidacta e independiente resulta un gran misterio porque escapa a los criterios por antonomasia de la razón instrumental y el lucro infinito. De hecho, es ese lazo con el arte el que interroga Visages Villages (2017), un documental muy interesante escrito y dirigido por la veterana realizadora Agnès Varda, quien en algún momento perteneció a la Nouvelle Vague, y Jean René aka JR, un artista callejero urbano especializado en intervenciones basadas en carteles pegados en edificios cual gigantografías alternativas y/ o pintura mural. Como el título lo indica, el film es una road movie que retrata los rostros de los habitantes de los pueblos del interior de Francia, con el objetivo de sacarles fotos, transformarlas en afiches enormes mediante el “camión impresora” de JR y finalmente pegarlas en las fachadas de sus hogares, en sus lugares de trabajo o en espacios públicos concretos. La técnica coquetea a la par con el sustrato artesanal del graffiti, la rapidez del stencil y todo ese realismo despojado y bien enérgico de las propias fotografías. Con una generosa dosis de detalles autobiográficos símil Las Playas de Agnès (Les Plages d'Agnès, 2008) y algo del misticismo bucólico de The Gleaners & I (Les Glaneurs et la Glaneuse, 2000), los realizadores construyen un recorrido de tono picaresco y francamente adorable por las historias y vicisitudes de “gente común” al paso, aunque sin esa típica condescendencia de buena parte de la alta burguesía artística y enfocándose sobre todo en las pequeñas batallas y victorias cotidianas: así tenemos a una mujer que se rehúsa a marcharse de su hogar en un barrio minero a punto de ser destruido, un granjero actual que cultiva 800 hectáreas él solo, una antigua pareja de amantes que fueron en contra de sus respectivas familias, los trabajadores de una planta productora de ácido clorhídrico, un pueblo fantasma, a medio edificar y abandonado, un cartero a la vieja usanza, un jubilado empobrecido con aires de linyera, una mujer que vive del ganado ovino y no lo mutila como las empresas contemporáneas del rubro y finalmente las esposas de tres estibadores portuarios, quienes ven sus figuras reconvertidas en una monumental y bella gigantografía. Desde ya que Varda se permite alguna que otra de sus conocidas “licencias poéticas” (grandes momentos como el de sus pies y sus ojos en los vagones de un tren o el de la chica con la sombrilla en el lateral de un edificio), y hasta incluye un intento de reencuentro con su ex amigo Jean-Luc Godard (sin duda el punto más fuerte de la película, aquí apelando a un recurso paradigmático del cine de Michael Moore, léase el remate anímico). La obra de manera progresiva se posiciona como una experiencia lúdica y muy afable en la que la octogenaria Varda y el treintañero JR conforman un dúo insólito que por un lado propone una visión humanista de la influencia del arte y su capacidad transformadora del entorno social, como decíamos antes, y por otro lado examina los vínculos entre la amistad, la familia, el amor, el trabajo y la propia mortalidad, todo a su vez complementado por una hermosa banda sonora a cargo de Matthieu Chedid. Las galerías a cielo abierto de Agnès y Jean constituyen una señal inequívoca de que es posible un arte que le gane a la publicidad y el marketing capitalistas en lo que hace al dominio visual de las calles y plazas públicas…
Nosotros contra el mundo De una forma o de otra el cine italiano suele ensayar intentos varios en pos de recuperar algunos de los elementos clásicos del neorrealismo, sin duda una de sus marcas registradas históricas de siempre, lo que a veces produce resultados positivos y en general sirve para contrarrestar un poco la propensión europea mainstream -cada vez más fuerte- de salir a competirle a Hollywood en géneros como los thrillers, el drama identitario y la comedia. Por supuesto que el foco de estas películas ya no puede ser la relativamente privilegiada comunidad local, como sí sucedía durante la miseria de la posguerra y aquella eclosión de antaño del neorrealismo, por lo que los nuevos protagonistas pasaron a ser los refugiados y los sectores marginados, dos