Bienaventurado el sacrificio En la actualidad prácticamente no existen -salvo contadas excepciones, cada vez más aisladas- autores que utilicen al viejo y querido surrealismo, o a la fantasía a secas a decir verdad, para construir algún tipo de crítica social que desarme los preconceptos egoístas y la catarata de banalidad que denominan hoy por hoy en el ámbito comunal en todo el globo. Ya de por sí el recurso de emplear el delirio, el humor negro y la metafísica exige una rigurosidad que lleva años pulir hasta alcanzar una eficacia realmente avasallante, bien hiriente como debe ser, por lo que la llegada de la última película de Yorgos Lanthimos es doblemente bienvenida: no sólo hablamos de uno de los pocos directores y guionistas que se dedica -precisamente- a la sátira y el desenfreno creativo, sino que además este flamante trabajo viene a confirmar la maduración que pudimos entrever en The Lobster (2015), su maravilloso opus anterior. The Killing of a Sacred Deer (2017) deja atrás tanto a aquella como a los dos muy interesantes convites con los que el griego se hizo conocido a nivel internacional, Dogtooth (Kynodontas, 2009) y Alps (Alpeis, 2011), abriéndose camino como su obra maestra a la fecha y uno de los mejores thrillers abstractos del cine reciente. Definitivamente el film en cuestión es su primera incursión cien por ciento en el terreno de los géneros, porque las propuestas previas coquetearon con el drama y la comedia bajo una dialéctica libre que en términos históricos está vinculada al enclave autoral más difuso (lo que por cierto, desde la otra orilla, también habla de la potencia retórica que reside en las fórmulas de siempre cuando éstas se topan con un realizador con el talento suficiente para aprovecharlas en serio). Aquí de hecho estamos frente a un relato de venganza hiper clásico aunque ejecutado de manera brillante y con un giro fantástico/ impasible en función de la misma idiosincrasia de Lanthimos, todo un amigo de “marcas registradas” como el sadomasoquismo emocional, el desvarío y los apuntes sardónicos. Otro factor de quiebre con respecto al pasado se sitúa en el tono general de The Killing of a Sacred Deer, ya no en sintonía con la comedia sutil e incisiva sino más bien relacionado con una frialdad distante y lúgubre que pone en interrelación los dardos de Michael Haneke contra la hipocresía de la alta burguesía europea y aquella exquisita intransigencia de Stanley Kubrick a la hora de construir una fábula mordaz técnicamente impecable y con un sustrato conceptual nihilista. La historia gira alrededor del vínculo entre Steven Murphy (Colin Farrell), un cirujano cardiovascular de muy buen pasar, y Martin (Barry Keoghan), un adolescente de 16 años que en el transcurso de unos meses se transforma en amigo del susodicho. Murphy está casado con la oftalmóloga Anna (Nicole Kidman) y ambos tienen dos niños, el hijo menor Bob (Sunny Suljic) y la hija mayor Kim (Raffey Cassidy), asimismo compañera de colegio de Martin. A pesar de que Steven le miente a Anna diciéndole que el padre de Martin murió en un accidente automovilístico, nosotros sabemos por las conversaciones que el hombre mantiene con el muchacho que Murphy operó hace unos años al progenitor del chico, quien falleció durante la intervención. Todo marcha sobre rieles, incluidos regalos mutuos y un almuerzo en casa de Steven con su familia y Martin, hasta que éste último invita a Murphy para “devolverle el favor” y presentarle a su madre (Alicia Silverstone), una mujer que en un momento de soledad con Steven le comienza a besar las manos, ante lo cual el hombre decide irse. El hecho deriva en la resolución de eludir escalonadamente a Martin, a quien deja plantado en una reunión y no le contesta sus llamadas. El panorama se ennegrece de inmediato cuando, a la par del comienzo de una relación -cada vez más cercana- entre Kim y Martin, de repente Bob no puede mover sus piernas y por más estudios que Murphy y sus colegas lleven a cabo, ningún médico puede precisar exactamente qué es lo que le sucede. Finalmente Martin, en un encuentro en la cafetería del hospital donde está internado Bob, le explica a Steven cómo serán las cosas de allí en adelante: así como el cirujano mató al padre de Martin, éste le exige que mate a un integrante de su familia cuanto antes porque caso contrario todos se enfermarán y morirán atravesando cuatro etapas que abarcan la parálisis de los miembros inferiores, el negarse a comer, el sangrado de ojos y el inefable deceso. Por supuesto que Steven no le cree a Martin pero momentos después Bob deja de alimentarse y Kim también queda postrada en una cama, con sus piernas entumecidas. La destrucción de la familia del culpable (Murphy es un alcohólico en recuperación) vía un castigo empardado al “ojo por ojo, diente por diente”, el cual sólo aparece con toda su furia cuando el artífice de la debacle se niega a ocupar el rol paterno que desempeñaba la víctima, en el opus de Lanthimos va de la mano de la insensibilidad y la apatía de una elite burguesa profesional que se va cayendo a pedazos a medida que la salud de los pequeños empeora, la angustia de sus padres se magnifica y -otro detalle de control psicológico- Kim se enamora de Martin, a esta altura transformado en una figura semi mitológica símil aquel Terence Stamp de Teorema (1968), a su vez una parodia del cristianismo basada en la capacidad de daño/ justicia/ elevación espiritual de algunos individuos con un ego enorme y la disposición para aprovechar la falsa sensación de seguridad/ impunidad de los burgueses. Gran parte de la película está estructurada a través de tomas amplias, planos un poco más cerrados y en constante zoom in, una buena tanda de steadicams en pasillos y hasta algún que otro contrapicado tenebroso, todos ingredientes formales que la vinculan -como señalábamos anteriormente- al cine de Kubrick. Lanthimos trabaja muy bien, ya en el terreno conceptual, otra de las obsesiones del legendario realizador norteamericano, léase el análisis del patetismo y la corrupción de los sectores privilegiados de la sociedad y de las instituciones en general, ahora haciendo foco en el corporativismo asesino de los médicos: también en línea con Haneke, Claude Chabrol, Pier Paolo Pasolini y Luis Buñuel, el eje pasa por señalar la desesperación de estos pusilánimes y/ o tilingos cuando no pueden resolver con dinero cualquier problema que se les presenta y -más aún- cuando se los trata con la misma violencia con la que ellos tratan al resto de las clases sociales, en especial a las capas eternamente postergadas del capitalismo. La propuesta incluye pequeños detalles irónicos que apuntalan con destreza lo anterior, como por ejemplo la repetida aclaración de que Kim recientemente comenzó a menstruar, la fantasía necrofílica de la “anestesia total” del matrimonio protagónico, la escena de la masturbación en el auto, la consulta a la autoridad escolar por parte de Murphy y finalmente la patética estrategia en lo que atañe al “lavaje de manos” entrecruzado (el cirujano afirma que en una operación coronaria el único responsable frente a una eventual muerte es el anestesiólogo, y éste -su supuesto amigo- en cambio asevera que la culpa siempre es del cirujano). De la misma manera en que Dogtooth analizaba la manipulación en el seno de la familia, Alps ponía el acento en la manipulación de la identidad y The Lobster se reía de la manipulación contemporánea en el campo de las relaciones amorosas, The Killing of a Sacred Deer funciona como un retrato de los engaños y la falta de ética en el trabajo propiamente dicho, un ámbito que refleja los designios desalmados de los personajes y su negativa tajante a una autocrítica. Todo este esquema a su vez nos conduce a una expiación compulsiva de tipo sacrificial para que el responsable y su linaje -aquí hablamos de la culpabilidad de una clase social, no sólo de una persona o su familia- reciban lo que se merecen gracias a su soberbia, su crueldad y su gélida estupidez.
