Hijos de Odín La nueva película de Robert Eggers, la extraordinaria e hiper nihilista El Hombre del Norte (The Northman, 2022), no sólo constituye una lección magistral de cine, una de esas que ya prácticamente no existen en el mainstream lobotomizado y conformista de nuestros días, sino que además por un lado se aparta bastante de sus dos obras previas, La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015) y El Faro (The Lighthouse, 2019), porque cambia el contexto de aislamiento y claustrofobia de antaño, eje de la trágica convivencia entre los antihéroes de ambas realizaciones señaladas, por los espacios abiertos de una Irlanda, sede crucial del rodaje, que pasa por una Islandia plagada de mesetas verdes y con una generosa actividad volcánica, y por el otro lado se mantiene cerca de aquellas en lo que atañe a la fascinación insistente del director y guionista para con la antropología social, el folklore de tiempos más o menos remotos, sus dialectos específicos, las costumbres animistas hoy ya desaparecidas, un paganismo de impronta siempre arrolladora e iconoclasta, la doble faceta -esclavizadora y liberadora altisonante- del mismo y por supuesto esa mitología que abarca a divinidades, personajes, figuras y entidades que también se mueven en la línea divisoria entre lo maléfico y lo benigno porque Eggers le escapa a ese maniqueísmo barato típico de Hollywood y en su cine de género furiosamente artístico y preciosista hallamos criaturas paradójicas como aquellos Thomasin (Anya Taylor-Joy) y Black Phillip (Wahab Chaudhry) de La Bruja, moldeados a partir de la larga tradición de la hechicería femenina y de Pan, el Dios de los pastores, la fertilidad y la sexualidad masculina en la mitología griega, y como aquellos Thomas Howard (Robert Pattinson) y Thomas Wake (Willem Dafoe) de El Faro, construidos respectivamente a partir de Prometeo, el titán amigo de los mortales que robó el fuego para entregarlo a la humanidad, y Proteo, Dios del mar que podía predecir el futuro aunque evitaba hacerlo cambiando constantemente de forma/ aspecto para no ser atrapado. Aquí el “patrón simbólico” a seguir es la leyenda medieval escandinava de Amleth, relato popular que llegaría a difundirse en todo el globo cuando William Shakespeare lo adaptase de manera literal en Hamlet (1603), celebre tragedia que recuperó muchos latiguillos del mito original, basado en un poema islandés perdido del Siglo X e inmortalizado en textos como Chronicon Lethrense (Siglo XII), de autor anónimo, y Gesta Danorum (Siglo XIII), de Saxo Grammaticus, como la premisa de base homologada al periplo de venganza del Príncipe Amleth durante la Edad del Hierro luego de que su tío, Feng, asesinase a su padre, Horvendill, bajo el mandato de la maquiavélica esposa de este último, Gerutha, quien no se consideraba querida por el finado, amén de detalles adicionales como una locura fingida, estratagemas para aislarlo, controlarlo o asesinarlo por parte del flamante soberano de los jutos y la muerte en batalla del protagonista, alegoría sobre el alto precio de la venganza. En esta oportunidad Amleth (Oscar Novak de niño, Alexander Skarsgård ya como adulto) se transforma en heredero de su padre, Aurvandill (el gran Ethan Hawke en esta cita del acervo cultural germánico), gracias a la intervención del brujo Heimir (Dafoe), no obstante atestigua cómo su tío, Fjölnir (Claes Bang), el único hermano de su progenitor, lo asesina sin piedad y manda a matar a su vástago, lo que lo obliga a huir y a transformarse con los años en un guerrero nórdico salvaje que asedia y esclaviza a las tribus más débiles junto con otros vikingos amantes del saqueo y la violencia en Europa y la futura Rusia. Cuando se entera de que Fjölnir, llamado El Deshermanado, perdió su reino a manos de otro jerarca y mutó en señor feudal que cría ganado en Islandia, se hace pasar por esclavo para llegar a sus dominios y comenzar su revancha, sin embargo encuentra a su madre, la Reina Gudrún (Nicole Kidman), casada con el villano y se enamora de una hermosa esclava, la hechicera Olga (Taylor-Joy), quien lo ayuda a llevar a cabo un plan brutal de ajuste tardío de cuentas. Si bien se puede seguir diciendo que el corazoncito de Eggers está volcado al horror, ya que de hecho es el único género que se sumerge sin culpa en el arte de la desmembración y la evisceración por una honestidad expresiva absoluta en materia del pesimismo o desprecio hacia una criatura por demás vil, delirante y traicionera como el ser humano, El Hombre del Norte juega claramente con los recursos paradigmáticos de las épicas de aventuras y de los thrillers de desquite del mismo modo en que La Bruja y El Faro lo hicieron con las efigies, el puritanismo, los rituales, las compulsiones y las fantasías más truculentas de Nueva Inglaterra, la primera dentro del enclave del terror sobrenatural satánico de emancipación femenina y la segunda en el terreno del drama de descenso hacia la demencia con chispazos de homoerotismo y de una relación de maestro/ discípulo que se iba al demonio. Mediante el personaje de Dafoe, otro semejante de Ingvar Sigurdsson y aquella vidente tenebrosa en la piel de Björk Guðmundsdóttir alias simplemente Björk, por cierto colaboradora habitual del coguionista de turno de Eggers, Sigurjón Birgir Sigurðsson alias Sjón, poeta y novelista que firmó muchas letras para la archiconocida cantante y compositora islandesa y que viene de trabajar con Valdimar Jóhannsson en la desquiciada Cordero (Lamb, 2021), el film que nos ocupa va introduciendo una imaginería surrealista exquisita que representa no sólo las visiones pomposas de Amleth, preso como lo somos todos de la idiosincrasia y la cultura de su tiempo, sino asimismo la riqueza de la mitología nórdica en su conjunto y el sentir social de todos estos “hijos de Odín”, en suma una cosmovisión apasionante que el cineasta recrea en imágenes tan bellas y adictivas como espantosas que a su vez ponen en primer plano cuánto se puede conseguir cuando se utiliza al aparato hollywoodense en función del arte y no de la estupidez clasicista lavacerebros para el público más ignorante, de allí el desenlace moralmente abierto -en las puertas del Valhalla- que no sanciona o celebra esta carnicería. En su tercer opus Eggers acelera el ritmo narrativo para acercarse a un relato de acción a toda pompa pero sin jamás descuidar o traicionar sus marcas autorales, como por ejemplo el gustito por los travellings elegantes, una puesta en escena inmaculada, una fotografía que está siempre al servicio de la narración y los personajes, metáforas frondosas que en parte remiten a Darren Aronofsky y Ken Russell, la aculturación a la fuerza de los antihéroes, enfrentamientos furtivos y en verdad demoledores, una crueldad lírica sólo equiparable a la animadversión de fondo, la presencia de lo prohibido erótico empardado al tabú -aquí la abiertamente incestuosa y filicida Gudrún- y finalmente una idea general de adaptar todo lo anterior a las necesidades de nuestra faena, por ello el realizador eligió como protagonistas fundamentales a Taylor-Joy, una genia que ya demostró con amplitud su valía como actriz desde, precisamente, La Bruja, y a Skarsgård, intérprete sueco cuya trayectoria hasta este momento parece haber sido una larga preparación para componer a Amleth, en este sentido basta con recordar que sus rasgos más importantes, léase su semblante de buen mozo y su cuerpo/ físico prominente, lo habían encasillado en muchas propuestas olvidables de acción y aventuras o en epopeyas románticas/ melodramáticas/ de suspenso, aquí más que nunca demostrando que puede llevar sus mejores trabajos a la fecha, aquellos televisivos de The Little Drummer Girl (2018) y Big Little Lies (2017-2019), hacia el siguiente nivel, el de la excelencia innegable. De la mano de aportes prodigiosos como el diseño de producción de Craig Lathrop, la fotografía de Jarin Blaschke, la edición de Louise Ford y la música de Robin Carolan y Sebastian Gainsborough, casi todos colaboradores reincidentes de Eggers, éste redondea una odisea de una intensidad y un desparpajo espeluznantes que erigen la mejor y definitiva gesta vikinga del cine y ponen en vergüenza a la legión de autómatas sin alma ni ideas ni cojones que se dicen directores y se la pasan rodando bodrios hoy en día…
Trotando, trotando y trotando Que una película tan mediocre como Desesperada (The Desperate Hour, 2021), dirigida por Phillip Noyce y escrita por Chris Sparling, llegue a las salas cinematográficas de Latinoamérica no debería sorprendernos porque desde la década del 90 casi siempre las distribuidoras locales privilegiaron los latiguillos comerciales más burdos por sobre la calidad de las realizaciones estrenadas, algo que no cambió para nada ni con la pandemia del covid-19 ni con la supremacía de los servicios de streaming en tanto nuevos canales de distribución hogareña que reemplazan a los formatos físicos, hablamos del DVD y el blu ray. En vez de tratar de diferenciarse -vía la adquisición de films valiosos o de autor o de géneros poco trabajados- de los tanques millonarios hollywoodenses que copan las salas y del enorme volumen de bazofias que encontramos en el catálogo de Netflix y en letrinas semejantes, los distribuidores latinoamericanos continúan comprando bodrios que según ellos garantizan un mínimo de asistencia popular mediante actores conocidos, en este caso Naomi Watts, y/ o alguna fórmula hiper trabajada y aceptada por todos, ahora el cliché del “thriller vertiginoso” sustentado en una catarata de llamadas telefónicas y mensajes varios. Muy lejos de los mejores exponentes del formato en cuestión, espectro que abarca desde lo estadounidense hiper demagógico aunque disfrutable de Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), de Joel Schumacher, y Celular (Cellular, 2004), de David R. Ellis, ambas escritas por el querido Larry Cohen, hasta la pata europea más verosímil de El Desconocido (2015), del español Dani de la Torre, y La Culpa (Den Skyldige, 2018), del sueco Gustav Möller, la primera sostenida en una gran actuación de Luis Tosar y la segunda en una equivalente de Jakob Cedergren, Desesperada cuenta con un metraje de apenas 84 minutos pero aun así aburre con su colección de conversaciones previsibles, flashbacks melosos/ lacrimógenos, situaciones repetidas y un background de cartón pintado para cada uno de los personajes, combo que no consigue corregir una Watts también productora que literalmente es lo único bueno de la película del