colectivos sociales en los que se amalgaman años de pillaje europeo en el Tercer Mundo y un presente en el que se ven obligados a pagar sus crímenes. Como muchas otras obras orientadas al retrato de las injusticias sociales, la inmigración masiva por hambre y guerras o la simple -y eterna- segregación de grupos específicos bajo excusas étnicas, raciales, religiosas o culturales, A Ciambra (2017) se inspira tanto en el susodicho neorrealismo como en el cine social británico, dando por resultado un trabajo poderoso que sin ser perfecto supera el promedio de los opus destinados principalmente al circuito/ mercado de los festivales internacionales del séptimo arte. Aquí el realizador Jonas Carpignano construye una suerte de “secuela conceptual” de su ópera prima, Mediterranea (2015), la cual analizaba con una impronta documentalista los procesos de expulsión que padecen los africanos y un viaje en concreto desde el continente negro hacia Calabria en pos de un futuro mejor, sueño que choca con la violencia e intolerancia reinantes en Italia. El director y guionista retoma el personaje de Ayiva (nuevamente interpretado por el genial Koudous Seihon, de Burkina Faso) para transformarlo en un secundario dentro de la historia de Pio (Pio Amato), hoy el verdadero eje de la trama: hablamos de un niño gitano de 14 años que vive en el ghetto del título, una comunidad romaní paupérrima en Calabria que ve con desconfianza a los italianos -y sobre todo a la policía- y que menosprecia a los inmigrantes africanos en general. Cuando las dos cabezas de la numerosa familia de Pio terminan presas, su hermano por robo de autos y su padre por estar colgado del suministro eléctrico, el joven comenzará una serie de pequeños hurtos con el doble objetivo de traer dinero a su hogar y demostrar a todos que ya se convirtió en un hombre (la educación formal no es tan importante como el ganarse el sustento en las calles). Basándose en una familia real compuesta por actores no profesionales, Carpignano describe con cámara en mano y muchos primeros planos el estilo de vida criminal de Pio y su amistad con Ayiva, ahora uno más en un asentamiento africano intentando sobrevivir a la aversión y la pobreza. A Ciambra adopta aquella misma perspectiva -entre humanista, rigurosa y muy sincera- de Mediterranea, aunque al cambiar el núcleo cultural del relato logra enfatizar eso de que hay marginados dentro de los marginados, una verdad en ocasiones obviada en medio de las romantizaciones genéricas de los films sociales o a veces sepultada bajo la denuncia de la hipocresía europea de siempre, esa que pretende no hacerse cargo de la miseria africana que ellos mismos produjeron ni reconocer a los expatriados como ciudadanos con todos los derechos del caso. Carpignano consigue un maravilloso desempeño de Pio y su parentela y saca a relucir la constante desilusión de las capas postergadas y cómo deben traicionar sus ideales para poder subsistir, sin embargo en algunas escenas abusa de la música berretona símil pop grasiento y en general alarga la narración más de lo debido, con unos 20 minutos que bien podrían haber quedado en la sala de edición. De todas formas, la obra es un buen retrato de la cosmovisión gitana de “nosotros contra el mundo” y la pérdida de los rasgos nómades del pueblo en cuestión, aquí representados por un caballo misterioso y errante…
Sobre las reyertas fratricidas La fórmula que utiliza el director y guionista Ziad Doueiri en El Insulto (L’Insulte, 2017) es tan antigua como la humanidad, léase la de los vecinos o hermanos que comienzan una guerra por una disputa banal, aunque la intención de fondo del libanés es trasladarla a los mil problemas étnicos/ religiosos/ culturales/ políticos que atraviesan todos los estados de Medio Oriente, una estrategia que por cierto ya fue empleada en otras oportunidades pero pocas veces con la eficacia de la presente obra. Dicho de otro modo, el cineasta le saca lustre a una premisa antiquísima y la encauza hacia una entonación localista, inspirándose a su vez en un incidente personal similar al que provoca la batahola de acontecimientos de la película, uno