La princesa atrapada La popularidad duradera de Diana Frances Spencer alias Diana, Princesa de Gales alias Lady Di (1961-1997) continúa siendo una espina clavada en el costado de la monarquía británica porque la susodicha literalmente objetó casi todos los rituales protocolares de su cargo, se negó a sociabilizar con sus pares de la nobleza y hoy por hoy es la única figura del entramado real europeo que es conocida en serio en todo el planeta, ya pasadas décadas desde su inesperada muerte a los 36 años en un accidente automovilístico en un túnel de París debido tanto a la persecución de los paparazzi más carroñeros como a la intoxicación alcohólica y con antipsicóticos del conductor del vehículo, Henri Paul, jefe de seguridad del Hotel Ritz, quien murió junto a Diana y su pareja del momento, Dodi Al-Fayed. La enorme celebridad de la muchacha, una aristócrata de cuna que supo casarse con Carlos de Gales, hijo mayor de la Reina Isabel II del Reino Unido, y engendrar dos vástagos con el palurdo, Guillermo de Cambridge y Enrique de Sussex, se explica por diversos factores que tienen que ver con la belleza, carisma y timidez melancólica de la mujer, con el hecho de que fue prácticamente la única representante de la realeza que tuvo trabajos bien ordinarios, como instructora de baile, asistente de educación preescolar, anfitriona en fiestas, niñera y hasta encargada de tareas de limpieza, con el traumático matrimonio con Carlos y esa diferencia de idiosincrasias y de edad -trece años en total- que los llevó a varias infidelidades, él con su amante de siempre, Camilla Parker Bowles y futura Camila de Cornualles, y ella con el instructor de equitación James Hewitt y su guardaespaldas Barry Mannakee, entre otros, con la cosificación que sufrió tanto por parte de la triste fauna palaciega como de la prensa amarilla de todo el globo, lo que eventualmente generaría su absurdo fallecimiento, con su labor humanitaria incansable -algo muy raro en la verborragia y la corrección política sin hechos concretos de las coronas europeas- en favor de los pacientes con SIDA y en contra de las minas terrestres, con su insistencia con criar a sus dos hijos por fuera del entramado hermético y de control absoluto y sofocante de la monarquía inglesa para que fuesen personas muchísimo más normales que los esperpentos habituales del rubro y finalmente con sus legendarios problemas mentales, vinculados sobre todo a la depresión, la bulimia, la automutilación y los intentos de suicidio por una inestabilidad emocional que algunos biógrafos llegaron a describir como claro indicio de un trastorno límite de la personalidad. Desde la misma década del 80 se comenzó a acumular un volumen gigantesco de especiales televisivos, documentales y películas biográficas que cubrieron distintos aspectos de la vida y el derrotero público de la mujer y que se extienden hasta las recientes Diana (2013), flojo film de Oliver Hirschbiegel con Naomi Watts, y La Corona (The Crown), interesante serie creada en 2016 por Peter Morgan para Netflix que explora el reinado de Isabel II (Claire Foy), ahora con las actrices Elizabeth Debicki y Emma Corrin como la princesa. Spencer (2021), dirigida por el chileno Pablo Larraín y escrita por el inglés Steven Knight, se centra específicamente en la víspera navideña de 1991 cual punto de inflexión tanto en la relación entre Diana (Kristen Stewart) y Carlos (Jack Farthing) como en lo que atañe al cansancio ya terminal de la fémina para con la realeza en general, por ello los preparativos para los festejos en cuestión se transforman en una excusa para retratar el aislamiento compulsivo que sufría dentro del clan monárquico y su propia tendencia a apartarse del generoso circo estatal para preservar a sus hijos, los todavía pequeños Guillermo (Jack Nielen) y Enrique (Freddie Spry). Enfrentada a figuras castradoras como el propio Carlos y ese implacable Alistair Gregory (Timothy Spall), un personaje inspirado en el Maestro de la Casa Real David Walker, quienes la instan a respetar la etiqueta y obligaciones de su cargo y a dividir su personalidad entre la verdadera prosaica y la exhibida al pueblo o dentro de la parentela monárquica, Diana llega a la Mansión Sandringham, una de las tantas sedes vacacionales de la corona a lo casa de campo palaciega, pero no demuestra interés alguno en asistir a las reuniones, eventos y banquetes de los jerarcas del otrora imperio ya que conoce muy bien la relación de Carlos con Bowles (Emma Darwall-Smith) y además prefiere pasar el tiempo con los niños y su única amiga del séquito real, la encargada de vestuario Maggie (Sally Hawkins), una asistente que Carlos rápidamente envía a Londres para recluir aún más a la protagonista, a la que le asignan toda la ropa de manera unilateral y todo su itinerario sin posibilidad de negarse. Manteniendo también algunos intercambios con el perfeccionista y cuasi militarizado chef del lugar, Darren McGrady (Sean Harris), un señor sin embargo menos hipócrita que el resto del plantel de la residencia, la mujer cae a veces en la bulimia, los vómitos, la automutilación, la inseguridad, el repliegue sentimental y algo de fantasía terrorífica y coquetea con el suicidio en una finca cercana y hoy abandonada donde creció. Larraín, un especialista en biopics como lo demuestran las también maravillosas Neruda (2016), sobre el legendario poeta y compatriota Pablo Neruda, y Jackie (2016), su debut en el mercado anglosajón inspirado en aquella Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al cruel asesinato de su marido John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963, aquí no sólo aprovecha al máximo la música entre etérea y ominosa de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead y conocido también por sus colaboraciones con Paul Thomas Anderson, Lynne Ramsay y Jane Campion, y la fotografía de Claire Mathon, combinación de tomas fijas, algo de seudo documentalismo y muchos travellings preciosistas y lumínicos exaltados a lo Emmanuel Lubezki, sino que recupera todas sus marcas autorales de siempre, en sintonía con un relato intrincado, una reconstrucción histórica magnífica, la ausencia de respuestas simples ante dilemas enraizados en la discriminación y el agobio, un registro de corte lírico y visceral, la presencia de esos juegos maquiavélicos del poder, un enfoque iconoclasta en materia de las faenas biográficas mainstream y desde ya una preocupación muy marcada por el desequilibrio mental y sus consecuencias, recordemos en este sentido su ópera prima, Fuga (2006), acerca de un compositor clásico que enloquece, y las dos primeras partes de su trilogía en torno al régimen genocida de Augusto Pinochet, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), sobre psicópatas que simbolizan en sí a la dictadura, lote que a su vez se completa con No (2012), sobre aquel plebiscito nacional de Chile de 1988 que decidió la no continuidad de Pinochet. Como hiciese en ocasión de Neruda y Jackie, aunque también de la olvidable Ema (2019) y la excelente El Club (2015), el chileno, propulsor además de la trayectoria de su paisano Sebastián Lelio vía la producción de Gloria (2013) y Una Mujer Fantástica (2017), se vuelca más a la descripción que a la narración clásica y para ello utiliza latiguillos conceptuales del atractivo guión de Knight, un profesional idóneo aunque con una trayectoria bastante despareja, como un collar de perlas que le regala Carlos símil correa esclavista, una presencia fantasmal permanente de Ana Bolena (Amy Manson) que la protege y acompaña cual mártir monárquica en espejo y la negativa de Diana a que sus vástagos participen en una cacería de faisán bien grotesca y gratuita que duplica en parte a su homóloga de La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939), gran joya de Jean Renoir que también pensaba el sinsentido de este culto a la muerte más necia e innecesaria de animales. El hedonismo desabrido y muy ortodoxo de la realeza británica, sombra de esos regímenes farsescos parlamentarios de Occidente que la van de democráticos y ecuánimes aunque son igual de reaccionarios, represivos y manipuladores que los fascismos de antaño, contrasta en pantalla con el quid de “mujer común y corriente” de una Diana que había nacido en este ambiente aristocrático, hija como era de John Spencer, VIII Conde de Spencer, y Frances Ruth Roche, Vizcondesa Althorp, pero a edad temprana optó por abrirse para luego recaer en la boca del lobo al casarse a pura ingenuidad con Carlos, enlace romántico/ mediático/ institucional que provocó constantes fricciones en el statu quo por el hostigamiento caníbal del periodismo y por la banal aunque bien revolucionaria idea de ella -revolucionaria para el conservadurismo estándar de la monarquía- de mantener una existencia privada normal y no permitir que la pompa estatal la terminase fagocitando como a las momias parasitarias de la realeza y sus interminables ceremonias de autolegitimación estúpida. Stewart viene de componer a dos personajes verídicos en las admirables El Asesinato de la Familia Borden (Lizzie, 2018), película de Craig William Macneill en la que interpretó a Bridget Sullivan, sirvienta de una célebre Lizzie Borden (Chloë Sevigny) que asesinó en 1892 a su padre y su madrastra, y Seberg (2019), opus de Benedict Andrews acerca de la vigilancia y el acoso que sufrió Jean Seberg, icono de la Nouvelle Vague y mítica protagonista de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, cortesía del FBI de J. Edgar Hoover, y en esta oportunidad se luce en su faceta mimética ya que a pesar de que no posee físicamente la presencia apabullante de Lady Di, siendo Kristen bastante más bajita y con un rostro más juvenil perpetuo, de todos modos logra copiar todos los tics, atributos, clichés e inflexiones vocales de Diana, circunstancia que de sopetón pone en primer plano el hecho de que la errática Stewart ofrece desempeños extraordinarios cuando encara personajes muy distintos a ella misma o que la obligan a metamorfosearse en criaturas por demás paradigmáticas, presas de una idiosincrasia muy particular que en este caso indaga con astucia en la noción de la princesa atrapada en su mazmorra de lujos vulgares que la llevan a una fuga hacia su yo del pasado, aquella Spencer del título, junto a sus seres queridos, sus hijos, ahora con el dúo Larraín/ Knight idealizando su infancia cuando se sabe que tampoco fue feliz en esa etapa, marcada por el divorcio de sus padres y por una pésima relación con su madrastra…
