Las enfermedades sociales Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins y basada en el musical homónimo de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, en primera instancia fue una de las propuestas fundamentales de transición entre el musical clásico hollywoodense de los 40 y 50, artificial y tontuelo hasta la médula, y el musical autoreflexivo de los 70 y 80, el del genial Bob Fosse de Sweet Charity (1969), Cabaret (1972) y All That Jazz (1979), en donde se invierte la lógica narrativa hasta ese momento preponderante porque las canciones adquieren un dejo ilustrativo con respecto al desarrollo de personajes y no un rol decisivo en materia de la acción, un relato que comienza a avanzar por las secuencias dramáticas tradicionales sin música de por medio cual énfasis tácito en el parecer nihilista de fondo acerca del sustrato muy poco poético aunque culminante de la vida mundana de la mayoría de los mortales, planteo que por supuesto implica a su vez una burla por lo bajo hacia las sonseras formales fastuosas del período previo. La película incluso ofrecía una andanada de composiciones en verdad maravillosas, muchas de las cuales se transformaron en latiguillos del formato y hoy por cierto superan con creces a sus homólogas de tantas realizaciones semejantes, y además supo meterse con tópicos candentes de su época que definitivamente no han perdido vigencia con el transcurso de los muchos años desde entonces, como por ejemplo los problemas de la convivencia metropolitana entre colectividades muy diferentes, todos los prejuicios que intervienen y acrecientan las suspicacias del caso, la xenofobia de los anglosajones contra los inmigrantes latinos, el papel represor, bobo e intimidante de las autoridades policiales en la modernidad, los rituales juveniles de las capas marginales de las comunidades y en especial el surgimiento de las tribus urbanas durante las décadas de los 50 y 60, génesis que en el musical primigenio y el legendario opus de Wise toma la forma de dos pandillas de Nueva York, los Jets y los Sharks, caucásicos los primeros y boricuas los segundos, que siguen a los Montesco y los Capuleto de Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), la tragedia de William Shakespeare que inspiró a la trama a lo folletín culto. Steven Spielberg, cuando decidió encarar su versión de esta faena de amor prohibido entre exponentes de sectores supuestamente opuestos de la sociedad, repitió en público una y otra vez que su proyecto sería una nueva traslación cinematográfica del musical de 1957 pero la verdad es que el grueso de los espectadores leerá a Amor sin Barreras (West Side Story, 2021) como una remake de la joya eterna de 1961 por el simple hecho de que el cine es el lenguaje audiovisual predominante en todo el globo y el teatro lejos está de hacerle sombra, interpretación que de todos modos se condice en parte con los resultados artísticos del film de un director ya veterano con una carrera reciente sumamente despareja y/ o errática, basta con recordar trabajos mediocres como Las Aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, 2011) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016), otros apenas correctos en sintonía con Caballo de Guerra (War Horse, 2011), Lincoln (2012) y The Post (2017) y un par de obras estupendas como Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), ensalada que pone en primer plano su mentada ciclotimia entre la oscuridad descarnada de la vejez y la luminosidad de aquella juventud de los 70 y 80 que todavía sigue marcando el horizonte ideológico/ ético mediante un humanismo plagado de citas cinéfilas y un contexto donde la familia -ya sea la biológica/ heredada o aquella de la vida adulta, la de las parejas y los amigos elegidos- adquiere un rol crucial. Una vez más los Jets liderados por Riff (Mike Faist) y los Sharks de Bernardo (David Álvarez) se disputan un puñado de manzanas de Nueva York sin darse cuenta que ambas pandillas se parecen bastante, lo que lleva al amor entre el mejor amigo de Riff, Tony (Ansel Elgort), y la hermana de Bernardo, María (Rachel Zegler), clan puertorriqueño de inmigrantes que viven en un barrio apartado de los anglosajones. Bernardo, cuya pareja es Anita (Ariana DeBose), desea que su hermana salga con el anteojudo Chino (Josh Andrés Rivera), un estudiante de contabilidad, no obstante la chica se obsesiona con Tony, el cual trabaja en la farmacia de Valentina (Rita Moreno) y termina matando a Bernardo de un raudo cuchillazo luego de que éste asesinase a Riff en un enfrentamiento pautado para decidir quién controlará en adelante el territorio en pugna. Aunque no lo reconozca del todo el realizador tiene muy presente al convite de Wise y de hecho su versión arranca con un travelling en plan ofrenda que reemplaza las tomas aéreas de antaño por una descripción a ras del suelo del nuevo fetiche temático, uno hiper cómodo a nivel conceptual porque supone jugar con el diario de mañana ya leído, hablamos de una gentrificación, léase la reconversión de vecindarios derruidos o marginales en condominios de lujo vía especulación capitalista y diversas tácticas mafiosas de parte del Estado y los parásitos de las agencias inmobiliarias y los estudios de arquitectura, que por un lado funciona como una metáfora eficaz en materia de denunciar las estratagemas más espurias del poder público, hoy más que nunca en detrimento de los que menos tienen porque los norteamericanos nativos fueron inmigrantes blancos de otras épocas que no pudieron trepar a la clase media y los puertorriqueños, por su parte, continúan realizando tareas y oficios de excluidos por pura discriminación social consensuada, y por el otro lado lamentablemente banaliza a la trama en su conjunto porque tiende a boicotear desde el derrotismo nostálgico posmoderno, uno que conduce a la apatía o el odio inmóvil, a la lucha de los jóvenes entre sí y por su independencia identitaria/ tribal/ romántica ya que se da por sentado que ambos bandos padecerán de igual manera la expulsión de sus hogares en el corto plazo a instancias de una institución policial representada nuevamente por el Teniente Schrank (Corey Stoll) y el Oficial Krupke (Brian d’Arcy James), hoy más que basureadores de los adolescentes unos encargados de garantizar la paz hasta que sean desalojados para la reestructuración inmobiliaria en favor del capital concentrado y la alta burguesía. Más allá de algún que otro subrayado grueso que cae en el fetiche del nuevo milenio para con las sobreexplicaciones, como esa charla entre Tony y Riff en la que el primero nos aclara un montón de veces que se desentiende de los Jets porque maduró, más redundancias acerca del pasado inmediato como delincuente juvenil de Tony, su año en la cárcel y su buena relación con la maternal Valentina, el guión de Tony Kushner está bastante bien y respeta lo realizado por Ernest Lehman en 1961 aunque volcándose más hacia aquel orden de las canciones de las tablas. Spielberg hace exactamente lo que se espera de él en esta etapa de su trayectoria, primero oscureciendo la bella fotografía de Janusz Kaminski para alejarla de esos colores histéricos de la de Daniel L. Fapp para Wise y Robbins aunque reteniendo cierto impulso realista en materia del retrato de la mugre y de la crudeza metropolitana en su acepción mainstream, y segundo tratando de diferenciarse todo lo posible del gran clásico de los 60, como decíamos previamente, reordenando los números musicales, cambiando quién canta qué canción y a quién y sobre todo convirtiendo al querido Doc de Ned Glass, la figura sabia de la faena, en esta Valentina de Rita Moreno, quien en su momento supo componer a una Anita que era salvada por Doc de ser violada por los Jets y ahora rescata al personaje de DeBose en una secuencia que le baja demasiado la intensidad dramática al asunto desde un tufillo formal marketinero/ conservador que parece tener miedo de representar el abuso sexual, pensemos que la misma escena en el opus de Wise era más larga, más morbosa y estaba más orientada a apuntalar la dialéctica discursiva porque le importaba un comino la inexistente solidaridad femenina y el hecho de espantar a las feminazis que podrían estar viendo la película. Elgort está perfecto en lo suyo y no nos hace extrañar al igualmente simpático Richard Beymer y lo mismo puede decirse de un Faist que construye a un Riff más deprimente y peligroso que su homólogo algo aniñado de Russ Tamblyn, sin embargo sinceramente se extraña un montón a Natalie Wood porque su estampa era inconmensurable y la presente Zegler puede cantar sus propias canciones y no tener un acento latino ridículo pero carece del carisma de una Wood irremplazable, y en lo que atañe al resto del elenco principal -Álvarez, Rivera, DeBose, Stoll, James, etc.- todos están muy bien en sus respectivos personajes y por suerte aquí se decidió conservar al marimacho de Anybodys (antes Susan Oakes, hoy Iris Menas), lesbiana que anhela con pasión ser parte de los Jets y muta en la espía por antonomasia de los varones, y esta Moreno de 89 años aún cumple de maravillas como actriz, por ello se la premia haciéndola cantar el hit del musical, Somewhere, objeto de covers por parte de The Supremes, Barbra Streisand, Phil Collins, Pet Shop Boys y Tom Waits, entre muchos otros. Las coreografías de Justin Peck, siguiendo la eficacia de la propuesta pero no mucho más, son muy loables aunque no llegan al nivel de calidad de las magníficas de Robbins para Broadway y Hollywood, un señor que en un inicio se hizo cargo de los números musicales hasta que fue echado por The Mirisch Company, la productora de la propuesta de 1961, por pasarse de presupuesto en el rodaje, ganándose el apoyo de Wise, Bernstein y Laurents, un trío que siguió colaborando con el coreógrafo a pesar de que Robbins testificó en el infame Comité de Actividades Antiestadounidenses durante la caza de brujas anticomunista y los mismos Bernstein y Laurents habían sido incluidos en las listas negras. En este sentido, el diseño de títulos de Adam Stockhausen, Edward Bursch y el propio Spielberg no le llega a los talones a lo hecho por Saul Bass en el opus original, recordemos esos graffitis del final que hoy son en cierta medida también homenajeados, y la sutil edición de Sarah Broshar y Michael Kahn dignifica a esta remake maquillada pero no tiene punto de comparación con aquella de Thomas Stanford, artífice de un montaje bastante abstracto que en el recordado prólogo anticipaba la dinámica de los videoclips al presentarnos la rivalidad entre los Jets y los Sharks mediante un encadenamiento temporal difuso que cubría un extenso período de tiempo condensado en pantalla en apenas unos minutos, antinomia con respecto a las dos jornadas que abarcaba la película de Wise. Spielberg por momentos pareciera reconocer la inferioridad y por ello se contenta con redondear un trabajo muy medido a escala anímica y respetuoso para con el pasado que aggiorna detalles varios aquí o allá, como la mencionada gentrificación y el intento muy light de violación en manada, sin modificar a escala general este análisis de las “enfermedades sociales” de la explotación, el ninguneo y esos recelos paranoicos burgueses a los que apunta la letra de Gee, Officer Krupke, canción que todavía en nuestros días funciona como una parodia astuta de la criminalización de la adolescencia a nivel institucional, a la que se suman América, sobre la xenofobia y la farsa del “sueño americano”, composiciones lúdicas en línea con Cool, I Feel Pretty y Jet Song e himnos de la balada romántica idealista como María, One Hand, One Heart y la misma Somewhere…