que él mismo protagonizó con otro hombre por un desagüe de un balcón que evacuaba en la vereda y que mojó su ropa de repente, generando una acalorada discusión. Por lo general el rubro de las reyertas fratricidas y contiendas semejantes se concentra en los pantallazos cinematográficos contemplativos, no obstante el opus en cuestión abraza de lleno las herramientas retóricas de Hollywood (un montaje muy dinámico, tomas cortas, utilización de música incidental melosa para enfatizar momentos específicos del relato, preeminencia casi total de los rostros de los actores, etc.). Esta semblanza descriptiva de lo que ocurre en el Líbano, y por extrapolación en el resto de la región, deja en claro que la nación puede ser homologada a un polvorín… justo como la Argentina, aunque por razones distintas vinculadas en nuestro caso a la mediocridad de la dirigencia política y la mega ignorancia del pueblo que la vota. Cualquier detalle trivial puede originar -y de hecho, ser utilizado- para exacerbar un sinfín de conflictos enquistados desde hace muchísimos años. El eje pasa por ese agravio al que hace referencia el título, uno que se desencadena a raíz de una situación insignificante cuyos extremos son Tony (Adel Karam), un mecánico libanés que milita en el Partido Cristiano de Beirut y tiene una esposa embarazada, y Yasser (Kamel El Basha), un palestino que se dedica a la construcción y vive en un campo de refugiados de la misma ciudad. Un día le cae agua en la cara a Yasser y así descubre que un desagüe del balcón de un departamento da en el medio de la vereda, algo prohibido por ley. Cuando se queja ante el dueño, Tony, éste le cierra la puerta de manera cortante y Yasser comienza a reformarle el desagüe “de prepo”, a lo que el otro hombre responde rompiendo las modificaciones. El asunto provoca el mencionado insulto de Yasser a Tony, punto de partida de un pleito judicial cuyas esquirlas incendiarán a las familias y trabajos de ambos. Doueiri, uno de los camarógrafos del Quentin Tarantino de la década del 90 (dicho sea de paso, el único que vale la pena), va magnificando la ambición a medida que transcurren los minutos y el conflicto se convierte en una batalla épica con resonancias en los medios de comunicación a nivel nacional, lo que nos deja con una primera mitad excelente de planteo macro y una segunda parte digna que cae en algunos clichés de los courtroom dramas, pero siempre manteniendo el interés del espectador vía una atrapante disputa dialéctica en pos de alzarse con el cetro de la “víctima suprema” de la región y condenar al otro al rol del “verdugo homicida y demente”. Si bien el realizador inclina ligeramente la balanza hacia el lado palestino, y por supuesto que no se lo puede culpar considerando las penurias cíclicas del pueblo en cuestión, su epopeya es muy atractiva porque sirve para ilustrar la bola de nieve de venganzas recíprocas de Medio Oriente y los diferentes actores sociales/ económicos/ corporativos que se benefician con su crecimiento escalonado y sin freno… con los políticos, los grupos de choque y los abogados como los parásitos más horrendos.
Contrastes del capitalismo salvaje La pobreza no es precisamente uno de los tópicos predilectos del cine contemporáneo, como sí lo fue durante las décadas del 70, 80 y 90 en lo que respecta al enclave indie. En el nuevo milenio, a medida que el volumen de menesterosos aumentaba sin parar por esa tendencia del capitalismo a la especulación y la concentración económica en detrimento de cualquier atisbo de justicia o equidad, el grueso de los responsables de la industria -esto aconteció en todo el mundo, no sólo en Estados Unidos- se fue infantilizando cada vez más con el objetivo de refritar viejas fórmulas de los géneros de siempre bajo la quimera comercial de “apostar a seguro” en una nostalgia que nos condena a ver una y otra vez las mismas premisas hasta el hartazgo, para colmo destiladas de todo componente revulsivo. La otra cara de esta invisibilización de la escasez generalizada tiene que ver con el hecho de que la enorme mayoría de los directores actuales son burgueses de muy buen pasar y ese clásico