Para dejar las cosas en claro desde el principio, conviene afirmar que el mensaje del film es tácito y se ubica muy entre líneas, pero apunta sin medias tintas al doble hecho de que la humanidad deja mucho que desear y que el amor es una farsa que eventualmente se cae a pedazos por el típico egoísmo de los hombres y las mujeres, lo que por supuesto no quita que el susodicho tenga sus momentos de gloria a lo largo de lo que dure la relación en cuestión. Aronofsky, que tiene una larga historia con Venecia porque varias de sus obras compitieron en el festival, aquí construye un relato en verdad asfixiante cuyo eje es la frustración de un personaje femenino sin nombre (interpretado por Jennifer Lawrence), la encantadora esposa de un poeta (en la piel de Javier Bardem), un hombre que está atravesando un bloqueo creativo y sistemáticamente desperdicia la oportunidad de ser feliz que le brinda el amor incondicional de ella, porque prefiere en cambio el escurridizo y caprichoso afecto del enclave exterior… con los lectores como el fetiche de sus ansias de ser apreciado por extraños. Desde el inicio la propuesta nos confirma que estamos ante una especie de drama naturalista de encierro con elementos fantásticos y de terror: luego de ver los ojos de una mujer en llamas, apreciamos cómo él coloca en un soporte de una biblioteca un objeto símil piedra de cristal, lo que provoca que los restos quemados de la casa en la que transcurre toda la acción -un inmueble rústico situado en una región inhóspita e indefinida -vuelvan a la normalidad y ella despierte en el dormitorio principal. A partir de allí la historia nos presenta una serie de intromisiones por parte de forasteros que destrozan paulatinamente la estabilidad de la pareja. El hombre celebra y alienta que los otros avancen más y más sobre la intimidad del domicilio con la excusa de que los responsables de este acoso son fans de su trabajo, y la mujer en cambio se siente atosigada y al borde del colapso ante las sucesivas faltas de respeto de huéspedes que se autoimponen como tales y hasta tienen el tupé de juzgarla y arrinconarla en su “bondad” -léase silencio y relativa pasividad- frente a esta avanzada del espacio público sobre el privado. Primero cae de sopetón el misterioso personaje de Ed Harris, luego su esposa -interpretada por Michelle Pfeiffer- y sus dos hijos, y todos a su vez protagonizan una acalorada discusión que deriva en tragedia. Más allá de estas precisiones, resulta difícil describir la entonación de la película ya que Aronofsky apuntala una claustrofobia magnífica sostenida en pequeños detalles mundanos, en agresiones microscópicas que lastiman inconmensurablemente al personaje de Lawrence y su anhelo de calma, de tranquilidad, de poder acceder al corazón de su pareja para mejorar una convivencia que sufre de esa clásica insatisfacción masculina y su necesidad de novedad. El realizador y guionista acompaña a la actriz constantemente con su cámara de la misma forma que siguió los pasos de Mickey Rourke en El Luchador (The Wrestler, 2008) y de Natalie Portman en El Cisne Negro (Black Swan, 2010), con una steadycam orientada a los primeros planos del rostro, el divagar sin rumbo fijo del personaje y la catarata de tomas gloriosamente ininterrumpidas cual documental de observación. Mother! utiliza de manera inteligente la iconografía del terror -con un acento más surrealista y poético que fantasmagórico en el sentido del Hollywood contemporáneo- para esculpir los pormenores concernientes a un dolor que no se verbaliza del todo por la desesperante pretensión de agradar al prójimo, por más que éste resulte un imbécil egoísta de grandes aspiraciones y pocos recursos intelectuales para articularlas… circunstancia que de manera indirecta puede leerse como una crítica a la concepción elitista del arte y la banalidad bobalicona general de nuestros días. El trabajo de Bardem es excelente ya que construye desde la meticulosidad a un monstruo acaparador y caníbal que está convencido de que en realidad es una joyita de persona, y Lawrence vuelve a brillar en todo su esplendor como una mujer que tolera, tolera y tolera desde una óptica tan femenina y naif como abúlica y esperanzada para con un apoyo de él -con vistas a expulsar a los intrusos- que nunca llega. A la hora del extraordinario desenlace el director dispara toda su artillería pesadillesca al punto de transformar lo que hasta ese instante era una reformulación onírica de los thrillers de invasión de hogar en un apocalipsis de una enorme ambición conceptual, totalmente inaudita para el paupérrimo nivel retórico de casi todo el mainstream actual. Mother! lleva al extremo la virulencia, la desproporción y la pluralidad de idiosincrasias que se esconden en todas las relaciones con vistas a dar forma a un retrato nihilista de la condición humana y de su única faceta positiva, el amor, pateando el tablero de la previsibilidad de los géneros y examinando un abanico de emociones contradictorias -subyacentes a personajes de los que no tenemos datos concretos más allá de su comportamiento frente al entorno- a través de una fábula cíclica alrededor de los tiempos muertos y los reinicios de nuestra vida, el misterio del otro semejante y la posibilidad de que estemos en este mundo sólo para morir y no mucho más… sin que en el final importen demasiado las ilusiones de justificación, tengan éstas que ver con el proyecto de un libro, la adoración externa, la inquebrantable integridad de la casa propia, el amor del compañero sexual o la construcción de una familia.