australiano Noyce, quien empezó a dirigir en la frontera espiritual entre el ozploitation y la Nueva Ola Australiana de los 70 y 80 y por cierto no entrega una propuesta potable desde Cerca de la Libertad (Rabbit-Proof Fence, 2002) y El Americano (The Quiet American, 2002), lo que nos dejó con dos décadas eternas de convites fallidos. El guión de Sparling, aquel de Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo Cortés, El Mar de Árboles (The Sea of Trees, 2015), opus de Gus Van Sant, y El Aviso (2018), de Daniel Calparsoro, empieza más o menos realista con una madre trotando una mañana cualquiera en las afueras del pueblo de Lakewood, Amy (Watts), viuda desde hace un año, debido a un accidente automovilístico en el que murió su marido, que tiene una hija pequeña, Emily (Sierra Maltby), y un vástago adolescente introvertido que sufre bullying en el colegio, Noah (Colton Gobbo), sin embargo el asunto de a poco se va yendo al soberano demonio cuando la escuela secundaria del lugar padece el ataque de un loquito desconocido, Noah se transforma en sospechoso de la policía y la misma Amy, una empleada del fisco, muta en una especie de superagente improvisada que empieza a investigar a la distancia, mientras está semi perdida en el medio del bosque o de rutas inhóspitas, la identidad del responsable para exonerar a su hijo y detener la masacre, sujeto que resulta ser Robert Ellis (Andrew Chown), un ex alumno del colegio anodino de turno y ex empleado del servicio de comida que también sufrió burlas y humillaciones y consideró que lo mejor sería fusilarlos a todos. La historia en general es remanida a más no poder, la inventiva brilla por su ausencia, el celular de Amy parece contar con una batería infinita, los intentos de comentario social de última hora de Sparling están manejados con trazo muy grueso -sermón sobre las masacres estudiantiles símil Columbine en 1999 de por medio- y para colmo de males Noyce, como decíamos antes, ya perdió la chispa ochentosa de las disfrutables Terror a Bordo (Dead Calm, 1989) y Furia Ciega (Blind Fury, 1989), su homóloga de los thrillers de espionaje a lo Juego de Patriotas (Patriot Games, 1992) y Peligro Inminente (Clear and Present Danger, 1994) y hasta su acepción más grasienta del suspenso, aquella de Sliver (1993), El Santo (The Saint, 1997) y El Coleccionista de Huesos (The Bone Collector, 1999). Entre intercambios rutinarios con gente del 911, una amiga, un operario de un taller mecánico, un compañero laboral y esbirros de la policía que insólitamente la hacen interactuar con Ellis para que lo distraiga mientras los agentes de SWAT lo “dan de baja” definitivamente, la película resulta un verdadero despropósito que por lo menos nos deja tranquilos sobre el buen estado de salud de una Watts que pasados los 50 años adora trotar, trotar y trotar…
El castigo como bumerán La última película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, El Joven Ahmed (Le Jeune Ahmed, 2019), mantiene el sustrato social combativo de toda su filmografía a lo Ken Loach y lo vuelca hacia sus coqueteos con el cine de género en general y los thrillers en particular: el film cuenta con reminiscencias de obras similares previas de los directores y guionistas como El Hijo (Le Fils, 2002), El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008) y La Chica sin Nombre (La Fille Inconnue, 2016), ahora analizando la obsesión homicida del adolescente del título, Ahmed (Idir Ben Addi), un muchacho viviendo en una comunidad islámica en Bélgica, contra una docente llamada Inès (Myriem Akheddiou), a la que acusa de puta y apóstata por acostarse con un judío, enseñar árabe moderno y utilizar canciones en sus clases que para los musulmanes ortodoxos desvirtúan las enseñanzas de Mahoma. Bajo la influencia del imán de su mezquita, Youssouf (Othmane Moumen), el protagonista entra en una espiral fundamentalista que lo lleva primero a cuestionar a las dos mujeres de su familia, su hermana Yasmine (Cyra Lassman) y su madre (Claire Bodson), por beber alcohol y no usar hiyab y después a atentar contra la vida de Inès con un cuchillo, episodio del que ella sale ilesa y motiva que Ahmed sea encerrado en un reformatorio para menores. A pesar de las buenas condiciones del instituto correccional y el hecho de que su hermano, Rachid (Amine Hamidou), testifica contra el imán y su trasfondo fanático, el muchacho no aminora sus intenciones de cargarse a la mujer porque considera al “proyecto” una ofrenda a Alá acorde con las palabras del Profeta en el Corán y según la propia experiencia familiar, ya que el primo de Ahmed murió en un acto terrorista y así se transformó en un mártir en la cruzada contra los infieles y sus socios hebreos y cristianos. Convencido de que el único árabe válido que se debe impartir a nivel pedagógico es el clásico correspondiente al Corán, el joven a posteriori vuelve a intentar matar a Inès -con un cepillo de dientes afilado contra el piso de su celda cual pico mortal- en el contexto de una reunión con su víctima de impronta psicológica reparadora, no obstante la mujer rompe en llanto apenas lo ve y es sacada de inmediato de la habitación sin una mísera oportunidad real de que se produzca el embate homicida. La trama incluye un también problemático acercamiento romántico hacia una chica, la hermosa Louise (Victoria Bluck), que forma parte de una familia propietaria de una granja que suele cobijar a los reos infantiles del Estado para que realicen tareas varias relacionadas con el mantenimiento de las instalaciones y el cuidado de los animales. Aquí los cineastas belgas esquivan aquellas penurias económicas de los inmigrantes de El Silencio de Lorna y los misterios de fondo de La Chica sin Nombre para redondear una propuesta que es bastante más abstracta y a la vez directa, porque por un lado en esta ocasión examinan el choque cultural entre facciones distintas del Islán, que asimismo por supuesto se condicen con un conflicto entre el país anfitrión y los inmigrantes, y por otro lado abandonan todo enigma con el objetivo manifiesto de colocar en primer plano de manera permanente el suspenso de la amenaza en ciernes y la estructura mental del propio Ahmed, cuyas motivaciones para sus acciones son tan cristalinas/ explícitas como el agua y se explican por su relativamente reciente conversión a la ortodoxia musulmana. Dicho de otro modo, hoy nos topamos con un encontronazo entre la modernidad y su paz hipócrita y una tradición muy sincera pero notoriamente violenta e intolerante para con el diferente, en este caso sin duda las mujeres, el blanco más fácil que identifica el muchacho por la sencilla razón de que son aquellas que lo criaron y las que conforman en conjunto un “otro” que conoce de sobra, al que quiere amoldar/ adaptar a los postulados del fundamentalismo no tanto por la creencia o fe en sí sino más bien como un claro mecanismo de reafirmación cultural de índole árabe en medio de una nación y un idioma que se sienten profundamente ajenos, como de hecho lo son Bélgica y ese francés que se utiliza para toda comunicación. Lejos de sus mejores películas, léase La Promesa (La Promesse, 1996), Rosetta (1999), la citada El Hijo, El Niño (L’Enfant, 2005), El Silencio de Lorna y Dos Días, Una Noche (Deux Jours, Une Nuit, 2014), y más cerca de obras inferiores pero muy dignas e interesantes en la línea de El Chico de la Bicicleta (Le Gamin au Vélo, 2011) y La Chica sin Nombre, El Joven Ahmed es una propuesta de neto corte bressoniano orientada a una disquisición filosófica alrededor del concepto del castigo o escarmiento social como un bumerán que eventualmente volverá para cortarnos esas mismas manos que utilizamos para atormentar o adoctrinar al prójimo, detalle que queda de relieve en el tercer y último intento de asesinato, cuando en el desenlace el protagonista se halla en una situación desesperada y las cosas a nivel general se invierten cual una jugada irónica del destino en la que los planes no llegan a sobrevivir al contacto con la impiadosa realidad, esa a la que las cruzadas moralistas, religiosas o simbólicas poco le importan. Los Dardenne osan meterse con un tema siempre delicado en Europa como la radicalización de ese aluvión de inmigrantes que ellos mismos desencadenaron con sus “aventuras” colonialistas y esa retahíla de rapiña, hambre, indigencia y destrucción ambiental que dejaron a su paso a lo largo de siglos y siglos en los diferentes continentes del globo, a lo que se suma la enorme ineficacia del aparato de “contención” estatal -maestros, psicólogos, asistentes sociales, guardias, etc.- en materia de garantizar una verdadera reconversión del muchacho en eso de suprimir el fetiche para con los asaltos contra el chivo expiatorio de turno, la pobre de Inès. Una vez más pareciera que el ser humano sólo aprende cuando llega al límite de su obsesión y por motu proprio decide replantearse el camino y privilegiar el respeto por sobre los dictámenes caprichosos que imponen a terceros una manera de vivir o actuar a la que no suscriben…