Alarma de contaminación Acorde con la impaciencia e impulsividad de las sociedades contemporáneas, Hollywood cada vez deja pasar menos y menos tiempo entre el supuesto remate de una franquicia y su relanzamiento a toda pompa, tomemos de ejemplo Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City (Resident Evil: Welcome to Raccoon City, 2021), opus de Johannes Roberts, séptima entrega de una saga que comenzó con Resident Evil (2002), de Paul W.S. Anderson, y que se suponía había finiquitado con Resident Evil: Capítulo Final (Resident Evil: The Final Chapter, 2016), también de Anderson, señor que por cierto viene de dirigir la formalmente semejante Monster Hunter (2020), a su vez protagonizada por su esposa desde 2009, Milla Jovovich, estrella de toda la andanada de películas hasta el día de la fecha vía el rol de Alice, personaje creado para los films que no estaba en los míticos videojuegos originales de Capcom. El errático Roberts, director y guionista que aquí cae al nivel de la anterior Terror a 47 Metros: El Segundo Ataque (47 Meters Down: Uncaged, 2019) y no puede regresar al esquema retórico de las simpáticas A 47 Metros (47 Meters Down, 2017) y Los Extraños: Cacería Nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018), ésta una secuela muy tardía de Los Extraños (The Strangers, 2008), joya del slasher de Bryan Bertino, se propone dejar de lado el manto de cine de acción hiper delirante de Anderson, a quien sinceramente jamás le interesaron demasiado los videojuegos japoneses originales, y retomar aquella claustrofobia tradicional de las consolas y la atmósfera de terror asfixiante de supervivencia que caracterizó a la saga antes de su arribo al séptimo arte y la consiguiente metamorfosis. Proponiéndose redondear una especie de reboot que asimismo es precuela porque en esta oportunidad se narra la propagación en Raccoon City del infaltable virus creado y pulido por Umbrella, una compañía farmacéutica, en calidad de arma biológica que zombifica y genera mutaciones a diestra y siniestra, Roberts en primera instancia borra por completo el personaje de Jovovich y lo reemplaza de manera tácita por Claire Redfield, la protagonista original de los videojuegos que aquí cae en manos de la bella y eficaz Kaya Scodelario y que ya había tenido una generosa participación -aunque aún en términos de secundario- vía la anatomía de Ali Larter en Resident Evil 3: Extinción (Resident Evil: Extinction, 2007), de Russell Mulcahy, Resident Evil 4: La Resurrección (Resident Evil: Afterlife, 2010), otra de Anderson, y la mencionada Resident Evil: Capítulo Final, ese cierre narrativo que no fue tal ni mucho menos. La historia en sí es microscópica y se asemeja a un relato coral que pretende cubrir la suerte de una retahíla de sobrevivientes de la debacle zombie entre los que se destacan Redfield y su hermano mayor, el policía Chris (Robbie Amell), los cuales eventualmente deberán enfrentarse al máximo representante de Umbrella dentro de la lógica de la trama, el maquiavélico Doctor William Birkin (Neal McDonough), científico de índole frankensteiniana que ni se inmuta por la crueldad de sus experimentos en nombre de la corporación ni por el hecho de que utiliza a pobres huerfanitos en el hospicio de turno propiedad de la firma, sede de la acción como otros entornos clásicos de las consolas como la comisaría y la Mansión Spencer, ejes del segundo y primer videojuego, respectivamente. Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City, efectivamente, se mantiene mucho más cerca de la experiencia lúdica primigenia pero también deja en evidencia que ésta no se adapta del todo bien a un contexto cinematográfico que requiere mayor desarrollo porque aquí no hay jugadores que puedan participar en tercera persona de lo acontecido sino espectadores que dependen de los personajes en cuestión, los cuales sinceramente dejan bastante que desear y por supuesto el cansancio de la saga tampoco ayuda demasiado que digamos, todo ya visto hasta el hartazgo tanto en los productos de Capcom como en el ámbito del séptimo arte, aquí quedando muy en primer plano toda la cinefilia loable aunque redundante de un Roberts que retoma la contaminación y la destrucción final de El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), neoclásico de Dan O’Bannon, el diseño de criaturas y la algarabía espeluznante del Stuart Gordon circa Re-Animator (1985) y Desde el Más Allá (From Beyond, 1986) y especialmente el acecho meticuloso del John Carpenter de Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976), Halloween (1978), La Niebla (The Fog, 1980), Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), La Cosa (The Thing, 1982), El Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987), Sobreviven (They Live, 1988), En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1994) y Vampiros (Vampires, 1998), entre otras faenas que hicieron de la combinación de conspiraciones, agite horroroso y antihéroes extraídos del western su horizonte ideológico y razón de ser, mixtura que el amigo Johannes intenta copiar sin mayores logros a la vista que el gesto nostálgico en sí. Si nos limitamos a las comparaciones dentro de la misma saga, este flamante eslabón de la interminable cadena tampoco consigue acercarse en lo que atañe a entretenimiento hueco/ pasatista/ ultra tontuelo a la realización original del 2002 ni a sus dos corolarios iniciales, Resident Evil 2: Apocalipsis (Resident Evil: Apocalypse, 2004), de Alexander Witt, y la nombrada Resident Evil 3: Extinción, umbral de calidad que por cierto no es precisamente elevado si recordamos que el británico Anderson empezó su derrotero profesional con las cada día más lejanas Shopping (1994), Event Horizon (1997) y Soldier (1998), opus de lo más disfrutables dentro de su impronta trash con un presupuesto digno, y el propio Roberts hasta Terror a 47 Metros: El Segundo Ataque y Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City parecía haberse instalado en una sana Clase B paradójicamente mainstream gracias a Los Extraños: Cacería Nocturna y A 47 Metros, obras que nos llevaron a olvidar a conciencia sus calamitosos orígenes vía las muy fallidas F (2010), Roadkill (2011), Storage 24 (2012) y El Otro Lado de la Puerta (The Other Side of the Door, 2016). Si bien cuenta con una primera mitad de presentación de personajes más o menos decente, la verdad es que el resto del convite puede leerse como una enumeración bastante palurda de estereotipos de las hecatombes de muertos vivientes y mutantes varios de aquel inefable “survival horror” de antaño, hoy con un CGI que lejos está de conseguir emular en serio a los queridos practical effects de Gordon y con un periplo que cae muy por debajo tanto del cine de O’Bannon y Carpenter como de los acertijos, la exploración y las gloriosas carnicerías de las consolas…
Entre el gueto y Cenicienta Las biopics hollywoodenses posmodernas, léase desde la década del 80 en adelante, suelen dividirse de manera muy taxativa entre aquellas de derecha, casi siempre incentivando algún tipo de valor nacional/ patrio/ chauvinista, y las otras de izquierda, ahora centrándose en un héroe del pueblo o en un burgués que consigue ascender a escala social o alcanzar un reconocimiento en sus propios términos, aunque vale aclarar que las combinaciones de ambas vertientes están a la orden del día y no es tan inusual encontrarse con híbridos como Rey Richard (King Richard, 2021), de Reinaldo Marcus Green, evidentemente una biopic que comenzó siendo acerca de las hermanas Venus y Serena Williams, dos de las tenistas más famosas y acaudaladas del planeta, y en algún punto del desarrollo del proyecto todo se orientó hacia el progenitor de las mujeres, Richard Williams, debido a que Will Smith se interesó en protagonizar la propuesta y producirla a través de su compañía Westbrook Studios, en copropiedad con James Lassiter. Suerte de metáfora sobre la humildad, la unión familiar y el trabajo duro y sostenido, tres de los latiguillos del Hollywood más maniqueo y populista, el film de Green explora la estela de la corrección cultural sentimentaloide e hiper previsible y la cobardía de trabajar sobre terreno político ganado de sus obras previas, Monstruos y Hombres (Monsters and Men, 2018) y El Buen Joe Bell (Good Joe Bell, 2020), la primera acerca de la costumbre policial de asesinar a afroamericanos y la segunda sobre la discriminación de los homosexuales y la protesta contra el bullying, así llegamos al presente combo de estigmatización social que gira en torno a la intención de una familia de negros de dedicarse a un deporte tradicionalmente de blancos como el tenis, con todas las redundancias retóricas y discursivas posibles del caso tratándose además de dos hembras. Lejos de biopics recientes y muy interesantes, en sintonía con Spencer (2021), de Pablo Larraín sobre Diana, Princesa de Gales alias Lady Di, Respect (2021), de Liesl Tommy acerca de Aretha Franklin, Los Ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, 2021), de Michael Showalter sobre la televangelista del título, y hasta La Casa Gucci (House of Gucci, 2021), de Ridley Scott acerca de Patrizia Reggiani, su esposo Maurizio Gucci y el resto del clan de oligarcas italianos de los artículos de cuero para el jet set, Rey Richard opta por transformar a las tenistas en algo así como personajes secundarios de su propia historia y por volcar todo el núcleo fundamental del relato hacia el Richard de Smith, un guardia de seguridad nocturno que oficia de entrenador de las chicas desde muy corta edad a la par de la madre, Oracene “Brandy” Williams (Aunjanue Ellis), una enfermera que ya tenía tres hijas con otro hombre que terminó falleciendo, por ello el propio Richard, su segundo marido, nos aclara desde el principio que las púberes, Venus (Saniyya Sidney) y Serena (Demi Singleton), fueron una inversión consciente por parte de una pareja que siempre quiso convertirlas en campeonas mundiales para salir del gueto en Compton, Los Ángeles, y hacerse ricos con la disciplina férrea de las prácticas y una humildad que les permita diferenciarse del grueso de los millonarios imbéciles que se la pasan presumiendo su dinero y poder. Pasando por gangsters negros y el ninguneo típico de los clubes de tenis para con los menesterosos, los Williams deberán sobrellevar discusiones internas, aquí sin duda simbolizadas en la obstinación y/ o ortodoxia paranoica de Richard en oposición a la “mano blanda” de su esposa, y una sustitución de entrenadores para crecer en esta carrera deportiva y bien comercial, Paul Cohen (Tony Goldwyn) por Rick Macci (Jon Bernthal). Sinceramente los 145 minutos del metraje son por demás excesivos y el guión de Zach Baylin, un vestuarista y asistente de producción devenido en libretista, jamás termina de convencer en cuanto a esta perspectiva algo mucho forzada desde los ojos del padre, una versión afroamericana, caprichosa y cuasi dictatorial -y en consonancia, típicamente propia del acervo melodramático y los engranajes del folletín- de esos progenitores histéricos de la comarca blanca norteamericana que viven obsesionados con exprimir a sus hijos para que tengan las carreras en el rubro que sea que ellos no tuvieron, sumando presión y arruinando la infancia de los purretes en cuestión. Rey Richard intenta explicitar una y otra vez que el personaje de Smith pretende mantener inmune a la niñez/ adolescencia de sus vástagos para que se desarrolle de manera normal, en esencia balanceando la necesidad de generar expectativas alrededor del talento de las adolescentes, por un lado, y esta idea de dejarlas llevar una existencia tranquila lejos de los buitres del capitalismo de los espectáculos de masas, por el otro lado, no obstante la película cae en el mismo problema de Marianne & Leonard: Palabras de Amor (Marianne & Leonard: Words of Love, 2019), el documental de Nick Broomfield sobre la relación romántica entre Leonard Cohen y Marianne Ihlen, donde continuamente se insertaba en la crónica de turno a la musa del primer período profesional del célebre cantante y compositor canadiense cuando ya se habían separado y sinceramente la mujer ya no tenía influencia alguna en la vida y el devenir artístico del hombre, planteo que en este caso se traduce en la presencia intrusiva y por momentos exasperante de Richard en lo que debería haber sido un relato consagrado a seguir la vida de las hermanas en ese ecosistema tenístico de los 90 poco adepto a la diversidad racial. Vale sincerarse y decir que la película no es tan cínica como uno podría esperar a priori viniendo de un embaucador cíclico y siempre en pose como Smith, en esta oportunidad obligándose a sí mismo a abandonar la máscara de payaso canchero indomable o supuesto seductor, en línea con lo hecho en anomalías de su periplo cinematográfico como Ali (2001), de Michael Mann, y La Verdad Oculta (Concussion, 2015), de Peter Landesman, con el objetivo manifiesto de calzarse los zapatos de un “sujeto común” que conoce la pobreza -en su acepción yanqui, por supuesto, con casita modelo y una estabilidad que todos desconocemos en el Tercer Mundo- y debe transformarse en un cuentapropista del deporte hasta que por fin consigue vender a las hembras, sus experimentos y ahorros con patas de toda la vida, a las elites más concentradas y poderosas del deporte internacional. Esta reformulación del cuento de La Cenicienta, modestia y escalera empinada comunal de por medio, esconde bajo la alfombra -o apenas nombra al paso- que Richard Williams ya tenía otra familia cuando se casó con Oracene, una con la friolera de cinco hijos a la que abandonó, a lo que se suma la presencia de varios niños extramatrimoniales y el hecho de que después de divorciarse en 2002 de la susodicha se casó con una chica de la edad de sus hijas, con la que tuvo otro vástago más, amén del extenso historial de Venus y Serena en acusaciones de partidos arreglados y comportamiento violento contra árbitros, siempre autovictimizándose en las canchas cuando les conviene por ser mujeres o negras cuando en realidad son magnates desde hace décadas con un grado gigante de impunidad. Sin ser una realización memorable pero tampoco un desastre, Rey Richard cae en un terreno intermedio que por lo menos rescata momentáneamente a Smith de su catarata de bodrios habituales…