Y -como era de esperar- Martel vuelve a filmar la misma película por cuarta vez consecutiva, pero ahora con dos diferencias significativas que aportan un colorcito propio a la experiencia que nos ocupa: en Zama cambia la óptica femenina por la masculina y toda la historia se sitúa en un contexto de época con resonancias de los tres trabajos similares/ sudamericanos del dúo compuesto por Werner Herzog y Klaus Kinski, léase Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987), por supuesto sin llegar al nivel de ninguno de ellos. En lo que respecta a los elementos constitutivos del combo, aquí reaparecen los de siempre: tenemos un relato basado en un desarrollo fragmentado de personajes, instantes de contemplación preciosista, algunos chispazos oníricos casi surrealistas, la crudeza de la naturaleza en todo su esplendor y ese extrañamiento narrativo marca registrada de la salteña. La premisa reproduce al pie de la letra su homóloga de la novela original de Antonio Di Benedetto, con el oficial judicial español del título asentado en un puesto desolado de Asunción durante el siglo XVII, en eterna espera por ser trasladado a Buenos Aires vía un estoicismo que se va cayendo a pedazos a medida que sus esperanzas de abandonar el lugar se desvanecen con la apatía y las mil vueltas que le presenta el gobernador ibérico de la ciudad, su superior directo. Martel hace maravillas con los pocos recursos expresivos de los que dispone o en los que gusta limitarse/ encerrarse, vaya uno a saber cuál es la opción correcta… por un lado consigue un desempeño magnífico por parte de Daniel Giménez Cacho (un actor español que interpreta a Don Diego de Zama desde la economía de los gestos y las posturas corporales defensivas/ paranoicas) y por el otro lado aprovecha cada minuto de este verdadero festín de tiempos muertos (el dolor y la incomodidad ante el calor sofocante de los personajes argentinos y europeos es impagable). Si bien no se puede negar que el tiempo transcurrido entre La Mujer sin Cabeza (2008) y Zama al fin de cuentas fue más que excesivo porque ésta última sufre de un metraje igualmente dilatado e injustificable en función de sus diversas redundancias distribuidas en casi dos horas, a decir verdad -y al mismo tiempo- la directora redondea un muy buen trabajo en lo que atañe a retratar la idiosincrasia masculina en su versión vinculada a la angustia, lo que deriva en silencios sufridos, relámpagos de violencia gratuita y un “afán reparador” que paradójicamente destruye todo a su paso y traiciona desde un maquiavelismo que coquetea con la cobardía y el desenfreno más egoísta. Otro punto a destacar es la puesta en escena del film en general, definitivamente la mejor de toda la carrera de Martel: aquí cada toma está craneada/ diagramada con una meticulosidad inaudita para el cine argentino, habilitando en todo momento una riqueza plástica y conceptual francamente maravillosa (en la dialéctica entre lo que sucede en primer plano y lo que acontece en el fondo se juegan muchos elementos centrales de la propuesta, la cual disfruta de reservarse información acerca de los acontecimientos). Si se hubiesen emparejado un poco mejor el nivel macro de las actuaciones y los acentos del elenco caucásico, la obra podría haberse convertido en lo que estaba destinada a ser, léase la película definitiva sobre la fase histórica del Virreinato del Perú -y el posterior Virreinato del Río de la Plata- y asimismo un pantallazo demoledor en torno a la estupidez de la burocracia homicida, alienada y corrupta de las nacientes sociedades sudamericanas, muy en sintonía con un pulso pesimista de inflexión kafkiana.
Monstruos del hogar Cualquiera con dos dedos de frente sabía de antemano que la nueva versión de It se alejaría tanto de los componentes más sórdidos de la legendaria novela original de 1986 de Stephen King como del tono más lavado y amigable del telefilm de 1990, ya que desde el vamos lo que domina hoy por hoy en la industria hollywoodense es una nostalgia más cercana al origen de la cultura popular desideologizada e infantiloide de nuestros días, léase la década del 80, que al retrato visceral del colapso del idilio norteamericano con sí mismo -propio de las grandes urbes y de los pueblitos de los años 50- que King llevó a cabo de manera magistral en su libro. El resultado es de hecho un mashup entre la novela, la adaptación previa y algunos elementos del cine contemporáneo, no obstante el director argentino Andy Muschietti evita caer por completo en el fetichismo melancólico de Stranger Things o la catarata de clichés y latiguillos berretas que caracterizaron al horror mainstream de la década anterior. La premisa es la misma: un grupo de siete jóvenes deben hacer frente en simultáneo al sadismo de otros niños, sus padres y una fuerza malévola que adquiere diversas formas pero suele preferir la de un payaso que responde al nombre de Pennywise. Las herramientas de las que dispone el realizador, quien además intervino en un guión colectivo que atravesó un sinfín de fases a lo largo del accidentado desarrollo del proyecto, son muy variadas ya que abarcan por un lado las nociones clásicas del texto original (la marginación de los protagonistas, el bullying al que son sometidos por parte de sus compañeros de colegio, el carácter espantoso y