Una red subterránea de hongos La nueva propuesta de Mike Mills, C’mon C’mon (2021), no ofrece nada particularmente nuevo o siquiera original que no haya sido visto en las anteriores Thumbsucker (2005), Beginners (2010) y 20th Century Women (2016), todas películas apenas correctas, bastante lánguidas, amigas de la frontera entre la comedia y la tragedia y repletas de elementos autobiográficos y estereotipos de la emotividad delicada que podrían haber causado una “mejor impresión” en la escena cinematográfica indie de aquellos años 80 y 90, aunque interpretadas desde nuestro presente se le ven todos los hilos y esa pose cínica camuflada vía una catarata de sentimentalismo introspectivo que además la va de nostálgico y sincero en términos de una idiosincrasia metropolitana agitada. Para comprender esta melancolía autoconsciente de fondo hay que entender quién es Mills, en esencia un adalid simpático pero muy rutinario de la Generación X y un director de videoclips y diseñador gráfico especializado en afiches y en el arte de tapa y el packaging discográfico que trabajó para The Jon Spencer Blues Explosion, Air, Pulp, Everything but the Girl, Moby, The Divine Comedy, Beth Orton, Yoko Ono, Blonde Redhead, The National, Beck, Sonic Youth, Beastie Boys y Martin Gore de Depeche Mode, amén de haber formado parte a mediados de la década del 90 de la banda de rock alternativo Butter 08 con gente de The Jon Spencer Blues Explosion, Cibo Matto y Skeleton Key al extremo de editar un álbum homónimo en 1996 en la compañía discográfica de los Beastie Boys, la hoy desaparecida Grand Royal. Mezcla de géneros que suelen ir juntos como el drama familiar, la road movie existencial y la gesta de pugna simbólica intergeneracional más o menos implícita, C’mon C’mon es muy sencilla y gira en torno a la relación entre un niño retraído de Los Ángeles en la piel del actor británico Woody Norman, Jesse, y un periodista radial que recorre Estados Unidos entrevistando a purretes sobre la sociedad del nuevo milenio y el futuro en general, el tío del muchacho que responde al nombre de Johnny y está interpretado por el gran Joaquin Phoenix, quien viene de ganar el Oscar a Mejor Actor por Joker (2019), de Todd Phillips, y continúa eligiendo con sumo cuidado las contadas películas en las que interviene como lo demuestran las variopintas The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot (2018), de Gus Van Sant, You Were Never Really Here (2017), de Lynne Ramsay, Irrational Man (2015), de Woody Allen, Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, y Her (2013), del tremendo Spike Jonze. La madre de Jesse, Viv (Gaby Hoffmann), estuvo peleada un año con Johnny por las diferentes perspectivas a la hora de cuidar a la progenitora demente de ambos, Carol (Deborah Strang), la cual ya falleció y ahora la mujer debe volver a lidiar con el asunto en ocasión de su esposo y el padre del niño de nueve años, Paul (Scoot McNairy), quien sufre delirios paranoicos y vive en Oakland por una separación. Mientras Viv se encarga de internar en un neuropsiquiátrico a su ex, Johnny cuida del mocoso y lo lleva en un viaje a Nueva York y después a Nueva Orleans. Como si se tratase de una realización de Alexander Payne pero mucho menos astuta e incisiva, o una de Allen aunque sin ser particularmente graciosa o irónica en serio, o hasta quizás una faena cuasi documental símil Reds (1981), de Warren Beatty, adepta a mechar todo el tiempo entrevistas con personas reales que complementan y enriquecen lo narrado pero sin que haya grandes descubrimientos discursivos/ retóricos/ narrativos en ese campo, el film de Mills está apuntalado en la excelente química actoral entre Norman y Phoenix, el estupendo desempeño de Robbie Ryan en materia de una altisonante fotografía en blanco y negro y una banda sonora en verdad atractiva que incluye composiciones o interpretaciones muy diversas de Wolfgang Amadeus Mozart, Dieterich Buxtehude, Claude Debussy y Emahoy Tsegué-Maryam Guèbrou pero también de The Primitives, Wire y Lee “Scratch” Perry, entre otros. Como siempre acontece en las propuestas del director y guionista, el desarrollo de personajes es más o menos convincente y nunca llega a molestar por pavadas de índole banal o boba hollywoodense porque todo el tiempo se preocupa por mantener un verosímil estable en el que Johnny, como tantos adultos, se niega a hablar de su pasado y Jesse, como tantos nenes, se muestra obsesionado con tratar de descubrir mayores detalles sobre los secretos del clan porque sabe que allí se ocultan los traumas detrás de relaciones dañadas y conflictos siempre persistentes, planteo al que se suma la actitud optimista pero precavida de los jóvenes entrevistados por el tío para un ignoto especial radial del futuro. El problema principal de C’mon C’mon, el cual por cierto es el mismo de muchas de estas odiseas artys del Siglo XXI que pretenden recuperar el acervo honesto y descarnado del indie de finales del milenio previo sin la convicción y las herramientas formales de antaño, se condensa en una prolijidad excesiva y marketinera que le resta honestidad dramática al asunto y pone en primer plano el hecho de que la realización, pretendiendo abrazar el documentalismo y la inteligencia de otros tiempos, no sólo no consigue su objetivo sino que se convierte en un ejemplo involuntario de la pobreza discursiva del cine internacional actual y su propensión hacia el psicologismo barato y los manuales de autoayuda para lelos de la posmodernidad, panorama que por supuesto asimismo implica que Mills no es Peter Bogdanovich o Paul Mazursky y que estos inconvenientes de la burguesía masoquista del Primer Mundo resultan algo mucho patéticos y autobuscados vistos desde nuestra periferia empobrecida. Así como buena parte de los diálogos se basan en el latiguillo actual de la expresividad sin frenos y la comunicación ultra fetichizada como panacea para todos los problemas vinculares humanos, algo representado en pantalla en una escena en la que Jesse les comenta a los adultos que los árboles están conectados por una vasta red subterránea de hongos a lo amalgama cultural diacrónica y sincrónica, el núcleo de C’mon C’mon, donde realmente sale victoriosa, reside en el análisis del contrapunto entre el egoísmo histérico habitual de los niños y la autoindulgencia improvisada y muy decadente de los mayores…
Esclavo del amor Para comprender los diversos problemas de Cyrano (2021), dirigida por el siempre errático Joe Wright, hay que tener presente el recorrido histórico que nos llevó hasta este punto: Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655) fue un poeta, libertino, dramaturgo, duelista fanático, novelista, filósofo, gran precursor de la ciencia ficción, satirista, militar, epistológrafo y veterano de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que inspiró una famosísima obra de teatro -escrita en versos a lo melodrama lírico muy ficcionalizado- de Edmond Eugène Alexis Rostand, Cyrano de Bergerac (1897), la cual con el tiempo fue adaptada en numerosas oportunidades a la gran pantalla, como por ejemplo Cartas a mi Amada (Love Letters, 1945), de William Dieterle, Cyrano de Bergerac (1950), de Michael Gordon, Sueños Eléctricos (Electric Dreams, 1984), de Steve Barron, Roxanne (1987), de Fred Schepisi, y Cyrano de Bergerac (1990), el prodigioso film de Jean-Paul Rappeneau con Gérard Depardieu como el protagonista, sin lugar a dudas el mejor de todos. El opus de Wright se basa en Cyrano (2018), musical teatral de Erica Schmidt, en esta ocasión también firmando el guión, que retomó aquel trabajo de Rostand respetando a rajatabla la historia y sustituyendo la archiconocida nariz puntiaguda del poeta por un simple caso de enanismo. Cyrano no sólo no ofrece nada nuevo que no haya sido visto en la epopeya de Rappeneau con Depardieu, para colmo construida alrededor de un guión escrito por el director y el genial Jean-Claude Carrière, sino que no consigue despegarse de la prototípica medianía cualitativa del deprimente mainstream contemporáneo, tanto a escala formal y temática como musical en sí, ahora con la “puntada en el costado” adicional de que film y obra de teatro cuentan con la intervención decisiva de los integrantes principales de The National, el letrista y cantante Matt Berninger y los hermanos gemelos guitarristas, tecladistas y compositores Bryce y Aaron Dessner, hablamos de una banda del rock indie yanqui que supo ser relevante en los años de Boxer (2007) y High Violet (2010), que viene decayendo desde entonces tracción a repetirse sin cesar y que aglutina influencias varias de gente como Leonard Cohen, Wire, Nick Cave and the Bad Seeds, Morphine y Wilco, entre otros. La trama vuelve a indagar en la elocuencia romántica epistolar de Cyrano (Peter Dinklage) y su esclavitud amorosa para con Roxanne (Haley Bennett), quien a su vez es codiciada por el Duque de Guiche (Ben Mendelsohn), un aristócrata bien caprichoso, y está enamorada de Christian Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), hoy un muchacho que asimismo la adora/ desea. La fastuosidad habitual de Wright está bastante contenida aunque el realizador británico continúa con sus inconvenientes de siempre en materia de nunca haber conseguido superar la estela de sus dos primeras propuestas, Orgullo & Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007), obras interesantes que marcaron a fuego todo lo que hizo después dentro de un rango que va desde lo olvidable, símil El Solista (The Soloist, 2009) y Anna Karenina (2012), pasa por lo desastroso, en sintonía con Peter Pan (Pan, 2015) y La Mujer en la Ventana (The Woman in the Window, 2021), y llega hasta lo más o menos digno, pensemos en Hanna (2011) y Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017). En esta oportunidad se nota mucho la química existente entre Dinklage y Bennett, dos actores extraordinarios que vienen de interpretar a Cyrano y Roxanne en la versión para las tablas escrita y dirigida por Schmidt, el primero muy afamado por Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), de Martin McDonagh, y su Lord Tyrion Lannister de Game of Thrones (2011–2019) y la segunda creciendo a pasos agigantados de la mano de películas exquisitas como Swallow (2019), de Carlo Mirabella-Davis, y El Diablo a Todas Horas (The Devil All the Time, 2020), de Antonio Campos. Sinceramente no molesta la jugada posmoderna boba de convertir al adalid de la elegancia verbal en un liliputiense aunque sí hace ruido la movida antojadiza e igual de estúpida de transformar a Neuvillette en el afroamericano Harrison, algo innecesario que para colmo le juega muy en contra al personaje porque lo extranjeriza incluso más dentro del triángulo amoroso -o cuarteto, si incluimos en el revoltijo del corazón al Duque de Guiche- que nos ofrece el relato, uno que como decíamos antes sigue al pie de la letra la partición entre belleza física o superficial (Christian) y su equivalente erudita o profunda (Cyrano), amén de reflexionar alrededor de las estratagemas del poder, el orgullo, la impulsividad, la ciclotimia y la distancia idiosincrásica entre los sujetos sociales. Todas las canciones son sumamente anodinas, el diseño de producción de Sarah Greenwood resulta llamativo sin caer en lo kitsch, aquel sustrato político anarquista y antimonárquico aquí prácticamente desapareció como corresponde a toda versión destinada al mercado pueril anglosajón, se gradece la participación de Mendelsohn como un villano moderado y en general la dupla protagónica mantiene a flote a una película que sin ser un bodrio tampoco es atractiva o puede justificar su existencia por fuera de la serie de obras superiores que la precedieron…