Sobre adalides cotidianos En su nueva y grata película, 15:17 Tren a París (The 15:17 to Paris, 2018), el octogenario realizador Clint Eastwood reproduce el esquema ideológico/ retórico de su film anterior, Sully (2016), léase esa fábula sobre los “héroes cotidianos” que salvan vidas bajo presión. Desde ya que en el fondo hablamos de otra epopeya de derecha en la que no se analiza en serio ninguno de los núcleos centrales de la temática en cuestión y en donde los buenos son representantes institucionales, no obstante la destreza narrativa -y en especial la paciencia- del director logran que el opus se despegue de obras similares a nivel conceptual como por ejemplo Más Fuerte que el Destino (Stronger, 2017) o Tropa de Héroes (12 Strong, 2018), mamarrachos que de tan chauvinistas y probélicos resultaban insoportables. Aquí por lo menos el señor pone el énfasis en esas “historias de vida” de los adalides yanquis de turno. Hoy el eje del relato es la amistad de tres muchachos en general y el devenir de uno de ellos en particular, Spencer Stone, quien junto a sus compinches Alek Skarlatos y Anthony Sadler detuvo un ataque en 2015 a bordo de un tren en Francia, incidente desencadenado por un supuesto militante musulmán con un rifle. Gran parte del correcto guión de Dorothy Blyskal apunta a retratar la vida como niños y jóvenes adultos del trío, desde los conflictos que tuvieron con las autoridades de su colegio cristiano, pasando por la decepción de sus padres y llegando al momento en que Stone y Skarlatos se alistan en la milicia del país del norte más con intención de socorrer que de matar, algo que nos aleja de Francotirador (American Sniper, 2014), una realización asimismo conservadora y a favor de las huestes estadounidenses aunque más orientada al profesionalismo homicida de las fuerzas armadas. A decir verdad estamos frente a una de las películas más chiquitas y sutiles de un director de por sí sincero y clasicista en materia narrativa (los tiempos son pausados, prima el desarrollo de personajes, no hay fetichismo tecnológico canchero, el detallismo lo es todo, etc.), circunstancia que por cierto deriva en una nueva anomalía dentro de un panorama cinematográfico contemporáneo en el que los recursos dramáticos más pomposos y demagógicos tienen preeminencia por sobre el naturalismo sencillo de un artesano a la vieja usanza como el legendario Eastwood, quien aquí llega al extremo de conseguir muy buenas actuaciones por parte de los tres protagonistas, los cuales se interpretan a sí mismos en pantalla con una eficacia que sorprende, sin todos esos manierismos típicos de los actores profesionales ni esa obsesión con remarcar los diálogos con una gesticulación excesiva. Por supuesto que al convalidar el accionar de las tropas yanquis, y al dar visibilidad a cómo se festeja su desempeño en el Primer Mundo como “guardianes de la paz” y bobadas mentirosas semejantes, lo único que se hace es justificar de manera indirecta la sarta de engaños varios que los gobiernos construyen como excusas para sus guerras imperialistas en pos de petróleo, posicionamiento estratégico o simplemente mantener en funcionamiento la millonaria industria bélica de Estados Unidos y Europa. Incluso así, 15:17 Tren a París permite -como cualquier otro producto cultural- una lectura más light y volcada hacia lo artístico/ social… y es allí mismo donde el film resulta satisfactorio porque por un lado critica la burocracia de la milicia y la rigidez dogmática de la educación religiosa, y por el otro edifica una semblanza amena y adulta acerca del sacrificio como vocación humanista.