profundamente regresivo -a nivel social- de sus padres, el mal como una sombra polimorfa que acecha según la víctima de turno, los rituales de amistad y el argot compartido como mecanismos de defensa, la persistencia de los traumas iniciáticos en la adultez, etc.) y por el otro lado las recurrencias actuales del séptimo arte, aunque en este caso por suerte tamizadas desde la sensatez formal (hay una fuerte presencia de jump scares, CGI y combates mano a mano pero utilizados de un modo mucho más imaginativo y minimalista que el habitual en nuestra contemporaneidad, porque en vez de estar incorporados desde el primer minuto en un contexto fastuoso de peleas hercúleas, aquí el diseño visual del terror apunta a poner de manifiesto los engendros que habitan en la coyuntura cotidiana, sean éstos entes demoníacos o simples seres humanos). Como era de esperar, It (2017) se concentra exclusivamente en la etapa inaugural de la historia, la infancia de los protagonistas, dejando para una segunda parte la otra mitad del relato, la adultez, una estrategia que -por una buena vez- se condice con las necesidades del opus en cuestión y no funciona como un mero capricho comercial de los productores (vale recordar que King en la novela alternaba constantemente entre ambos tiempos, sin jamás efectuar una partición tradicional cronológica del tipo “niñez primero, mediana edad después”). Sin dudas el punto fuerte de la propuesta pasa por hacer hincapié en la relación entre los personajes, sus dilemas particulares y una construcción escalonada de la tensión de fondo, ahora vinculada a una más que importante frustración parental que se transforma en hipocondría, negación, violencia, pederastia y una desidia general que vuelve a poner el grito en el cielo en lo que respecta a la estupidez y la crueldad que yacen latentes en cada hogar bajo la fachada de una estabilidad siempre presta a caerse a pedazos. El traslado de la acción de 1957/ 1958 a 1988/ 1989 no genera una andanada interminable de alusiones culturales al período y hasta se desdibuja frente al progreso de los acontecimientos en sí. Si bien resulta innegable que el libro de King continúa sobrepasando por mucho al film en aquel glorioso realismo sucio marca registrada del escritor (hablamos de la multiplicidad de detalles concernientes a la sexualidad, los atropellos físicos, el gore y una discriminación social que se ubica en sintonía con la homofobia y el racismo habituales de Estados Unidos), la obra de Muschietti se las arregla para elevar los marcadores en todos los niveles si los comparamos con los del opus televisivo, lo que también tiene que ver con la decisión de crear un producto orientado a una calificación R en vez del clásico combo aséptico PG-13 para púberes y adultos bobalicones. Lo anterior asimismo funciona en consonancia con la excelente labor de un elenco encabezado por Jaeden Lieberher y Sophia Lillis, en lo que atañe a los pequeños, y por Bill Skarsgård en la piel del tremendo Pennywise: el hecho de que Lieberher es un gran actor no es una novedad, recordemos su estupenda participación en St. Vincent (2014) y Midnight Special (2016), en cambio Lillis sí constituye toda una revelación y hasta se podría decir que especialmente lo realizado por Skarsgård también, teniendo presente que el sueco no había encarado nada en verdad memorable en el pasado. Ahora bien, más allá de la energía de la película en general, la convicción narrativa que demuestra a lo largo de sus 135 minutos y la ausencia específica de esos típicos baches de los relatos corales de esta envergadura, el éxito de fondo vuelve a ser de King, quien ideó un núcleo retórico inoxidable que le pasa el trapo a cualquier esquema pueril y/ o naif símil “coming of age” porque va siempre un paso por delante, enturbiando toda aventura de aprendizaje en línea con lo que podría ser -si seguimos extrapolando conceptos del ámbito literario al terreno del séptimo arte- el eje de Los Goonies (The Goonies, 1985) y la misma Cuenta Conmigo (Stand by Me, 1986), aquella adaptación de otra obra del señor de Maine. Mediante la metáfora del payaso macabro que se alimenta del miedo de los niños -y eventualmente de los propios purretes- el último verdadero maestro del horror examina los monstruos camuflados que durante los años formativos de la vida se esconden en la propia familia, el vecindario, la escuela o en el catálogo de referencias supuestamente alegres de la juventud, como por ejemplo el enclave circense y sus clowns. El abuso, la violencia y la segregación son todos tópicos que provocan consecuencias concretas en la trama, jamás quedándose en formulaciones macro que nos acercan a una redención autocontenida, la preferida por Hollywood y la industria cultural. El maravilloso nihilismo esperanzador de King nos dice que algunos problemas no tienen solución, que algunas personas de hecho merecen morir y que sólo la confianza mutua y la proactividad aguerrida pueden salvarnos de determinadas situaciones en las que los engendros reaccionarios y despiadados del hogar se nos presentan construyendo un contexto de disparidad de fuerzas al extremo, el cual podremos dar vuelta con la ayuda de nuestros pares y con un sacrificio colectivo que habla más de las relaciones entre los seres humanos que de la influencia maléfica de una otredad.