aislamiento de la clase social poco margen deja para siquiera intentar conocer los problemas del resto de la comunidad, más allá de los clichés baratos que se suelen utilizar en el séptimo arte para retratar al paso a ese “otro” del que poco se sabe ni se quiere saber. Muy lejos de lo que podemos definir como la vertiente exploitation que pretende erigir un seudo show del horror suicida -bastante patético y facilista, por cierto- de los marginados, pensemos por ejemplo en los impresentables Larry Clark, Harmony Korine y semejantes, Sean Baker en cambio se las ingenió para dar forma a una obra sincera que simplemente desea describir un estilo de vida al límite, en primera instancia dejando de lado la opción de atosigarnos con un sermón meloso sobre el ideario de los excluidos y en segundo término concentrándose en las estrategias de los susodichos para sobrevivir en un contexto social de constante persecución por parte del estado y de ninguneo sistemático por el resto de la sociedad (lo que en este caso significa que los sectores privilegiados -cada vez más endogámicos y más poderosos- consiguen contagiar su indiferencia y falsa seguridad a los lúmpenes). El director y guionista construyó una carrera a base de seguir a los marginados con su cámara sin ser condescendiente frente al gran público sentimentaloide ni fabricar ensayos soporíferos para los festivales internacionales ni armar esas condenas implícitas para que los espectadores burgueses respiren aliviados con un “menos mal que no soy yo”. De hecho, la película que hizo conocido a Baker en el ámbito global, Tangerine (2015), era una hilarante anomalía que acompañaba por las calles de Los Ángeles a dos travestis en las vísperas de Navidad en pos de una “venganza de amor” contra una tercera en discordia y el mismísimo novio de una de ellas, nada menos que el proxeneta de ambas y un narco lelo del suburbio: si bien los opus previos del realizador tenían un marco conceptual similar y también se imponían como pantallazos inteligentes y minimalistas de los grupos excluidos del capitalismo salvaje actual, lo cierto es que aquel film terminó de cerrar su idiosincrasia como autor porque le permitió en simultáneo demostrar que todavía es posible un cine verdaderamente independiente que le escape a las romantizaciones y conseguir la proeza de apuntalar el enorme corazón de los personajes más con sus acciones -y con sus reacciones, sobre todo- que con las diatribas sobreexplicativas, redundantes, grasientas y bobaliconas del mainstream de nuestros días. The Florida Project (2017), la sucesora de Tangerine, funciona como una “obra espejo” de la anterior, ahora reemplazando a los travestis con unos niños que corretean anárquicos en un hotelucho de las afueras de Walt Disney World. Nuevamente el estadounidense hace magia con actores y actrices sin experiencia previa o con muy poco bagaje escénico a cuestas, logrando un retrato crudo aunque necesario de la negligencia parental en las capas sociales consideradas “pobres” en el país del norte (remarquemos que aquí se habla de pobreza y no de miseria, el escalón más bajo del delirio colectivo consensuado -y santificado por los estados- de no hacer nada ante la hambruna y la falta de techo de gran parte de la población). Así como en nuestro sur se forman gigantescas villas en las inmediaciones de las capitales, en el otro extremo del planeta tienen edificaciones que albergan de manera temporaria -y a condición de que se paguen las tarifas correspondientes- a todos aquellos que viven en la frontera entre el hogar alquilado y el dormir en la calle. La propuesta en sí no cuenta con una trama propiamente dicha porque se preocupa por registrar, con un claro influjo documentalista, la rutina de Moonee (Brooklynn Prince), una nena de seis años que vive con su madre Halley (Bria Vinaite), una chica que la mantiene vendiendo perfumes a turistas y con la comida que le dan los misioneros de una iglesia y las viandas que le prepara Ashley (Mela Murder), una vecina y camarera de un restaurant que le entrega alimentos a cambio de que cuide a su pequeño hijo Scooty (Christopher Rivera), a su vez