Melodrama del poder Gucci, compañía italiana asentada principalmente en Florencia y dedicada a la fabricación de artículos de cuero para el segmento social más pudiente, fue fundada en 1921, hace cien años, por Guccio Gucci, quien había trabajado de maître en Londres durante un tiempo y conocía de primera mano el gusto de la alta burguesía. Amparado en el trabajo de artesanos de mediados del Siglo XX y en una buena selección de materias primas y tomando como patrón lo visto tanto en Londres como en París, Guccio creó primero una tienda de maletas que se fue diversificando de a poco para incluir bolsos, cinturones, mocasines, guantes y baúles, consiguiendo sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial al sustituir el cuero, uno de los faltantes en la economía bélica, con materiales alternativos como el lino y el algodón, lo que no redujo su popularidad entre el segmento aristocrático y el jet set de la época. Con motivo del óbito de Gucci en 1953, son sus tres hijos cruciales quienes se hacen cargo del negocio para modernizarlo con técnicas de posicionamiento de marca e internacionalizarlo mediante sucursales, así Vasco se concentró en Florencia, Rodolfo pasó a controlar una nueva tienda en Milán y Aldo se trasladó a Nueva York para desembarcar en el mercado estadounidense. El crecimiento de la empresa fue monumental durante los 60 y 70 pero el esquema de poder cambia luego del fallecimiento en 1975 de Vasco, generando una partición de acciones entre Rodolfo y Aldo que eventualmente provocaría una leve mayoría del primero sobre el segundo. Rodolfo había intentado salirse de la familia siendo actor bajo el seudónimo de Maurizio D’Ancora pero al volver al clan jamás le dedicó el tiempo que Aldo le ofrecía a la compañía, quien a su vez ninguneaba a su propio hijo, Paolo, por considerarlo un diseñador de moda mediocre y beneficiaba al vástago de su hermano, Maurizio, el cual había estudiado abogacía y no tenía experiencia alguna en los negocios. Rodolfo muere en 1983 y su hijo pasa a controlar la mayoría de las acciones y opta por traicionar a Aldo para hacerse de la firma, por ello lo denuncia ante el fisco norteamericano por declaraciones fraudulentas y evasión, movida que le genera un año de prisión, y el tío después se venga denunciando que falsificó la firma de su padre en los documentos del traspaso sucesorio accionario en Italia, obligándolo a exiliarse en Suiza. Maurizio había utilizado el dinero de Investcorp, un buitre árabe de inversiones asentado en el Reino de Bahréin, para expulsar a Aldo pero termina él mismo echado de la compañía por sus gastos inflados y su incompetencia como cabeza de la empresa, la cual en los 90 es dirigida por el otrora abogado de la familia, Domenico De Sole, y su diseñador estrella, Tom Ford, hasta que Investcorp la vende a Kering, un conglomerado francés de marcas de lujo propiedad del magnate François Pinault que se hace cargo del management, ya en el nuevo milenio. Ahora bien, toda esta historia sería una más dentro de esas perfidias y el sustrato caníbal, impiadoso y maquiavélico del capitalismo si no fuera por la bizarra intervención de Patrizia Reggiani en una fase muy específica de este periplo, hablamos de la esposa entre 1972 y 1994 de Maurizio Gucci: Patrizia, apellidada en un inicio Martinelli, era hija de una tal Silvana que vivía en la pobreza y que la crío como madre soltera hasta que a la edad de 12 años la chica fue adoptada por el flamante marido de su progenitora, Ferdinando Reggiani, un ricachón del gremio del transporte con una generosa flota de camiones a su disposición, estratagema de súbito ascenso social mediante el sexo y el antiguo arte de saber elegir al macho que Patrizia eventualmente reproduciría cuando a los 24 años se casa con Maurizio, a quien había conocido en una fiesta y con el cual novió bajo la condena de un Rodolfo que rápidamente se dio cuenta que estaba delante de una arpía trepadora en busca de la fortuna de su hijo, planteo conflictivo que de todos modos generaría una suerte de reconciliación a principios de los 80, justo antes de la muerte del patriarca, fundamentalmente debido al nacimiento de los vástagos del matrimonio, Alessandra en 1976 y Allegra en 1981, únicas nietas del jerarca agonizante. Se supone que Reggiani, devenida Gucci, fue fundamental en la guerra contra las falsificaciones de artículos y las infracciones de marca intra parentela y en la metamorfosis de Maurizio desde un abogado que como su primo, Paolo, deseaba abandonar el clan por considerarlo asfixiante hacia el inusitado “redescubrimiento” de su identidad como miembro del linaje y esa eclosión de una ferocidad empresaria con vistas a controlar en exclusividad el emporio, influencia que por cierto pagó muy cara ya que la mujer era un tanto posesiva y no vio con buenos ojos que la abandonase en 1985 en un supuesto viaje de negocios a Florencia que derivó en la separación definitiva de la pareja y un nuevo vínculo entre el hombre, por entonces cabecilla máximo de Gucci a la par del jerarca de Investcorp, Nemir Kirdar, y Paola Franchi, amiga de la infancia de Maurizio y ex esposa del acaudalado Giorgio Colombo. Patrizia, obsesionada con no perder a su mina de oro y sobre todo con evitar el casamiento con Franchi porque significaría la reducción a la mitad de su pensión alimenticia, en 1995 no tuvo mejor idea que contratar a un sicario, Benedetto Ceraulo, el dueño de una pizzería con deudas, para que mate a su marido vía una intermediaria y amiga, Giuseppina “Pina” Auriemma, psíquica algo estrafalaria. Reggiani recibió una condena de 29 años de prisión por el asesinato de Maurizio que luego bajaron a 26 porque sus abogaron supieron alegar que en 1992 padeció de un tumor cerebral que fue eliminado aunque pudo afectar su estado mental, saliendo libre en 2016 luego de 18 años tras las rejas para encarar una batalla legal con sus hijas por el patrimonio de su ex marido. Ridley Scott llevaba prácticamente dos décadas queriendo rodar este accidentado derrotero desde que se topó con La Casa Gucci: Una Historia Real de Asesinato, Locura, Glamour y Codicia (The House of Gucci: A True Story of Murder, Madness, Glamour, and Greed, 2000), crónica de la periodista especializada en moda Sara Gay Forden, por ello para su díptico de regreso a la dirección, la presente La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) y la inmediatamente previa El Último Duelo (The Last Duel, 2021), luego de las relativamente lejanas Alien: Covenant (2017) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), decidió enfocarse en las matufias de las elites, en la dialéctica de las apariencias y el estatus social y concretamente en esa frontera difusa en la que lo privado se convierte en lo público porque ambas dimensiones están unidas desde el vamos, pensemos en este sentido que El Último Duelo puede transcurrir en la Francia del Siglo XIV y La Casa Gucci en la Europa y los Estados Unidos de las décadas del 70, 80 y 90 pero las dos son melodramas fastuosos del poder en el que se subraya no sólo el puterío y las miserias mundanas de la oligarquía sino asimismo la dinámica estándar de la hegemonía en términos de disputas o ataques institucionales y personales que implican un proceso de fagocitación del pez más pequeño -o peor “situado” en un instante específico- por parte del depredador más grande. Analizando en simultáneo los pormenores que llevaron al homicidio de Maurizio Gucci el 27 de marzo de 1995 por una andanada de disparos, justo cuando ingresaba a su oficina en Milán, y los diferentes estadios del ascenso al poder en Gucci por parte de la futura víctima de su esposa y de la adquisición de la empresa a instancias de la Investcorp de Kirdar, ya poseedora de nada menos que Tiffany’s, la película que nos ocupa explora con inteligencia y desparpajo los ardides de Patrizia (Stefani Joanne Angelina Germanotta alias Lady Gaga) para primero engatusar a Maurizio (Adam Driver), vástago de Rodolfo (Jeremy Irons) y sobrino de Aldo (Al Pacino), y luego matarlo cuando pretende abandonarla en pos de una relación con Franchi (Camille Cottin), todo vía el sicario reglamentario, Ceraulo (Vincenzo Tanassi), y su confidente de siempre, Auriemma (Salma Hayek), lo que incluye además la decisiva intervención de Tom Ford (Reeve Carney), gran responsable del resurgimiento comercial de la marca en medio de las luchas internas, y la sociedad oportunista e ingenua de Maurizio con De Sole (Jack Huston) y Kirdar (Youssef Kerkour), precisamente el dúo que lo terminaría expulsando de su propia firma al extremo de finiquitar de allí a futuro la participación de todos los miembros del clan en Gucci, típico destino de las compañías de estructura familiar en el nuevo capitalismo de la década del 70 en adelante porque la figura del millonario todopoderoso fue dejando lugar a la de la junta de accionistas mayoritarios. A decir verdad resulta maravilloso y hasta hilarante que en tiempos de corrección política demacrada y un cine mainstream cada día más aniñado y hueco el inmenso Scott opte por narrarnos la historia de una trepadora maloliente desde un entramado retórico prototípico para adultos lejos de idealizaciones, lo que desencadena una película exquisita que combina esa faceta de melodrama prostibulario del jet set capitalista a la que apuntábamos antes, suerte de burbuja de lujos herméticos y paranoicos, con primero el thriller de usurpación empresaria, lógica psicopática de nunca acabar amparada por Estados ausentes, y segundo la faena de parentela en crisis o en franco proceso de descomposición, riña fraternal que es asimismo intergeneracional e incluso una especie de autoperfidia identitaria porque tanto en el caso de Maurizio como en su homólogo de Paolo (Jared Leto) estamos frente a intentos rudimentarios de abrirse del negocio heredado, el primero mediante la abogacía -su padre lo había hecho con su olvidable carrera cinematográfica- y el segundo a través del diseño de vestimenta, que derivan en desastre mayúsculo y luego en triste aceptación del rol que el destino familiar les había asignado, así es cómo Maurizio se transforma en una mixtura de la frialdad de Rodolfo y el ímpetu mercantil de Aldo y Paolo muta en un constante chiste viviente ya que nadie lo toma en serio como modisto y para colmo termina traicionando a su padre, ya que de hecho él es quien le pasa a Maurizio el dato sobre la evasión impositiva, y facilitando la salida de su rama del clan de la firma al entregarle en bandeja a su primo tanto las acciones propias como las de su progenitor, derrotado luego de su estadía de un año en el presidio e incapaz de detener el traspaso de titularidad a Investcorp. La Casa Gucci cuenta con un guión muy parejo, en cuanto a semejante retrato coral, del debutante en el terreno del largometraje Roberto Bentivegna y la veterana Becky Johnston, aquella de Under the Cherry Moon (1986), de Prince, El Príncipe de las Mareas (The Prince of Tides, 1991), de Barbra Streisand, y Siete Años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997), de Jean-Jacques Annaud, y ofrece un gran desempeño por parte de Driver, Pacino, Irons, Hayek, Huston, Kerkour, Cottin y una Lady Gaga que continúa compensando como actriz de cine, luego de lo hecho en Nace una Estrella (A Star Is Born, 2018), dirigida y protagonizada por Bradley Cooper, todos esos discos de mierda que editó como cantante desde que empezó a robar en plan de diva recauchutada del pop más reluciente y más anémico contemporáneo. Mención aparte