Nieve y silencio El trabajo que lleva adelante Taylor Sheridan en Viento Salvaje (Wind River, 2017) es digno de un artesano cinematográfico que sabe exactamente lo que quiere, en este caso construir un relato escalonado que ponga el foco en el carácter relegado de determinadas comunidades y regiones de Estados Unidos que yacen en el más profundo olvido. Al igual que Sicario (2015) y Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016), en relación a las cuales la presente podría considerarse un “cierre de trilogía”, este nuevo opus del guionista y director norteamericano lo termina de situar como uno de los mejores profesionales del rubro y un experto en el desarrollo de personajes a la vieja usanza, no en el sentido de las momias retrógradas del western clásico sino más bien en sintonía con el nihilismo seco del film noir y aquellos spaghettis desérticos de las décadas del 60 y 70, todo a su vez sazonado con una fuerte dosis del indie violento y verborrágico de los hermanos Joel y Ethan Coen. La historia es muy sencilla: Cory Lambert (Jeremy Renner), un representante del Servicio de Pesca y Vida Silvestre, encuentra el cadáver de una chica de 18 años en la reserva indígena que le da el título a la película, lo que desencadena la llegada de un miembro del FBI, la inexperta Jane Banner (Elizabeth Olsen), para determinar si estamos ante un asesinato o no. Pronto las dudas desaparecen cuando la autopsia concluye que la víctima fue golpeada y violada y que luego escapó descalza en medio de un clima invernal inclemente. Como el forense de turno no desea dictaminar que el deceso fue producto de un homicidio por el vínculo indirecto entre los hechos, Banner decide continuar investigando sola -sin reportar a sus superiores- porque sólo en caso de un crimen capital el FBI tiene jurisdicción sobre las reservaciones. Asistida por el propio Lambert y el jefe de policía local, Ben (Graham Greene), la agente encabezará una pesquisa para esclarecer el asunto. Mientras que en Sicario dominaba la dialéctica impiadosa del narcotráfico y las brutales agencias gubernamentales que pretenden combatirlo y en Sin Nada que Perder el proceso de despojo y saqueo sistemático de la población rural vía hipotecas bancarias, ahora en Viento Salvaje el elemento preponderante es una coyuntura nevada y silenciosa que por un lado -a nivel narrativo macro- es sinónimo de desidia por parte del estado central y por el otro -en lo que respecta a los personajes individuales- puede ser homologada a visiones contrastantes del trasfondo natural (si para algunos de ellos es un modo de vida y de relacionarse con el resto, para otros es apenas una excusa para cometer actos atroces basados en el capricho y la envidia más destructora). Sin adelantar demasiado, podemos afirmar que la propuesta funciona como un retrato de la deshumanización, los abusos y la tendencia a la impunidad detrás de cualquier colectivo dedicado al control/ represión social. Ahora bien, y más allá de los diálogos siempre ajustados a las necesidades dramáticas de Sheridan, es de destacar la labor realizada por Renner y Olsen, dos actores excelentes que recientemente fueron cooptados por el mainstream y enclaustrados en el cine basura de superhéroes. Desde que se hiciese conocido con Dahmer (2002) y alcanzase la masividad gracias a Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008), Renner tuvo pocas oportunidades de brillar en serio -como aquí- en función de su meticulosidad interpretativa, pensemos para el caso en Escándalo Americano (American Hustle, 2013), Kill the Messenger (2014) y La Llegada (Arrival, 2016). En lo que atañe a Olsen, la cosa está todavía más difícil porque desde la etérea Martha Marcy May Marlene (2011) la chica no conseguía nada realmente potable a nivel actoral, una injusticia que hoy por fin se subsana. Tan humilde y sensata como explosiva en su glorioso desenlace, la obra sabe escudriñar al dolor producto de las tragedias, la crueldad, el delirio egoísta y una marginación amparada por las instituciones…
Testigo en peligro Cierto sector del Hollywood de las últimas dos décadas ha logrado la proeza de transformar a la comedia en un género menor destinado a burgueses y lúmpenes oligofrénicos que se regodean en su humor bobalicón, grasiento y profundamente apolítico, lavado de cualquier elemento sacrílego para con las instituciones o -aunque sea- los grandes “preceptos” del sentido común, ese que fuera en otras épocas el blanco principal de las ironías y demás dardos mordaces. Hay que ponerse específico en este punto para aclarar que nos referimos a un tipo concreto de comedia, léase la producida por ese mainstream norteamericano contemporáneo que en buena medida borró todos los trazos del cine de autor de antaño y se la pasa construyendo productos culturales ensamblados con una lógica marketinera repugnante que nos condena a ver una y otra vez las mismas pavadas sin ningún aliciente. Ahora bien, Duro de Cuidar (The Hitman's Bodyguard, 2017) respeta a rajatabla este estado de cosas pero por lo menos tiene la decencia de ser sincera en su planteo y además volcarlo a una nostalgia ochentosa que ya vimos en otros géneros aunque no tanto en la comedia (y menos en esta vertiente en especial de la susodicha): en términos prácticos la película retoma una fórmula antiquísima de los policiales centrada en la estrategia narrativa del “testigo en peligro”, un esquema del que por cierto también han bebido las parodias de acción de décadas previas para con la inefable negligencia/ corrupción de los uniformados y la estupidez de la sociedad a la que deberían servir. Por supuesto que de este componente irreverente hoy por hoy no queda nada ya que todo el asunto está hermanado -en simultáneo- al ardid de las “parejas desparejas”, otra muletilla infaltable del rubro cómico. Michael Bryce (Ryan Reynolds) es un guardaespaldas vip que cae en los