amigo de Moonee. Todos residen en el Magic Castle, un motel berreta que apunta a los turistas que llegan a Orlando para visitar el complejo recreativo aunque en realidad está repleto de parias que viven con lo justo, como bien lo sabe el administrador Bobby (Willem Dafoe), quien se la pasa soportando las travesuras de los nenes y lidiando con la falta de recursos de todo tipo de los adultos, los inquilinos en sí. Luego de unos escupitajos a un auto y la reprimenda posterior, el asunto deriva en la amistad entre Moonee, Scooty y Jancey (Valeria Cotto), la nieta de la damnificada de turno. El catalizador del “no relato” es un incendio provocado por los purretes en una casa cercana abandonada y la decisión de Ashley de prohibirle a Scooty que se junte con las niñas, circunstancia que exacerba el carácter iracundo de Halley al punto de generar unas cuantas peleas a su alrededor y eventualmente recurrir a la prostitución para pagar el alojamiento, lo que la pondrá frente a las cuerdas debido a la hipocresía generalizada y la persecución de siempre de la policía y los servicios de protección infantil. El personaje de Dafoe es algo así como un representante de los parásitos que viven de esta gente desesperada y al mismo tiempo lo más cercano a la voz de la razón, porque es el único que comprende la situación que atraviesa Halley, ayudándola en más de una ocasión para que la joven no termine dilapidando las últimas alternativas de garantizarle una vida decente a su hija, la cual -al igual que su madre- se pasa sus jornadas tracción a hedonismo, despreocupación y meta puteadas a cualquiera que se cruce en su camino. El círculo vicioso de la autodestrucción por parte de individuos que no conocen otra forma de vivir, precisamente porque fueron criados con múltiples privaciones, ya ha sido analizado muchas veces en el pasado, no obstante -como decíamos al inicio- el cine actual gusta de hacer la vista gorda y encerrarse en una infinidad de pavadas triviales que nada dejan a futuro, por ello mismo opus como el presente cumplen su función con un gran sentido de la oportunidad que si encima viene respaldado de talento, como en este caso, la combinación resulta doblemente gratificante. El cineasta se las arregla para trabajar desde la sutileza el contraste entre por un lado la desesperación de Halley y todos los que, al igual que ella, padecen un eterno aislamiento tanto económico como cultural, político y hasta en términos de distancia (no nos olvidemos de la disposición de muchas ciudades del norte, con sus construcciones muy separadas entre sí destinadas a los autitos de los oligarcas, condenando a la claustrofobia de los guetos a la mayoría de los habitantes), y por el otro lado la fantochada del circo de los parques temáticos del Estado de Florida (desde ya que Baker utiliza al gigantismo apático y gélido del complejo turístico como una muestra más de las mentiras del sueño americano, la comercialización de la niñez y en especial la locura detrás del hecho de que a metros de una de las usinas más ricas del planeta exista una barriada paupérrima de atormentados por las injusticas sociales). En The Florida Project -el título es irónico, se refiere al nombre que tuvo Disney World durante su desarrollo- los mocosos se comportan como nenes reales, sobre todo jugando y gritando sin un ápice de los discursillos iluminados que el mainstream suele hacerles proferir a los pequeños, y Dafoe por su parte regresa a lo mejor de su carrera, transmitiendo su sabiduría actoral mediante el rostro, su postura física y los modismos al hablar. Mención aparte merece Vinaite, una chica hermosa que se carga muchas escenas al hombro a pura confrontación con su entorno. Como sucedía en Tangerine, aquí nuevamente el desenlace es el verdadero punto de ebullición de los sentimientos ocultos tras la máscara de una fortaleza homologada a la agresión non stop, un final memorable que le moja la oreja al emporio de Mickey Mouse y termina de subrayar el encuentro entre la enajenación del capitalismo y esa inocencia malograda que se resiste a morir con todas sus fuerzas…