merece un demencial e irreconocible Jared Leto componiendo a un Paolo muy histriónico que quiebra el registro interpretativo naturalista del film y acerca al convite en su conjunto, de la mano de cada una de sus intervenciones, hacia una parodia del costado afectado y autofarsesco de los hijos de segunda y tercera generación de oligarcas de antaño. Como siempre el realizador inglés se rodea de colaboradores habituales e impecables, en sintonía con el diseñador de producción Arthur Max, la editora Claire Simpson, el director de fotografía Dariusz Wolski y el compositor Harry Gregson-Williams, y echa mano de canciones populares que inserta de manera perfecta dentro del andamiaje narrativo para condimentar el relato y situarlo no sólo en términos históricos sino anímicos en lo que atañe al fluir y los cambios en la idiosincrasia de los personajes, recordemos el uso del señor de temas como Faith (1987), de George Michael, Ashes to Ashes (1980), de David Bowie, Heart of Glass (1978), de Blondie, y Here Comes the Rain Again (1983), de Eurythmics. El análisis del cruel pragmatismo empresario siempre es complejo y en esta ocasión se evitan las simplificaciones habituales de Hollywood porque cada personaje se divide en un interior vulnerable aunque no tan vulnerable y una máscara que se ventila en sociedad para dar una imagen de fortaleza o hasta quizás valentía, es por ello que el principal núcleo de la faena, Patrizia, puede ser por un lado una tarada que no lee nada porque se aburre y que confunde una obra de Gustav Klimt con una de Pablo Picasso, en una recordada escena inicial en la mansión del Rodolfo del magnífico Irons, y por el otro lado una fémina muy perspicaz al momento de identificar a parásitos disfrazados de consejeros devotos, como De Sole, de aprovecharse de palurdos que no sirven para nada, como Paolo, y de avizorar la infidelidad de su marido con otra hembra aunque más “tranquila” a escala psicológica, una Franchi que se conformó con el dinero del divorcio de Colombo a diferencia de la ambiciosa, pasional y acaparadora Reggiani, mujer que no es demonizada al cien por ciento en La Casa Gucci aunque tampoco recibe lo que podría haber sido una lavada de cara feminazi/ marketinera/ publicitaria si la propuesta hubiese caído en manos maniqueas o simplemente distintas a las del sabio Scott, quien en ningún momento la acerca a los roles mentirosos de la víctima o la heroína tácita ni recurre en su perfil al tumor cerebral con vistas a desembarazarla de sus acciones, ese detallito de pagar por el asesinato de su ex para castigarlo por osar marcharse y contradecirla. El clásico subibaja emocional de las familias latinas, siempre moviéndose en consonancia con el peso variado de las figuras masculinas y femeninas que las dominan, reaparece en especial a través de la ciclotimia de Aldo, quien pasa de celebrar el nacimiento de Alessandra por considerar que hacen falta más mujeres en Gucci a pedirle a Patrizia que no se meta en asuntos de hombres y en esencia no olvide que todo lo que tiene su esposo -y por elevación, ella misma- es producto del hecho de que acobijó a Maurizio después de que su padre lo echase por el casamiento con Reggiani, situación que enfatiza tanto la mutua dependencia incestuosa del poder como su naturaleza transitoria y su evidente fragilidad…
Luces brillantes de ciudad Ya era tiempo de que el británico Edgar Wright regresase a ese terror y a esa fantasía cruel y sobrenatural que tantas alegrías nos dieron en ocasión de la llamada Trilogía Cornetto o Trilogía de los Tres Sabores Cornetto, chiste interno por la recurrencia en las películas de turno del postre helado del título utilizado como una “cura” para la resaca, hablamos de Muertos de Risa (Shaun of the Dead, 2004), reformulación desde el campo de la comedia absurda, social o cuasi costumbrista de aquellos zombies de George A. Romero y Lucio Fulci en sintonía con lo hecho por Dan O’Bannon en El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), Arma Fatal (Hot Fuzz, 2007), recordada parodia del terror folklórico inglés de El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan’s Claw, 1971), opus de Piers Haggard, y Cuando Arden las Brujas (Witchfinder General, 1968), de Michael Reeves, y Bienvenidos al Fin del Mundo (The World’s End, 2013), relectura de la ciencia ficción paranoica de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, y su primera remake de 1978, aquella muy interesante de Philip Kaufman, más diversos motivos del John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982) y ¡Sobreviven! (They Live, 1988). El resto de la producción artística del director y guionista asimismo es bastante digna aunque no llega al nivel de sus mejores trabajos, léase Muertos de Risa y Arma Fatal, pensemos que en el variopinto lote en cuestión encontramos tanto nuevas reinterpretaciones de recursos harto probados en el pasado, como su ópera prima Un Puñado de Dedos (A Fistful of Fingers, 1995), parodia cariñosa del spaghetti western y la Trilogía del Dólar de Sergio Leone, Don’t (2007), trailer humorístico falso para Grindhouse (2007) a lo slasher bien frenético, y Baby: El Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017), homenaje a las heist movies de conductores especializados en fugas, rubro que va desde The Driver (1978), de Walter Hill, hasta Drive (2011), de Nicolas Winding Refn, como rarezas en línea con Scott Pilgrim vs. los ex de la Chica de sus Sueños (Scott Pilgrim vs. the World, 2010), exégesis más o menos explícita/ tácita de los ecosistemas de los videojuegos y los videoclips, y Los Hermanos Spark (The Sparks Brothers, 2021), excelente documental sobre Sparks, mítico dúo norteamericano de synth pop y art rock compuesto por los freaks Ron y Russell Mael. Si bien, como decíamos, la vuelta de Wright al ruedo ficcional, El Misterio de Soho (Last Night in Soho, 2021), constituye un retorno al horror ampuloso de antaño, vale aclarar que la entonación narrativa en esta oportunidad es diametralmente opuesta porque el humor negro y algo sonso de la Trilogía Cornetto desaparece al cien por ciento y por ello lo que tenemos ante nosotros es una relectura seria, pesadillesca y más tradicional del género, especie de mixtura enrevesada aunque bastante armoniosa del J-Horror de fines del Siglo XX y principios del siguiente, pero ahora con muchos fantasmas en simultáneo y todos lookeados y comportándose como muertos vivientes, el giallo del “espantoso mundo de la moda” símil Seis Mujeres para el Asesino (Sei Donne per l’Assassino, 1964), de Mario Bava, y “estudiante femenina en problemas” modelo Suspiria (1977), de Dario Argento, más detalles varios de Rojo Profundo (Profondo Rosso, 1975) e Infierno (Inferno, 1980), ambas también de Argento, y del neogiallo de Peter Strickland y los franceses Hélène Cattet y Bruno Forzani, y finalmente el thriller psicológico depalmiano que no le escapa a los traumas de larga data a lo Peeping Tom (1960), joya de Michael Powell, y Venecia Rojo Shocking (Don’t Look Now, 1973), de Nicolas Roeg. La historia es extremadamente simple: Eloise (Thomasin McKenzie), nieta de la adorable Peggy (esa legendaria Rita Tushingham) e hija de una pobre fémina que se suicidó por locura y a la que continúa viendo reflejada en espejos (Aimee Cassettari), ama la cultura y sobre todo la ropa y música de la década del 60 y viaja desde el interior británico hacia Londres con el anhelo de convertirse en diseñadora de moda, no obstante siente rechazo hacia su compañera universitaria de cuarto, la esnob Jocasta (Synnøve Karlsen), y así se muda a un dormitorio propiedad de la Señora Collins (la querida Diana Rigg) y consigue trabajo atendiendo la barra de un pub mientras inicia un romance con un colega estudiante, el negro John (Michael Ajao), flamante etapa de su vida que a su vez se va cayendo a pedazos debido a sueños/ visiones que experimenta durante las noches en la habitación y que la llevan a asumir otra personalidad, la bella Sandie (Anya Taylor-Joy), una aspirante a cantante en aquellos Swinging Sixties londinenses que termina en un cabaret y prostituyéndose a instancias de su novio y proxeneta, el maquiavélico Jack (Matt Smith), quien encima parece haberla asesinado a cuchillazos por su eterna rebeldía. Indudablemente en El Misterio de Soho, coescrita junto a Krysty Wilson-Cairns, conocida por haber firmado además el guión de 1917 (2019), de Sam Mendes, Wright por un lado sigue la estela de películas recientes acerca del costado caníbal y bastante sadomasoquista de la fama, el mainstream y el ambiente artístico y cultural en general, muy cerca de The Neon Demon (2016), de Nicolas Winding Refn, Starry Eyes (2014), obra de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, y El Cisne Negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, y por el otro lado satiriza en primer plano el apego de la industria audiovisual mundial de nuestros días para con la nostalgia mercantilizada y en segundo lugar toda esa idealización hueca del propio público en relación a tiempos que no vivieron o a los que acceden sólo de manera muy fragmentaria mediante manifestaciones simbólicas o artísticas de tipo museísticas, por ello Eloise descubre que la manipulación y la esclavitud son atemporales y también abarcan a sus adorados 60 de la mano de su alter ego o doppelgänger atribulado, Sandie, planteo que genera una antiromantización interpretativa y una evidente confusión identitaria que sobrepasa la mera referencia a El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson, ya que el personaje de McKenzie incluso malinterpreta la información y confunde a un caballero del presente (el magistral Terence Stamp), quien parece reconocerla cuando se tiñe de rubio para emular a Sandie símil Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, con una encarnación avejentada de Jack cuando en realidad es un policía retirado que pretendió auxiliar en su momento a nuestra joven meretriz. Entre citas al paso a films como Operación Trueno (Thunderball, 1965), de Terence Young, y a las temáticamente semejantes Desayuno en Tiffany’s (Breakfast at Tiffany’s, 1961), de Blake Edwards, Darling (1965), de John Schlesinger, y Sweet Charity (1969), de Bob Fosse, todas odiseas de utopías femeninas destruidas y una erotización que cosifica y en paralelo funciona como un atajo profesional, El Misterio de Soho, otra alusión sutil a una existencia reluciente que esconde peligrosidad y muchas frustraciones vía la zona londinense del título, célebre por su agitada vida nocturna, combina viaje en el tiempo retromaníaco, fantasía melómana macabra y un cuento de hadas para adultos de advertencia sobre este fetichismo nostálgico del montón, tan reduccionista como ingenuo y superficial. El director no sólo extiende el suspenso con sabiduría todo lo que puede en torno a quién es quién en esta dupla protagónica, por supuesto en esencia apuntando a una Eloise que sería Jekyll y una Sandie destinada a convertirse en Hyde, víctima que parece mutar en heroína aunque termina siendo verdugo resentido y algo misándrico, sino que además aprovecha lo que tienen para ofrecer McKenzie, ya vista en Leave No Trace (2018), de Debra Granik, El Rey (The King, 2019), de David Michôd, Jojo Rabbit (2019), de Taika Waititi, Viejos (Old, 2021), de M. Night Shyamalan, y El Poder del Perro (The Power of the Dog, 2021), de Jane Campion, y en especial la magnífica Taylor-Joy, aquella de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), maravilla de Robert Eggers, Morgan (2016), de Luke Scott, Fragmentado (Split, 2016), de Shyamalan, Purasangres (Thoroughbreds, 2017), de Cory Finley, Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, y Gambito de Dama (The Queen’s Gambit, 2020), la extraordinaria miniserie de Scott Frank y Allan Scott para Netflix. Más allá del muy buen trabajo en música incidental de Steven Price y en fotografía de Chung Chung-hoon, colaborador asiduo del genial Park Chan-wook, una vez más llama la atención el dinamismo visual y sonoro apabullante de un Wright por suerte aquí bastante más contenido o cauteloso que de costumbre con la idea de imponer un quid de clasicismo paradójicamente iconoclasta y dejar que se luzca la cauta selección musical reglamentaria, destacándose sobre todo lo hecho con temazos como A World Without Love (1964), de Peter and Gordon, Starstruck (1968), de The Kinks, Got My Mind Set on You (1962), de James Ray, Downtown (1964), de Petula Clark, Happy House (1980), de Siouxsie and the Banshees, y la canción que le da el nombre a la película, una no muy conocida de 1968 de Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick & Tich que el realizador destina a la secuencia de créditos finales. El Misterio de Soho analiza la corrupción de aquellas “luces brillantes de ciudad” a las que apuntaba Ray Davies en Starstruck con ironía alarmante y da nueva vida a premisas antiquísimas hoy más que nunca inspiradas en la enajenación antiinstitucional y surrealista de la Trilogía de los Departamentos de Roman Polanski, esa de Repulsión (1965), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), gran basamento de una fábula de crecimiento individual a los tumbos y de una angustia apenas contenida…