La mezquindad como doctrina cotidiana Ridley Scott sigue con la excelente racha que lo viene acompañando desde Prometeo (Prometheus, 2012) ya que su última película, Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), explota con una enorme inteligencia el secuestro en Roma en 1973 de John Paul Getty III, nieto de Jean Paul Getty, un ricachón aborrecible y por entonces el hombre más rico del planeta, poseedor de una fortuna que amasó gracias a la extracción petrolera y sus vínculos con los jeques del desierto saudita. El film entrega un pantallazo muy interesante y detallado de la negociación con los captores, de los pormenores de la investigación para dar con el paradero del muchacho y de las internas del clan protagónico, en función de lo cual tenemos un cóctel en verdad apasionante que pone en evidencia el llamativo hecho de que recién ahora semejante historia haya llegado a la pantalla grande. En esta oportunidad la esplendorosa fotografía de Scott, tan habitual en sus propuestas, se unifica de maravillas con la crudeza del guión de David Scarpa, ejemplo perfecto de cómo se deben encarar los policiales sobre raptos para mantener la tensión alta en todo momento y al mismo tiempo no “transar” con los estereotipos edulcorados del cine contemporáneo en lo que al retrato del crimen organizado y las matufias de la oligarquía capitalista se refiere. El director no maquilla la esencia de ninguna de las partes que intervienen en el incidente: el magnate es un ser egoísta y miserable hasta la médula, la madre del secuestrado una pobre mujer que se desespera cuando Getty decide no pagar el rescate, el lugarteniente del susodicho y la policía demuestran ser unos inútiles y finalmente la víctima es un joven indolente que tuvo que soportar la adicción a las drogas de su padre, el hijo del millonario. La trama comienza con la abducción del adolescente (en la piel de Charlie Plummer) por parte de una brigada un tanto improvisada de italianos que definitivamente tenían el dato de la fortuna del anciano (Christopher Plummer) pero desconocían su tacañería, detalle que deriva en días y días de negociaciones entre la progenitora, Gail (Michelle Williams), y la voz principal de los captores, Cinquanta (Romain Duris). Frente a una concepción inicial centrada en la posibilidad de un engaño del propio John para sacarle dinero a su abuelo, esquema avalado por el jefe de la seguridad de Getty y su delegado en el asunto, Fletcher Chase (Mark Wahlberg), con el transcurso de las semanas va acrecentándose la angustia de la madre porque el chico continúa sin aparecer. Todo termina de implosionar cuando llega a un periódico la oreja cercenada de John y una foto suya mutilado y en un estado desastroso. Considerando que hablamos de la famosa realización en la que los productores decidieron reemplazar a Kevin Spacey con Plummer por las denuncias de acoso sexual contra el primero (una jugada bastante hipócrita ya que Hollywood posee un historial larguísimo en estos temas y hasta ahora nunca les asignó la más mínima importancia), la verdad es que el enroque sale perfecto porque Plummer ofrece una actuación extraordinaria que combina la frialdad amoral y una distancia a conciencia en relación a todos, regalándonos un ser más despiadado aún que los secuestradores (la meticulosidad del retrato a cargo del canadiense cumple un papel fundamental en el éxito de la película). Williams en segunda instancia y Wahlberg en tercer lugar son los otros pilares de la experiencia, un dúo que logra lucirse corriendo detrás de los cruentos acontecimientos y las miserias subyacentes al episodio. Sin duda el opus de Scott se impone como una semblanza acerca de la codicia repugnante de los humanos y su desapego para con la vida, una doctrina basada en un ventajismo caníbal que en el caso de Getty llega a la extorsión intra rapto para conseguir la custodia de todos los hijos de Gail y a la deducción de impuestos sobre el rescate vía un préstamo, utilizando como puente al padre del cautivo. La inoperancia de siempre de las instituciones, el maquiavelismo corporativo y sus muchos puntos en común con el submundo criminal constituyen los ejes de un convite muy vigoroso e inusualmente crítico -tratándose del mainstream- hacia la mezquindad risible de una casta de especuladores que concentran prácticamente toda la riqueza del régimen capitalista. La vida y la muerte se deciden según el poder adquisitivo de la víctima de turno, justo como en el trajín cotidiano tradicional…
El negocio de la guerra eterna Dejando de lado el hecho de que La Verdad a Cualquier Precio (Route Irish, 2010) se estrena en Argentina con ocho años de retraso en otro de esos casos casi surrealistas del mercado cinematográfico de nuestro país, lo cierto es que siempre se agradece la llegada a la cartelera de una obra del enorme Ken Loach, uno de los pocos directores socialistas trabajando en el circuito internacional contemporáneo del séptimo arte. Si pensamos lo que han sido sus dramas obreristas históricos, centrados en la denuncia de todos los desastres provocados por el capitalismo a nivel de las familias de los sectores dominados por la alta burguesía y sus socios políticos, el film que nos ocupa al mismo tiempo respeta esa tradición y la encauza a un andamiaje retórico poco habitual dentro de la larga carrera del británico: hoy descubrimos gratamente que el señor vuelca el devenir narrativo hacia lo que podríamos definir como un thriller de venganza hecho y derecho, cuyo corazón está vinculado al accionar de los repugnantes contratistas militares a los que los gobiernos del Primer Mundo recurren para “hacer la limpieza” luego de las consabidas invasiones en Medio Oriente con vistas a eliminar los focos de resistencia y comenzar con el latrocinio. La trama se concentra en la cruzada encarada por Fergus (Mark Womack), uno de estos “soldados de la fortuna” al servicio de un conglomerado de seguridad privada, vigilancia y reconstrucción de zonas devastadas. En Liverpool, en 2007, al protagonista no le convence la explicación que sus jefes le brindan en torno a la muerte de su mejor amigo, el también mercenario Frankie (John Bishop), quien aparentemente falleció como consecuencia de un ataque en suelo iraquí cuando estaba de servicio en camino al aeropuerto de Bagdad -vía la peligrosa Route Irish, la carretera de turno- para recoger a un periodista