Cadáveres de la identidad Desde que se ganase el respeto muy tardío de la prensa e instituciones cinematográficas y estatales españolas a raíz del éxito internacional de Todo sobre mi Madre (1999), obra de maduración por excelencia que cosechó elogios y galardones a lo largo de todo el globo, el manchego Pedro Almodóvar ha entregado tres trilogías conceptuales tácitas que abarcan primero el melodrama rosa extasiado, hablamos de Volver (2006), Hable con Ella (2002) y la citada Todo sobre mi Madre, segundo el cuasi thriller alrededor del binomio temático poder/ obsesión, en este caso nos referimos a La Mala Educación (2004), Los Abrazos Rotos (2009) y La Piel que Habito (2011), ésta sin duda su última gran película, una semi remake de Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960), joya de Georges Franju, y tercero la nostalgia más o menos explícita y enrevesada, un planteo por demás melancólico que incluye a Dolor y Gloria (2019), Julieta (2016) y Los Amantes Pasajeros (2013). Si nos concentramos exclusivamente en esta etapa reciente, léase en sus últimas tres películas hasta la fecha, se percibe una clara merma de calidad que tiene que ver con un cansancio formal innegable luego de una carrera muy extensa en la que en líneas generales siempre dominaron influencias concretas, como por ejemplo sus ídolos de siempre Douglas Sirk, Joseph L. Mankiewicz y Rainer Werner Fassbinder en el campo del drama y John Waters, Blake Edwards y Billy Wilder en su homólogo de la comedia o la farsa a toda pompa, sin embargo en ocasión de su flamante realización, Madres Paralelas (2021), el director y guionista logra de nuevo posicionarse como un creador sorprendente del séptimo arte lejos de la muy olvidable Los Amantes Pasajeros, intento apenas digno de retomar la furia punk contracultural de sus comienzos, la correcta Julieta, otra de sus epopeyas recientes -tan intimistas como retromaníacas- acerca de las idas y vueltas de la vida, la familia y el amor, y las quizás algo mucho autoindulgentes y onanistas existenciales/ artísticas/ intelectuales Dolor y Gloria y La Voz Humana (2020), la primera una reformulación esquemática de ideas autobiográficas que ya estaban presentes en La Mala Educación y La Ley del Deseo (1987) y la segunda un corto simpático protagonizado por Tilda Swinton y basado en un célebre monólogo de 1930 de Jean Cocteau, en términos prácticos el debut de Almodóvar rodando en inglés. Echando mano de un ritmo apaciguado y meticuloso que impulsa una premisa en realidad muy sencilla, la propuesta que nos ocupa retoma uno de los fetiches temáticos principales del cineasta, la frontera en la que los secretos, los miedos silentes y todo ese ventajismo de entrecasa se convierten en vulnerabilidad y/ o sutil arrepentimiento. El realizador, un profesional veterano con todas las letras que no le debe explicaciones a nadie porque todo le costó muchísimo empezando por su ópera prima Pepi, Luci, Bom y Otras Chicas del Montón (1980), utiliza a Madres Paralelas para por un lado sacarse de encima a cierto público naif o francamente tarado que en la riqueza promedio de la obra de Almodóvar sólo encuentra melodramas de celebración femenina o -mucho peor- culebrones preciosistas empardados a la efervescencia hollywoodense o televisiva de antaño, ahora metiéndose explícitamente con el pasado español más siniestro para situarse del lado del movimiento de memoria histórica de izquierda en materia de las consecuencias de la lucha entre el fascismo y los republicanos durante la Guerra Civil (1936-1939), y por el otro lado poner en primer plano la impunidad de los falangistas -y de sus socios y discípulos actuales de derecha- en lo que hace a los crímenes cometidos sobre todo durante el caótico conflicto bélico en cuestión, ya que en comparación las barbaridades de los defensores de la Segunda República (1931-1939) fueron ampliamente castigadas por la Dictadura Franquista (1939-1975) pero las masacres, torturas y diversas violaciones a los derechos humanos del bando sublevado siguen sin condena alguna porque los vencedores se encargaron de que así sea y la lacra civil, militar y monárquica de la transición española hacia la democracia no hizo más que rubricar este estado de cosas. Janis Martínez Moreno (enorme trabajo de Penélope Cruz, la intérprete almodovariana por antonomasia de las últimas décadas, reemplazo de las hoy legendarias Cecilia Roth, Carmen Maura y Victoria Abril) es una fotógrafa de clase alta que trabaja para la revista Mujer Ahora, dirigida por su amiga Elena (la querida Rossy de Palma), y que le pide a un antropólogo forense, Arturo (Israel Elejalde), que tramite ante una fundación privada de Navarra la exhumación de una fosa común con diez cadáveres de republicanos asesinados por los fascistas durante la conflagración, entre los cuales está el bisabuelo de Janis, quien a su vez inicia una relación con el hombre y queda embarazada. En la maternidad la mujer se hace amiga de Ana Manso Ferreras (la muy eficaz y sensata Milena Smit), una adolescente que quedó encinta luego de ser violada por varios jóvenes en una situación de chantaje por un video sexual al paso, y todo deriva en más traumas cuando por un test de ADN Janis, obvia alusión a la cantante estadounidense Janis Joplin, descubre que en el nosocomio intercambiaron ambos bebés y el suyo terminó viviendo con Ana, una mocosa llamada Anita que fallece de muerte súbita y por ello lleva a Martínez Moreno a plantearse el quedarse o no con la nena reluciente que tiene a su cuidado, bautizada Cecilia. Fiel a su estilo, siempre entre el naturalismo interpretativo del elenco, el sustrato kitsch/ pop art del diseño warholiano de decorados en general y un marco algo fabuloso, delirante o exacerbado surrealista y costumbrista en cuanto a los hechos narrados y su coyuntura de base, Almodóvar complica aún más el asunto primero con una relación maternal adicional atribulada, la de Ana con su progenitora Teresa (Aitana Sánchez-Gijón), una ricachona más preocupada por su carrera trasnochada de actriz teatral que por su hija púber en problemas, y segundo a través de la necesidad anímica de Janis de no privar a Ana de su vástago en un cien por ciento, ahora que está más desvalida que nunca por el repentino óbito de Anita, e insólitamente contratarla como niñera de Cecilia y hasta aceptar la tendencia lésbica de la adolescente, iniciando ambas una relación romántica que deriva en crisis y celos de parte de la chica por la reaparición de Arturo, el cual por cierto le había pedido en vano a Janis que se haga un aborto y a posteriori, al ver por fin a la beba, rápidamente deduce que él no es el padre por los rasgos faciales latinoamericanos del purrete. Madres Paralelas indaga con inteligencia en el sustrato político y psicológico de este entramado vincular hilvanando las dimensiones ideológica, familiar, estamental económica, genérica -de género sexual- y melodramática clásica, pensemos en este sentido en las diversas oposiciones que entran en juego porque a una Ana supuestamente apolítica, como su madre, y proclive al discurso de derecha de dejar el pasado en el pasado y mirar sólo al futuro, postura irresponsable a más no poder porque sin conocer el pasado se repiten sus errores de manera burda y sistemática, se contrapone una Janis bien de izquierda que pretende enfrentar las inequidades, desvaríos e injusticias nacionales y reedificar su identidad, tanto individual como social, recuperando el cadáver de su bisabuelo asesinado por los futuros esbirros de la Dictadura Franquista en su pueblo natal, no obstante ambas mujeres coinciden a escala humana precisamente por una condición femenina que las hace en simultáneo víctimas y victimarias y las empareja en las alegrías y tristezas de una maternidad que apabulla sin cesar en la cotidianeidad más prosaica. Lejos del feminismo de heroínas baratas contemporáneas o autovictimizadas que se parecen a la peor faceta del ecosistema varonil en violencia, soberbia o quizás estupidez, el director, como tantos otros artistas homosexuales del ambiente europeo o global, no se identifica nunca del todo con las hembras y en esencia las usa en pantalla como alter egos, sobre todo a una Janis masculinizada, porque a nivel comunal mundial está mejor visto el despliegue femenino de sentimientos -vía el cliché de la histeria- que su equivalente viril. Más allá de los dípticos conceptuales que una y otra vez trae a colación el relato en función de su desarrollo pendular, en sintonía con la mentira y la verdad, el rechazo y el amor, el pasado y el presente, el egoísmo y la solidaridad, el fallecimiento y la vida, el olvido y la memoria y finalmente la adultez y la niñez, Almodóvar sabe muy bien que si pusiera a gays como protagonistas se enajenaría a buena parte del público, bajo el esquema de la minoría que cae bajo el peso de la mayoría heterosexual ortodoxa, y por ello vuelve a analizar -y se conforma con- el comportamiento de burguesas de muy buen pasar económico, léase los personajes de Cruz y Smit pero también las figuras maternales de ambas, respectivamente las criaturas de las asimismo perfectas De Palma y Sánchez-Gijón, con el claro objetivo de denunciar la hipocresía de determinadas mujeres como nuestra Janis, quien pasa de ensalzar su orgullo por la retahíla de madres solteras de su parentela a sentirse traicionada -a pura paradoja discursiva- cuando el macho, Arturo, no muestra mayor interés en un vástago que ella decidió tener de manera unilateral, a lo que se suma un emparejamiento simbólico en vileza individualista con la fauna masculina en materia de retener todo lo posible al trofeo de turno, Cecilia, a expensas de su verdadera madre, Ana, esta última una nena pudiente en plan autodestructivo y un semi estorbo tácito tanto para su progenitora como para su padre (Pedro Casablanc), quien la retuvo en custodia sin demasiados reparos por parte de una Teresa obsesionada con su vocación actoral. Si bien el film cae en el lugar común del cine testimonial español de adoptar el punto de vista de los republicanos contra los falangistas, bajo la sombra del régimen absolutista posterior de Francisco Franco, y hasta hubiese sido mucho más interesante indagar en los múltiples efectos de la represión de la dictadura, otro caso flagrante de olvido institucional e impunidad pactada desde el statu quo por una clase burocrática y una milicia cobarde especializada en asesinar a paisanos aunque incapaz de cualquier victoria contra un ejército profesional de una potencia exterior, muy en línea con la Dictadura de los Coroneles en Grecia, los Jemeres Rojos en Camboya y el Proceso de Reorganización Nacional en Argentina, Madres Paralelas tutela muy bien esa irrealidad paradigmática almodovariana ejemplificada en el lesbianismo improvisado, la facilidad con la que se llega a la fosa del dolor social negado o la misma reconciliación de Janis y Ana luego de que la segunda escuchase la verdad sobre Cecilia, beba que es la síntesis lírica de esos atropellos de antaño que mutan en un acuerdo de paz aunque sin callarse ni enterrar en el olvido lo considerado molesto porque señala las contradicciones lacerantes de siempre…
Decapitando gallinas con los dientes Callejón de la Pesadilla (Nightmare Alley, 1946), legendaria novela de ficción de William Lindsay Gresham que sin lugar a dudas constituye el trabajo literario por antonomasia acerca de las ferias ambulantes de Estados Unidos y el espantoso “geek show” o número del salvaje, la costumbre de los capitalistas del carnaval de esclavizar a un borracho o a un drogadicto para que le arranque la cabeza con los dientes a una gallina o a una serpiente con el objetivo de luego beber su sangre ante un público tan espantado como fascinado, forma parte de una suerte de trilogía de Gresham alrededor de los secretos del music hall y el burlesque de acento popular francamente menesteroso y del costado menos amable o brillante de la fauna de los artistas circenses, el vodevil, el espiritismo y las atracciones y los diversos comerciantes colaterales relacionados con los parques temáticos, hablamos de Monstruo a Mitad de Camino: Una Mirada Desinhibida al Resplandeciente Mundo de los Carnavales (Monster Midway: An Uninhibited Look at the Glittering World of the Carny, 1954), libro de no ficción sobre la misma temática también inspirado en las conversaciones del autor con un tal Joseph Daniel “Doc” Halliday, un ex empleado de las ferias aludidas, durante el período histórico en el que ambos combatieron en la Guerra Civil Española dentro de las Brigadas Internacionales del bando republicano, y Houdini: El Hombre que Atravesó los Muros (Houdini: The Man Who Walked Through Walls, 1959), biografía sobre el mago más famoso del planeta que revela y analiza muchos de sus trucos e indaga en la otra pata de estos espectáculos nómadas que tanto obsesionaron a Gresham, léase el gremio de esos ilusionistas y adivinadores que específicamente en el enclave norteamericano casi siempre se entrelazan con el sustrato religioso porque el fundamentalismo protestante del país no suele dejar pasar referencia alguna al ecosistema espiritual o esotérico sin algún sermón piadoso, puritano o autolegitimante de por medio. El escritor, quien tuvo una vida muy colorida entre su alcoholismo e infidelidad crónica para con su tercera esposa, Joy Davidman, célebre poeta que terminaría casada con el asimismo famoso C.S. Lewis, gozó de una etapa de bonanza económica cuando le vendió por 60 mil dólares los derechos de filmación de Callejón de la Pesadilla a Darryl F. Zanuck de la 20th Century Fox como un vehículo para el actor Tyrone Power, una estrella muy taquillera de entonces que deseaba escapar del cliché al que estaba condenado, eso de las