Los banqueros suizos de los genocidas Los retratos cinematográficos del Proceso de Reorganización Nacional, autodenominación de la última y salvaje dictadura cívico militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983, son muchos y se han venido acumulando desde el regreso a la democracia e incluso antes mediante películas metafóricas en línea con la trilogía policial de Adolfo Aristarain, aquella de las magníficas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982). El autogenocidio, típica lógica del Tercer Mundo gracias a su dirigencia tilinga y fascista que ve enemigos por todas partes, siempre fue de la mano de los delirios, la enorme mediocridad, el neocolonialismo económico y el pillaje más burdo en materia de las posesiones de los enemigos políticos e ideológicos en primera instancia, nos referimos a una insurgencia guerrillera que ya había sido destruida por la Triple A durante el gobierno del mamarrachesco Juan Domingo Perón y la arpía de su esposa María Estela Martínez de Perón, entre 1973 y 1976, y de los contrincantes dentro de la misma oligarquía dirigente, suerte de canibalismo del establishment que extendía a los “colegas” las tácticas del terror, el acoso, la censura, la desaparición y los fusilamientos a plena luz del día que militares, policías y socios del empresariado y la banca antes sólo aplicaban a los “subversivos” y demás militantes de izquierda de la cultura, el sindicalismo y las organizaciones sociales. Azor (2021), ópera prima de Andreas Fontana, un realizador suizo que de hecho vivió en Argentina, prometía explorar con sumo detalle otra arista del tópico en cuestión en lo que respecta a esta connivencia entre la junta militar y la banca suiza para depositar en el país europeo el botín robado a las miles de víctimas, algo similar a lo ocurrido en ocasión de la Segunda Guerra Mundial cuando los usureros suizos se hicieron de casi todo el oro que los nacionalsocialistas habían saqueado en los territorios arrasados: lamentablemente el convite que nos ocupa no funciona como thriller, estudio o epopeya testimonial a lo Costa-Gavras, Glauber Rocha, Ken Loach o Gillo Pontecorvo, ya que su ritmo es en verdad soporífero y su discurso redundante al extremo, tampoco como película de autor al cien por ciento, en especial debido a que se muestra excesivamente preocupada por los sermones semi tácitos y tontuelos vía diálogos declamativos y unos silencios asimismo cansadores, e incluso falla como retrato de la complicidad de turno porque deja en segundo plano el horror real de las muertes y se concentra únicamente en la burbuja de banalidad y privilegios de las elites económicas vernáculas, esos parásitos cotidianos del pueblo, en una jugada que reproduce inconscientemente la misma estupidez y ceguera de directores del nuevo milenio que jamás salieron de la autoindulgencia burguesa y una idea lavada e inocua del espanto del período. Si bien la rutinaria realización de Fontana, coescrita por el impresentable total de Mariano Llinás, aquel de bodrios tremendos del onanismo seudo intelectual local como Historias Extraordinarias (2008) y La Flor (2018), ha sido comparada en parte con la estructura narrativa de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, por este periplo de descenso al infierno, y con el tono en general de El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, por situar a un secuaz del fascismo en el centro mismo de un relato englobado en el terror ubicuo de las amenazas que llegan como rumores y se desatan con violencia, en realidad las analogías le quedan muy grandes a Azor porque el sustrato anodino del film no va más allá de una anécdota mínima y no del todo bien trabajada a lo largo de un desarrollo que se extiende más de lo debido a pura torpeza por la tendencia a girar siempre sobre lo mismo sin variación verdadera alguna, ahora vía un relato que nos presenta la llegada de un banquero suizo y su esposa en 1980 a Buenos Aires, Iván (Fabrizio Rongione, actor fetiche de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne) e Inès de Wiel (Stéphanie Cléau), quienes pretenden reemplazar a un socio desaparecido/ asesinado, René Keys, mientras se reúnen con lacras varias como terratenientes, empresarios, abogados, milicos, burócratas y hasta algún que otro monseñor que celebra la “limpieza” que la dictadura estaba llevando a cabo. Las actuaciones de Rongione, Cléau y Pablo Torre Nilson como el nefasto clérigo son muy buenas aunque el resto de los intérpretes deja bastante que desear dentro del típico marco preciosista pero castrado de sexo y sangre del cine ultra baladí contemporáneo, como si la fotografía elegante de Gabriel Sandru y la atractiva y estridente música de Paul Courlet compensasen la falta de ideas de la propuesta y sus latiguillos quemados o trasnochados símil cruza entre la Nouvelle Vague más seca, el suspenso de acumulación dramática que nunca explota y la decadencia altisonante del poder antropófago y demencial a lo La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, aunque desde ya sin el desparpajo, la efervescencia y la vocación hiper rupturista del clásico italiano. Fontana, en cambio, aburre con la alegoría bien vulgar del título acerca del silencio cómplice, muchos tiempos muertos de cadencia arty hueca, el machismo marca registrada omnipresente de aquella etapa, el desprecio cruzado dentro del mismo régimen y sus recovecos mafiosos, los recursos teatrales minimalistas, mucha cámara estática festivalera de otro tiempo y sobre todo esta semblanza faustiana de fondo que ya se vio mil veces, hoy con Iván reemplazando en el desenlace a Keys al aceptar licuar las propiedades de los asesinados de una forma que definitivamente su predecesor no había consentido, ambos muy amigos de los genocidas…
Alabado sea el Señor Como todo país anglosajón en el que dominaron o dominan las diversas facetas y vertientes del cristianismo protestante, Estados Unidos siempre estuvo tapizado de una infinidad de autodenominados “templos” y autodenominados “pastores” que se mueven bajo la sombra organizativa jamás reconocida de la Iglesia Católica, un modelo institucional tomado de ejemplo cual ideal paradójico porque en simultáneo se lo ataca e imita en muchos aspectos, y en esencia funcionan como sectas relativamente autónomas pero sindicalizadas en las que los feligreses -cero hipocresía de por medio- sostienen económicamente al supuesto líder espiritual y su credo de salvación, éste más o menos pomposo o ascético. La gigantesca y laberíntica industria del espectáculo del país terminó influyendo y retroalimentándose con su homóloga religiosa y así con el transcurso de los años las corrientes más ortodoxas del luteranismo y el calvinismo mutaron en una fe más popular y extasiada que desencadenó el evangelicalismo o cristianismo evangélico, un movimiento piadoso protestante muchísimo más circense que sus equivalentes del Reino Unido y Alemania, por ejemplo, y por ello se fue pasando de manera progresiva desde la antiquísima presencialidad en las parroquias a la masividad facilista y mucho más instantánea, locuaz y manipuladora -porque juega con el aislamiento y la soledad hogareña de los adeptos- de la televisión full time, los eventos esporádicos presenciales y sobre todo las donaciones por teléfono/ a distancia, objetivo máximo hacia el cual se encauzan estas voluntades cooptadas y condicionadas a gusto. Dos fueron los programas fundamentales del rubro, The 700 Club, magazine televisivo cristiano creado en 1966 por Pat Robertson como desprendimiento de un telemaratón devoto, y The PTL Club, otro show de TV en este caso craneado por Jim Bakker en 1974 y conducido por el susodicho junto a su encantadora y muy bizarra esposa, Tamara Faye LaValley (1942-2007), dúo que había empezado como pastores itinerantes para luego saltar a los programas para niños y la educación moral/ fervorosa/ comunal con títeres y eventualmente terminar generando uno de los mayores imperios religiosos de América del Norte con el matrimonio Bakker como los televangelistas más poderosos en un segmento creyente caracterizado por una competencia siempre feroz y demencial, pensemos en este sentido que la marca PTL (Praise the Lord/ Alabado sea el Señor) terminó expandiéndose a una cadena con su propio satélite, PTL Television Network, e incluso a un parque temático cristiano que facturaba millones y competía con los dos de la Walt Disney en California y Florida, Heritage USA. Los Ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, 2021), película en verdad estupenda dirigida por Michael Showalter y escrita por Abe Sylvia, profesionales de larga experiencia televisiva y el segundo responsable además de la dirección de la amena Dirty Girl (2010), está basada en el también excelente documental homónimo del 2000 de Fenton Bailey y Randy Barbato, una faena -narrada por el célebre drag queen RuPaul Andre Charles alias simplemente RuPaul- que se concentraba en la estrepitosa caída de los Bakker en 1987 por la revelación pública de que una secretaria del consorcio PTL, Jessica Hahn, recibió de Roe Messner, el principal constructor de Heritage USA y amigo del matrimonio, la friolera de 287.000 dólares para que no formule denuncia legal alguna en lo que supuestamente fue una violación de parte de Bakker y otro televangelista, John Wesley Fletcher, dupla que la habría drogado y habría abusado de ella, probable mentira por el chantaje, el volumen de efectivo en juego y los rumores de siempre de la homosexualidad reprimida de un Jim que tuvo encuentros íntimos con Fletcher que siempre optó por negar; a lo que para colmo se suma el hilarante Golpe de Estado intra gremio protestante televisivo de Jerry Falwell, otro pastor muy poderoso de su tiempo que si bien no compartía nada con los Bakker, éstos más moderados y tendientes a respetar a los gays, los drogadictos y los enfermos de SIDA en una época de condena evangelista mayoritaria bien furiosa, de a poco se impuso como “amigo” de Jim sirviéndose del temor paranoico que el hombre sentía ante la posibilidad de que la competencia, simbolizada en un tal Jimmy Swaggart, tomase el control de su imperio religioso, derivando en la pronta expulsión del matrimonio de PTL y el control absoluto de un Falwell que no sólo hegemonizó el programa, la cadena y el parque sino que los terminó de fundir, presentando la bancarrota en 1989, y hasta le soltó la mano por completo a los Bakker, denunciando su codicia, lujos y corrupción -siempre con el dinero donado por los feligreses- al punto de permitir que el fisco estadounidense los descuartizase en tribunales y condenase a Jim a 45 años de prisión por fraude y conspiración, sentencia que a posteriori se redujo a ocho años y así le permitió salir libre en 1994 después de cumplir apenas cinco