español. Con la culpa latente a cuestas porque Fergus fue precisamente quien persuadió a Frankie de aceptar el trabajo en función de su jugosa paga, desde el momento en que llega a su poder un celular enviado por el difunto el hombre comienza una investigación con el objetivo de descubrir la verdad detrás de la tragedia y hacer justicia. Fergus contrata a Harim (Talib Rasool), un músico iraquí, para que le traduzca los mensajes del teléfono pero lo que ambos encuentran es mucho más importante: un video del asesinato de toda una familia a manos de Nelson (Vortre Williams), un viejo colega de Fergus, hecho del que fue testigo Frankie. Ahora comprendiendo que su amigo tomó el celular de una persona que filmó todo lo acontecido y que Frankie amenazó a viva voz con divulgar los homicidios, lo que implicaría que a la compañía privada a cargo se le podrían caer de inmediato los contratos que posee con el estado inglés, el protagonista se decide a hilar cada vez más fino para determinar si todo se produjo de manera aleatoria o si Nelson efectivamente asesinó a Frankie para tapar sus acciones o si sus superiores, Walker (Geoff Bell) y Haynes (Jack Fortune), fueron los verdaderos responsables de la muerte para salvaguardar los intereses económicos de la empresa. El excelente guión de Paul Laverty, colaborador infaltable de Loach desde hace más de 20 años, ofrece como contrapunto de la pesquisa la incipiente relación entre Fergus y Rachel (Andrea Lowe), la viuda del fallecido, un vínculo que nace del dolor y que se impone como un “cable a tierra” para ambos entre tanto maquiavelismo capitalista, mentiras entrecruzadas y un encubrimiento que salta a la luz cuando Fergus contacta a Tommy (Russell Anderson), otro contratista en Irak, que le confirma que nada quedó en los registros del incidente en cuestión y que hoy Nelson es una figura de temer. Una vez más el glorioso naturalismo descarnado y detallista del realizador está orientado al retrato de un puñado de personajes que no son más que marionetas de un gobierno y de unos grupos económicos a los que sólo les importa manipular a la plebe para utilizarla como carne de cañón en “aventuras” cuya única finalidad es acrecentar sus riquezas, sus delirios despóticos y su capacidad de control, ejemplos de un parasitismo que no tiene fin porque traiciona su propia esencia bajo una lógica caníbal de seres humanos que destruyen a seres humanos. Loach se hace un festín desmenuzando el negocio de la guerra eterna por parte de las potencias centrales y su industria bélica asociada, un cónclave siempre presto a señalar un nuevo enemigo unilateral para que se reinicien los engranajes del saqueo (petróleo y demás recursos energéticos), la usura (las burbujas financieras se magnifican con el negocio de la reconstrucción de naciones arrasadas y la perspectiva de apuntalar regencias títeres de Estados Unidos y Europa) y finalmente el posicionamiento geopolítico predador (la expansión de las milicias a países vecinos -mediante bases e “intercambios” de tropas y armamento- deja la puerta abierta a la siguiente invasión y a la siguiente masacre). Gracias a la independencia de Loach para con el mainstream de nuestros días, en buena medida un enclave bobalicón y convalidante de las injusticias aquí denunciadas a través de la producción de películas fascistoides, huecas y/ o lobotomizadoras, La Verdad a Cualquier Precio sin duda termina siendo un oasis de la militancia cinematográfica en pos de una sociedad mucho más igualitaria y justa que la presente, empezando por reconocer la violencia ejercida por los estados actuales contra sus ciudadanos de menores recursos y -en el caso del Primer Mundo- contra sus homólogos de países empobrecidos y asediados tanto por las oligarquías autóctonas como por sus “compinches” de siempre de las empresas transnacionales. El convite va más allá de simplemente enfatizar la brutalidad de la guerra porque logra poner de relieve a cada uno de los agentes que intervienen en este reparto del botín cual pandilla de maleantes de un western norteamericano, por supuesto sin dejar pasar el papel fundamental que asimismo tienen los yanquis en esta serie de barbaridades (tortura constante de prisioneros, asesinatos por doquier, operaciones solapadas en cualquier región, bombardeos cruentos, impunidad internacional, etc.). A partir de una exquisita actuación de todo el elenco y una fotografía cruda y necesaria, Loach vuelve a entregar un trabajo que se ubica a años luz en materia de una conciencia política acorde con la lucha de clases y en favor de los desposeídos, sin maquillar las atrocidades cometidas por los estados y el capital y condenándolas en pos de que se llegue a una unidad social que permita dar de baja a esta ristra de ególatras dementes, homicidas y mezquinos que nos siguen gobernando…
La tumba subacuática Por supuesto que para juzgar a los thrillers y las propuestas de terror centradas en animales acechantes hay que dejar de lado la triste verdad de que la única especie realmente peligrosa del planeta es el ser humano, un especialista en reproducirse sin freno, cosificar a la naturaleza y destruir incansablemente la flora y la fauna que lo rodea. Aclarado el punto anterior, bien podemos decir que el engranaje retórico por antonomasia del subgénero en cuestión pasa por trasladar el rol del villano psicópata al pobre animal de turno, el cual desea defender su territorio o directamente engullir a los bípedos: la película que nos ocupa forma parte de una larga tradición del cine reciente que gira alrededor de los tiburones, el aislamiento ocasional y/ o un puñado de burgueses vacacionando en regiones más o menos “salvajes” a ojos de los protagonistas de los países centrales y su simpático etnocentrismo. A 47 Metros (47 Meters Down, 2017) es en esencia una clase B con un presupuesto digno que resulta disfrutable y muy entretenida, consiguiendo que nos interese el destino de los personajes principales y logrando que los ataques de los escualos sean funcionales al desarrollo de los acontecimientos y no se sientan gratuitos, agregando nerviosismo en los momentos propicios. Las protagonistas son las hermanas Lisa (Mandy Moore) y Kate (Claire Holt), dos chicas que están de vacaciones en México y que luego de conocer a unos locales aceptan la invitación de sumergirse en una zona de tiburones a través de una jaula de buceo. Desde ya