odiseas románticas o de aventuras, sin embargo el siempre torturado e inestable Gresham terminaría tirando la toalla en 1962 cuando se suicida a los 53 años a través de una sobredosis de somníferos por un diagnóstico doble de ceguera y cáncer de lengua, episodio que tácitamente lo igualó a ese adalid de los laberintos existenciales, el ventajismo y las muchas ironías del destino de su propia novela. La adaptación protagonizada por Power, Callejón de la Pesadilla (Nightmare Alley, 1947), con dirección de Edmund Goulding y un guión de Jules Furthman, con el transcurso del tiempo se convertiría en uno de los clásicos absolutos del film noir y sinceramente en una de las películas más extrañas que haya salido de la factoría del Hollywood Clásico debido al hecho de que la propuesta era inusitadamente sórdida -y cercana al terror estrambótico- para el nivel recatado de su época y exploraba en simultáneo la codicia capitalista, motivo recurrente en la literatura y el cine del acervo yanqui por ser la cuna de la versión moderna del parasitismo y la explotación, y la degradación moral ya no sólo bajo criterios bobos del vulgo sino también concebida dentro de los confines de la misma idiosincrasia caníbal del sujeto de turno, Stanton “Stan” Carlisle (Power), un trepador que por miedo a caer en la pobreza y el esclavismo a los que están sometidos los marginados en general y los geeks en particular, como decíamos antes unos desesperados del Siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX que por unos tragos o algo de opio eran capaces de matar a un animal vivo con su boca delante de una colección de morbosos, emprende un camino de una enorme ambición y continuas metamorfosis profesionales e identitarias que lo llevan, precisamente, a caer en aquello que desde el principio pretendía evitar y que demonizaba como un típico ejemplo del declive humano en tiempos agitados que se movían entre los coletazos de la Gran Depresión y el comienzo de la crisis geopolítica de la Segunda Guerra Mundial, al punto de que la expresión “geek show” se continúa utilizando hasta el día de hoy para designar a un acto horroroso pero aceptado por las mayorías o una experiencia muy humillante frente a espectadores de lo más sádicos y perversos. El Callejón de las Almas Perdidas (Nightmare Alley, 2021), maravilla de Guillermo del Toro, funciona a la par como una nueva versión de la novela de Gresham, más visceral que el libro original y más pegada al imaginario del policial negro de cadencia cuasi operística a lo cuento ético, y como una remake del opus de Goulding, ahora recuperando el desenlace nihilista de la novela y dejando de lado aquel remate ambiguo aunque más esperanzador del film de 1947, amén de que la obra también puede leerse como el tercer y último eslabón de una trilogía de epopeyas góticas de época de Del Toro, esa que se completa con La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015), en parte inspirada en Los Inocentes (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, y La Casa Embrujada (The Haunting, 1963), de Robert Wise, y con La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017), ésta basada en El Monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), de Jack Arnold, y El Hombre Anfibio (Chelovek-Amfibiya, 1962), joya de la Unión Soviética que fue dirigida por los queridos Vladimir Chebotaryov y Gennadiy Kazanskiy. En esta oportunidad Carlisle (Bradley Cooper) no es un muchacho en pleno proceso de crecimiento sino un hombre de mediana edad que asesina fríamente a su padre alcohólico y abusador dejando la ventana abierta de su cuarto y destapándolo en pleno invierno, luego rápidamente quema el cadáver y la residencia familiar y se suma a una feria encabezada por Clement “Clem” Hoately (Willem Dafoe), adepto a cultivar geeks porque es uno de los espectáculos más populares del carnaval. Stanton pasa de ayudante/ desmontador de carpas a asistir a una pareja de ilusionistas compuesta por la mentalista Zeena Krumbein (Toni Collette) y su esposo borracho Pete (David Strathairn), con quien desarrolló un complejo código vocal que guarda en un anotador y sirve para un número de adivinación de objetos, apariencia y hasta mensajes ocultos de los asistentes mediante palabras y su acentuación, pequeño tesoro del show business que termina en manos de Stan después de transformarse en amante de Zeena y de matar a su marido sin proponérselo al confundir una botella de metanol con una de whisky. A posteriori de esquivar el carácter sobreprotector del forzudo del lugar, Bruno (Ron Perlman), y un enano polirubro (Mark Povinelli) para con una chica que se dedica a un espectáculo con electricidad en paños menores, Molly Cahill (esa genial Rooney Mara), Carlisle se marcha con la muchacha y le lleva dos largos años montar un show para la elite plutocrática de Chicago basado en las supuestas habilidades psíquicas del hombre y la asistencia de la mujer, quien le pasa los datos a través del lenguaje subrepticio ante la vista y los oídos de un público ignorante. Justo cuando pretende escalar al rubro de los nigromantes, los médiums y los cuasi pastores de la alta burguesía, el protagonista se topa con Lilith Ritter (Cate Blanchett), psicóloga brutal y corrupta del segmento ricachón con la que inicia un affaire y con la que estafa primero al Juez Kimball (Peter MacNeill) y su esposa (Mary Steenburgen), los cuales perdieron a su vástago, y después al magnate de temer Ezra Grindle (Richard Jenkins), obsesionado con volver a ver a una antigua amante, Dory, a la que llevó al óbito al forzarla a hacerse un aborto contra su voluntad. Todo sale mal porque si bien consigue sacarle buen dinero a Grindle en varias sesiones espiritistas, cuando llega el momento de que Molly personifique a Dory el engaño queda revelado y el millonario se convierte en un payaso violento que reparte golpes, por ello Stanton lo mata a piñas y hasta atropella con su coche al guardaespaldas, Anderson (Holt McCallany), luego de lo cual es abandonado por Cahill y muta en un vagabundo y alcohólico buscado por la policía porque incluso Ritter lo traiciona quedándose con todo el “vil metal” de sus farsas como psíquico a partir de datos brindados por la bella psicóloga, quien gusta de grabar las conversaciones con sus pacientes a pura hipocresía que se burla de la dignidad confesional. Del Toro deja de lado la pusilanimidad de todo el mainstream y el indie contemporáneos y por ello en El Callejón de las Almas Perdidas exacerba el trasfondo truculento de la novela y la película previas haciendo que nuestro Carlisle sienta culpa no sólo por el fallecimiento accidental de Pete sino también por el asesinato de su progenitor, dos episodios que relata a la futura extorsionadora Lilith con vistas a desahogarse sin tomar conciencia de que la femme fatale es mucho más venenosa y maquiavélica que él mismo, planteo disruptivo con respecto al pasado que también abarca el intercambio explícito de información entre ambos personajes, ella revelando cosillas de sus pacientes y él satisfaciendo su curiosidad en torno a los secretos sucios del varón, y la impronta gore del desafortunado incidente con Ezra, antes apenas un desenmascaramiento y hoy por hoy un doble homicidio y hasta una oreja destruida porque la psicóloga le dispara un tiro a su amante para convencerlo de huir y no regresar jamás ya que descubre que es un criminal hambriento de dinero y un hombre bien mediocre que no sabe retirarse cuando está ganando, clásica conducta del soberbio que queda atrapado en su narcisismo, avidez y compulsiones. El director y guionista mexicano lentifica la narración y extiende el metraje para desarrollar mejor a los personajes desde un humanismo tan lúgubre y doloroso como sensato y desde una entonación impiadosa que pone en entredicho el arte de escalar posiciones sociales porque así como el hombre se sirve de Cahill y el matrimonio Krumbein para trepar Ritter hace lo propio con él, siempre amparada en la impunidad y los datos valiosos del saber institucionalizado, al punto de dejarlo en ridículo ya que desde el vamos le advirtió que Grindle era imprevisible y que abusar de su paciencia y su credulidad podía resultar peligroso, de allí que desaparezca el paralelismo conceptual de antaño entre las dos parejas principales, la de Zeena y Pete y aquella de Stan y Molly, la segunda repitiendo la senda de la degradación de la primera, y el enfoque retórico se concentre, en cambio, en el personaje del magnífico Cooper, figura dominante en un elenco extraordinario en el que todos brillan por igual y están perfectos en sus respectivos roles. Menos ampulosa a escala de la fotografía, la música y el diseño de producción que sus dos trabajos góticos anteriores, sobre todo debido a la impronta de film noir fatalista y quirúrgico, la realización de Del Toro explora la facilidad con la que la manipulación comunal se da vuelta y el embaucador es embaucado y debe autocondenarse para sobrevivir a decapitar muchas gallinas con los dientes porque ese es el único empleo que la antropofagia capitalista tiene para ofrecerle cuando los días de gloria desaparecieron, los magos y videntes están en retroceso y la morbosidad parece ser el único interés de un público condicionado por el mercado a comportarse como moscas y fetichizar la mierda…
El eterno histeriqueo del amor A esta altura de su prologando y fascinante derrotero profesional Paul Thomas Anderson termina de ratificar que lo suyo es el drama hecho y derecho y que el maravilloso toque cómico de antaño en gran medida desapareció o se terminó licuando en un sarcasmo sutil, en este sentido basta con pensar por un lado en lo ocurrido con sus propuestas recientes, la fallida y pretendidamente graciosa Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), adaptación de la novela homónima del 2009 de Thomas Pynchon que sólo apelaba a los fanáticos del libro por su excesiva fidelidad y redundancia discursiva, y El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017), gran joya dramática sobre un modisto británico, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), y su ambivalente relación con una joven llamada Alma (Vicky Krieps), y por el otro lado en el pasado ya progresivamente más lejano, así es cómo al puñado de dramas memorables de turno, léase Vivir del Azar (Hard Eight, 1996), Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), se oponen una propuesta mixta muy exitosa, Juegos de Placer (Boogie Nights, 1997), otra menos interesante aunque con ingredientes más que atendibles, Magnolia (1999), y una rareza absoluta y cuasi surrealista, Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love, 2002), una de las pocas actuaciones brillantes de Adam Sandler junto con Diamantes en Bruto (Uncut Gems, 2019), de los hermanos Benny y Josh Safdie, y Espanglish (Spanglish, 2004), de James L. Brooks. Para su nueva y esplendorosa película, Licorice Pizza (2021), se nota mucho que Anderson se propuso a sí mismo lograr una especie de “solución negociada” entre sus dos registros narrativos predilectos para volcarlos hacia lo que podemos definir como su realización más simple y austera a la fecha, suerte de historia de aprendizaje/ bildungsroman/ coming of age que apela tanto al humor freak estándar del cineasta, casi siempre jugando con los insultos y el carácter imprevisible, ensoñado o neurótico de las criaturas en pantalla y sus diversas compulsiones, como a la angustia apenas disimulada de esos mismos protagonistas que suelen moverse entre una falsa seguridad/ autoconfianza y una indecisión evidente que a su vez pasa a magnificarse debido a una coyuntura difícil que tiende a fagocitados, hablamos de una sociedad ruin y caníbal que impone su mundanidad y colección de reglas como si fueran un mandato sacro incuestionable del que en ocasiones se puede sacar un provecho, muy transitorio por cierto. Licorice Pizza, título que hace referencia a una cadena extinta de disquerías fundadas en 1969 por James Greenwood que terminarían siendo absorbidas en 1986 por la competidora Sam Goody, signo del paso de la artesanía al emporio posmoderno, trabaja sobre terreno