efectivos. Tammy, quien tuvo un affaire con el productor discográfico Gary S. Paxton, se divorció de Jim en 1992 y después se casó con Messner, salió indemne de este caos porque su marido de entonces controlaba la dimensión financiera del imperio y ella los contenidos en general, amén de su exitosa carrera musical paralela como sublime cantante de góspel. La realización de Showalter, un especialista en comedias que en términos cinematográficos fue el artífice de las atendibles y bastante inusuales -para el conservadurismo mainstream contemporáneo y todos esos estereotipos de siempre- The Baxter (2005), Mi Nombre es Doris (Hello, My Name Is Doris, 2015), Un Amor Inseparable (The Big Sick, 2017) y Dos Tórtolos (The Lovebirds, 2020), recupera este tragicómico derrotero manteniendo el punto de vista de Tammy (Jessica Chastain) aunque sin descuidar la óptica complementaria de su esposo y socio innegable a lo largo de tantos años de vida y carrera artística y religiosa, Jim (Andrew Garfield), devenir que comienza con el trauma familiar del divorcio de la madre de ella, Rachel (Cherry Jones), pianista y devota protestante tradicional que homologaba fe con humildad inobjetable y después se casó con Fred Grover (Fredric Lehne), un hombre común y corriente y no tan fanático cristiano ascético como su mujer. Tammy conoce a Jim en la universidad y ambos rápidamente se casan para poder mantener relaciones sexuales sin culpa y comienzan un tour por el interior yanqui que los lleva a generar contactos para ingresar en la TV con un programa infantil, donde Bakker aparentemente le regala la idea a Robertson (Gabriel Olds) de crear The 700 Club sin que éste reconociese el origen real del show, etapa en la que también se topan con el eventual verdugo público, Falwell (Vincent D’Onofrio), un magnate que como todos en un principio no le da la importancia debida a la visión empresarial expansiva y muy ambiciosa de Jim y a la interpretación pluralista del evangelio de Tammy, quien a diferencia de los otros pastores y pastoras de su tiempo no sentía que su misión era condenar al Infierno a colectivos sociales por puro prejuicio sino incluir a todos los grupos de “consumidores” -especialmente a los marginados, todos ellos- dentro del suculento público a captar, sin toda esa fanfarria habitual de derecha en contra de los adúlteros, los homosexuales, los abortistas, los drogodependientes, los criminales y los divorciados, entre muchos otros. Echando mano de un tono inusitadamente farsesco y anti demagogia sentimental hollywoodense ya que en esta oportunidad la meta es humanizar a los personajes no desde el naturalismo aburrido estandarizado sino mediante una caricatura cariñosa y exaltada que subraya el delirio plutocrático, espiritual y político hegemónico de fondo, el film explora la consolidación financiera y mediática evangélica de los Bakker y su crisis escalonada y su colapso por el affaire de ella con Paxton (Mark Wystrach), la frigidez de Jim y por supuesto el mega escándalo sexual y económico, los últimos clavos del ataúd. Si bien el desempeño de Garfield y del querido Vincent D’Onofrio es realmente supremo, el personaje del primero una especie de workaholic al que le gusta “juguetear” con Fletcher (Louis Cancelmi) y nunca termina de asumir su dominio eclesiástico dentro del segmento evangelista y el personaje del segundo una momia reaccionaria que detesta al feminismo, el Flower Power y el pacifismo de los 60 y 70 y el movimiento gay de los 80, a decir verdad el alma máter de la película es una Chastain extraordinaria y efervescente que entiende a la perfección que la única forma de retratar a LaValley -luego apellidada Bakker y Messner- es a través de la sobreactuación ya que la figura de carne y hueso, la Tammy Faye real, era precisamente ello, una pose alegre y despampanante eterna que se comió a la chica insegura de antaño y que se tambaleaba entre la candidez batallante que nunca baja los brazos y la resignación cuasi melancólica ante los ataques, burlas y agravios que le llovían desde todas partes, circunstancia representada en su risita muy femenina, su adicción a los ansiolíticos, su gusto por las latas de Coca Cola dietética y en su retahíla de sensibilidad lacrimógena, cirugías estéticas ultra deformantes y maquillaje tatuado en su piel, con labios, ojos y cejas permanentemente delineados para el impacto como si su existencia prosaica o privada se confundiese de lleno con la pública de The PTL Club y más allá, incluida su condición de icono frankensteiniano de la comunidad LGBT y sus numerosas intervenciones en eventos, recitales, sitcoms, realitys y el programa de Larry King hasta su fallecimiento a los 65 años por cáncer de colon y pulmón, dejando atrás dos vástagos con Jim, Sissy y Jay. Los Ojos de Tammy Faye, título que apunta a esta artificialidad contradictoriamente humana por lo vulnerable y pasional, no sermonea al espectador sobre la evidente malversación de fondos de la pareja porque desde el vamos se enfatiza que su concepción del cristianismo no es la fetichista hipócrita para con los menesterosos y los desvalidos sino esa otra que celebra la opulencia, la masividad más vulgar y el carácter teatral y llamativo de una fe que promete devolverle con creces a los fieles que donan sus respectivas bendiciones monetarias, estafa en la que caen los imbéciles de vieja escuela aunque también los payasos new age y nuevos hipsters piadosos de cotillón. El Hollywood bobo actual, uno que se toma muy en serio a sí mismo y saca productos intercambiables a montones, ya no entrega obras tan disfrutables y sinceras como el film que nos ocupa, una epopeya fascinante sobre el sustrato mafioso e hiper grotesco de la industria de la sanación y de la religión organizada de nuestros días…
Los ensayos del ridículo creativo Mariano Cohn y Gastón Duprat construyeron un estilo francamente único que se aparta por completo del cine tanto latinoamericano actual, éste reducido a una eterna imitación de modelos hollywoodenses y en ocasiones europeos artys de otras épocas más interesantes, como internacional, plano en el que la globalización hizo estragos porque universalizó el esquema productivo yanqui y ahora en todo el puto planeta se hace exactamente lo mismo en materia de productos anodinos e intercambiables símil mainstream norteamericano hiper lelo de cotillón: los directores argentinos, muchas veces asociados con el guionista Andrés Duprat, el hermano mayor de Gastón y nada menos que el director del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, han combinado a lo largo de su carrera -y con una enorme coherencia ideológica y formal- el absurdo costumbrista, la experimentación, las ironías del humor seco de probeta, la autorreferencialidad solapada, el grotesco criollo, las comedias dramáticas intimistas, cierto surrealismo mundano, una meticulosidad ultra independiente, el motivo de la farsa detrás de la creación artística y en especial una impronta retórica muy minimalista basada en tomas estáticas, espacios voluminosos, silencios, detalles específicos disruptivos, rituales verbales y físicos varios y una tensión permanente que explota hasta hacer estallar estas “tableaux vivants” o pinturas vivientes que en parte se asemejan a sus homólogas de otros realizadores adeptos al preciosismo punzante como Peter Greenaway, Serguéi Paradzhánov, Wes Anderson y Park Chan-wook. Desde sus trabajos televisivos, como por ejemplo aquella Televisión Abierta (1998-2018), Cupido (2001-2013), El Gordo Liberosky (2000-2003) y Cuentos de Terror (2002-2005), pasando por sus documentales, en línea con Enciclopedia (1998), Yo Presidente (2004), Living Stars (2014) y Todo sobre el Asado (2016), hasta llegar a los largometrajes, sobre todo El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009), Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo (2011) y El Ciudadano Ilustre (2016), la dupla de Cohn y Duprat ha sabido hacer del extrañamiento narrativo su principal horizonte y de la pugna entre arte elevado y arte popular su razón de ser, conflicto antiquísimo que atraviesa en gran medida a su producción ficcional y que no ha perdido vigencia con el transcurso de las décadas, precisamente, debido a la enorme mediocridad del estrato underground de hoy en día y de su homólogo industrial inflado, ambas comarcas siempre pretendiendo reconciliar las dos posiciones en disputa y fallando miserablemente. Luego de una doble aventura en solitario por parte del dúo, Cohn de la mano de la polémica aunque muy interesante 4×4 (2019), una reformulación en plan de comentario social de los thrillers de entorno cerrado, y Duprat mediante la genial Mi Obra Maestra (2018), suerte de relectura de aquel esnobismo y aquella falsificación intra gremio pictórico ya trabajados en ocasión de la estupenda El Artista, los señores en esta oportunidad vuelven a unir fuerzas con Andrés para entregarnos la asimismo exquisita Competencia Oficial (2021), epopeya alrededor de unos ensayos convulsionados para una película que en esencia aplica al campo del séptimo arte aquel idéntico arsenal retórico, uno plagado de pinceladas mordaces cual espejo que se burla de las miserias y latiguillos del medio en cuestión, que los directores habían utilizado para desmenuzar a las artes plásticas en El Artista y Mi Obra Maestra, a la arquitectura, el diseño y la educación académica en El Hombre de al Lado, a la literatura en El Ciudadano Ilustre y finalmente al acervo popular argentino y sus idioteces intolerantes cruzadas en Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo, 4×4 y desde ya buena parte de la producción documental señalada, por cierto eje de una antropología del delirio masivo en la que el distanciamiento discursivo permite a cada uno de los personajes caer ellos solitos en el ridículo hedonista prosaico sin ninguna clase de estereotipo mainstream redundante y sin esa melancolía automatizada de la fauna indie global de los años 90 en adelante. Aquí el catalizador del relato es el cumpleaños número 80 de un millonario de mierda de la mafia capitalista farmacéutica, el español Humberto Suárez (José Luis Gómez), quien pretende ser recordado con algo de prestigio a cuestas y por ello baraja la idea de construir un puente para donarlo al Estado y/ o financiar un film sobre algo que sea tenido en alta estima por las elites culturales del gobierno y la crítica, así adquiere los derechos de una novela llamada Rivalidad, escrita por el ganador del Premio Nobel de Literatura de El