que las cosas no salen para nada bien porque el cabrestante de la embarcación se desprende de lleno -óxido mediante- y las envía a lo profundo del océano con poco oxígeno en sus tanques y la presencia amenazante de los muchachos dientudos. Como señalábamos anteriormente, la familia de la propuesta es numerosa y en primera instancia nos remite a la interesante 12 Feet Deep (2016), una película con prácticamente la misma premisa pero sin tiburones y con dos hermanas atrapadas en una gigantesca piscina pública gracias a una cobertura de fibra de vidrio. Si la pensamos en lo que atañe a los escualos en sí, la obra es una mixtura de Mar Abierto (Open Water, 2003), The Reef (2010) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016); aunque tampoco podemos obviar que asimismo se inspira en elementos de -ya dejando a los océanos detrás- las también recordadas Black Water (2007) y El Descenso (The Descent, 2005). Los personajes femeninos son algo estereotipados pero cumplen su función de generar expectativa en esta tumba subacuática: Lisa es la conflictuada histérica (se la pasa llorando porque su novio la dejó por aburrida) y Kate es la “experta” dentro del rubro (sabe bucear ya que es la aventurera/ viajera del dúo). Sin duda estamos ante el primer opus en verdad potable del director y guionista británico Johannes Roberts, un adalid del bajo presupuesto que filmó unas cuantas porquerías en el pasado y hasta ahora no había redondeado un trabajo capaz de atrapar al espectador con artimañas tan sencillas como salir temporalmente de la jaula para comunicarse por radio con el capitán del barco (gran desempeño por parte de Matthew Modine), para acercarse a un destello de luz o para buscar otro tanque de oxígeno que les arrojan desde la superficie. Más allá de la coyuntura inquietante de las profundidades, esos 47 metros a los que hace referencia el título, y toda la iconografía en general que se remonta a Tiburón (Jaws, 1975), por cierto un tanto quemada a esta altura, el convite cuenta con la inteligencia suficiente para emplear CGIs naturalistas y no invasivos y para sumar otro detalle atractivo a la mezcla, la “narcosis de nitrógeno”, un ardid fundamental en el último acto de la aventura…
Una disputa territorial Buena parte del Hollywood de nuestros días se la pasa refritando absolutamente todo lo que llega a sus manos con la intención de sacarle su contenido polémico o crítico o enrevesado o siquiera caótico, con el objetivo manifiesto de dejar sólo una máscara de clichés ya ampliamente digeridos y pasados por el tamiz de una corrección política multitarget que pretende acrecentar el público potencial hasta el límite de la impersonalización total de las obras, algo así como la “panacea económica” según los payasos de marketing que controlan los grandes estudios norteamericanos hoy en día. Entre la mediocridad de la prensa que convalida cuanto bodrio llega a las pantallas (pensemos en los films de superhéroes) y una mayoría de espectadores anestesiados (que aplauden como tristes focas el entretenimiento escapista), el enclave infantil suele caer en un terreno cualitativo intermedio no tan horrible. De movida hay que reconocer que si bien El Pájaro Loco: La Película (Woody Woodpecker, 2017) dista mucho de ser una propuesta en verdad interesante, tampoco llega a ser el mamarracho soporífero al que estaba destinada a convertirse: basta con aclarar que hablamos de una adaptación aggiornada del popular personaje creado por Walter Lantz y Ben Hardaway en 1940, ahora combinando live action con la infaltable dosis de CGI. En otra de las paradojas de la industria cultural contemporánea, el trabajo resultante apunta a niños chiquitos que de seguro no conocerán a la legendaria ave, dejando afuera de la ecuación a los veteranos que sí podrían identificar alguno de los rasgos del personaje (dicho sea de paso, no queda mucho a lo que asirse a nivel emocional porque este nuevo Pájaro Loco se parece a cualquier otra figura animada hiperquinética y locuaz de la actualidad). La historia pasa por la mudanza del abogado citadino Lance Walters (Timothy Omundson) a una región boscosa cercana a la frontera de Estados Unidos con Canadá, donde construirá una finca -sobre un terreno heredado de su abuelo- para luego venderla con una jugosa ganancia de por medio. El hombre pretendía trasladarse sólo con su novia Vanessa (la bella Thaila Ayala), aunque se ve obligado a llevar también a su pequeño hijo Tommy (Graham Verchere) cuando aparece su ex esposa Linda (Emily Holmes) diciendo que debe ir a velar por su padre enfermo y no tiene con quien dejar al chico. Así las cosas, el trío de a poco descubrirá que está invadiendo el hábitat del señor emplumado del título, último espécimen del “pájaro carpintero norteamericano” y por ello mismo blanco de los hermanos cazadores furtivos/ embalsamadores Nate (Scott McNeil) y Ottis Grimes (Adrian Glynn McMorran). Quizás el mayor problema del convite sea que no agrega nada significativo a lo ya hecho mil veces antes en este rubro súper trillado de los relatos infantiles que mezclan las aventuras, la comedia, la conciencia ecológica y algún que otro detalle dramático de amistad y/ o descubrimiento individual, ahora bajo la forma de la banda de rock -de unos niños de un pueblo de las inmediaciones- a la que se acopla Tommy. Los chistes del ave en cuestión (con la voz de Eric Bauza) son un tanto grasientos y todo sabe a rancio, incluidos el par de villanos, los Grimes. Las situaciones más semejantes a los cortos originales de mediados del siglo pasado se dan con motivo de los intentos del Pájaro Loco en pos de detener la construcción de la vivienda, ardides antiquísimos pero por lo menos capaces de despertar sonrisas aisladas aquí y allá. Rutinaria a más no poder aunque sin llegar a ser decididamente insoportable, la película está condenada al olvido como casi todo lo que genera el mainstream del presente gracias a su apego hacia el arte de reciclar y reciclar…