bajos fondos de su profesión luego de un fracaso estrepitoso vinculado a un cliente japonés, el cual termina con un disparo en la cabeza. Desde ya que la oportunidad de redimirse llega sin demasiados preámbulos -y exactamente dos años después- cuando Amelia Roussel (Elodie Yung), una agente de Interpol, le pide ayuda para proteger a Darius Kincaid (Samuel L. Jackson), un sicario internacional que testificará en un juicio contra Vladislav Dukhovich (Gary Oldman), el antiguo y salvaje dictador de Bielorrusia, un señor adepto a asesinar a todo individuo que pudiera complicar su situación en lo referido a la acusación que pende sobre su cabeza en torno a una infinidad de crímenes en contra de la humanidad durante su régimen. Como era de esperar, Bryce y Kincaid arrastran un odio que se remonta al pasado y para sobrevivir deberán limar asperezas mientras esquivan balas de los correligionarios de Dukhovich, quien además tiene un secuaz en Interpol, Jean Foucher (Joaquim de Almeida). Si no existiese una mínima química -y aquí hay que subrayar la palabra “mínima”- entre Reynolds y Jackson no estaríamos ante un film más o menos digno del que hablar: Reynolds continúa demostrando que el único registro cómico que maneja es el del canchero malhablado que siempre bordea el ridículo, y Jackson por su parte sigue haciendo de “nigga” soberbio, verborrágico y puteador, ese personaje hiper estereotipado que lo acompaña prácticamente desde Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994). Lo curioso del caso es que la propuesta brilla en serio cuando aparecen Oldman, interpretando a otro de sus diablillos marca registrada, y Salma Hayek, en la piel de Sonia, la esposa iracunda de Kincaid. Ni el guión de Tom O'Connor ni la dirección de Patrick Hughes logran elevar a la película por encima de la melancolía formal ochentosa y unos chistes de “incompatibilidad de caracteres” que se ven venir a kilómetros de distancia, no obstante por lo menos sacan buen partido de las secuencias de acción y de algunos intercambios entre los personajes…
Espías del tedio Todo estaba armado para que Atómica (Atomic Blonde, 2017) terminase de posicionar a Charlize Theron como una heroína de acción old school luego del exitazo de la maravillosa Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, 2015), pero lamentablemente el asunto de a poco se cae a pedazos por la intervención de dos señores, hablamos del director David Leitch y el guionista Kurt Johnstad. Lo que podría haber sido un producto ameno y con una mínima personalidad propia, destinado a vehiculizar una nueva vertiente en la carrera de la siempre bella protagonista, deriva en una realización que no se decide jamás entre el thriller circunspecto de espionaje (el tono fúnebre lo cubre prácticamente todo, eco maltrecho de los exponentes del rubro de la década del 50) o el film rimbombante de acción (aquí nos topamos con una mega catarata de clichés en materia de situaciones y diálogos). El relato está contextualizado en la Berlín de 1989, muy cerca de la caída del Muro, y tiene como eje a Lorraine Broughton (Theron), una agente del servicio de inteligencia británico que es enviada a la capital alemana para investigar el asesinato de un colega y el robo de un microfilm por parte de la KGB, el cual -por supuesto- contiene una lista de todos los espías activos en la Unión Soviética. Lo que sigue es una colección de escenas, que van de lo aburrido a lo potable, intercaladas con instantes de “súper acción” y tomas de la agraciada anatomía de Theron, un combo que se la pasa autosaboteando su potencial a lo largo del metraje: en ningún momento queda clara la motivación de Broughton, además el contacto en Alemania de la mujer, el agente David Percival (James McAvoy), está desperdiciado, y para colmo la historia se enreda en una serie de subtramas que no agregan nada de tensión. Aparentemente el objetivo de fondo fue construir una versión femenina de John Wick, el personaje interpretado por Keanu Reeves en Sin Control (John Wick, 2014) y John Wick 2: Un Nuevo Día para Matar (John Wick: Chapter 2, 2017), por ello se contrató los servicios de Leitch, el codirector -no oficial en los créditos- de la primera, no obstante hay un abismo de calidad entre la presente propuesta y el opus con Reeves. Es decir, las dos John Wick fueron trabajos muy disfrutables cargados del aura de los westerns, el film noir y la acción desquiciada -vía artes marciales y muchos disparos- de las décadas del 70 y 80, asimismo ambas poseían un excelente guión de Derek Kolstad que dotaba de corazón a la gesta encarada por el protagonista; en Atómica en cambio esos rasgos no sólo están ausentes y/ o francamente desbalanceados, además la obra nunca logra edificar un núcleo narrativo coherente o por lo menos usufructuar el contexto de época, más allá de las típicas canciones insertadas secuencia tras secuencia en lo que podríamos definir como otro atributo trillado. Por suerte la película tiene algunos elementos redentores, como por ejemplo esos instantes de una sensualidad eficaz (la presentación de Broughton en la bañera llena de hielo y el encuentro lésbico entre Theron y Sofia Boutella, quien compone a Delphine Lasalle, una agente encubierta francesa) y las escenas de acción de turno, muchas de las cuales son realmente muy buenas (se destaca la toma secuencia que comienza en las escaleras del edificio y termina en una fuga automovilística). La misma presencia de Theron, más la intervención de John Goodman, Toby Jones y Eddie Marsan en roles secundarios, también suman mucho al convite aunque el pulso -tan perezoso como anodino- de la propuesta se convierte en su peor enemigo y no permite que nadie pueda escapar de un tedio general que hasta parece ser convalidado por las citas explícitas elegidas, un signo de ello es la escena en la que la protagonista entra a una sala en la que se proyecta Stalker (1979), bodrio total de Andrei Tarkovsky que aleja aún más al film del supuesto “rango cool” al que aspira…