Ciudadano Ilustre, Daniel Mantovani, y su asistente de turno, Matías (Manolo Solo), elige a una directora de moda para que se encargue de la adaptación, Lola Cuevas (Penélope Cruz), y ésta a su vez selecciona a dos actores opuestos para llevar a la pantalla este derrotero melodramático baladí sobre dos hermanos enfrentados, el populachero Félix Rivero (Antonio Banderas), típico producto del star system o culto al actor, y el elitista Iván Torres (Oscar Martínez), un pedante insoportable que se dedicó más a la docencia que a trabajar como intérprete. Si bien arrastra cierta lógica -y hasta se podría aseverar que es algo común en el ecosistema artístico- la decisión de Cuevas de reclutar a adversarios doctrinarios natos para componer a criaturas ficcionales en lucha por una meretriz de un burdel, el vástago de ésta y la muerte accidental de los padres de estos hermanos protagonistas, léase el introvertido, borrachín e insípido Manuel, en la piel de Félix, una estrella internacional que ganó muchos premios en diversos festivales de cine (de allí la sorna del título), y el mayor, adinerado y seguro de sí mismo Pedro, interpretado por un Iván que considera que el vulgo es un todo homogéneo y sinónimo de una colección de imbéciles ignorantes y conservadores que siempre quieren ver los mismos bodrios y adoran a payasos sin talento como el susodicho Rivero, el asunto pronto demuestra ser una bomba de tiempo en potencia debido a que los componentes del triángulo creativo de fondo no dejan de dar señales de una egolatría desproporcionada y muy neurótica basada en simultáneo en el narcisismo y en la defenestración sistemática y el sabotaje para con el prójimo, nunca visto como un colaborador en términos igualitarios sino como un competidor o quizás un “medio para un fin”, éste un objetivo siempre vinculado a acumular fama, poder, respeto y/ o dinero: Cuevas, una lesbiana taciturna que construye collages interminables con recortes y marcadores como parte de su proceso artístico y tiene de amante a una señorita que baila muy bien, les hace repetir muchas veces los diálogos a los actores, les cuelga una roca falsa de cinco toneladas sobre sus cabezas, se besuquea con la hija de Suárez, Diana (Irene Escolar), quien compondrá a la prostituta de la trama, Lucy, les destruye con una trituradora las estatuillas y galardones favoritos a Félix e Iván en plan de anulación simbólica del ego, un día los deja plantados como otro ejercicio acerca del vacío sin sentido alguno y se insulta a sí misma a través del caño flexible de plástico de una aspiradora; Torres, por su parte, el cual vive encerrado en su ortodoxia contracultural y está casado con una mujer tan aburrida y tan estéril como él, la escritora infantil asquerosamente “progre”/ de izquierda pueril Violeta (Pilar Castro), suele llamarse a los gritos a sí mismo como ejercicio de autoexteriorización, improvisa ante un espejo el rechazo de un hipotético premio futuro por Rivalidad y simula reconocer que su rival escénico es mejor actor que él; y finalmente Rivero, un mujeriego y amante de la cocina macrobiótica y los Lamborghinis, también vocaliza a los gritos antes de actuar, casi siempre llega tarde a los ensayos, se pone como loco por una herida en el rostro cuando Iván rompe una silla, graba saludos vanos en video para redes sociales por cumpleaños de fans o a favor de un supuesto “delfín rosado” en peligro de extinción e incluso les miente a la realizadora y su compañero de elenco sobre un fraudulento cáncer de páncreas que forma parte de todo este ciclo general de venganzas, humillaciones y mega delirios de grandeza que no se justifican desde ningún punto de vista. Más allá del excelente desempeño de profesionales de hierro como Martínez, Banderas y Cruz y de la clásica puesta en escena de Cohn y Duprat en lo que respecta a las citadas tableaux vivants, la aridez expresiva y el fetiche de siempre para con el racionalismo y el brutalismo en lo que hace a la arquitectura, aquí presentes en el espacio elegido para los ensayos del trío, la película en sí contrapone todo el tiempo las distintas clases de soberbia de cada uno, pensemos en un Iván que no puede aceptar que existan productos populares valiosos, siempre dependiendo de pavadas avant-garde trasnochadas/ anacrónicas que ponen en primer plano cómo sus ideales elitistas y su tiranía como docente no impiden que se baje los pantalones ante un proyecto como Rivalidad en el que es tratado para la mierda por la directora en cuestión, en un Félix que vive sumergido en jugadas demagógicas de imagen pública, detallitos que lo convierten en un esperpento como tantos magnates del mundo del espectáculo que desean ser admirados, a la par de ese Suárez que reconoce ante Matías que su fundación benéfica sólo sirve para evadir impuestos, y en una Lola que es algo así como una caricatura de cierto feminismo fundamentalista y naif contemporáneo de cadencia misándrica o lunática, a veces adepto a gestos terroristas irrisorios que de tanto pretender separarse del varón terminan igualando en necedad y rauda altanería a hombres y mujeres al demostrar que estas últimas son capaces de las mismas bajezas sádicas de los machos. Si durante los ensayos, esos que ocupan la enorme mayoría del metraje, se podría hablar de una batalla campal apenas disimulada y bastante sincera entre los actores y la cineasta que encabeza este colectivo creativo, durante el último acto, uno que transcurre en la fiesta de comienzo de rodaje y deriva en una caída de Torres desde una azotea durante una patética pelea con Rivero, aflora en cambio uno de los latiguillos excluyentes del cine sobre el cine, la hipocresía de los artistas y de todos los mecenas asociados, nos referimos al millonario farmacéutico y sus discursos falaces, los ataques verbales por la espalda de ambos intérpretes y una Lola que le roba una idea bien caníbal a Iván cuando éste termina convertido en un vegetal a pesar de que ella deduce que Félix fue el culpable del desplome del veterano, eso de reemplazar al “no enfermo” de cáncer de páncreas haciendo ambos personajes protagónicos él mismo, Manuel y Pedro, tarea que luego acapara Rivero. Entre alguna que otra escena de desnudez teatral símil Dogville (2003) y Manderlay (2005), las dos dirigidas por Lars von Trier, que enfatiza los paralelismos entre realidad y ficción porque el personaje de Félix en Rivalidad mata a su contraparte para ocupar su vida justo como ocurre a nivel conceptual con la caída de Iván, Competencia Oficial apuesta tanto al intelecto como a las emociones viscerales e indaga con suma sabiduría en las escaramuzas y extravagancias burguesas durante los “tiempos muertos” del arte y la industria cultural…
Un murciélago detective y rescatista Batman, creación de 1939 de Bob Kane y Bill Finger, responde al concepto del magnate benefactor en tanto “compensación” simbólica/ cultural norteamericana del capitalismo hambreador e hiper inestable de la Crisis del 30 y la Gran Depresión en general, algo -visto a la distancia- muy retro e irrisorio en tiempos de juntas directivas impersonales y CEOs totalmente intercambiables en las cúpulas de las grandes corporaciones, de allí que en el sustrato vintage de la memoria popular internacional acerca del personaje que nos ocupa la faceta legitimadora del éxito en los negocios, la primigenia hermanada a los polizontes y los bandoleros idealizados, haya perdido fuerza hasta dejar espacio al costado protector y de cuasi ciencia ficción del protagonista, esto de ser un millonario que niega la avaricia de sus equivalentes de carne y hueso y apuesta a ayudar al prójimo poniéndole el cuerpo -y la fortuna invertida en la Baticueva, el Batimóvil, el legendario traje y las decenas de costosos aparatejos- a la lucha contra la lacra delictiva más burda, los malhechores rasos, y sobre todo los capos del rubro, siempre amalgamados al empresariado al que paradójicamente el amigo Bruce Wayne pertenece símil oveja negra o quizás excepción que confirma la regla de la explotación y el parasitismo social por parte de las elites capitalistas y sus personeros jurídicos, policiales, financieros, mediáticos y hasta políticos. Batman, en este sentido, fue posicionándose con los años como el héroe del pueblo, no sólo porque es fácilmente identificable por todo el público a lo largo del globo, incluso por aquellos que nada saben de cómics o los detestan por pueriles y tontos, sino también debido a que no posee poder sobrenatural alguno e incluso está obsesionado -como tantos mortales, precisamente- con una gesta en última instancia imposible y pírrica, léase la derrota de la criminalidad cual lado oscuro del intelecto y el sentir de los seres humanos. El realizador que le ha tocado en gracia retomar el personaje, Matt Reeves, acumulaba en su haber dos películas anodinas y dos buenas de verdad en lo que atañe a su fase mainstream después de dos horrendos opus iniciales en la comarca indie, Future Shock (1994), antología fantástica codirigida por Oley Sassone y Eric Parkinson, y El Funebrero (The Pallbearer, 1996), una comedia romántica bastante lamentable, hablamos por supuesto de Cloverfield (2008), mixtura deslucida entre found footage y epopeya de monstruos en la tradición de Godzilla, y Déjame Entrar (Let Me In, 2010), remake muy inferior del neoclásico de terror de Tomas Alfredson del 2008, por un lado, y las muy disfrutables El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014) y El Planeta de los Simios: La Guerra (War for the Planet of the Apes, 2017), ambas secuelas de El Planeta de los Simios: (R)Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011), el también épico y admirable trabajo de Rupert Wyatt, por el otro lado. La intervención de Reeves en el cine de superhéroes constituía una enorme incógnita y por ello su idea de cortarse solo, eliminando toda conexión con las propuestas previas de DC, es tan bienvenida como lo fue la noción homóloga de Christopher Nolan en su momento en relación a los convites de Tim Burton y el payasesco Joel Schumacher. En sí el director y guionista estadounidense no es ningún iluminado ni ofrece grandes novedades en el terreno del policial negro ni tampoco descuella en nada en particular en The Batman (2022), pero sabe armonizar a la perfección -y con mano de artesano que lleva años planeando el regreso a las fuentes detectivescas del personaje- todos los ingredientes temáticos/ formales porque tiene mucho con lo que compararse, es decir, cuenta con el privilegio de poder trazar