Noticias de ayer Se puede llegar a disfrutar de The Post (2017), la última película de Steven Spielberg, sólo a condición de que se pasen por alto algunos “detalles” ideológicos que se amontonan en el corazón mismo de la propuesta en su conjunto. En primera instancia conviene aclarar que la obra analiza la publicación por parte de The Washington Post en 1971 de los llamados Pentagon Papers, una serie de documentos clasificados del gobierno estadounidense en los que quedaba de manifiesto la catarata de mentiras y delirios varios de las administraciones de los presidentes Harry S. Truman, Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y -de manera colateral- Richard Nixon en lo que atañe a la Guerra de Vietnam, un conflicto craneado para contener un supuesto avance de China vía golpes de estado en la región, bombardeos sobre los países limítrofes y una avanzada bélica que contradecía las afirmaciones de los mandatarios al pueblo norteamericano en torno a la voluntad de encontrar una salida al atolladero en el que se metieron, ese mismo que al final derivaría en la derrota de Estados Unidos en 1975 y la unificación de Vietnam bajo un mando socialista. Ahora bien, resulta hasta graciosa la intención de fondo del film en pos de enarbolar a la libertad de expresión en tanto obligación moral de decir la verdad cuando de hecho el opus de Spielberg exagera por demás el rol de los directivos y periodistas de The Washington Post en detrimento de los verdaderos paladines de la prensa en este caso, los responsables de The New York Times, el periódico que tuvo la primicia y que comenzó a publicar los Pentagon Papers antes que el Post, lo que también lo convirtió en el objetivo principal de la caza de brujas judicial que Nixon -el presidente en el poder en el momento- rápidamente montó para impedir que se sigan publicando aquellos archivos secretos filtrados por Daniel Ellsberg, un analista militar que les entregó fotocopias de los originales a los reporteros de The New York Times. Más allá de las “licencias poéticas” que uno espera en toda ficción, el guión de Liz Hannah y Josh Singer opta por obviar en buena medida la importancia del Times para en cambio inflar/ abrazar el papel del Post en todo el asunto, algo así como la antesala directa del escándalo de Watergate, aquel golpe de gracia para el execrable Nixon. Spielberg y compañía eligen esta paradójica idiosincrasia aparentemente para aprovechar la interrelación dramática entre las dos figuras del Post consideradas fundamentales en la decisión de publicar los archivos, léase su propietaria Katharine Graham (Meryl Streep) y su editor en jefe Ben Bradlee (Tom Hanks): mientras que el hombre toma la forma de un adalid de su profesión y de usufructuar periodísticamente el tema ni bien consigue los Pentagon Papers, la mujer en el relato hace las veces de un típico personaje femenino que padece el ninguneo machista de la época y que se va abriendo paso de a poco, superando inseguridades psicológicas y dejando de lado alguna que otra amistad que su posición en la “aristocracia norteamericana” le concedió con el tiempo, específicamente hablamos de su vínculo con Robert McNamara (Bruce Greenwood), el Secretario de Defensa de Kennedy y Johnson e instigador de los documentos, a quien Graham eventualmente le da la espalda cuando decide publicar todo. Si nos concentramos en las actuaciones en sí, Streep vuelve a brillar -como de costumbre- gracias a un desempeño contenido y detallista que no cae en el feminismo de cartón pintado de nuestros días, y Hanks por su parte una vez más hace de sí mismo -hombre común con coraje- aunque sin un personaje tan interesante como aquel que el propio Spielberg le otorgó en la muy superior Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015). Las “noticas de ayer” vinculadas a la ebullición política/ militante/ social de la década del 70 ya han sido trabajadas en el pasado bajo una tradición que va desde la legendaria Todos los Hombres del Presidente (All the President's Men, 1976) y llega a la potable El Informante (Mark Felt: The Man Who Brought Down the White House, 2017), a lo que se suma el hecho innegable de que The Post es una obra digna, por más que jamás alcanza las cúspides del cine consagrado al retrato de la prensa símil En Primera Plana (Spotlight, 2015), Zodíaco (Zodiac, 2007) y la susodicha Todos los Hombres del Presidente. Desde ya que lo anterior no quiere decir que el opus que nos ocupa no tenga sus buenos momentos y una inspirada segunda mitad en la que el desarrollo de personajes comienza a dar sus frutos en materia de suspenso debido al peligro y luego persecución que se ciernen sobre el diario. Las sobreexplicaciones y la lastimosa redundancia narrativa, dos de los flagelos más extendidos en Hollywood, reaparecen en un puñado de escenas pero por suerte no logran desbaratar la solvencia del convite, el cual se beneficia muchísimo de la maestría del realizador a la hora de orquestar el devenir de los acontecimientos con paciencia y relativa naturalidad, casi a sabiendas que las comparaciones entre los regímenes de Nixon y Donald Trump van a estar en boca de todos por la eterna batalla entre la prensa y los mandatarios. Sin embargo las apariencias engañan porque la película examina un modelo previo de inquisición, el que se correspondía a una posición dominante de los mass media y por ello desde el poder se pretendía la censura inmediata y determinante, un panorama que poco tiene que ver con las acusaciones entrecruzadas entre el payaso fascistoide de Trump y un oligopolio mediático estadounidense que siempre lo consideró un demente impresentable y por ello no termina de pactar con él para controlar/ manipular a la opinión pública, como sí lo hizo con las administraciones anteriores (este vendría a ser el caso por antonomasia de las sociedades del Primer Mundo, aquí en el sur nos tenemos que “conformar” con medios masivos que se acoplan como ácaros -desde el minuto cero- a los mamarrachos estatales de turno, funcionando en términos prácticos como fanzines del poder económico y sus secuaces políticos). En síntesis, Spielberg sigue construyendo una carrera de lo más despareja que desde hace tres décadas anda bastante perdida entre films fallidos, alguna joyita esporádica y una mayoría de propuestas apenas correctas como la presente, incapaces de trepar al nivel de sus recordadas epopeyas de los 70 y 80 -las infantiles y de aventuras, porque casi toda su “producción seria” suele dar vergüenza ajena por lo maniquea- aunque también eficaces en su modesta pretensión de ofrecer un cuento clasicista que quiebre un poco el desinterés del mainstream actual para con los personajes y el trasfondo humano detrás de sus pequeñas o grandes hazañas en pantalla, esos ejemplos de simplismo fastuoso.