Egoísmo y vacuidad Al Hollywood facilista de las últimas dos décadas le encanta refritar fórmulas que en algún momento fueron novedosas y/ o inconformistas hasta llegar al extremo de agotarlas y dejar en evidencia la vacuidad discursiva que opera en la mayoría de los productos de nuestros días del mainstream destinado al entretenimiento pasatista, ese que en otras etapas de la industria sí incluía una mínima dosis de originalidad y hasta a veces una efervescencia que terminaba trasladándose hacia el otro lado de la pantalla. La comedia fue sin duda el rubro que más sufrió esta tendencia, ya que casi todos los exponentes del género están centrados en burgueses egoístas y estúpidos que se dedican a celebrar su egoísmo y estupidez a costa de cualquiera que se cruce en su camino, lo que para colmo termina funcionando como una suerte de apología de la levedad del norteamericano promedio y sus homólogos en el globo. Dicho de otro modo, películas como Hasta que el Cuerpo Aguante (Rough Night, 2017) están dirigidas a las últimas generaciones de consumidores apáticos con alto poder adquisitivo que se sienten omnipresentes en su banalidad, cretinismo y desinterés total para con el resto de los mortales. El film en su conjunto, en esencia un rip-off en clave femenina de la también desastrosa ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover, 2009), ni siquiera es gracioso debido a la presencia de una infinidad de chistes largamente quemados y vaciados de toda la potencia retórica de antaño. Hasta el desarrollo de personajes es lamentable gracias a que vuelven los estereotipos de siempre vinculados a las caricaturas más aburridas en torno a las mujeres: está la exitosa que pretende un cargo público, la gordita calentona que se hace la festiva, la extranjera freak, la madre separada y la lesbiana fea enamorada de la anterior. Aquí nos topamos otra vez con una premisa de base centrada en una despedida de soltera que deviene en el asesinato del stripper/ “prostituto” de turno a la Malos Pensamientos (Very Bad Things, 1998), y encima todo asimismo condimentado con una serie de escenas eternas en las que las protagonistas deben simular que el fallecido está vivo en sintonía con la recordada Fin de Semana de Locura (Weekend at Bernie’s, 1989). Las referencias a estos dos mojones del humor negro sacan a relucir permanentemente la idiotez de Hasta que el Cuerpo Aguante y empantanan cualquier posibilidad de que la propuesta pueda despegar con voz propia, a lo que se suma ese fetiche del Hollywood actual relacionado con construir personajes huecos e ignorantes -como señalábamos anteriormente- para quienes la amistad es sinónimo de meterse cocaína en las narices, putear segundo por medio y rogar por penes. La necedad por la necedad en sí ya dejó de ser valiosa hace mucho tiempo y la industria en general debería recordar que las sandeces sin comentario social/ político/ económico son equivalentes a una ponderación de los componentes más individualistas y detestables de la sociedad contemporánea, esa que confunde constantemente la imagen de tipo publicitario y la pose reventada patética con una realidad que desconoce. El único ítem redentor pasa por la participación de la gran Scarlett Johansson, en esta oportunidad totalmente desperdiciada y bastante fuera de lugar entre tantas pavadas y situaciones de manual vetusto del género, reproduciendo los típicos opuestos masculinos (por un lado personajes obsesionados con el sexo y por el otro personajes recatados y familieros bobos) sin intercalar ninguna solución intermedia que nos permita salir de la lógica de la hipérbole fallida y agotada al extremo…
Explotación en el presidio Lamentablemente el grueso de la animación europea contemporánea sale a competirle a los productos hollywoodenses en su mismo terreno y desde el mismo catálogo de referencias, lo que genera que una y otra vez nos topemos con obras que técnicamente no están a la altura de las norteamericanas y que apenas si ajustan algún que otro detalle argumental para acercarse un poco a la sensibilidad más circunspecta del viejo continente, aunque sin profundizar demasiado en las rupturas porque la idea primordial por detrás de esta línea de montaje -destinada al segmento familiar e infantil- es que cuanto más estandarizado/ nivelado esté el film en cuestión, más chances posee en los confines del mercado planetario y la exportación de siempre. De este modo, casi todas las propuestas se parecen y los rasgos individuales brillan por su ausencia en lo que termina siendo una pauperización incesante. A diferencia de lo que ocurría en otras épocas más interesantes, procaces y tendientes a la experimentación y/ o al quiebre de las reglas no escritas de lo supuestamente “comercial” (pensemos en los opus del británico Martin Rosen o el francés René Laloux), nuestros días ofrecen pocas gratificaciones para el espectador ávido de una animación verdaderamente de peso, rica en cuanto a su dimensión discursiva… no importa si es para niños, adultos o el target que sea. La presente Ozzy (2016) confirma sin sutilezas lo anterior: hablamos de una triste coproducción española- canadiense que incluye una base narrativa clásica de la parcela infantil (el perder el contacto con la familia y tener que sobrevivir por fuera del amparo del hogar) y un contexto inusualmente agresivo que apunta a los mayores (aquí tenemos referencias varias a los campos de concentración y las películas bélicas de escape). El núcleo del relato es el perro del título, un beagle que vive junto a una familia amorosa que se ve en la necesidad de encontrar un refugio transitorio para el animal ante un viaje imprevisto a Japón de todos los integrantes del clan. El asunto deriva en que Ozzy sea dejado en un albergue que bajo una fachada