unas cuantas analogías entre su Batman y los anteriores, panorama que le permite determinar con precisión lo que quiere al desechar aquello ya probado que no le apetece o que simplemente llevaría a redundancias si lo retomase, amén de una oscuridad que ya forma parte del ADN del personaje desde aquella acepción burtoniana con guiños evidentes a El Regreso del Caballero Oscuro (The Dark Knight Returns, 1986), de Frank Miller, y Batman: La Broma Asesina (Batman: The Killing Joke, 1988), de Alan Moore y Brian Bolland. Muy lejos de la fábrica de chorizos del hijo de puta de Kevin Feige de la factoría Marvel, responsable de dos décadas de bodrios que califican de productos excrementicios y/ o insufribles, aunque asimismo manteniendo una buena distancia para con los desastres pomposos, sensibleros y seudo importantes de Zack Snyder y los demás autómatas o mercenarios de DC Cómics que empezaron la catarata de exploitations de aquellas tres maravillas de Nolan con Christian Bale, Reeves nos ofrece un neo noir hecho y derecho con toques de horror, cine de acción y thriller testimonial que está inspirado en simultáneo en Barrio Chino (Chinatown, 1974), de Roman Polanski, por las constantes alusiones al entramado de corrupción que atraviesa a toda Ciudad Gótica, ahora con el narcotráfico reemplazando a la especulación inmobiliaria y los chanchullos basados en el sistema de irrigación, y en Klute (1971), de Alan J. Pakula, especialmente en lo que atañe a esa premisa centrada en el devenir de un detective, el John Klute del título (Donald Sutherland), buscando a un ejecutivo de una compañía química, Tom Gruneman, en sociedad con una furcia con la que el desaparecido está conectado, Bree Daniels (Jane Fonda), dinámica que se reproduce de manera bien literal mediante el vínculo romántico y profesional de Batman (Robert Pattinson), millonario en su segundo año como justiciero enmascarado, y Selina Kyle/ Gatúbela (Zoë Kravitz), una ladrona, traficante de drogas y camarera en un club nocturno del jet set criminal, con el objetivo de hallar a una cofrade desaparecida de la segunda en medio de la podredumbre metropolitana promedio. Retomando elementos varios de obras canónicas como Batman: Año Uno (Batman: Year One, 1987), de Miller y David Mazzucchelli, y Batman: El Largo Halloween (Batman: The Long Halloween, 1996-1997) y su continuación Batman: Victoria Oscura (Batman: Dark Victory, 1999-2000), recordado díptico de Jeph Loeb y Tim Sale que al igual que el cómic anterior exploraba la etapa inicial del antihéroe como vigilante, The Batman es un relato coral que gira alrededor de una serie de asesinatos cometidos por un Acertijo (Paul Dano) empardado a un homicida en serie que gusta de comunicarse con el público y el aparato comunicacional símil aquel Asesino del Zodíaco de la California de fines de la década del 60, señor que se carga primero al alcalde, Don Mitchell Jr. (Rupert Penry-Jones), después al comisionado de policía, Pete Savage (Alex Ferns), y finalmente al fiscal de distrito, Gil Colson (Peter Sarsgaard), pretendiendo también ejecutar al caudillo de la mafia de Ciudad Gótica, Carmine Falcone (John Turturro), y al propio Wayne, a quien le traslada la culpa por los crímenes cometidos por su padre, asesinado junto a su esposa bajo circunstancias un tanto enigmáticas que en el relato nunca quedan del todo claras ni lo exoneran del hecho de haberle pedido a Falcone que intimide a un periodista fisgón, prontamente faenado, y el “detalle” de haber creado un fondo para la supuesta renovación de la urbe que luego de su fallecimiento mutó en una caja de dinero sucio que llega a todos los rincones del entramado institucional. Mientras se consolida la relación entre Bruce, cuyo único amigo indudable es su mayordomo y mano derecha Alfred Pennyworth (Andy Serkis), y una Selina que, como decíamos previamente, se desempeña como anfitriona y criada y participa en el narcotráfico que se concentra en un club propiedad de Oswald “Oz” Cobblepot alias el Pingüino (Colin Farrell), el Acertijo se divierte reventando a los partícipes de la connivencia a cielo abierto de Ciudad Gótica, dejando una sarta de adivinanzas dirigidas al “hombre murciélago” símil tarjetas conmemorativas, desparramando videos morbosos de sus víctimas vía Internet y los medios masivos y desconcertando no sólo a Wayne sino a su principal socio/ colega dentro de la policía, James Gordon (Jeffrey Wright), el único que no lo considera un lunático que toma la ley en sus manos y en esencia un oficial que lo acompaña en su investigación para dar cuanto antes con el Acertijo, encontrar a la amiga perdida y compañera de vivienda de Kyle, trazar el organigrama del colectivo encabezado por Falcone y acercarse a la verdad detrás del óbito del patriarca de la dinastía Wayne, ésta ya completamente reducida a un Bruce que deja de lado su impronta histórica de playboy y filántropo de la plutocracia para convertirse en un treintañero insomne, ermitaño, deprimido y lacónico adicto a recorrer los callejones y hacer justicia con su intelecto, recursos holgados y habilidades para la lucha. En The Batman se recupera una representación muy completa y rica de los villanos porque tenemos al anarquista (Acertijo), el mafioso (Pingüino) y hasta un espejo en clave femenina de Wayne por su condición de vigilante de aires justicieros y muy adepto a la filosofía de la sinceridad brutal de la profusa mugre de los suburbios (una Gatúbela que busca la revancha personal por su amiga mientras que Batman persigue una venganza difusa y contradictoria de tipo comunal, entre la extralimitación exasperada/ colérica y el repliegue conservador o semi legalista). El Acertijo también es un doppelgänger del adalid trasnochado pero más distorsionado y semejante a un psicópata clásico que incluso lo tiene de ídolo y se imagina una sociedad entre ambos contra la hipocresía, atropellos y muchos embustes que marcaron el nacimiento y la expansión de Ciudad Gótica cual cloaca que promete sistemáticamente limpieza, ahora a través de la metamorfosis que traería la candidata a alcaldesa Bella Reál (Jayme Lawson), aunque luego todo sigue igual o tiende a empeorar, pensemos que el supuesto mayor golpe contra el narcotráfico, una operación en la que cayó gran parte del sindicato criminal vernáculo y convirtió en héroes a los involucrados, no fue más que un Golpe de Estado maquillado dentro de la mafia para de paso hacer cómplice con sobornos a los miembros del statu quo. Aquí nos topamos con una genial construcción del personaje de Gatúbela como una femme fatale -por momentos redimida y en otras ocasiones todavía en ciernes, aún con un crecimiento maquiavélico pendiente- que trabaja codo a codo con el encapotado, lo mismo puede decirse de Gordon, hoy no un secundario mediocre o patético que llama al paladín con la Batiseñal sólo cuando lo necesita sino un compañero detective que lo trata como un par en la pesquisa contra el crimen organizado, planteo que como siempre en el caso de los Batmans más oscuros incluye un dejo de oportunismo porque el millonario con máscara acumula los trabajitos que no están amparados por la ley pero que deben realizarse para quitarle el velo de las falacias a la realidad, tareas que Gordon rechaza porque es “intachable” y Batman acepta por sus repetidos saltos entre lo permitido a escala institucional y aquello terminantemente prohibido. Las escenas de acción nunca molestan porque se mantienen cómodas en la frontera entre el realismo sucio del policial setentoso, claro horizonte conceptual del director, y la hipérbole berreta del Hollywood posmoderno de los 80 en adelante, el correspondiente a las aventuras huecas y la superacción, del mismo modo resulta interesante la jugada de no explicitar la historia de origen, el hiper trabajado homicidio de los padres, y tratarla sólo de manera colateral mediante diálogos fascinantes que exponen los sentimientos cruzados de los diversos personajes y contrastan las versiones de cada uno sobre aquella debacle y la identidad de quien o quienes serían los responsables. La ambición y el desparpajo de la propuesta, literalmente unas tres horas de metraje que se pasan volando por el glorioso manejo del suspenso y el brío de estas criaturas en pantalla, llama mucho la atención en consonancia con el aprovechamiento de las arremetidas contra los popes de la cleptocracia pública, el rol del club nocturno como aguantadero y centro de mando del hampa a la vista de todos, el tópico camuflado de la trata de blancas vía la chica desaparecida, la amiga de Selina, las múltiples connotaciones de la pista de la “rata alada” a lo informante o doble agente (paloma, murciélago, pingüino o halcón), el papel de Falcone como un titiritero en las sombras que juega a dos puntas entre la pata criminal habitual de su organización y aquella otra cómplice de los esbirros estatales (policías, jueces, políticos, empresarios como el papi de Bruce Wayne, etc.), el innegable temor de Batman a cruzar la línea a pura furia y matar a alguien en vez de detenerlo para entregarlo a los uniformados, su inseguridad paralela en materia de las verdaderas razones de su cruzada contra el delito, si en plan de vigilante gélido o verdugo en pos de incesantes resarcimientos, y finalmente la facilidad con la que los ácratas como el Acertijo consiguen seguidores a lo culto verticalista que se esconde bajo premisas de horizontalidad en tiempos cada día más aciagos en donde las instituciones están desprestigiadas por una corrupción, una violencia, una impunidad y una retahíla de mentiras descaradas que fagocitan toda esperanza. Por suerte no hay floreos de ningún tipo en lo que respecta a la música de Michael Giacchino, la fotografía de Greig Fraser y la edición de William Hoy y Tyler Nelson porque todos los rubros técnicos están orientados a complementar y no opacar la trama de base, un enigma dirigido a un público adulto pensante como no se veía desde hace mucho tiempo en este terreno de los tanques hollywoodenses de pretensiones globales, casi siempre vinculados al acervo chatarra para oligofrénicos y/ o necios infantilizados de ese público cautivo que únicamente consume blockbusters. Resulta prodigioso el desempeño de Kravitz, Dano, Wright, Farrell, Turturro, Serkis y un Pattinson perfecto que viene de colaborar con realizadores de la talla de Nolan, David Cronenberg, Werner Herzog, Anton Corbijn, James Gray, David Michôd, Claire Denis, Robert Eggers, Ciro Guerra, Antonio Campos y los hermanos Benny y Josh