Viñetas de una verdad fragmentada La producción artística de Wes Anderson a esta altura acumula un volumen tan importante de modismos y/ o latiguillos formales y temáticos que es garantía absoluta del hecho de que la mitad del público amará cualquier cosa que haga y la otra parte la odiará con muchas ganas, en esencia un típico signo de los tiempos que corren porque vivimos en una etapa histórica en la que todos adoran o detestan con vehemencia semi pueril, para la que sólo se necesita sentimientos viscerales o una colección de energúmenos exaltados, aunque nadie respeta en serio al prójimo o -en este caso- al artista admirado, principalmente debido a que para ello hacen falta conocimientos y un marco ético/ ideológico/ profesional que la enorme mayoría de los mortales ya no tiene, improvisaciones políticas y lobotomizaciones masivas mediáticas de por medio. Vistas a la distancia, las películas del norteamericano caen en dos grupos obvios, el de mayor excelencia, ese compuesto por Tres son Multitud (Rushmore, 1998), Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012), El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) e Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), y el complementario o quizás secundario en términos de calidad, el de Buscando el Crimen (Bottle Rocket, 1996), Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) y Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), no obstante todas en su conjunto son interesantes y le han permitido despegarse de un mainstream actual demacrado y falto de ideas, garra y heterogeneidad, emporio que, como decíamos antes, desencadena reacciones histéricas y a veces ciclotímicas entre la fauna siempre caprichosa de los espectadores y la prensa de cotillón que abarca mucho y aprieta cada día menos y menos, pensemos que los que ensalzan a Anderson celebran el costado más barroco y freak de su cine a lo cajitas musicales algo misantrópicas, amalgama tácita entre el preciosismo, el absurdo lírico y una nostalgia bastante ambivalente que no se decide entre la sonrisa o las lágrimas, y aquellos que atacan al señor señalan que siempre hace lo mismo a nivel visual y que los laberintos discursivos símil Louis Malle u Orson Welles y esa superficie lustrosa, financiada por los gigantes de Hollywood como una Searchlight Pictures que supo ser de la Fox y hoy está en manos de Walt Disney Studios, suelen ocultar la triste pobreza del contenido, éste tendiente a girar alrededor de una serie de problemas familiares, románticos, amistosos y laborales. El regreso del texano, La Crónica Francesa (The French Dispatch, 2021), es sinceramente una de las películas más flojas de su trayectoria y bien puede interpretarse como una triple y fellinesca carta de amor, primero a su revista favorita, The New Yorker, relacionada a esa Gran Manzana donde vivió muchos años, segundo a Francia, ya que en la actualidad reside en París junto a su pareja, la actriz y diseñadora de vestuario de ascendencia libanesa Juman Malouf, y en tercer lugar a aquellas propuestas ómnibus o de sketchs de la década del 60, rubro en el que brillaron los europeos mediante un sinfín de antologías u opus multipartitos. El marco de las mamushkas o miniaturas o casas de muñecas o historias de turno, cuatro en total, es la muerte de un ataque al corazón durante la segunda mitad del Siglo XX del editor del periódico del título original en inglés, Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), otro de los tantos delirantes simpáticos del cine de Anderson que en esta oportunidad estaba asentado en el pueblo ficcional de Ennui-sur-Blasé (Aburrimiento-en-Blasé) y que deja estipulado en su testamento que la publicación del diario debe suspenderse de inmediato, aunque no sin antes sacar al mercado un último número cual despedida en el que se compilarán los cuatro episodios que conforman en sí el metraje: El Reportero Ciclista (The Cycling Reporter) es un retrato de Ennui a cargo de Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), quien recorre la ciudad precisamente en bicicleta, La Obra Maestra del Hormigón (The Concrete Masterpiece), de J.K.L. Berensen (Tilda Swinton), analiza la relación entre un pintor y homicida, Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), y un marchante de arte y gran evasor fiscal, Julien Cadazio (Adrien Brody), que lo eleva al estatus de celebridad en el ambiente cultural, Revisiones de un Manifiesto (Revisions to a Manifesto), de Lucinda Krementz (Frances McDormand), funciona como una especie de triángulo amoroso alrededor de la periodista citada, un líder estudiantil del Mayo Francés, Zeffirelli (Timothée Chalamet), y su equivalente femenino e hiper rebelde, Juliette (Lyna Khoudri), y finalmente El Comedor Privado del Comisionado de Policía (The Private Dining Room of the Police Commissioner), crónica responsabilidad de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), indaga en el secuestro de Gigi (Winsen Ait Hellal), vástago del Comisionado (Mathieu Amalric), por parte de la pandilla de El Chófer (Edward Norton), quien deberá enfrentarse a la peligrosa destreza culinaria del Teniente Nescaffier (Steve Park), un chef asiático que no teme recurrir al veneno en sus apetitosos preparados. Más allá de características que lo acompañan desde los años de Tres son Multitud y Los Excéntricos Tenenbaums, como una ironía tan delicada como hiriente símil Hal Ashby, ese melodrama de cadencia intelectual semejante a Woody Allen, algo del humanismo con permanentes voces en off de François Truffaut y todos los planteos estéticos de Stanley Kubrick, en línea con las tomas simétricas y los juegos con el zoom y la escala cromática, amén de una metamorfosis godardiana del blanco y negro hacia el color y su apego hacia tonalidades pasteles o quizás hasta furiosas en sintonía con Pedro Almodóvar, lo cierto es que en ocasión de La Crónica Francesa el director y guionista, ahora trabajando con una trama craneada por el susodicho y sus colaboradores habituales Roman Coppola, Hugo Guinness y Jason Schwartzman, se vuelca hacia una andanada de influencias e ingredientes varios que extrajo específicamente del contexto artístico galo, ya sea de creadores nativos o de cineastas que han trabajado largo y tendido en Francia a lo ancho de sus respectivas carreras, pensemos en este sentido en la comicidad anti alienación moderna de Jacques Tati, de hecho la película de Anderson arranca recuperando aquel chiste del departamento ridículo y por ello profundamente humano y vital del protagonista de Mi Tío (Mon Oncle, 1958), el inefable Señor Hulot (el propio Tati), la causticidad corrosiva y disonante de Bertrand Blier, sobre todo circa Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978) y Buffet Frío (Buffet Froid, 1979), el surrealismo sutil o cuasi costumbrista tanto de Georges Franju como de Roman Polanski, el primero modelo Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960) y Judex (1963) y el segundo Cul-de-sac (1966) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), y finalmente los dos horizontes sin duda centrales del convite que nos ocupa, en primera instancia el sustrato tragicómico del Jean Renoir de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937) y La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939) y en segundo lugar esos experimentos narrativos lúdicos del Max Ophüls de La Ronda (La Ronde, 1950), El Placer (Le Plaisir, 1952), Madame de… (1953) y Lola Montès (1955), todas inspiraciones claras al momento del encadenamiento entre personajes efervescentes -y en una constante espiral existencial- que hacen de la paradoja pluricultural su idiosincrasia, ahora con la coyuntura turística francesa sustituyendo a su equivalente hindú de Viaje a Darjeeling, a la japonesa macro de Isla de Perros y a aquella bélica de Europa del Este de El Gran Hotel Budapest. En este instante hay que sincerarse y aseverar que al realizador se le ven los hilos por un cansancio formal que opera en torno al desgaste de la fórmula retórica, esta mixtura de temáticas melancólicas adultas y artificio óptico infantil y en cierta medida family friendly cual juguete vistoso que abruma, lo que por cierto no quita que La Crónica Francesa nos regale experiencias maravillosas como esa reflexión acerca de la pomposidad fraudulenta del mundo del arte a lo La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013), joya de Giuseppe Tornatore, y Mi Obra Maestra (2018), del genial Gastón Duprat, una parodia camuflada de las pretensiones revolucionarias de la burguesía que recuerda a La Chinoise (1967), de Jean-Luc Godard, y Los Soñadores (The Dreamers, 2003), de Bernardo Bertolucci, y el gesto cariñoso de rescatar la querida vertiente gala del film noir de Jacques Becker, Marcel Carné, Jean-Pierre Melville, Claude Sautet y José Giovanni, entre otros que pasan a ser homenajeados en El Comedor Privado del Comisionado de Policía, segmento que termina con una persecución exasperada y muy hilarante que a su vez parece una reinterpretación de sus homólogas de Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), de Sylvain Chomet, aunque dejando de lado las caricaturas bizarras y abrazando el diseño de Las Aventuras de Tintín (Les Aventures de Tintin et Milou, 1930-1976), de Georges Remi alias Hergé, máximo representante del estilo de historieta franco-belga denominado “línea clara”. Hoy el texano cae unos peldaños por debajo de Isla de Perros, continúa lejos de su última obra maestra, El Gran Hotel Budapest, y le saca partido a las intervenciones de Anjelica Huston como la narradora, Léa Seydoux como Simone, bella musa y guardiacárcel del loquito Rosenthaler, Saoirse Ronan en el rol de un miembro de la banda de captores de Gigi, señorita bien putona, y de los exquisitos Murray, McDormand, Chalamet, Swinton, Brody, Del Toro, Wright, Norton, Amalric y Wilson, además del magnífico desempeño en fotografía de Robert D. Yeoman y en música de Alexandre Desplat, socios reincidentes del Anderson maduro que sabe muy bien lo que quiere. A pesar de su poca originalidad, las “tableaux vivants” del amigo Wes, pegadas al acervo de Serguéi Paradzhánov, cumplen su cometido en eso de ofrecernos viñetas de una verdad periodística fragmentada en un tiempo que soñaba con la objetividad informativa y lejos estaba aún de toda esa repugnante prensa militante de nuestros días, ya cooptada al cien por ciento por el establishment capitalista…