harto conocido porque es una relectura espiritual de Embriagado de Amor, bastante a la distancia y retomando el sustrato bizarro del corazón, aunque en esta oportunidad orientada al segmento púber y recuperando elementos específicos de los distintos ídolos del director y guionista norteamericano, como por ejemplo cierto cinismo de impronta nostálgica y retro experimental a lo Robert Altman y Peter Bogdanovich, la aspereza o desnudez emocional de los adalides apasionados del vulgo de los films de Jonathan Demme y Mike Leigh y sobre todo aquel humanismo elegante, poético y a veces hasta enrevesado y laberíntico del cine de Max Ophüls y Jean Renoir. Como suele ocurrir en las producciones del amigo Paul Thomas, la historia como tal no existe porque lo que tenemos ante nosotros es una continua descripción de personajes basada en viñetas relativamente independientes las unas de las otras, todas girando en torno a la relación y el eterno histeriqueo entre Alana Kane (Alana Haim, guitarrista y vocalista de Haim, trío de pop y soft rock que encabeza junto a sus hermanas Este y Danielle), una asistenta de 25 años de un fotógrafo, y Gary Valentine (el debutante Cooper Hoffman, hijo de nada menos que Philip Seymour Hoffman, actor fetiche de Anderson que falleció accidentalmente en 2014 por un cóctel de drogas a posteriori de años de lucha contra el alcoholismo y la dependencia para con la heroína y la cocaína), un muchacho de 15 años que trabaja como actor adolescente y rebosa ambición empresaria polirubro. El eje del vínculo es sencillo y tan antiguo como la humanidad, él quiere avanzar y ella lo frena porque lo considera un niñato aunque admira su efusividad y encanto, por ello comparten una cena, un viaje a Nueva York para presentarse en un show de variedades de Lucy Doolittle (Christine Ebersole hace las veces de álter ego de Lucille Ball, estrella de la mítica sitcom Yo Amo a Lucy/ I Love Lucy) y un insólito negocio de venta de camas de agua, esas que fueron furor en los 70 en yanquilandia. Valentine la cela con alguna que otra chica efímera y ella hace lo mismo con un par de actores, el joven Lance (Skyler Gisondo) y otro mucho más experimentado inspirado en William Holden, Jack Holden (Sean Penn). La acción, enmarcada en fuertes alardes de un costumbrismo histórico empardado con el acervo indie de las décadas del 80 y 90, transcurre en 1973 y el contexto en general le deja todo servido a Anderson para ironizar sobre los viejos estereotipos del judaísmo, mediante la colorida familia de Alana, y acerca de los asiáticos, sobre todo a través de las imitaciones hilarantemente racistas de Jerry Frick (John Michael Higgins), un payaso que abre un restaurant de comida japonesa en Los Ángeles y cambia de esposa nipona de un momento al otro, amén del hecho de que denuncia la brutalidad policial, utilizando de excusa un delirante arresto de Valentine por asesinato, y homenajea al hedonismo del Hollywood del pasado mediante el personaje del genial Penn, quien durante una velada con Kane se topa con un amigo director, Rex Blau (el legendario Tom Waits), y todo deriva en un stunt con salto de motocicleta en medio de un campo de golf y de una borrachera que desdibuja el papel seductor de la chica, la cual asimismo finiquita la relación con Lance debido a que se define como ateo durante una reunión familiar de mote muy hebreo ortodoxo. No todas son rosas para el mainstream cultural y el que se lleva la peor parte es Jon Peters (muy buen trabajo de Bradley Cooper), uno de los productores más lunáticos y grotescos del ámbito hollywoodense que había empezado como extra y peluquero en California y por aquellos años estaba en pareja con Barbra Streisand, produciéndole el disco ButterFly (1974) y la película Nace una Estrella (A Star Is Born, 1976), de Frank Pierson, señor que aparece en Licorice Pizza amenazando de muerte a Gary y a su parentela por llegar tarde a entregar una cama de agua y así ganándose que el adolescente le rompa el parabrisas de su lujoso descapotable con una llave inglesa. El realizador incluye la Crisis del Petróleo de 1973, un embargo de crudo de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo contra Estados Unidos, Europa e Israel por haber formado parte de la coalición occidental en la Guerra de Yom Kipur de ese mismo año, ahora como motivo de la ruina del negocio de las camas de agua porque éstas están fabricadas con policloruro de vinilo, un subproducto del petróleo, y también algo de paranoia nihilista símil Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, vía la figura amenazante de un tal Matthew (Joseph Cross) que termina siendo la pareja gay del candidato a alcalde Joel Wachs (Benny Safdie), un político para el que Alana colabora. La chispa inclaudicable de la película, razón máxima de su atractivo artístico a pesar de la sencillez de su premisa “chico conoce chica”, reside en tres pivotes fundamentales, primero la hermosa fotografía de Anderson junto a Michael Bauman, este último aquí oficialmente debutando en el rubro luego de años y años como capataz de los técnicos de iluminación, segundo el excelente desempeño de Haim y Hoffman, ambos con familia en el mundo del espectáculo y constituyendo una sorpresa total porque más allá del background del caso su naturalidad concreta es sublime y el physique du rôle -entre la narigona de Alana y la cara de memo de Cooper- los acerca a un trasfondo identitario prosaico ya que la apariencia de ambos es muy antimodelito perfecto hollywoodense promedio, y tercero el peculiar guión del director y su objetivo manifiesto de situar en primer plano cuán insoportables pueden llegar a ser los hombres y las mujeres en rituales de apareo interminables en los que los dos extremos desean imponerse sobre el otro de manera maniática demostrando una mayor sabiduría, experiencia, integridad, capacidad de improvisación y/ o sex appeal, recordemos que ella celebra el carisma esperpéntico de Gary pero le cuesta mucho tomárselo en serio como posible pareja porque el muchacho aún está construyéndose a sí mismo -como Kane, aunque no lo reconozca- y pasando de frustración en frustración ya que salta de la profesión actoral al negocio de las camas de agua y de éste a su homólogo de los pinballs, planteo que por supuesto funciona en simultáneo como otro guiño melancólico a un tiempo de arcades comunales, aún lejos de nuestra triste virtualidad del nuevo milenio, y como una metáfora del reconocimiento implícito de Valentine de su inmadurez en consonancia con el hecho de recuperar el juego pueril, horizonte de los flippers, en detrimento de esa sexualidad tontuela de la pubertad representada en las ridículas camas de agua, escapismo erótico burgués de carácter farsesco de unos 70 que veían nacer el neoliberalismo hambreador contemporáneo. La música incidental de Jonny Greenwood vuelve a ser magistral y el soundtrack incluye clásicos de David Bowie, Wings, The Doors y Sonny & Cher, entre otros, no obstante hoy por hoy son detalles ilustrativos porque el quid del film pasa por los sublimes travellings con steadicam de Anderson y la noción de que el amor puede implicar un proceso tortuoso de convivencia y adaptación aunque muchas veces paga con creces el esfuerzo invertido…
La vida del cine Durante el nuevo milenio Woody Allen dejó de lado toda pretensión de verdadera novedad y se dedicó a una suerte de ceremonias cinematográficas autoindulgentes de resistencia en medio del generoso vacío ya no sólo de lo que el séptimo arte contemporáneo tiene para ofrecer sino de la cultura global en general, esa que muy de vez en cuando nos entrega una obra mínimamente valiosa y que nos satura con basura que viene desde todas las vertientes del espectro industrial, desde el mainstream inflado de siempre hasta un indie cada día más castrado que pareciera que lo único que desea es, precisamente, trepar cuanto antes al nivel del mainstream para también someterse a la lógica de la uniformidad y la repetición ad infinitum de las mismas fórmulas reincidentes. Al ver una película como El Festival de Rifkin (Rifkin’s Festival, 2020) uno comprende que Allen extraña tanto la heterogeneidad y la riqueza de antaño como los grandes autores individuales europeos de mediados del Siglo XX, esos que hicieron madurar al cine llevándolo a la comarca de los adultos pensantes y suprimiendo tácitamente los “finales felices” del Hollywood Clásico, uno que provocó que generaciones y generaciones de norteamericanos viviesen engañados y creyeran que la vida real es de hecho como en las películas más acartonadas, estúpidas y maniqueas del acervo estándar de los grandes estudios yanquis. Aquí el querido director y guionista recupera sus latiguillos y obsesiones con el objetivo de por un lado pegarle a rasgos atemporales del entramado productivo y de las muchas vidas vinculadas al cine, como el narcisismo y la banalidad de ciertas estrellas, directores y hasta periodistas, y por el otro lado ridiculizar la enorme hipocresía de hoy en día en materia de realizadores de cuarta que la van de genios y en realidad constituyen otra estafa conservadora más entre tantas de la actualidad, amén de unos festivales de cine que dicen seguir defendiendo el arte por sobre el negocio cuando en la praxis ocurre lo contrario ya que la taquilla y la vanidad tragicómica instauran las reglas. La trama sigue los patrones retóricos predilectos de Woody y nos presenta el devenir de un profesor de cine veterano y escritor frustrado llamado Mort Rifkin (Wallace Shawn), señor que siempre quiso publicar una novela eterna a lo Fiódor Dostoyevski y que le relata a su ignoto analista (Michael Garvey) su reciente viaje al Festival Internacional de Cine de San Sebastián con vistas a acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa unos años menor que representa a varios artistas pero parece dedicar todo su tiempo a un director de cine de pacotilla, el francés Philippe (Louis Garrel), el cual estrena en el festival su nueva y muy alabada película, La Guerra es el Infierno, y viene de un escándalo público porque embarazó a la esposa de un importante ministro galo. Pronto se hace evidente que Sue está enamorada de Philippe y ello le coloca otro clavo al ataúd del matrimonio, una pareja que está en crisis desde hace tiempo al punto de que Mort también pretende buscar el amor por otras regiones y mientras su esposa comparte el festival con su cliente, Rifkin empieza a salir con una hermosa médica española a la que conoce cuando la visita por un dolor en el pecho que resulta inofensivo, Joanna “Jo” Rojas (Elena Anaya), fémina a su vez casada con un pintor bohemio que la engaña, Paco (Sergi López), con el que mantiene una relación conyugal abierta que en la praxis derivó en la frustración de ella y en la felicidad egoísta de él. Apodado “El Grinch” por Philippe en referencia al célebre personaje creado por Theodor Seuss Geisel alias Dr. Seuss, Mort defiende a los maestros europeos de antaño mientras el francés prefiere el Hollywood muchísimo más light de La Adorable Revoltosa (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks, Qué Bello es Vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, y Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959), de Billy Wilder, planteo que conduce a su eventual separación de Sue y la imposibilidad de formar un nuevo vínculo con Joanna debido a que la susodicha continúa prendida del triste vividor de Paco. El Festival de Rifkin es uno de los films más redondos, coherentes, entretenidos y cinéfilos que haya entregado Allen en mucho tiempo, en términos concretos hoy retomando aquel paradisíaco contexto español de Vicky Cristina Barcelona (2008), los dardos sarcásticos al culto a la celebridad y al ecosistema de los artistas de Broadway Danny Rose (1984) y Celebrity (1998) y desde ya las ironías acerca de los festivales de cine, su fauna variopinta y especialmente los realizadores de Recuerdos (Stardust Memories, 1980) y La Mirada de los Otros (Hollywood Ending, 2002), esta última permitiendo un punto de comparación porque a principios del Siglo XXI Woody todavía creía en una partición tajante y atemporal