Una cuestión de perspectiva Durante las últimas dos décadas el exorcismo y su colección de rituales complementarios se transformaron en uno de los tópicos preferidos del cine de terror, tanto en su vertiente indie como mainstream, lo que generó una retahíla inacabable de propuestas que suelen respetar el mismo esquema narrativo de siempre, el cual se remonta a ese film insuperable de William Friedkin de 1973 que todos conocemos: en primera instancia nos presentan a la víctima de turno, luego nos torturan con los jump scares habituales, de a poco traen a colación la historia del exorcista encargado de la purificación y todo termina en un clímax en donde se produce la ansiada batalla entre el secuaz de Mefistófeles y el representante de Cristo (a esta altura no importa que la señorita o señor en cuestión, el poseso, esté siendo mancillado cíclicamente, ya que lo fundamental es la artillería visual del exorcismo en sí). Resulta hasta gracioso que por regla general se obvie por completo lo que sucede después, algo que La Crucifixión (The Crucifixion, 2017) viene a corregir porque comienza en el momento en que la mayoría de las obras del rubro suelen finalizar, léase el exorcismo: en Rumania, en 2004, una monja llamada Adelina Marinescu (Ada Lupu) muere luego de ser atada a una cruz -sin agua ni comida- durante tres días, a lo largo de los cuales un sacerdote y varias monjas se la pasan tirándole agua bendita y -desde ya- recitando pasajes de la Biblia en pos de que el demonio diga su nombre para expulsarlo del cuerpo de Marinescu. Como los responsables del exorcismo terminan presos y acusados de asesinato, el caso llama la atención de la periodista estadounidense Nicole Rawlins (Sophie Cookson), quien viaja al pueblito donde ocurrió todo, Tanacu, para investigar el sutil entramado de fondo. Como no podía ser de otra forma, Rawlins siente animadversión contra el credo católico (su madre devota murió de cáncer, casi rendida a su destino frente a la confianza en la dialéctica de la cruz) y por ello su enfoque inicial es condenatorio para con el sacerdote y la ignorancia oscurantista de los pueblerinos, pero cuando ella misma empieza a experimentar el acecho de una presencia satánica, su óptica cambia al ritmo de las creencias del Padre Anton (Corneliu Ulici), un clérigo local que la ayuda en su serie de entrevistas con allegados a Marinescu. Si bien la película se nos presenta como un gran “a posteriori” de los acontecimientos, a decir verdad suele hacer trampa con flashbacks muy ilustrativos del progreso de la posesión, cada uno obedeciendo al relato de un personaje en especial. Aun así, la lucha entre las perspectivas -a favor y en contra de la fe- guía el derrotero narrativo. El film contaba con las credenciales suficientes para ofrecer algo realmente novedoso dentro del subgénero pero lamentablemente se queda a mitad de camino, arrinconado en un desarrollo mecánico y sustos que no terminan de satisfacer por recurrencias ya vistas hasta el cansancio (cual J-Horror trasnochado, aquí nos topamos con caripelas femeninas espectrales que se le aparecen a Rawlins de la nada): el director francés Xavier Gens viene de entregar la excelente La Frontera del Miedo (Frontières, 2007), la pasable Hitman: Agente 47 (Hitman, 2007) y la interesante The Divide (2011), y los guionistas Chad y Carey Hayes -por su parte- son recordados por La Casa de Cera (House of Wax, 2005) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), dos grandes obras recientes del género. Cookson cumple bastante bien aunque el convite en sí desperdicia la oportunidad de trastocar en serio los clichés y engranajes tradicionales del rubro, conformándose a fin de cuentas con otra triste reformulación a nivel del ideario individual de la protagonista sin mayor sustento dramático que un pasado de cotillón y una amenaza diabólica que nunca llega a convencer del todo…
Torturados y fusilados por los fascistas Luego de las maravillosas Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), la tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal es una obra igual de intensa y poderosa que las anteriores, aunque con la salvedad de que en esta oportunidad el realismo sucio de antaño está reorientado en términos ideológicos hacia la vereda opuesta: si antes teníamos “hechos desnudos” que en cierta medida convalidaban algunas decisiones/ conductas de las fuerzas estatales de represión por el emplazamiento estratégico que ocupaban sus testaferros en los relatos (lo que dejaba entrever una inclinación a una derecha moderada), ahora en cambio nos encontramos con esa misma dialéctica implacable pero aplicada a un episodio de locura y violencia por parte de los representantes públicos, otrora los paladines de Estados Unidos en tierras lejanas y hoy martirizando al propio pueblo norteamericano (circunstancia que nos acerca a una izquierda que denuncia los múltiples atropellos estatales y sus efectos). Específicamente hablamos de un drama social con elementos de thriller seco testimonial que se propone la difícil tarea de analizar la Rebelión de Detroit de julio de 1967, una mega protesta que comenzó con el allanamiento a un local nocturno del gueto negro que estaba vendiendo bebidas alcohólicas sin licencia: la policía esperaba encontrar a pocas personas pero hallaron el lugar muy concurrido porque se estaba llevando a cabo una fiesta en honor a dos veteranos de la Guerra de Vietnam que habían vuelto a sus hogares, frente a lo cual los uniformados optaron por arrestar a todos los concurrentes inmediatamente. Pronto la indignación de los vecinos negros, sumada a la segregación general y la brutalidad de todos los días de los efectivos, funcionó como un caldo de cultivo para una serie de saqueos, incendios y disparos desde diferentes edificios que a su vez se retroalimentaron de un sinfín de masacres perpetradas a lo largo de la ciudad por la policía local, la Guardia Nacional y la policía del Estado de Michigan, con un total de 43 muertos y 1189 heridos como resultado. Ahora bien, la película de Bigelow y Boal limita aún más su esfera de acción y apunta a un acontecimiento específico, el de la tortura y el fusilamiento de negros que se alojaban en el Hotel Algiers, un caso tomado como paradigmático/ ejemplar en lo referido al catálogo de barbaridades, estupidez, ignorancia e impunidad que enarbolaron los oficiales en servicio durante esa noche en busca de un supuesto francotirador. En términos dramáticos la trama se concentra en tres personajes principales que toman la forma de los distintos sectores involucrados: primero tenemos a Larry (Algee Smith), un vocalista de rhythm and blues que ocupa el lugar de las víctimas, luego está el policía Krauss (Will Poulter), típico energúmeno fascista que dispara primero y pregunta después, y en última instancia viene Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad de color que hace las