Safdie, colección de intérpretes aquí ubicada en las antípodas de los chistecitos para retrasados mentales, las pavadas autorreferenciales, el slapstick o comedia física demacrada, las poses cool de cartón pintado y todo ese facilismo emocional propenso a los atajos narrativos y discursivos de Marvel. Qué sano resulta para el cine popular y valioso en serio, no la basura que nos llega desde el streaming actual y lo poco que queda destinado a salas tradicionales, encontrarnos con una película como The Batman que se caga en los CGIs, los clichés más explotados y la superficialidad símil desintelectualizacion patológica y abraza, en cambio, una trama cerebral, el desarrollo de personajes de vieja escuela, una entonación aguerrida, mucha autenticidad de carácter prosaico y un corazón que motiva y justifica tamaña faena dejando de lado la estupidez y las estrellitas con esteroides y poderes sobrehumanos. El Batman meditabundo y amargo de Reeves en el desenlace descubre más dignidad moral/ ontológica/ fraternal como rescatista, frente al desastre de una inundación provocada por el Acertijo en calidad de terrorista amigo de la teatralidad marca registrada de la franquicia, que como ángel de la venganza social que reparte golpes a diestra y siniestra o utiliza de cebo a la prostibularia y verosímil Kyle, una jugada que desde el vamos decepcionará a los palurdos amantes del emporio actual de superhéroes y de las Comic Con y otros eventos de mierda del imperialismo, al igual que las pocas secuencias de “agilidad” estrambótica en el sentido militarista o chauvinista lelo del mainstream norteamericano de nuestro presente…
Sobre el régimen de probabilidades A diferencia del mainstream anglosajón contemporáneo, ese que quiere caerle simpático todo el tiempo al espectador banal en general y ya prácticamente ni siquiera recuerda cómo era eso del film noir o por lo menos de las comedias negras eficaces de otros tiempos, el cine escandinavo y especialmente el danés continúa dándonos satisfacciones esporádicas mediante propuestas de género que se meten en temas pesaditos ya sea dentro del formato del drama, el thriller, el terror o ese humor sardónico bastante bien administrado al que nos referíamos con anterioridad. Como la otra única cinematografía nacional de hoy en día que sigue regalándonos opus interesantes aunque en menor medida desde la última década, la surcoreana, los daneses tienden a recuperar elementos del lenguaje narrativo paradigmático hollywoodense pero sin renunciar en el camino a la propia idiosincrasia y prefiriendo una adaptación vernácula con su bella entonación particular, algo que no hace el grueso de las grandes producciones del globo y prueba de ello es el catálogo de los principales servicios de streaming disponibles, donde es posible apreciar la uniformidad de una propuesta paupérrima sustentada en las otrora películas y/ o series y hoy apenas “contenido” sin que en verdad importe la procedencia de cada una de ellas porque los criterios de producción son exactamente los mismos, síntoma a su vez del declive en la exigencia del espectador promedio de variedad real y no de su homóloga maquillada vía cáscaras turísticas que esconden un interior fofo, repetitivo y carente de ideas a más no poder como en el caso de los tanques de las productoras gigantescas y los estudios norteamericanos de la actualidad, esos que siempre adoran vampirizar a nivel cultural a aquellas naciones con características específicas de antaño para construir una imagen de falsa heterogeneidad símil marketing. Dentro de Dinamarca sobresale uno de los profesionales del séptimo arte más prolíficos desde mediados de la década del 90 hasta el presente, Anders Thomas Jensen, un señor que así como empezó en el terreno de los cortometrajes para después pasar a los largos, del mismo modo saltó desde la escritura de guiones a la dirección, ámbito en el que supo brillar con una retahíla de comedias muy negras y muy imaginativas protagonizadas por el genial Mads Mikkelsen, sin duda alguna su actor fetiche, hablamos de las sorprendentes Luces Parpadeantes (Blinkende Lygter, 2000), Los Carniceros Verdes (De Grønne Slagtere, 2003), Las Manzanas de Adam (Adams Æbler, 2005) y Hombres & Gallinas (Mænd & Høns, 2015). Luego de trabajar con todos los cineastas de peso de su país y más allá, como por ejemplo Thomas Vinterberg, Lasse Spang Olsen, Saul Dibb, Martin Zandvliet, Niels Arden Oplev, Susanne Bier, Tomas Villum Jensen, el tremendo Lars von Trier, Kristian Levring, Kenneth Kainz y Nikolaj Arcel, Jensen continúa abriéndose paso como uno de los directores más interesantes de los países nórdicos y Europa en general con su más reciente película, Jinetes de la Justicia (Retfærdighedens Ryttere, 2020), una nueva joya en la que, partiendo de una idea original suya junto a Arcel, retoma en parte el contexto de policial negro de Luces Parpadeantes para volcarlo a ramas en apariencia antagónicas pero que se llevan de maravilla, léase el drama familiar, el thriller de venganza, las meditaciones acerca del destino y la causalidad y por supuesto esa infaltable comedia asesina que no perdona a nadie y extrae sonrisas de situaciones espantosas porque lo importante es el desarrollo de personajes y esquivar la dramatización berreta modelo estadounidense, sin jamás faltarle el respeto a los protagonistas, su ideario, anhelos porfiados y esas conductas a veces bizarras. La película comienza cuando una adolescente (Marta Riisalu) le pide a su tío, un sacerdote ortodoxo (Raivo Trass), una bicicleta azul para navidad y así provoca una serie particular de eventos: el bicicletero (Kaspar Velberg) ordena a sus secuaces que roben un modelo azul de una estación de tren que resulta ser de Mathilde (Andrea Heick Gadeberg), muchacha que no puede ir al colegio al día siguiente y es por ello que su madre, Emma (Anne Birgitte Lind), pretende llevarla en su automóvil, el cual a su vez no funciona y las obliga a tomar un metro en el que se topan con Otto (Nikolaj Lie Kaas), un programador informático que acaba de ser despedido y que le cede su asiento a Emma sin saber que esa será su condena de muerte porque momentos después la formación choca con un tren de carga estacionado en un carril paralelo, despedazando en el acto a los pasajeros del lado derecho. Mientras que Mathilde pretende lidiar con la pérdida con terapia psicológica y su padre, Markus (el amigo Mikkelsen), un soldado experimentado, se niega rotundamente, Otto sospecha que el episodio no fue un accidente sino el asesinato de un testigo que iba a brindar testimonio condenatorio en el juicio que se le sigue al líder de una peligrosa pandilla de criminales motociclistas, Jinetes de la Justicia, Kurt Olesen (Roland Møller), y junto a sus dos amigos hackers, Lennart (Lars Brygmann) y Emmenthaler (Nicolas Bro), convencen al gélido Markus de iniciar una cruzada de revancha contra la banda que arranca con el homicidio del hermano de Kurt, Palle (Omar Shargawi), un cruel ingeniero eléctrico especializado en componentes de tren que Otto cree reconocer del día del trágico suceso, sujeto a quien el militar le rompe el cuello cuando saca un arma frente al colectivo vengador, y en apariencia adepto a sodomizar a un joven esclavo ucraniano, Bodashka Lytvynenko (Gustav Lindh). Como siempre en las realizaciones de Jensen, los ingredientes dramáticos y los cómicos se complementan y en muchas ocasiones conviven en la misma escena con el objetivo de construir personajes tan entrañables y amenos como ciclotímicos, impetuosos y algo mucho demenciales, desde un Otto con su brazo derecho lisiado por haber chocado alcoholizado contra un árbol en 2002, accidente que le costó la vida a su hija, y un Lennart obsesionado con el granero de Markus, todo porque fue abusado sexualmente en uno igual por su padre y sus tíos, hasta un Emmenthaler fetichista de sus monitores y sus equipos, muy bueno disparando y armando las armas pero sin el valor necesario para matar, y un Bodashka que fue vendido a Palle por la misma madre del joven, el cual de inmediato se convierte en algo así como una empleada doméstica en el hogar del soldado, donde todos se ven obligados a convivir -incluso el noviecito de Mathilde, Sirius (Albert Rudbeck Lindhardt), un tarado de la psicología new age que sigue la tradición inocua de su madre- cuando la guerra contra la pandilla de los Olesen llega a un punto de no retorno y la violencia escala en intensidad de la mano de arremetidas cruzadas fulminantes. Más allá de la temática del duelo y esta idea del querido cine contracultural de la solidaridad entre marginados sociales que logran sobrevivir a través del apoyo mutuo aunque con unas cuantas e hilarantes peleas internas de por medio, el opus del danés enfatiza una y otra vez mediante los diálogos la incapacidad total del ser humano para comprender todo este laberinto de hechos cotidianos encadenados que en ocasiones interpreta como coincidencias y en otras oportunidades como tragedias con responsables concretos, subrayando en simultáneo que pretender seguir los eslabones sería absurdo ya que nunca llegaríamos al verdadero inicio porque cada acontecimiento en singular responde a una conjunción de múltiples factores con su propia lógica causal. En este sentido el título del convite, ese que se mofa de la iconografía prototípica del western y parece hacer referencia en primera instancia al grupo de delincuentes para después saltar al accionar vengativo de esta amalgama de vigilantes improvisados de Copenhague, es muy irónico ya que en esencia la trama se reduce a una cruenta confusión de identidad ya que Palle jamás estuvo en el metro aquel día del fallecimiento de Emma y el que sí estuvo fue un ciudadano egipcio que nada tiene que ver con un hipotético atentado en la formación ferroviaria, planteo retórico que eventualmente transforma en ridícula -como es ridícula y sin sentido último gran parte de nuestra vida- toda la faena en pantalla. Esta odisea ultra oscura sobre el régimen de probabilidades y la sombra burlona del azar freak, desde el robo de la bicicleta del principio hasta el desenlace en Navidad con Emmenthaler tocando Little Drummer Boy en un corno francés, ejemplifica a la perfección cómo debería escribirse una comedia negra que balancee la causticidad humanista y las catástrofes apesadumbradas en secuencia que propone la historia, cuya virulencia discursiva se ubica muy por encima del sustrato sentimentaloide, hueco y caricaturesco de las obras hollywoodenses y aledañas…