El gigantismo venido a menos Considerando la velocidad del olvido social, en este preciso instante vale recordar que Titanes del Pacífico (Pacific Rim, 2013) fue una propuesta encantadora de Guillermo del Toro que hacía las veces de homenaje a Mazinger Z y todos los mechas que le siguieron con el transcurso de las décadas (el subgénero de la ciencia ficción centrado en robots colosales tripulados por humanos desde los 70 estuvo presente en el manga, el anime y -en mucho menor medida- en el cine hollywoodense, de allí la sorpresa que representó el opus del mexicano). La secuela de turno no sólo cae unos cuantos escalones por debajo sino que además falla en recuperar el sustrato lúdico e inocentón de aquella porque en términos prácticos decide apostar por una catarata de recursos almidonados que en el pasado han conducido a muchos bodrios y que hoy acercan a la realización a una medianía cualitativa. Desde el vamos el relato renuncia al tono freak del trabajo de Del Toro para abrazar una suerte de militarismo light (ingrediente central del cine bélico norteamericano de derecha y de muchos ejemplos rimbombantes de la fantasía mainstream) y una colección de peleas a plena luz del día que nada tienen que ver con los combates nocturnos símil terror de la obra de 2013 (para colmo durante casi todo el convite los enfrentamientos entre robots y monstruos dejan paso a refriegas entre robots a secas, circunstancia que nos arrima -cortesía también de un diseño de producción bastante flojo- a la hiper horrenda franquicia de los Transformers, del paparulo de Michael Bay). Tampoco se puede decir que el film sea malo porque sinceramente el Hollywood contemporáneo suele ofrecer productos incluso más anodinos que el presente, pensemos en las insoportables películas actuales de superhéroes. La historia gira alrededor de Jake (John Boyega), hijo de Stacker (Idris Elba), aquel militar que murió cerrando la brecha oceánica por la que entraban a nuestro mundo los kaijus, unos engendros parecidos a los dinosaurios. Jake, ex piloto y ahora chatarrero de jaegers, esos robots monumentales creados por los hombres para luchar contra los kaijus, se topa con otra ladrona de partes, la joven Amara (Cailee Spaeny), y ambos eventualmente terminan apresados por las autoridades. Mediante la intervención de su hermana adoptiva Mako (Rinko Kikuchi), Jake es reclutado como instructor de futuros pilotos de jaegers y a Amara la transforman en aspirante a tripular uno de los titanes. Desde ya que nada sale según lo planeado porque un jaeger renegado ataca a los humanos justo cuando se está discutiendo el prescindir de los mechas y el enfocarse en la construcción de drones, asesinando a Mako. Titanes del Pacífico: La Insurrección (Pacific Rim: Uprising, 2018) nunca aprovecha el planteo inicial de thriller político y de a poco termina perfilándose como una simple y rutinaria epopeya de acción -con conspiración incluida- en la que las frasecitas cancheras de los yanquis y los chistes pueriles adquieren un lugar más o menos preponderante. El director y guionista Steven S. DeKnight licuó en buena medida toda la sensación de peligro, los secundarios bizarros y la algarabía del anime y las películas de monstruos de Del Toro con el objetivo de redondear un producto mucho más conservador que anuncia cada vuelta narrativa a la distancia, amparado en un gigantismo venido a menos. Por suerte existen alicientes: la actuación de Boyega es realmente muy buena, el personaje de Spaeny no se siente forzado y la batalla del desenlace, cuando por fin regresan los kaijus para romperse las cabezas con los jaegers, es bastante entretenida. En síntesis, lamentablemente la propuesta desperdicia la oportunidad de profundizar en el costado más inconformista del trabajo original del realizador mexicano, pero tampoco llega al terreno del desastre insalvable gracias a que el protagonista es en esencia un outsider en sintonía con aquellos antihéroes solitarios del western y no otro triste testaferro institucional con superpoderes…