entre directores europeos y sus homólogos estadounidenses en materia del sustrato más adulto y pesimista de los primeros en contraposición con la idiosincrasia aniñada y baladí de los segundos, recordemos para el caso que el cineasta que se quedaba ciego en aquella, Val Waxman (el propio Allen), terminaba creando una película que resultaba un fracaso en Estados Unidos y un hit en Francia, no obstante en El Festival de Rifkin el nihilismo cuenta con un alcance universal y ya no se salvan de la mediocridad ni siquiera los europeos, cuya risible idiotez se confunde con la de los paisanos del protagonista. Una vez más tomando como molde principal a la comedia dramática de enredos acerca de la crisis de la vejez, las frustraciones superpuestas del corazón, los desvaríos creativos, la antítesis entre arte y lucro capitalista y un desencanto cada vez mayor para con el espantoso mundo en el que vivimos, el neoyorquino aquí se sirve del genial y poco apreciado en su justa medida Wallace Shawn para edificar otro de sus álter egos hipocondríacos, ultra cultos, verborrágicos e histéricos como ya hiciese en el pasado con Jesse Eisenberg, Larry David, Jason Biggs y Kenneth Branagh, entre muchos otros que aceptaron la siempre difícil responsabilidad de sustituir al artífice máximo en un papel decididamente concebido a su imagen e hilarante semejanza. Aprovechando la nacionalidad del Philippe de Louis Garrel, él asimismo director e hijo del afamado Philippe Garrel, el norteamericano le dedica loas a la Nouvelle Vague que se suman a su cariño infinito hacia Ingmar Bergman y Federico Fellini y a graciosas parodias/ homenajes directos a películas como El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, El Ángel Exterminador (1962), de Luis Buñuel, Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut, Un Hombre y una Mujer (Un Homme et une Femme, 1966), de Claude Lelouch, 8½ (1963), del gran Fellini, y finalmente una trilogía antojadiza de obras maestras de Bergman, El Séptimo Sello (Det Sjunde Inseglet, 1957), Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) y Persona (1966), todo a través de secuencias en blanco y negro que toman la forma de sueños, fantasías o hasta simples ideas del personaje de Shawn, como decíamos antes un intérprete estupendo que es ayudado por la semi frialdad de Gina Gershon y Garrel y por la sensibilidad extasiada de los maravillosos Sergi López y Elena Anaya, ésta recordada por Frágiles (2005), de Jaume Balagueró, Cuenta Atrás (À Bout Portant, 2010), de Fred Cavayé, y La Piel que Habito (2011), de Pedro Almodóvar. Apoyada además en la belleza de San Sebastián y la Bahía de La Concha y en el sublime desempeño de Stephane Wrembel en la música incidental y los arreglos de composiciones ajenas y el mítico Vittorio Storaro en lo que hace a la fotografía, toda una leyenda y quizás el mejor profesional de la historia del cine en lo que al rubro se refiere, El Festival de Rifkin es en simultáneo una carta de amor a un tiempo desaparecido, el de los grandes cineastas con pretensiones vanguardistas y/ o disruptivas, y un estudio humanista pero no menos meticuloso sobre la oquedad de un presente cultural/ artístico/ simbólico que achata aquella experiencia enriquecedora de antaño para transformarla en un envase superficial y ya carente de garra y peso discursivo propio por fuera de la mera cita…
Perdiéndose el principio, perdiéndose el final Scream (2022), quinta parte de la franquicia comenzada por Scream (1996) y continuada por Scream 2 (1997), Scream 3 (2000) y Scream 4 (2011), todas dirigidas por el querido Wes Craven y escritas por Kevin Williamson salvo en el caso de la tercera, craneada en gran parte por Ehren Kruger porque Williamson estaba preparando su único intento como director, la algo mucho fallida Enseñando a la Sra. Tingle (Teaching Mrs. Tingle, 1999), lamentablemente es una secuela tardía, redundante y bastante hueca que no consigue ser salvada ni por el cambio de manos en cuanto a las compañías responsables de la faena, de la Dimension Films de antaño a la presente Spyglass Media Group, ni por la impronta de trabajo colectivo de los creadores, pensemos que este cuarto corolario fue dirigido por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, una dupla que forma parte de Radio Silence junto con el productor Chad Villella, grupo en el que también colaboró Justin Martínez y que viene de otra sociedad previa, bautizada Chad, Matt & Rob y fundada por Villella, Bettinelli-Olpin y Rob Polonsky, en este último caso con la intervención posterior adicional de Martínez y Gillett. La película no sólo resulta más y más de lo mismo y deja entrever el cansancio del formato del metaterror y el metagénero a rasgos macros, algo ya deducido por la catarata de autorreferencialidad palurda y terca del Hollywood de las últimas décadas, sino que pone en evidencia cuánto se extraña a un artesano verdadero como Craven, en simultáneo un experto en el rubro en cuestión, léase los sustos y los gritos, y un cineasta iconoclasta con algo para decir, al contrario de lo que sucede con la mediocridad de unos Bettinelli-Olpin y Gillett que acumulan en su haber una deslucida participación en la despareja Las Crónicas del Miedo (V/H/S, 2012), antología encarada junto a David Bruckner, Glenn McQuaid, Joe Swanberg, Ti West y Adam Wingard, esa paupérrima ópera prima en el largometraje, el mega bodrio Heredero del Diablo (Devil’s Due, 2014), fotocopia berreta y muy torpe de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y la bastante estúpida Boda Sangrienta (Ready or Not, 2019), variación de aquella cacería humana de El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), joya de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack. Para comprender los problemas de este último eslabón de Gillett y Bettinelli-Olpin, quienes por cierto lo único realmente bueno que hicieron fue intervenir en la sorprendente y muy poco vista Southbound (2015), opus colectivo de Radio Silence junto a Bruckner, Roxanne Benjamin y Patrick Horvath que quebró con una mínima dosis de desparpajo creativo el ambiente ultra conservador del terror y el cine contemporáneos, debemos recordar cómo llegamos a este punto: el glorioso film original de 1996 significó el nacimiento simbólico de esta obsesión hollywoodense con la nostalgia de nunca acabar como una suerte de fórmula comercial ultra reaccionaria y temerosa de toda novedad real que descoloque al público y/ o lo saque de su aburrida zona de confort, amén de funcionar como una parodia hecha y derecha del slasher en una época en la que éste estaba condenado a lanzamientos “directo a video” y nuevas entregas de franquicias ya largamente probadas en taquilla, su primera secuela de 1997 reflexionó, precisamente, acerca de las continuaciones maniáticas y la tendencia del mainstream a maximizar los ingredientes primigenios, la película del 2000, hasta la aparición de esta nueva Scream la más floja de la saga y hoy suplantada en el podio de la peor, satirizó el ecosistema hollywoodense, la memoria popular petrificada y la dinámica estándar de las trilogías como movimientos lelos en un mismo arco narrativo, y finalmente Scream 4, sin lugar a dudas aún la mejor de todas las secuelas, le pegaba duro a la gran industria yanqui de las remakes, las redes sociales omnipresentes, la estupidez de los púberes de las distintas generaciones digitales y especialmente a la sed loca de fama a cualquier precio, ya no sólo exponiendo la propia vida sino destruyendo sistemáticamente la del entorno inmediato y más allá, especie de reformulación/ aggiornamiento de las burlas de siempre de la franquicia para con los medios de comunicación carroñeros representados en el personaje de la pragmática, sagaz y muy adaptable Gale Weathers (Courteney Cox), la presentadora de noticias televisivas que siempre acompaña a su pareja, el policía Dewey Riley (David Arquette), y a la protagonista, Sidney Prescott (Neve Campbell), en la eterna batalla contra los lunáticos que adoptan la máscara de Ghostface para retomar la masacre. Resulta más que sintomático que el guión de James Vanderbilt y Guy Busick, el primero responsable de obras tan heterogéneas como Básico y Letal (Basic, 2003), opus de John McTiernan, Zodíaco (Zodiac, 2007), de David Fincher, El Sorprendente Hombre Araña (The Amazing Spider-Man, 2012), de Marc Webb, y Sólo la Verdad (Truth, 2015), dirigida por el mismo Vanderbilt, sea apenas un eco pálido del astuto trabajo previo de Williamson y se acople a la falta de paciencia del cine actual y revele desde el vamos, en el primer acto, que las dos nuevas protagonistas, las hermanas Sam (Melissa Barrera) y Tara Carpenter (Jenna Ortega), se vinculan de modo estrecho a Prescott porque la primera es hija ilegítima del asesino en serie excluyente de la película original, Billy Loomis (Skeet Ulrich, elegido por Craven principalmente por su look similar al Johnny Depp del debut de 1984 de ese Freddy Krueger de Robert Englund), ex novio de Sidney y efectivamente quien la desvirgó en su lejana adolescencia. La nueva andanada de muertes, que desde ya tiene por núcleo al círculo de amigos y familiares de las hermanas y trae como corolario directo el regreso a las andadas del elenco promedio estable, léase Campbell, Arquette y una Cox que continúa con su boca maximizada después de una cirugía estética ya muy visible en Scream 4, conecta al pasado con el presente mediante el insistente melodrama púber de la saga -todos parientes o víctimas de todos- y a través de una sensiblería hollywoodense que ahora sí comienza a molestar en serio, algo de lo que Gillett y Bettinelli-Olpin parecen ser conscientes y por ello se esfuerzan muchísimo en simular inteligencia vía muletillas sarcásticas marca registrada, ahora sobre la preeminencia del terror arty de Jordan Peele, Ari Aster, Jennifer Kent, David Robert Mitchell y Robert Eggers, y apelan a la jugada facilista a lo golpe de efecto de matar a un personaje paradigmático, en esta oportunidad Dewey, y a esa simpática algarabía gore de manos, cuellos y muchos pechos acuchillados, también una movida retro que se unifica con las truculencias viscerales de Craven. El gran problema pasa por la ausencia total de originalidad, más teniendo en cuenta que la cocina de este eslabón se remonta a una década atrás y aquel limbo por el fallecimiento de Wes en 2015, a quien la película está dedicada. Sin ser mala aunque definitivamente tampoco buena, hilarante o siquiera central dentro de la ya vasta iconografía de la franquicia, Scream se extiende mucho más de lo debido, dos horas innecesarias de por medio, y cae en un terreno intermedio entre el olvido inmediato y unas buenas intenciones que no alcanzan para levantar la puntería porque incluso Scream 3, más volcada al humor negro que a la violencia por la cercanía histórica para con la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine del 20 de abril de 1999, resultaba más disfrutable gracias a su propuesta retórica anárquica y desvergonzada que parecía anticipar el derrotero jurídico de Harvey Weinstein, cabeza de Dimension Films, mediante el personaje de John Milton (Lance Henriksen), un productor hollywoodense muy putañero y garante/ artífice de acosos y violaciones. Los realizadores respetan todos los clichés esperables: aquí tenemos una introducción macabra símil corto independiente, tampoco faltan la voz del genial Roger L. Jackson como Ghostface y Red Right Hand (1994), de Nick Cave and the Bad Seeds, sonando por ahí, el compositor Brian Tyler por su parte imita como puede los latiguillos estrambóticos de la música de Marco Beltrami, gran colaborador de Craven, y por supuesto la melancolía cinéfila centrada en el slasher en su acepción hermética/ chauvinista yanqui ahora se ve condimentada con las alusiones al terror arty ya apuntado, ese que se caga en la nostalgia fetichizada del mainstream y su público lobotomizado, y con una “diversidad” de corte marketinero hipócrita que queda en primer plano mediante el fichaje de las latinas Barrera y Ortega, ambas cumpliendo bastante bien en materia actoral dentro de un elenco correcto y