de lujo esconde un régimen de explotación y un presidio para perros controlado por perros, con un san bernardo como director de las instalaciones. Pronto el protagonista termina en el medio del enfrentamiento entre el “capo mafia” del lugar, un chihuahua, y el susodicho director en torno a unas carreras caninas que se celebran en un galgódromo interno, frente a lo cual Ozzy responde embarcándose en un plan de huida que involucra a varios cómplices/ compañeros de encierro, léase un salchicha miope, un fox terrier con sus patas traseras incapacitadas y un antiguo pastor inglés mudo. Se podría decir que a rasgos generales la animación está bien pero las inconsistencias de la historia dejan poco margen para el disfrute, a lo que se suman diálogos un tanto remanidos que respetan a rajatabla la típica fórmula centrada en el grupito de excluidos que planea desquitarse de esos campeones del bullying que los atormentan. En este sentido, resulta curioso que en el desarrollo también quede algo desdibujada la “característica por antonomasia” de Ozzy, su velocidad, ya que el convite se vuelca progresivamente hacia la estructura de Escape a la Victoria (Victory, 1981). Dentro del campo positivo, se debe elogiar la predisposición de choque de algunas escenas vinculadas a la tortura lisa y llana, aunque las pocas ideas de fondo de los realizadores Alberto Rodríguez y Nacho La Casa, y del guionista Juan Ramón Ruiz de Somavía, nos condenan a un producto intercambiable con tantos otros del espectro cinematográfico actual, una obra que -como señalábamos anteriormente- apuesta sin cesar por los estereotipos y la repetición más trivial y anodina…
Mentiras piadosas La comedia francesa por lo general se divide en tres categorías que suelen mezclarse en cada film individual, léase la romántica, la costumbrista familiar y la social/ racial. Como ocurre en casi todo el globo, las vertientes del género están tamizadas por la perspectiva narrativa liviana del cine norteamericano y por su tendencia hacia la reformulación de premisas en propuestas que pueden ser o no remakes explícitas de otras películas. Tiempo atrás los europeos no eran adeptos a las relecturas pero hoy el panorama cambió, pensemos en el caso de la italiana Perfectos Desconocidos (Perfetti Sconosciuti, 2016), que tuvo una remake griega y pronto tendrá otra española, o el de la francesa El Nombre (Le Prénom, 2012), que tuvo su relectura italiana en 2015, o el de la holandesa The Dinner (Het Diner, 2013), que a su vez tuvo una remake italiana en 2014 y otra estadounidense en este 2017. Dos son Familia (Demain Tout Commence, 2016) amplía aún más el alcance geográfico del asunto porque es una reinterpretación directa de la mexicana No se Aceptan Devoluciones (2013), de Eugenio Derbez, una comedia dramática muy interesante que en esta ocasión los galos reproducen casi al pie de la letra, logrando además la proeza de no dejar en el camino las características positivas del film original. La historia es exactamente la misma: estamos frente a un mujeriego (antes de Acapulco, ahora de Marsella) que se ve ante el “problemita” de una paternidad no esperada cuando una chica, con la que vagamente recuerda haberse acostado, le deja una beba de unos pocos meses, le dice que es su hija y se marcha de golpe. El susodicho parte hacia la ciudad de residencia de la madre (antes Los Ángeles, ahora Londres) para encontrar a la mujer, pero al no hallarla termina asentándose allí con la nena. Todo el peso del relato y su sustrato cómico nuevamente recaen en el actor que interpreta al protagonista principal: así como el propio Derbez en el opus azteca se cargaba la película al hombro -a través de su Valentín- y salía airoso a puro histrionismo, hoy es el extraordinario Omar Sy, en la piel de Samuel, quien consigue transmitir toda la algarabía, la delicadeza y el amor que la trama necesita. Dos son Familia jamás apela al grotesco infantiloide ni a la parodia intra género ni a los chistes burdos ni a cualquier otro dispositivo barato de las comedias norteamericanas actuales, ya que se ubica en un terreno más cercano al choque cultural clásico (Samuel no aprendió inglés a pesar de que vive en Londres junto a su hija Gloria, interpretada por Gloria Colston, desde hace ocho años), la fascinación con el mundo del espectáculo (el hombre trabaja como doble de riesgo en una serie televisiva de enorme aceptación) y la lógica de engañar sistemáticamente a la nena para que no sepa la verdad (Samuel le dijo que su mamá es una “agente secreta” que recorre el planeta y por ello no tiene tiempo de darse una vuelta por Londres para verla, a lo que se suman mails falsos y coloridos montajes fotográficos de las supuestas misiones de la mujer alrededor del globo). La realización posee dos partes bien marcadas que responden a dialécticas distintas, la primera abarca la construcción -más hilarante que trágica- de la situación en la que se encuentra el hombre y la segunda el terremoto -más trágico que hilarante- que causa la reaparición de la madre, Kristin (Clémence Poésy), un “cambio” que comienza tranquilo y desemboca en una batalla judicial por la custodia de la pequeña. La obra fue dirigida por Hugo Gélin, un cineasta con poca experiencia en largometrajes que, al igual que Derbez, de todas formas se las arregla muy bien para exprimir los diferentes ribetes del planteo en general, siempre apostando por el respeto hacia los personajes y la inteligencia del espectador en un combo que saca partido de los secundarios, las buenas intenciones de Samuel y los giros narrativos del último acto. Si bien la película nos aclara una y otra vez que su eje es la imprevisibilidad de la existencia y el miedo a la fragmentación familiar, en realidad casi todo el devenir se basa en la interrelación de mentiras piadosas que el protagonista teje para proteger a Gloria del dolor que podría ocasionarle la verdad, no sólo la del abandono consciente de su madre sino también la vinculada a otro gran secreto. En este sentido, la estrategia hedonista de ensalzar un presente feliz a costa de no conocer las sombras que acechan termina funcionando con dignidad al tratarse de una menor, un ideario subrayado desde el título original del film, ese “mañana todo comienza” que pone de manifiesto el ciclo de nubarrones e improvisación -sustentada a su vez en los errores y los aciertos- que constituye la vida de cada uno de nosotros en mayor o menor medida…