veces del “negro cómplice” de las capas dominantes, algo así como un esbirro bienintencionado que por acción u omisión termina convalidando el accionar de los racistas y homicidas de siempre. Por supuesto que todos coinciden en Algiers y lo que comienza con un disparo con una pistola de juguete contra los uniformados deriva en la ocupación del hotel, la tortura física y psicológica de todos los ocupantes, vejaciones de toda índole, asesinatos ficticios y reales que se encubren enseguida y la inefable connivencia de todas las fuerzas de represión involucradas, esos cobardes especialistas en mancillar a ciudadanos de a pie sólo por su color de piel, cara, apariencia o por un simple capricho/ gustito personal digno de los psicópatas. La enajenación que retrata la propuesta va mucho más allá del “estado de confusión y paranoia” de las revueltas populares contra las injusticias del gobierno y sus sicarios, porque si hay algo que resulta inobjetable de Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017) es su inteligencia y su sentido de la oportunidad -yendo al quid del clásico proceder de los oficiales, soldados y superiores- con vistas a imponerse como un opus que podría contextualizarse en cualquier otro tiempo y en cualquier otra metrópolis estadounidense. De hecho, la gloriosa ambición de la directora y compañía sobrepasa el facilismo de otros convites semejantes (basado en el detalle de que se opera sobre terreno político ganado, ya que desde la década del 90 los negros gozan de un respeto dentro del país del norte que -por ejemplo- todavía se les niega a los latinos, orientales y musulmanes), porque utiliza al racismo como un elemento más en la dinámica de la exclusión que padecen los pobres y los marginados de la ciudad, un entorno para colmo agravado por la susodicha crueldad y el desenfreno represivo habitual de las “fuerzas de control” (el caso examinado abarca más de tres cuartas partes del metraje y además incluye como protagonistas a dos burguesitas blancas a las que se acusa de prostitución de inmediato, como a los negros se los considera sospechosos y peligrosos desde el primer momento). Es decir, la discriminación racial es una condición sine qua non no obstante está tamizada por la pauperización generalizada del suburbio y el “complejo de Dios” de las autoridades públicas, dos rasgos en extremo atemporales. Con una gran actuación de Poulter como el principal homicida e instigador de la violencia en Algiers, Detroit: Zona de Conflicto es una epopeya magistral que duele en las entrañas porque no ofrece concesiones al espectador a sabiendas de que la soberbia, la brutalidad, el corporativismo, la torpeza y la impunidad son cánceres que se vienen arrastrando desde épocas lejanas y sólo necesitan de una chispa para que exploten en una avanzada verdaderamente popular, en la que indudablemente la anarquía, la destrucción y el pillaje son los más bellos vehículos -y a veces los únicos efectivos- contra los horrendos fascistas en el poder y el ciclo interminable de atrocidades de las que son responsables…
Claustrofobia emocional Pasado el idilio inicial de cualquier pareja, cuando el enamoramiento está homologado a la novedad y las buenas intenciones, por lo general llega un período de ajuste en el que de a poco la personalidad de cada quien va saliendo a la luz a medida que las particularidades del trajín cotidiano (familia, trabajo, amistades, vecinos, hobbies, pasiones variopintas, etc.) van imponiendo su hegemonía, lo que en términos prácticos asimismo dispara una especie de “solución negociada” -y muy escalonada, por cierto- para que ambas partes saquen el mejor rédito posible de la relación… y para que ésta no interfiera demasiado con lo que ha sido la vida de cada uno hasta el momento de esta consolidación tácita de la pareja. Vale aclarar que el precedente es el modelo que domina hoy por hoy en el rubro, ya lejos de los vínculos sacros, machistas y “para toda la vida” de otras épocas bastante más oscurantistas. De hecho, es el choque entre los dos arquetipos, el antiguo y el moderno, el que analiza Hablemos de Amor (Dobbiamo Parlare, 2015), una comedia dramática italiana con un fuerte dejo teatral desde su concepción y puesta en escena: toda la acción transcurre en un departamento de Roma y los protagonistas excluyentes son dos parejas compuestas por los veteranos Alfredo (Fabrizio Bentivoglio) y Costanza (Maria Pia Calzone) y los más jóvenes Vanni (Sergio Rubini) y Linda (Isabella Ragonese). La película relaciona a los primeros con una derecha ignorante y egocéntrica que se la pasa hablando de sus problemas sin que importe nada más en el mundo, y a los segundos con una izquierda que la va de progresista pero que sutilmente termina cayendo en el mismo juego de recriminaciones recíprocas y eternas de los anteriores, un esquema propio de los neuróticos adeptos a la confrontación. La excusa que enciende la llama de la batalla a campo abierto es el descubrimiento de Costanza de que Alfredo, un reconocido médico, tiene una amante, circunstancia que la lleva a desahogarse en el departamento de sus amigos Linda y Vanni, una dupla que se dedica a la escritura pero cuyos libros aparecen bajo la autoría de Vanni solo y que -en el preciso momento en que arriba Costanza- estaba a punto de partir hacia una salida nocturna muy chic que incluye una exposición centrada en la obra de Jean-Michel Basquiat y luego una cena con el editor de los susodichos. Por supuesto que eventualmente también cae Alfredo en el inmueble y los misiles empiezan a volar hacia todas direcciones cuando la dialéctica bélica se extiende a la otra pareja al punto de que desaparece la fachada de estabilidad para dejar de manifiesto otra colección de “cuentas pendientes” bien coloridas. De un modo similar a Un Dios Salvaje (Carnage, 2011) de Roman Polanski, aunque sin alcanzar nunca ese nivel de excelencia, Hablemos de Amor ofrece un pantallazo por las incompatibilidades y sueños frustrados que acarrean las relaciones de turno, sobre las cuales se asoman los fantasmas de los hijos, las infidelidades, los amores pasados, el ninguneo profesional, la apatía, el individualismo y en general el poco interés en mantener viva una convivencia y una dinámica erótica en las que pesan una multiplicidad de factores internos y externos. Rubini, además de interpretar a Vanni, escribe y dirige una propuesta amable que sin llegar a grandes actuaciones ni diálogos magistrales, por lo menos logra sacarle el jugo a la claustrofobia emocional del departamento y regala un par de verdades vinculadas al hecho de que los más delirantes y paranoicos pueden tener un lazo más duradero -aunque profundamente nocivo- que el de aquellos que esconden tanto o más egoísmo debajo de la corrección política de nuestros días, esa destilada de un verdadero sustrato visceral que lleve a un cambio o permita afrontar los problemas con franqueza…