nada más que resulta intercambiable. La redundancia incluye a los psicópatas reglamentarios debido a que este quinto eslabón se saltea la fórmula del asesino solitario de la tercera, el hermano director de cine de Prescott, para regresar a las duplas de la original (Loomis y un cómplice bobalicón), la segunda (la madre del ex novio de Sidney y un nuevo tercero del montón) y la cuarta (la prima de la protagonista histórica y el amigo/ novio de la chiflada), hoy combinando a los tumbos la vuelta de tuerca de aquel noviecito traicionero de 1996, aquí Richie Kirsch (Jack Quaid), pareja de Sam, con el recurso retórico de la arpía a toda pompa que desea ser famosa sí o sí símil la memorable Jill Roberts (Emma Roberts) de Scream 4, hoy por hoy ese clon de segunda mano llamado Amber Freeman (Mikey Madison), amiga posesiva de Tara, lo que por cierto pretende funcionar como una reflexión acerca de la costumbre del Hollywood del nuevo milenio de responder al pie de la letra a los requerimientos imbéciles del fandom -o mejor dicho, a lo que los ejecutivos, diversos algoritmos y autómatas del marketing y la publicidad creen que son los requerimientos del fandom- en lo que atañe a los productos audiovisuales destinados al mercado global, algo así como una sustitución de la parodia de la cuarta parte en torno a la celebridad virtual con una sátira muy leve y esquemática -todas las ironías se condensan rápidamente y sin mayor desarrollo en las postrimerías del metraje, como casi siempre ocurre en el acervo industrial de nuestros días- alrededor de la figura del fanático que anhela ser protagonista y/ o tener sus “15 minutos de fama” warholianos canibalizando a sus ídolos al negarles su condición de seres humanos, reducirlos a tótems a los que admirar/ copiar y homologarlos en sí a una escalera que sirve para llegar automáticamente al mentado estrellato y a una nueva película de la franquicita de turno, en la realidad Scream y en el relato en pantalla la saga asimismo interminable de Stab. Esta quinta parte, que desde su título pretende confundirse con la original a ojos del público y de la crítica idiotas que no respetan nada y sólo admiran y suscriben, en suma, no convence ni como un reboot, porque ya está extinto el maravilloso fulgor de la obra maestra primordial de los 90, ni como una continuación bien directa de la propuesta del 2011, situación que implica que tampoco sirve como final de nada ni logra construir reemplazos dignos para un elenco de veteranos que piden a gritos su jubilación…
Camino a la desobediencia El ser humano es un animal muy especial en el que el éxtasis promedio se mezcla en serio con la pulsión de muerte y por ello mismo cada pequeña alegría incluye en su despliegue de impulsividad una generosa dosis de autosabotaje o tendencias suicidas mediante las cuales la vida se reconoce tácitamente como el adverso de la muerte y pide a los gritos regresar al vacío de donde salió. El séptimo arte desde siempre tomó conciencia de esto y se dedicó a analizar la facilidad con la que la supuesta diversión se convierte en delirio peligroso tanto de manera rimbombante como a escala implícita y sin total conocimiento por parte del sujeto de turno, siendo uno de los caballitos de batalla del rubro -sin lugar a dudas, al punto de mutar en un fetiche temático muy estereotipado- las fiestas de fin de año a escala global, sobre todo la Navidad y el Año Nuevo porque los Reyes Magos nunca salieron del todo de la condición de un jolgorio crucial para los purretes y nadie más. La Última Noche (Silent Night, 2021), debut en el largometraje de la directora Camille Griffin, es otro de los tantos intentos del mercado anglosajón de aprovechar tanto el costado autodestructivo del ser humano como ese marco ideal para las ironías y el humor negro que ofrecen las reuniones navideñas, una instancia de emparejamiento conceptual bienhechor a lo largo de gran parte del planeta que en esta oportunidad se vuelca hacia su contracara distópica, el apocalipsis. Todo transcurre en la casona campestre de la familia de Nell (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode), quienes junto a sus tres hijos, los gemelos Hardy (Hardy Griffin Davis) y Thomas (Gilby Griffin Davis) y el muy avispado Art (Roman Griffin Davis), se proponen pasar la Navidad con una variada colección de invitados que en esencia aglutinan a amigos de la infancia y la adolescencia con los que no han perdido contacto, grupete que abarca el matrimonio de Sandra (Annabelle Wallis) y Tony (Rufus Jones), padres de la malcriada Kitty (Davida McKenzie), la pareja lésbica e interracial de Alex (Kirby Howell-Baptiste) y Bella (Lucy Punch) y su homóloga entre un matasanos negro, James (Sope Dirisu), y una muchacha blanca que recientemente descubrió que está embarazada, Sophie (Lily-Rose Depp, la hija de Johnny Depp y Vanessa Paradis). El asunto parece normal, moviéndose dentro del esquema del conventillo melodramático/ familiar/ romántico tan característico de la comedia de parentelas revueltas, hasta que a comienzos del segundo acto se nos revela que la celebración por el nacimiento de Jesús coincide con una rauda ceremonia colectiva de suicidio pautada entre todos los comensales ya que el Reino Unido está a punto de ser golpeado por una catástrofe ambiental que toma la forma de una nube de gas que llega a los pulmones de los individuos, ataca el sistema nervioso y provoca una hemorragia mortífera. Más allá del puterío estándar que en esta ocasión complementa la confusión y zozobra por la próxima muerte piadosa, en simultáneo y sin dolor, cortesía de unas píldoras repartidas por el gobierno inglés para sus ciudadanos y no para los inmigrantes y los homeless, como por ejemplo el hecho de que Kitty se niega a abrazar a su madre, ésta está enamorada desde siempre de James, Tony se acostó una vez con la supuesta lesbiana Bella y finalmente Alex termina desmayada de tanto alcohol y confesiones de último minuto antes del óbito, a decir verdad el doble eje del relato pasa por la decisión de Art y Sophie de no tomar las pastillas santificadas por el Estado, en el primer caso debido a la desconfianza del mocoso para con los científicos tecnócratas y los dirigentes psicópatas en el poder y en lo que respecta a la fémina simplemente porque está preñada, situación que impulsa más y más discusiones ya que los padres del niño y la pareja de la mujer no aceptarán tan fácilmente que no les sigan la corriente en el suicidio. La idea de la propuesta de Griffin, una veterana del campo del cortometraje que aquí ficha a sus propios vástagos como los tres hijos de Simon y Nell, es interesante porque mezcla ingredientes varios de La Última Cena (The Last Supper, 1995), de Stacy Title, Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier, y hasta El Sacramento (The Sacrament, 2013), de Ti West, no obstante la ejecución en sí deja bastante que desear. Lamentablemente, como decíamos, durante buena parte del metraje no pasa nada que no se vea venir a kilómetros de distancia, como estos conflictos demasiado lights para el sustrato habitual de las comedias negras, y si bien el trabajo del elenco es muy bueno, sobre todo el desempeño de ese genial Roman Griffin Davis que ya pudimos ver en Jojo Rabbit (2019), joya de Taika Waititi, la verdad es que los mínimos conflictos no sostienen la historia, los personajes son algo mucho intercambiables, los diálogos pretender ser graciosos y astutos sin lograrlo, la duración total de hora y media resulta excesiva y para colmo el cliché del mainstream anglosajón de la Navidad yéndose al soberano demonio no está particularmente bien explotado ni mucho menos desencadena un producto original y/ o con personalidad propia. Asimismo no se llega a entender -ni tampoco le importa demasiado al espectador, desde ya- qué quería transmitir exactamente Griffin con este camino hacia la desobediencia de parte de una Sophie que termina matándose para solidarizarse con James y de parte de un Art que parece morir por obra del gas y luego resucita de repente, dando a entender que la masacre nunca es absoluta y que el suicidio colectivo es una mala decisión o se condice con las estrategias de manipulación del gobierno sobre el vulgo, lo que se puede leer desde la izquierda, atacando el brexit y el parecer de delirantes que niegan sus propios intereses, o desde la anarquía militante, pensemos en gobiernos que decretan la obligatoriedad de las vacunas contra el covid-19 basándose en dolorosas inmunizaciones de apenas seis meses, todavía de carácter demasiado experimental y sin jamás haber luchado en serio en pos de la liberación de las patentes de los hiper enriquecidos laboratorios farmacéuticos, esos a los que África les importa un comino. Las buenas intenciones están y hasta la amena fotografía de Sam Renton también, sin embargo la música grandilocuente de Lorne Balfe embarra las escenas trágicas o de horror y la misma Griffin no se decide en torno a las potencialidades simbólicas de su trama, continuamente saltando desde la solemnidad desabrida y bastante superficial hacia una hipotética mordacidad que a lo sumo despierta sonrisas y nada más…
Atrapados en la ilusión Lo mejor que puede decirse de The Matrix Resurrections (2021), opus apenas correcto que estuvo a punto de abortarse por la terrible pandemia del covid-19, es que funciona como un blockbuster de autor de esos que ya no existen porque prácticamente todo el mainstream de nuestros días está controlado por ejecutivos imbéciles de los grandes estudios cuyas únicas manos derechas son los tarados de marketing y esos directores lambiscones que hacen lo que se les dice, algo que aquí evidentemente no ocurre ya que todos los aciertos y fallos del film que nos ocupa son responsabilidad absoluta de Lana Wachowski, ahora dirigiendo en soledad porque su hermana Lilly, también un transexual, decidió dar un paso al costado tanto para concentrarse en su trabajo en Work in Progress (2019-2021), serie de Showtime, como para procesar la muerte de los padres del dúo en 2019, Ron y Lynne Wachowski. La película se distancia mucho de la trilogía original, aquella de The Matrix (1999) y las dos secuelas filmadas en paralelo, The Matrix Reloaded (2003) y The Matrix Revolutions (2003), porque en esta oportunidad el asunto está volcado hacia la autoparodia constante y sobre todo una autoreferencialidad que es crítica furiosa contra la avaricia y estupidez del Hollywood contemporáneo, siempre obsesionado con continuaciones, remakes, spin-offs y adaptaciones de material ya ampliamente probado, y contra la previsibilidad conservadora y nostálgica en el ámbito de la cultura en general, esquema que también abarca la recepción y por ello hay palazos contra los delirios idiotas y fetichistas del público y de la prensa y el hecho de que muchas veces los creadores se dejan encerrar en burbujas de melancolía que funcionan como un bucle de lo mismo y nunca como génesis de algo nuevo en serio que permita un crecimiento de la imaginación. En este sentido, The Matrix Resurrections deja de lado en buena medida las abstracciones y construye una analogía cuasi fellinesca entre realidad y ficción porque nos regala a un Thomas A. Anderson alias Neo (Keanu Reeves) que ahora es un diseñador y programador de videojuegos que vive tranquilo -y sin molestar a nadie- de la gloria pasada de una trilogía de trabajos que siguen el arco narrativo de los convites previos, señor que se ve obligado a realizar una nueva secuela porque la Warner Bros. lo extorsiona con encarar el proyecto sí o sí ya que lo llevará a cabo de todos modos con o sin su participación, detalle remarcado desde los diálogos que refuerza los numerosos dichos de las Wachowski en relación a la insistencia maniática de la empresa a lo largo de las últimas dos décadas para que se pongan detrás de cámaras para otra película de la saga. La historia es bastante sencilla y retoma el final de The Matrix Revolutions, cuando un Neo endiosado ve morir a Trinity (Carrie-Anne Moss) y salva a la ciudad humana, Sion, de ser destruida por las máquinas al enfrentarse y derrotar al Agente Smith (Hugo Weaving) y su costumbre