Sus entrañas se ennegrecieron En una época en la que una y otra vez el cine de género tradicional parece condenado a la muerte -o a lo sumo a un estado terminal perpetuo sin posibilidades de mejora en el corto o mediano plazo- a raíz del enorme volumen de películas horrendas o desastrosas cortesía de realizadores que ya no saben narrar con imágenes y sobreexplican todo con diálogos o locuciones en off para el público de pocas luces, sin que en realidad importe el origen de los susodichos porque hay tantos mediocres en el mainstream pomposo como en la comarca independiente, Scott Cooper por suerte continúa cortándose solo y abriéndose paso como uno de los pocos cineastas con sutileza, personalidad propia, inteligencia y sobre todo una inmaculada destreza para esos relatos simples que pueden llegar a complicarse de manera pronunciada cuando estamos frente a un experto en serio en la construcción de personajes y en el desarrollo dramático de vieja escuela, uno que avanza en función de las necesidades de la propia trama y no según los postulados del marketing, la corrección política y/ o esa pose canchera anodina del Hollywood actual masivo o chatarra para descerebrados. El señor, en esencia un actor que se convirtió en director bajo la tutela de su amigo Robert Duvall, hasta la fecha contaba con un díptico criminal muy bueno y otro un poco menos interesante y de cadencia dramática estándar, el primero está conformado por La Ley del más Fuerte (Out of the Furnace, 2013), parábola sobre la conjunción de familia, pobreza y delito protagonizada por Christian Bale y Casey Affleck, y Pacto Criminal (Black Mass, 2015), genial biopic sobre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), informante del FBI y capomafia de Boston, y el segundo por Loco Corazón (Crazy Heart, 2009), propuesta otoñal sobre un cantante veterano y autodestructivo de country en la piel de Jeff Bridges, y Hostiles (2017), western revisionista con maravillosas actuaciones de Bale y Wes Studi acerca del ciclo del odio ciego en un contexto de conquista de territorios y limpieza étnica. Si bien el guión de Espíritus Oscuros (Antlers, 2021), responsabilidad de Cooper, Henry Chaisson y Nick Antosca, está basado en un cuento corto de este último que fue publicado en 2019 en la revista on line Guernica, un guionista bastante desparejo -artífice de las olvidables La Cabaña (The Cottage, 2012), de Chris Jaymes, y El Bosque Siniestro (The Forest, 2016), de Jason Zada, aunque también cocreador junto a Michelle Dean de una extraordinaria serie para Hulu, El Acto (The Act, 2019)- que aquí se beneficia mucho de la presencia del colega Scott y de la estupenda producción de Guillermo del Toro, lo cierto es que la propuesta en su conjunto significa para el realizador una vuelta prosaica y brutal al ecosistema social mísero norteamericano ya explorado en La Ley del más Fuerte, para colmo con todas aquellas complejidades y superposiciones éticas de índole familiar. Como decíamos antes, la historia es muy sencilla y se centra en dos clanes de un pequeño pueblo boscoso del Estado de Oregón, primero el de Lucas Weaver (Jeremy T. Thomas), un niño que alimenta con animales muertos a su padre, el fabricante de metanfetamina Frank (Scott Haze), y a su hermano incluso menor, Aiden (Sawyer Jones), luego de que ambos fueran infectados por un wendigo, una criatura mitológica vinculada al canibalismo imparable cuyo origen se remonta a los pueblos indígenas de Estados Unidos, y segundo el de Julia Meadows (Keri Russell), una bella maestra de escuela primaria, y su hermano Paul (Jesse Plemons), el sheriff vernáculo, ambos habiendo sufrido maltrato y abuso sexual por parte de su padre, ya fallecido, y la mujer específicamente haciendo lo posible para no recaer en el alcoholismo, una tentación constante. A pesar de que es Frank quien lleva en su interior la presencia maléfica corruptora, a la que conoció en una mina abandonada que utilizaba de laboratorio, Aiden arrastra en parte la voracidad y metamorfosis corporal del progenitor y así provoca la angustia y desnutrición de Lucas, un huérfano de madre y alumno de Julia. La película no esquiva para nada el bulto ni utiliza los típicos detalles seudo cómicos del mainstream para lelos para aligerar la tensión dramática o hacer que el espectador retrasado mental de hoy en día, ese que sufre de déficit de atención y quiere ver mil veces lo mismo, se sienta cómodo, más bien todo lo contrario porque Cooper en esta oportunidad vuelve a echar mano de su tono lúgubre y pausado marca registrada con el objetivo de meterse con temáticas muy pesadas como el abuso doméstico, la pobreza estructural, el olvido absoluto por parte del Estado, la orfandad, el bullying en el colegio, el hambre más lisa y llana, las adicciones, la lenta desmembración de la parentela, los miedos atávicos de la infancia, las vejaciones naturalizadas, el fluir narco, la resiliencia pueril y hasta los viejos crímenes perpetrados contra las tribus que solían poblar el país, masacradas sistemáticamente bajo la excusa de la edificación de una nación moderna que definitivamente no trajo el progreso ni el bienestar general para sus habitantes. Mediante el ardid retórico de hacer que Frank se autoencierre en su precario hogar cual cuarentena, reclusión a la que después se suma su vástago menor, y la estrategia narrativa complementaria de remarcar el hecho de que Julia pudo escapar de la morada del tormento paterno pero sin llevarse consigo a su hermano, quien se quedó soportando el calvario y sin hacer del susodicho un espectáculo símil histeria autovictimizante femenina, el film piensa tanto la dialéctica de la convivencia en las clases populares, una forzada por falta de recursos que lleva a enfrentamientos diarios aunque también a una solidaridad en pantalla simbolizada en el gesto de Lucas de buscarles comida a su padre y su hermano mientras él mismo comienza a pasar hambre, como la lógica de la pronta separación de las familias burguesas cuando los problemas aparecen, un sustrato decididamente llevado al extremo porque en lugar de fugarse con su hermano, otra evidente víctima, Julia se fue sola de la casa familiar y así lo dejó a merced del progenitor. Sin embargo Espíritus Oscuros asimismo equipara el apoyo mutuo de los clanes proletarios con la posibilidad de redención que anida en sus homólogos burgueses, de allí se desprende toda la trama del convite ya que Julia no sólo regresa para reconstituir la relación con su hermano sino que incluso se propone como campeona de Lucas y su gran protectora, suerte de madre sustituta que pretende salvarlo de la reconversión del padre en un monstruo con esa cornamenta del título original en inglés, en sí la representación visual más clásica del wendigo. Con un majestuoso desempeño del elenco, más lo hecho por Florian Hoffmeister en fotografía y por Javier Navarrete en música incidental, la película resulta en simultáneo hiper adictiva y plagada de suspenso, por un lado, y un muy buen resumen de cómo se deberían trabajar todos los latiguillos de los relatos apesadumbrados de raigambre comunal, por el otro lado, pensemos en este sentido que Cooper narra el derrotero de los personajes con una precisión digna del mejor cine indie impiadoso y del mejor J-Horror de antaño y además no teme recurrir a clichés del formato sobrenatural y estudiantil hollywoodense como la presencia de abusones escolares que molestan al purrete protagonista, posesiones en cadena a lo virus muy contagioso o hasta una figura de autoridad que les explica a los investigadores tácitos o explícitos lo que está ocurriendo, en este caso un aborigen entrado en años, Warren Stokes (el insuperable Graham Greene). El realismo seco y siempre adusto del film, correspondiente a situaciones e intercambios verbales, sinceramente es un tesoro invaluable en la coyuntura cultural contemporánea y aunque la realización no sea en suma revolucionaria o siquiera vaya a abrir nuevo terreno discursivo dentro del terror bucólico de desmantelamiento de los lazos colectivos, por lo menos desparrama sabiduría narrativa y constituye un excelente retrato del proceso de ennegrecimiento psicológico de las personas, cuyas entrañas y cuyo odio terminan a la vista de todo el mundo de un momento a otro…
Las malas influencias Por misterios inexplicables de la distribución cinematográfica latinoamericana Z (2019), película canadiense de Brandon Christensen, llega a las salas tradicionales luego de dos años de su verdadera aparición y encima después de haber pasado en 2020 por Shudder, servicio de video on demand vía streaming similar a Netflix y a tantos otros competidores de un rubro ya saturado como consecuencia de la pandemia del coronavirus y de cambios tecnológicos ya en marcha desde el comienzo del nuevo milenio, aunque en este caso especializado en terror, thrillers y fantasía sobrenatural en general. Al igual que muchísimas propuestas semejantes de hoy en día, el film que nos ocupa no tiene ni un gramo de originalidad y se ubica en una medianía que acumula tantos puntos a favor como en contra sin llegar a constituir en última instancia una experiencia interesante aunque tampoco cayendo en el subsuelo cualitativo de los bodrios del mainstream actual de pretensiones populares, lo que por lo menos nos deja con el consuelo -algo mucho lamentable, es cierto- de que la pata indie del cine de género no está tan venida abajo como uno podría esperar. La historia en sí comienza con aquella fórmula del purrete del demonio de La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, pero combinándola con la obsesión fantasmal de Poltergeist (1982), de Tobe Hooper, y a posteriori deriva en una suerte de fábula de fetiche romántico malsano espectral a lo El Ente (The Entity, 1982), de Sidney J. Furie, aunque desde el imaginario del J-Horror en su acepción norteamericana modelo James Wan, léase La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013). Christensen ya había demostrado su prolijidad y falta de ideas novedosas en su obra previa, El Demonio Quiere a tu Hijo (Still/Born, 2017), y lo volvería a confirmar en la siguiente, Superhost (2021), la primera un refrito de las premisas de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli, El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, y El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y la segunda de ingredientes de Misery (1990), de Rob Reiner, y del célebre díptico de Patrick Brice, aquel compuesto por Creep (2014) y Creep 2 (2017), ambas protagonizadas por un tremendo Mark Duplass. Aquí es Elizabeth “Beth” Parsons (Keegan Connor Tracy) la pobre madre que se topa con el hecho de que su hijo de ocho años, Joshua (Jett Klyne), está bajo el halo de la muy mala influencia de una entidad de ultratumba que responde al nombre de Z y que se hace pasar por su mejor amigo, en realidad un trampolín para ejercer presión sobre la mujer, por cierto casada con un tal Kevin (Sean Rogerson) que desde ya no le cree nada cuando le cuenta del acoso fantasmagórico a diferencia de la infaltable figura de autoridad que aporta el saber necesario para desentrañar la verdad, el Doctor Seager (el querido Stephen McHattie), psiquiatra veterano que eventualmente le comunica a Beth que ella también de chica jugaba con un supuesto amigo imaginario que se mostraba bastante posesivo. Z pasa de controlar al nene, llevándolo a empujar desde lo alto de las escaleras a un compañero de escuela, a arremeter contra el marido, matarlo y utilizar de rehén a Joshua con el objetivo de que ella se entregue de una buena vez y se concrete la aparente meta final del monstruo inmaterial, eso de tenerla tanto como pareja sexual como de compañera permanente de juegos pueriles. Christensen, como decíamos con anterioridad, aburre con jump scares remanidos aunque también crea algunos instantes de verdadero suspenso potable gracias a su idea de nunca mostrar del todo al acosador espectral más que por un par de segundos aquí o allá, concepto que puede resultar un tanto exasperante para algunos espectadores con poca paciencia pero que funciona en el marco narrativo del director y guionista, más volcado a la atmósfera tenebrosa que al gore o la carga sexual explícita de la muchísimo mejor El Ente. Z, criatura materializada en un CGI bastante pobretón, se mueve como un psicópata estándar que gana la confianza de sus presas y luego las utiliza para sus caprichos y eso le agrega carnadura al convite, lo mismo ocurre con las mentiras cruzadas del matrimonio Parsons, él ocultándole a ella unas tarjetas rojas de amonestación escolar por el comportamiento violento del niño y ella haciendo lo propio para con su marido en materia de la medicación que le enchufa a escondidas al purrete, a lo que se suma la típica hermana alcohólica y atrapada en la adolescencia, Jenna (Sara Canning), y una madre muriendo de una enfermedad terminal, Alice Montgomery (Deborah Ferguson), lo que genera que Elizabeth, una burguesa de buen pasar, no ande con muchas ganas de andar soportando la ciclotimia freak de su hijo símil esa bipolaridad de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson. El pequeño Jett Klyne y Keegan Connor Tracy, una actriz de una vasta experiencia televisiva, se cargan la película encima y cumplen muy bien pero el opus de Christensen es demasiado derivativo como para tomarlo verdaderamente en serio y para colmo carece del desparpajo y la soltura de la Clase B de antaño al punto de que su sustrato discursivo inofensivo -lejos del gore, la efervescencia y los desnudos- termina siendo su peor enemigo en términos de conseguir destacarse en la comarca retórica de los engendros bajitos del averno a lo La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, y en su homóloga de aquellos espíritus homicidas de Ju-on (2002), de Takashi Shimizu, amén de las posibles comparaciones con obras variopintas recientes como Tenemos que Hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), de Lynne Ramsay, The Babadook (2014), de Jennifer Kent, y Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016), de David F. Sandberg, entre un sinfín de películas parecidas que caen en el raudo olvido…