Multiculturalidad y genocidio Valerian y la Ciudad de los mil Planetas (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) es una película bellísima que eleva un peldaño más la carrera reciente del siempre inquieto Luc Besson, aquí mejorando lo hecho en la ya de por sí interesante Lucy (2014): si bien en esencia hablamos de un muy buen trabajo perteneciente a lo que podríamos definir como el período de decadencia de un autor que ha dejado su etapa dorada en el pasado, léase la compuesta por Azul Profundo (Le Grand Bleu, 1988), Nikita (1990) y El Perfecto Asesino (Léon, 1994), a decir verdad la obra en cuestión se ubica muy por encima de casi cualquier producto industrial estadounidense contemporáneo con ansias de público masivo, específicamente el sector del mercado en el que sale a competir el film, para colmo el más caro en la historia del cine francés gracias a un presupuesto -apuntalado en financistas independientes- de 197 millones de euros, un número descomunal que pone de manifiesto la valentía del realizador a la hora de pelearle a los gigantes todopoderosos del mainstream. Con la excusa de adaptar el mítico cómic galo Valérian et Laureline, creado por Pierre Christin y Jean-Claude Mézières, Besson retoma ese formato de space opera -enmarcado en una fotografía de colores pasteles furiosos y un diseño bizarro de personajes- que ya había trabajado en El Quinto Elemento (The Fifth Element, 1997), nuevamente con la misma disposición humanista/ de izquierda que a su vez caracterizó a sus otras exploraciones de los últimos años en el ámbito fantástico, nos referimos a la magnífica Angel-A (2005), Les Aventures Extraordinaires d'Adèle Blanc-Sec (2010) y la trilogía infantil iniciada con Arthur y los Minimoys (Arthur et les Minimoys, 2006). Como era de esperar, aquí evita las estupideces de las traslaciones de las historietas bobaliconas norteamericanas, como por ejemplo el esquema de los superhéroes y toda esa patética levedad discursiva, para en cambio meterse de lleno en un relato sexy y dinámico basado en el histeriqueo del dúo protagónico, sus rimbombantes aventuras y la denuncia de la manipulación política/ militar. La historia cuenta con dos prólogos antes del comienzo de la trama principal propiamente dicha: mientras que en el primero se nos informa que en el siglo XXVIII lo que alguna vez fuera una estación espacial internacional se transformó en Alpha, una ciudad habitada por miles de razas de los confines más inhóspitos de muchas galaxias, todas conviviendo en paz e intercambiando sus culturas, en la segunda introducción descubrimos cómo desapareció el planeta Mül, un enclave paradisíaco en el que vivían unos humanoides en una sociedad tribal sostenida vía la duplicación de unas perlas de energía mediante unos pequeños animales conocidos como “conversores”, una civilización que se vino abajo cuando en el cielo se divisaron naves en llamas que chocaron contra el planeta hasta hacerlo estallar. Los protagonistas excluyentes son el Mayor Valerian (Dane DeHaan) y la Sargento Laureline (Cara Delevingne), dos miembros de la policía de Alpha, a quienes se les asigna la misión de recobrar el último conversor con vida, en posesión de un traficante del mercado negro. El guión del propio Besson juega eficazmente con elementos diversos como la propuesta de casamiento del mujeriego Valerian para con la severa Laureline, las referencias al folletín de aventuras del siglo XIX y las pulp magazines del XX, los relatos detectivescos estadounidenses, las ensoñaciones surrealistas tan típicas de Francia, los chispazos de ese humor negro, sexual y/ o irónico de siempre, un fuerte dejo de thriller político y hasta la influencia del cine del enorme René Laloux, responsable de El Planeta Salvaje (La Planète Sauvage, 1973), Los Amos del Tiempo (Les Maîtres du Temps, 1982) y Gandahar: Años Luz (Gandahar, 1988), todos clásicos de la animación europea de ciencia ficción para adultos. Más allá de las amables intervenciones de Clive Owen, Herbie Hancock y Ethan Hawke, debemos destacar lo hecho por DeHaan, ya visto en las excelentes Life (2015) y La Cura Siniestra (A Cure for Wellness, 2016), y Delevingne, quien aquí da su salto definitivo del modelaje a la actuación: entre ambos hay una envidiable y caústica química en pantalla. Lejos de los coming of age berretas, el empoderamiento femenino de cartón pintado y la pavada de “vamos a salvar a la humanidad porque los humanos son derechos y humanos (valga la redundancia)” del 99% de los tanques del mainstream norteamericano, Valerian y la Ciudad de los mil Planetas comienza su derrotero con los personajes bien maduritos, en paños menores y uno encima del otro, y lo que sigue es una supernecesaria denuncia de los atropellos de los adalides del maquiavelismo del Estado y cómo gustan de tapar sus masacres con más y más muertes (en la película los genocidios -a diferencia de lo que ocurre en el cine hollywoodense- sí son una tragedia monumental). Ya la misma presencia de fondo de Alpha aboga además por la multiculturalidad y la riqueza que surge de la reciprocidad simbólica, el respeto social y el abrir la mente a lo alternativo. El desparpajo visual del director funciona también como otra pata de su perspectiva batallante en pos de la imaginación irrestricta y contracultural, hermanada al delirio romántico y con cojones…