de clonarse hasta el infinito dentro de la realidad ilusoria que todos conocemos, la Matrix, faena que en apariencia también lo hizo pasar a mejor vida pero definitivamente no: en esta ocasión descubrimos que tanto él como su amada Trinity fueron revividos por el nuevo “gerente” de esta irrealidad por demás engañosa, El Analista (Neil Patrick Harris), y enchufados de nuevo al sistema para mantenerlos a raya y evitar que resurjan de lleno por contacto mutuo esos poderes de una espiritualidad rimbombante que ahora parece que no son propiedad exclusiva del señor sino que abarcan a la fémina también. Desde ya que los dos veteranos, como corresponde a todo corolario con ingredientes de remake camuflada, otra vez viven una vida gris en la Matrix, hoy una San Francisco de diseño, que los condena a la amnesia y a no saber que fueron pareja dos décadas atrás y que ayudaron a sellar la paz con las máquinas, por ello un flamante equipo de rebeldes, encabezado por Bugs (Jessica Henwick), una chica con un tatuaje de un conejo blanco, y una versión más joven y digital de Morfeo (Yahya Abdul-Mateen II), creada por Neo para sus videojuegos inspirados en todos sus recuerdos reprimidos, despierta a Anderson de su cápsula de soponcio orwelliano perpetuo en la granja del mañana, quien a su vez pretende hacer lo propio con una Trinity motoquera que está dopada vía una parentela burguesa, esposo e hijos de por medio símil garantes de su apego a esta mentira esclavista de las máquinas que provoca conformismo y una especie de adicción. Honestamente no hay mucho más para decir acerca del relato en sí salvo que la antigua Sion aparentemente fue destruida y reemplazada por Io, una metrópoli que está logrando cultivar su propia comida y dejar de ingerir basura sintética, y que el Morfeo de carne y hueso de Laurence Fishburne murió en un ataque pomposo que rompió por un tiempo la tregua entre los bípedos y esa inteligencia artificial que extrae su energía de los cuerpos humanos cosechados, por ello la mandamás de Io es una avejentada Niobe (Jada Pinkett Smith), la cual está en contra de la peligrosa misión orientada a desconectar a la otrora novia de Neo porque ello podría verse como una provocación y desencadenar una estrepitosa guerra contra las máquinas en una época de mansedumbre y construcción de una existencia pacifista que mantenga la distancia con respecto a tamaña virtualidad parasitaria. El guión de Lana y sus dos compinches de turno, los novelistas Aleksandar Hemon y David Mitchell, este último el artífice de la novela homónima del 2004 que originó Cloud Atlas (2012), es realmente muy desparejo al igual que la ejecución en términos macros de una serie de ideas en esencia interesantes y/ o valientes, pensemos por un lado que hoy tenemos una autoconciencia y un humor irónico que estaban ausentes en la trilogía original y que se explican por el cinismo parcial aunque decidido de una Wachowski definitivamente harta de los aprietes comerciales de la Warner, compañía que expulsó a las hermanas luego del fracaso de Jupiter Ascending (2015) mientras seguía insistiendo con una continuación de The Matrix, pero con la alegría indisimulable de reencontrarse con los personajes de Neo y Trinity, en pantalla igualados en destrezas y capacidad de acción sobrehumana dentro de una concepción retórica que asimismo empareja a hombres y máquinas, siendo algunas de ellas “buenas” o dóciles, y a machos y hembras, precisamente abandonando la exclusividad masculina en el papel del mesías, y por el otro lado el aprovechamiento de este voluminoso elenco se asemeja a un camino sinuoso debido a que Abdul-Mateen II jamás termina de convencer como el nuevo Morfeo, Henwick resulta demasiado leve en su rol de guerrillera amante de la desobediencia y encima nos topamos con una Christina Ricci totalmente desperdiciada como Gwyn de Vere, miembro del plantel de la empresa de videojuegos que Anderson fundó junto a su insólito socio, Smith (Jonathan Groff), versión más joven y en un inicio también amnésica del personaje que supo interpretar Hugo Weaving, lo que nos lleva a apreciar la otra cara de la moneda, la positiva, ya que lo hecho por Groff, Harris y Pinkett Smith es excelente y por cierto se agradece el cameo tontuelo aunque hilarante de Lambert Wilson como un Merovingio andrajoso que pretende venganza, aquel magnate patético de la información a lo millonario de la web. Reeves creció mucho como actor con el transcurso de los años desde las postrimerías del Siglo XX y ahora no tiene problema alguno para acompañar a una Moss que siempre estuvo perfecta como Trinity, en la trama respondiendo al nombre semi mordaz de Tiffany en materia del olvido al que la condenó la Matrix aggiornada del Analista, un psicólogo estafador -como todos los psicólogos, esos chamanes berretas inflados- que controla en primera persona a Neo y adopta un enfoque más posmoderno para la hegemonía porque privilegia la sumisión intuitiva y epidérmica en detrimento de la partición bélica tajante de la versión previa del poderoso entorno ficticio. Como era de esperar, los diálogos vuelven a combinar la jerga de los ordenadores con el misticismo new age, las estrategias de combate y las reflexiones acerca de la identidad, la cultura, la elección individual, la muerte, los criterios de verdad, el compañerismo, el amor, la política, el control popular, la fe y esa resurrección cristiana del título a instancias de unas máquinas que ya no son tan malas tanto por las “mascotas” del caso, como decíamos previamente unos aparatejos que colaboran en la causa de los mortales, como porque el villano fundamental es una suerte de CEO autónomo que representa el sustrato psicopático, maquiavélico e imprevisible de esas gerencias medias y superiores de los conglomerados capitalistas multinacionales del presente, El Analista, amén de elementos autobiográficos de la propia Lana como por ejemplo la perspectiva transgénero, el trasfondo de metaficción de los videojuegos, una preocupación muy marcada en torno a la vejez y el dolor, la noción de deambular entre las expectativas comunales y la voluntad del sujeto vulnerable de a pie y finalmente este dejo lúdico y cáustico en segundo plano que recupera algo del carácter más convulsionado y ambicioso de Cloud Atlas, Jupiter Ascending, Speed Racer (2008) y Sense8 (2015-2018), serie realizada por las hermanas para Netflix. En buena medida The Matrix Resurrections está craneada como una provocación lisa y llana destinada a molestar en simultáneo a la crítica, el fandom y Hollywood en general porque de hecho defraudará a todos por igual con sus burlas hacia el cyberpunk, las coreografías de Yuen Woo-ping y el inefable bullet time, otrora las marcas registradas de la franquicia y hoy artificios del CGI y la fantasía postapocalíptica y la acción más estandarizada, con su catarata de metraje literal extraído de la trilogía primigenia, apareciendo a cada rato a lo largo de la primera mitad del relato, y con su intermitente y claro déjà vu de cadencia apesadumbrada y/ o romanticona veterana, muy lejos del culto contemporáneo para con la adolescencia, las certezas de libro mierdoso de autoayuda y la mercadotecnia para oligofrénicos a lo factoría Marvel. A pesar de sus desniveles y pasos en falso en lo que atañe al desarrollo de una historia que se hace algo mucho larga y un poco redundante, la realización por lo menos se muestra sanamente irrespetuosa para con el legado de la primera película, lo mejor que hicieron las Wachowski junto a Cloud Atlas y aquella injustamente olvidada ópera prima, Bound (1996), y esquiva la paupérrima fórmula de “más de lo mismo” ya que aquí la autoreflexión sarcástica toma la delantera para continuar pensando en las redes invisibles de todo sometimiento social…
El espejo en el tiempo Con apenas 72 minutos, un metraje ya casi extinto en una época en la que casi todas las películas se pasan por mucho de la duración conveniente porque la mayoría de los cineastas homologan una extensión inflada con un desarrollo narrativo fornido o quizás algo valioso para decir, pretensiones que por cierto son contradichas sistemáticamente por los magros resultados en la praxis artística concreta, Petite Maman (2021), la flamante película de la directora y guionista Céline Sciamma, por suerte deja de lado sus ya aburridos latiguillos acerca del lesbianismo, esos que utilizó extensivamente -y hasta el cansancio, a decir verdad- en Water Lilies (Naissance des Pieuvres, 2007) y Retrato de una Mujer en Llamas (Portrait de la Jeune Fille en Feu, 2019), del mismo modo en que abandona aquel triste intento de cine social sintetizado en Girlhood (Bande de Filles, 2014), típica propuesta arty y cuasi exploitation no asumida por parte de una burguesita blanca tratando de entender a ninfas negras marginales/ de bajos recursos de una gran metrópoli, París en este caso. El quinto largometraje de Sciamma, quien asimismo firmó guiones para terceros como Adam Traynor, Cyprien Vial, André Téchiné, Claude Barras, Bettina Oberli y Jacques Audiard, recupera mucho de la sabiduría humanista que había demostrado en ocasión de Tomboy (2011), aquel interesante retrato de una nena transgénero que no se decidía entre su quid femenino, Laure, y el masculino, Mickaël, ahora recuperando el minimalismo enfocado en la infancia y sustituyendo los devaneos sexuales con el duelo por la muerte del ser querido. La historia es muy sencilla y gira en torno a Nelly (Joséphine Sanz), una mocosa de ocho años que debe enfrentarse a la desaparición terrenal de su abuela en un hogar para ancianos, evento que golpeó fuerte a la niña porque se llevaba muy bien con la veterana pero aún más a su madre (Nina Meurisse), la hija de la fallecida, una fémina de unos 31 años que suele encerrarse en episodios de melancolía que se agravan por el óbito. Nelly, su progenitora y su padre (Stéphane Varupenne), un sujeto bastante simpático que contrasta con la tristeza de su esposa, viajan a la casa de la abuela materna para vaciarla en lo que parece ser la idea de vender de inmediato el inmueble, lo que le trae recuerdos de su infancia a la madre y por ello se marcha de golpe del lugar sin demasiadas explicaciones. Solos la nena y el padre, el hombre se dedica a completar la misión cortoplacista y la chica juega en el bosque lindante a la residencia, donde encuentra a otra niña de ocho años casi idéntica a ella misma que está construyendo una choza precaria con ramas caídas, Marion (Gabrielle Sanz, hermana de Joséphine, ambas maravillosas), quien resulta ser su progenitora en los momentos previos a someterse a una cirugía para no terminar con la cojera de una abuela/ madre aún con vida (Margot Abascal). Las dos juegan a ser actrices, celebran el cumpleaños número nueve de Marion, terminan de construir la choza, reman en un bote inflable hasta una pirámide en un lago y en general comparten instantes durante un puñado de jornadas antes del regreso de la acepción adulta de la madre y la llegada de la hora de la cirugía, faena que resulta exitosa. Como decíamos previamente, Petite Maman esquiva la vuelta directa a la etapa primigenia de la trilogía de historias de aprendizaje o bildungsroman o coming of age de Sciamma, esa de Water Lilies, Tomboy y Girlhood, porque prefiere retomar la delicadeza de la segunda ya que efectivamente se centraba en los problemas de la infancia y no de la adolescencia más traumática de las otras dos películas, sin embargo los verdaderos “puntos de quiebre” con respecto al pasado artístico en su conjunto de la francesa son primero el inusitado ardid fantástico en materia del periplo en el tiempo protagonizado por Nelly cuando recorre determinado camino de la espesura verde, siempre pasando muy cerca de un árbol caído y arrancado de raíz por una aparente tormenta furiosa que como tantas otras cosas queda en pantalla en el campo retórico de lo no dicho, y segundo un tradicionalismo temático que parece homologarse a una especie de madurez por parte de una Sciamma que por un lado por fin afloja con el discurso progre hiper repetido de nuestra posmodernidad, léase el reduccionismo de colocar todo el