La transferencia de identidad Las fábulas cinematográficas de confusión u oposición en torno a los géneros sexuales por lo general suelen mofarse largo y tendido de los estereotipos vinculados al comportamiento, las posturas físicas y los gestos de los hombres y las mujeres de manera aislada y entre sí, pegándole por un lado a la invariabilidad de los mismos y por el otro a la -tristemente habitual- incapacidad de cada uno de identificarse con el otro. El espectro estilístico de este subgénero de la comedia no es muy amplio y va desde el simple travestismo tradicional de La Novia era Él (I Was a Male War Bride, 1949), Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959) y Víctor/ Victoria (Victor Victoria, 1982) a la vuelta de tuerca fantástica/ religiosa/ sobrenatural de Hay una Chica en mi Cuerpo (All of Me, 1984), Una Rubia Caída del Cielo (Switch, 1991) y la floja Ella es un Diablo en mi Cuerpo (Dr. Jekyll and Ms. Hyde, 1995). Sinceramente resulta una curiosidad que los europeos -y en especial los italianos- adopten la premisa del intercambio de sexo para una de sus propuestas destinadas al mercado mainstream: por suerte el producto en cuestión, Mujer y Marido (Moglie e Marito, 2017), logra sobrevivir a esos manierismos que podemos describir como clichés hiper trabajados del rubro, redondeando una película afable y liviana que evita el humor grasiento de las comedias yanquis de nuestros días. Desde ya que aquí no faltan el ninguneo recíproco entre hombres y mujeres, la “incompatibilidad” al momento de la transferencia de identidad genérica, los detalles vinculados al ridículo social paulatino y finalmente el descubrimiento de la posición simbólica del otro en la comunidad (con sus pros y -sobre todo- con sus contras), no obstante la trama construye un fluir narrativo cargado de gracia y naturalidad. Andrea (Pierfrancesco Favino), un neurólogo, y Sofia (Kasia Smutniak), una aspirante a columnista de TV, conforman un matrimonio con dos hijos, un nene chiquito y un bebé, pero la relación se encuentra en una fase casi terminal por las constantes discusiones por nimiedades. La excusa para el enroque existencial llega de la mano de las investigaciones del hombre acerca de las conexiones entre las neuronas y la posibilidad de enlazar dos cerebros a través de una máquina -con muchas lucecitas y en un maletín- bautizada Charlie. Por supuesto que ocurre un accidente en medio de un test ocasional entre Andrea y Sofia, lo que provoca que la personalidad de uno vaya a parar al cuerpo del otro y viceversa, punta de lanza para que el director debutante Simone Godano, y las guionistas Carmen Roberta Danza y Giulia Louise Steigerwalt, se despachen con una comedia de situaciones clasicista. Como decíamos antes, la propuesta no brilla por su originalidad aunque logra entretener y aprovechar la dinámica de los opuestos que empiezan el relato a pura incomprensión y lo terminan con un nuevo entendimiento mutuo, vía un desarrollo basado especialmente en secuencias algo trilladas pero bien sutiles y en el gran trabajo de Smutniak como un varón atrapado en la anatomía femenina (lo extraño es que Favino, mucho más experimentado en términos actorales que su partenaire, nunca termina de “acertar” con su interpretación, cayendo -quizás un poco demasiado- en esos típicos gestos afectados de las mujeres de generaciones previas, no tanto de las más recientes). Mujer y Marido no sermonea para nada en lo que atañe al rol de las féminas en la sociedad contemporánea, la eterna estupidez de los hombres y blah blah blah, porque lo suyo tiene más que ver con la hegemonía tambaleante de la pareja en general, asignando culpas a ambos por el declive y remarcando que el igualitarismo verdadero implica siempre ponerse en los zapatos del otro, caminar un buen trecho y luego llegar a una solución negociada en la que los derechos y obligaciones sean intercambiables y versátiles en serio para esquivar tanto el abuso como el hastío…