En el regazo de los Dioses Duna (Dune, 1965), de Frank Herbert, es quizás la mejor novela de la historia de la ciencia ficción, un trabajo intrincado y de una riqueza apabullante a escala ética, social, política, religiosa, económica, filosófica y militar que reclama varias lecturas para comprender la complejidad del mundo retratado por el autor, en esencia un periodista reconvertido en escritor en verdad muy meticuloso. Ambientada diez mil años en el futuro, la historia nos presenta un Imperio Galáctico controlado por un sistema de gobierno feudal en el que dominan tres familias cruciales en un equilibrio tambaleante que admite cuestionamientos de distinta envergadura y tenor, la Casa Atreides del Planeta Caladan, la Casa Harkonnen del Planeta Giedi Prime y la Casa Corrino del Planeta Salusa Secundus, donde reside el Emperador del Universo Conocido, Padishah Shaddam IV, y sus legiones represoras fanáticas, los Sardaukar. El andamiaje del poder incluye además a la Combine Honnete Ober Advancer Mercantiles o CHOAM, mega corporación preponderante en materia del comercio y la banca, la Cofradía Espacial, institución que monopoliza el viaje estelar, y el Landsraad, consejo de nobles que funciona como contrapeso real de la hegemonía castrense del emperador, en suma una camarilla dominada por la misma Casa Corrino, de cuyo linaje salió el susodicho Shaddam IV, la Casa Atreides, al mando del Duque Leto Atreides, y la Casa Harkonnen, controlada por el Barón Vladimir Harkonnen y encargada de extraer con cosechadoras y refinar la sustancia más poderosa y deseada del universo, la melange o especia geriátrica, una droga que se encuentra en la superficie desértica del Planeta Arrakis y que alarga la vida del consumidor, despierta una vitalidad extrema, eleva su cognición y hasta provoca la presciencia o capacidad de vislumbrar el futuro. El emperador cedió a sus socios y testaferros, los Harkonnen, la explotación de Arrakis en lo que derivó en una tensión permanente con los habitantes locales, los Fremen, tribus errantes que llaman Duna a su planeta, resisten el dominio absolutista y mafioso del Imperio Galáctico y sobreviven en el páramo mediante destiltrajes que recuperan el agua de sus cuerpos. La casta que predomina en Arrakis siempre es la más poderosa a nivel económico y político porque la melange, producida por unos enormes gusanos que recorren las profundidades del planeta a lo largo de su misterioso ciclo de vida, es utilizada para navegar por los pilotos deformes de la Cofradía Espacial, por las clases pudientes en tanto signo de superioridad y por las dos principales escuelas de pensamiento que surgieron luego de la Yihad Butleriana, una guerra santa de antaño en la que los hombres destruyeron a los ordenadores, máquinas y robots pensantes que los habían esclavizado, nos referimos a los Mentat, cónclave que reemplaza en la praxis a las computadoras en lo que atañe a la lógica y los análisis predictivos, y las Bene Gesserit, una secta femenina orientada al control corporal y del pensamiento con vistas a mejorar la raza humana por eugenesia positiva o favorecimiento de la reproducción de los considerados más aptos, unas semi hechiceras que acceden sólo a la sabiduría de sus antepasados hembras y por ello están obsesionadas con generar un macho con la misma capacidad de acumular conocimiento genético aunque ya de toda la humanidad, el Kwisatz Haderach, un mesías perfecto llevado al terreno divino cuyo mito impregnó también a los Fremen y a su anhelo de mejoramiento de las arduas condiciones de existencia en Arrakis. La trama en sí de la novela, la cual sería adaptada por la muy despareja película homónima de 1984 de David Lynch, recordada faena producida por Dino De Laurentiis mediante su hija Raffaella, y por la apenas correcta miniserie del 2000 de John Harrison para el Sci-Fi Channel, obra que tuvo una secuela también bastante rutinaria en 2003 a cargo de Greg Yaitanes, es relativamente sencilla porque implica una trampa del Emperador Padishah Shaddam IV contra el Duque Leto Atreides, quien recibe del primero el control de Arrakis luego de una mentirosa expulsión de la Casa Harkonnen de Duna que esconde el objetivo de sacar a los Atreides de su fortaleza en Caladan para eliminarlos como competencia directa de los clanes Corrino y Harkonnen en el Landsraad. Leto tiene de concubina a la Dama Jessica, fémina perteneciente a las Bene Gesserit y súbdita de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, y de hijo a Paul Atreides, un adolescente que desde muy pequeño fue entrenado por su madre, por un Mentat llamado Thufir Hawat y por los soldados de elite Duncan Idaho y Gurney Halleck, siendo la propia Mohiam la que somete al joven al “gom jabbar”, una prueba de dolor extremo con la meta de descubrir si el muchacho es digno sucesor de su padre y de las enormes responsabilidades por venir. Consciente del peligro pero sin la capacidad de negarse, Leto termina siendo traicionado por su médico personal, Wellington Yueh, quien droga al duque y se lo entrega al Barón Harkonnen y su Mentat, Piter De Vries, durante una arremetida masiva de los Sardaukar y las tropas del tremendo Vladimir, quien decía retener a la esposa del doctor cuando realmente la había matado. El barón asesinada a Yueh aunque éste predice la movida y sustituye uno de los dientes de Atreides por una cápsula de gas venenoso, la cual es utilizada por Leto para intentar cargarse al cabecilla de los Harkonnen, quien de todos modos sale con vida y reemplaza al finado De Vries con el Mentat de sus enemigos, Hawat. Jessica, embarazada sin saberlo de Leto e hija ella misma del Barón Harkonnen por los chanchullos genéticos de las Bene Gesserit, y Paul, sufriendo visiones recurrentes acerca de su futuro, huyen al desierto y eventualmente son aceptados por los Fremen, la fémina convirtiéndose en Reverenda Madre de las tribus del páramo al pasar por la Agonía de la Especia, ritual que desbloquea la memoria de la estirpe al ingerir un veneno y transformarlo en inocuo en el cuerpo, y el joven enamorándose de Chani, otra adolescente, y erigiéndose como caudillo bajo el mote de Muad’Dib, con el transcurso del tiempo padre de Leto II y propulsor de una guerra de guerrillas contra los Harkonnen basada en los sabotajes y las muchas incursiones bélicas subrepticias a lo contrarrevolución. Paul ingiere el Agua de la Vida, aquel veneno de la Agonía de la Especia, y después de tres semanas en coma regresa a la lucidez como el Kwisatz Haderach, adalid de una clarividencia todopoderosa a través del tiempo y del espacio, para derrocar al barón montando los gusanos de arena, quien fallece a manos de la pequeña hermana del protagonista, Alia, y para destruir el poder restante del emperador, obligándolo a abdicar a su favor mediante el matrimonio con su hija mayor Irulan Corrino, a su vez manteniendo como concubina a Chani. Ni siquiera el endiosado Paul puede detener la Yihad, un movimiento religioso que se le escapa de las manos y lo tiene como núcleo espiritual en pos de extender los credos Bene Gesserit y Fremen por el universo. Ahora bien, la tercera adaptación oficial de aquella novela primigenia de Herbert, “oficial” porque el libro en cuestión desencadenó gran parte de la ciencia ficción posterior en lo que hace a influencias muy vastas y hasta laberínticas, es Duna (Dune, 2021), maravilla del canadiense Denis Villeneuve, señor que en esta ocasión se inspira en el marco productivo empleado por su colega Andy Muschietti para su díptico de traslaciones de 2017 y 2019 de It (1986), una de las diversas cumbres cualitativas de la carrera de Stephen King, ambas de Warner Bros. Pictures como la presente Duna, la cual opta por limitarse a la primera mitad del trabajo fundacional de 1965, léase finiquitando en la fase inicial de la aceptación de Paul y Jessica en el colectivo de los Fremen y la vuelta al dominio en Arrakis de la siempre brutal Casa Harkonnen, y por escaparle a la inevitable tentación de incluir referencias al igualmente fascinante mundo complementario de las secuelas literarias, una retahíla de novelas en la que únicamente se destacan las primeras cinco continuaciones porque fueron las realizadas por el propio Herbert antes de fallecer en 1986 a los 65 años de una embolia pulmonar, hablamos de El Mesías de Dune (Dune Messiah, 1969), Hijos de Dune (Children of Dune, 1976), Dios Emperador de Dune (God Emperor of Dune, 1981), Herejes de Dune (Heretics of Dune, 1984) y Casa Capitular: Dune (Chapterhouse: Dune, 1985), obras que sin renunciar a los entretelones enrevesados del poder, la sutil marca registrada de la saga, fueron incorporando ingredientes cada vez más fantásticos o metafísicos con la idea de balancear el anhelo de paz de la humanidad y sus luchas intestinas eternas cual dialéctica de las venganzas, los atropellos, las frustraciones y las conjuras en espiral. El guión de Jon Spaihts, Eric Roth y un Villeneuve que viene de otros dos tanques estupendos de ciencia ficción, La Llegada (Arrival, 2016) y Blade Runner 2049 (2017), se concentra por un lado en el carácter atormentado de Paul Atreides (Timothée Chalamet) y la Dama Jessica (Rebecca Ferguson), el primero por su futuro como mesías y ambos por los sacrificios que implica su accidentado derrotero y la misma muerte del Duque Leto (Oscar Isaac), y por el otro lado en las perspectivas opuestas de las dos ramas del imperialismo espacial que se dan cita en Arrakis, un trofeo disputado por la corriente moderada/ piadosa/ seudo humanista o simplemente maquiavélica clásica del mandamás de la Casa Atreides, quien desea pactar con los Fremen en buenos términos para no generar una situación de animadversión sostenida, y aquella otra intolerante que apuesta por la limpieza étnica, la encabezada por el Barón Vladimir Harkonnen (Stellan Skarsgård) y su sobrino Glossu “La Bestia” Rabban (Dave Bautista), propensos a masacrar a los locales siempre que tienen oportunidad para que no se metan en el proceso de recolección de la especia, encarado por cosechadoras gigantescas que penetran en el desierto profundo y son transportadas por naves de carga cuando los peligrosos gusanos osan acercarse, atraídos por las vibraciones en la arena. La película, asimismo, divide implícitamente a la Casa Atreides en función de las diferencias entre las dos manos derechas de Leto, ese Duncan Idaho (Jason Momoa) que es muy amigo de Paul y hace de diplomático para garantizar la paz ante el cabecilla de los Fremen, Stilgar (Javier Bardem), y el algo paranoico Gurney Halleck (Josh Brolin), militar de hierro que siempre desconfía y que en la novela incluso sospecha de una traición por parte de Jessica. Villeneuve, responsable además de otros neoclásicos instantáneos como Maelström (2000), Polytechnique (2009), Incendies (2010), La Sospecha (Prisoners, 2013), El Hombre Duplicado (Enemy, 2013) y Sicario (2015), ya había adelantado que su idea era construir una versión para adultos de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), dando a entender en simultáneo -y con toda la razón del mundo- que la franquicia de George Lucas es para retrasados mentales y que la saga craneada por Herbert es la cúspide de la ciencia ficción intelectual debido a que, precisamente, privilegia las nociones de fondo, las intrigas, el desarrollo de personajes, el peligro acechante y el melodrama shakesperiano del poder por sobre la acción o el patético fetiche con la tecnología por parte de la fantasía del Siglo XX en adelante, obsesión frente a la cual la epopeya del escritor estadounidense propone un ludismo conceptual que sitúa en primer plano la capacidad de los seres humanos de carne y hueso para reemplazar cualquier habilidad de la técnica ortopédica o llevarla hacia nuevos horizontes de ambición y desenfreno. El canadiense evita tanto la exégesis de Lynch como aquella homóloga legendaria de la década del 70 de Alejandro Jodorowsky, un proyecto faraónico encarado junto al productor Michel Seydoux que lamentablemente no prosperó y fue retratado en un glorioso documental de Frank Pavich, Jodorowsky’s Dune (2013), y apuesta a la bella fotografía de Greig Fraser, muy cerca de