tiempo en primer plano los dilemas de género e identidad sexual como si los problemas reales, la explotación y el sistema de clases capitalistas, no existiesen o fuesen en serio secundarios, mega delirio que sólo funciona en la mente de las feminazis que se centran en los fetiches ideológicos de las burguesas privilegiadas y dejan al resto de la población a la deriva como buenas egoístas, y por el otro lado se concentra en el dolor producido tanto por el deceso del ser amado como por el simple hecho de crecer. En este sentido, Sciamma cuenta con la inteligencia suficiente para deambular con cuidado y paciencia, como un equilibrista del trayecto hacia la adultez que no olvida las lecciones agridulces de la infancia, en la línea divisoria entre la comarca de la muerte de las ilusiones y del idealismo de la juventud, algo en Petite Maman representado por el hecho no del todo comprendido por Marion, debido a su corta edad, de enterarse por boca de Nelly de que su madre fallecerá cuando ella tenga 31 años, y el campo más afable de la supervivencia de los buenos recuerdos de antaño vía el cariño que uno conoce y experimenta por primera vez cuando niño, detalle interpretado por la trama en términos del vínculo sobrenatural -aunque posible en lo que atañe al espíritu o las abstracciones de la cultura y el afecto compartido- entre las dos mocosas, la niña/ hija y la “pequeña mamá” del título, suerte de asunción por parte de Nelly de que Marion, esa gigantona delante de ella que ante sus ojos parece una anciana, alguna vez fue una purreta que jugaba sola en el bosque porque su mundo y su felicidad se resumían en algo tan básico e importante como construir su versión de su hogar futuro. Desde ya que la realizadora explora este espejo en el tiempo como una hermandad implícita femenina entre generaciones distintas aunque llama la atención el rol crucial que le otorga al único varón del relato, el padre, personaje que quiebra el laconismo bressoniano habitual con unas cuantas sonrisas que parecen decir que los machos son unos pícaros poco adeptos a la dependencia emocional femenina aunque sin ellos todo sería muy aburrido…
Los imbéciles siempre serán imbéciles Un género que se extraña mucho en nuestros días es la vieja y querida sátira, rubro de la comedia que desarma previsibilidades y como el humor en general está muy en declive en nuestra contemporaneidad debido al hecho de que las risas suelen pasarse por el traste toda corrección política demacrada, tienden a provocar a los distintos sectores sociales y tribus urbanas, se muestran irrespetuosas para con las conquistas simbólicas del montón, nunca son universales ni complacientes al cien por ciento y asumen a pura desfachatez su falta de decoro o de buenas intenciones, esas mismas que nos aburren desde el mainstream y el indie porque siempre implican un acto de autocensura creativa en pos de contentar a los retrasados mentales del público que viven encerrados en sus burbujas de causas ortodoxas/ repetición ideológica o ni siquiera consumen cultura ni saben qué carajo es el arte. Por suerte todavía existen directores y guionistas inconformistas como Adam McKay, señor que luego de la maravillosa El Vicepresidente (Vice, 2018), una parodia acerca de Dick Cheney, republicano repugnante vinculado a la mafia capitalista petrolera norteamericana que sirvió de vicepresidente del infradotado y payasesco de George W. Bush -tan psicópata, conservador y maquiavélico como el propio Cheney- durante casi toda la primera década del Siglo XXI, ahora nos entrega No Miren Arriba (Don’t Look Up, 2021), un ataque muy duro a los gobiernos actuales, el sistema de medios de comunicación, las redes sociales y el vulgo internacional en términos macros por su apatía y franca idiotez en lo que atañe a la indiferencia mostrada ante el cambio climático y concretamente el calentamiento global por el crecimiento poblacional, la deforestación masiva y la contaminación incesante desde el Siglo XIX, una mixtura compleja que en pantalla está metamorfoseada en una alegoría narrativa que abarca la amenaza de un cometa en dirección al Planeta Tierra que llegará en seis meses y 14 días, aniquilando a toda la vida existente aunque no sin antes despertar en el pueblo, los mass media y los dirigentes no el miedo y un llamado a la acción sino una negación colectiva muy lastimosa. Como si se tratase de una inversión del planteo retórico de la excrementicia Armageddon (1998), de Michael Bay, en vez de unos héroes maniqueos de la clase obrera aquí tenemos a un trío de científicos que en su camino hacia alertar sobre el peligro se topan con la mugre institucional y el ciclo de la ignorancia, necedad y codicia. Retomando en parte aquella acidez de izquierda de Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), de Stanley Kubrick, y el entramado coral de la recordada La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), retrato de la Crisis Financiera Global del 2008 provocada por la enorme especulación inmobiliaria a través de las hipotecas de alto riesgo o subprime en un mercado siempre al borde del colapso y la histeria súbita, No Miren Arriba se centra en Kate Dibiasky (la perfecta Jennifer Lawrence), una estudiante de la Universidad Estatal de Michigan que una noche descubre por casualidad en un telescopio el mentado cometa del apocalipsis y junto a su profesor, el Doctor Randall Mindy (buena labor de Leonardo DiCaprio), y un aliado en el laberinto administrativo oficial, el Doctor Teddy Oglethorpe (Rob Morgan), tratan primero de avisarle a la presidenta en funciones, Janie Orlean (Meryl Streep), y a su hijo y jefe de gabinete, Jason Orlean (Jonah Hill), consiguiendo nada más que minimizaciones del asunto y una evidente abulia, y luego de difundir en la televisión el descubrimiento del cometa empezando por un magazine para lobotomizados llamado The Daily Rip, conducido por los tarados totales de Jack Bremmer (Tyler Perry) y Brie Evantee (una muy graciosa y bella Cate Blanchett), nuevamente no despertando más que chistes oportunistas, muchas ironías y un ocasional arresto por haber revelado secretos de Estado. Arrinconada por elecciones y un hilarante escándalo sexual, la presidenta acepta enviar una nave espacial para golpear y desviar el cometa, misión suicida encabezada por el militar hiper fascista Benedict Drask (Ron Perlman), no obstante cancela todo cuando interviene un tal Peter Isherwell (Mark Rylance), principal financista de la campaña política de Orlean y magnate del gremio tecnológico y de los celulares que planea generar micro explosiones para que los fragmentos del cometa puedan recobrarse en la Tierra y así aprovechar los valiosos minerales que contienen. Dibiasky y Oglethorpe se bajan del bote institucional en protesta aunque Mindy se queda y empieza un romance con la banal y egoísta de Evantee, a espaldas de su esposa June (Melanie Lynskey), hasta que se cansa del desvarío y también abandona al personaje de Streep, quien se sorprende cuando los drones de Isherwell fallan estrepitosamente y el cometa se estrella contra la superficie del planeta con todo su poderío. Ya desde el mismo principio de la trama, léase desde el primer contacto con la fauna estatal posmoderna, cuando el trío llega a la Casa Blanca y son estafados de manera pueril por el General Themes (Paul Guilfoyle) para que abonen unos snacks y algunas bebidas que en realidad son gratuitas, y cuando los hacen esperar durante horas y horas primero por un cumpleaños y luego porque simplemente se olvidaron de ellos y se fueron del palacio de gobierno a puro individualismo y soberbia del poder, queda claro el odio inconmensurable que McKay siente hacia toda la lacra política por igual, esos demócratas y republicanos que resultan intercambiables y que tan bien quedan resumidos en la Orlean de nuestra sublime Streep, una mujer estúpida y pancista a más no poder que alardea su nepotismo, siempre con su vástago Jason a su lado asintiendo ante todo lo que dice, y que tiene retratos suyos en su despacho con gente como Steven Seagal, Bill Clinton y Mariah Carey, ejemplos de un cholulismo grasiento que se mezcla con el narcisismo y también nos habla acerca del bajísimo nivel intelectual, científico y cultural del grueso de la fauna dirigente del globo de hoy en día. No sólo la pasividad de las elites y de los estratos populares constituye el gran foco de los bombazos discursivos de McKay, aquí firmando el guión a partir de una historia original craneada en conjunto entre el susodicho y el periodista David Sirota, ya que es también el antiintelectualismo insistente contemporáneo el otro núcleo fundamental del film en consonancia con una falta de conocimiento y de un mínimo interés en la búsqueda de la verdad, lo que implica cotejar diversas fuentes para formarse opinión al respecto de esto o aquello, por parte de unas mayorías que son manipuladas fácilmente por las cúpulas y subdivididas en sectores opuestos que incluyen los que exigen la destrucción del cometa, aquellos que denuncian un alarmismo injustificado y finalmente esos que aseveran que el cuerpo celeste ni siquiera existe, partición ideológica que replica en parte las divisiones en torno a la pandemia del covid-19 y sobre todo el tópico de las vacunas de unos laboratorios mafiosos y avaros hasta la médula, pensemos en aquellos que prefieren no inyectarse un producto en fase de prueba y con corolarios imprevisibles a largo plazo y aquellos otros que obedecen como cieguitos en una habitación hermética a las voces que llegan tanto desde los gobiernos como desde los popes del mercado, obligatoriedad de inoculación de por medio. La propuesta de McKay, en materia de los antihéroes y villanos, también demuestra ser lo suficientemente enrevesada como para fascinar desde múltiples facetas, recordemos que Mindy toma la forma de un burgués cobardón que se vende al establishment ante la primera oportunidad, Oglethorpe hace las veces de una rara avis porque es el académico con cintura política y una sensatez que ya no existe en las tecnocracias mercenarias y usureras actuales y Dibiasky, en última instancia, representa a la burguesía de izquierda que se aferra a sus convicciones sin jamás soltarlas y prefiere el exilio antes que verse traicionando sus ideales en pos de la autenticidad y la justicia, por ello de hecho regresa a Michigan y comienza una relación muy improvisada con un muchacho al paso, Yule (Timothée Chalamet), y del mismo modo hay que considerar que la presidenta Orlean no es más que un títere patético del poder económico, verdadero centro de decisiones de ese nuevo capitalismo hambreador, especulador y ultra concentrado que en el relato queda antropomorfizado en la figura del extravagante Isherwell del genial Rylance y su conglomerado informático, Bash, uno de esos multimillonarios apestosos de los celulares, la todopoderosa Internet y sus algoritmos que se sienten dueños del mundo y encuentran caras varias en la praxis como las de Bill Gates, Mark Zuckerberg o el ya fallecido Steve Jobs. Con un excelente desempeño de todo el elenco y palos adicionales al mainstream cultural planetario vía una parejita de ídolos pop bien chatarras e hipócritas, Riley Bina (Ariana Grande) y DJ Chello (Kid Cudi), No Miren Arriba indaga en el juego de las traiciones a terceros y a uno mismo en el reino de los imbéciles que siempre serán imbéciles, hagan lo que hagan, porque no pueden concebir sus vidas por fuera de unos discursos homogéneos del statu quo destinados a garantizar la indolencia generalizada, el cinismo y las peleas bobas eternas mientras la masacre final se avecina, sin embargo la película no llega a ser perfecta por algunos baches en su desarrollo, una duración bastante superior a la deseable y cierta indecisión entre el humor seco y la farsa hiperquinética a toda pompa. Como decíamos anteriormente, en suma se agradece el trabajo de McKay en una coyuntura de una pobreza cinematográfica absoluta en el terreno de las sátiras porque permite burlarnos de la dependencia tecnológica a gran escala y de la mediocridad escapista de una humanidad que hoy marcha campante al suicidio ambiental…