Las víctimas no son héroes Y una vez más nos topamos con una película estadounidense asquerosamente chauvinista y esquemática que pretende lavar culpas sobre las masacres que el gobierno del país del norte vive perpetrando en Medio Oriente en eternas guerras por petróleo y posicionamiento estratégico que destruyen naciones enteras bajo el pretexto de “luchar por la libertad” y pavadas mentirosas así. Ahora la excusa enarbolada para disparar patriotería barata es retratar el padecimiento de Jeff Bauman, una víctima del atentado de la maratón de Boston del 2013 y testigo central que permitió identificar al checheno Tamerlan Tsarnaev, quien junto a su hermano Dzhokhar detonó dos bombas cerca de la línea de llegada matando a 3 civiles e hiriendo a otros 264. El hombre perdió ambas piernas por la explosión y -gracias a la típica manipulación mediática de siempre- se transformó en una figura pública de golpe. Este opus de David Gordon Green, un director indie que acumula tanta porquería como propuestas potables en su haber, no logra extraer nada atractivo o valioso de la historia de este pobre tipo, quien lejos de ser un militante en contra de la guerra y sus efectos más inmediatos -conociéndolos de primera mano- como el personaje de Jon Voight en Regreso sin Gloria (Coming Home, 1978), del genial Hal Ashby, aquí Bauman (Jake Gyllenhaal) procura pasar por una suerte de agente de propaganda del “espíritu inquebrantable” del pueblo norteamericano… o de su mega estupidez, dicho sea de paso, ya que consentir el incesante envío de tropas al exterior para sostener la industria bélica inevitablemente traerá consecuencias como el presente ataque. De este modo la prédica a favor de la guerra, al defender a sus testaferros políticos, militares y civiles, aplaca todo discurso sobre la paz. Como suele ocurrir con las biopics acerca de individuos con alguna clase de discapacidad física o psicológica, gran parte de la trama se va en perfilar la lucha en pos de hacer frente a la tragedia y reconstruir la vida del hombre y de sus seres queridos: en términos prácticos el único sostén de Bauman -y el único personaje que aporta algo de racionalidad- es Erin Hurley (Tatiana Maslany), la novia del susodicho, ya que su familia aquí es retratada como una colección de energúmenos ignorantes pertenecientes a una pequeña burguesía venida a menos, lo que en Argentina sería el lumpenproletariado. Desde ya que el desempeño de Gyllenhaal es prodigioso porque hablamos de un actor extremo que lleva en sus genes el sobreexigirse, no obstante sorprende mucho -y para bien- el trabajo de Maslany como una contraparte adulta y responsable ante el escapismo aniñado del protagonista y su parentela. Lamentablemente el naturalismo que pretenden imponer el realizador y el guión de John Pollono, basado en las memorias de turno de Bauman, se cae a pedazos de a poco por el aburrimiento que genera el relato (no hay ni un ápice de originalidad o una odisea hogareña que valga la pena ser narrada) y por lo maniqueo del planteo ideológico de fondo, esa idiotez de homologar a las víctimas con los héroes cuando ambas no tienen nada que ver sobre todo porque las primeras no aceptaron a conciencia el destino funesto que les tocó vivir -a diferencia de los héroes en serio, los que eligieron su cruzada contra los fascistas del estado- y debido a que esos damnificados/ heridos/ mutilados/ muertos por lo general terminan siendo utilizados por la derecha patética en el poder y sus socios de los mass media como publicidad de sus políticas y del odio condicionado hacia agentes externos (ya sea que hablemos del Islam, la oposición internacional a la globalización o lo que fuera). Más Fuerte que el Destino (Stronger, 2017) es un convite olvidable que al reivindicar el oscurantismo patriotero y apático del pueblo termina convalidando la perfidia de la administración gubernamental cuyas acciones derivaron en el atentado en primer término, siendo asimismo funcional a todo este ciclo de autobombo y autocomplacencia en el que por cada muerto yanqui hay miles y miles de asesinados con drones o vía invasiones varias alrededor del planeta… y ni hablar que la película en cuestión, como la similar Día del Atentado (Patriots Day, 2016) y tantas otras antes, en ningún momento brinda un verdadero análisis -equivalente, por ejemplo, al examen detallado de las penurias del protagonista- sobre los motivos y aquella avidez de justicia que condujeron a las explosiones del 2013.