Ridley Scott, y a la majestuosa banda sonora de Hans Zimmer para ofrecer una interpretación cuidada, adusta y cerebral de una obra magna que supo beber de diversas fuentes históricas y artísticas; pensemos para el caso en esa estructura claustrofóbica de dominio símil Edad Media, las múltiples alusiones al acervo beduino musulmán, la presencia de una dimensión ecológica determinante para los personajes, la figura de un imperio en clara decadencia como aquel encabezado por Roma, el motivo antropológico siempre insistente del choque cultural entre los Fremen y unos invasores que rapiñan su planeta/ hogar a lo Conquista de América, cierto esquema de un mesianismo transreligioso que aglutina elementos del budismo, del cristianismo y del mencionado islamismo, un trasfondo narrativo que se asemeja a una hipotética novela de aprendizaje/ “bildungsroman” inspirada en la fábula del Rey Arturo y en el poema épico Beowulf, la metáfora de la especia geriátrica para pensar el botín por antonomasia del colonialismo y del despotismo monopólico comercial en Medio Oriente, el petróleo, el papel de occidentales concretos como por ejemplo Thomas Edward Lawrence alias T.E. Lawrence en la rauda unificación de las tribus nómadas del desierto y en la reconversión militar subsiguiente para provocar la Rebelión Árabe contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, la influencia de la figura del matriarcado misionero en las Bene Gesserit y su cruzada vía la eugenesia positiva para superar las diferencias burdas de los sexos a través de la creación del Kwisatz Haderach, un manto zen a lo Carl Gustav Jung aplicado a un heroísmo de lenta cocción que se aparta de los poderes automáticos de los superhéroes pueriles de los cómics, y desde ya un regreso en general a las temáticas de Fundación (Foundation, 1951), otra novela exquisita del género aunque de Isaac Asimov, en sintonía con la crisis escalonada del Imperio Galáctico y esa presciencia de una melange empardada en misticismo premonitorio a aquella ciencia de la psicohistoria de Hari Seldon. Más allá de la dinámica retórica del surgimiento de un estadista y líder social polirubro en la anatomía del paradójico Paul, otro de los caudillos patológicos de Herbert eventualmente adictos a la violencia o la egolatría, la película también indaga en la pobreza de las culturas monotemáticas como la occidental, representada en el relato mediante la fijación popular y aristocrática con la especia a lo petróleo aunque también empardada a cualquier clase de energía que resulte fundamental para desplazarse o hacer funcionar los aparatejos de los que están rodeados los bípedos en su contexto cotidiano, por ello los enfoques extractivos en Arrakis de los Atreides por un lado y los Harkonnen y Corrino por el otro pueden ser opuestos aunque ambos responden a la misma lógica predatoria y forman parte del mismo Landsraad, planteo que se complementa a través de las diferentes idiosincrasias alrededor de la melange entre las castas invasoras y los Fremen, éstos considerando a la especia geriátrica un alucinógeno sagrado que extiende la vida, vigoriza la salud y genera sus ojos azules característicos, no obstante para las huestes del imperio y el consejo de nobles, desde la óptica secular del capitalismo pancista e inhumano, la sustancia en polvo constituye el más preciado de los commodities tanto porque su consumo recreativo es sinónimo de estatus jerárquico comunal como debido a que su utilización práctica se hace indispensable en materia de la burguesía del transporte, la Cofradía Espacial, la rama piadosa psicologista en las sombras, las Bene Gesserit, y la tecnocracia que heredó muchas de las destrezas de las máquinas y de las inteligencias artificiales de antaño, hoy prohibidas a posteriori de la Yihad Butleriana, los Mentat. Las significaciones contrastantes en torno al agua, otro recurso compartido por los locales y los extranjeros, asimismo sirven para pintar uno de los grandes motivos del film de Villeneuve y de la saga literaria de Herbert, la hibridación cultural de la mano de una amalgama tragicómica de desconcierto, aceptación o rechazo y finalmente adaptación a lo que el otro tiene para ofrecer, pensemos primero en la sorpresa de los representantes de la Casa Atreides ante la costumbre Fremen de escupir como símbolo de buena voluntad, renuncia honrosa cual ofrenda frente a un prójimo al que se le regala algo tan preciado en la aridez como el líquido, y segundo en la necesidad de estos beduinos aggiornados para con el destiltraje, atuendo que recicla la orina y la transpiración, y esos martilleadores que utilizan para atraer a los gusanos de arena y subirse al lomo del animal con ganchos y cuerdas, medio de transporte ultra bizarro que ha quedado grabado en el imaginario de los amantes de la ciencia ficción por generaciones y generaciones. Todas las actuaciones son muy buenas y parejas y a los nombrados Chalamet, Isaac, Skarsgård, Ferguson, Bardem, Momoa, Brolin y Bautista, se agregan David Dastmalchian como Piter De Vries, Stephen McKinley Henderson en el papel de Hawat, la querida Charlotte Rampling en la piel de Mohiam, Zendaya Maree Stoermer Coleman como Chani, Chang Chen como el pérfido a la fuerza Yueh y Sharon Duncan-Brewster y Babs Olusanmokun como Liet-Kynes y Jamis, respectivamente, personajes centrales del último acto. Entre el steampunk de globos aerostáticos y helicópteros símiles libélulas y la sensación de viajar sobre el regazo de Dioses surcando el desierto, el opus de Villeneuve por fin le hace justicia a la novela aunando lirismo, fastuosidad y contenido valioso de resonancias universales…
Déjenlo arder Se podría decir que Halloween Kills (2021) por lo menos parece mucho más volcada a reproducir los engranajes tradicionales del slasher y no sufre de la evidente indecisión de su predecesora, Halloween (2018), obra que deambulaba algo mucho perdida entre la tragedia de traumas arrastrados en el tiempo, aquel thriller de venganza por encarcelamiento y el susodicho slasher de adolescentes atolondrados asesinados en secuencia, sin embargo lo cierto es que el film anterior era más atractivo a nivel general y estaba mejor construido porque en comparación Halloween Kills ya se asemeja a una secuela improvisada, tonta y burda a más no poder que no sólo cae en la redundancia y en la colección de secundarios innecesarios, pretensiones corales de por medio, sino que además no agrega nada nuevo a las décadas y décadas de franquicia, empezando por Halloween (1978), una película menor del acervo del eterno John Carpenter que copiaba los latiguillos de los giallos de Dario Argento y Mario Bava en línea con el homicida misterioso, las tomas subjetivas más o menos esporádicas y la incompetencia total de la policía, esa que le permitía a diversos exponentes de nuestra sociedad civil encarar sus investigaciones para en primera instancia identificar al loco, casi nunca una caricatura tan poco imaginativa del cuco como Michael Myers, y en segundo lugar arrestarlo o -llegado el caso- incluso matarlo, una eventualidad que solía ocurrir debido a que el querido psicópata en cuestión siempre ofrecía resistencia. Si el opus del 2018, dirigido y escrito por el mismo director de la presente, David Gordon Green, hizo todo lo posible para saltearse Halloween II (1981), aquella agradable película que en buena medida transcurría en un hospital y nos ofrecía el giro melodramático de que Myers era el hermano de su bella archienemiga Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), en esta oportunidad Halloween Kills confina a Strode -de nuevo- en un hospital, producto de la batalla del último acto del convite previo, y al mismo tiempo, como decíamos, llena al relato con una retahíla de burgueses aburridos con destino de víctimas siguiendo una y otra vez el mismo formato expositivo, léase escena de presentación de cinco minutos, primer indicio de acercamiento por parte de The Shape y carnicería fugaz reglamentaria. Green demuestra ser un incompetente absoluto para generar suspenso, miedo o un mínimo interés en el espectador para con lo que acontece en pantalla, y esto hasta pareciera reconocerlo sistemáticamente a lo largo del desarrollo porque atiborra a la propuesta con flashbacks incomprensibles, situaciones descabelladas que tiran por la borda la idea de humanizar a Myers y demasiadas referencias nostálgicas y huecas mediante cameos muy berretas de actores del pasado de la saga. Para colmo de males el cineasta pendula entre una fotografía apaciguada clasicista e instantes cuasi videocliperos posmodernos que parecen sacados de una publicidad boba que licúa el quid de la masacre, embelleciéndola a pura contradicción. Los problemas de Halloween Kills son varios y abarcan la noción de seguir utilizando de manera maniática a Curtis, una veterana con más de 60 años que empezó interpretando a una niñera púber y que ya no está para andar haciéndose la luchadora freak a toda pompa, precisamente por ello aquí su participación es mucho menor que su homóloga del opus anterior, luego viene la idea de continuar atando cabos con el pasado como si a alguien realmente le importase la correlación de personajes y situaciones en un slasher sustentado en las muertes coloridas y siempre cruentas, de allí que no funcione prácticamente nada en Halloween Kills porque todos los diálogos de pretendida profundidad dramática caen en el absurdo en un contexto de matanza non stop a instancias de una fuerza ya sobrenatural e imparable como el tremendo Michael, y en último lugar viene el doble anhelo de por un lado seguir aprovechando la dinámica de cofradía femenina de abuela/ Laurie, hija/ Karen (Judy Greer) y nieta/ Allyson (Andi Matichak), un planteo en esta ocasión totalmente desaprovechado, y por el otro lado apostar fuerte a una turba proclive al linchamiento y encabezada por Tommy Doyle (Anthony Michael Hall), uno de los sobrevivientes de la carnicería del film de 1978, lo que ahora genera la muerte de un inocente cual sospechoso facilista de la muchedumbre encolerizada y bien ciega, un sujeto al que llevan a arrojarse desde una ventana del hospital sin que medie un ápice de sutileza narrativa, humana o ética. Quizás lo mejor del trabajo de Green, un director de dramas y comedias del rubro indie que mucho no sabe de cine de género duro y se nota, es la música de Carpenter, su hijo Cody y Daniel Davies, nada menos que el vástago de Dave Davies de The Kinks, y el importante peso del gore y esto tiene que ver con el hecho de que una de las productoras involucradas es la de Jason Blum, un especialista en terror que no teme meterse a pleno en la masacre y por lo menos en ese apartado ser fiel a la franquicia, no obstante en Halloween Kills no hay ni un gramo de erotismo, otro componente fundamental del slasher desde siempre, ni tampoco de trasfondo cinematográfico artesanal debido a que la película que nos ocupa está imbuida de la impersonalidad y la velocidad maquillada de paciencia del mainstream que pretende apuntar a los adultos pero sin descuidar a los adolescentes, malinterpretándolo todo, segmentándolo desde la iconografía marketinera idiota y volcando a la película en su conjunto hacia el terreno de un híbrido que no deja satisfecho a nadie por su carácter convulsionado, remanido, torpe, lelo e inconducente, siempre caminando y caminando sin llegar a ningún lado a escala discursiva porque no hay ni un maldito personaje interesante, el metraje es por demás excesivo, el regreso del Doctor Samuel Loomis es irrespetuoso para con el inolvidable Donald Pleasence y las actuaciones resultan insólitamente flojas y derivativas. Lejos del dejo inconformista e irrespetuoso de las muy disfrutables entregas de Rob Zombie, Halloween: El Comienzo (Halloween, 2007) y Halloween II (2009), y ni siquiera llegando al mega trash del ciclo que va desde Halloween 4: El Regreso de Michael Myers (Halloween 4: The Return of Michael Myers, 1988) hasta Halloween: Resurrección (Halloween: Resurrection, 2002), Halloween Kills lo único que despierta es ganas de que dejen en paz a The Shape o lo maten de una buena vez, en sintonía con los gritos de “déjenlo arder” de Strode cuando ve a los bomberos yendo a apagar el incendio destinado a finiquitar la existencia de Myers, una que hasta los fans más acérrimos y descerebrados de la saga ya no pueden tomarse en serio porque se ha transformado en un significante vacío, otrora the boogeyman y ahora un maniquí que no asusta ni fascina ni sorprende a nadie…